Hasta dónde llega la luz - Sabrina Imbler - E-Book

Hasta dónde llega la luz E-Book

Sabrina Imbler

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Beschreibung

A través de una narración que combina ingeniosamente el periodismo científico y la escritura personal, Sabrina Imbler se sumerge en las zonas más profundas del océano para indagar sobre el significado existencial de lo vivido y la conformación de su propia identidad. Las historias de diez criaturas del mar se funden eficazmente con un correlato biográfico que va iluminando los temas cardinales que Imbler somete a escrutinio con la misma meticulosidad naturalista y diáfana con que observa el mundo submarino: la infancia, las relaciones amorosas, la sexualidad fluida, el mestizaje racial o el sentido de comunidad. De esta forma, un pulpo que va muriendo de hambre lentamente solo para proteger a sus huevos le da pie a Imbler para informarnos sobre sus malos hábitos de alimentación y la visión dismórfica que su madre tiene de su propio cuerpo, o bien el poder metamórfico que las sepias marinas despliegan para burlar a sus depredadores le permite narrar sus propios cambios y adaptaciones como miembro de minorías. Sin pretender aleccionarnos, Hasta dónde llega la luz es un libro fascinante y honesto que nos invita a reconsiderar los límites de nuestra propia naturaleza. —...encontré tanto consuelo como esperanza en la capacidad de Imbler para retratar un mundo tan extraño que apenas es legible para los humanos, y para mostrar las innumerables formas de ser a las que podríamos recurrir para imaginar nuestro camino hacia las profundidades. Ilana Masad, The Washington Post

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Sabrina Imbler

Sabrina Imbler pertenece al equipo de Defector.com, un medio de comunicación propiedad de sus trabajadores, donde escribe sobre criaturas y el mundo natural. Su primer libro extenso, Hasta dónde llega la luz, fue galardonado con el Los Angeles Times Book Prize 2022. Su libro Dyke (Geology) fue seleccionado para el programa Science + Literature de la National Book Foundation. Los artículos de Sabrina han aparecido en The New York Times, The Atlantic y Sierra. Vive en Brooklyn con su pareja, un cardumen de peces y sus dos gatos, Sesame y Melon.

Foto: Marion Aguas

Título original: How Far The Light Reaches. A Life in Ten Sea Creatures

© del texto, Sabrina Imbler, 2022

© de la traducción, Sandra Caula, 2023

© de esta edición, Editorial Big Sur S. L., 2023

ISBN (edición rústica): 978-84-127318-7-3

ISBN (edición digital): 978-84-127318-8-0

Corrección ortotipográfica: Carlos González Nieto

Diseño y maquetación: Ulises Milla

Ilustraciones de cubierta: Simon Ban

Web: editorialbigsur.es

Email: [email protected]

Instagram: @bigsureditorial

X: @bigsureditorial

Queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Hasta dónde llega la luz

Una vida en diez criaturas marinas

Sabrina Imbler

Ilustraciones de Simon Ban

Traducción de Sandra Caula

F

¿Qué quiere la luz?

¿Más como ella?

Sí.

Sí y

un deseo de perturbar la oscuridad.

Kimiko Hahn

Resplendent Slug

F

Si tiras un pez dorado por el inodoro

F

La verdad es que me pidieron que me fuera del Petco1, pero les dije a todos que me habían prohibido entrar. La palabra tenía más peso, representaba más audacia y más drama del que había vivido en mis trece años. Solo me pidieron que abandonara un Petco en concreto, el del centro comercial construido sobre un vertedero junto a mi ciudad natal, pero le dije a todo el mundo que tenía prohibido entrar en Petco, para que pareciera que toda la cadena me consideraba una amenaza para su negocio.

Fui a Petco para hacer una protesta en la sección de acuarios. Mi manifestación fue así: me paré junto a las peceras e intenté convencer a los clientes ocasionales de que no las compraran. El Petco que había elegido —el más cercano a mi casa— estaba casi vacío, así que mi manifestación podría haber parecido solo yo de compras tranquila. De los verdaderos compradores, muy pocos habían venido a comprar peceras y creo que ni me vieron. De vez en cuando, cuando alguien me confundía con una empleada de Petco, balbuceaba una disculpa y me metía en el pasillo de los reptiles. Si los pasillos estaban vacíos, observaba la pecera. Era casi tan grande como una bañera y dentro los peces color naranja brillaban como lentejuelas. La pecera parecía más peces que agua, una estampida de escamas brillantes que se movían en todas las direcciones, buscando, tal vez, algo de espacio. Los peces muertos y los moribundos flotaban a la deriva por los bordes de la pecera, hinchados y meciéndose por la superficie, descendiendo mordidos al fondo, doblados y medio succionados por el filtro.

El tiempo pasó en silencio hasta que una madre se acercó a la estantería que yo vigilaba y cogió una pecera de cristal, supongo que para su hijo, que se había alejado. Mi argumento, practicado con mucho cuidado (mantener a un pez dorado en una pecera era inhumano), se convirtió en una serie de datos aislados que recordaba —¡los peces dorados se orinan hasta morir en las peceras!, ¡los peces dorados pueden llegar a medir hasta treinta centímetros!, ¡los peces dorados pueden vivir hasta veinte años!— hasta que un vendedor de Petco me dijo que tenía que irme. Tuve que llamar a mi madre para que viniera a recogerme al aparcamiento, donde otro vendedor de Petco esperó conmigo hasta que su todoterreno beis apareció en el horizonte.

