Hielo y fuego - Ilona Andrews - E-Book

Hielo y fuego E-Book

Ilona Andrews

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Beschreibung

Nevada Baylor posee una habilidad única y secreta que ha utilizado, junto con mucho trabajo y esfuerzo, para mantener a flote la agencia de detectives de su familia. Pero un nuevo caso la vuelve a enfrentar a las fuerzas oscuras que casi destruyeron la ciudad de Houston y tiene que ponerse en contacto con Mad Rogan. Rogan es un principal -el rango más alto de portadores de magia- y sigue tan enigmático como siempre, a pesar de los intentos de Nevada por descifrarlo. Y, sin embargo, las chispas que surgen entre ambos son imposibles de ignorar. Ahora que lo que está en juego es aún más importante que las diferencias que hay entre ellos, tanto en lo profesional como en lo personal, y que sus enemigos son inimaginablemente poderosos, Rogan y Nevada descubrirán que nada quema como el hielo…

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Seitenzahl: 538

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

 

Hielo y fuego

Título original: White hot

© 2017, Ilona Gordon y Andrew Gordon

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

© De la traducción del inglés, María Romero Valiña

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

 

Diseño de cubierta: Damonza

Imagen de cubierta: © Shutterstock

 

ISBN: 9788410643130

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

Portadilla

Créditos

Agradecimientos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Sobre los autores

Si te ha gustado este libro…

Agradecimientos

 

 

 

 

Queremos agradecer a nuestra editora, Erika Tsang, su orientación, comprensión y fe constante en la historia.

Estamos muy agradecidos a nuestra paciente agente, Nancy Yost, que nos aguanta a pesar de nuestras travesuras, y al maravilloso equipo de NYLA, en especial a Sarah Younger y Amy Rosenbaum.

Un agradecimiento especial a Andrew Suh y Chris Burdick por su asesoramiento sobre armas de fuego. Todos los errores de información son nuestros y se cometieron a pesar de su ayuda.

También queremos agradecer a los siguientes lectores que generosamente dedicaron su tiempo a leer el borrador inicial y ofrecer comentarios: Nicole Clement, Robin Snyder, Jessica Haluskah, Shannon Daigle, Kristi de Courcy, Sandra Bullock, Joe Healy, Omar Jimenez, Kathryn Holland, Laura Hobbs, Jan y Susan, y otros.

Por último, queremos agradecer a nuestros lectores. Sentimos que hayan tenido que esperar tanto tiempo.

Prólogo

 

 

 

 

Un sabio dijo una vez: «La mente humana es el lugar donde la emoción y la razón se enzarzan en un combate perpetuo. Por desgracia para nuestra especie, la emoción siempre gana». Me gustaba mucho esa cita. Explicaba por qué, a pesar de ser bastante inteligente, me encontraba haciendo algo realmente estúpido. Y sonaba mucho mejor que: «Nevada Baylor, idiota total».

—No hagas eso —dijo Augustine detrás de mí.

Miré el monitor que mostraba a Jeff Caldwell. Estaba encadenado a una silla atornillada al suelo. Vestía el mono naranja de la prisión. No tenía nada de especial: un tipo corriente de unos cincuenta años, calvo, de estatura media, complexión normal y rostro sin nada destacable. Había leído un artículo sobre él esa mañana. Trabajaba para el Ayuntamiento. Estaba casado con una profesora y tenía dos hijos, ambos universitarios. No poseía magia ni estaba afiliado a ninguna de las Casas, las poderosas familias mágicas que dirigían Houston. Sus amigos lo describían como un hombre amable y considerado.

En su tiempo libre, Jeff Caldwell secuestraba niñas pequeñas. Las mantenía vivas hasta una semana, luego las estrangulaba y dejaba sus restos en parques rodeados de flores. Sus víctimas tenían entre cinco y siete años, y las historias que contaban sus cuerpos hacían desear que el infierno existiera solo para que Jeff Caldwell fuera enviado allí después de morir. Dos noches atrás, había sido descubierto depositando el pequeño cadáver de su última víctima en su florida tumba. El reino del terror que había atenazado Houston durante el último año había terminado por fin.

