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Cuatro años antes de la proclamación de la Primera República, en plena efervescencia revolucionaria, Élie Reclus emprende un viaje por España. El etnógrafo anarquista llega al país en un momento en el que las diferentes facciones políticas pugnaban por echar a los Borbones. Se trataba de un movimiento que generó gran expectación en Europa, ya que lo que estaba ocurriendo en España marcaría el devenir de otros países del continente. El interés de estas crónicas reside sobre todo en que son el relato de unos acontecimientos vividos muy de cerca y que, además, se corresponden con los primeros meses de la Revolución, cuando todo era posible y nadie sabía qué iba a suceder. El hecho de que Élie Reclus fuese amigo personal de notables republicanos, especialmente de Fernando Garrido, le posibilitó contar con información de primera mano y, en cierto modo, privilegiada. A pesar del tiempo transcurrido, estas impresiones conservan toda su frescura. A través de ellas, podemos seguir el giro que los acontecimientos van tomando; el de la consolidación de un régimen conservador. La diferencia con el anterior habría que buscarla más en el despertar del movimiento obrero que en el movimiento político mismo, en el que los republicanos, como fuerza revolucionaria, no se mostraron a la altura de los acontecimientos y fueron en todo momento a remolque de cuanto sucedía. Reclus traza un mapa de la situación de todo el país al tiempo que narra las impresiones de su viaje por España, que le llevará a visitar Barcelona, Girona, Cassà de la Selva, Llagostera, Sant Feliú de Guíxols, Calonge, San Antonio, Palamós, Palafrugell, La Bisbal, Banyoles, Olot, Tortellà, Castellfollit, Figueres, Tarragona, Reus, Valencia, Cádiz, Jerez, Alora, Málaga y Madrid.
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Seitenzahl: 503
Veröffentlichungsjahr: 2025
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ÉLIE RECLUS (1827-1904), etnógrafo, hermano mayor del célebre geógrafo anarquista Élisée, siguió una trayectoria similar a la de su hermano, y a la que más adelante seguiría también su hijo Paul. En 1865 se afilió a la Alianza de la Democracia Social, fundada por Bakunin en Italia el año anterior. Cuando en 1871 se proclamó la Comuna en París, los dos hermanos trabajaron codo con codo a favor de su desarrollo. Élie fue nombrado director de la Biblioteca Nacional, cargo que ocupó brevemente, ya que los versalleses entraron en París poco tiempo después y lo apresaron. Fue liberado en 1879, y continuó impulsando la revolución hasta su muerte en 1904.
Sus trabajos como etnólogo son abundantes, y no podemos pasar por alto su obra más emblemática, Los primitivos.
Además de en La Revue Politique a la que pertenecen los artículos aquí incluidos, colaboró en muchas otras revistas; fue corresponsal del periódico ruso Dielo y en 1864 fue redactor y gerente del periódico L’Association, boletín internacional de las sociedades cooperativas. Tras su liberación en 1879, y después de recorrer Italia, Suiza y los Estados Unidos, ya de vuelta en Europa colaboró en Le Travailleur y en Les Temps nouveaux.
Hacia laPrimera República
Pepitas de calabaza s. l.
Apartado de correos n.° 40
26080 Logroño (La Rioja, Spain)
www.pepitas.net
© De la presente edición, Pepitas ed.
ISBN: 978-84-10476-19-6
Producción del ePub: booqlab
Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura
Primera edición, febrero de 2025
Título
Créditos
Índice
Nota a la segunda edición
Introducción¿Revolución o reacción?
Cuaderno de viaje
Capítulo 1°En busca de un rey...
Capítulo 2°La propaganda republicana en Cataluña
Capítulo 3°Los partidos en España
Capítulo 4°Cómo se despierta un pueblo
Capítulo 5°La lucha de las manifestaciones en España
Capítulo 6°La primera sangre
Capítulo 7°Jaque a la monarquía
Capítulo 8°Intermezzo
Capítulo 9°¡A ellos, republicanos!
Capítulo 10°La resaca insurreccional
Capítulo 11°El definitivo triunfo de la ambigüedad
A
PÉNDICE DOCUMENTAL
I. Artículos de Élie Reclus publicados en
La Revue Politique
de París
1. Un rey, por favor
2. Los partidos en España
3. Aproximaciones a la crisis en España
4. Cómo se despierta un pueblo
5. La lucha de las manifestaciones en España
6. La primera sangre
7. Jaque a la monarquía
8. ¡A ellos, republicanos!
II. Otros documentos
Carta de Prim (10 octubre 1868)
Discurso de Élie Reclus en una reunión política en Sabadell (¿octubre 1868?)
A los electores (16 noviembre 1868)
Carta de Fanelli (2 diciembre 1868)
Acontecimientos de Andalucía por Fernando Garrido (11 diciembre 1868)
La emisión del pensamiento por Ildefonso Llorente Fernández (20 diciembre 1868)
Noticias biográficas
Bibliografía
Cover
Índice
Start
CONSIDERO IMPORTANTE CLARIFICAR ALGUNOS aspectos de la revista en la que Élie Reclus publicó sus artículos: La Revue Politique.
Este periódico salió a la luz el 6 de junio de 1868, dirigido por Paul Challemel-Lacour. Se publicaba los sábados. Hasta el 27 de septiembre de ese año conservó este título de cubierta y, a partir del siguiente número, apareció como La Revue Politique et Littéraire, pero únicamente en la cubierta, ya que en el interior de la publicación siguió conservado su antiguo título y todas las referencias a esta publicación de otros periódicos siguieron considerándola como La Revue Politique. Con el título de La Revue Politique et Littéraire fue publicada hasta el 13 de febrero de 1869. Sin embargo, y a pesar de todos mis esfuerzos, me ha sido imposible averiguar la razón del cambio de título en la cubierta, aunque probablemente se debiera a la deriva que experimentó por aquellos meses el Imperio de Napoleón III, que aumentó las restricciones a la prensa de carácter republicano y probablemente obligó, en este caso particular, a añadir al título lo de literario para dulcificar, en cierto modo, el carácter extraordinariamente subversivo que en aquellos momentos debía tener el concepto de político.
Es conveniente señalar también que la revista de Reclus no se debe confundir con La Revue Politique et Littéraire. Revue bleue, que comenzó su andadura el 1 de julio de 1871, continuando a la Revue des cours littéraires de la France et de l’étranger, fundada en diciembre de 1863.
No cabe duda que tanto la prensa española como la francesa tuvieron una especial relevancia en los acontecimientos que se produjeron en España y que afectaron posteriormente a la situación política de Francia. También tuvieron cierta importancia la prensa italiana e inglesa y en menor medida también la alemana.
Lo curioso del caso es que la república en ambos países (España y Francia) se proclamó por agotamiento de la monarquía. En el caso francés por la caída de Napoleón III, tras la derrota en Sedán; en el caso español por la abdicación de Amadeo I en 1873. Pero mientras Francia continuó siendo republicana a pesar de los sucesivos intentos de restauración monárquica, en nuestro país, cada intento republicano fue seguido de una dictadura y una posterior restauración borbónica. Parece una especie de maldición.
En la bibliografía he incorporado algunas referencias que son importantes para ese período, especialmente los libros de Ángel de Miranda (aunque su nombre real era Ángel Vallejo Miranda). Ángel de Miranda, amigo personal del general Prim, era articulista del periódico Le Gaulois de París, que comenzó a publicarse unos meses antes del pronunciamiento militar, concretamente el 5 de julio de 1868. Este intrigante personaje consiguió que el periódico insertase sendos escritos de Prim y de Serrano tratando de explicar qué se proponían hacer con el país (estos mensajes han sido transcritos en el ensayo de Alberola Fioravanti, Ma Victoria. La revolución de 1868 y la prensa francesa. Madrid: Edit. Nacional, 1973, páginas 151-156). De Miranda intentó, a través de sus artículos, ayudar en lo posible al gobierno provisional en sus manipulaciones en busca del establecimiento de una nueva estirpe monárquica. También se reunió con Bismark en Versalles (Miranda, Ángel de, Un diner a Versailles chez M. de Bismark, Bruxelles, 1871), como representante de la legación española en París. Después de que el canciller alemán le ofreciera una frugal colación, fue encarcelado, y posteriormente trasladado a diferentes fortalezas alemanas, pero al fin pudo escapar y refugiarse en Bélgica. Intrépido aventurero, periodista, ensayista, diplomático y exitoso comerciante, además de reaccionario, hoy está completamente sepultado bajo montañas de papel. ¡Qué cruel es la vida!
