Isabel II de España - Heminia Luque Ortiz - E-Book

Isabel II de España E-Book

Heminia Luque Ortiz

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Beschreibung

AMANTE APASIONADA, REINA ATREVIDA.  Ninfómana, inculta, indolente, incompetente, caprichosa, derrochadora, populachera, impredecible, inmoral… Todos estos adjetivos han sido adjudicados a la reina Isabel II de España. Y todos ellos han supuesto no solo una crítica demoledora a sus capacidades como gobernante, sino, sobre todo, a su vida personal, a su modo de ser y a sus gustos íntimos. Pocas figuras históricas de la España contemporánea han sido tan castigadas por los tópicos y juzgadas con tanta inquina desde un prisma de prejuicios que parte de conceptos morales trasnochados como la reina Isabel II. Isabel vivió circunstancias especiales que explican el papel que desempeñó como reina, pero, sobre ellas, pesó de un modo singular su condición de mujer.

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Seitenzahl: 197

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

AMANTE APASIONADA. REINA ATREVIDA

I. LA NIÑA CONVERTIDA EN REINA

II. EN BUSCA DE SU FELICIDAD

III. UN FUTURO PRÓSPERO

IV. EL DIFÍCIL ARTE DE GOBERNAR

V. SOLA Y SIN CORONA

VISIONES DE ISABEL II DE ESPAÑA

CRONOLOGÍA

© Heminia Luque Ortiz por el texto

© Cristina Serrat por la ilustración de cubierta

© 2020, RBA Coleccionables, S.A.U.

Diseño cubierta y portadillas de volumen: Luz de la Mora

Diseño interior: tactilestudio

Realización: EDITEC

Asesoría narrativa: Ariadna Castellarnau Arfelis

Asesoría histórica: Alejandro Lillo

Equipo de coloristas: Elisa Ancori y Albert Vila

Fotografías: Wikimedia Commons: 159; Biblioteca Nacional de España: 161.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: octubre de 2025

REF.: OBDO870

ISBN: 978-84-1098-764-7

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

AMANTE APASIONADA. REINA ATREVIDA

Ninfómana, inculta, indolente, incompetente, caprichosa, derrochadora, populachera, impredecible, inmoral… Todos estos adjetivos han sido adjudicados a la reina Isabel II de España. Y todos ellos han supuesto no solo una crítica demoledora a sus capacidades como gobernante, sino, sobre todo, a su vida personal, a su modo de ser y a sus gustos íntimos. Pocas figuras históricas de la España contemporánea han sido tan castigadas por los tópicos y juzgadas con tanta inquina desde un prisma de prejuicios que parte de conceptos morales trasnochados como la reina Isabel II.

Durante su vida fue víctima de clichés y frases destructivas, como la que le impuso el escritor Benito Pérez Galdós, llamándola «la de los tristes destinos», o bien otras menos amables, como «esa señora imposible», y de innumerables anécdotas que deformaron la comprensión cabal de lo que fue su figura histórica y el período en el que desempeñó su labor en la jefatura del Estado, uno de los más complejos y convulsos del siglo XIX. Incluso hoy persiste en ciertos ámbitos la idea de que fue una mujer poseedora de una sexualidad descontrolada y una reina, paradójicamente, controlada y manipulada por personajes y grupos reaccionarios y hasta siniestros.

Se olvida, no obstante, que Isabel protagonizó un cambio trascendental en la historia de la España contemporánea: la definitiva ruptura con los restos de un Antiguo Régimen en descomposición y el afianzamiento de una monarquía constitucional y una economía en vías de industrialización; fenómenos ambos conectados con el auge de una sociedad de clases dominada por la burguesía. Dentro de esos cambios socioeconómicos su rol fue a veces secundario, pero no hay que subestimar su papel decisivo en el tránsito hacia nuevas formas de la política que desterraban definitivamente la monarquía absolutista que tanto había defendido su padre, Fernando VII. Durante su reinado, no se cerraron universidades, no se persiguió a los adversarios políticos, ni se negaron derechos o libertades a los súbditos, como sí ocurrió cuando reinó su padre.

