Govindo - Marina Ricci - E-Book

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Marina Ricci

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Beschreibung

En 1996 Marina Ricci, periodista de una conocida televisión italiana, es enviada a Calcuta mientras Madre Teresa afronta una grave enfermedad. Muchos piensan que se aproxima el momento de su muerte. La periodista visita así el orfanato atendido por las religiosas de Madre Teresa, y allí conoce a Govindo. El pequeño está gravemente enfermo y ninguna familia quiere adoptarlo. Probablemente por eso Madre Teresa suele manifestarle una especial predilección. La autora decide acogerlo y convertirlo en uno más de su familia. Inicia así un camino que cambiará su vida, la de su marido y también la de sus hijos. Gogo, como todos lo llaman, sufre un proceso degenerativo, no camina y apenas crece, pero esto no le impide amar y ser amado, e ir dejando a su alrededor una huella realmente imborrable...

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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Marina Ricci

GOVINDO

El regalo de Madre Teresa

EDICIONES RIALP, S.A.

MADRID

Título original: Govindo. Il Dono di Madre Teresa.

© 2016 by EDIZIONI SAN PAOLO S. R. L., Milano

© 2017 de la versión española realizada por MIGUEL MARTÍN

by EDICIONES RIALP, S. A.

Colombia, 63. 28016 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-4818-7

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A Tommaso, Maria, Angela, Cristina, Luigi

Usque dum vivam et ultra

Amo a mi hijo. Pequeño y moreno.

Herido en la carne y en el alma.

Amo su sonrisa y sus ojitos negros.

Amo los pequeños gestos que anulan

la distancia entre nosotros.

Amo su cuerpecito relajado entre

mis brazos y su manita que me busca.

Amo este amor que crece dentro

y lo invade todo, que llena el corazón

y dibuja los pequeños rasgos de un rostro,

el contorno de una boca,

la curva de una mejilla.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

PRESENTACIÓN DEL PADRE BRIAN KOLODIEJCHUK

INTRODUCCIÓN DE ENRICO MENTANA

GOVINDO. EL REGALO DE MADRE TERESA

APÉNDICE. TRES HERMANAS Y UN HERMANO

MARINA RICCI

PRESENTACIÓN

por el padre Brian Kolodiejchuk

LA DE GOVINDOES UNA HISTORIA en verdad conmovedora, su carácter extraordinario se esconde bajo un velo de acciones ordinarias realizadas por gente corriente. Este es uno de los aspectos que asombran en este libro. La Providencia quiso que conociese personalmente a los principales actores en cuestión: Marina, Madre Teresa, las hermanas implicadas en el asunto e incluso a Govindo, a quien encontré hace muchos años en casa de la familia Ricci. Con excepción de Madre Teresa, todas las demás personas pueden considerarse gente corriente, pero precisamente Dios actúa de modo extraordinario a través de personas y sucesos ordinarios.

Así ha ocurrido en la historia que se cuenta en estas páginas. No es difícil reconocer la mano de Dios en los acontecimientos aparentemente insignificantes, que Marina llama “coincidencias”, mediante los cuales Dios realiza su plan en la vida de Govindo y de la familia Ricci. Esto no extraña a quienes conocen o, mejor aún, han experimentado de modo directo la vida y la obra de Madre Teresa y de sus hijas. Cada día, en cualquier parte del mundo, se puede notar la mano providente de Dios, presente en tantos aconteceres, a veces de un modo claro y evidente, otras veces de un modo más discreto, reconocido solo después de aclararse la realidad. Marina vuelve sobre esta reflexión en varios momentos de su historia. La Providencia divina está actuando siempre, también en momentos en que parecería ausente. Durante todo el relato, se verá muchas veces confirmada la verdad contenida en la Carta a los Romanos, 8, 28: «Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios».

No obstante las variadas menciones a la fe, la esperanza y la caridad, claramente evidentes en los protagonistas del libro, el drama humano no desaparece, ni tampoco se atenúa. Esto es evidente también en Marina. Durante todo el relato, ella es extremadamente abierta y sincera al narrarnos no solo sus viajes sino también su camino espiritual. La historia no cae en absoluto en el sentimentalismo. Marina, al hablarnos de Govindo y de su propia actitud hacia él, nos revela sus distintas reacciones, tanto positivas como negativas. Esto nos hace revivir la historia en primera persona y consigue que, ante semejante experiencia, nos veamos implicados. Es la demostración de lo que muchos escritores de espiritualidad nos han enseñado (el ejemplo más reciente, Henri Nouwen): eso que nos parece tan personal es, en realidad, universal. En circunstancias y dimensiones distintas, todos hemos vivido algo parecido a lo de Marina y los Ricci, y por nuestra experiencia podemos de algún modo comprender la suya.