El reportaje llevado a cabo por Élie Reclus en los meses que anduvo de gira por diferentes lugares del país es uno de los más brillantes que se han escrito sobre los inicios de lo que pudo haber llegado a ser una auténtica revolución. Además, en su cuaderno de viaje queda reflejada toda la emoción que el revolucionario francés sentía al darse cuenta de que participaba en algo que podía cambiar el destino de España y por ende de Europa.
Esto es lo que nos ha inducido a reeditar este magnífico libro, que está a la altura de las expectativas que algunos revolucionarios se plantearon desde el principio de los acontecimientos.
PACO MADRID
Fotografía tomada en Valencia en el mes de octubre o noviembre de 1868 y publicada en La Revista Blanca de Barcelona, número 213 del 1 abril de 1932, página 643. De izquierda a derecha: Fernando Garrido, Élie Reclus, Aristide Rey y Giuseppe Fanelli; sentado: José María Orense
CUANDO LOS CAÑONES DE la fragata acorazada Tetuán1 atronaron los aires de la bahía de Cádiz, Europa se estremeció. Era el 17 de septiembre de 1868 cuando la flota anclada en aquella bahía al mando del general Topete se pronunció contra la monarquía borbónica.
A partir de este momento, los hechos se precipitaron. Una parte del ejército se puso decididamente al lado de los conjurados, que tomaron varias ciudades; en otras ciudades, como ocurrió en Santander, la indecisión de algunos militares y las escasas fuerzas civiles armadas dieron al traste con la insurrección.
Pero los tres partidos coaligados (unionistas, progresistas y demócratas) tenían en esta ocasión todos los triunfos en la mano. La incertidumbre de los primeros días acabó de modo fulminante en la denominada batalla del puente de Alcolea, que más bien fue una escaramuza. Tras el triunfo de los conjurados la monarquía isabelina se hundió definitivamente y los últimos partidarios de la misma cruzaron la frontera por los Pirineos.
Paralelamente a estos hechos, se constituyeron Juntas revolucionarias en todas las capitales y pueblos del país, formadas generalmente por integrantes de los tres partidos que habían intervenido en la revolución. Elegidas primeramente por aclamación, serían más tarde confirmadas por sufragio universal. Sus programas fueron tomados fundamentalmente de los que se habían dotado las Juntas de Madrid y Sevilla. Estos programas tenían un gran alcance revolucionario: sufragio universal, libertad de cultos, de enseñanza, de reunión y asociación pacíficas, de imprenta sin legislación especial, descentralización administrativa, seguridad individual e inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia, abolición de la pena de muerte, inamovilidad judicial, juicio por jurados en lo criminal y unidad de fuero en la administración de justicia.
Los generales vencedores en Alcolea, impulsores del grito de guerra «¡Viva la libertad!» que dio comienzo a la revolución, entrarán en Madrid con sus respectivos símbolos para recordar a quien lo haya olvidado que el triunfo de la revolución, así como su comienzo, ha sido obra exclusivamente militar, y por tanto en ese terreno se medirán las desavenencias que traspasen determinados límites.
El día 3 de octubre entró triunfalmente en la capital española el general Serrano, el cual fue encargado por la Junta de formar un Gobierno provisional bajo su presidencia.2
Con la constitución del gobierno, en el que no fue incluido ni un solo demócrata, se abrió una etapa dual que no podía durar mucho tiempo, ya que las Juntas continuaron su labor reformista, entorpeciendo —a juicio de los gobernantes— su labor.
A ello se sumó la ruptura por parte de los republicanos del pacto tácito acerca de la forma de gobierno. Efectivamente, el día 11 de octubre se reunieron en el circo Price de Madrid un nutrido grupo de demócratas con el fin de discutir la viabilidad de establecer la república. El resultado solo podía ser la ruptura entre las facciones demócratas: aquellos que como Cristino Martos abogaban por la accidentalidad de las formas de gobierno o quienes como Estanislao Figueras se pronunciaban resueltamente contra la monarquía.
Al final se concluyó: «Queda acordado que la república federal es la forma de gobierno que adopta la democracia española». Lo cual quedó refrendado en otra reunión que tuvo lugar el día 18.
La dualidad de poderes pronto se resolvió con la orden de disolución de las Juntas que, asombrosamente, se fueron desorganizando casi sin ofrecer resistencia. Desde ese momento las manos del gobierno estaban libres para trabajar en provecho propio. Lógicamente, Rivero, que había aceptado disolver la Junta de Madrid y aconsejar a las demás hacer lo propio, fue tildado de traidor por sus correligionarios. Pero la traición de Rivero, si así se puede calificar su gesto, no paró aquí. El 12 de noviembre, junto con otros demócratas, aceptaba redactar un manifiesto por el que una fracción de este partido asumía circunstancialmente la forma de gobierno monárquica.
La suerte estaba echada. Al gobierno ya solo le quedaba desarmar a la milicia popular y acabar de atar los últimos cabos que aún quedaban sueltos. Circunstancias fortuitas hicieron que el desarme en Puerto de Santa María desencadenase una insurrección republicana que en un primer momento el gobierno trató de presentar como un intento de restauración borbónica, lo cual le permitió aplastarla sin demasiados problemas. Unas semanas más tarde haría lo propio en Málaga.
La confianza de la mayor parte de los republicanos se centraría en el resultado de las votaciones que debían celebrarse. En un primer lugar, las municipales que, como ocurriría siempre en los momentos críticos, fueron ganadas por los republicanos en las principales ciudades, lo cual creó una cierta expectativa de triunfo en las constitucionales convocadas para principios de enero. Sin embargo, estas perspectivas se vieron en cierto modo frustradas, y los republicanos debieron conformarse con obtener una minoría representativa.
El estallido revolucionario despertó grandes expectativas en todos los medios de información europeos. Un enjambre de periodistas, observadores y aventureros de toda laya se dieron cita en España. Algunos de los medios de información daban cuenta de la venida de este o aquel periodista. El Telégrafo, diario barcelonés, anunció la llegada de Mr. Serland, redactor de Siècle,3 así como también la de J. K. Trebois, redactor de La Tribuna, que lo acompañaba.4 Algunos días más tarde, este mismo periódico anunciaba la llegada de León Mechnikoff,5 emigrado ruso, corresponsal de un periódico de San Petersburgo,6 y de Lucien Combay, corresponsal del Temps y de la Ilustration, «al objeto de estudiar la revolución que acaba de verificarse en España, por el interés que inspira a los extranjeros. Se proponen recorrer las principales capitales de España».7
Casi al mismo tiempo que en España triunfaba la revolución, el segundo Congreso de la Liga de la Paz y la Libertad se reunía en Berna del 21 al 25 de septiembre de 1868.8 La minoría socialista encabezada por Bakunin presentó desde la primera sesión una dura batalla a la fracción moderada. Entre los delegados al congreso pertenecientes a esta minoría, se encontraba Elisée Reclus, amigo personal de Bakunin.9
Barricada de Cuatro Caminos en Santander el 24 de septiembre de 1868
Ante el desarrollo del congreso, inclinado cada vez más hacia posiciones conservadoras, la minoría socialista del mismo anunció el último día de las sesiones su retirada de la Liga mediante la siguiente declaración:
Considerando que la mayoría de los miembros del Congreso de la Liga de la Paz y la Libertad se ha pronunciado explícita y apasionadamente contra la igualación económica y social de las clases y de los individuos, y que todo programa y toda acción política que no tengan por objetivo la realización de este principio no podrían ser aceptados por los demócratas socialistas, es decir, por los amigos conscientes y lógicos de la paz y la libertad, los abajo firmantes creen que es su deber separarse de la Liga.10
Entre los firmantes se encontraban, entre otros muchos, Aristide Rey* y Elisée Reclus. A renglón seguido fue fundada la Alianza Internacional de la Democracia Socialista (AIDS); aunque no tenemos medios de saberlo, es muy probable que los ecos de la revolución española hubieran despertado ya el interés de Bakunin y decidiera en aquella reunión enviar un emisario para entrar en contacto con los trabajadores españoles.
