¿Heredar la hitoria familiar? - Barbara Couvert - E-Book

¿Heredar la hitoria familiar? E-Book

Barbara Couvert

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Beschreibung

Repeticiones de aniversarios, nacimientos que coinciden con fechas de acontecimientos determinantes para una familia determinada, accidentes similares que ocurren a lo largo de varias generaciones... e, incluso, enfermedades que revelan lo que una madre o un abuelo han vivido: la historia familiar suele mostrar repeticiones. Recuerdos que no nos pertenecen se vuelven presentes y activos en nuestra vida hasta el punto de que algunas personas piensan que se enfrentan a un destino. ¿Cómo todo ello es posible? La herencia de una memoria familiar tiene su origen en la intensidad de las emociones vividas por nuestros antepasados durante un acontecimiento traumático. Estas emociones se memorizan, se almacenan, antes de ser transmitidas de manera invisible pero muy efectiva. ecientes descubrimientos científicos (transmisión epigenética, efectos de un trauma, neuronas espejo u ondas cerebrales) describen procesos fisiológicos que nos permiten comprender cómo la historia de un ancestro puede alcanzarnos y marcarnos con su huella antes incluso de que se produzca nuestra concepción. También muestran que podemos transformar ese legado y cómo hacerlo. Vincent-Théo Van Gogh, Arthur Rimbaud y Sigmund Freud, supervivientes de genocidio o criminales... y otros amigos nos acompañan en este descubrimiento.

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Barbara Couvert

¿HEREDAR LA HISTORIA FAMILIAR?

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Los editores no han comprobado la eficacia ni el resultado de las recetas, productos, fórmulas técnicas, ejercicios o similares contenidos en este libro. Instan a los lectores a consultar al médico o especialista de la salud ante cualquier duda que surja. No asumen, por lo tanto, responsabilidad alguna en cuanto a su utilización ni realizan asesoramiento al respecto.

Colección Psicología

¿HEREDAR LA HISTORIA FAMILIAR?

Barbara Couvert

1.ª edición en versión digital: septiembre de 2022

Título original: Hériter de l’histoire familiale?

Traducción: Paca Tomás

Corrección: M.ª Jesús Rodríguez

Diseño de cubierta: TsEdi, Teleservicios Editoriales, S. L.

Maquetación ebook: leerendigital.com

© 2021, Groupe Elidia. Éditions du Rocher 28 rue Comte-Félix-Gastaldi, BP521, 98015 Monaco www.editionsdurocher.fr

(Reservados todos los derechos)

© 2022, Ediciones Obelisco, S.L.

(Reservados los derechos para la presente edición)

Edita: Ediciones Obelisco S.L.

Collita, 23-25. Pol. Ind. Molí de la Bastida

08191 Rubí - Barcelona - España

Tel. 93 309 85 25 - Fax 93 309 85 23

E-mail: [email protected]

ISBN EPUB: 978-84-9111-938-8

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, trasmitida o utilizada en manera alguna por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o electrográfico, sin el previo consentimiento por escrito del editor.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

 

Portada

¿Heredar la historia familiar?

Créditos

Introducción

Las emociones y la memoria

La somatización

La memoria corporal

La familia, todo un mundo...

Cuando el niño aparece

Las repeticiones familiares

La transmisión comienza antes del nacimiento

La transmisión por impregnación de la vida cotidiana

Reparación y resiliencia

Conclusión

Tabla de genogramas

Bibliografía

Agradecimientos

«El edificio inmenso del recuerdo».

Marcel Proust, En busca del tiempo perdido

«He comprendido que lo que es amenazante,

no es la escritura, sino lo indecible

que ha desencadenado mucho antes».

Martin Winckler, Plumes d’ange

A mis padres.

Al «abuelo Eugène».

A Claude, Frédérique y Natalie, mis hermanas.

A Anne Ancelin Schützenberger.

Para Eliott, para Julie.

INTRODUCCIÓN

«Algunos de nosotros estamos como habitados por una historia que no es la nuestra. Nacimientos, matrimonios o fallecimientos en fechas trascendentales para la familia, accidentes similares que ocurren en la misma fecha una o varias generaciones más tarde, enfermedades que revelan lo que una madre o un abuelo ha vivido: me he encontrado tantas situaciones o acontecimientos asombrosos, e incluso increíbles, desde que me intereso por la psicogenealogía que no puede tratarse de simples coincidencias.

La historia familiar tiene una dolorosa influencia psicocorporal sobre algunos de nosotros; algo de la vida de un antepasado nos es transmitido, involuntaria e inconscientemente. Pero ¿cómo un acontecimiento familiar olvidado puede tener efectos en un «heredero» una o varias generaciones más tarde? ¿Es posible librarse de él?