Isabel vivió circunstancias especiales que explican el papel que desempeñó como reina, pero, sobre ellas, pesó de un modo singular su condición de mujer. En primer lugar, nada más morir su padre, su tío Carlos se negó a reconocerla como legítima heredera, dando lugar a una guerra de sucesión que duraría siete años. A pesar del importante apoyo de los sectores más reaccionarios del panorama político y social al pretendiente Carlos, está claro que la querella dinástica no habría prosperado de haber nacido ella varón.

En segundo lugar, recibió una educación deficiente, similar a la que recibían las hijas de las familias burguesas y aristocráticas, que no la preparó para la tarea que le estaba encomendada. Su formación fue marcadamente moralista. Se le enseñó religión, música y labores de aguja, pero se dejaron a un lado los contenidos humanísticos, la historia o los idiomas, que tanto le habrían servido para regir los destinos de una nación. Isabel no accedió nunca a conocimientos de teoría política, de modo que es posible que careciese de la comprensión cabal de conceptos abstractos como soberanía nacional o libertades y derechos. Se movió siempre entre una concepción patrimonial de la corona y una benévola disposición general hacia los súbditos. Todo esto, sin duda, la debilitó y la dejó a merced del círculo de intereses que la rodeaba.

En tercer lugar, Isabel tuvo que enfrentarse a una implacable manipulación de su sexualidad. Casada a los dieciséis años con su primo Francisco de Asís de Borbón, el matrimonio fue un completo desastre, situación que Isabel intentó compensar con una intensa y criticada vida amorosa. Su lista de amantes se convirtió en un asunto de Estado y lo que pasaba en su alcoba le granjeó la fama de ninfómana. Así la describían todas las crónicas de la época, como una mujer insaciable que invitaba a su lecho a todo hombre con el que se cruzaba, más interesada en el placer que en gobernar. Su vida privada, sin embargo, no distaba mucho de lo que era habitual entre la aristocracia y la realeza de la época, en especial entre los hombres, a los cuales la sociedad les perdonaba todas sus aventuras.

Durante su reinado, Isabel se vio sometida no solo a las presiones de sus ministros, que dictaminaban cuándo la reina debía dar por terminada una relación, sino también al chantaje de sus antiguos amantes, quienes no dudaron en usar contra ella cartas y otros testimonios de la relación que habían conservado. La prensa, junto con la difusión de panfletos y caricaturas no adscritos a medios de comunicación reglados, desempeñó un papel importantísimo en la campaña de desprestigio que sufrió Isabel. Una doble moral operaba en el fondo de la cuestión: a una reina no le estaba permitida la libertad sexual de la que tradicionalmente sí gozaban los reyes, incluido su hijo, Alfonso XII, que no se privó de tener relaciones extraconyugales e hijos fuera del matrimonio.

Fue la hipócrita proclama de una «España con honra» la que se puso al frente de la revolución de 1868, pronunciamiento militar que expulsaría del poder a Isabel II. Al frente de este estuvo nada menos que el primer amante de Isabel, el general Serrano. La reina marchó al exilio en septiembre de ese mismo año, sin intentar una confrontación bélica para mantenerse en el trono. Tenía apenas treinta y siete años y pasaría otros tantos exiliada en París. A su residencia la llamó «palacio de Castilla», y en este lugar vivió hasta su fallecimiento, en 1904. Tuvo tiempo, pues, de ver a su hijo, Alfonso XII, y a su nieto, Alfonso XIII, en el trono de España; el mismo del que la habían expulsado para instaurar un régimen monárquico constitucional y una república que acabaron fracasando.

Sea como fuere, puede afirmarse que Isabel fue una mujer que amó con libertad, que disfrutó de una sexualidad plena y que defendió su derecho a ser feliz y a tomar sus decisiones. Su conducta, de forma reiterada, fue contraria a la moral católica al uso, tanto en su vida amorosa como en su apasionado gusto por las diversiones mundanas y las vestimentas atrevidas y lujosas, ambas cosas censuradas por el clero. Una vida sexual activa que tuvo como consecuencia doce embarazos de padres diversos (aunque varios terminaron en abortos o los neonatos fallecieron al poco tiempo).

