8,49 €
En estas memorias de infancia, Alicia Ortiz va detallando a cada habitante de su cuadra, casa por casa, con un lenguaje vivo, rico, gracioso, que rescata la niñez pero sin privarse de salpimentar el relato con una pizca de malicia nada infantil. La piedad por los miserables no le impide paladear la descripción de sus fantásticas fealdades, la rememoración de sus frases, cómicas o desgarradoras, la narración de sus desgracias o de sus tan escasas felicidades. El placer con que lo hace, visible, se contagia al lector. Creo poder decirlo sin pudores, porque el tiempo transcurrido desde mi primera lectura de este libro, y desde la muerte de su autora –mi madre–, me permite analizarlo con suficiente objetividad: la pintura de las tremendas escenas a las que Alicia Ortiz asistió durante su niñez, en el conventillo de al lado de su casa, convierten a este libro en un auténtico tango de los años veinte.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 366
Veröffentlichungsjahr: 2021
Alicia Ortiz
Infancia entre dos esquinas
Ortiz, Alicia Susana
Infancia entre dos esquinas. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2014.
E-Book.
ISBN 978-987-599-392-1
1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título
CDD A863
©Libros del Zorzal, 2010
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la Ley 11.723
Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de este libro, escríbanos a: <[email protected]>
Asimismo, puede consultar nuestra página web:
<www.delzorzal.com.ar>
Índice
Prologo de Alicia Dujovne Ortiz
Las dos escaleras | 7
I. El escenario | 18
II. Casas contiguas | 23
III. La muerte de mi padre | 27
IV. El retrato | 33
V. Mi madre | 40
VI. La casa del capitán Contreras | 45
VII. El gallinero vecino | 50
VIII. Las primeras letras | 53
IX. El conventillo | 59
X. La semana trágica | 70
XI. Mi hermano Héctor | 73
XII. El cacique Manquillán | 82
XIII. Isidora | 88
XIV. Doña Juana la carnicera | 99
XV. El barco de vela | 104
XVI. El carnaval | 110
XVII. Los recibos del tercer sábado | 114
XVIII. La familia de Bertini | 121
XIX. La muerte del mulatito | 127
XX. Las hermanas Kruger | 130
XXI. La familia de Genoveva | 137
XXII. Don Sixto, el estibador | 141
XXIII. La visita del señor Bertini | 145
XXIV. Manuela | 148
XXV. La negrita Alicia | 156
XXVI. Las caballas | 159
XXVII. La fogata de San Juan | 162
XXVIII. Profesiones confusas | 167
XXX. Mi abuelo | 174
XXXI. El suicidio de Don Federico | 181
XXXII. Don Juan Tenorio fallido | 183
XXXIII. El velatorio de Doña María | 185
XXXIV. Un vigilante en el conventillo | 189
XXXV. La “Rusita” | 192
XXXVI. La familia de Borel Tagle | 197
XXXVII. La familia de Cáceres Montoya | 203
XXXVIII. Jesús | 209
XXXIX. Don Cenobio | 215
XL. Mi tío Roberto | 219
XLI. Amigas de infancia | 224
XLII. María | 237
XLIII. El altillo | 240
XLIV. El escritor | 250
XLV. Sofía Strudel | 255
XLVI. Remigia | 270
XLVII. Eso no es bastante | 274
XLVIII. La mudanza | 277
A mi madre
Las dos escaleras
Alicia Dujovne Ortiz
Digámoslo de entrada, esta reedición de una novela autobiográfica publicada por mi madre, Alicia Ortiz, en 1957, es el tercer cuerpo de un retablo familiar que para mí comenzó en 2007 con la edición de la obra inédita de mi tío materno, Néstor Ortiz Oderigo1, y prosiguió el mismo año con la biografía de mi padre, Carlos Dujovne2. Todos cargamos sobre nuestros hombros con antepasados cuyas obras o acciones nos exigen una respuesta, a veces simplemente afectuosa (acordarse de ellos), y otras, como en este caso, de naturaleza activa. Que buena parte de la obra del africanista Ortiz Oderigo hubiera quedado enterrada, tras su muerte, en un cajón de su escritorio, y que la historia de Carlos Dujovne, miembro del grupo fundador del Partido Comunista argentino y enviado secreto de la Internacional Sindical Roja con sede en Moscú, hubiera permanecido también en la sombra, por muy diversas razones, me obligaban a desempolvar esos manuscritos y a escribir esa historia. Al publicar este libro tengo la sensación de haber cumplido con tres personas que objetivamente no se merecieron tamaño olvido.
Mi madre perteneció a una de esas familias a las que suele llamarse ilustres, aunque venida a menos. Los Ortiz provenían originariamente de un pueblito de Cantabria, montañoso y lluvioso, llamado San Pedro del Romeral. Durante el Virreinato de Vértiz, en el siglo XVIII, Benito Ortiz de la Torre se estableció primero en Salta y después en Paraná. Propietario de cinco estancias en la Provincia de Entre Ríos, su nieto Manuel Ortiz, abuelo de mi madre, le dio caballos, vacas y hombres a Urquiza en su campaña contra Rosas. Manuel era un hombre de ideas avanzadas, pero no pudo tolerar que ninguno de sus dieciséis hijos se quedara en el campo (uno de ellos, Toribio, colaboró con Ameghino y descubrió un gliptodonte pampeano que lleva su nombre).
La leyenda familiar pretende que por ese motivo (la decepción del padre), las cinco estancias fueran a dar a manos ajenas. En todo caso, mi abuelo Ricardo, el menor de los dieciséis, “no heredó un alfiler”, como solía decir mi madre, empleando una formulación inamovible que de chica me dejaba perpleja: ¿Qué nexo misterioso podía existir entre la posesión de la tierra y el dichoso alfiler?