Nosotros —el vendedor de Petco y yo— estábamos a solo un kilómetro y medio de la bahía de San Francisco. Era lo más cerca que solía estar de algo parecido al mar, y si cerraba los ojos podía saborear la sal en el aire. Cuando el viento amainaba y la brisa se llevaba el penetrante olor del océano, percibías otro olor más desagradable: a basura, tan distante que podías preguntarte si sería que regresaba desde algún lugar el inconfundible hedor de algo en descomposición.

Mientras esperábamos, aspirando el olor a sal y a basura, mi incompetencia me dio náuseas. Había fracasado mi primer intento de ayudar en algo que me importaba. Todos esos peces condenados y moribundos. Los más afortunados irían a un acuario. El resto acabaría muerto en peceras, aunque no morirían de inmediato. Es casi imposible que te hagas daño viviendo en el equivalente de una celda acolchada para peces: un cristal liso y sin aristas que nunca podría ni siquiera arañarte una escama. Era muy probable, sin embargo, que cada uno de esos peces muriera antes de tiempo. Porque alguien se había olvidado de cuidarlos o había decidido que cuidarlos bien era demasiado trabajo. Demasiado trabajo, vaciar el agua sucia y sustituirla por agua fresca. Demasiado incómodo darles espacio suficiente para vivir y crecer.

En aquel momento, el mejor futuro que podía imaginar para el pez dorado era la vida en un acuario más grande, quizás de cien litros, con agua dulce y algunas plantas de plástico. Un confinamiento más cómodo. Como yo solo había visto peces dorados hacinados en peceras de Petco o aislados en cuencos, no tenía ni idea de cómo era su vida fuera de las paredes de cristal de un acuario. No podía imaginar lo que un pez dorado es capaz de hacer en estado salvaje.

Por aquel entonces suponía que el centro comercial del Petco olía a basura porque estaba construido sobre un vertedero. Mi madre me había dicho que toda la ciudad estaba construida sobre un vertedero y yo me imaginaba edificios encaramados sobre losas de basura condensada. Pero el terreno bajo el Petco fue alguna vez una marisma salada en una vasta extensión de humedales que envolvían la bahía de San Francisco. Hoy, las imágenes por satélite de la bahía muestran una nítida división entre el verde y el azul, pero hace cientos de años no había una división clara entre la tierra y el mar. La bahía era un estuario en el que el agua salada y el agua dulce se entremezclaban en agua salobre. Cada día el vaivén de las olas y los cambios de las mareas dejaban tierra al descubierto y luego la engullían. En las zonas más bajas, el suelo arcilloso y salino era (y sigue siendo) inhóspito para la mayoría de las plantas. Pero en otras más altas, las plantas autóctonas prosperaban: el esparto del Pacífico crecía largo como un adolescente, intercalado con macizos de salicornias. Esta fue la naturaleza de la bahía durante diez mil años, cuando los pueblos indígenas, incluidos los miwok de la costa o los numerosos grupos de los ohlone, como los muwekma, ramaytush, tamien, chochenyo y karkin, vivían allí y se alimentaban en la marisma.

Los españoles llegaron en el siglo xviii y bautizaron, esclavizaron y masacraron de modo indirecto, con enfermedades, al pueblo ohlone. Hace unos 150 años, los primeros colonos ambicionaban convertir la bahía en granjas y pueblos, pero en una marisma salada no se puede cultivar ni construir una casa. Así que los humedales les parecieron inútiles y desechables y los destruyeron. En la bahía construyeron diques y el suelo anegado se desecó hasta convertirse en una superficie limosa. El terreno se volvió una granja lechera, con vacas, campos de heno y estanques salados. En los años sesenta del siglo xx, el terreno se destinó a viviendas unifamiliares y se vertieron millones de metros cúbicos de arena y lodo en las antiguas marismas para que los edificios no se hundieran en el limo blando y fuesen a parar al océano. Las tierras se llamaron marismas recuperadas y las calles excavadas en el suelo recibieron el nombre de los animales salvajes expulsados: Oyster Court. Pompano Circle. Flying Fish Lane. De niña, no sabía que “vertedero” tenía dos significados. No sabía que el hedor del aparcamiento del Petco de Foster City podía proceder de la propia bahía, de las aguas contaminadas por las múltiples refinerías de petróleo, por las depuradoras de aguas residuales, por los desechos de las tuberías negras de los barcos.

Cuando yo nací, la bahía de San Francisco había perdido el noventa y cinco por ciento de los humedales y marismas que antaño rodeaban el mar. Los ochocientos kilómetros cuadrados de canales de marea, marismas, bancos de arena, arroyos y estanques que solo se formaban durante las inundaciones, se habían convertido en granjas, ciudades, fábricas, bases militares, pueblos turísticos, autopistas y un Petco. Es decir: conocí mi ciudad natal como un suburbio y nunca imaginé lo que había sido antes. Me moría de ganas de marcharme.

Si lo pudiera volver a hacer, esto le diría a aquella madre en Petco:

Puede que usted haya leído que un pez dorado crece en proporción al tamaño de su pecera. Pero, a diferencia de nosotros, los peces dorados son de crecimiento indeterminado; si se les da la oportunidad, crecen hasta morir. Las diversas clases de peces dorados pueden crecer hasta alcanzar muchas formas y tamaños. En su hábitat natural, un pez dorado adulto puede pesar tanto como una piña.