Al parecer, la búsqueda no fue sencilla. Elisée Reclus rehusó categóricamente el ofrecimiento que se le hizo;11 también rehusó Tucci,* el siguiente en quien pensó Bakunin. Al final, la elección recayó en Fanelli, que aceptó.12
Pero la idea de dirigirse a España para observar de cerca los acontecimientos cruzó por la mente de muchísimos revolucionarios de diferentes tendencias. Aristide Rey se preparó para cruzar los Pirineos provisto de un manifiesto firmado por el grupo de la Internacional parisina, el grupo republicano rojo y el grupo de los librepensadores.
También Élie Reclus había decidido viajar a España para ver los acontecimientos de cerca y escribir sobre ellos,13 y a tal efecto le mandó unas líneas a su hermano Elisée pidiéndole consejo. La respuesta de este fue cauta; según sus impresiones, la revolución estaba llegando a un callejón sin salida y la reacción había ya empezado a sacar las uñas. Por otro lado, el desconocimiento del idioma, junto a la desconfianza de los españoles por todo lo que llegara de allende los Pirineos, suponía un obstáculo no desdeñable, que solo habría paliado el hipotético encuentro con Garrido, amigo de ambos, pero del que no habían oído hablar desde hacía tiempo.14
Sea como fuere, Élie Reclus tomó la determinación de acudir a España y, enterado de los deseos de Bakunin de enviar a alguien allí, probablemente le escribió ofreciéndose a servir de mensajero.15 Desgraciadamente, ignoramos la respuesta de Bakunin, pero a la vista de los acontecimientos posteriores, no debía confiar demasiado en una acción secundaria, aunque tampoco la desdeñaría completamente.16
De todos modos, se había decidido que todos ellos, Élie, Aristide y Fanelli,17 se reunirían en Barcelona en la pensión Italia de la calle Boquería.18 Élie Reclus llegó alrededor del 26 de octubre a Barcelona19 y, desde ese mismo día, comenzó a tomar notas de sus impresiones; inmediatamente elaboradas en forma de artículo, las mandaba a París por correo a través de su hermano Elisée para La Revue Politique. La primera entrega en esta revista apareció en el número del 7 de noviembre.20
El interés de estas crónicas reside sobre todo en el hecho de que son un relato de los acontecimientos de los primeros meses de la revolución vividos muy de cerca, es decir, cuando nadie sabía qué podía suceder y todo era posible. El hecho de que Élie fuese amigo personal de notables republicanos, especialmente de Fernando Garrido, le posibilitó contar con información de primera mano y en cierto modo privilegiada.
A pesar del tiempo transcurrido, las crónicas conservan toda su frescura, y podemos seguir a través de ellas el giro imperceptible que los acontecimientos van tomando hacia la consolidación de un régimen conservador, cuya diferencia con el anterior habría que buscarla más en el despertar del movimiento obrero que en el movimiento político mismo. En el seno de este último, los republicanos, como fuerza revolucionaria, no se mostraron a la altura de los acontecimientos y fueron en todo momento a remolque de los mismos.
Los obstáculos a los que aludía Elisée —si existieron— fueron salvados con relativa facilidad, de modo que Élie, poco después de su llegada, ya había establecido contacto con los exponentes republicanos de la Ciudad Condal, entre los que Tutau jugó un papel destacado en los primeros días de la revolución.
La estancia de Reclus en España se prolongó durante algunos meses, sin que podamos saber a ciencia cierta el momento preciso de su regreso a París. La última fecha anotada en su cuaderno es del 10 de marzo de 1869. Existe una carta enviada a su esposa, sin fecha, pero que el recopilador de la correspondencia data en enero de 1869 (erróneamente se apunta 1868), en la cual asegura que regresaría el 16 o 17 de ese mes. Sin embargo, según las notas de su diario, Élie estuvo presente en la apertura de las Cortes constituyentes que tuvieron lugar el 11 de febrero, por tanto es absolutamente imposible que hubiera regresado el mes anterior. O bien la carta no está bien datada —que es lo más probable— o bien retrasó su regreso por algún imprevisto que lo retuvo todavía dos meses más en nuestro país. Lo cierto es que el regreso de Reclus a Francia se produjo después del 10 de marzo.
Debido a sus especiales características geográficas y a su evolución histórica, la península ibérica es un territorio idóneo para desarrollar las ventajas políticas que proporciona el federalismo. Por ello, la centralización política y administrativa, inaugurada por los Reyes Católicos, dio inicio a una serie de tensiones entre el centro y la periferia —tensiones que ya se habían producido anteriormente en diversas ocasiones— que se fueron agudizando a través de los siglos. Portugal recobró su independencia en 1640 al mismo tiempo que Cataluña fue derrotada; algunos años más tarde —a principios del siglo XVII—, el resultado de la llamada guerra de sucesión, en la que Cataluña y Levante se enfrentaron a la dinastía borbónica que salió triunfante, fue la pérdida de todos sus privilegios y el sometimiento al absolutismo centralista borbónico. El problema parecía resuelto, pero tan solo se había logrado sepultarlo bajo un montón de cadáveres.
Tras la Revolución francesa, nuevas ideas políticas se abrirían paso poco a poco, entre ellas la idea federalista que cobró fuerza a mediados del siglo XIX. Efectivamente, en 1849, de la tendencia política progresista se desgajó un núcleo importante que fundó el partido demócrata,21 el cual, con el correr de los años, se identificaría con la república, ya que todos sus miembros —al menos en teoría— eran furibundos antimonárquicos.
Pero prácticamente desde el inicio, el partido se dividiría en dos tendencias claramente diferenciadas y que originarían serias polémicas entre los partidarios de las mismas; por un lado, los individualistas, y por otro, los llamados socialistas. Ambas tendencias podrían identificarse respectivamente con el centralismo y la república federal. Como es lógico, las tendencias federalistas se situaban mayoritariamente en la periferia del país, que además incluía algunas de las zonas más industrializadas de la península (especialmente Cataluña).
No obstante, el desarrollo del movimiento republicano en España fue muy desigual y, sobre todo, ambiguo. El papel que los republicanos jugaron en el sexenio democrático es una muestra clara de lo que sería su posterior evolución; mientras una fracción deseaba la instauración revolucionaria de la república, otros lo fiaban todo al resultado electoral, lo que conduciría necesariamente a un fracaso político completo.
La Primera República, instaurada el 11 de febrero de 1873, lo fue por el agotamiento de los candidatos idóneos al trono español; su inercia política, lastrada por el temor de sus dirigentes a una posible desestabilización del país, daría lugar a la insurrección cantonalista, que acabaría ahogada en sangre. La propia república acabaría dramáticamente cuando el general Pavía, a lomos de su brioso caballo, invadiría la sala del Congreso, humillando a sus señorías y mandándolas a casa de vacaciones.
La Segunda República acabaría —como todo el mundo sabe— mucho más trágicamente, y por motivos casi idénticos.