Ricardo Ortiz era notario, se instaló en Buenos Aires y se casó con Carmen Catalina Oderigo, nieta de un navegante genovés invitado por Rivadavia en 1826 para crear una flotilla fluvial que uniera el puerto de Buenos Aires al de Asunción. Los Oderigo también se arruinaron, pero no porque sus descendientes no quisieran seguir navegando, sino porque la guerra del Paraguay acabó con sus barcos. Sólo quedó como recuerdo un cuadro de la Virgen del Carmen, patrona de una de las naves, la Carmelita, que terminó fondeada en aguas de La Boca.
Mi madre creció en una casona de Palermo, en Billinghurst entre French y Peña, con su madre viuda (el padre murió joven) y sus seis hermanos. Como todos estaban vivos en el momento de escribir este texto, ella prefirió cambiarles los nombres y reducirlos a cuatro: el Héctor de este texto es Ricardo Ortiz hijo, ingeniero y autor de libros sobre nuestros ferrocarriles; el Tito es Néstor, el africanista, familiarmente llamado Chocho; y Susana es un concentrado de sus cuatro hermanas, María Esther, Nina, Tila y Tita. Cuatro mujeres con destinos distintos, casadas o no (cosa rara en su medio y en su tiempo, una de las cuatro fue madre soltera), pero que no influyeron en la vida de mi madre como sí lo hicieron sus hermanos varones.
Con el mayor, la pequeña Alicia podía hablar de libros (sin ninguna inocencia, Ricardo le daba a leer novelas de contenido social), y con el menor, treparse a una escalera de mano para espiar el conventillo de al lado. Tanto los libros de ese hermano que llegaba a la casa cantando La Internacional, para gran escándalo del tío de cuello duro que vivía con ellos, como la cotidiana observación de la miseria, transformaron a esta chica llamada a ser una niñita casadera de esas que aporreaban el piano y chapurreaban el francés, en una escritora revolucionaria.
Lo mismo cabe decir acerca de Néstor: la célebre escalera que los dos chicos apoyaban contra la pared medianera, la del patio del fondo, para ver los dramas que se desarrollaban en el patio contiguo, les cambió el rumbo a los dos. Si Alicia se volvió feminista y comunista, Néstor se volcó hacia los temas africanos debido a su pasión por el jazz, pero también porque los negros a los que consagró la totalidad de su vasta obra estaban allí, en el conventillo, al alcance de sus ojos.
La casona era la “casa de ricos” de la cuadra. Poco importaba que mi abuela viuda viviera tironeando los centavos: para el conventillo, era una mansión elegante con mucamos gallegos. Eso bastaba para idealizarla, o para tomarle bronca: cada tanto, la frase infamante, “Boicot a los pitucos de...” (mi madre en este libro los llama Llanos), que a Néstor y a Alicia los dejaba temporariamente sin compañeros de rayuela o de fóbal, aparecía pintada sobre la pared. Hoy cuesta imaginar que alrededor de 1920, una calle del ahora reluciente Barrio Norte haya estado poblada en su casi totalidad por inmigrantes pobres, por chicos descalzos y en harapos o por chicas que se morían de tisis, como en un tango de Libertad Lamarque.
Alicia Ortiz, que firmó sus primeras obras como Alicia Ortiz Oderigo, va detallando a cada habitante de su cuadra, casa por casa, con un lenguaje vivo, rico, gracioso, que rescata la niñez (su memoria ha guardado con sorprendente frescura los celos, las timideces, las ansias de la nena que fue), pero sin privarse de salpimentar el relato con una pizca de malicia nada infantil.
Todas las hermanas Ortiz hablaban bien, utilizando una lengua colorida y castiza, con giros entrerrianos, que se transmitió a la escritura de la hermana menor. La piedad por los miserables experimentada por mi madre durante sus años de infancia no le impidió paladear, al escribir sus recuerdos, la descripción de sus fantásticas fealdades, la rememoración de sus frases cómicas o desgarradoras, la narración de sus desgracias o de sus tan escasas felicidades. El placer con que lo hace, visible, se contagia al lector. Creo poder decirlo sin pudores, porque el tiempo transcurrido desde mi primera lectura de este libro, y desde la muerte de su autora, me permite analizarlo, o así me lo parece, con suficiente objetividad.
Lo que aparece es una extraordinaria variedad de tipos humanos cuyos rasgos fuertemente delineados nos permiten visualizar nuestro propio cambio: convertidos en miembros de la clase media, los nietos y bisnietos de aquellos pobladores desaparecidos parecen haberse uniformizado, borrando sus diferencias y, con ellas, su color y sabor. ¿Por qué? Por la mezcla que se inició en ese patio del conventillo donde también surgieron productos mestizos como el tango y el sainete (en el tipo físico del porteño de hoy se funde y desvanece aquella diversidad multicolor); y porque la relativa prosperidad actual favorece la homogeneidad, más aún, obliga a respetarla. Peinadas, teñidas y vestidas de lo mismo, las descendientes de aquellas gordas bigotudas o de aquellas patéticas renguitas de trenzas y chancletas, que cantaban “yo no soy buena moza / ni lo quiero ser”, descriptas por mi madre, componen un paisaje humano indiferenciado, de pelo pajizo e indumentaria limitada a la gama del beige, con el que la aguda observadora de Infancia entre dos esquinas se habría conmovido y divertido, de eso estoy segura, bastante menos.
Lo anterior no implica nostalgia de la miseria (en nuestros días no es eso justamente lo que nos anda faltando). Pero este retrato de un viejo barrio porteño bulle de una vitalidad que nos empalidece por contraste, y que hoy se ha refugiado en el universo de la Villa. Dispersadas por el viento, las “arenas que la vida se llevó” sobreviven en Barracas, en La Matanza o en José León Suárez.