Puede que piense que los peces de colores viven solo un año, quizá dos. Pero en realidad pueden vivir mucho más. Veinte años, si tienen suerte. Los peces dorados pueden sobrevivir unos pocos años en una pecera porque son resistentes de un modo casi sobrenatural, y son capaces de soportar condiciones que matarían muy rápido a la mayoría de los demás peces. Una pecera es un entorno diminuto y aislado, privado de oxígeno, lo que significa que incluso un ligero cambio en la química del agua puede ser letal. Digo esto porque los peces de colores orinan con desenfreno. Desprenden más amoníaco que otros peces de acuario, una toxina que en un estanque o un río se diluye, pero que puede matar a un pez en una pecera. Por eso, le diría a la mujer, una pecera tiene unas condiciones de vida imposibles. Pero cuando un pez dorado logra sobrevivir en ella, nadie piensa que su hazaña es extraordinaria.

Por último, le diría, puede que haya escuchado decir que los peces dorados tienen una memoria de tres segundos. Pero pueden recordar que una paleta de color significa que viene la comida hasta meses después de haber relacionado las dos cosas. Los peces dorados pueden hacer tareas complejas, como escapar de una red o recorrer un laberinto. ¿Cómo puede un pez tan pequeño retener en la memoria el serpenteante recorrido de un laberinto durante tres meses? ¿Podría usted hacerlo? ¿Qué supone para una criatura con tres meses de memoria vivir y morir en una burbuja del tamaño de una cazuela de hierro?

Cada vez que empiezo unas prácticas o un nuevo trabajo, le cuento a la gente que me echaron de Petco cuando era adolescente. Se ha convertido en una especie de mito de origen, mi dato curioso específico. He contado la historia tantas veces que los detalles de mi recuerdo original se han vuelto inaccesibles, transformados de una experiencia real en una narración de memoria. No recuerdo qué le dije a mi madre para que me llevara allí, ni cómo me armé de valor para antagonizar con desconocidos cuando apenas podía hacer frente a los bravucones de mi instituto, cuya crueldad anodina y poco original igual conseguía que me odiara a mí misma.

Recuerdo que estaba en octavo curso. Recuerdo que tenía trece años, un año horrible. Recuerdo que iba a un colegio privado donde la puerta sobre el despacho del director tenía inscrita una frase en latín que se traducía como “El ocio sin aprendizaje es la muerte”. La primera vez que fui a una reunión con mis compañeros de clase llegó una pandilla de chicos con sudaderas en las que decía STANFORD. Yo también aparecí con una sudadera con capucha que proclamaba GAP. Éramos diez. Allí escuché a la madre de un estudiante decir a otra: “Sabes, esta escuela es un alimentador para Stanford”, y la otra madre asintió con la cabeza. Nunca antes había oído el término “alimentador” aplicado a una escuela, solo a peceras de peces dorados y olominas, peces lo bastante baratos y anodinos como para que los acuaristas los compren como presas vivas para sus mascotas más grandes y valiosas.

Recuerdo que muchos de mis compañeros de clase eran hijos de gente poderosa: consejeros y profesores de Stanford, ejecutivos de Silicon Valley y Morgan Stanley, herederos. Estos niños tenían apellidos como Packard y Jobs. La fiesta de orientación en la piscina tuvo lugar en la casa de uno de ellos, que me pareció un castillo, con dos piscinas y una cancha de tenis al otro lado de un césped esmeralda con fuentes. Sé que mis padres me enviaron a ese colegio en parte para que pudiera entrar en la mejor universidad posible; creían que eso significaba que viviría la mejor vida posible. Me lo recordaba a mí misma mientras el heredero de una empresa de tecnología informática me perseguía sin parar por las paredes acolchadas del gimnasio durante el periodo libre del viernes, blandiendo una cuerda de saltar segmentada de plástico como un látigo.

Yo vivía a pocas manzanas de esa escuela y recuerdo a los niños ricos que pasaban conduciendo por mi calle como si fueran inmunes a la muerte. Oía el chirrido delator de las llantas girando con brusquedad y me escondía en el camino de entrada o en el seto más cercano, desde donde veía pasar los coches a toda velocidad. Recuerdo que un todoterreno de lujo de color metálico salió de la entrada del colegio y derrapó contra nuestro buzón. El coche siguió como un rayo y dejó tras sí un armazón de metal blanco retorcido como un codo, con la bandera roja que le colgaba como un brazo roto. Recuerdo que los niños de las escuelas cercanas a la mía se suicidaban por la presión; suficientes suicidios para que el CDC2 considerara las muertes como un “contagio”. Recuerdo que el obituario de un estudiante incluía sus puntuaciones en el ACT3. El obituario de otra estudiante decía cuántos amigos tenía en Facebook. Recuerdo que pasé noches enteras de AIM4 disuadiendo a mi amiga de querer morirse.