A pesar de su evidente falta de dotes políticas, a Isabel II hay que reconocerle la suficiente aptitud para mantenerse en un trono al que accedió siendo una niña y del que muchos, en reiteradas ocasiones, quisieron desalojarla. Ella misma fue consciente de sus deficiencias y no dudó en confesárselas a Pérez Galdós en una entrevista que mantuvo en 1902, ya exiliada en París. El poder, la adulación y las manipulaciones propias de la corte le habían llegado demasiado pronto: «¿Qué había de hacer yo, jovencilla, reina a los catorce años, sin ningún freno a mi voluntad, con todo el dinero a mano para mis antojos?». El fracaso de la monarquía isabelina, por tanto, quizá haya que achacárselo más a un sistema constitucional que otorgaba demasiado poder al rey en detrimento de un ejecutivo fuerte y unas cortes soberanas, y a la debilidad de un sistema de partidos incapaz de representar los intereses del conjunto de la nación.

El desprestigio personal de Isabel surgió del miedo a su independencia; independencia política, en cuanto reina, e independencia del deseo femenino que ella encarnó a la perfección. Y una sociedad tan misógina como la del xix no podía tolerar ni lo uno ni lo otro.

I

LA NIÑA CONVERTIDA EN REINA

A partir de ese momento tenía plena capacidad para ejercer el poder personalmente, sin tutor alguno interpuesto. Ella y solo ella mandaba en el reino.

El 10 de noviembre de 1843 era un día singular en el desapacible y frío otoño de Madrid. Su aya, la condesa de Mina, le había dicho a Isabel que aquel iba a ser el día más importante de su vida. En cambio, la marquesa de Santa Cruz había sentenciado que el día más importante para una mujer, fuera reina o lavandera, era el de su boda. Isabel no sabía qué pensar, y su incertidumbre era aún mayor en esos instantes, mientas avanzaba junto al anciano general Castaños, el héroe de la batalla de Bailén, por la mullida alfombra de color escarlata. Los seguía la marquesa de Valverde sosteniendo el manto real. Un manto tan pesado (lo había comprobado el día anterior) que ella sola no podía arrastrarlo más que dando tirones.

El salón del palacio del Senado estaba lleno a rebosar. En cuanto ella y su hermana cruzaron el umbral de la puerta, los murmullos cesaron y dieron paso a un respetuoso silencio. Mientras caminaba con la lentitud debida, Isabel percibía el crujido de sus ropajes (la enorme estructura del miriñaque y sus crinolinas, el frufrú de la seda, el roce del tul) y el tintineo de los diamantes de la corona (no en vano llamada «de tembleque»), así como el impacto sordo de las pisadas del general. Sus botinas de seda, por el contrario, se deslizaban con sorprendente suavidad sobre la alfombra. A medida que avanzaba, notaba que algunas miradas masculinas se detenían en la parte superior de su vestido, ceñido al busto, y eso la llevó a ruborizarse. Era un vestido precioso, sí. Aunque, para disgusto suyo, no le habían permitido llevar un traje con los hombros descubiertos, como sí lo llevaban las damas que veía a su alrededor. Al menos, le habían dejado escoger el tejido. Se había decidido por uno con pequeñas flores azules bordadas. El azul era el color favorito de su madre, María Cristina, ausente en ese momento crucial de su vida. Bueno, ya se lo enseñaría cuando regresara de París. Ahora vivía allí. Había tenido que marcharse, dejándolas a su hermana y a ella en palacio, no por gusto, sino obligada por las circunstancias. La corona exigía múltiples sacrificios, le había dicho en una carta.