Santa Teresa de Calcuta ocupa un lugar central en esta historia. La enfermedad de Madre Teresa fue la ocasión de la primera visita de Marina a Calcuta; y sus funerales, un año después, la ocasión de la segunda. Fueron estos viajes los que dieron lugar a la historia extraordinaria que tenéis ahora en vuestras manos. El encuentro de Marina con sister Frederick en la Casa Madre, y luego la visita a la casa de los niños, Shishu Bhavan, fueron los instrumentos de Dios para acercar a Govindo a la familia Ricci y hacer posible todo lo sucedido en los años siguientes. Las relaciones y la influencia de las hermanas continuaron en Roma, como tendréis ocasión de leer.

Pero hay algo aún más importante. En el relato se recogen algunas enseñanzas esenciales que Madre Teresa solía transmitir a sus discípulos, religiosos y laicos. Por ejemplo, ella repetía con frecuencia que cuando ofrecemos nuestro servicio y nuestro amor a los necesitados y concentramos en ellos nuestra atención, recibimos más de lo que damos.

Otra verdad importante que enseñaba Madre Teresa —«que también nosotros somos pobres»— la formuló perfectamente Jean Vanier, el fundador canadiense de la comunidad del Arca, que vive y trabaja entre hombres y mujeres con handicap mental: «Cuando vivimos día tras día al lado de personas con minusvalía severa, nuestros límites y nuestras oscuridades se hacen evidentes. Pero esta experiencia me ha ayudado a comprender que no podemos crecer en el amor y en la compasión si no admitimos con toda sinceridad quiénes somos verdaderamente, y si no aceptamos nuestra pobreza total. El pobre no está solo entre los demás, también está dentro de nosotros. Esta verdad se encuentra en la base de todo crecimiento humano y espiritual y es el fundamento de nuestra vida cristiana. “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3). El pobre, que nos revela nuestra pobreza, se convierte de este modo en un sacramento».

En las páginas que siguen descubriréis la verdad que encierra este aserto.

Madre Teresa interpretó a fondo el tiempo en que vivimos. Era consciente de que la mayor pobreza en el mundo de hoy es la de no ser amado, no querido, abandonado. La familia Ricci, como refiere la misma Marina, quiso hacer suyo esto: comunicar a Govindo que era amado, querido y cuidado hasta el heroísmo.

Como dijo Tommaso, el marido de Marina: «La de Govindo ha sido una historia aventurada, dramática, bellísima y misteriosa». Esta es la historia que vais a leer. Os conmoverá, os inspirará y quizá os hará sentir culpables y os desafiará. Sí, muy probablemente nunca seremos llamados a hacer algo que pueda considerarse tan extraordinario pero, como repetía Madre Teresa a quienes la escuchaban, todos nosotros podemos hacer «cosas pequeñas, pero con un amor grande», y «cosas ordinarias con un amor extraordinario».

Tomad este libro y leedlo, dejaos conmover e inspirar y, en fin, convertid, como decía Madre Teresa, «vuestro amor en una acción concreta».