También las relaciones del movimiento obrero con el republicanismo se vieron mediatizadas por esa particular ambigüedad. Salvo honrosas excepciones, los republicanos solo veían en el movimiento obrero una cantera electoral, además de un posible foco de desestabilización política y social. La decisión de los republicanos, tras el abatimiento de la monarquía borbónica en 1868, de dejar en suspenso la cuestión social hasta el triunfo definitivo de la república, lo que equivalía a dejarla en suspenso indefinidamente, es una clara muestra de su talante hacia las clases populares.
En estas circunstancias, no resulta nada extraño que el movimiento obrero se fuera alejando paulatinamente de la política, que en nada le había beneficiado hasta entonces, y adoptara actitudes abstencionistas cada vez más acusadas. Por ello, cuando Fanelli llegó a España, se encontró con un terreno ya suficientemente abonado para su propaganda internacionalista, y especialmente en lo que respecta a la consigna de la Internacional: «La emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos». El anarquismo —propiamente hablando debería decir bakuninismo o colectivismo— recogió estos presupuestos y los desarrolló, lo cual le permitió ser la única fuerza política que defendió los intereses del proletariado durante prácticamente todo el último tercio del siglo XIX.
Así pues, el anarquismo en España llevó las ideas de autonomía y federalismo hasta sus últimas consecuencias, realizando la tarea que el republicanismo se mostró incapaz de llevar a término. Sin embargo, y aunque Élie Reclus fue en todo momento consciente de las contradicciones del republicanismo español y de su falta de audacia para encarar frontalmente los problemas políticos, criticó la actuación de Fanelli en España, porque desde su punto de vista traicionaba, haciendo propaganda antirrepublicana a sus espaldas, la confianza que los republicanos españoles habían puesto en él. Este hecho motivó la ruptura definitiva entre ambos.22
He dispuesto del modo siguiente esta antología de los escritos de Reclus sobre la revolución de septiembre:
1°. Como cuerpo principal, he trascrito las notas que Élie comenzó a tomar desde el mismo momento de su llegada a Barcelona, y que continuó escribiendo hasta su regreso a París. Este manuscrito, traducido por Eusebio Carbó,23 fue publicado por partes en La Revista Blanca de Barcelona a principios de los años 30.24 Ignoro cómo llegó a manos de la familia Urales, propietaria de la citada revista. Una hipótesis bastante verosímil hace pensar en Max Nettlau como posible intermediario, con ocasión de alguno de sus diversos viajes a Barcelona, en los que era hospedado por los Urales. En cualquier caso, mis investigaciones en torno al paradero actual de dicho manuscrito han resultado infructuosas. Por ello me ha sido imposible revisar la traducción realizada por Carbó y corregir debidamente los errores observados. He tratado de subsanarlos en la medida de lo posible ayudado por los artículos que el revolucionario francés realizó apoyándose en sus notas, pero he respetado escrupulosamente la traducción de Carbó. He añadido las notas que he creído pertinentes para la mejor comprensión del texto del manuscrito; por tanto —salvo indicación en contra— las notas a pie de página son responsabilidad exclusivamente mía. De otro lado, el manuscrito, tal como fue publicado por La Revista Blanca, no estaba dividido en capítulos, pero he creído conveniente poner un título a cada una de sus partes, recogiendo los que Reclus asignó a sus artículos y añadiendo otros que ilustrasen su contenido.
2°. En apéndice he incluido la traducción de los artículos que Reclus escribió para la revista parisina La Revue Politique. A pesar de que, al estar basados en el cuaderno de notas, algunos de ellos repiten las ideas expuestas en este, me ha parecido interesante incluirlos porque se observa una mayor elaboración y selección del material que podía interesar al publico francés.
3°. Por último, he creído conveniente añadir en el apéndice algunos documentos de extraordinaria importancia en relación con los acontecimientos relatados por Élie Reclus.
Conviene señalar que en este manuscrito existen, además de los inconvenientes ya señalados, algunas paradojas. La primera y quizá la más importante es que Élie Reclus no nos relata todos los recorridos que hizo en compañía de su amigo Garrido, aunque quizá esto se deba a que no quería abusar de las notas que iba tomando.25 Lo cierto es que a través de la correspondencia de su hermano Elisée nos enteramos con sorpresa de que también participó en una asamblea en Sabadell.26 Por lo demás, era lógico que Garrido, además de hacer una gira por las tierras de Girona, lo hiciera también por las poblaciones fabriles de Barcelona, lugares donde se concentraba la mayor parte de la clase trabajadora, la potencial cantera electoral de los republicanos. Otra curiosidad del manuscrito, aunque reviste menos importancia, estriba en el hecho de que Reclus no cite a sus acompañantes de otras latitudes por su nombre: ni a su amigo el periodista ruso, ni a Fanelli, ni siquiera a su amigo de peripecias Aristide Rey. ¿Por seguridad? Probablemente.
Una última cosa que conviene resaltar: todos los que vinieron a España a observar de cerca los acontecimientos de la denominada «gloriosa revolución de septiembre» escribieron sobre los mismos, pero ninguno de estos escritos ha sido rescatado del olvido. Estoy convencido de que, al igual que el escrito de Reclus, algunos de ellos deben de tener gran importancia histórica, especialmente el de Aristide Rey.
ANTES DE finalizar debo hacer notar que ya hubo, al menos, un intento anterior de publicar el cuaderno de notas trascrito a través de La Revista Blanca.27 Sin embargo mis esfuerzos por tratar de entrar en contacto con la historiadora Clara Lida para averiguar si todavía pensaba en su publicación resultaron infructuosos. Por ello, y estando convencido de la importancia objetiva de este material, es por lo que me he decidido finalmente a sacarlo a la luz.
Sin embargo, mi esfuerzo aislado no hubiera alcanzado el fin deseado sin la desinteresada ayuda de un montón de amigos. En primer lugar, mi compañera Carmen Rius, que tuvo la paciencia de transcribir el manuscrito; después, mi amigo Quim Sirera, que se prestó gustoso a corregir la traducción de los artículos. Deseo también agradecer la valiosa colaboración de mi gran amigo José Manuel Alcaide, que me facilitó algunas notas de su querida Valencia, que tan bien conoce; así como la del doctor José Martí Boscá, que buscó afanosamente datos que yo le solicitaba, lo mismo que Rafa Maestre. Mi queridísimo amigo Miguel Ángel Carmona, el Bole, puso a mi completa disposición su casa y su biblioteca con su natural generosidad. Mi agradecimiento también a mis compañeros del ateneo libertario Al Margen, que tuvieron que soportar mis constantes demandas de auxilio. Seguramente me dejo en el tintero a otros buenos amigos que, aún sin saberlo, me prestaron su ayuda. Este trabajo les pertenece tanto como a mí en su vertiente positiva. Las responsabilidades de la vertiente contraria las asumo en solitario sin vergüenza.
PACO MADRID
__________
1 Según Reclus, este fue el navío que disparó el primer cañonazo contra las defensas de Cádiz, pero según otras versiones, quien hizo ese primer disparo fue la fragata Zaragoza.
2 La composición del Gobierno provisional por decisión de Serrano, que ostentaba la jefatura del mismo, fue: ministro de la Guerra, Juan Prim, marqués de los Castillejos; Estado, Juan Álvarez de Lorenzana; Gracia y Justicia, Antonio Romero Ortiz; Marina, Juan Topete; Hacienda, Laureano Figuerola; Gobernación, Práxedes Mateo Sagasta; Fomento, Manuel Ruiz Zorrilla; Ultramar, Adelardo López de Ayala. (Cfr. Fernández Almagro, Melchor (1968), volumen I, p. 23 y también, Roure, Conrad (1927), volumen III, pp. 135-136).
3 «Se halla en esta ciudad el apreciable periodista francés Mr. Serland, redactor del Siècle y corresponsal de varias otras publicaciones del vecino imperio. El objeto de su llegada tiene relación con el estudio que quieren hacer nuestros vecinos del movimiento revolucionario verificado en España». (10 de octubre de 1868).