Seguro que a su madre también le gustaría el cinturón de oro, pensó Isabel. Como los que llevaban las reinas de antes, Isabel la Católica, por ejemplo, la mejor reina; un dechado de virtudes, a decir de su antiguo tutor, don Agustín, que empleaba palabras muy raras. Gracias a Dios, ya no era su tutor. Ni él ni nadie, en verdad; no lo necesitaba, puesto que había sido declarada mayor de edad. Tampoco tendría maestros a partir de ahora: se habían acabado las clases. Fin de la obligación de estudiar piano y gramática. O historia, lo más pesado entre lo pesado. Su vida sería como la de una persona mayor. Adiós a los dictados, las redacciones, las tablas de multiplicar o las divisiones de dos cifras, tan difíciles. Qué alegría más grande.

El trono estaba situado en un ángulo del salón, sobre un estrado de tres escalones, bajo un imponente dosel de terciopelo rojo. Las lámparas de cristal brillaban como en los salones de baile, pero como en los salones de verdad, esos a los que las mujeres iban a enamorarse y a dejarse amar. Los bailes que se daban en palacio eran otra cosa. ¿Qué gracia tenía bailar con un ministro que olía a cuero de sillón y a puro habano? Ninguna.

Cuando llegó al estrado, la marquesa de Valverde le acomodó el manto para que no le estorbara. Se acercó entonces el presidente del Senado mostrándole el libro de los Evangelios. Le pareció que estaba abierto por el evangelio de Mateo, donde se decía que había que dar a Dios lo que es de Dios y al césar lo que es del césar. Le pareció muy adecuado: ella era una cesarina, una zarina, como decían en Rusia; aquí, reina por la gracia de Dios y de la Constitución. Puso su mano derecha, exquisitamente enguantada, sobre una de las páginas del libro y recitó sin titubear lo que llevaba varios días ensayando:

Juro por Dios y por los Santos Evangelios que guardaré y haré guardar la Constitución de la monarquía española, promulgada en Madrid el 18 de junio de 1837.

Esa Constitución que se abría con su nombre, el de Isabel II, «reina de las Españas», y que decía, en su artículo 44, que la persona del rey era «sagrada e inviolable y no sujeta a la responsabilidad». En una ocasión le había preguntado a su aya Juana, la condesa de Mina, qué quería decir eso, porque siempre la estaba sermoneando con que debía ser obediente y responsable. Y ahora la Constitución decía que no, que no estaba sujeta a esa responsabilidad. La pobre doña Juana, a pesar de ser una mujer culta y preparada, no había sabido explicárselo muy bien. O ella no lo había entendido del todo. Ser buena, en todo caso, era su deseo más ardiente. Y procurar la felicidad de todos sus súbditos.

Cuando Isabel terminó su juramento, desde las tribunas los invitados prorrumpieron en aplausos y gritos de «Viva la reina». A esas muestras de alegría (y de alivio, seguramente) se unió el conjunto de los diputados y senadores, reunidos ese día en su totalidad. Más serios, el cardenal primado de España y algunos políticos, como Ramón María Narváez y Salustiano Olózaga, mantenían una forzada compostura. Isabel, por su parte, reprimía su deseo de sonreír abiertamente. Había superado con éxito el trámite y sentía ganas de aplaudir y de saltar también. Como si adivinase sus pensamientos, la marquesa de Santa Cruz le echó una mirada de reprobación. No le importó. Nadie podía reprocharle nada, todo le había salido a la perfección: no se había equivocado con ninguna de las palabras, no había tropezado con los escalones del estrado ni con la alfombra (sentía pánico solo de pensarlo) y tampoco se había desmayado (una de las damas llevaba un bote de sales, por si acaso).

Amortiguado pero audible, llegó entonces hasta el interior del salón el fragor de los veintiún cañonazos que anunciaban a los madrileños que la reina había jurado ya la Constitución. A partir de ese momento tenía plena capacidad para ejercer el poder personalmente, sin tutor alguno interpuesto. Y eso sería así aunque su madre, antigua reina gobernadora, volviera del exilio parisino (y no tardaría en hacerlo). Ella y solo ella mandaba en el reino.