La perspectiva histórica se vuelve vertiginosa cuando mi madre nos cuenta de su abuelo Oderigo, el nonagenario genovés que presidía la mesa en la casona de Billinghurst, con la barba metida detrás de la servilleta, y que, gracias a su longevidad, se acordaba de Rosas. Don Juan Manuel era evocado en las conversaciones de sobremesa con una familiaridad que ya a mi madre la asombraba en su infancia (para ella se trataba de un personaje estudiado en el colegio), pero que hoy nos resulta alucinante. Bastan dos o tres generaciones para que la pintura de una simple realidad cotidiana se vuelva libro de historia.
Al entrar en la adolescencia, la protagonista de estas memorias ya no juega a subirse a los árboles o a comer gofio con las chicas del conventillo (“las piojosas”, como las apodaban sus melindrosas hermanas mayores), sino que manifiesta su rebeldía de otro modo, no menos claro. No, ella no será como su prima tilinga que se conforma con unos vagos estudios para niñitas bien. Ella será universitaria y vivirá de acuerdo con sus “ideales de justicia”. Ella rechazará indignada el consejo de su madre, “tenés que encontrar a un hombre que te proteja bajo su ala”. El compañero con el que Alicia sueña no la protegerá en lo más mínimo, faltaba más. Ese compañero mantendrá con ella una relación de camaradería o, como siempre lo repetirá la soñadora sin desdecirse nunca, “de igual a igual”.
Y es aquí donde la autora de estas páginas introduce un personaje novelesco que a mí, como podrá comprenderse, me conmueve: un muchacho judío de ojos verdes que se instala a vivir en una humilde piecita de su misma cuadra. Es estudiante y recibe a unos amigos tan estrafalarios como él, que suben a visitarlo mirando a derecha e izquierda como si se supieran perseguidos. La jovencita lo espía (tiene experiencia, ya lo ha hecho con sus vecinos desde que tiene memoria), fantaseando con él porque lo ve distinto.
Distinto es. Tan distinto que, cierto día, una amiga judía a la que, esta vez, Alicia no ha inventado, le viene con el cuento: el misterioso estudiante se ha marchado… a Moscú.
En la ficción, ese personaje se llama Gregorio. En la realidad se llamó Carlos Dujovne y fue mi padre. Mi madre y él no se conocieron en la calle Billinghurst y en la adolescencia, sino en el Partido Comunista y en la edad adulta, cuando Carlos acababa de volver de Moscú. Al introducirlo en su relato autobiográfico, Alicia Ortiz nos sugiere que, para ella, el misterio representado por este hombre en particular, pero también, de un modo general, el misterio judío, fueron tan decisivos como los libros de su hermano Ricardo y las escenas de la miseria. El europeo aventurero, el extranjero revolucionario no podía estar ausente de esta historia. En la vida de Alicia, Carlos y lo que él significaba parecen haber estado presentes desde siempre, indicándole una riesgosa dirección que ella, audaz y fervorosa como era, no vaciló en seguir.
Pero existe un juego de espejos entre sus dos historias –no las imaginarias sino las reales–, que me complazco en destacar. Se trata de otra escalera, y de otra confrontación entre mundos opuestos. Si la chica de la “casa de ricos”, que provenía de una vieja familia argentina, espiaba a los inmigrantes, el “rusito” de padres ucranianos, nacido en una de las colonias del Barón de Hirch, espiaba a los gauchos. Once años tenía cuando su familia lo envió a trabajar a la farmacia de su tía, que quedaba en Haedo. Y en los fondos de esa farmacia también había una pared medianera, y esa pared daba al campo donde los arrieros que llevaban el ganado a Mataderos se juntaban a cantar alrededor del fogón. Carlos se trepaba a la escalera de mano y se quedaba noches enteras escuchando a los payadores que, sin saberse observados, lo iban introduciendo en la vida argentina. Alicia desde su escalera vio las escenas típicas de un tango en plena formación, y Carlos, las de un mundo que ya en ese momento se estaba “yendo como quien se desangra”. Bien mirado, mi madre no exageró en lo más mínimo al situar su encuentro muchos años antes de que se produjera en realidad.
Los primeros libros de Alicia Ortiz, publicados durante su etapa comunista, se titularon La mujer en la novela rusa3, Stefan Zweig, un hombre de ayer4, y Sinclair Lewis, un espíritu libre frente a la sociedad norteamericana5. Después de 1947 vino la pérdida de la fe, tanto para Carlos, que había pasado dos años en la cárcel de Neuquén, como para ella, que para entonces ya había roto con el Partido por su cuenta y riesgo. Los dos pagaron su independencia de criterio con una soledad absoluta que los persiguió hasta el final. Con la diferencia de que él, hombre de acción, no tuvo la feliz escapatoria que a ella la dotó de una maravillosa juventud: la escritura.
Mientras Carlos se dejaba ganar por sus achaques, ella permanecía joven, activa. Entre su renuncia al Partido, y su muerte, en 1984, Alicia Ortiz publicó un libro de viajes, Por las calles de Italia6, un reportaje estremecedor sobre la revolución boliviana del MNR, Amanecer en Bolivia7 e Infancia entre dos esquinas8, pero también Dos siglos de literatura europea9, algunos de cuyos veinte tomos permanecen inéditos, como si el destino de Néstor y el de su hermana fuera dejar enormes manuscritos durmiendo en los cajones.
Sobre la relación “de igual a igual” entre Carlos y Alicia, y sobre el papel estimulante de este marido editor (mi padre fue el fundador de la editorial comunista Problemas), me parece interesante reproducir unos párrafos de El camarada Carlos.
En el verano de 1953, Carlos dejó el diario a un costado y le dijo a su esposa:
—Chochita (Néstor en la familia era “el Chocho”, y ella, “la Chocha”), Chochita, ha estallado en Bolivia una revolución nacional de lo más interesante, ¿por qué no vas con la nena y a tu regreso te mandás un libro periodístico de mi flor sobre la realidad boliviana?
—Bueno —dijo mi madre.
Antes, en 1950, le había dicho:
—Chochita, no puede ser que una escritora no conozca Europa. Además, qué mejor aprendizaje para una nena, que un viaje al continente de la cultura. Váyanse las dos, que a mí con lo que gano en Bonafide (adonde entró a trabajar cuando dejó el PC) me sobra para financiarles un periplo de un año.