Entonces mi insomnio era terrible y recuerdo que me quedaba despierta por la noche, intentando imaginar la mejor versión posible de mi futuro, que siempre adoptaba una forma parecida. Después de la universidad, un trabajo cualquiera importante en el que llevara americanas y faldas lápiz. Un marido (lo ideal es que fuera muy atractivo) después de un número respetable de novios. Por último, una piel impecable. Pero, cuando intentaba fantasear con estos futuros que sabía de memoria y eran sensatos, mi mente siempre se distraía con mi muerte. En particular, me imaginaba mi funeral: cómo sería, quién asistiría, a quién tendría que rechazar el portero en la puerta (yo nunca había asistido a un funeral, era evidente). No era que quisiera morirme, es que dejar de existir (y que me lloraran con reverencia) me parecía más tangible que eso que me habían dicho que debería desear.

En aquel instituto me regalaron mi primer y único pez dorado. Formaba parte de un proyecto de Ciencias y nuestra profesora de Biología, que siempre olía a cáñamo, anunció que quien lo deseara podía llevarse un pez dorado a casa. No nos dijo qué pasaría con los peces si no nos los llevábamos a casa, y no se nos ocurrió preguntar. Le puse Quincy y lo dejé en una pecera sobre mi cómoda. A veces Quincy nadaba, pero casi siempre flotaba. Su cuerpo parecía suspendido de un hilo; las aletas se movían sin propósito alrededor del castillo y entre las algas color miel cuyas raíces sostenían las canicas del fondo de la pecera. Pasé mucho tiempo observando a Quincy. Cuando pensaba, aunque fuera un instante, en el poco espacio que tenía el pez para moverse y crecer, me preguntaba si estaba haciendo algo cruel.

Así que le pedí a mi padre que me llevara al jardín japonés de nuestro parque local. Metí a Quincy en un pequeño tarro en el bolsillo de mi sudadera Gap, caminé hasta un rincón del estanque de peces koi y volqué el tarro. El cuerpo anaranjado de Quincy serpenteó en la oscuridad y, por fin, se sintió aliviado.

Cuando visité el jardín meses más tarde, busqué a Quincy, pero nunca lo encontré.

A veces, cuando la gente se entera de que está matando a sus peces dorados, o cuando se ha aburrido de sus mascotas, se deshace de ellos. A veces los tiran en estanques de jardines japoneses. Más a menudo los arrojan a masas de agua más grandes: lagos, arroyos, ríos. En una pecera los peces dorados están condenados, pero en un río son imparables. No solo sobreviven, sino que se apoderan del lugar. Sus branquias, una vez rugosas por la quemadura amónica de su orina, beben el oxígeno del agua turbulenta y aireada. Atiborrados de algas, gusanos, caracoles y huevos de otros peces, sus cuerpos empiezan a hincharse. Se hinchan hasta alcanzar el tamaño de gallinas de Cornualles, melones o jarras de leche.

Son peces dorados salvajes, y si vieras uno es posible que no lo reconozcas. Los peces dorados vuelven a su color natural en cuestión de generaciones. Los peces de color naranja brillante desaparecen, devorados por los depredadores, y los reemplazan peces de colores más apagados. Se vuelven indistinguibles de las otras carpas. Desaparecen en la maleza.

En estado natural, son tan buenos viviendo que se han convertido en una amenaza ecológica. Por supuesto, no es culpa suya; los peces dorados nunca habrían llegado al río si no los hubiéramos considerado desechables. Se han encontrado peces dorados salvajes en todos los estados menos en Alaska, y cuando se los suelta en una masa de agua arruinan cualquier equilibrio que hubiera alcanzado la vida antes. Su crecimiento desenfrenado expulsa a las especies autóctonas. A los peces dorados les encanta cavar y arrancar de raíz todo lo que crece en el fondo de un lago en busca de algo que comer. Cuando devoran nubes opacas de cianobacterias, sus intestinos fomentan el crecimiento de las bacterias, lo que los convierte en incubadoras de floraciones de algas. Pueden desovar a partir de un año de edad y liberan cientos de huevos pegajosos que se adhieren a rocas y plantas y a cualquier cosa que los sostenga.

Una vez que un pez dorado está en un estanque, un lago o un río, no es posible eliminarlo. No puedes sacarlos a todos con sedales o redes y, por muchos peces dorados que hayas sacado, la cantidad se repondrá en cuanto vuelvan a reproducirse. La única forma de acabar con los peces dorados es matar a todos los peces que haya en el agua vertiendo litros de rotenona, un biocida venenoso para los peces, para asegurarse de que nada sobreviva. Pero esto solo es posible en estanques y lagos, masas de agua con bordes duros donde el veneno no se escape.

Un río del suroeste de Australia está plagado de peces dorados asilvestrados, todos ellos descendientes de un puñado de mascotas que alguien desechó hace dos décadas. Las condiciones templadas de este río, llamado Vasse, son un paraíso para los peces dorados, y allí crecen más rápido que cualquier otra población silvestre. La mayoría de los peces dorados del Vasse son de los colores de la tierra —marrón, oliva y verde oscuro—, pero algunos de los más grandes tienen su inconfundible color naranja. Estos peces, que pesan cada uno como una calabaza, es probable que sean los primeros peces dorados arrojados al Vasse o sus descendientes directos. ¿Recordarán ellos, aunque sea vagamente, cómo era la vida en una pecera?