4El Telégrafo, 12 de octubre de 1868.
5 Este periodista era amigo personal de Élie Reclus y seguramente es a él a quien se refiere en su diario, aunque sin nombrarlo.
6 Era redactor de La Gaceta de San Petersburgo, cfr. Lida, Clara E. (1970), p. 59.
7El Telégrafo, 18 de octubre de 1868.
8La Liga de la Paz y la Libertad fue fundada en Suiza por un grupo de republicanos y liberales (Victor Hugo y Garibaldi, entre otros muchos). Bakunin participó en sus trabajos hasta su retirada en el segundo congreso.
9 En una larga carta a su hermano Élie, sin fecha, pero escrita algunos días después de finalizado el congreso, Elisée le transmitía sus impresiones personales sobre el desarrollo de las sesiones, en las cuales participó activamente, Correspondance d’Elisée Reclus (1911-1925), I, 279-287.
10 Guillaume, James (1985), I, 75.
11 En la carta sin fecha, pero con toda probabilidad de octubre de 1868, Reclus le anunciaba a su hermano que Bakunin deseaba que fuese él, pero había rechazado el ofrecimiento, Correspondance d’Elisée Reclus (1911-1925), I, 294.
12 Carta citada.
13 Aunque no podemos asegurarlo categóricamente, con toda probabilidad su objetivo era ejercer de corresponsal de la revista La Revue Politique de París, que había comenzado a publicarse en junio de ese mismo año, seguramente por indicación expresa de su director. De ese mismo parecer es el compilador de la Correspondance d’Elisée Reclus (1911-1925), I, 192, nota 1, el cual afirma que «Élie quería ver de cerca los acontecimientos para su periódico y realizar una cierta propaganda republicana».
* Los asteriscos (*) llevan a las noticias biográficas situadas al final del texto (página 311).
14Correspondance d’Elisée Reclus (1911-1925), I, 282-283.
15 Esta carta la mandó a través de su hermano Elisée, véase Correspondance d’Elisée Reclus (1911-1925), I, 294. Es muy posible que también Aristide Rey hiciera el mismo ofrecimiento.
16 Según Lida, Clara E. (1970), p. 58, tanto Élie Reclus como Aristide Rey serían miembros de la Alianza secreta y enviados especiales de Bakunin, lo cual tiene poco sentido. Cita esta misma autora a Alfred Naquet, «otro asociado de Bakunin» que también vino a España para actuar como agente de la revolución. Poco menos que considera a todos los que vinieron como emisarios especiales de Bakunin.
17 Nettlau, Max (1977), pp. 21-25, reproduce con todo lujo de detalles las peripecias de Fanelli antes de rendir viaje a España.
18 Posteriormente hubo cambio de planes, ya que dicha pensión no existía desde hacía algún tiempo.
19 Se ignora si iba ya acompañado de Aristide o bien este se reunió con él en la ciudad, al igual que lo hizo Fanelli algunos días más tarde.
20 Los artículos de Reclus fueron publicados en La Revue Politique en forma de correspondencias desde España a cargo de Élie Reclus. El primero está fechado el 1 noviembre de 1868 y el último que Nettlau conoció está fechado en Alora el 6 de diciembre. Nettlau apunta que quizá escribiera otros en 1869, cfr. Nettlau, Max (1977), pp. 24-25. Efectivamente escribió dos artículos más, que sepamos, fechados respectivamente el 26 de diciembre de 1868 y el 4 de enero de 1869.
21 Para un análisis detallado de este partido y sus antecedentes y posterior evolución, véase Eiras Roel, Antonio (1961).
22 Nettlau, Max (1977), pp. 32-33, explica con todo lujo de detalles las tensas relaciones de Élie Reclus y Fanelli a raíz de estos hechos.
23 Sorprendentemente Clara, Josep (2003), señala como traductor del cuaderno de Reclus a Enric Casas Carbó. De cualquier manera, la confusión es explicable ya que el traductor firmaba con las iniciales E. C. Carbó, que igual pueden pertenecer a quien señala Clara como también a Eusebio Carbó Carbó.
24 En concreto desde el 1 de marzo de 1932 hasta el 1 de noviembre de 1933.
25 Al no tener el manuscrito original, no nos es posible saber si fue la propia Revista Blanca la que decidió omitir algunos pasajes del cuaderno.
26Correspondance d’Elisée Reclus (1911-1925), I, 307-308. En esta asamblea Élie Reclus dirigió la palabra a los asistentes y el texto de este discurso es recogido en la citada carta. Lo he incluido en el apéndice.
27 «Una edición anotada de estas páginas del revolucionario francés aparecerá próximamente en la colección “Historia y pensamiento ibéricos”, Las Americas Publishing Co., Nueva York, 1972». Información recogida en Nettlau, Max (1971), p. 207, nota 11 (nota de la historiadora Clara E. Lida).
El pueblo de Barcelona quemando los retratos del primer y último Borbón de España
Barcelona, 26 de octubre de 1868
AL SALIR DE PARÍS, las últimas palabras que escuché sobre los asuntos de España fueron estas: «La Junta de Madrid se ha disuelto y las restantes se disolverán, abdicando en favor de los monárquicos. Prim* prepara un golpe de Estado —por medio de un plebiscito o de otro procedimiento— para erigirse en dictador. Traicionada por Rivero* y por Olózaga,* la revolución está perdida. Ya no se puede hablar de la república, pues ha muerto antes de nacer».
Y las primeras que impresionaron mis oídos al llegar a España fueron estas otras: «Esto había comenzado demasiado bien para no terminar mal. Nuestros partidos están dispuestos a apuñalarse. La lucha será espantosa».
Llegué, pues, a Barcelona un tanto inquieto. No es fácil explicar la sorpresa que me causó ver reflejada la alegría en todos los semblantes. La transición había sido brusca. Saliendo de las lluvias del norte, de sus vientos fríos, de sus preocupaciones tristes, de su cielo gris, me hallaba en medio de una multitud de fiesta y bajo un sol radiante.
Las Ramblas, el gran paseo que parte en dos la ciudad, eran un hormiguero humano. Bajo el follaje verde de sus árboles, cuya sombra se proyecta sobre las blancas fachadas bordándolas caprichosamente, las gentes iban y venían como si poco antes no hubiesen estado a punto de ser ametralladas o como si no corrieran peligro de serlo poco después...
De noche la animación aumentaba. Parecía como si todos los habitantes de la ciudad hubiesen salido de sus casas, invadiendo los teatros, las salas de baile y las calles céntricas. Las barcelonesas, tocadas con mantillas negras, luciendo elegantes corpiños blancos y encarnados, descubiertas y con flores en el pelo, hermosas y simpáticas la mayoría y coquetas todas, paseaban arriba y abajo abanicándose. Parecía aquello el intermedio de un baile al que asistieran quince mil invitados.
Esta alegría me preocupaba. ¿No sería el trasunto de la general imprevisión? Los cafés espléndidos, de una magnificencia superior a los de París, estaban atestados de gente elegante, de soldados con armas, de oficiales con vistosos uniformes, hablando en voz baja. En Las Ramblas, paseando entre hermosas muchachas con mantilla, se veían curas ventrudos y antipáticos.
Y mientras que la multitud se agrupa para contemplar a un hombre que imita las escenas de una corrida de toros, a una andaluza con falda corta que baila un fandango al son de unas castañuelas, la contrarrevolución urde sus maquinaciones en la sombra para que España amanezca mañana con un rey, de igual modo que amaneció ayer sin la reina...
Comuniqué a unos amigos las inquietudes que invadían mi espíritu, fundadas en mis tristes recuerdos de 1848, año en que la confianza universal fue seguida de tan amargos desencantos. «No podemos negar —me contestaron— la posibilidad de que los hechos vengan a confirmar esos temores, pero existen muchas probabilidades de que suceda lo contrario, es decir, de que todo vaya bien. Por nuestra parte hacemos cuanto nos es dable para que así sea y vigilamos de cerca los acontecimientos. Desde luego —añadían— habríamos tomado por loco a quien hubiese querido predecir, hace seis semanas, lo que está sucediendo hoy, y en igual concepto tomaríamos a quien pretendiera hoy señalar lo que ha de ocurrir dentro de seis semanas».
