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El esmero de destacados intelectuales, artistas y políticos dio como resultado la creación de la Editorial Costa Rica (ECR) en 1959, un evento que simboliza el reconocimiento por parte del Estado de la cultura escrita como un pilar del desarrollo nacional. Su establecimiento refleja un compromiso con la democratización del acceso a la lectura y el apoyo a una literatura que dialoga con las inquietudes y esperanzas de la sociedad costarricense. El 65 aniversario de la Editorial es un momento para reflexionar sobre los logros pasados y para mirar hacia el futuro con optimismo. La institución se encuentra en una posición única para continuar su misión de fomentar la cultura y la literatura en Costa Rica, adaptándose a los nuevos desafíos y aprovechando las oportunidades que el futuro pueda ofrecer. La historia de la ECR es, entonces, un recordatorio poderoso de la importancia de la cultura en la construcción y preservación de nuestra identidad social y cultural.
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Seitenzahl: 393
Veröffentlichungsjahr: 2024
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David Chavarría Camacho
Historia de la Editorial Costa Rica (1959-2023)
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En setiembre de 1960, durante la Tredécima Sesión del Consejo Directivo de la Editorial Costa Rica (ECR), Enrique Macaya Lahmann, su primer presidente, mostró a los demás directores una serie de recortes de periódico con noticias publicadas en los principales diarios nacionales, referidas a esa novel empresa estatal.[1] Luego de mostrar a sus colegas aquellas notas periodísticas, se comprometió a seguir recolectándolas con el fin de “ir haciendo la historia de la Editorial Costa Rica”.[2] En ese momento se sugirió, además, la compra de un archivador dispuesto para dicho fin y también para guardar la documentación de todo tipo que comenzaba ya a generarse en su seno. El archivador tuvo un costo de 550 colones y fue uno de los primeros activos con los cuales contó la ECR; de hecho, la incógnita sobre dónde debía ser colocado, motivaría luego a los directores a discutir sobre la necesidad de adquirir un local para dar inicio a sus gestiones institucionales, ya que en ese momento se reunían en diversos lugares, entre ellos, la sala de conferencias del Teatro Nacional y la biblioteca del Ministerio de Educación Pública (MEP).
La inquietud planteada en aquel entonces por Macaya no fue materializada por sus directores sino hasta casi cincuenta años más tarde, en el 2009, cuando se publicó una memoria sobre la historia de la ECR con motivo de su cincuenta aniversario.[3] Aparte de ese documento, las pocas referencias publicadas sobre el devenir histórico de la ECR han tendido a señalar los antecedentes y la necesidad de la creación de una casa editorial estatal, en el contexto educativo y cultural de la década de 1940, a partir “(…) de las inquietudes intelectuales de algunas figuras del mundo de la cultura y las fuerzas ideológicas que generaron, a su vez, los procesos sociopolíticos de la década”.[4] Algunas de las principales figuras de este mundo de la cultura fueron María Isabel Carvajal Quesada –Carmen Lyra–, Isaac Felipe Azofeifa, Roberto Brenes Mesén y Joaquín García Monge, entre muchos otros.[5]
Fue García Monge –fundador y editor de la famosa revista Repertorio Americano, publicada en San José entre 1919 y 1958– quien llevó a cabo los primeros esfuerzos para la creación de una editorial nacional.[6] Llegó incluso a “desplazar su actividad como escritor en beneficio de la edición, para dar oportunidad a poetas, escritores y pensadores costarricenses, quienes compartieron esas páginas con figuras internacionales”.[7]
Así, al menos desde 1904, García Monge estuvo dedicado a la labor editorial, llevando a cabo publicaciones sobre temas culturales de diversa índole. Editó, junto con Roberto Brenes Mesén, la revista Vida y Verdad, y fue compilador, ese mismo año, de un suplemento literario de La Prensa Libre. Publicó, en 1912, y en colaboración con Brenes Mesén, el Boletín de Educación Pública. En 1918 publicó dos tomos de la revista La Obra y en 1923 una revista llamada Cuadernos de pedagogía y otros estudios. Sin embargo, sus publicaciones más conocidas fueron Colección Ariel, El Convivio y Repertorio Americano. Este último se editó a partir de 1919 y ya para 1950 había publicado 50 tomos: “(…) eso en un país tan pequeño como éste implica un gran esfuerzo: mucha paciencia, mucha tenacidad, mucho desinterés, mucho espíritu de sacrificio y una carencia absoluta de desvelos por el dinero o la fama”,[8] señalaba García Monge, quien, paradójicamente, no llegaría a observar en vida los frutos de su esfuerzo, ya que falleció en 1958, apenas un año antes de la creación de la ECR.
En palabras de Jorge Valdeperas,[9] durante la década posterior al conflicto armado de 1948, que enfrentaría a las principales fuerzas políticas del país y a sus distintos proyectos económicos y sociales, la producción literaria en Costa Rica aumentó considerablemente, como parte de un conjunto de proyectos estatales dirigidos al desarrollo de políticas de expansión cultural, dentro de las cuales sobresalen algunos esfuerzos por fundar instituciones educativas y artísticas, entre ellas: la Dirección de Artes y Letras (DGAL) y los Premios Nacionales.[10]
De esta forma, gracias al esfuerzo que llevó a cabo hacia finales de la década de 1950 Fernando Volio Jiménez (1958-1962), diputado por el Partido Liberación Nacional (PLN), se lograría conformar una comisión en la que además de reconocidas figuras de la política nacional de ese momento como el propio Volio y Alberto Cañas Escalante, participaron grandes escritores como Fabián Dobles Rodríguez y Antidio Cabal González, quienes apoyaron el diseño de una propuesta para la creación de la Editorial Nacional.