Solo había un problema. Que Amy Madrid, de siete años, seguía desaparecida. La habían secuestrado hacía dos días en la parada del autobús escolar, a menos de veinticinco metros de su casa. El modus operandi era demasiado similar a los secuestros anteriores de Jeff Caldwell para ser una coincidencia. Tenía que haber sido él quien la había raptado y, si era así, significaba que aún estaba viva en alguna parte. Había seguido la historia durante los últimos dos días esperando el anuncio de que Amy había sido encontrada. El anuncio nunca llegó.

La Policía de Houston tenía a Jeff Caldwell desde hacía treinta y seis horas. A esas alturas, los agentes ya habían registrado su casa, interrogado a su familia, sus amigos y sus compañeros de trabajo, y examinado sus registros telefónicos. Aunque lo habían interrogado durante horas, Caldwell se había negado a hablar.

Pero acabaría haciéndolo.

—Si haces esto una vez, la gente esperará que lo hagas de nuevo —dijo Augustine—. Y cuando no lo hagas, se enfadarán. Por eso los principales no se involucran. Solo somos personas. No podemos estar en todas partes a la vez. Si un acuaquinético apaga un incendio, la próxima vez que algo arda y no esté allí, el público se volverá contra él.

—Lo entiendo —respondí.

—No creo que lo entiendas. Ocultas tu talento precisamente para evitar este tipo de escrutinio.

Ocultaba mi talento porque los buscadores de la verdad como yo éramos extremadamente raros. Si entraba en la comisaría y arrancaba la verdad a Jeff Caldwell, un par de horas después recibiría visitas del Ejército, Seguridad Nacional, FBI, CIA, Casas privadas y cualquiera que necesitara un interrogador cien por cien preciso. Destruirían mi vida. Y yo amaba mi vida. Dirigía la Agencia de Investigación Baylor, una pequeña empresa familiar; cuidaba de mis dos hermanas y de dos primos; y no tenía planes de cambiar nada de eso. Lo que hacía no era admisible en un tribunal. Si aceptaba la oferta de alguna de esas personas, no estaría en la sala del tribunal testificando con un bonito traje. Estaría en algún sitio clandestino frente a un tipo atado a una silla y golpeado hasta casi morir, con una bolsa en la cabeza. La vida o muerte de las personas dependería de mi palabra. Sería oscuro y sucio, y haría casi cualquier cosa para evitarlo. Casi.

—He tomado todas las precauciones —afirmó Augustine—, pero a pesar de mis mejores esfuerzos y de tu… atuendo, existe la posibilidad de que te descubran.

Podía ver mi reflejo en el cristal. Llevaba una capa verde con capucha que me cubría de arriba abajo, guantes negros y un pasamontañas bajo la capucha. La capa y los guantes eran cortesía de una producción del Teatro Alley y pertenecían a la Dama de Verde, Bandolera Escocesa y Heroína de las Tierras Altas. Según Augustine, el atuendo era tan inusual que la gente se concentraría en él y nadie recordaría mi voz, mi altura o cualquier otro detalle.

—Sé que hemos tenido nuestras diferencias —continuó Augustine—, pero no te aconsejaría actuar en contra de tus intereses.

Esperé el familiar zumbido de mosquito de la magia que me indicara que mentía. No llegó. Por alguna razón, Augustine hacía todo lo posible por disuadirme de un acuerdo que lo beneficiaba directamente, y era sincero al respecto.

—Augustine, si secuestraran a una de mis hermanas, haría cualquier cosa para recuperarla. Ahora mismo hay una niña pequeña muriendo de hambre y sed en alguna parte. No puedo quedarme de brazos cruzados y dejar que suceda. Simplemente no puedo. Tenemos un trato.