—Bueno —dijo mi madre.
Él se apretó el cinturón (para costearnos la vuelta al mundo en 365 días no le sobraba ni un céntimo); mi madre y yo recorrimos, con mínimos recursos y abundancia de ánimos, Italia, Austria, Suiza, Francia e Inglaterra durante un año entero; y Alicia, a su regreso, escribió dos libros, Una visita a Europa y Por las calles de Italia.
O si no:
—Chochita, ha llegado la hora de que escribas tus recuerdos de infancia. Chochita, ¿por qué no te mandás una serie de libros basados en las conferencias que diste en la Universidad de La Paz?
—Bueno —decía mi madre.
Y escribía Infancia entre dos esquinas, o se instalaba ante la máquina durante veinte años, eternamente joven, animosa y dispuesta, para “mandarse” una historia de la literatura europea de los siglos XIX y XX, en veinte tomos, a razón de uno por año.
Las conferencias las había dictado en la Universidad de San Marcos, cuando Carlos trabajaba como asesor del entonces Vicepresidente Hernán Siles Suazo. Convertirlas en veinte volúmenes fue un trabajo titánico. Para semejante labor no contó con otro aliciente que el de Carlos, su devoto lector, y, por supuesto, con el de su indomable vocación. Por su abandono del Partido, que equivale a un exilio, y por su carácter tímido, orgulloso, quisquilloso, Alicia no tenía ni editor ni relaciones. No pertenecía a la familia de escritores que “viven en los cócteles con un vaso en la mano”, como ella misma decía, sino a la de quienes sencillamente escriben. Pero tenía “el bichito”, vale decir, el acicate interno que a uno lo obliga a seguir escribiendo en forma ineluctable, contra viento y marea, aun sin esperanza de publicar.
Yo la recuerdo picoteando las teclas de su máquina de escribir, de la mañana a la noche, con un ruidito como de pájaro carpintero que se me ha quedado adentro: mi infancia es ese ruido. Alicia se levantaba temprano, se vestía, se pintaba los labios (era lindísima), se ponía zapatos de taco y se sentaba a escribir. Aparte de llenarnos, a mi hija y a mí, de un amor absorbente pero muy corajudo (fue ella quien me aconsejó irme del país cuando la dictadura, llevándome a la nenita de su alma, a sabiendas de que en adelante viviría sola y acaso sospechando que también moriría sola), Alicia me hizo depositaria de tres legados: la tenacidad (yo también me siento ante la computadora diez horas diarias, aunque sin ponerme los aros, ni los tacos, ni el rouge); la lengua (esa lengua perfecta que fue la suya, pasada por un doble tamiz, el de su familia provinciana y el de su sólida formación de profesora de castellano); y el goce de una independencia femenina que no necesité ganarme. Mi madre había luchado por las dos, por ella y por mí. Y por todas. A través de Alicia Ortiz, el feminismo me llegó como un regalo que cada día me despierta mayor gratitud.
A menudo me he preguntado si la ausencia de reconocimiento no la hacía sufrir. Sin embargo, a medida que me acerco a la edad que ella tenía cuando quedó tan sola (en una palabra, a medida que mi madre se vuelve mi hermana), mi respuesta es doble: el tiempo apacigua ese indudable sufrimiento, y además, el trabajo encarnizado nos vuelve olímpicos. Nada puede rozar al que vive escribiendo (o pintando, o tocando el piano) como si respirara. Todos fracasamos sin excepción, es claro, tanto los del vaso en la mano, cargados de honores, como los solitarios metidos en la penumbra de sus casas. Pero en la evolución personal, la aceptación del fracaso es un momento necesario que armoniza los opuestos, un momento neutral que mi madre sin duda conocía.
A veces dejaba descansar su máquina para quedarse pensando. Se daba vuelta apenas, en su silla, apoyaba el codo en el respaldo, y pensaba. Tenía unos ojos muy criollos, de espejo negro, caídos hacia las sienes, y unas cejas “de manubrio de bicicleta” que subrayaban la melancolía de los ojos, como una frase musical subraya la otra. Ahora puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que en aquellos instantes, su pensamiento no era ni triste ni alegre. Era un pensamiento de lejanía, un pensamiento desasido que todo lo transmutaba en oro de verdad.
I
El escenario
Casitas bajas, de pared corrida, o viejos caserones se enfilaban a lo largo de ambas aceras. Aquí y allá, un edificio más nuevo mostraba los tímidos tanteos de una construcción de altos entre tanta chatura colonial. Nenas descalzas y sin bombachas se paseaban impávidamente o se revolcaban, como perritos vagabundos, en los cuadros de tierra donde crecían árboles escuálidos. La calzada de adoquines irregulares era frecuentada por niños harapientos que jugaban a la pelota o cruzaban para sentarse en uno u otro cordón, desde donde seguían las incidencias del juego, intercambiando gruesas palabrotas. De pronto, gritaban:
—¡Ahí viene Carlitos Champlín! —y huían a la desbandada ante el vigilante chueco, que caminaba con los pies en ángulo recto.
En la esquina de la derecha, estaba la vieja casona del capitán Contreras, pegada al edificio nuevo, de bajos y altos, de un constructor enriquecido, Bruno Landini, cuya única nieta lucía todas las tardes lindos vestiditos floreados y grandes lazos blancos que sostenían los rulos de su cabecita airosa.
Al lado, se recostaba el caserón antiguo, con ventanas de rejas coloniales, del relojero, cuya flaca y agria mujer, rubia y de lentes, asombró un día a la cuadra envenenándose con bicloruro. Era pensionista de esa familia el viejo procurador Pichuleo: todo vestido de negro, con su cuello de palomita y su corbata de moño, silencioso y solemne, parecía un empleado de pompas fúnebres.