La versión presentada ante el Consejo de Gobierno para conformar la institución fue rechazada, pero finalmente, el 12 de abril de 1958, se firmó un Decreto de Ley durante la administración de José Figueres Ferrer, con el cual se crearía la editorial. Este proyecto en Comisión fue publicado bajo el nombre de Ley Editorial Nacional N.° 2366 el 10 de junio de 1959, y permitió comenzar a gestionar y estructurar en forma sistemática un perfil legal para el desarrollo de las artes y letras en las siguientes décadas.[11] Establecida esta base legal, en mayo de 1960, los seis miembros del Consejo Directivo comienzan a sesionar, y un año después, en abril de 1961, se publica el primer libro de la editorial: Al través de mi vida, del narrador, dramaturgo, poeta y filólogo Carlos Gagini Chavarría, y cuyo tiraje fue de 1500 ejemplares a un precio de cinco colones cada uno.[12]
A pesar de que existe una cantidad considerable de trabajos sobre las políticas culturales en Costa Rica a partir de la década de 1950, los esfuerzos por rescatar la historia de la ECR han sido muy limitados, a excepción de la mencionada Memoria Conmemorativa (2009),publicada para el cincuenta aniversario y en cuyas páginas se lee que:
(…) intenta recuperar algunos hitos de 50 años de historia de la Editorial Costa Rica. Pretende, además, recordar a los visionarios que la fundaron, a quienes rigieron su destino en estas décadas y a los autores y las autoras costarricenses. Es de esperar que se convierta en un punto de referencia para quienes en el futuro habrán de establecer y continuar su rumbo.[13]
Por otro lado, la Memoria señala que, hacia mediados de la década de 1960, algunos años después de la creación de la ECR, se presentaron serios problemas económicos ocasionados “(…) probablemente porque carecía de estrategias modernas y eficaces para sus ventas, y ni siquiera contaba con un local propio. Esta circunstancia afectó, naturalmente, su producción y limitó el número de obras publicadas”.[14] No obstante, en medio de esta dificultad, se da inicio a la publicación de la serie de textos La propia, reviviendo “la polémica literaria de inicios del siglo XX, que enfrentó dos posiciones divergentes ante la literatura. Para algunos debían privilegiarse los temas nacionales; para otros, los extranjeros”.[15]
Tal colección surge, además, como respuesta a diversas críticas públicas sobre las ediciones que publicaba la institución, pues se decía que la Editorial se inclinaba hacia las ediciones de lujo, que generalmente no estaban al alcance de la gran mayoría de los costarricenses. Además, la idea de esta colección era estimular la publicación de nuevos y jóvenes autores.[16]
En la Memoria Conmemorativa, la década de 1970 es descrita como una “época dorada” para la cultura costarricense, debido a la enorme productividad de la institución y a la cantidad y calidad de las publicaciones. Por su parte, el inicio de la década de 1980 es presentado como un periodo de crisis económica a escala regional, que afectó profundamente el funcionamiento de la Editorial.[17]
En este contexto, la proliferación de las dictaduras en América Latina aceleró el proceso de migración de artistas y académicos hacia Costa Rica, generando un contacto cultural que modificó el ámbito de las expresiones locales.[18] Así, los duros procesos políticos vividos y reinterpretados artísticamente por estos extranjeros ocasionaron que durante las últimas dos décadas del siglo XX, las expresiones artísticas y específicamente la literatura nacional, estuvieran marcadas por temas como el desencanto, la derrota, el deterioro de los vínculos de comunidad y la violencia.[19]
En el último cuarto de la década de 1980, la ECR se declaró virtualmente en quiebra, a pesar de que el Estado pretendió apoyarla otorgándole un terreno para la construcción de sus oficinas. Estas dificultades, que se extienden al menos hasta la mitad de los noventa, fueron el resultado de la implementación de políticas económicas y administrativas de corte neoliberal por parte de los gobiernos en el poder, que estimularon la transferencia de la función cultural del sector público hacia el privado, espacio de poder que comenzó a asumir su rol como nuevo promotor de la cultura nacional.[20]
La necesidad de reconstruir la historia de la ECR no es para nada nueva, y representó una preocupación para las autoridades de esa institución desde sus primeros meses de vida. Este libro surge, precisamente, con el interés de rendir homenaje a aquellos personajes que gestaron tan emblemática institución, y, de ese modo, continuar la valiosa tarea de reconstrucción de su historia, resaltando sus múltiples aportes y nexos con la cultura escrita en Costa Rica.
Esas páginas son el resultado de un largo proceso de investigación, que implicó la búsqueda, recopilación y análisis de diversas fuentes: desde diversos documentos institucionales localizados en el Archivo Nacional de Costa Rica (ANCR), tales como las Actas de Sesión del Consejo Directivo de la ECR, hasta la correspondencia general que circulaba entre las diversas autoridades del gobierno y la Editorial, que sirvió para reconstruir sus primeros años de vida.
Además, se analizaron dos publicaciones de inmenso valor para la ECR: la revista cultural Brecha y la Revista Pórtico. La primera fue editada entre 1956 y 1962 y dirigida por Arturo Echeverría Loría –quien fuera uno de los primeros directores de la ECR– y se constituyó como “una parte muy importante de las letras costarricenses [y] como difusora de la producción intelectual de muchos escritores nacionales y extranjeros”.[21] La ECR tuvo en dicha revista un gran espacio de difusión para el trabajo que emprendería a partir de 1960.
Una vez que Brecha dejó de publicarse –debido a una grave situación económica– se pretendió que los derechos le fueran traspasados a la ECR, la cual “estuvo en conversaciones para adquirir la publicación, darle más difusión y salvarla de la ruina. [Sin embargo] lo anterior nunca llegó a concretarse [y] su editor, agobiado por las deudas y el poco apoyo recibido de distintos sectores, se vio en la necesidad de cerrarla”.[22] Tal situación culminó finalmente con la creación de la revista Pórtico, que fue publicada por la ECR entre 1963 y 1965, bajo los mismos criterios editoriales y filosofía de la desaparecida Brecha. Además, Pórtico fue aprovechada para incluir en sus páginas la publicidad de los nuevos libros de la Editorial.[23]
En este libro también se recopiló y analizó información contenida en el Archivo de la Asamblea Legislativa, así como las discusiones en sesión plenaria y en las distintas comisiones que estudiaron tales propuestas. El estudio de estos documentos permitió ampliar la perspectiva sobre el quehacer institucional y entender los aspectos legales, administrativos y económicos que han marcado la historia de la institución.
También se consideraron noticias publicadas en distintos periódicos nacionales, impresos y digitales, y diversos textos publicados en Costa Rica, que abordan el contexto político y económico –principalmente a partir de la segunda mitad del siglo XX–, y permiten ahondar en la dinámica cultural e industrial de los textos escritos.[24] Además se consideraron testimonios orales de diversos actores clave que han intervenido, de una u otra forma, en la historia de la Editorial.