Un científico que les sigue la pista a los peces dorados asilvestrados del Vasse se dio cuenta de que son capaces de cosas extraordinarias. Observó cardúmenes que recorrían casi 3000 metros al día. Un pez recorrió más de 225 kilómetros en un año. Toda la comunidad de peces dorados silvestres migraba estacionalmente, nadando en grandes cardúmenes hasta un humedal lejano durante la época de cría. Los peces dorados, criados en cautiverio o nacidos en un río en el que nunca debieron estar, tenían al parecer un conocimiento innato, conservado a través de generaciones de peces de peceras.

Los científicos también han descubierto peces dorados asilvestrados en estuarios. Al principio, suponían que los peces dorados no podían penetrar en humedales donde el agua dulce se mezcla con la salada. Pero cuanto más buscan los científicos, más encuentran peces dorados en aguas cada vez más cercanas al mar. Una población que venía del río Vasse parece haber desarrollado una mayor tolerancia a la sal que cualquier otra población de peces dorados del mundo. Los científicos se preguntaron si esta población era una posible señal de que los peces dorados resistentes a la sal podían usar los estuarios como puentes salinos para migrar a nuevos ríos, a nuevos lagos. Sin saberlo, los peces dorados silvestres del Vasse se han acercado más al océano que cualquier otro pez dorado que conozcamos. Se han enfrentado a aguas que parecían inhóspitas y han sobrevivido.

Quizá haya algo universal en querer salir. Me pregunto si los peces dorados perciben de alguna manera el océano que les espera.

Cuando mis padres decidieron que me trasladara a otro instituto, lloré y rabié. Les ofrecí pagar la matrícula vendiendo mi plasma sanguíneo, participando en experimentos médicos, vendiendo un ovario. “No seas ridícula —me dijo mi madre, horrorizada—. Ni siquiera tienes edad para vender un ovario”.

En mi nuevo colegio, compensé en exceso para salvar mi oportunidad de tener el futuro que me habían dicho que quería. Tomé clases extras, extracurriculares. Cualquier cosa por Stanford. Iba a clase a las siete de la mañana para Biología y me quedaba hasta después de las once de la noche para el periódico. Los fines de semana, era voluntaria en los partidos de fútbol, dibujaba espirales de queso dorado sobre los nachos y preparaba hamburguesas horribles y planas. Llenaba cada momento de vigilia con una tarea; nadie podía decir que no me había esforzado, que no había trabajado bastante, que no había dado todo lo que tenía que dar. Al menos ahora dormía con facilidad, noches cortas y sin esos sueños que terminaban en un montón de alarmas. Ya no podía darme cuenta de quién era, o pensar en qué podría hacerme “feliz”, porque siempre había algo en lo que tenía que pensar. Es decir, era insufrible y es probable que odiosa. Yo me odiaba.

El verano antes de irme a la universidad, fui voluntaria en un barco de investigación en la bahía de San Francisco. Me había sacado el carné de conducir y disfrutaba del trayecto, con las ventanillas del todoterreno beis de mi madre bajadas para que entrara el aire salado. Pasaba turnos de cuatro horas en el barco, una nave de treinta metros de eslora con un casco del color de las aguas profundas. El capitán nos llevaba por el estuario para que pudiéramos extraer muestras de lodo y agua. Durante la travesía, lanzábamos una red de pesca por la parte trasera del barco, la arrastrábamos por diez minutos, volvíamos a recogerla y derramábamos el contenido de la red en tanques de color blanco cremoso que brotaban de la cubierta como setas venenosas.

Mi trabajo era medir e identificar todas las criaturas que capturásemos. En mis primeros días en el barco, me sentía inútil, entrecerrando los ojos por el rocío marino, con los brazos rojos y quemados a pesar del manto de niebla que cubría la bahía. Todo en la cubierta era resbaladizo y mi portapapeles con pinza se me caía a cada rato. Uno a uno, iba sacando los peces de la pecera y colocándolos contra una regla transparente pegada a una mesa junto a la pecera. Alisaba sus cuerpos agitados y cubiertos de mucosidad; les hablaba como si pudiera convencerlos de que se quedaran quietos, cosa que nunca conseguí. En mis manos, los peces se movían de una forma que nunca había visto antes: segundos de reposo impecable, en los que lo único que se movía era un ojo, que parpadeaba indómito, y luego todo el cuerpo se arqueaba mientras el pez se elevaba en el aire. Peces que saltaban haciendo piruetas, dando volteretas hacia el cielo. Y yo, corriendo tras sus cuerpos en el suelo, sosteniéndolos entre mis manos ahuecadas hasta que podía volcarlos sobre la barandilla y hundirlos de nuevo en el agua.

Algunos días solo pescábamos anchoas y sardinas, y mi cabeza daba vueltas distinguiendo entre quinientas, seiscientas, setecientas criaturas casi idénticas. Pero de vez en cuando las redes nos daban algo maravilloso. Un lenguado rayado, con dos ojos giratorios que me miraban fijo mientras lo medía. Mantarrayas de California que batían las aletas en el borde del tanque como si supieran lo que era volar y quisieran probarlo. Una vez capturamos dos crías de tiburón leopardo y aprendí a sostener uno, con la mano izquierda alrededor de la cola y la derecha en el punto situado bajo su boca pequeña y dentada. El tiburón se retorcía como una serpiente, pero yo lo sujeté con firmeza hasta que llegó el momento de soltarlo.