La similitud de los hechos muestra que se trata del resurgimiento de una memoria que nos lleva a repetir, transformar y reparar acontecimientos que ocurrieron antes de nuestro nacimiento. Este resurgimiento nos hace actuar, enfermar o, a veces, superar grandes dificultades.

Esta transmisión se denomina «transgeneracional», porque no hay ningún intermediario aparente entre el acontecimiento original y la forma en que se manifiesta en un descendiente. En ocasiones, tiene tanta fuerza que adquiere la apariencia de un destino ineludible que sorprende, fascina, preocupa. ¿Telepatía? ¿Co-inconsciente familiar? La mayoría de las teorías apelan a la idea de una transmisión psíquica para explicar estos fenómenos.

Actualmente, los recientes descubrimientos de la neurociencia sobre la memoria y la comunicación, así como los de la genética (neuronas espejo, ondas cerebrales, epigenética), describen procesos fisiológicos que permiten comprender mejor de qué manera la historia de un antepasado puede llegar a nosotros y dejarnos su huella.

Veremos cómo esta herencia tiene su origen en la intensidad de las emociones vividas por un antepasado durante un acontecimiento traumático. Estas emociones se memorizan, y se almacenan, antes de ser transmitidas de manera invisible pero muy efectiva. Por lo tanto, es necesario buscar el origen de estas manifestaciones transgeneracionales tanto en el cuerpo como en la mente.

Antes de interesarnos por los procesos que hacen posible la transmisión transgeneracional, nos interesaremos por su origen: las repercusiones psíquicas y fisiológicas de un acontecimiento perturbador sobre cada uno de nosotros. Es el objeto de los dos primeros capítulos, que se centran en las emociones, la memoria y la somatización. Después, visitaremos la familia, ese universo con estructuras particulares, y la manera en que a veces trata a algunos de sus miembros.

Más tarde, descubriremos a través de qué mecanismos fisiológicos y mentales los «herederos» pueden verse afectados por acontecimientos que no han vivido y que a menudo incluso ignoran, y veremos cómo nuestras extraordinarias capacidades de percepción nos permiten oír lo que no se dice.

De esta forma, seguiremos las etapas de la transmisión que empieza incluso antes de la concepción de la persona que se convertirá en la «heredera», continúa durante el embarazo y alcanza su impregnación a lo largo de la vida familiar.

Esta investigación nos llevará a conocer a Vincent-Théo van Gogh, Arthur Rimbaud y Sigmund Freud, a sobrevivientes de genocidios, a criminales, a guardianes de cementerio y muchos otros, hombres y mujeres, que han podido o no liberarse de la influencia transgeneracional.[1] Estos encuentros revelarán también cómo deshacerse de esta influencia, porque podemos –en parte– reprogramar nuestra herencia e incluso nuestro legado genético.

[1]. Por supuesto, he cambiado los nombres y apellidos de todas las personas, pero he encontrado nombres equivalentes cuando ha sido necesario, excepto si fueron citados por la prensa. He nombrado a miembros de mi familia en la medida en que ello no les pueda perjudicar.

LAS EMOCIONES Y LA MEMORIA

¡Somos seres racionales, por supuesto! Pero ¿qué seríamos sin emociones ni memoria? ¿Un cuerpo vacío? ¿Un programa informático? Las emociones y la memoria, que, junto con el discernimiento conforman nuestra mente, se apoyan en mecanismos complejos y son el resultado de experiencias corporales. Producidas por la constitución misma de nuestra fisiología, son interpretadas y corregidas por nuestra forma sensitiva y mental de aprehender el mundo. Cuerpo y mente están inextricablemente unidos.

La manera en que las emociones y la memoria interactúan en cada uno de nosotros es la base de nuestro equilibrio. El curso normal de una emoción es remitir: guardamos una huella de memoria, pero nuestro cuerpo recupera su equilibrio fisiológico. En el caso de un estrés prolongado o un trauma, el retorno a este equilibrio es imposible. El recuerdo permanece eternamente presente, como un disco rayado, o por el contrario desaparece, pero reaparece de forma aparentemente aleatoria.

Relacionadas con dificultades psicológicas, estas alteraciones de la memoria son el crisol de la transmisión transgeneracional, por eso es necesario explorarlas.

Las emociones

De la admiración a la tristeza, pasando por el desánimo o el entusiasmo, la lista de emociones es larga. Pionero en la investigación sobre las emociones y las expresiones faciales que les corresponden, el psicólogo estadounidense Paul Ekman ha identificado seis expresiones de las llamadas básicas, porque serían universales, muy reconocidas por toda la humanidad, por muy diversa que sea. Éstas son: la alegría, la tristeza, la ira, el asco, el miedo y la sorpresa. Todas las emociones estarían compuestas a partir de estas seis emociones básicas.