[1] Los directores de la Editorial Costa Rica durante su primer periodo de vigencia fueron Enrique Macaya Lahmann (Presidente), Lilia Ramos Valverde (Secretaria), Arturo Echeverría Loría y los suplentes Marcelino Antich Camprubí, Fernando Centeno Güell e Isaac Felipe Azofeifa Bolaños. Véase ANCR, Editorial Costa Rica, Actas del Consejo Directivo de la ECR. Primera Sesión, 4 de mayo de 1960, fs. 3-4.
[2] ANCR, Editorial Costa Rica, Actas del Consejo Directivo de la ECR. Tredécima Sesión, 14 de setiembre de 1960, f. 11.
[3] Editorial Costa Rica (en adelante ECR). Memoria Conmemorativa 50 aniversario. San José: Editorial Costa Rica, 2009.
[4] ECR, Historia, s.p. Disponible en <https://www.editorialcostarica.com/quienessomos.cfm?p=historia> [Fecha de acceso: 02-05-2015].
[5] ECR, 2009, p. 1.
[6] Para un análisis histórico del proyecto político, social y cultural que representó el Repertorio Americano, refiérase a Solís, Manuel y González, Alfonso. La identidad mutilada: García Monge y el Repertorio Americano, 1920-1930. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1998.
[7] ECR, Historia, s.p.
[8] Editorial Costa Rica. Pórtico. Revista de la Editorial Costa Rica. Número dedicado a la concesión de los Premios Nacionales de artes, letras y periodismo. N.° 1, Año 1, enero-abril 1963, p. 39.
[9] Citado por ECR, Historia, s.p.
[10] Zavaleta Ochoa, Eugenia. La construcción del mercado de arte en Costa Rica: Políticas culturales, acciones estatales y colecciones públicas (1950-2005). San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2013, p. 87 y ECR, 2009, pp. 2-3.
[11] Zavaleta, 2013, pp. 87-88.
[12] ECR, Historia, párr. 4-15; ECR, 2009, pp. 4-7 y “Editorial Costa Rica”. Brecha, Año 6, Número 1, Setiembre de 1961, p. 24.
[13] ECR, 2009, p. vii.
[14] ECR, 2009, p. 15.
[15] ECR, 2009, pp. 11-16.
[16] ANCR, Editorial Costa Rica, Actas del Consejo Directivo de la ECR. Acta N.° 171, 27 de mayo de 1966, fs. 452-453 y ANCR, Editorial Costa Rica, Actas del Consejo Directivo de la ECR. Acta N.° 172, 3 de junio de 1966, fs. 453-455.
[17] ECR, 2009, p. 17.
[18] ECR, 2009, p. 23.
[19] ECR, 2009, p. 24.
[20] ECR, 2009, p. 30.
[21] Chaves Salgado, Lorena. “La revista Brecha en el contexto cultural costarricense”. E-Ciencias de la Información 1 (1), Ensayo 2, enero-junio 2011, p. 2.
[22] Chaves, 2011, p. 5.
[23] ANCR, Editorial Costa Rica, Actas del Consejo Directivo de la ECR. Sesión del 21 de enero de 1963, f. 122; ANCR, Editorial Costa Rica, Actas del Consejo Directivo de la ECR. Vigésimo Primera Sesión, 13 de setiembre de 1961, f. 47.
[24] Para una referencia concreta de los textos estudiados, refiérase a la sección Ensayo bibliográfico contenidode esta investigación (pp. 205-220).
El nacimiento de la industria editorial en Costa Rica y el proceso de creación de la ECR están marcados por una serie de antecedentes; entre ellos, la circulación de textos escritos en Costa Rica y la situación de los escritores y escritoras antes de 1959, año en que comienza a funcionar la editorial nacional. De hecho, la historiografía nacional, al menos desde finales de la década de 1980, ha procurado estudiar la dinámica social y cultural relativa a la publicación de obras escritas durante ese mismo periodo. El historiador Iván Molina Jiménez, por ejemplo, ha estudiado con gran esmero la cultura impresa y literaria desde mediados del siglo XVIII –el ocaso colonial– hasta la primera mitad del siglo XX.[25] De la misma forma, la historiadora Patricia Vega Jiménez se ha interesado en profundizar en el tema de la comunicación impresa a partir del segundo cuarto del siglo XVIII y hasta la década de 1930, concentrándose principalmente en el análisis de temas relativos a la prensa escrita y, en menor medida, al estudio de la dinámica social de los libros y las librerías durante los primeros años del siglo XX.[26]
A dichas investigaciones se suman los esfuerzos realizados por intelectuales como Luis Dobles Segreda, quien entre 1927 y 1967 publicó un índice bibliográfico de Costa Rica distribuido en doce tomos;[27] y el trabajo de Jorge Lines, que en 1944 presentó un estudio sobre los libros y los folletos publicados en el país entre 1830 y 1849.[28]
Finalmente, se destaca el trabajo de Luis Felipe González Flores, que hacia finales de la década de 1970 se dedicó al análisis profundo de una gran cantidad de textos escolares, con el fin de estudiar la historia de la instrucción pública y el desenvolvimiento educacional y científico costarricense a través de su historia.[29] Varias décadas más tarde, a esos esfuerzos pioneros se les agregaron diversos trabajos que profundizaron en la historia del consumo y circulación de textos escritos, así como la cultura impresa en el país.
Las distintas etapas en la producción, comercialización y consumo de libros en Costa Rica han sido objeto de periodización por parte de estudiosos como Iván Molina (2011). Su análisis inicia desde mediados del siglo XVIII y se extiende hasta los años posteriores a la independencia de Centroamérica. Este periodo se caracteriza por el hecho de que los libros que circulaban en la provincia de Costa Rica eran importados en su totalidad, y aunque su procedencia aún no ha sido estudiada de manera adecuada, se sabe que en su mayoría provenían de España, Guatemala y México. Hacia el final de la etapa colonial, los libros eran escasos, poco atractivos comercialmente y predominaban los de carácter religioso; generalmente catecismos, novenas y breviarios. Pese a ello, en las bibliotecas privadas se encontraban también algunos poemarios, novelas, comedias y cuentos, pero estos últimos eran despreciados por los ilustrados de la época. Circulaban, además, publicaciones sobre otros temas como filosofía, moral, medicina, comercio, política, derecho, geografía e historia.