Comprendí que mis preocupaciones chocaban con el ambiente como un producto del norte, y que era cuestión de buscar, paseando, las caricias del sol. Y salí a pasear sin rumbo, metiéndome en la calle de Fernando. Al final de esa calle veo dos grandes edificios frente a frente. El Ayuntamiento y la Diputación, que es al propio tiempo Palacio de Justicia.
Entre curioso e indiferente, contemplo las esculturas, arabescos, pequeñas estatuas y gárgolas que en los tiempos, ya lejanos, de mi fervor romántico, me habrían entusiasmado. ¡Qué me importan, actualmente, esos naranjos y esos limoneros plantados en el centro del patio!
Recorro en todas las direcciones la sala de los Estados, que es grande y majestuosa. En ella no hay más que un cuadro: el del eterno Prim, jinete en un gran caballo, con el sable en alto, hendiendo a un grupo de marroquíes.
Pero ese Prim, con el que uno se tropieza en todas partes, crispa mis nervios, y salgo del Palacio. En la plaza, unos hombres montan guardia frente al Ayuntamiento. Hay obreros que van y vienen, llevando fusil y bayonetas. Circulan muchos jóvenes calzados con alpargatas y ciñendo un sable que asoma por debajo de la chaqueta. Yo había presenciado un espectáculo igual, en 1848, en Lyon.1 Y me impresionó porque era un signo de que estábamos en plena revolución. Avancé hacia una escalera sombría donde un pobre guardia nacional estaba comiendo un guisote que le había llevado su mujer, que era muy fea, pero cuyos ojos de fuego brillaban como estrellas en la oscuridad, y entonces un centinela del pueblo me cerró el paso, preguntándome: «¿Qué haces aquí?». «Nada», contesté. «Pasa de largo, pues», ordenó.
Su actitud y el celo con que ejecutaba la consigna me gustaron. «Eres un buen centinela —me dije—. Cuando venga Prim y quiera entrar, atraviesa tu fusil en su camino».
27 de octubre
El Ayuntamiento revolucionario hace derribar tres iglesias, so pretexto de que dificultan la circulación. Figura entre ellas la de los jesuitas. Nadie se atreve a decir nada contra la santa religión católica, pero todo el mundo arremete contra los jesuitas. «Son ellos —dice la gente— los responsables de todos nuestros males».
Ese derribo se efectúa lentamente. No hay dinero ni entusiasmo. Si no fuera ya demasiado tarde, la idea de tales derribos sería abandonada. Los mismos liberales protestan en nombre del arte. Esos pobres burgueses ignoran que el arte jesuita es lo más falso, lo más feo y lo más repugnante del mundo. Ignoran que ese arte es una execración.
También han sido destinados unos obreros a derribar las baterías del puerto, pero es respetada la fortaleza de Montjuic, desde la cual puede ser bombardeada tan fácilmente Barcelona...
Los obreros trabajan de mala gana. Por cada uno que mueve el pico, hay tres que se entretienen fumando cigarrillos, y treinta burgueses que los contemplan. A lo largo de las murallas, los soldados toman el sol. Algunos de ellos se entretienen lanzando flores galantes a unas sirvientas, que les escuchan sonrientes y embelesadas.2
En el parque, junto a la pajarera de los mirlos, una muchacha canturrea un ¡lalatralala! Su hermano, un mocoso de seis años, le aconseja: «Canta el himno de Garibaldi».
Ese himno fue anoche pedido por el público de un teatro en uno de los entreactos. Se representaban dos obras: Los horrores de la Inquisición y Nobleza republicana.3 Yo pude asistir tan solo a la segunda. Aparece un republicano, joven y bello, y una aristócrata, joven y bella como él. Los sentimientos naturales de amor, de generosidad, etc., chocan en la obra con el concepto del patriotismo y del deber. Como había ya adivinado el espectador, triunfan el amor y la generosidad representados por el joven republicano. Luego todos se abrazan, excepto el traidor, cuyo cuerpo es atravesado por la espada del protagonista.
La obra está poco a tono con la verdad histórica, y es incapaz de satisfacer a un republicano convencido, pero está concebida con la mejor intención. Termina con una moraleja ciertamente inofensiva: no se debe guillotinar a nadie por sus opiniones; si es por actos de traición, bueno, va...
28 de octubre
Juan Tutau,* vicepresidente de la Junta revolucionaria, que tan juiciosamente, tan noblemente y con tanta firmeza contestó al general Prim cuando este presuntuoso arengó, hace unos días, al pueblo de Barcelona, nos ha contado en qué forma la revolución se ha hecho. Tutau se había jurado a sí mismo ser el hombre que se atreve. Estaba dispuesto a morir o a lanzar el primer grito de guerra yendo al frente de sus conciudadanos.
Cuando la noticia de la batalla de Alcolea llegó a Madrid, la ciudad realizó un pronunciamiento. El telegrafista llevó al gobernador Pezuela, conde de Cheste,* el despacho en que le era comunicada. El semblante de ese personaje se descompuso de tal modo que era fácil comprender que aquel telegrama era portador de la noticia de un desastre. Inmediatamente, el amigo Tutau, uno de los que primero se enteraron, recorrió Las Ramblas de un extremo a otro, haciendo saber a todo el mundo lo que sucedía, y convocando al pueblo para las ocho en la plaza de la Constitución.
Cada uno se arma como puede. Estos con fusiles, aquellos con pistolas y los otros con palos o con hoces. Y a las ocho, el pueblo, con Tutau al frente, hace irrupción en la plaza. Los soldados que montan la guardia en el Ayuntamiento dejan franco el paso a los que van a tomarlo. Y, estupefactos, les entregan las armas.
Los revolucionarios toman posesión del municipio. Un individuo cualquiera improvisa un Gobierno provisional. Escribe varios nombres en un papel, se los lee al pueblo, que los aclama, y ya está hecho. De los diecisiete nombres aclamados, no hay más que tres revolucionarios. Los catorce restantes son burgueses más o menos liberales. Tutau, ocupado en otras cosas, no llega a tiempo de evitarlo. Cuando se da cuenta, grita el alto, pero es ya demasiado tarde.4
Algunos individuos nombrados y otros que no lo han sido deliberan. No hay orden ni regularidad en nada. Esos hombres sienten que la cabeza les vacila entre los hombros, ya que disponen tan solo de algunos revólveres y de algunos fusiles, sin pólvora y sin balas. Recuerdan que Pezuela, capitán de salón, verdugo de plaza pública, traductor de Dante, ha jurado pasar la ciudad a sangre y fuego a la menor tentativa...
A uno de los armados se le dispara el fusil. Y cunde inmediatamente el pánico. Se inicia la desbandada. Es el sálvese quien pueda. La multitud vocifera mientras huye: ¡Es Cheste que viene con cañones! Y la plaza es abandonada en un santiamén, quedando en ella únicamente los miembros de la Junta y un centenar de amigos incapaces de abandonarlos.
Cheste, al enterarse del incidente, recobra ánimos. Envía a sus hijos a intimar a la Junta su disolución, si sus miembros no quieren ser fusilados en el acto. Y llegan al Ayuntamiento seguidos de su escolta. Pero en el momento en que los hijos del gobernador intentan penetrar en el Palacio, la gente del pueblo que monta allí guardia se opone resueltamente a que entre nadie más que sus ayudantes de campo. Llevados a presencia del Consejo, esos oficiales se turban como los galos al invadir el Senado romano. La mirada persistente de aquellos hombres que los reciben sentados les anonada. «El conde de Cheste —balbucean— os ruega que os disolváis». A lo que los otros contestan: «Si el conde de Cheste ruega, nosotros no tomamos su ruego en consideración». «Entonces, el conde de Cheste ordena que os disolváis y que os retiréis». «Dado que no estamos en condiciones —replican— de sostener una lucha, saldremos de este local, pero la Junta no será disuelta».