Contrariamente a los sentimientos, que por definición son duraderos y no necesitan ser activados por la presencia de su objeto, las emociones son efímeras: se desencadenan por un estímulo y luego se despliegan antes de remitir y dejar paso a la calma o a una emoción nueva… La conmoción corporal que provocaron (temblores, ritmo cardíaco acelerado, sudoración… se atenúa antes de desaparecer. Esto es al menos lo que ocurre en situaciones normales.

Del estímulo a las emociones

En un entorno habitual, seguro, tanto si estamos en reposo como si estamos activos, nuestro cuerpo funciona sin que le prestemos atención: respiramos, digerimos, caminamos, hablamos, pensamos y amamos sin darnos cuenta de la extraordinaria complejidad de nuestro organismo que lo hace posible. Percepciones, impulsos nerviosos, alimentos, aire y hormonas, todos se comunican y se organizan sin que nos demos cuenta para que vivamos interactuando con nuestro entorno. Nuestro cuerpo es un organismo vivo organizado para su propia supervivencia y la de la especie humana.

Nuestra vida está hecha de intercambios permanentes e imprescindibles con el aire, el agua, los alimentos y los otros. Este entorno, sin embargo, puede resultar peligroso: el aire y el agua pueden estar contaminados, los otros pueden ser enemigos. Por lo tanto, es necesario evaluarlo continuamente, saber lo que es bueno o malo o peligroso; lo hacemos sin saber que lo hacemos.

Para ello, nuestro cerebro se apoya en nuestros cinco sentidos (la vista, el olfato, el oído, el tacto, el gusto) y sus órganos. Estos pequeños sensores, en alerta permanente, son los primeros relevos del extraordinario recorrido que, en unas milésimas de segundo, transformará percepciones en emociones e ideas. Porque en este infinitesimal espacio de tiempo, el sistema nervioso central (cerebro y médula espinal), el sistema nervioso periférico (nervios motores que actúan sobre los músculos), el sistema nervioso autónomo y el sistema hormonal se movilizan y se comunican entre ellos para adaptar nuestro cuerpo a la situación.

Las informaciones recogidas por nuestros sentidos son transmitidas en forma de impulsos nerviosos por los nervios sensitivos al sistema nervioso central donde son reprocesadas, transformadas en acción (impulso hacia, fuga, reacción refleja) a través de los nervios motores.

Al mismo tiempo, el sistema nervioso autónomo da órdenes a aquellas de nuestras funciones internas sobre las cuales, aparte de la respiración,[2] no tenemos ninguna posibilidad de acción voluntaria, como la digestión, la dilatación de los bronquios o la actividad del corazón. El sistema nervioso autónomo tiene dos componentes: el sistema ortosimpático y el sistema parasimpático. El primero se pone en acción en cuanto aparece el estímulo, intensifica la actividad del corazón y aumenta la dilatación de los bronquios así como nuestras capacidades sensoriales, mientras se suspende la actividad de nuestro sistema digestivo. El segundo interviene cuando la situación generadora de la emoción se ha calmado, entonces, devuelve a nuestro organismo a un funcionamiento normal y lo pone en reposo.

Paralelamente a la acción de los sistemas nerviosos, el hipotálamo (estructura del sistema nervioso central) desempeña un papel de transmisión de información entre el sistema nervioso autónomo y el sistema endocrino. Pone en movimiento el sistema hormonal a través de la hipófisis: las glándulas endocrinas producen entonces las hormonas, pequeños mensajeros transportados por la sangre, que dan al hipotálamo la información sobre el estado de nuestro cuerpo y regulan nuestro metabolismo por retroalimentación.

Las hormonas intervienen tanto en el crecimiento como en el sueño o la reproducción. Algunas de ellas desempeñan un papel fundamental en la reacción a las diferentes situaciones a las que nos enfrentamos. Por ejemplo, la adrenalina (llamada «hormona del estrés») nos prepara para el ataque o la huida aumentando el ritmo cardíaco y la presión arterial y dilatando los bronquios, lo que refuerza la acción del sistema ortosimpático. Cortisol y endorfinas toman el control si la situación persiste.

El sistema nervioso autónomo y el sistema endocrino se ocupan de la homeostasis de nuestro organismo: son capaces de percibir las anomalías y de corregirlas.

Si todas estas transmisiones de informaciones se hacen en un tiempo récord de unas milésimas de segundo, el retorno a un estado de calma normal requiere de más tiempo: a veces necesitamos unos minutos para dejar de temblar o para ralentizar los latidos del corazón…

Así pues, las emociones son una reacción corporal efímera de bienestar o de malestar ante acontecimientos o situaciones captados por los sentidos, experimentados por el cuerpo e interpretados por el cerebro. Está claro que algunas emociones son más agradables que otras, preferimos, sin duda, ser felices a estar enfadados y temblar de deseo que de miedo.