Entre los bienes de los campesinos y artesanos casi no figuraban los libros, y los más comunes para ellos eran las cartillas y los catones, que se empleaban para el ejercicio de la lectura y la escritura. La poca circulación de libros a finales de la colonia se debía a sus altos precios. Por ejemplo, hacia 1821, el valor monetario de un libro era superior a un peso, en una época en que el jornal que se pagaba a un peón era de tres a cinco pesos mensuales. Este precio inaccesible se debía a varios factores, entre ellos el alto costo de la producción editorial en Europa y América, el cual se explica porque la tecnología utilizada era aún rudimentaria; a la ausencia de una imprenta en el Valle Central, que llegaría al país hasta 1830,[30] y a las redes de intercambio desigual con América que continuaban reproduciendo los patrones coloniales aun después de declarada la independencia.
Caso contrario era el de los sectores acaudalados –principalmente comerciantes, terratenientes, burócratas y curas– entre quienes circulaban obras de detallada confección, generalmente muy caras, que se adquirían a través de comerciantes o por herencia. Para este grupo, el libro representaba un símbolo de prestigio, poder y riqueza dentro de una sociedad esencialmente agraria y oral. A pesar de esto, entre 1800 y 1824, las bibliotecas eran relativamente pequeñas –tenían de uno a 19 títulos–, por lo que el consumo era muy bajo. Un caso excepcional en los inventarios de libros del primer cuarto del siglo XIX, era la biblioteca de Pedro Antonio Solares, un comerciante asturiano que poseía 36 títulos y 119 volúmenes. Este español se dedicaba, entre otras cosas, al comercio de libros entre Europa y América. Sin embargo, en este periodo el acceso dependía, casi siempre, de copias manuscritas, donaciones y préstamos.
Entre 1830 y 1940, surgen y se expanden las imprentas, las librerías y las bibliotecas. Sobresale, en ese periodo, la figura de Miguel Carranza Fernández, comerciante y caficultor josefino, quien introduce la primera imprenta a Costa Rica –Imprenta La Paz– y da inicio a la producción local de libros, concentrada en la edición de textos oficiales encargados por el Estado. También se establecen en el país las primeras bibliotecas públicas y privadas de relevancia. Sin embargo, durante ese lapso apenas se asomaba tímidamente el trabajo editorial de las imprentas; es decir, la recepción, dictamen y publicación de obras de autores nacionales.[31]
Entre 1830 y 1850, según el historiador Carlos Meléndez, comenzó una gran circulación y producción de libros y periódicos. Esto se explica por la traída de la imprenta de Carranza, que permitió diversificar la producción en un contexto marcado por el auge económico y social producto de la capitalización del agro por medio del café. Este hecho específico hizo que el Estado comenzara a organizar y expandir el aparato escolar. Así, por ejemplo, la Casa de Enseñanza de Santo Tomás –que data de 1814– es convertida en universidad en 1843, lo que ayuda a ampliar y diversificar el consumo de textos escritos. También aparecen los primeros anuncios de periódico ofreciendo la venta de libros, lo cual evidencia su ascenso comercial progresivo, que llegó a ser masivo después de 1850 y estuvo ligado al gran despliegue del aparato educativo. En cuanto a los lugares donde se podían adquirir, estaban, en primer lugar, las imprentas y las librerías, que en esos años comenzaron a promocionar títulos incluso antes de que fueran publicados. Existía ya, para ese entonces, un carácter comercial en la producción de libros, pues los fabricantes lograron elevar el consumo y diversificar la oferta.[32]
La imprenta estatal creció y se diversificó entre 1850 y 1890, incrementando el liderazgo del Estado en la producción editorial, que aún se especializaba en la publicación de obras de índole secular y oficial, que trataban temas relativos a la política y el derecho, siendo marginal, en ese momento, la publicación de literatura. Con el fortalecimiento de la industria de impresión de textos, el precio promedio de un libro pasó de representar alrededor de un cuarto del ingreso mensual de un jornalero hacia 1821, a un 5,4 por ciento de su salario en 1844 y un 2,5 por ciento en 1856. Sin embargo, a pesar de mostrar un gran incremento en el segundo cuarto del siglo XIX, el mercado del libro aún era muy reducido –en gran parte por el hecho de que la población era analfabeta– y los compradores de títulos selectos se limitaban a docentes y estudiantes universitarios, profesionales, eclesiásticos, funcionarios públicos y burgueses. Igualmente, los espacios para acceder a una mayor variedad de volúmenes y títulos eran relativamente escasos, pues se limitaban a la librería de la Imprenta El Álbum, abierta por Carranza en setiembre de 1856, y la biblioteca de la Universidad de Santo Tomás, que abrió sus puertas en febrero de 1859.[33]
Hacia mediados del siglo XIX, era evidente la escasa circulación de obras literarias de éxito, como las de Walter Scott, Alexandre Dumas y Charles Dickens. Esto se debía a que existía un prejuicio muy extendido entre los grupos más ilustrados, en el sentido de que “(…) se asociaba la literatura contemporánea con el esparcimiento, un atributo impropio de un claustro serio y grave”,[34] como la biblioteca Santo Tomás. Por el contrario, en la librería El Álbum circulaban una gran cantidad de novelas, que tenían como fin divertir a los lectores. Pese a todo, en esa época inició un proceso de secularización de los libros, a raíz del cual los textos de carácter religioso pasarían a ser consumidos mayoritariamente por campesinos y artesanos, y las obras profanas colmarían las bibliotecas de los más pudientes. La mayoría de estos lectores optó por divertirse con cuentos y novelas, en vez de ilustrarse con obras de carácter filosófico, político o económico, como había sido la norma décadas atrás.