INTRODUCCIÓN

de Enrico Mentana

LA QUE VAISA LEEREN ESTE LIBRO es una historia de amor, verdadera y pura. Como en todas las historias de amor, abundan en la trama figuras grandes y bellas, pero también hay comparsas aparentemente casuales, que favorecen o condicionan los acontecimientos. Entre estas últimas estoy también yo. Os robo solo pocas líneas. Marina era la vaticanista del telediario que yo entonces dirigía, el TG5. Cuando tuve la fortuna de ponerlo en marcha, en 1992, la llamé: me había gustado su modo de hacer las cosas cuando, cuatro años antes, habíamos trabajado juntos en una encuesta sobre el cisma de monseñor Lefebvre: ella me había llevado literalmente de la mano por senderos bastante oscuros para mí. Mi relación con ella era franca y directa: sabía lo que yo quería, lo que convenía hacer. En el sector de la información religiosa, sobre todo en el tratamiento de una figura señera como la del papa Juan Pablo II, Marina era capaz de afrontarlo todo ella sola. Y la chispa, en aquel día de 1996, provino precisamente del papa y de un artículo memorable que yo había leído diez años antes, en el Corriere della Sera, y que siempre había recordado. Era del 4 de febrero de 1986. Traía una gran fotografía de Wojtyła coronado con un cubrecabeza hindú, en medio de un festejo cerca de Nueva Delhi. La imagen chocaba con el título del artículo: “El papa entre los moribundos de Calcuta”, decidido por el enviado del periódico, Luigi Accattoli. «A fuerza de recorrer el mundo, el papa Wojtyła ha llegado ayer a un lugar donde no cabían discursos, ni gesto de especial relevancia. Allí no era posible hacer nada: era el dormitorio de los moribundos de Madre Teresa. El Pontífice romano ha entrado, silencioso y con los brazos cruzados: como todo sacerdote que entra a ver a un moribundo». Y más adelante: «A la entrada había un tablón de anuncios, con dos flores dibujadas y estas palabras escritas: “3 de febrero. Entran: dos. Salen: cero. Muertos: cuatro. Hacemos esto por Jesús”. El papa no se movía de allí. Madre Teresa, mujer práctica, le ha tomado de la mano y lo ha llevado adentro». Y todavía: «Al fondo del mundo está Calcuta. Y al fondo de Calcuta, el dormitorio de Madre Teresa». Accattoli la describía citando a Pier Paolo Pasolini, que la había conocido veinticinco años antes: «Sor Teresa es una mujer anciana, de piel morena, seca, con mandíbulas casi viriles y ojos dulces, que ven donde miran, y tiene impresa en sus rasgos la bondad verdadera. Debo decir que nunca el espíritu de Cristo me ha parecido tan vívido y dulce. Un trasplante perfectamente logrado». Diez años después de aquella visita del papa, nos llegaba la noticia de que Madre Teresa estaba a punto de morir. Pensé que, mientras fuera posible, sería justo contar algo sobre aquella mujer y aquel lugar que había hecho enmudecer incluso a Karol Wojtyła. Y solo podía hacerlo Marina. También ella, como aquel papa, estaba a punto de ser tomada de la mano por una figura mucho más pequeña, y recibir su regalo de amor: se llamaba Govindo.

GOVINDO.

EL REGALO DE MADRE TERESA

1.

NO TENÍA NINGUNA INTENCIÓN DE IR A CALCUTA. Cada vez que lo pienso, lo recuerdo de ese modo. Siempre ha sido así. Cuando me hablaban de hacer un viaje y me miraban entusiasmados, como diciendo: “Vaya, ¿estarás contenta, no?”, se mezclaban en mi interior un poco de rabia y un poco de preocupación. Al principio nunca me sentía contenta. Si acaso, sucedía durante el viaje, o después. Por lo demás, sé que he sido una periodista anómala. Más ama de casa que enviado especial, y por eso, siempre angustiada por los mil problemas de la casa y de los hijos, que debían arreglárselas solos; pensaba además en mi marido —también periodista—, a quien dejaba puntualmente en la estacada. Pero, en el fondo más profundo, arde una llama. Todavía me sigue sucediendo, ahora que estoy jubilada. Ya lo sé. ¿A quién no le gustaría este oficio? Partir y regresar, y luego volver a partir. Conocer lugares y personas siempre nuevos. Estar allí, en vez de enterarte de las cosas leyendo el periódico o viendo la televisión. Pero, de entrada, esa pasión no se manifestaba al exterior, sumergida en un sentimiento de culpa por el enésimo abandono del techo familiar y la enésima abdicación del papel de madre presente, de la que solo llegaba una simple “voz” desde una redacción o desde la otra punta del mundo, a través del teléfono.

Basta: debía marcharme, y además de inmediato. Todavía escucho la voz del director, la llama de la profesión en persona, la voz de quien se alimenta de pan y televisión y si te atreves a decir que hay algún problema te lo echa en cara, como si estuvieras siempre quejándote.

«¿Te viene bien ir a Calcuta?».

Y mi respuesta, conociéndolo: «¿Cuándo? ¿Ahora?». Me veía yendo al aeropuerto a la carrera (no sería la primera ni la última vez).