Estas sensaciones dejan huellas en nosotros, las guardamos en la memoria y aumentan nuestra experiencia del entorno. La mente interfiere, así, en la percepción del entorno, lo que hace que algunas personas vean «la vida de color de rosa» mientras que otras lo ven «todo negro». Por eso la ciencia budista, por ejemplo, añade a los sentidos fisiológicos de la ciencia occidental un sexto sentido: la conciencia mental. Es ella la que, más allá de las reacciones fisiológicas, nos sirve para comprender una situación: la interpreta a partir de lo que ya sabe y la añade a nuestro catálogo de experiencias. También tiene la particularidad de captar objetos muy especiales: los objetos abstractos.

¿Un objeto abstracto? Como su nombre indica, no existe en la realidad física: son las ideas, los pensamientos como tales, o lo que necesita el pensamiento para existir. Por ejemplo, los que ignoran las reglas no entienden un partido de fútbol: ven gente correr detrás de un balón o que se paran delante de él, pero esto no tiene ningún sentido y, por tanto, el partido no existe para ellos. Sólo tiene sentido para quienes conocen las reglas y son éstas, es decir los objetos abstractos, las que lo convierten en un partido de fútbol.

Se podría decir que el conocimiento de las reglas forma parte de los órganos sensoriales del aficionado en la medida en que organiza el mundo que aprehende.

Entre los objetos abstractos que la conciencia mental registra, sin que nos demos cuenta, figuran los números y las fechas. Esta particularidad tiene una gran importancia en la transmisión transgeneracional, como veremos más adelante.

La memoria: Inscripción corporal, inscripción psíquica

Emociones y memoria son indisociables la una de la otra: las emociones imprimen marcas en el cuerpo y en la mente. El recuerdo es tanto más fuerte cuanto la emoción relacionada con el acontecimiento es importante. Éste puede ser el caso de ciertas disputas familiares si se añaden a conflictos importantes. Pero esto sólo se aplica hasta un cierto nivel porque, más allá, emociones y memoria colapsan, como en el caso del estrés repetido, el shock emocional o el trauma.[3] Por ejemplo, muchas personas, violadas por sus familiares cuando eran pequeñas, son testimonio en el nacimiento de su primer hijo, o del hijo que ocupa el mismo lugar que ellas entre los hermanos, de la aparición de trastornos físicos o dificultades psicológicas con reminiscencias de acontecimientos traumáticos olvidados hasta entonces. Volveremos sobre ello más adelante.

Identificar los peligros potenciales es indispensable para la supervivencia, es el trabajo de nuestros sentidos, –y de reconocerlos– nuestra memoria nos ayuda a ello. Para captar, nuestros sentidos se apoyan en nuestra memoria[4] al mismo tiempo que la memoria se basa en ellos porque, si ellos registran, también son una vía importante para la rememoración (la famosa magdalena de Proust lo atestigua). Para distinguir la memoria del recuerdo, podríamos imaginar la memoria como un stock maleable, oculto pero disponible, de recuerdos, algunos de los cuales (re)aparecen en situaciones particulares.

Memoria procedimental, perceptiva, semántica o episódica, tenemos varias clases de memoria localizadas en el cerebro según sus funciones. La memoria procedimental es la de los gestos y las actitudes, la que nos permite montar en bicicleta, nadar o escribir a máquina sin tener que pensar: estos gestos se han convertido en reflejos. La memoria perceptiva se acuerda de las percepciones, es la que nos impide poner la mano en el fuego y la que hace resurgir la magdalena de Proust. La memoria semántica recuerda palabras y conceptos, contiene nuestro conocimiento y nuestra concepción del mundo. La memoria episódica se refiere a momentos especiales de la vida de cada uno, episodios, de los cuales observa el entorno general, incluidos los sonidos, los olores o el color del cielo, la fecha del día o la hora… Es la memoria que nos hace conscientes de ser nosotros mismos, de tener una continuidad de existencia.

La memoria no es consciente: graba sin saber que está grabando. Su primer trabajo es la codificación, es decir, la memorización de escenas, palabras, situaciones que se impregnan en nosotros después de haber sido captadas por los órganos de los sentidos y la conciencia mental. Esta grabación es tanto más fuerte cuanto la situación moviliza nuestra atención y nuestra emoción, es decir, que tiene sentido para nosotros. Este sentido viene dado por la experiencia personal y por los «marcos sociales»:[5] códigos del mundo en el cual vivimos y la manera en la que nos situamos en él.