En suma, la transformación de la economía nacional implicó también un cambio cultural, en el que las características de los libros ofrecidos se transformaron de manera rápida, “transitando de la escasez a la abundancia y de lo devoto a lo profano”.[35] Esto fue posible debido a que, en las últimas décadas de siglo, la burguesía criolla urbana fue adoptando la cultura europea como propia y, en consecuencia, distanciándose del resto de la población. Este comportamiento fue estimulado por los inmigrantes que arribaron al país, quienes indujeron a la burguesía criolla al consumo diferenciado. La europeización de este sector social contribuyó a la consolidación de una serie de reformas liberales, particularmente, un proceso de secularización de la sociedad que impactó favorablemente en la enseñanza laica.
Gráfico 1. Obras y folletos impresos en Costa Rica por la imprenta privada y estatal (1830-1849). Fuente: Meléndez Chaverri, Carlos. “Los veinte primeros años de la imprenta en Costa Rica (1830-1849)”. Revista del Archivo Nacional, N.° 1-12. San José, 1990.
Al menos hasta finales del siglo XIX, la circulación de literatura en Costa Rica se encontraba bajo el dominio de un grupo de letrados conservadores que ostentaban el poder político y apreciaban muy poco la producción literaria local, pues eran “admiradores, cultores y consumidores de cuanto provenía de Europa, especialmente de París”.[36] Un ejemplo claro de tal actitud fue el intelectual Ricardo Fernández Guardia, quien mostraba un gran desprecio hacia los productos culturales “criollos”. Fernández, criado y educado en París y Londres, en 1894 señalaba que:
(…) nuestro pueblo es sandio, sin gracia alguna, desprovisto de toda poesía y originalidad que puedan dar nacimiento siquiera a una pobre sensación artística (…) Se comprende sin esfuerzo que con una griega de la antigüedad, dotada de esa hermosura espléndida y severa que ya no existe, se pudiera hacer una Venus de Milo. De una parisiense graciosa y delicada pudo nacer la Diana de Houdon; pero vive Dios que con una india de Pacaca sólo se puede hacer otra india de Pacaca.[37]
Esta visión quedó plasmada ese mismo año en su novela La hojarasca, la cual fue duramente criticada por Carlos Gagini. Con esta crítica se abriría la llamada “polémica sobre el nacionalismo en la literatura” de Costa Rica. Gagini rechazaba el hecho de que en la literatura costarricense se incorporaran, casi a modo de plagio, una serie de imitaciones tomadas de la literatura y la estética occidental para conformar los argumentos narrados. Como parte de las críticas a la novela de Fernández Guardia, Gagini señalaba que:
(…) recurre a argumentos gastados, se pintan escenas y se trazan diálogos que lo mismo pueden verificarse aquí, en Madrid o en París; y mientras tanto nadie se ocupa de estudiar nuestro pueblo y sus costumbres desde el punto de vista artístico, nadie piensa en desentrañar los tesoros de belleza encerrados en los dramas de nuestras ciudades y en los idilios de las aldeas, en la vida patriarcal de nuestros antepasados y en su historia pública, en lo recóndito de las almas y en la naturaleza exuberante que despliega ante nuestros ojos indiferentes a su grandiosa poesía.[38]
De esta forma, en respuesta a este grupo conservador, se fue construyendo una radicalización intelectual en el país, que difundió entre los sectores populares una serie de idearios socialistas y anarquistas. Lo anterior se debió a que estos escritores, hacia la década de 1890, comenzaron a escribir una gran cantidad de artículos en la prensa escrita nacional, gracias a las nuevas tecnologías, que permitían mayor cantidad de impresiones a un menor costo. Este proceso permitió el abaratamiento de los textos impresos y los hizo accesibles a las capas medias de la sociedad costarricense.
Ejemplo de esto fue el propio Gagini, quien fungió como redactor oficial de Costa Rica Ilustrada a partir de 1890, revista que logró mantenerse en circulación durante cuatro años (1888-1892). El éxito de esta revista literaria, que contaba con poca publicidad y una gran regularidad, da cuenta de la consolidación de un grupo de lectores que, además de estar muy interesados en la literatura nacional, se distanciaron de las publicaciones de carácter filosófico y político que habían estado circulando en el país décadas atrás entre los intelectuales conservadores. Igualmente, circulaban otras revistas de carácter literario, como El Bocaccio, dirigida por Aquileo J. Echeverría, en la cual Gagini solía publicar.[39]
Los escritores pertenecientes a este nuevo grupo de intelectuales ‒que comenzaban a tener gran presencia en la opinión pública‒ descubrieron, a través de sus letras, al concho: el hombre de campo que comienza a aparecer en las narraciones de algunos de los escritores de mayor prestigio en el país, como Manuel González Zeledón (Magón), Aquileo J. Echeverría y Joaquín García Monge. Según Molina (2002b), “el reto que encaraban los jóvenes artistas y escritores de 1900 era abrirse un espacio en ese contexto hostil, que perjudica a su inserción exitosa en el aparato estatal, fuente básica de un empleo seguro”.[40] Omar Dengo, Roberto Brenes Mesén y José María Zeledón también resintieron el dominio de los letrados conservadores de más edad. La estrategia de estos jóvenes radicales consistió en ampliar el mercado cultural de la época y poner énfasis en “la cuestión social”, que se vislumbraba como un tema de vital importancia en la sociedad costarricense, sobre todo por el contexto de crisis económica derivada de la sobreproducción mundial de café brasileño, entre 1897 y 1907.
La estrategia de estos intelectuales consistió en incluir dentro de sus textos literarios ideas como la desigualdad y la proletarización. Así, a través de sus cuentos, novelas, ensayos y poemas, se postularon como los únicos capaces de solucionar las problemáticas sociales que aquejaban a los obreros urbanos y artesanos, lo cual les permitió, años más tarde, posicionarse política y profesionalmente.