Enfrente, en una de esas casitas idénticas de la esquina, vivían Amalia y Ernestina Kruger, las dos corpulentas hermanas solteras, hijas de alemanes, que se pasaban las horas muertas en el balcón, acodadas sobre almohadones, mirando a los transeúntes con ojos melancólicos.
Seguía a este grupo de construcciones, el corralón de la renga Fernanda: largo pasaje descubierto por donde se hundían los carros en oscuras profundidades. Su vecina era la casa del cajonero, como se le decía al fabricante de ataúdes, compartida con un expendedor de vinos. Este buen señor había colgado un cartel con la siguiente leyenda: “Excelente vino Toro, 0.20 el litro (por el corredor, primera puerta, a la izquierda)”.
La vivienda modesta de doña Juana, la carnicera, que tenía un patio lleno de macetas con hortensias, se levantaba después, frente al corralón de la gorda Pepa, donde se almacenaba forraje. A continuación, la casa de Ferreyrúa, el gallego chófer, propietario de un renó –como llamaban a su taxímetro todos los chicos del barrio–, era vecina de otra pintada al aceite, de color verde oscuro, donde vivía don Justo, marido y cuñado mártir, respectivamente, de dos mujeres altas, huesudas y beligerantes, a quienes –por mal nombre– el barrio llamaba las Caballas. También formaba parte de esta familia un hijo adoptivo: Justito, don Juan en ciernes a quien muy pronto se le quemaron las alas.
Los Cáceres Montoya vivían en la casa de al lado y, después de dos o tres viviendas modestas, estaba la esquina del almacén de Manetta, frente al viejo caserón del guarda de tranvía, don Federico, habitado también por otros inquilinos con profesiones menos honorables, que le daban todo el aspecto de la escuela de Monipodio. Enseguida, la pared corrida de doña Rosa, la planchadora, se prolongaba con el conventillo vecino de nuestra casa.
La calle vivía su historia repetida en el monótono deslizarse de días y estaciones.
—¡Ceboooollaaajoooo!... —cantaba el italiano don José, en el rigor de la siesta. Al ritmo lento de su carrito, el bigote enhiesto, la ancha nariz respingada, iba siempre soñoliento: su mirada resbalaba por las cosas habituales, indiferente en apariencia y, sin embargo, alerta. El carrito, demasiado pequeño para su corpulencia, parecía de juguete.
Pronto pasaría el masitero con su canasta recubierta por un lienzo blanco. Se detenía, colocaba la cesta en el suelo, levantaba el lienzo. Nubes de moscas se abatían sobre la pegajosa mercancía; manos también, no muy limpias.
—¿Cuántas da por cinco, don?
—Para mí, veinte de fatura.
El masitero volvía a tapar lo restante y se iba haciendo sonar el pito que tenía totalmente dentro de la boca.
—¡Ricota freeescaaa! —se oía más tarde, y aparecía otro pregonero, al brazo su cesta llena de tarros cilíndricos. Las mujeres y los chicos brotaban de todas las puertas con sus platos en la mano, alargando los diez centavos. Del molde volcado sobre cada recipiente, salía la blanca forma viscosa. Los ojos de todos cobraban un brillo más penetrante.
—¿Sabe? Me soñé con el 33 —informaba doña Luisa, la mujer del afilador de cuchillos, con los gruesos brazos cruzados sobre el pecho y el eterno vientre grávido, entornando los ojos para atisbar desde lejos la llegada del quinielero. Pero ya el redondel metálico en equilibrio sobre la cabeza y el catrecito bajo el brazo anunciaban al vendedor de fainá. Nuevo remolino de gente se formaba en torno, observándolo mientras, gordo y de breve estatura, de boina y de chaqueta blanca, cortaba cada tajada con la seriedad de un rito.
El crepúsculo anunciaba sus primeras sombras. Del despacho de bebidas de doña Concetta, que estaba en la cuadra siguiente, al lado del mercadito “La Margherita”, partían las canzonetas aguardentosas:
A la violeta, la va, la va...
Palito, el carrero, congestionado y de mirar torvo, llegaba enfundado en su absurdo traje de color caqui. Pronto se difundirían, desde el fondo del corralón forrajero de la gorda Pepa, donde ocupaba un cuartito con su anciana madre, los gritos de su vieja al recibir su cotidiana ración de malos tratos.
Don Salvador, el afilador de cuchillos, regresaba sudoroso, empujando su carrito, la camiseta pegada a la espalda corva, y los pantalones sostenidos de manera inverosímil, como diez centímetros por debajo del talle.
Fernanda, la hija del dueño del corralón de carros, con su pierna coja y sus dientes saltones, llevaba la voz cantante en las rondas de los atardeceres bochornosos, haciendo sonar los zuecos de madera, mientras sus largas trenzas se bamboleaban al ritmo desparejo de sus saltos:
—Yo no soy buena moza, yo no soy buena moza, ni lo quiero ser...
Ya las sillitas de junco en las puertas buscaban el fresco y el descanso. Poco a poco, el botón rojo de un cigarrillo, luciérnaga pausada, denunciaba aquí y allá, bultos apenas visibles de hombres de camiseta, en la calle escasamente iluminada. Una carcajada o una blasfemia, el compás arrastrado de un tango, afirmaban, detrás de las paredes corridas, el latir de la vida humana. O llegaba el invierno y todo refluía hacia interiores hacinados. En torno del brasero familiar, el mate y los bizcochitos con grasa circulaban de mano en mano. Una casita de la esquina, al lado de la que ocupaban las hermanas Kruger, dejaba oír el torpe balbuceo de un piano desafinado. Los niños, desconocidos en la pulcritud de sus delantales blancos, iban a la escuela.
—Mama, ¿qué llevo para el segundo recreo? —se oía detrás de una pared corrida.
—¿No te puse pan y salame en la cartera? —contestaba con otra pregunta la voz ahogada de la madre desde la cocina.
—¡Pero, mama, eso no me alcanza más que para el primer recreo!