La memorización de un acontecimiento, o de una situación, es más fácil si tiene un toque emocional, positivo o negativo, ya que la adrenalina (la hormona del estrés) ayuda a fijar los recuerdos. Si el acontecimiento o la situación son neutros, no fabricamos un recuerdo. La emoción vinculada al estímulo depende de la experiencia previa de quien vive el acontecimiento y no del estímulo en sí mismo. De dos primas, una de ellas sonreía cuando oía esas melodías infantiles que «salían» de los juguetitos mecánicos, la otra, por el contrario, lloraba: cuando era bebé, su padre abusó de ella antes de que su madre se diera cuenta.

La remodelación de los recuerdos

La memorización es el resultado de la colaboración de varias partes de nuestro cerebro, pero sobre todo de la de dos pequeñas glándulas, la amígdala[6] (activada por la hormona del estrés y las neuronas) y el hipocampo, que juntos transforman la percepción sensorial en recuerdos y los fijan. La amígdala, que «valora» nuestras experiencias calificándolas de buenas o malas, desempeña un papel esencial de interfaz entre la emoción y la memoria.

Una fase de latencia (olvido aparente) sucede a la memorización. Porque, paradójicamente, el olvido es el corolario indispensable de la memoria y de la inteligencia. ¿Cómo podríamos pensar, analizar, vivir, si nos acordáramos permanentemente de todo? El cerebro estaría tan congestionado que nada nuevo podría acontecer. El olvido nos permite estar disponibles para el momento presente dejando a la memoria la posibilidad de manifestarse.

Esta fase de latencia también es una fase de remodelación de los recuerdos: a lo largo del tiempo, las experiencias se acumulan, nuestra manera de ver el mundo cambia y transforma, incluso retrospectivamente, la percepción y el sentimiento de lo que hemos vivido. La «buena» memoria es aquella que evoluciona: su cualidad fundamental es la plasticidad, es decir, su capacidad de producir en el momento del recuerdo una emoción diferente a aquella que vivió en el momento en el que se produjo el acontecimiento.

Momentos dolorosos o complicados (parto, internado, servicio militar) se pueden rememorar con alegría porque entre el acontecimiento y su recuerdo, nuestra experiencia de vida ha transformado la emoción relacionada a su vivencia.

Las creencias, los prejuicios o ciertas cegueras intervienen también en nuestro modo de recordar. Así, en el marco de una formación sobre «El compendio de la prueba penal», la Escuela Nacional de la Magistratura propone a los estudiantes visionar una escena de robo, y luego describirla. A menudo mencionan a un hombre de piel oscura que lleva una chaqueta negra, cuando en realidad se trata de un hombre rubio con chaqueta de cuadros.[7] Un ejemplo ilustrativo de la capacidad de nuestros prejuicios para transformar la percepción de la realidad.

Los recuerdos también son alterados por el inconsciente. Freud[8] ha demostrado que, para expresar lo que no nos atrevemos a decir, los recuerdos pueden utilizar los mismos procedimientos de deformación que los sueños. Con motivo de una investigación sobre los recuerdos más antiguos, Freud entrevistó a un hombre y su conversación le permitió descubrir un modelo particular de recuerdo: el «recuerdo-pantalla», que lanza un velo púdico sobre acontecimientos y deseos.

Este hombre propone una especie de acertijo que describe la situación actual. Recuerda que un día, de niño, recogía flores con otro niño y una niña. La niña hizo un gran ramo de dientes de león y los niños, celosos, se lanzaron sobre ella y le quitaron el ramo. La niñera, que asiste a la escena, consuela a la niña dándole pan. Los dos niños, a su vez, se apresuran a reclamarlo.

Guiado por las preguntas de Freud y su propia capacidad de asociación, recuerda que de adolescente se había enamorado de una chica que llevaba un vestido amarillo…, pero no tan amarillo como los dientes de león. Más tarde, su padre quiso casarlo con una chica rica que vivía en el pueblo donde se produjo la escena del ramo de flores. Y descubrimos que en el momento en que cuenta este recuerdo, al joven, soltero y dependiente de sus padres, le gustaría tanto «desflorar» a una chica como «ganarse el pan».

Extraordinario inconsciente, que utiliza un recuerdo y asociaciones de ideas e imágenes para decir, sin decirlas, ¡las preocupaciones actuales!

Así que algunos de nuestros recuerdos son dudosos…

La reactivación de los recuerdos

El recuerdo se reactiva por un estímulo presente, común al acontecimiento al que hace referencia. Por ejemplo, el gusto y el olfato son los que llevan a Proust a las magdalenas de su tía Léonie:

Pero, cuando de un pasado antiguo nada subsiste, después de la muerte de los seres, después de la destrucción de las cosas, solas, más frágiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, el olor y el sabor permanecen mucho tiempo, como almas, para recordar, para esperar, para descansar, sobre la ruina de todo lo demás, para llevar sin ceder, sobre su gotita casi impalpable, el edificio inmenso del recuerdo.[9]

Entre el momento original (la degustación, los domingos por la mañana, de la magdalena empapada en la infusión por su tía Léonie) y el momento del recuerdo en el que Proust sintió el sabor del sorbo de té, ofrecido por su madre, mezclado con restos de pastel, han pasado varios años de olvido… Precisamente es ese olvido el que le permite acordarse.