Como la bahía es un estuario, atrapábamos peces que podían vivir en agua salobre. Platijas estrelladas, gobios camaleón, escórporas que pinchaban con sus espinas y te punzaban si las apretabas demasiado. Una vez pescamos un esturión blanco, con la piel del color de una perla y un cuerpo de más de cuarenta y cinco kilos.

También capturamos especies no autóctonas, desde luego. A menudo se dice que la bahía de San Francisco es un “ecosistema altamente invadido”, uno de los estuarios más invadidos del mundo. En determinados hábitats, estas especies introducidas superan en número a las autóctonas y las sobrepasan con el mero peso de sus cuerpos acumulados.

Después de medirlos, tenía que tirarlos por la borda. Al principio, los arrojaba y me volvía antes de verlos chapotear. Imaginaba la sensación refrescante del agua contra sus escamas, el torrente de oxígeno en sus branquias… desorientación por un momento y luego alivio. Tardé varios días en darme cuenta de que la mitad de los peces que arrojaba por la borda nunca volvían al agua, sino que los atrapaba un grupo de gaviotas y águilas pescadoras que merodeaban alrededor de nuestro barco. Las águilas me observaban mientras trabajaba, con las garras enroscadas en las barandillas pintadas de blanco, y cuando extendía el brazo por la borda, pescado en mano, se zambullían. Cuando los pájaros se acercaban demasiado a mis peceras cargadas de peces, los ahuyentaba con mi portapapeles resbaladizo. A veces gritaba, escupiendo, mientras corría a las águilas pescadoras para salvar un pez que se había lanzado fuera del agua y yacía, jadeante, sobre la cubierta. Cuando arrojaba el pez por la borda, me inclinaba sobre las barandillas, lo más cerca de las olas que pudiera estar sin caerme, hasta ver cómo brillaban sus escamas y desaparecían.

De vuelta a la orilla, introduje mis cientos de mediciones de anchoas en un ordenador dentro de las paredes de plástico del barco. Luego me senté en la cubierta y dejé que la sal seca se desprendiera de mi piel. Siempre estaba cubierta de escamas después de la pesca. Exponía los brazos a la luz y admiraba mi piel de pez iridiscente y sudorosa. En las profundidades de la bahía, cuando el cielo estaba despejado, sentía que podía ver la curvatura de la Tierra, imaginarla sumergiéndose. Como si pudiera ver todos mis futuros posibles.

¿Qué significa sobrevivir en un mundo salvaje? No puedes hacerlo sin volverte salvaje tú mismo. Todos somos capaces de volver a un estado salvaje. Lo salvaje puede condenar a un gato o a un perro a una vida hambrienta o a una muerte prematura. Pero para un pez dorado es una promesa de abundancia. Si lo liberas, no mirará hacia atrás. Ningún pez vive con plenitud en una pecera; solo aprende a sobrevivir en ella.

Siempre estaré un poco enamorada de los peces dorados en estado salvaje. Sé que esa es, de toda esta historia, la lección equivocada. Sé que causan estragos irreversibles. Desarraigan a los habitantes del fondo, pisotean los ecosistemas, siembran parásitos en la carne de otros peces. Sé que una vez que se apoderan de un estanque es imposible extirparlos. No quiero una supremacía de peces dorados, un mundo en el que peces del tamaño de melones se abalancen sobre ecosistemas frágiles como bolas de demolición. Pero cuando pienso en estanques infectados de peces dorados del tamaño de un bidón, siento una especie de triunfo. Veo algo que nadie esperaba que no solo siguiera vivo, sino que además creciera, y ahora no está solo. Veo una criatura cuya existencia actual debe de haber sido una sorpresa hasta para ella misma.

Imagina tener el poder de volvernos resistentes a todo lo que nos es hostil. Confinamiento, soledad, nuestros propios residuos tóxicos. Sal, olas, esturiones de cien kilos que podrían tragarnos enteros. Imagina la libertad de tener espacio por primera vez y ocuparlo. Imagina aparecer en tu reunión del instituto, ver a todos los que una vez te hicieron sentir pequeño y ser ahora cien veces más grande de lo que eras. Un pez abandonado no tiene un modelo de vida diferente y mejor, pero lo encuentra como sea. Yo también quiero saber qué se siente al ser impensable, al inventar un futuro que nadie esperaba de ti.

Como el Petco de Foster City está construido sobre un vertedero, se está hundiendo. El vertedero se hunde más rápido que casi cualquier otro lugar de California y se acerca al núcleo de la Tierra. Cada año, la ciudad se hunde hasta diez milímetros y el mar sube hasta tres milímetros. Es una batalla perdida. Durante mucho tiempo, los diques de piedra protegieron Foster City del mar. Ahora el agua salpica los diques, los senderos y los umbrales de las casas. Pronto las olas superarán los diques e inundarán las granjas, la ciudad, las fábricas, las bases militares, los pueblos turísticos, las autopistas y el Petco. Puede que el agua condene a los gatos, a los pájaros enjaulados, a los gecos leopardo, a los conejos, a los hámsteres y a las cobayas. Pero me gusta imaginar a los peces saliendo de sus peceras, rumbo a un horizonte desconocido.