Esto fue posible porque ya para 1890, la literatura había adquirido una posición de primer orden dentro de las publicaciones escritas. Según Vega, en las últimas tres décadas del siglo XIX, los autores de las notas periodísticas eran casi todos literatos. De hecho, la publicación de poesías, cuentos y novelas era mayoritaria con respecto a otro tipo de textos, y se ubicaba por encima de las que trataban asuntos políticos. La comparación realizada por Vega, entre los intelectuales conservadores y los que surgen a principios del siglo XX, muestra los esfuerzos de los últimos por tratar de insertarse en el aparato estatal:
Mientras a mediados del siglo, la mayoría de los escritores [de prensa escrita] ocupan el puesto de Presidente de la República, de la Corte Suprema de Justicia o de la Asamblea Legislativa, al finalizar la centuria, muchos de los escritores ni siquiera tienen un lugar en las oficinas gubernamentales. Buena parte de aquellos que realizan tareas para el Estado, lo hacen en la Biblioteca Nacional, en el Archivo Nacional o en la Imprenta Nacional, sitios donde desarrollan más una actividad intelectual que política.[41]
Gráfico 2. Temas destacados en la prensa escrita costarricense entre 1870-1890. Fuente: Bien, Adolfo. Periodismo en Costa Rica. San José: Biblioteca Nacional, inédito. Citado por Vega, 1996, p. 158.
Durante la presidencia de Alfredo González Flores (1914-1917), estos jóvenes intelectuales logran colocarse en un mayor número de puestos de jerarquía dentro de la administración pública.[42] José María Zeledón, por ejemplo, asume la dirección de la Imprenta Nacional en esos años, al igual que Roberto Brenes Mesén, quien pasa a dirigir la Escuela Normal.
Las clases populares, según la concepción de estos escritores, debían ser educadas de manera apropiada, lo que implicó que se descalificaran sus costumbres, tradiciones y creencias. Así, con una gran alfabetización y el avance progresivo de la cultura impresa, se logró estimular la esfera pública a través de los casi 250 periódicos y revistas, y la impresión de al menos 1400 libros y folletos, que circulaban en el país entre 1880 y 1914.[43] La imagen del campesino que presentaban estos jóvenes literatos, fue la de un pobre trabajador de campo más bien pasivo: el concho era digno e ingenuo. Esta figura estaba sujeta, más bien, a la voluntad política de su creador, que, como se vio antes, comenzaba a escalar posiciones dentro de la esfera pública estatal.[44]
Entre 1900 y 1930, el papel de los literatos dentro de la esfera pública cobra aún mayor importancia gracias a la prensa escrita, ámbito en donde ocupaban puestos como redactores, directores, editores e incluso dueños de los medios. Magón, por ejemplo, fue redactor y editor del periódico El País hacia 1901; lo mismo que José María Zeledón, quien fue director de los periódicos El Fígaro (entre 1900 y 1905), El Heraldo de Costa Rica (en 1901), Renovación (entre 1911 y 1913), El Derecho (+1921) y el diario La Prensa (en 1923). La gran mayoría participó de una u otra forma en el ambiente periodístico nacional; de hecho, el éxito de las notas contenidas en dichos medios dependía del prestigio de su autor. Se producía, de ese modo, una alianza entre el periódico y los literatos, al punto de que el medio escrito “obtiene crédito con las producciones y los segundos, dan a conocer sus creaciones y las someten al escrutinio público antes de lanzar su obra al mercado en forma de libro”.[45]
Por aquella época era común observar en diarios importantes como La Prensa Libre, un titular sobre algún tema literario. Igualmente, otros medios escritos se especializaron en la difusión de obras literarias de escritores destacados, dándoles espacio para que manifestaran sus posiciones políticas. Así, los escritores fueron consolidándose cada vez más y asumieron el rol de fiscales de la función pública, pues los medios escritos les brindaban el espacio para denunciar, juzgar, condenar o absolver. De esta forma “se presentan como un grupo neutro en el espectro social, ni ricos ni pobres, pero con el poder y sobre todo la capacidad de opinar, que les brinda su condición de intelectuales, de pensadores”.[46]
Una vez que los intelectuales radicales se consolidan en la opinión pública y en los distintos puestos de poder del Estado, se produce una nueva oleada de escritores. En este caso, se trata de un grupo que surge durante la gran depresión económica de la década de 1930. Esta nueva generación fue la que “por fin acreditó los desafíos y las resistencias de los de abajo”.[47] El personaje literario José Blas, tal como señala Molina (2002), es un campesino huérfano que fracasa en el amor y luego, impotente, abandona su aldea. Se opone, pues, al personaje de Juan Varela, un fabricante de licor clandestino que tuvo el valor de intercambiar balazos con la policía y posteriormente muere en la cárcel de San Lucas. “Sibajita”, por su parte, es un personaje que lucha contra la United Fruit Company (UFCo) en el Caribe costarricense, desafiando radicalmente el poder hegemónico. José Blas es el personaje principal de la novela El Moto (1900) de Joaquín García Monge, uno de los escritores más importantes de la corriente de radical socialista que surge a principios de siglo. Los otros dos personajes corresponden respectivamente a las novelas Juan Varela, de Adolfo Herrera García, publicada en 1939, y Mamita Yunai, de Carlos Luis Fallas (Calufa), publicada por primera vez en 1941.
Figura 1.Juan Varela, Adolfo Herrera García, editado por la ECR.
Figura 2.Historias de Tata Mundo. Fabián Dobles, editado por la ECR.
Figura 3.Mi madrina, Carlos Luis Fallas, editado por la ECR.
Figura 4. El Moto, de Joaquín García Monge, editado por la ECR.
Figura 5. Mamita Yunai, Carlos Luis Fallas, editado por la ECR.
Las actitudes contestatarias de Juan Varela y “Sibajita” son bien explicadas por el filólogo Alexander Sánchez Mora, quien señala que estos escritores ‒a diferencia de los de la generación anterior‒ concibieron la literatura como:
(…) una herramienta al servicio de la lucha partidista. Según esa idea, el escritor debe emplear su talento para denunciar la injusticia del orden social capitalista, para oponerse a la explotación de las clases pobres por parte de los grupos privilegiados y para propiciar una profunda transformación de la sociedad de modo tal que se brinde igualdad y justicia para todos.[48]
Esta concepción llevada a la práctica literaria en primera instancia por Adolfo Herrera, permearía en el trabajo de escritores como Calufa, Fabián Dobles Rodríguez y Joaquín Gutiérrez Mangel, quienes tuvieron su mayor visibilidad durante la década de 1940.
Algunos de estos textos fueron publicados por la ECR durante sus primeros años de actividad y tal situación ocasionó que, a mediados de la década de 1960, el nexo directo que existía entre este círculo de escritores y el Partido Comunista (PCCR) fuera utilizado como argumento para tachar a la Editorial de simpatizar con el comunismo; ocasionando fuertes discusiones al interior de su Consejo Directivo.