Así, en un entorno vital relativamente sereno, las emociones no duran y su apaciguamiento pone el cuerpo en reposo, mientras la memoria almacena stocks de información de la que puede disponer cuando la necesite o cuando un estímulo la active.

Pero el mero hecho de vivir expone a sufrimientos. Nuestro entorno no siempre es tan confortable como desearíamos: problemas cotidianos, cuestiones profesionales, humillaciones, preocupación por un familiar, a veces, nos corroen. Para algunos, numerosos, el hecho de pertenecer a una etnia o casta determinada, el hecho de tener características religiosas o sexuales minoritarias implica una vida amenazada y coaccionada, como en algunos países el hecho de nacer mujer, negro o albino. En 2020, la propagación mundial del coronavirus, casi cien años después de la epidemia de gripe llamada española que pudo haber matado hasta cien millones de personas, transformó nuestras vidas. Estas situaciones implican shocks emocionales, duelos, estrés o traumas y, con ellos, trastornos fisiológicos que nos perturban a cada uno de nosotros a su manera.

Emociones y memoria ante el shock emocional,

el estrés y el trauma

El shock emocional, el estrés y el trauma tienen en común que nos violentan y permanecen inscritos en nosotros tanto fisiológica como psíquicamente. Sin embargo, sus efectos son diferentes y es preciso distinguirlos.

El shock emocional ocurre tras una mala noticia: una persona a la que estamos unidos desaparece cuando no lo esperábamos, o bien nos traiciona o nos deja, perdemos el empleo, nuestro país es invadido por un ejército extranjero, el medio ambiente se destruye por la instalación de una fábrica o una catástrofe ecológica… Sentimos, entonces, una mezcla de tristeza, ira y preocupación que perdura e invade nuestros pensamientos, no recobramos la calma que concluye la aparición de una emoción. Un shock emocional provoca olvido o, por el contrario, repetición y/o duelo.

El olvido del acontecimiento puede manifestarse por un recuerdo-pantalla. En el marco de la misma investigación anterior, un joven le explica a Freud que se acuerda de una mesa sobre la cual se coloca un bote de helado. Sus padres confirman que esa mesa existió en un momento preciso: cuando la abuela del joven, a la que estaba muy unido, se estaba muriendo. El joven no había guardado ningún recuerdo de eso ni de su dolor, y la imagen del bote de helado no le provocaba reacción alguna. Éste es un ejemplo de un «desplazamiento»: aquí una imagen casi abstracta pero contemporánea del shock emocional ha reemplazado el recuerdo del dolor del niño.

A veces, la repetición se instala y el pensamiento permanece bloqueado en el problema sin que seamos capaces de desprendernos de él: uno habla consigo mismo, invoca mentalmente al culpable. Estamos obsesionados y nuestras reflexiones añaden justificaciones y resentimientos. El ciclo natural de las emociones se altera, el sistema endocrino se trastorna: en lugar de fabricar primero la adrenalina, que nos ayuda a reaccionar y, en segundo lugar, el cortisol y las endorfinas, que nos ayudan a que vuelva la calma, los fabricamos todos a la vez y nos excitamos, al mismo tiempo que nos calmamos, a la vez que nos excitamos… Nos hemos convertido en «adictos a las ELD» (emociones de larga duración), escribe Jacques Regard.[10] Caemos aún más en la reflexión, ya que parece ser cierto que la especie humana tiende a memorizar más bien los hechos negativos, se construye, entonces, un círculo vicioso de reflexiones negativas sobre reflexiones negativas.

Lo mismo ocurre con determinados duelos.

El duelo es, por definición, el dolor de haber perdido a un ser querido.[11] Generalmente se habla con relación a una persona, pero el dolor puede ser el mismo por la pérdida de una mascota, de una casa o de un país. La psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross, pionera en la investigación sobre el duelo (y el final de la vida), describe el proceso desde el shock que se produce incluso cuando la muerte era previsible (enfermedad, edad avanzada), hasta la aceptación, y luego el retorno a nosotros mismos, pasando por la negación, la ansiedad, la depresión y la tristeza. Un duelo termina cuando nuestra mente se desplaza del objeto del duelo a la persona en duelo que somos: volvemos a nosotros mismos, hemos aceptado el «nunca más» y el hecho de que una parte de nosotros haya desaparecido, empezamos a vivir de nuevo y a hacer proyectos.