Isabel había venido al mundo trece años y un mes antes de esa jura, el 10 de octubre de 1830. Era la hija primogénita de Fernando VII y de su cuarta esposa, María Cristina de Nápoles, y su nacimiento, al menos en apariencia, resolvía por fin uno de los problemas más acuciantes del reinado de su padre: la falta de un heredero. Después de tres matrimonios y tres esposas fallecidas (María Antonia de Nápoles, María Isabel de Braganza y María Josefa Amalia de Sajonia), el rey carecía de descendencia. Al menos legítima, ya que su afición a las prostitutas y a las llamadas mozas de candil no era ningún secreto para nadie y, según se rumoreaba, algún zagal de mandíbula borbónica andaba ya por Madrid. En 1829, inmediatamente después de la muerte de su tercera esposa, María Josefa, por unas extrañas fiebres, Fernando había decidido volver a casarse. No era un hombre viejo, ni siquiera para la época (tenía cuarenta y cuatro años), pero su salud estaba bastante deteriorada y, temeroso de su destino, un solo deseo le daba vueltas en la cabeza: tener un hijo, un heredero, cuanto antes. La novia elegida para tratar de conseguirlo fue María Cristina de Nápoles, su sobrina, un lazo de consanguinidad que no suponía ningún problema en la época, pues por entonces se desconocían las malas pasadas que la genética podía gastar en esos casos. Al parecer había sido la propia hermana de María Cristina, Luisa Carlota, quien le había enseñado a su cuñado Fernando un retrato de la joven, y el rey, muy complacido con su aspecto físico, había pedido que el matrimonio se concertara lo antes posible.

De esta forma, el 8 de diciembre de 1829, María Cristina de Nápoles, acompañada de sus padres y un numeroso séquito, llegó al palacio de Aranjuez para formalizar el enlace. Al verla, el monarca sonrió con satisfacción. Sus expectativas no se habían visto frustradas: María Cristina era, en efecto, muy agraciada. Poseía unos bellos y expresivos ojos, y unas mejillas adornadas con unos graciosos hoyuelos. A decir de algunos, sus orejas, pequeñas y nacaradas, eran las más perfectas del mundo, y su figura era proporcionada y esbelta. La boda fue fastuosa, y Fernando VII, muy complaciente, no reparó en gastos para impresionar a su nueva y joven esposa (ella se casaba con veintitrés años y él con cuarenta y cinco).

Sin embargo, el breve y delicado talle de María Cristina perdió pronto sus armoniosas proporciones, ya que la reina se quedó embarazada enseguida, apenas transcurridos dos meses de la boda. No ignoraba que ese era su deber y que la felicidad del rey y hasta del reino entero dependía de su capacidad de proporcionar un heredero a Fernando, un varón a ser posible. Y para que así fuera, María Cristina no dudó en seguir consejos y métodos de comadre y hasta de bruja: elegir el momento adecuado para el encuentro sexual según las fases de la luna, tomar determinados alimentos, adoptar en el lecho una postura precisa…

El 29 de marzo de 1830, coincidiendo con el embarazo de la reina, Fernando VII promulgó la Pragmática Sanción, una ley que suprimía la llamada ley Sálica, según la cual las mujeres no tenían derecho a acceder al trono. En realidad, su padre, Carlos IV, ya había llevado esta norma a las Cortes en 1789, pero su aprobación no se había hecho pública, y por eso ahora, al rescatarla Fernando VII en un momento tan delicado, hubo quienes dudaron y pensaron que el rey se la sacaba de la manga para beneficio propio. Porque, pese al ejemplo de Isabel la Católica, muchos consideraban que las mujeres no eran aptas para regir los destinos de un país o, como lo expresaba un escritor de segunda fila del siglo XIX:

El cetro, cuyo enorme peso puede soportar el hombre fuerte, debe empuñarse con varonilidad. Esta heroica virtud no la tiene por lo regular la mujer. De lo que, en nuestro humilde concepto, debe quitarse de sus delicados hombros el peso gravísimo del gobierno político-civil.