Alfonso Chase, al recordar estas épocas, menciona que durante las primeras selecciones de obras por editar, en la década de 1960, hubo tensiones motivadas por problemas ideológicos y los resabios de la Guerra Civil de 1948, que había ocurrido apenas diez años antes. Como resultado de estas tensiones, se le dio importancia a una generación intermedia de escritores jóvenes: la Generación del 50 –se le llamó la generación “del emparedado”, por estar entre la del cuarenta y la del sesenta–, período en el cual los escritores se encontraban en un “limbo extraño” en el cual tenían que editar sus propios libros.[49]
Por otro lado, en 1966, los directores de la ECR acordaron que se “hiciese pública una manifestación de condolencia, por la muerte del gran escritor Carlos Luis Fallas, con cuya desaparición pierde el país uno de sus más ilustres hijos”.[50] Para ese momento, la mayoría de los directores de la institución consideraban que Calufa había sido “no solo un gran escritor, sino el mejor novelista que ha dado el país”.[51]
La figura de Fallas era muy importante para los directores de la ECR en ese momento, y lo había sido desde antes de que la institución fuera creada.[52] Ejemplo de esto es el telegrama enviado por el diputado Fernando Volio Jiménez el 9 de febrero de 1959, que invitaba formalmente a Calufa a reunirse con un grupo de diputados y autores en la Asamblea Legislativa, con el fin de “formular planes que favorezcan el proyecto de ley de la Editorial del Estado”.[53]
El 23 de mayo de ese año, después de ser publicada la condolencia, apareció una nota en el suplemento Artes y Letras de La Prensa Libre.[54] Dicha nota, titulada “Vidrios de Color”, hacía un recuento de las publicaciones en curso de la ECR, y parecía tener la intención de hacer quedar a la Editorial como comunista. Esta situación, recurrente en esos años, podía, según algunos directores, traer graves consecuencias para la institución. Sin embargo, antes de defenderse públicamente y debido al carácter subrepticio de la nota, se decidió contactar primero al director del suplemento, Carlos Franck, con el fin de solicitarle que, de ser posible, todas las publicaciones relativas a la Editorial que circularan a partir de ese momento, fuesen directamente emanadas del Consejo Directivo, para evitar “malas” interpretaciones.[55]
La discusión sobre “Vidrios de Color”, cuyo autor firmaba bajo el seudónimo de “Bruno”, se debió a que solamente rescataba tres libros publicados por la ECR, que precisamente pertenecían a escritores que habían sido miembros destacados del Partido Comunista: Cuentos de Tatamundo, de Fabián Dobles; Mi madrina, de Calufa ‒que se encontraba en proceso de edición como “recuerdo y homenaje al recientemente desaparecido Premio Nacional de Literatura”‒ y Vida y dolores de Juan Varela, de Adolfo Herrera.[56]
Tales acusaciones se debieron a los discursos políticos que habían circulado a través de la prensa desde la campaña electoral llevada a cabo en el país algunos meses atrás, y en la cual brotaron argumentos marcadamente anticomunistas para desprestigiar a los candidatos que disputaban la presidencia de la República en febrero de 1966.[57] De la misma forma, en 1972 se acusó públicamente a la ECR y a sus funcionarios de proyectar una política institucional “abiertamente socializante”. Así, una nota en el periódico LaNación señalaba que “quienes dirigen y administran, a discreción, una editorial del Estado, que todos, aun los que no estamos en gracia de Dios, ayudamos a sostener económicamente, donde la izquierda está a punto de terminar la publicación de sus obras completas”.[58] Dicha nota claramente aludía a los textos de Calufa y de otros autores que estaban siendo editados en ese momento.
Más allá de esto, lo cierto es que las décadas de 1940 y 1950 se consideran muy importantes para el comercio y la producción de libros en Costa Rica, pues es cuando surgen y se desarrollan las primeras empresas editoriales, que tuvieron, por cierto, un marcado origen político. La Editorial Surco, por ejemplo, conformada por jóvenes pertenecientes al Centro para el Estudio de los Problemas Nacionales (CEPN), inicia labores en 1942 con la publicación del libro Estudio sobre economía costarricense,[59] presentado en la Universidad de Costa Rica (UCR) por Rodrigo Facio Brenes el año anterior como tesis de grado en Economía. Este libro fue esencial para consolidar las bases ideológicas del Centro; tanto fue así que sus miembros lo destacaron de la siguiente manera:
El Centro para el estudio de problemas nacionales inicia su labor editorial con el presente Estudio (…) Este ensayo es hito y mensaje; estudio y programa; porque, por debajo de la firme y clara posición teórica del estudiante de la economía, está la serena y clara voluntad de realizaciones prácticas, rampante la figura de una Patria mejor en el punto más alto de todas sus conclusiones. Este y los sucesivos estudios que publicaremos, llevarán al ciudadano costarricense sinceramente interesado en el perfeccionamiento de las instituciones democráticas, el que es pensamiento y voluntad de las generaciones que se agrupan en el Centro para el estudio de problemas nacionales.[60]
Lo mismo sucedía con la Editorial Vanguardia, constituida en 1946 por el Comité Seccional de San José del PCCR, que dio inicio a sus labores editoriales con el tiraje de un folleto titulado ¿Hemos tenido una política incorrecta?[61]
Ambas instituciones estuvieron muy lejos de constituirse en casas editoras profesionales. Quizás, y aunque esto no haya sido analizado de forma rigurosa, la primera que tuvo este carácter fue la Editorial Universitaria, que pertenecía a la UCR y funcionó entre 1947 y 1958. Posteriormente, fueron fundadas la ECR (1959) y la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA, 1969), en el mismo momento en que imprentas como Lehmann y Hermanos Trejos experimentaban en el negocio editorial. Durante las siguientes décadas, la ECR tendría un claro predominio tanto comercial como cultural en este campo.[62]
[25] Refiérase a los siguientes textos: Molina Jiménez, Iván. “Libros de comerciantes y campesinos del Valle Central de Costa Rica (1821-1824). Revista de Filosofía, Vol. 24, N.° 59. San José: Universidad de Costa Rica, 1986; Molina Jiménez, Iván. De lo devoto a lo profano: El comercio y la producción de libros en el Valle Central de Costa Rica (1750-1860). Centro de Investigaciones Históricas, Avances de Investigación, N.° 60. San José: Universidad de Costa Rica, 1992a; Molina Jiménez, Iván. “Azul por Rubén Darío. El libro de moda”. La cultura libresca del Valle Central de Costa Rica (1780–1890). En: Héroes al gusto y libros de moda: sociedad y cambio cultural en Costa Rica (1750–1900) de Iván Molina Jiménez (editor). San José, Costa Rica: Editorial Porvenir y Plumsock Mesoamerican Studies, 1992b; Molina Jiménez, Iván. El que quiera divertirse. Libros y sociedad en Costa Rica, 1750-1914. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1995; Molina Jiménez, Iván. Una imprenta de provincia: el taller de los Sibajas en Alajuela, Costa Rica, 1867-1969. Alajuela: Museo Histórico Cultural Juan Santamaría, Ministerio de Cultura, Juventud y Deporte, 2002a; Molina Jiménez, Iván. “Plástica versus literatura”, pp. 51-63. En: Costarricense, por dicha. Identidad nacional y cambio cultural en Costa Rica durante los siglos XIX y XX. Capítulo 4. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2002b; Molina Jiménez, Iván. La estela de la pluma: cultura impresa e intelectuales en Centroamérica durante los siglos XIX y XX. Heredia: Editorial de la Universidad Nacional de Costa Rica, 2004; Molina Jiménez, Iván. “Comercio y producción de libros en Costa Rica: una periodización preliminar”. Revista del Archivo Nacional, Volumen 75, Número 1-12. San José: 2011.