No obstante, las etapas de ese proceso no se viven de la misma manera por todo el mundo, y puede pasar que algunas personas permanezcan fijas en una de ellas. Los sucesos relatan el caso de esas perso­nas atrapadas en la negación que conservaron en su casa el cuerpo de un familiar al que llegaban a alimentar y asear. Incluso he recibido personas que han acudido a mí con un duelo intenso y que, de hecho, no podían renunciar a su dolor, llorando por sí mismas, más afectadas por la pérdida de su seguridad afectiva y material que por la muerte de la persona que acababa de morir. Dos ejemplos de reflexiones muy diferentes, pero que producen el mismo efecto de adicción.

Radicalmente diferentes de estos duelos patológicos son los duelos imposibles. Son imposibles porque no se sabe en qué condiciones desa­pareció la persona, ni siquiera si está viva o muerta. Sin cuerpo, no es posible que celebrar el ritual para decir adiós: la vida se suspende a la espera de noticias, sean las que sean. El dolor y la ansiedad invaden constantemente la mente de los que no pueden llevar a cabo su duelo y los envenena física y moralmente.

El estrés es más una tensión que una emoción. Esta palabra nos llega del francés antiguo «destresse» (détresse).[12] Expresa comúnmente el hecho de que estamos teniendo dificultades para adaptarnos a determinadas situaciones. La vida cotidiana ofrece numerosas posibilidades de estos estrés banales, estos momentos en los que nos hayamos «bajo tensión»: el miedo a llegar tarde a una cita, alguien a quien esperamos tarda en presentarse, una carta certificada inesperada, el teléfono o el ordenador que se estropean justo cuando más los necesitamos…

El desarrollo de este estrés leve es el mismo que el de la emoción tranquila: una subida de tensión (adrenalina) seguida de su apaciguamiento (cortisol y endorfinas), sin embargo, generalmente, dura más tiempo.

El bienestar generado por las endorfinas (las hormonas que provocan una sensación de tranquilidad en el momento del apaciguamiento del estrés) crea una apetencia por él y puede conducir al mismo tipo de dependencia que las ELD. La psiquiatra especializada en traumatología Muriel Salmona las califica, además, de «drogas duras». Todos sabemos de personas impacientes, que siempre corren, que increpan a los demás, a los que querrían ver tan inquietas como ellas mismas, pero que, al mismo tiempo, no soportan que lo sean… Su permanente autoexcitación les sirve para producir las endorfinas que necesitan y que se han vuelto indispensables para ellas. La acción de las endorfinas es efímera, por lo que deben recrear rápidamente estrés para sentir el bienestar de su apaciguamiento.

Estrés repetido o duradero

Pero algunas formas de estrés no terminan nunca. Se generan por una preocupación permanente como, por ejemplo, dificultades financieras, acoso profesional o familiar, convivir con una persona violenta o muy enferma, un puesto de trabajo inadecuado, amenazas a uno mismo o a sus allegados, ansiedad acompañada de la convicción de que no se puede cambiar nada… Sus efectos impactan a la víctima casi ininterrumpidamente y generan sufrimiento y fragilidad psíquica, porque las endorfinas ya no son capaces de apaciguar la situación.

Las relaciones intrafamiliares, que a veces son de una brutalidad extrema, provocan estrés y ansiedad a las víctimas que, desvalorizadas, se desvalorizan ellas mismas y caen en el círculo vicioso de las ELD. Es el caso de Michèle, que no puede creer que se la pueda amar: «Cuando somos pequeños, que tenemos miedo, que nos avergonzamos, que suceden cosas sucias en nuestra familia, que tenemos la sensación de que todo el mundo lo ve y de que nadie hace nada, cuando no nos festejan nuestro cumpleaños, es como si no existiéramos».

Louis, víctima de una educación hecha a base de golpes, de insultos, de privaciones y de humillaciones por parte de sus padres, me explica: «En esta violencia, hay tal relación de fuerza de los padres sobre el hijo que resulta imposible defenderse. Sus palabras y sus golpes son una intrusión, una violación mental, entran en nosotros y nosotros ya no estamos allí. Somos infelices, totalmente infelices, no podemos decirles que somos infelices por su culpa, no podemos decírselo a nadie, nos desgarra y lo más desgarrador es que te das cuenta de que al final ya no eres capaz de amar. Es el exterminio de nuestra plenitud como ser humano». Más tarde, Louis me dice: «Tal vez no quiero acordarme, porque sería tan insufrible. Me gustaría, pero algo en mí se resiste». Al mismo tiempo, no puede olvidar.

Para Freud, la amnesia infantil se debe al rechazo que se produce cuando la aparición de una pulsión (de placer) podría provocar desagrado por otras pulsiones. Sin embargo, a veces la pulsión del placer es difícil de discernir en este tipo de situación.