En los atardeceres melancólicos de los domingos invernales, sólo el manisero animaba la calle desierta y azulada, estirando desde lejos el largo lamento de su corneta lastimera.
El frío había vencido. Ya la calle era dueña de sí misma, sin rangos ni rayuelas. Vacía, mostraba su rostro inmóvil, pero no impenetrable, sino hondamente expresivo. Ahí estaban su miseria, su dolor y su esperanza, y también sus contrastes.
II
Casas contiguas
En mitad de la cuadra se alzaba nuestra casa, con su balcón de hierro forjado y su zaguán de mayólicas, pegada a la pared corrida del conventillo vecino, que a su vez estaba erizada de trozos de vidrios, como amenazando desde arriba la audacia de algún posible asaltante.
Puertas casi juntas, la nuestra era de roble barnizado con molduras, grandes manijones cincelados y una aldaba de bronce que perduraba, como recuerdo de otras épocas, debajo del timbre eléctrico; el umbral de mármol tenía contornos ondeados. La otra, baja, estrecha, de una sola hoja, era un ancho tablón y, pintada originariamente de color violeta, mostraba su desnudez de pino blanco por sus partes descascaradas; al ras de la acera, por ella se pasaba sin la transición de un umbral.
Gris el frente de piedra de la nuestra, la breve pared de la otra era de color melón, ahora lleno de manchas e impresiones de lodo, sin contar los muñecones hechos al carbón por una mano inexperta o la no menos inexperta que había trazado aquel: Boicó a los pitucos de Yanos.
Entrando, el zaguán de mayólicas de nuestra casa se abría a un extenso vestíbulo con mampara de cristales. La sala, abarrotada de muebles dorados y de mesitas de mármol, sillones tapizados de brocato y jarrones chinos, consolas y almohadones, según el gusto de la época, daba a la calle y, junto a su gran balcón, estaba el piano, con sus candelabros y su taburete, esperando siempre la amenaza de unas manos vacilantes.
Seguía a la sala el primer dormitorio y éste se comunicaba con otros dos que bordeaban el primer patio, encerrado en su extremo por la prolongación del comedor. En ese ángulo, estaba la primera mata de jazmines del país, minada de gorriones bulliciosos, que nevaba el patio con sus florecillas fragantes después de la lluvia: desprendidas de sus tallos, se quedaban ahí, pegadas en cada gota, cara al mosaico, con el rabillo para arriba, como paragüitas invertidos. Grandes macetas con geranios y malvones se arrimaban a la mampara de cristales esmerilados que lindaba con el vestíbulo y, en la pared medianera, hacia la casa de al lado, estaba la yuca, esa palmera pinchuda traída del Paraguay por mi abuelo, y la diosma, con sus finas ramitas de penetrante aroma y sus menudas florecillas blancas.
Un pasadizo techado vinculaba el primero con el segundo patio, al cual se abrían tres dormitorios y el cuarto de baño. Frente a una de esas habitaciones, una enredadera de madreselvas cubría la pared medianera de ese patio, entoldado con parras altísimas, que hacían de la cosecha cotidiana, un verdadero rito llevado a cabo por el mucamo con escaleras gigantescas y tijeras de podar.
Limitado por una balaustrada con enredaderas de rosas té y jazmines del país, había un jardín final, donde estaban las dependencias: rosas y siempre jazmines del país –flor dilecta–, un árbol ciclópeo de magnolias, dos limoneros, una higuera y otra parra tupida embalsamaban ese paraíso. En alto, estaba la pieza de la cocinera y, desde su ventana, el techo de enredaderas se veía como una alfombra maravillosa, horadada por la copa altiva de la magnolia. Nido de pájaros, este árbol eludía toda humana arbitrariedad, con sus bellas flores inaccesibles. Allí permanecían, lejos de todo alcance, blancas y luego amarillentas, hasta que caían, como sus hojas barnizadas, demasiado tarde para adornar un jarrón o saciar un capricho infantil.
No pasaba lo mismo con la higuera. Por la escalera que conducía a la pieza de altos, subíamos los chicos al techo de zinc de la casilla construida debajo para el mucamo y, desde allí, alcanzábamos las más altas ramas del árbol, que era nuestro cuartel general, el lugar de las confidencias, la ciudadela inviolable de nuestras expansiones pueriles, donde los adultos no tenían cabida. La casa reposaba hacia la izquierda, mientras que, a la derecha, la breve pared corrida apenas separaba el edificio de su vecino pobre, sólo pródigo en violencias y miseria. También tenía patios extensos, pero bordeaban piezas que, a su vez, albergaban a familias enteras: el padre, la madre, los chicos, el brasero, la mesa de pino blanco y los catres, que nunca eran bastantes. Por los patios de piso de ladrillo, entre el ir y venir de mujeres afanosas y de chicos llorosos, picoteaban las gallinas. Allí también había una parra, y, contra la pared divisoria de nuestra casa, se recostaban las cocinas de madera. En el fondo, lindante con nuestro segundo patio, estaba la vieja higuera, esa que no dio otros frutos más que la soga con que se ataba a un niño para castigarlo mejor.
¡Cuántas veces se habrá asomado hacia allá mi madre, trepada en la frágil escalera de mano, para intervenir en favor de una criatura azotada!
—¡Déjelo, doña Luisa! —decía—. ¡No le pegue más!