Pensara lo que pensase acerca de las mujeres y sus capacidades, a lo que Fernando VII no estaba dispuesto bajo ningún concepto era a que la corona recayese en su hermano Carlos, que no solo mantenía sus aspiraciones al trono, sino que reunía en torno a sí a las facciones más intransigentes y reaccionarias del reino, a aristócratas y políticos que se negaban a ver instaurado un régimen liberal en España, es decir, un régimen monárquico basado en una Constitución que reconocía una incipiente división de poderes y unos derechos ciudadanos. Los partidarios de don Carlos (y él mismo, por supuesto) querían un rey a la antigua usanza, sin cortapisas en su poder y que estableciese una sólida alianza con el poder eclesiástico. Fernando VII percibía esta opción como una clara amenaza, y por eso, ante el estado de buena esperanza de su esposa, trató por todos los medios de blindar la sucesión monárquica: reinaría un descendiente suyo, aunque fuese hembra. El tiempo apremiaba; sus achaques se agravaban y no sabía si podría engendrar otro hijo. El embarazo de la reina, felizmente, seguía adelante sin mayor problema, y el 10 de octubre de 1830, María Cristina dio a luz a una niña. La decepción fue enorme, tanto para el padre como para la atribulada madre, pero, según lo previsto, Fernando VII se apresuró a emitir un comunicado en el que daba a conocer la buena noticia: había ya en la real familia «una robusta infanta», a la que llamaron Isabel. El cielo le había concedido la «sucesión directa de la corona» por la que suspiraban todos sus «amados vasallos».

Poco más de un año después del nacimiento de Isabel, María Cristina se quedó de nuevo embarazada y volvieron a avivarse las esperanzas de un heredero varón. Sin embargo, en enero de 1832 nació otra niña, a la que bautizaron con los nombres de María Luisa Fernanda, una criatura preciosa y con el pelo muy negro, que, como pronto percibiría Isabel, parecía recibir más atenciones y cuidados de su madre que ella misma. Además, Luisa Fernanda era una niña sana, mientras que Isabel crecía enfermiza y padecía una extraña afección en la piel que le provocaba unos desagradables y molestos eccemas en las plantas de los pies y las palmas de las manos. A María Cristina estas lesiones le recordaban las escamas plateadas de un pez, y cuando la pequeña Isabel trataba de echarse a sus brazos o jugar con ella le resultaba sumamente difícil disimular su repugnancia, algo que su hija percibía, aun sin entender la causa.

En el verano de ese mismo año de 1832, el estado de salud del rey empeoró. En septiembre se llegó a creer incluso que su muerte era inminente, y la perspectiva del fatal desenlace desató las intrigas políticas y palaciegas. El ministro Calomarde, aprovechándose del deterioro físico y de la confusión mental de Fernando VII, le hizo firmar un decreto real que anulaba la ley que permitía reinar a las mujeres, y María Cristina, por su parte, influenciable e inexperta políticamente, acabó aceptando la idea de que su hija se quedase sin la corona (si bien con el tiempo afirmaría que había preferido ceder de forma consciente para evitar una guerra civil). Con lo que nadie contaba, sin embargo, era con la reacción de la temperamental hermana de María Cristina, Luisa Carlota. En cuanto supo del abuso que se acababa de cometer, acudió con presteza al palacio de La Granja decidida a no permanecer de brazos cruzados ante un decreto que favorecía los derechos sucesorios de don Carlos y perjudicaba a sus sobrinas. Nada más llegar a la residencia real, pidió a Calomarde que le mostrase el documento firmado por el rey y, ante la negativa de este, no dudó en arrebatárselo y propinarle (no se sabe si antes o después) un par de bofetadas. Aturdido, aunque quizá no sorprendido dado el conocido carácter de la dama, el ministro exclamó la famosa frase de «manos blancas no ofenden». La bofetada de un hombre habría sido un enorme agravio (de hecho, era el primer paso para un duelo), pero, al venir de una dama, carecía de importancia. Sin embargo, esas manos blancas de Luisa Carlota hicieron trizas el decreto, conjurando así el peligro de que Isabel se quedase sin el trono de España. Al menos por el momento.