La psicoanalista Alice Miller[13] plantea la hipótesis de que muchas amnesias infantiles provienen de la paradoja insostenible en la que los hijos estaban atrapados. La violencia les era infligida por las personas que más querían y necesitaban: sus padres. De alguna manera, la memoria elige sus recuerdos, rechazando lo que era demasiado difícil de vivir. A menudo es a costa de una disminución de los recursos emocionales y de la capacidad de adaptación al entorno.

El estrés de larga duración, como el estrés intenso y la ansiedad, provoca la fabricación de un exceso de cortisol, desencadenando un funcionamiento excesivo del hipocampo, que lo lleva a «perder los estribos». En este caso, se impone la memoria procedimental y regresa a los gestos tan aprendidos que se han convertido en reflejos. Esto explica, por ejemplo, algunos accidentes de tráfico cuando el conductor tiene un vehículo nuevo… y los pedales o palancas han cambiado de dirección o de posición con respecto a los anteriores.

Trauma y traumatismo

El trauma es un shock, una situación de violencia tal que la víctima se siente en peligro de muerte física y/o psíquica inminente. El traumatismo es la consecuencia del trauma para la víctima.

Un trauma es, por ejemplo, ser agredido, abusado, violado, ser testigo de un accidente o de un acto de gran violencia, vivir una cataclismo natural, verse envuelto en un enfrentamiento o expuesto a una situación brutal. Entre los traumas que alcanzan dimensiones extremas están las masacres en masa y los genocidios, pero también las agresiones deliberadamente crueles y las violaciones.

En situación de trauma, los sentidos y la mente pueden adquirir repentinamente una agudeza extraordinaria que no podíamos imaginar que teníamos: la escena se desarrolla a cámara lenta, vemos, oímos, olemos todo y registramos también el color del cielo o el de una prenda de vestir, así como el canto de los pájaros, el ruido o el silencio de la calle, el olor de las rosas o de la basura. La precisión de nuestros sentidos es tal que también registra la fecha del acontecimiento.

No somos iguales ante el trauma: una misma situación causa efectos diferentes según nuestra personalidad, según nuestra experiencia vital e incluso según la historia de nuestros padres.

Estudios del ejército israelí muestran por ejemplo que, a datos iguales antes del combate, los soldados cuyos padres sufrieron el impacto del Holocausto son más sensibles al estrés postraumático que los demás.

Algunas personas, porque probablemente pudieron construirse muy sólidamente de antemano (es la tesis del psiquiatra Boris Cyrulnik sobre las facultades de resiliencia),[14] recuperan más o menos rápidamente un equilibrio psíquico y fisiológico. Éste parece ser el caso del militante antifascista convertido en escritor Jorge Semprún, internado en el campo de concentración de Buchenwald en 1943. La vida en ese campo no le impedía la reminiscencia de recuerdos felices suscitados por una palabra, un árbol o la nieve. Inversamente, mucho más tarde, mientras asistía a una representación teatral «en medio de los dorados del Teatro del Odeón, la letra de una canción alemana trabajando las entrañas de la memoria, [le] llevaron a un domingo lejano en el Revier de Buchenwald».[15]

Otras, por el contrario, sufren las consecuencias del trauma durante largo tiempo y a veces de por vida. Estas personas viven y reviven la situación. Sus días y sus noches están habitados por el suceso que los traumatizó y no les deja ningún descanso. Porque la fractura deja huellas duraderas: la amígdala, una de cuyas funciones principales es gestionar el miedo, permanece bloqueada. El miedo está como enquistado en el cuerpo y la psique de las víctimas. El estrés postraumático está ahora bien descrito: dificultades de concentración, pesadillas e insomnio, dificultades relacionales, ansiedad permanente, evitar situaciones que puedan recordarles el trauma, fobias, flashbacks incontrolables que provocan ataques de pánico, como veremos con el jarrón de Jacqueline.

La conciencia del propio acontecimiento está como guardado en una «cripta», al mismo tiempo que el cerebro graba los estímulos presentes y los memoriza sin relación con la situación, pero en relación con el terror provocado por el trauma mismo. Tras la conmoción y la disociación, la conciencia del presente y la memoria están alteradas. Las monjas violadas por los sacerdotes[16] dan testimonio de la conmoción que las paralizó mentalmente. ¿Qué decir de los niños maltratados o violados por un familiar en el que confiaban? Para todos ellos, niños y adultos, la agresión se multiplica por el hecho de que su autor se suponía que debía protegerlos.

La psiquiatra Muriel Salmona, que realiza un trabajo considerable sobre el traumatismo de los niños violados, utiliza el término «allanamiento psíquico»: durante el acto, la violencia del acontecimiento y la impotencia de la víctima son tales que, al ser imposible la huida física, el cerebro organiza una especie de huida mental de sí mismo. Una amiga me dijo: «Cuando me violaron, realmente sentí que mi cerebro salía de mi cuerpo».