Y mientras que los mensajeros llevan a su señor la contestación, los consejeros abandonan el Ayuntamiento y se refugian en una casa particular, y permanen en ella hasta las cinco de la mañana.
A las seis, Tutau volvía a su casa convencido de que dos horas más tarde sería fusilado. Pero hay en la puerta de su domicilio un ordenanza que lo está buscando. «El gobernador militar lo llama a usted»,5 le dice el ordenanza. Y Tutau, que piensa que aquello indica que va a ser fusilado enseguida, acude a la cita. El general, después de recibirlo con la mayor deferencia, le dice: «La reina se ha marchado. Es ahora huésped del emperador de Francia. El conde de Cheste está lejos de aquí, y al entregarme sus poderes me ha dicho que me entienda con usted...».
DESPUÉS, EL amigo Tutau pidió al general que saliera una banda militar ejecutando el «himno de Riego» por las calles. Así se hizo inmediatamente, provocando con ello un entusiasmo indescriptible. Los soldados y los músicos, como heraldos del triunfo de la revolución, desfilaban entre las multitudes exultantes, acogidos con hurras de todas clases. Todo el mundo se sentía feliz. Feliz de considerarse libre y de creer que tenía la cabeza más segura que antes... Merced a ese estado de ánimo, nadie tenía inconveniente en buscar al enemigo de horas antes para abrazarlo... ¡Tan intensamente se manifestaba la alegría de vivir!
En vez de fraternizar de tal modo con el ejército, el pueblo debió exigir que fuera desarmado, para armarse él, y que los soldados fueran restituidos a sus hogares. El pueblo, vencedor, debió tomar en sus manos la fuerza, en vez de dejarla en las del enemigo. Pero es que las victorias rápidas, inesperadas, tienen la virtud de hacer imprevisores y confiados a los pueblos hasta lo inverosímil.
Quema del Pontón en el puerto de Barcelona
Los muros de la ciudad quedaron cubiertos en poco tiempo de proclamas en que se exaltaba en todos los tonos el triunfo de la justicia y de la libertad. No hubo un ciudadano que no decretara aquel día el fin de todos los tiranos y de todas las tiranías. Y el pueblo estaba convencido de que ese término había llegado.
¿Cómo no creer lo que todo el mundo aseguraba? ¿Cómo no creer que al fin España se había librado de todos los males y de todos los vicios, siendo así que esos vicios y esos males habían sido personificados en Isabel de Borbón y que esa señora había ya abandonado el suelo español?
En su frenesí beatífico, el pueblo de Barcelona no realizó más que dos actos revolucionarios; pero de destrucción y no de organización. Quemó uno de esos pontones en que las autoridades encerraban a los sospechosos y exigió el derribo de algunas fortificaciones. También quería derribar el Palacio de la Reina, pero la Junta revolucionaria hizo que fueran apagadas las antorchas ya encendidas, al prometer que el Palacio quedaría convertido en escuela para los hijos de los trabajadores.
Pensándolo tan solo un momento, era fácil comprender que una revolución militar no puede hacer nada espontánea y deliberadamente contra los militares. Una sublevación personificada en Prim, condotiero ambicioso y desvergonzado, no podía en manera alguna ser hostil a los pretorianos. No se sabe cuáles son las sublevaciones más peligrosas: si las que realiza la soldadesca contra la libertad o aquellas en que pretende defenderla. Muchos patriotas lamentan la victoria de Alcolea. «Si el ejército rebelde —dicen— hubiese sido derrotado, no habría tenido más remedio que replegarse en el litoral y dirigir un llamamiento al pueblo, al que los generales sublevados habían mantenido todo lo posible al margen del movimiento».
Como quiera que la Marina dominaba, además del mar, la costa de España, a la que tenía bajo el fuego de sus cañones, así como las fortalezas de Cádiz, Ferrol, La Coruña, Cartagena y otras que es poco menos que imposible tomar por tierra, y que abundaban las municiones de todas clases, el elemento civil habría tenido tiempo de organizarse. Pero las cosas sucedieron de otro modo y, ¡naturalmente!, el fruto de la victoria ha sido para los vencedores. Al pueblo, que había tenido una intervención secundaria en la lucha, le fueron repartidas las sobras. Pero esto podía preverse al día siguiente de la batalla de Alcolea. Y aún se mostró más claramente al entrar Prim triunfalmente en Madrid...
29 de octubre
Las Juntas improvisadas al día siguiente de la victoria, pidieron, imitando a la de Madrid, el sufragio universal y la ratificación de sus poderes. Fueron nombrados miembros definitivos de las Juntas revolucionarias aquellos que podían tener algún ascendiente sobre el pueblo: republicanos, reaccionarios y una mayoría de progresistas o burgueses liberales, sin principios políticos bien definidos, que soñaban con una monarquía constitucional.
La actitud de la Junta de Madrid, delegando los poderes supremos en Topete,* Serrano* y Prim no fue muy gallarda que digamos. El primero había dado la señal de la insurrección, el segundo había dado la batalla y el tercero había sabido explotar del mejor modo la victoria. Ese triunvirato compuso un ministerio de monárquicos.6 Pero Serrano había declarado que, para que fuera la expresión verdadera de la voluntad del país, era necesario que formaran parte del Gobierno provisional algunos republicanos, añadiendo que por su parte consideraría un gran honor sentarse al lado del demócrata Rivero. Y Rivero, que había sido nombrado alcalde de Madrid, dijo que prefería un puesto que le permitiera estar en relación más íntima con el pueblo. Los republicanos murmuraban contra el Gobierno, contra la Junta y contra Rivero. Pero se les dejó murmurar...
Unos días después, el ministerio manifestó su deseo de gobernar solo, es decir, de no compartir el poder con nadie. «Esto no quiere decir —explicaba— que no nos entendamos perfectamente con la Junta revolucionaria. Pero es que la unidad de dirección es indispensable, ya que en la mayor parte de los asuntos no se sabe a punto fijo si es a nosotros a quien hay que dirigirse o a la Junta de Madrid. Por lo demás, los poderes únicos que pedimos no deben asustar a nadie. Los emplearemos únicamente en el mantenimiento del orden material, sobrentendiéndose que nos abstendremos en absoluto de ayudar a una candidatura contra otra, así como de toda injerencia que pueda favorecer a la opinión monárquica en detrimento de la republicana. A las Cortes Constituyentes corresponde decidir soberanamente, y nosotros no queremos de ninguna manera prejuzgar su acción».
La Junta de Madrid, elegida por sufragio universal, y que era, por lo mismo, la representación del pueblo soberano, fue suprimida por el ministerio. Es decir, que la soberanía fue sometida a un poder ilegítimo. Y Rivero, considerado hasta entonces como una de las primeras figuras del partido republicano, aplaudió...7
Los republicanos comenzaron a gritar fuerte, acusando a Rivero —cuya conducta provocaba debates tempestuosos entre los revolucionarios— de traidor. La actitud de la Junta de Madrid, inspirada por Rivero, era también objeto de violentas diatribas. Sin embargo, su último acto ha sido firme, hasta el extremo de que tal vez haya salvado la situación.
Desde que el ministerio hubo negociado la próxima disolución de la Junta, se sintió bastante fuerte para quitarse la máscara del desinterés y de la imparcialidad, preparando un proyecto de plebiscito en el que cada ciudadano tenía que contestar sí o no a esta pregunta: «¿Quieres que continúe la monarquía?».
De este modo, las Cortes Constituyentes se encontraban liberadas de la cuestión republicana; tenían que pronunciarse por la monarquía absoluta o por la monarquía constitucional, sin más trabajo que el de escoger entre los numerosos pretendientes a la Corona.