Augustine Montgomery, jefe de la Casa Montgomery y propietario de Montgomery International Investigations, tenía la hipoteca de nuestro negocio familiar. No podía obligarme a aceptar clientes, pero me había llamado al móvil esa misma mañana, justo cuando me dirigía a la comisaría, a punto de destruir mi vida. Tenía un cliente que había solicitado específicamente mis servicios. Le prometí escuchar al cliente si me conseguía una oportunidad anónima con Jeff Caldwell. Aunque parecía que él se estaba replanteando la situación.

Me giré y miré a Augustine. Como principal de ilusión, podía alterar su apariencia con un pensamiento. Ese día, su rostro no solo era atractivo; era perfecto como las grandes obras de arte del Renacimiento. Su piel lucía impecable, su cabello rubio pálido cepillado con precisión quirúrgica, y sus rasgos tenían esa elegancia imperial y de frialdad que pedían ser inmortalizados en un lienzo o, mejor aún, en mármol.

—Tenemos un trato —repetí.

Augustine suspiró.

—Muy bien. Ven conmigo.

Lo seguí hasta una puerta de madera. La abrió. Entré en una pequeña habitación con un espejo en la pared del fondo.

Jeff Caldwell levantó la cabeza y me miró. Busqué en sus ojos y no vi nada. Eran inexpresivos, carentes de cualquier emoción. Detrás de él, un espejo bidireccional ocultaba a los observadores. Augustine me aseguró que solo estaría presente la Policía.

La puerta se cerró tras de mí.

—¿Qué es esto? —preguntó Caldwell.

Mi magia tocó su mente. Buf. Era como meter la mano en un cubo lleno de baba.

—No he hecho nada malo —dijo él.

Verdad. Realmente lo creía. Sus ojos seguían inexpresivos como los de un sapo.

—¿Te vas a quedar ahí parada? Esto es absurdo.

—¿Secuestraste a Amy Madrid? —le pregunté.

—No.

Mi magia zumbó en mi cerebro. Mentira. Maldito canalla.

—¿La tienes retenida en alguna parte?

—No.

Mentira.

Mi magia se desató y lo atrapó con sus garras. Jeff Caldwell se quedó rígido. Sus fosas nasales se agitaron mientras su respiración se aceleraba al compás de su pulso, que cada vez iba más rápido. Finalmente, la emoción inundó sus ojos, y esa emoción era de un terror visceral y penetrante.

Abrí la boca y dejé que todo el poder de mi magia llenara mi voz. Sonó grave e inhumana:

—Dime dónde está.

Capítulo 2

 

 

 

 

La mañana trajo lluvia y a Cornelius, que llegó justo a las 6:55 en un BMW i8 plateado. El vehículo híbrido, elegante y ultramoderno, lucía ligeramente extraño, sus líneas variaban lo suficiente de las normas establecidas de los coches de gasolina como para llamar la atención.

Por supuesto que conduciría un coche híbrido. Probablemente tampoco compraba agua embotellada. Bern había realizado todas las comprobaciones habituales sobre él la noche anterior. Aparte de esa nueva hipoteca, Cornelius no tenía deudas. Poseía un excelente historial bancario y ningún antecedente penal, y hacía generosas donaciones a una organización benéfica de animales. También estaba en lo cierto sobre la implicación de la Casa Forsberg en la muerte de su esposa. La historia no aparecía en la prensa. Incluso con el asesinato de Garza inundando todos los canales de noticias disponibles, una brutal matanza de cuatro personas en un hotel del centro merecía al menos una breve mención. No había recibido ninguna, lo que significaba que alguien en algún lugar la estaba ocultando deliberadamente. Si de verdad la Casa Forsberg no tuviera nada que ver, no tendrían motivos para mantenerlo en silencio.

Cornelius salió del coche. Llevaba una camisa blanca de vestir abierta en el cuello, con las mangas remangadas, pantalones marrones oscuros y zapatos marrones desgastados que parecían antiguos. Ropa cómoda, me di cuenta. Debió de haber elegido el atuendo en piloto automático y su subconsciente lo hizo optar por algo viejo y familiar.