Nosotros, los chicos, no nos asomábamos menos. Cada vez que una risotada, un llanto destemplado y agudo o una gritería confusa de voces diversas llegaba desde el otro lado de la pared, allá estábamos el Tito y yo, apoyando la escalera de mano, seguros de ser testigos de una escena jugosa. Era inútil que mi madre nos prohibiera hacerlo y que, a veces, le obedeciéramos; no podía rodearnos con un muro protector contra gemidos o blasfemias, y la vida ajena, que se echaba impúdicamente a los ojos a pesar de la voluntad, no podía menos que llegarnos demasiado pronto, en sus formas incontroladas y violentas, a pesar del materno empeño. Aunque la inmadurez infantil sea una defensa contra enseñanzas precoces, aquel mundo era demasiado elocuente. ¿Cómo separarlo de mis recuerdos de infancia? A ellos está vinculado indisolublemente y recordar aquella etapa es volver a la viudez temprana de esa hermosa mujer, delicada y pálida, que era mi madre, es retrotraerse a la juventud y a la niñez de hermanos de todas edades, es evocar a un abuelo de luenga barba blanca y a un tío de mirar ceñudo, pero también –o sobre todo–, es hacer revivir tipos y rostros, dramas y sainetes del conventillo y de la calle, que tan profusamente poblaron la zona de mi experiencia primera.
III
La muerte de mi padre
Las rodillas de mi padre eran duras y yo sentía, bajo la presión de mis manos, en el balanceo pueril que había tomado como juego, que aquel regazo no era tan confortable como las tiernas faldas de mi madre. Todo era agudo y anguloso en ese hombre en silencio, siempre sentado en su sillón de Viena, en el ángulo del comedor, bajo la repisa del teléfono. Pero su rostro se ha esfumado y sólo han quedado, en la memoria lejana de mis tres años, esas rodillas acogedoras, seguramente tiernas también, y complacientes, pero extrañadamente huesudas y descarnadas.
Mi padre no hablaba o, por lo menos, no recuerdo que haya dicho nada; sólo se dejaba estar, pero presumo que mi compañía le agradaba, porque sentía su mano acariciándome suavemente la cabeza, mientras yo seguía, confiada, balanceándome entre sus piernas, ajena a toda idea de dolor y de peligro.
De pronto, la cocinera Isidora se asomó para llamarme. Abandoné a disgusto las rodillas de mi padre y me acerqué a ella. Me tomó de la mano y casi a rastras me llevó afuera.
—¿Por qué? —le pregunté, sublevándome.
—Ya sabes que la señora te tiene prohibido acercarte al señor, que está enfermo —me dijo ella bajando la voz y volviéndose, inquieta, hacia la puerta del comedor para asegurarse de que mi padre no la había oído.
La miré con hostilidad y me desasí. ¿Para qué servía un padre si uno ni siquiera podía balancearse en sus rodillas? A él no le molestaba –yo lo sabía muy bien–, de otro modo se habría enojado, porque –también lo sabía– cuando algo no le gustaba, se enojaba.
Un gorrión estaba picoteando cerca del banco de plaza que había en el primer patio, y me distraje siguiendo sus evoluciones. A saltitos se acercó al pie de la enorme maceta que contenía la diosma y luego, con vuelo breve, trepó a la maceta vecina, donde estaba la yuca. La tierra húmeda ofrecía caza abundante y, con un gusano en el pico, voló hasta el jazmín del país. Levanté la vista, tratando de atisbar su nido entre las ramas espesas y nudosas, pero una cabeza que se asomó por la pared corrida del conventillo vecino desvió mi mirada. Era Carlitos, un muchachito prodigiosamente sucio, como de ocho años, tuerto y de cara chata.
—¿Qué miras, mocosa? —me dijo a boca de jarro, sin darme tiempo a reaccionar y, sacándome la lengua, desapareció detrás de la pared.
—¡Se lo voy a contar a mamá! —grité. Me llegó su risa desfachatada.
—¡Qué me importa, nena de rococó!
Era un insulto, sin lugar a dudas, pero la palabra no me decía nada, de modo que no contesté y me dirigí resueltamente al corredor techado que comunicaba el primer patio con el segundo, adonde tenía mis juguetes. La madreselva se asomaba, tentadora, desde el otro patio, pegada a la pared del conventillo. Arranqué algunas hojas y me puse a picarlas para hacer bocadillos de acelga en mi cocinita de lata, pintada de azul.
No recuerdo si me absorbió la tarea al punto de disipar mi enojo contra Isidora o si me siguió preocupando la prohibición de mi madre. Era evidente, de todos modos, que yo entreveía un misterio en torno de mi padre y que, a pesar del juego confiado en sus rodillas, él era un hombre extraño para mí. ¿Por qué se me ha borrado su rostro? Tal vez haya interferido el retrato, que luego se me hizo cotidiano, hasta sustituir su cara verdadera. Es más fácil que recordemos el aspecto de los objetos, que los rostros cambiantes de las personas. ¿Por qué es tan vivo en mí el recuerdo de la pianola que compró mi padre cuando yo tenía tres años y su rostro no se me brinda, aunque lo busque afanosamente en mi memoria?
Una mañana, mi hermanito y yo, que éramos los menores de la familia –el Tito tenía dos años y yo tres–, volvíamos a casa, alegres y despreocupados. Nos habíamos escapado de la casa de nuestro tío Nicanor, donde habíamos dormido, no sabíamos por qué. Tampoco recuerdo cómo lo pasamos allá ni quién nos llevó, pero volver no era difícil, ya que la casa quedaba a la vuelta de la nuestra, en el escenario conocido de tantas andanzas.
No había dejado de sorprendernos, ya en la calle, la gente del conventillo vecino que, amontonada ante la puerta de nuestra casa, nos miraba llegar con un aire raro, ligeramente cohibido. Pero la mayor sorpresa nos esperaba del otro lado de la puerta de cancel. ¿Qué había pasado? El vestíbulo estaba lleno de gente desconocida y, en medio del grupo, se destacaba la cabeza de mi tío Nicanor. Apenas nos vio, se puso rojo de indignación:
—¿Quién ha tenido la brillante idea de traer a estos chicos? —dijo. Miré hacia la izquierda y, en el dormitorio de mi hermana mayor, Susana, alcancé a ver a unos hombres con caras de pocos amigos, que estaban alzando unos candelabros, antes de que, empujándonos violentamente, mi tío Nicanor nos echara al patio sin miramientos. Allí nos ordenó que fuéramos al jardín del fondo, pero los dos nos consultamos con la mirada, indecisos e intimidados, y resolvimos buscar a nuestra madre. ¿Dónde estaría?