[26] Para un estudio completo de los trabajos publicados por Vega sobre la historia de la prensa escrita en Costa Rica a partir de la independencia, véase: Vega Jiménez, Patricia. De la imprenta al periódico. Los inicios de la comunicación impresa en Costa Rica, 1821-1850. San José: Editorial Porvenir, 1995a; Vega Jiménez, Patricia. “El mundo impreso se consolida: Análisis de los periódicos costarricenses (1851-1870)”. Revista de Ciencias Sociales, N.° 70. San José: 1995b, pp. 83-96; Vega Jiménez, Patricia. “De periodista a literato. Los escritores de periódicos costarricenses, 1870-1890”. Anuario de Estudios Sociales Centroamericanos, N.° 22, 1996, pp. 149-164; Vega Jiménez, Patricia. “Una audiencia en crecimiento. La prensa en Costa Rica (1872-1889)” Revista de Ciencias Sociales, N.° 86-87. San José, 1999, pp. 139-156; Vega Jiménez, Patricia. “La prensa de fin de siglo” (La prensa en Costa Rica 1889-1900)”. Comunicación y construcción de la cotidianeidad. San José: DEI-CSUCA, 1999; Vega Jiménez, Patricia. “Entre la oscuridad y la luz (El trabajo en la Imprenta Nacional 1968-1885).” Comunicación y cultura: una perspectiva interdisciplinaria. San José: DEI-CSUCA, 1998, pp. 41-64; Vega Jiménez, Patricia. “Los responsables de los impresos en Costa Rica (1900-1930)”. Revista de Historia, N.° 49-50. Heredia: Enero-Diciembre 2004, pp. 183-220 y Vega Jiménez, Patricia. “Una aproximación a la historia de la lectura en Costa Rica (1900-1930)”. Revista Reflexiones, Vol. 85 (N.° 02), 2006.
[27] Dobles Segreda, Luis. Índice bibliográfico de Costa Rica. San José: Imprenta Lehmann, 1927-1936 y Dobles Segreda, Luis. Índice bibliográfico de Costa Rica. San José: Asociación Costarricense de Bibliotecarios, 1967.
[28] Lines, Jorge. Libros y folletos publicados en Costa Rica durante los años 1830-1849. San José: Imprenta Lehmann, 1944.
[29] González Flores, Luis Felipe. Historia de la influencia extranjera en el desenvolvimiento educacional y científico de Costa Rica. San José: Editorial Costa Rica, 1976 y González Flores, Luis Felipe. Evolución de la instrucción pública en Costa Rica. San José: Editorial Costa Rica, 1978.
[30] La imprenta llegó a Guatemala en 1660, a Panamá en 1821, a El Salvador en 1824, a Honduras en 1829 y a Nicaragua en 1830. Véase Molina, 1995, p. 56.
[31] Molina, 1995, pp. 21-39.
[32] Molina, 1995, pp. 47-57.
[33] Molina, 1995, pp. 65-69.
[34] Molina, 1992a, p. 21.
[35] Molina, 1992a, p. 21.
[36] Molina, 2002b, p. 57.
[37] Citado por Molina, 2002b, p. 57.
[38] Acuña, María Eugenia. “Carlos Gagini: su vida y su obra en el contexto nacional e hispanoamericano”. Sistema de Estudios de Posgrado en Filología. San José: Universidad de Costa Rica, 1984, citado por Hernández Sánchez, Gerardo. La «polémica sobre el nacionalismo en la literatura» costarricense: una perspectiva martiana. XI Encuentro Internacional de Cátedras Martianas. Descolonización y soberanía, retos y avances en el siglo XX. Puntarenas: Universidad de Costa Rica, 2013, p. 3.
[39] Vega, 1996, p. 150.
[40] Molina, 2002b, pp. 29-30.
[41] Vega, 1996, p. 156.
[42] Véase Quesada, Álvaro. La voz desgarrada. La crisis del discurso oligárquico y que la narrativa costarricense, 1917-1919. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1998; Morales, Gerardo. Cultura oligárquica y nueva intelectualidad en Costa Rica, 1890-1914. Heredia: Editorial de la Universidad Nacional de Costa Rica, 1990.
[43] Para ampliar el tema de la circulación de textos impresos, véase, por ejemplo: Ovares, Flora. Literatura y kiosko. Revistas literarias de Costa Rica 1890-1930. Heredia: Editorial de la Universidad Nacional de Costa Rica, 1994, citado por Molina, 2002b, pp. 32-34.
[44] Molina, 2002b, pp. 34-55.
[45] Vega, 2004, pp. 197-199.
[46] Vega, 2004, p. 198.