Años después del instituto, cuando vivía en una ciudad nueva y nublada donde conocía a poca gente, volví a casa un mes por vacaciones. Nunca había estado de regreso en casa tanto tiempo y me sorprendió lo rápido que caí en las viejas rutinas. Llevé el coche beis desgastado a hacer la compra, llevé a mis abuelos al centro comercial y dejé a mi hermano en el colegio. Mis padres habían convertido mi dormitorio en un almacén, así que dormía en una cama individual rodeada de archivadores y pilas de CD. Cuando corría por las tardes, saltaba instintivamente para apartarme del camino cuando los todoterreno de lujo pasaban volando por mi calle al salir de mi antiguo colegio.

Tardé una semana en abrir mi Tinder. Me dije que lo hacía para ver a mis antiguos compañeros de clase, para ver quién estaba buena, quién era gay, o ambas cosas. Dos personas de mi tropa de Girl Scouts estaban en la aplicación, la tímida que era alérgica a los espárragos y la bajita que se comió una cochinilla de jardín después de que la retáramos a hacerlo, todo lo cual tenía sentido. Me enteré de que alguien de mi antiguo grupo de improvisación era trans y empezamos a seguirnos en Instagram. Y entonces vi un rostro familiar, al principio extraño, hasta que deslicé el dedo por la pantalla y me di cuenta de que había ido al instituto con esa persona. Nunca habíamos hablado, pero sabía exactamente quién era. A veces, cuando volvía a casa del colegio, me fijaba en ella jugando al tenis en las pistas del instituto. Siempre llevaba el pelo recogido en una coleta, con una visera blanca que le apartaba los mechones. Cuando saltaba para el saque, mis ojos la seguían, se volvían hacia el sol y quedaban momentáneamente cegados por el brillo. Nunca supe por qué quería seguir mirando.

Nos hicimos amigas, nos enviamos mensajes y conduje hasta su casa, una de las muchas construidas en el vertedero del estuario. El nombre de su calle tenía dentro la palabra “Mar”, y cada vez que tecleaba su dirección en Google Maps me daba la sensación de que me iba a ordenar que me metiera directo con el coche en el océano. Llamé a la puerta y me dejó pasar. Me quité las botas y las dejé con cuidado junto a la puerta, porque las dos tenemos madres chinas, y caminamos despacio a su habitación. Pasamos las siguientes doce horas sentadas en extremos opuestos de su cama individual. Bebimos té verde para mantenernos despiertas. Nos turnamos para acariciar a su gato. Cuando me entró hambre a medianoche, me dio una barrita de cereales Nature Valley y, al darle un mordisco, me sentí como en una excursión. Cada vez que se marchaba a preparar más té, me maravillaba lo mucho que su habitación se parecía a la mía: los mismos anuarios escolares, la misma edición de Mientras agonizo que habíamos leído para la asignatura de inglés avanzado. Recordé la escena en la que Vardaman llama “pez” a su madre muerta porque era la única forma que tenía de entender la muerte.

Bajo la luz azul, con las voces entrecortadas tras horas de conversación y la cabeza apoyada en un brazo, nos miramos con una intención inquietante. Tal vez esperábamos alguna señal de lo que significaba aquella noche, temerosas ambas de malinterpretar lo que parecía un sueño. Tal vez cada una de nosotras estaba estudiando el rostro de la otra para ver cómo había cambiado, cómo había crecido. Ya no nos parecíamos en nada a las del instituto. No usábamos maquillaje, teníamos el pelo corto y rapado por los lados, y constelaciones de tatuajes en los brazos. De las dos se esperaba que fuéramos hijas, pero resultamos ser otra cosa. Habíamos mudado de piel, no como las serpientes, sino como los insectos: cada una de nosotras era una ninfa que mudaba un exoesqueleto tras otro y se transformaba a medida que lo hacía. No sabíamos cuál sería nuestra última muda, solo sabíamos que tal vez aún no habíamos llegado a ella y que nuestros ríos se dirigían hacia el mar. Pocos años después de aquella noche, ella cambió su nombre y su pronombre; más tarde, yo cambié el mío.

Me besó al amanecer, los rayos del sol entraron en la habitación por las persianas. Las dos estábamos medio dormidas después de haber pasado toda la noche a la expectativa y, cuando nos tocamos, sentí como si mi cuerpo flotara. Decididas a no molestar al gato que seguía dormido a los pies de la cama individual, hicimos una balsa con las almohadas y nuestras cabezas se doblaron contra las persianas. Estaba tan cansada que creo que empecé a llorar, pero era imposible saberlo porque había agua salada por todas partes, costras en nuestras manos y en nuestras caras. Nos goteaban las axilas, nuestros cuerpos goteaban por sí mismos. Yo no paraba de repetir: “No lo puedo creer”, mientras ella me agarraba las manos. “No lo puedo creer”, mientras me abrazaba hasta los huesos. Cuando me preguntó qué quería decir, no supe qué responder. No podía creer que hubiéramos pasado tantos años tan cerca, dando vueltas por los mismos pasillos, y sin embargo nunca hubiéramos hablado. No podía creer cómo habíamos cambiado desde entonces y cómo cada uno de nuestros devenires se sentía como un triunfo impensable. No podía creer las ganas que tenía de dormir. No podía creer lo ridículo y lo gay que era pasar la mayor parte de la noche en una cama acariciando a un gato, sin saber si le gustas a la otra persona. Así que dije: “No lo puedo creer”, una y otra vez, y ella respondió: “No lo puedo creer”. Y entonces me dejé llevar y nos abandonamos la una a la otra.