Las puertas de los cuartos que salían al primer patio estaban cerradas y sólo permanecía abierta la del comedor, por la que mi hermana Susana salió corriendo a nuestro encuentro. Era una muchachita delgada y alta, de ojos negros y largas trenzas que le caían sobre el pecho. Vestía un traje de cuadritos blancos y negros y nos observó, vacilante, sin saber qué hacer.
Yo miré hacia el rincón del teléfono y noté que allí faltaba algo.
—¿Dónde está el sillón? —pregunté, y mis palabras parecían absurdas, porque era evidente que algo más importante que la ausencia del sillón pasaba en la casa, pero Susana contestó seriamente, sin sorprenderse, después de dudar un momento:
—Lo llevamos al altillo —y, empujándonos, nos obligó a salir al segundo patio, mientras agregaba—: Vayan a jugar al jardín.
Nos fuimos caminando los dos juntos, muy juntos, tomados de la mano y en silencio, como si fuéramos culpables de algo.
—¿Qué pasa? —pregunté, de pronto, en voz baja. Sin embargo, no era una pregunta; era como la expresión de una sospecha vaga que pugnaba por abrirse camino, pero que me causaba sólo una intensa curiosidad. Todo lo había visto como a través de una niebla: el tío Nicanor, esa gente desconocida, amontonada en el vestíbulo, y los hombres de los candelabros eran como figuras de un sueño, pero yo estaba despierta.
¿Pensé, acaso, que había muerto mi padre? Pero, ¿qué podía ser la muerte para mí? A veces, en el jardín del fondo, había cortado un gusano de tierra con un cuchillo, divertida de ver moverse por separado, como dos seres independientes, cada una de sus secciones, o cazaba una langosta saltona y le arrancaba una pata. No pensaba que eso le podía causar dolor, porque, ¿qué era una langosta?, un juguete con movimiento natural y no sabía llorar ni quejarse, como lloraba el Tito, si yo le daba una certera bofetada en sus carrillos sonrosados.
—¿Qué pasa? —repetí como para mí misma, porque el Tito no estaba en condiciones de darme una respuesta y, medrosa, vacilante, mirando hacia atrás como si temiera dar la espalda a un peligro, seguí caminando de la mano de mi hermano.
Nadie había en el segundo patio, adonde salían los dormitorios de mi tío Roberto, de mi abuelo y de mi hermano mayor Héctor, pero en el jardín, donde estaban las dependencias, la diminuta Isidora, nuestra cocinera madrileña, nos dejaba acercar, mirándonos de soslayo, simulando estar muy ocupada y sin su risa habitual, también contagiada por la extraña atmósfera de la casa.
—¿Queréis una taza de cascarilla, pequeños? —preguntó, alzando al Tito en sus brazos, con repentina ternura. Ya sabía ella que semejante ofrecimiento era siempre bienvenido.
Mis recuerdos se pierden en la taza de cascarilla y así como se han quedado intensamente grabadas la escena de los candelabros o la sensación de las rodillas de mi padre bajo mis manecitas, lo demás –y hasta la edad de seis años, cuando comencé a asistir a la escuela– se diluye en la zona oscura de mi memoria, de donde emergen apenas algunos retazos inconexos.
Probablemente en ese lapso, y aun antes, muchas cosas hayan ocurrido que mi memoria conserva, pero, ¿cómo ubicarlas cronológicamente? Tipos y escenas, rostros e imágenes se superponen, se enlazan, y no sé si fueron previos o posteriores o tal vez repetidos y habituales. ¡Cuántas escenas truncas, fragmentos de drama o de comedia, han quedado así, irreparables, como un rompecabezas del que se hubieran perdido algunos cubos! Ellas llenan las horas de mi memoria primera, que anda a saltos, sin ilación, y reconstruirla es como buscar las cuentas de un collar roto en una habitación sin luz.
IV
El retrato
Una tarde llevaron de la fotografía un gran retrato de mi padre. Era el mismo que yo había visto en pequeño y que ahora volvía ampliado y con un gran marco dorado y oval. Lo colgaron de una pared de la sala y todos nos pusimos a observarlo. Los comentarios se referían, en especial, a la calidad de la ampliación y del retoque, a la belleza del marco nuevo, al largo de la cadena dorada de donde pendía, pero insensiblemente, el tema derivó a la persona que representaba.
Nos habíamos sentado, como si fuéramos visitas, en los sillones de la sala y, con la habitación en sombras, ya que estaban cerradas las persianas, nos quedamos hablando de mi padre.
¿Cuántas veces repitió mi madre, desde esta desaparición temprana, rasgos y anécdotas, escenas y circunstancias diversas de su vida? ¿Quería mantener en nosotros el recuerdo o le gustaba pensar en voz alta, evocando horas que no se podían repetir? Lo cierto es que sólo por ella, por lo que ella contaba, poco a poco la imagen de mi padre fue perfilándose, ocupando un lugar vacío, y hoy es como si lo hubiera visto reír, con esas risotadas sonoras, tan ajenas a la suave sonrisa de mi madre, y enojarse también, con esos arranques borrascosos que hacían temblar los cristales, pero que no tenían trascendencia.
—Cuando se sacó esa fotografía tenía cuarenta y un años. Fue un año antes... —dijo ella sin pronunciar la palabra que sugerían sus puntos suspensivos.
—Ya tenía algunas canas —observó mi hermana mayor—, pero ahí le han retocado los cabellos con un ensañamiento que parecen embetunados.
Desde la pared nos miraba un rostro enjuto y pálido, con grandes bigotes negros y remangados, según la moda que privó hasta la Primera Guerra Mundial, y unos ojos verdes y penetrantes, ligeramente saltones. De frente ancha y despejada, tenía un marco de cabellos negros y una nariz enérgica y aguileña.