Un gran pájaro rojizo se lanzó desde el cielo nublado y aterrizó en la rama de un gran roble al otro lado del aparcamiento.

—Este es Talon —dijo Cornelius—. Es un halcón de cola roja, comúnmente conocido como halcón pollero, aunque en realidad es un nombre erróneo. Casi nunca atacan a gallinas adultas. La Asamblea no permite llevar un perro. Tampoco podrás llevar un arma. Sin embargo, en el cuarto piso hay un baño donde la ventana ha sido modificada para que no active el sistema de seguridad. La dejan abierta con frecuencia.

—¿Es el baño secreto de fumadores?

Cornelius asintió.

—Está lo suficientemente lejos del detector de humo como para que una ventana abierta les permita salirse con la suya. ¿Va armada?

—Sí. —Antes de Adam Pierce, me las arreglaba llevando una táser el noventa por ciento del tiempo. Ahora no salía de casa sin un arma de fuego y practicaba con mis armas cada semana. Mis horas extra en el campo de tiro hacían muy feliz a mi madre.

—¿Puedo verla?

Saqué mi Glock 26 de la funda bajo mi chaqueta. Era precisa, relativamente ligera y diseñada para porte oculto. Había optado por uno de mis trajes baratos porque podía usar el tipo de zapatos que me permitían correr y porque la chaqueta era lo suficientemente holgada para ocultar mi arma. Además, dudaba seriamente que me dejaran entrar en el edificio de la Asamblea con mi atuendo típico de vaqueros viejos, zapatillas deportivas y cualquier top que no estuviera demasiado arrugado después de que una de mis hermanas tirara mi ropa sobre mi cama para hacer espacio para su propia colada en la secadora. Tendría que pasar por rayos X y un detector de metales también.

Cornelius examinó el arma.

—¿Por qué tiene esta pintura azul brillante en esta parte?

—Es esmalte de uñas mate. La mira negra sobre negro hace más difícil acertar a objetivos oscuros y el esmalte de uñas soluciona ese problema y reduce el resplandor.

—¿Cuánto pesa?

—Alrededor de setecientos gramos. —Me había quedado con el cargador estándar de diez cartuchos, punta hueca. Y llevaba mucha munición extra. Mis aventuras con Rogan me habían vuelto paranoica.

—Talon puede llevársela por la ventana del baño.

Vale, tenía que cortar aquello de raíz. No es que la idea de entrar desarmada en un edificio lleno de la élite de los usuarios de magia de Houston no me provocara ansiedad. Lo hacía. Mi estrategia favorita cuando me enfrentaba al peligro era huir. La gente que huía sobrevivía y evitaba costosas facturas médicas, pérdida de horas de trabajo y aumentos en las primas del seguro. También evitaban que toda su familia les diera sermones sobre tomar riesgos innecesarios. Solo usaba un arma cuando no tenía otra opción. Enfrentarme a un principal dentro de un edificio lleno de otros principales haría que huir fuera muy difícil, así que entrar armada era tentador. Pero llevar un arma de fuego a la Asamblea de Texas era un suicidio. Sería como ponerme una diana en el pecho.

—¿Por qué necesitaría llevar un arma a ese edificio?

—Podría ser útil —dijo Cornelius en voz baja.

Claro.

—Cornelius, si vamos a trabajar juntos, tenemos que acordar total transparencia. Quiere que lleve el arma a la Asamblea porque está convencido de que Forsberg mató a su esposa y quiere que le dispare.

—Cuando hablé con ellos ayer antes de ir a verla, uno de sus guardias de seguridad sugirió que Nari podría haber tenido una aventura con uno o ambos abogados. Cuando le dije que era improbable, sus palabras exactas fueron: «No siempre conocemos a las personas con las que nos casamos. Quién sabe qué descubrirá la investigación. Lo he visto todo: malversación, adictos al sexo, drogas. Es terrible lo que a veces sale a la luz». No se contentan simplemente con ignorar su muerte. Ahora se están distanciando de ella y amenazan con manchar su nombre si sigo haciendo ruido.