En cambio, esta vez él: «No, mañana por la mañana». Unas horas de respiro para intentar organizar al marido y los hijos. Y para empezar a tener un poco de miedo.

Cuando voy sola al extranjero, siempre hay dos cosas que me aterrorizan: el inglés, que no sé y lo hablo descaradamente solo outside, movida por un instinto de supervivencia; y los aeropuertos, donde estoy siempre convencida de perderme o de no llegar a tiempo a enlazar los vuelos.

Salí para Calcuta a finales de noviembre de 1996, echando en la maleta, aparte de la ropa, solo un libro sobre Madre Teresa. La anciana fundadora de la orden de las Misioneras de la Caridad, afectada desde hacía tiempo por problemas cardiacos, estaba ingresada en el Birla Hospital de esa ciudad india y se temía por su vida. Ese era el motivo de mi viaje. Nunca había estado en India, y en mi activo tenía solo la lectura de La ciudad de la alegría, de Dominique Lapierre, y algún otro libro sobre la experiencia de la “monja de los pobres”. Me fui resoplando, como siempre, confiando en que la familia fuese capaz de arreglárselas.

Vuelo en la Thai hasta Bangkok, y comienzo a zambullirme en un ambiente exótico. Luego, seis horas de espera en el simpático aeropuerto tailandés. Rastreo y analizo el free shop hasta en sus mínimos detalles y aplaco un odio visceral inmotivado contra Tailandia, entre la somnolencia y una fuerte dosis de improperios interiores. Desde Bangkok, Air India. Azafatas en sari y bandeja de comida indigerible, como primera muestra del subcontinente. A veces lo pienso. Esa India fascinante de Salgari que, de hecho, nunca existió. Los relatos de la gente de mi generación en los rugientes años de la protesta estudiantil: meditación y Siddharta.

Quién sabe como se les ocurrió todo eso.

De todas las Indias que había leído o de las que había oído hablar, en el aeropuerto de Calcuta no quedaba ni una. Por decirlo todo, ni siquiera comparecieron el operador y el técnico de sonido que habíamos contratado desde Roma, que tendrían que haber venido a recogerme. A la salida solo vino a mi encuentro un chico de quince o dieciséis años. Con señales de una enfermedad que parecía lepra, tenía una mano ocupada en manejar el cartel sobre el que se apoyaba. Con la otra, agitaba un vaso de hojalata, haciendo sonar las pocas rupias recibidas como limosna hasta ese momento. A su espalda se veía un grupo de muchachitos prontos a rodear como nube de moscas a los recién llegados, y una fila de taxis antediluvianos, amarillos y negros, abollados, estacionados en un descampado polvoriento. La escena era desoladora, no sabía a qué santo encomendarme. Para animarme a subir al asiento de tapicería destrozada de un taxi acudió otro muchacho. Una especie de cazador de clientes que, con destreza, me liberó de los numerosos pretendientes taxistas. Le seguí, como una vaca conducida al matadero, convencida de que aquella vez ya no había esperanzas, y de que me encontrarían después de algunos días en avanzado estado de descomposición, dentro de alguna fosa india. En lugar de eso, atravesé indemne por primera vez ese gigantesco atasco que es el tráfico de Calcuta, y fui desembarcada en el Taj Bengal, uno de los hoteles más lujosos de la ciudad. Pero he de decir que pasé miedo durante todo el trayecto. Miedo, sobre todo, a tener un accidente. En Calcuta, donde se desconoce para qué sirven las flechas de la calzada que señalan el despla­zamiento de los vehículos, el tráfico es una danza pérfida y tambaleante, una competición donde todos se rozan continuamente y la salvación circula por los pocos milímetros de distancia entre un auto y otro. Si eres un ignorante e incauto viajero, solo te queda morirte de miedo, aplastado en un asiento normalmente sucio, encerrado en un maloliente habitáculo. Si a esto añades que no sabes a dónde te llevan, el cuadro de la desesperación queda ya completo. Esto basta para comprender que el encuentro en el hall del hotel con el operador indio —que tendría que haber venido a recogerme al aeropuerto y que, al llegar de Nueva Delhi, había ido a darse una ducha en el hotel— se resolvió refrenando mi instinto homicida. Había llegado, y eso era lo que contaba.



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