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Mi madre y el pulpo hambriento

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Hace años, cuando yo estaba en séptimo curso, un pulpo hembra se alejó del fondo marino y se instaló en un saliente rocoso de la costa de California. Estaba a casi un kilómetro y medio bajo la superficie, centenares de metros más allá de cualquier rayo de sol. Pero con los brillantes focos de un submarino, los bordes del pulpo brillaban con el púrpura rojizo de una ciruela japonesa salada.

Sé lo del pulpo hembra púrpura porque un sumergible operado a distancia la observó deslizarse hasta el acantilado. El submarino, que procedía del Instituto de Investigación del Acuario de la Bahía de Monterrey, había venido a observar no solo a un pulpo, sino a los muchos pulpos Graneledone boreopacifica como ella, que se sabe que se mantienen cerca de ese acantilado marino. Pero ella era la única que estaba allí, moviéndose lentamente hacia la roca.

Cuando el submarino regresó poco más de un mes después, encontraron al mismo pulpo —pudieron reconocerlo por sus cicatrices— sujeto a un lado del saliente, con los brazos enroscados a su alrededor como helechos, sellando una nidada de huevos recién puestos. Cuando el pulpo estaba así, tenía el tamaño de una pizza. Sus grandes ojos negros miraban hacia el abismo del cañón debajo de ella.

El submarino volvió una y otra vez a visitar a la madre pulpo, que permaneció congelada en su vigilancia. No se movía. No comía. Se encogía. En cada visita se veía más pálida, como si la hubieran bañado en leche. Sus ojos negros daban vueltas como nubes pálidas. Su piel guijarrosa colgaba suelta de su cuerpo. El submarino volvió a ver al pulpo dieciocho veces en el transcurso de cuatro años y medio, hasta que un día ya no estaba. Había dejado tras de sí una silueta raída de cápsulas de huevos que aún se aferraban a la roca como globos desinflados. Esto, según entendieron los científicos, era señal de que sus huevos habían eclosionado con éxito, liberando a la madre pulpo para morir. La mayoría de los pulpos madre ponen huevos solo un par de veces en toda su vida y mueren después de la eclosión de sus crías.

Los científicos que observaron al pulpo llamaron a sus cuatro años y medio el periodo de incubación más largo registrado en cualquier animal. En otras palabras, ninguna otra criatura de la Tierra había mantenido sus huevos pegados al cuerpo y los había protegido durante tanto tiempo como ella; un reportaje de Reuters la calificó como la “madre del año” en el reino animal. El récord anterior de un pulpo, una Bathypolypus arcticus, se observó en cautividad: incubó durante catorce meses, lo cual en su momento pareció estremecedor.

Cuando leí lo del pulpo, pensé en compartir el artículo con mi propia madre, pero me preocupaba ser demasiado directa. Tenía ganas de aprender todo lo que pudiera sobre esa madre pulpo. Quería saber cómo había elegido aquella roca y desde qué distancia había tenido que viajar. Y cómo sentía sus huevos antes de ponerlos, si eran pesados, si marcaban su cuerpo. Y qué más había visto del mar hasta entonces, y cómo supo que era el momento de abandonar el abismo, esa extensión sin dimensiones que le era familiar. En el abismo, un cuerpo puede moverse en tres planos. En el abismo, donde un humano se hundiría, aplastado por la presión y el frío, un pulpo puede deambular. Puede vagar, cazar y desplegar sus ocho extremidades como una flor.

¿Saben las hembras de pulpo qué esperar cuando están vigilando sus huevos? ¿Aprende cada madre sobre la vigilancia a medida que la experimenta y se pregunta cada día cuánto durará? Cientos de madres pulpo en un acantilado, cada una hambrienta, cada una sola. O tal vez una madre pulpo púrpura, en su juventud, pasó junto a otras madres paliduchas que se aferraban a los bordes del cañón y supo que un día ese sería su destino.

Más que nada quería saber por qué el pulpo, con su grande y extraño cerebro, no comía mientras vigilaba sus huevos. Seguro que tenía hambre. ¿Tenía alguna idea del aluvión de crías que podrían no sobrevivir si abandonaba su vigilancia para cazar, comer o estirar sus extremidades? Yo sabía que estaba antropomorfizando y, sin embargo, no lograba imaginar cómo una criatura con conciencia podía pasar hambre durante cuatro años y medio sin algo parecido a la esperanza. Lo que quiero decir es que quería saber si ella alguna vez se arrepintió.

Tal y como lo recuerdo, la primera vez que me fijé en mi cuerpo fue en la escuela secundaria, después de abrir un regalo de Navidad: un trampantojo de camisa que simulaba tener dos capas cuando, en realidad, tenía solo una. Cuando me la probé ante un espejo, me di cuenta de que mi barriga, blanda y redonda, se apretaba contra la tela y se asomaba por debajo. Me avergoncé de no haberlo visto antes, de no haber prestado atención.

Tal y como lo recuerda mi madre, la primera vez que me fijé en mi cuerpo fue en la escuela secundaria, un día en la cocina. Dice que entré y me acerqué a ella, que me subí la camiseta hasta dejar la barriga al descubierto y le dije que estaba gorda. Dice que esta conversación sigue grabada en su memoria, después de todos estos años.