—Eso es horrible por su parte. Pero no nos dice que Matthias Forsberg sea culpable. Solo indica que Servicios de Investigación Forsberg emplea a canallas y están tratando de cubrirse las espaldas.

Cornelius apartó la mirada.

—Vino a mí buscando la verdad. Conseguiré la verdad para usted. Cuando le señale al culpable, no será por una corazonada o un presentimiento. Será porque le presentaré las pruebas de su culpabilidad, porque acusar a alguien de asesinato nunca debe hacerse a la ligera. Quiere estar seguro, ¿verdad?

—Sí.

—Bien. Necesitamos pruebas. Buscaremos esas pruebas juntos y lo haremos de la manera más segura y cuidadosa posible, para que pueda volver a casa con Matilda. Según mi investigación, la seguridad en la Asamblea es muy estricta. Ni siquiera puedes entrar en el aparcamiento de Allen Parkway sin mostrar identificación y tener una razón para estar allí. Si siguiéramos su plan, y alguien descubriera que llevé un arma de fuego a ese edificio, la seguridad no me detendría. Me dispararían directamente, a mí y a quien estuviera conmigo.

Su rostro me dijo que no le gustaba.

—¿Qué pasa si Forsberg ataca? —me preguntó.

—¿En la Asamblea llena de gente? ¿A la vista de todos mientras estamos desarmados?

Cornelius hizo una mueca.

Le sonreí.

—Creo que deberíamos dejar la idea del arma por ahora. Si nos ataca, haré todo lo que pueda para manejar la situación.

No estaba precisamente indefensa. Siempre que pudiera poner mis manos sobre mi atacante antes de que me matara, se llevaría una desagradable sorpresa. El Ejército había estado empleando cada vez más magos. El servicio militar no era precisamente un entorno libre de estrés, y los mandos se dieron cuenta rápido de que necesitaban un método para neutralizar a los usuarios de magia. Así fue como aparecieron los paralizadores. Su implantación requería un especialista que se adentraba en el reino arcano, el lugar más allá de nuestra existencia, extraía criaturas que nadie comprendía del todo y las introducía por tus brazos. Me implanté los míos cuando perseguía a Adam Pierce. Los cargabas con tu magia, soportando algo de dolor, y si agarrabas a tu víctima, ese dolor los golpeaba y florecía en una agonía que les provocaba convulsiones. Los paralizadores supuestamente no eran letales, pero yo tenía demasiada magia. Podía matar a un usuario de magia Medio, y aunque solo los había usado una vez contra un principal, apenas le había hecho sentir nada.

—Confiaré en su criterio. —Cornelius abrió la puerta de su vehículo—. Por favor.

—Tomemos mi coche —dije, señalando mi monovolumen.

Miró el Mazda. Su rostro se volvió inexpresivo. Mi envejecido monovolumen color champán de madre claramente no causaba la impresión adecuada.

Me acerqué al monovolumen y abrí la puerta del pasajero.

—Por favor.

Cornelius abrió el maletero de su coche y extrajo una gran bolsa de plástico similar a esos sacos de veinte kilos de comida barata para perros, pero de color blanco y sin ningún logotipo de ninguna marca. Se la echó al hombro y la llevó hasta el Mazda. Abrí el maletero y dejé que la colocara dentro.

Subimos a mi coche y nos abrochamos los cinturones. Salí del aparcamiento y giré a la derecha, dirigiéndome a Blalock Road. Cualquier cosa para evitar el infierno de la 290. El rostro de Cornelius era una máscara sombría. Todavía no confiaba en mí. La confianza requería tiempo.

—¿Puedo preguntar por qué ha preferido ir en su coche?