Esa forma de golpe de Estado lo importaron de Francia Serrano y Prim, que habían vivido en la intimidad de Napoleón. Y Prim, que era la figura más importante del ministerio, confesaba sus preferencias por la monarquía en Le Gaulois de París.8
Antes de disolverse, la Junta de Madrid protestó en términos moderados, pero categóricos, contra la tentativa del ministerio a prejuzgar la cuestión por medio de artimañas jesuíticas. Fernando Garrido* lanzó un manifiesto, del que extractamos los siguientes párrafos: «El ministerio pretende que el pueblo vote por la monarquía sin conocer el nombre del monarca, cuando lo primero que debió hacer era presentar un candidato al trono. Ha preferido presentarnos un enigma y decirnos: comprad un billete de mi lotería.
»En esa lotería es muy difícil sacar nada, ya que todo el mundo sabe cuan difícil resulta encontrar un rey, no que sea bueno, sino simplemente tolerable. Y la monarquía vale lo que vale el rey. Votar una monarquía sin votar al propio tiempo el rey, es tomar en serio el escamoteo. Es decirle al pueblo que se deje encadenar, sin decirle quien tendrá en sus manos la cadena.
»Sed, pues, más francos y más leales. Que los que quieran un rey expliquen al pueblo su historia y sus virtudes; que prometan en su nombre la supresión de una lista civil de muchos millones de pesetas; que se comprometan en su nombre a suprimir el favoritismo, las camarillas, el ejército permanente y otros accesorios de la realeza. Si no se encuentra al fénix de los reyes, entonces será votada la república. Pero el ministerio no debe prejuzgar la cuestión. Y es prejuzgarla imponer primeramente el voto de la monarquía, para decirle luego al pueblo: puesto que quieres la monarquía, tomemos el primer monarca que tengamos al alcance de la mano, aun cuando sea un Borbón-Montpensier».9
ANTE EL descontento del país y ante la resistencia de la Junta, el ministerio retiró su proyecto de plebiscito. La intriga quedaba abortada por primera vez.
El último servicio prestado por la Junta de Madrid hizo más vivo el deseo del ministerio de disolver todas las restantes. Contra esas asambleas, vanguardia de la opinión, cuyo sentido era esencialmente descentralizador, que abría paso a la república federal y fortificaba la tendencia revolucionaria dándole una acción local, el ministerio esgrimió, como principal argumento, la conveniencia de dar unidad a la dirección. Afirmó que era imposible regularizar la administración general en medio del desorden que producían las resoluciones divergentes y hasta algunas veces contradictorias de las doce mil Juntas que actuaban en las doce mil poblaciones más importantes de España.10 Sostuvo que la simplificación de los engranajes administrativos aumentaría el vigor de la acción revolucionaria.
Pero las Juntas, que se consideraban con razón el único poder legítimo de la nación, no creyeron definitivo el argumento. La de Barcelona fue la que resistió más largo tiempo.11 El Gobierno le exigió inútilmente la orden de suspender el derribo de las fortificaciones.
Sin embargo, acabó por someterse como las restantes, ya que no se sentía bastante fuerte para seguir haciendo frente a la presión gubernamental. Le faltaba homogeneidad. Los burgueses liberales y reaccionarios, progresistas y moderados, neutralizaban en su seno la influencia de los republicanos, debido a lo cual su responsabilidad era más grande que su poder. En tales condiciones, la ruptura con el Gobierno significaría el principio de discordias interiores en el curso de las cuales reacción y Gobierno habrían firmado un pacto de alianza enormemente peligroso para la causa de la libertad.
Satisfecho de haber salido de aquel difícil período de trastornos sin incidentes graves, el Municipio, abandonando toda actividad, se dormía sobre sus laureles. Muchos de sus miembros sentían necesidad de salirse de él, unos para ejercer influencia más decisiva en la opinión pública, y otros para trabajar su candidatura en las elecciones para la Asamblea constituyente.
Y de ese modo la Junta de Barcelona acabó por disolverse también, poniendo como condición que el Gobierno diera fuerza de ley a sus actos y a sus decretos, como así se hizo.
A partir del momento en que la Junta de Barcelona corre idéntica suerte que las restantes, el ministerio queda solo en el ejercicio del poder. En lo sucesivo la responsabilidad de cuanto ocurra alcanzará únicamente y por entero a Serrano, Prim y Topete.
30 de octubre
Requerido insistentemente por telégrafo y hasta por medio de emisarios enviados especialmente de Madrid a París, por fin don Salustiano Olózaga se ha dignado prestar a la revolución española el apoyo de sus consejos y de su elocuencia. Don Salustiano, con su soberbia prestancia, tiene aspecto de hombre de Estado. «Yo soy —decía hace poco con una modestia verdaderamente ejemplar— la locomotora que arrastra la nación sobre los rieles del progreso». Pero al buen hombre se le olvidó señalar que las locomotoras marchan alguna vez hacia atrás.
Ese hombre desalienta cuanto puede a los republicanos en sus tentativas. Se ha declarado partidario de esa utopía conocida con el nombre de monarquía constitucional, poniendo su alta influencia al servicio de todos los moderados.
Salustiano Olózaga repite en 1868 lo que ya hizo en 1837. Las Cortes habían proclamado la Constitución liberal de 1812. Y Olózaga, para captarse las simpatías de la reina Cristina, consagra su elocuencia, su energía y su habilidad en refundir aquella constitución en sentido reaccionario, restableciendo el Senado y el veto del rey, y oponiéndose a que las milicias nacionales reemplacen a las tropas sometidas a la obediencia pasiva. Quiere ser grato a toda costa a Mr. Guizot y a Luis Felipe.12 Porque Olózaga, con su gravedad, con su presunción y con su altivez, no ha sido nunca más que un doctrinario,13 a pesar de habérsele visto, cuando el entierro del general Lamarque,* tirar el sombrero al aire subido a un guardacantón del Palacio Real, gritando «¡Viva la República!». Pero entonces era todavía joven y no estaba obsesionado con la idea de ser el amante de la reina Cristina,* que al final le desdeñó por el alabardero Muñoz, que tenía mejor tipo y era más bruto que él.
La repugnancia que inspiraba a Olózaga y al Gobierno provisional la libertad de cultos es significativa. Esa libertad figuraba en todos los programas de Alcolea, y ahora que debiera ser decretada, el Gobierno retrocede e intenta convertirla en simple tolerancia. Tolerancia que nunca llegará a ser más que una palabra. Se muestra dispuesto a conceder la libertad religiosa, pero no quiere oír hablar de la libertad de cultos. El protestantismo, por ejemplo, le sería permitido a los ingleses, pero no a los españoles. En cuanto a la separación de la Iglesia y del Estado, tan solo los más audaces se atreven a proclamarla necesaria. Y no es que la libertad de cultos pueda constituir un serio peligro para el clero católico, ya que en España no hay protestantes ni herejes. La Inquisición los ha quemado vivos aventando luego sus cenizas y el exterminio ha borrado sus trazas. Pero la libertad de cultos reclamada por los librepensadores, no tanto por su valor práctico como por la significación del principio, echaría por tierra las pretensiones teocráticas de la Iglesia apostólica y romana.
Por otra parte, la libertad de cultos conduciría, tarde o temprano, a la separación de la Iglesia y el Estado, es decir, a la pérdida para la Iglesia de los cincuenta millones que actualmente percibe. Y los curas, que dejan caer en la perdición eterna el alma de aquellos que no poseen dos pesetas, achicharrándose durante siglos en las llamas del purgatorio, serían capaces de sacrificar la vida de cincuenta mil hombres para no perder esos cincuenta millones. La libertad de cultos implica la revolución, de igual modo que la separación de la Iglesia y el Estado implica la existencia de la verdadera república. Si se proclama la libertad de cultos, los curas desencadenarán la guerra civil.
ES DE