Joaquin Mende Comiches. El general que conocí - Raúl Mendez Sardain - E-Book

Joaquin Mende Comiches. El general que conocí E-Book

Raúl Mendez Sardain

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Beschreibung

Para leer de un tirón lo ha hecho: su lenguaje sencillo y ameno, un tema interesante y anécdotas sorprendentes de familiares y amigos que lo conocieron bien, posibilitarán encontrar lectores complices de esta idea en la medida en que penetren por vericuetos de la ciudad santiaguera y el lomerío de la Sierra Maestra como combatiente estudiantil, clandestino y del Ejército Rebelde, como Delegado del Ministerio del Interior, al frente de la Dirección General de Inteligencia, en Angola como combatiente Internacionalista y finalmente como asesor del Ministro de las FAR

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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PÁGINA LEGAL

Edición y corrección: Olivia Diago Izquierdo

Diseño de cubierta, pliego gráfico

y composición digital: Zoe Cesar Cardoso

Foto de cubierta: Placita de Santo Tomás, Santiago de Cuba

Fotos: Archivo personal del autor

© Raúl Méndez Sardaín, 2020

© Sobre la presente edición:

Editorial Capitán San Luis, 2020

ISBN: 9789592115620

Editorial Capitán San Luis, Calle 38, no. 4717

entre 40 y 47, Playa, La Habana, Cuba

Email: [email protected]

Web: www.capitansanluis.cu

www.facebook.com/editorialcapitansanluis

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

“Hace algún tiempo la vida nos lo llevó, pero es una vida que vale la pena recordar; sería un buen ejemplo para los cubanos, principalmente para los santiagueros”.

Abelardo Colomé Ibarra

“Este libro resalta la vida de un cubano revolucionario

de nuestra generación, al leerlo, me he sentido otra vez con el orgullo de nuestra juventud”.

Ligia Trujillo Aldama

“Querido amigo, lamentamos que ya no estés;

pero estás, aun cuando te hayas ido”.

Enrique Bonne Castillo

A mis hijos, terribles encantos de mi hogar,

para que lo lleven siempre en sus corazoncitos.

A mi tío Danilo, que dondequiera que esté, se sentirá orgulloso.

A mi querido Santiago con sus calles y sus gentes.

Agradezco una y mil veces al leal amigo Abelardo Colomé Ibarra por el apoyo de siempre; a mi madre, luz que ilumina los días más oscuros y quien ha sido la mejor correctora, partícipe y crítica de esta historia; a Jorge Romero Romero, Romerito; al general Guevara con su memoria prodigiosa; al general Enio Leyva Fuentes; al coronel-tío Milanés, quien ha soportado estoicamente los embates de mi impertinencia; a mi hermano y a mi esposa por aguantar las largas pláticas de mi obstinación; al general Escalante por su sabio consejo; a Ramón Sánchez Parodi, amigo entrañable siempre atento; a Cándido; al “distinguido” capitán, como llamara mi padre a Pepito Cuza; a Fernando Tomassevich, mi camarógrafo personal; al general Rigoberto García Fernández y su esposa, mi querida abuela Mirna, por su preocupación; a mis queridos santiagueros: Estruchito, Manolito Arada, la familia Ruiz-Bravo, Julita y Del Río, comprometidos como nadie; a los daiquiriseños, permanente juventud que contagia, guiados por su eterna directora Olga; y a todos los que me han apoyado y sienten el orgullo de haber sido compañeros de tan humilde y a la vez importante cubano de esta época.

La vida me ha dado la oportunidad de contar esta historia. Como hijo me comprometí. Creo haber cumplido. De usted queda, amigo mío, juzgar mi humilde homenaje a quien ha sido mi vida entera y, en algunos momentos, parte de la suya.

MI VISIÓN DE MÉNDEZ COMINCHES

Con Méndez se pudo contar siempre, para luchar contra la tiranía batistiana, en la clandestinidad y en la Sierra Maestra; para defender la Revolución y su seguridad contra la acción de nuestros enemigos, en la ayuda solidaria a otros pueblos. Siempre con total entrega y lealtad a la Revolución y a nuestro líder histórico, Fidel; y a Raúl, quien continúa hoy con determinación y firmeza la obra por la que tantos cubanos han dado la vida para tener un país soberano y una sociedad justa.

Este libro refleja su actuar decidido, su valor, su sensibilidad, su modestia, su alegría de vivir. Se siente su amor por el pueblo y, en especial, por su Santiago natal. En sus páginas tienen las actuales y futuras generaciones de jóvenes cubanos, un legado de virtudes y valores humanos y revolucionarios en los cuales inspirarse ante los retos que tendrán que enfrentar en la vida. Méndez Cominches fue un amigo y un compañero cabal.

General de Cuerpo de Ejército

Abelardo Colomé Ibarra

octubre de 2015

QUE LO DISFRUTEN TANTO COMO YO

He querido hacer este libro desde que era muy pequeño, cuando de vez en vez oía a mi padre —las pocas veces que habló de su etapa de luchas— contar historias increíbles que en mi mente dibujaba con tanta fidelidad y que en algún instante empecé a ser casi partícipe de ellas. Entonces surgía mi pregunta:

—¿Por qué no las escribes?

Y ahí tomaba ese aire de santiaguero callejero y sabichoso, se me acercaba como si me fuera a decir el secreto más grande de la historia del mundo y en voz baja susurraba:

—La historia es muy complicada, querubín, y para contarla, hay que contarla muy bien.

En ese momento no entendía exactamente lo que me decía, pues siempre me divertía verlo hablarme así y me sentía un niño importante con un secreto importante que guardar. La verdad que entrañaba aquella frase la relegaba a un segundo plano; pero ahora, después de tantos años, he corroborado con creces cada palabra.

Y es que este libro ha sido fruto de una exhaustiva investigación, gran parte hecha hace algunos años con motivo del aniversario veinte de la desaparición física de mi padre, que contó con el apoyo de la familia y del periodista santiaguero Sergio Martínez Martínez. Por causas diversas, incluyendo la premura con que se decidió y autorizó el proyecto, no dio a la luz los resultados deseados en aquel entonces.

Basado en viejos y nuevos testimonios, entrevistas, abundante lectura, muchas horas de revisión, corroboración, corrección, teclado y monitor, que lleva una investigación como esta, la cual contiene sucesos, algunos ocurridos hace ya más de sesenta años en una Cuba oprimida, además de las necesarias restricciones que acompañaron parte de esta historia por lo sensible de determinadas informaciones que, inevitablemente, se manejaron, y por causas razonables no podrán ser expuestas en este libro, he tratado de llegar al fondo de una personalidad de la cual me siento orgulloso de ser hijo; una personalidad difícil de investigar por las disímiles facetas que en vida nos entregara; una personalidad que, sin exagerar, la considero increíble.

He sido fiel a todo lo dicho y he tratado de ser lo más elocuente posible con el fin de entregar un libro fácil al lector, en el que verá cómo se desarrollan acontecimientos nunca antes escritos, y ocurridos en épocas tan distintas como antes y después del triunfo revolucionario de aquel histórico Primero de Enero.

Espero que esta obra sirva de soporte a las nuevas generaciones para que nunca olviden que la historia de nuestro país se ha escrito con la sangre de cubanos valerosos, casi niños, quienes nos legaron el espíritu de lucha que nos caracteriza desde siempre.

EL AUTOR

SANTIAGO, SU CUNA

Santiago. Nombrada así por uno de los doce apóstoles al cual Jesucristo llamó el hijo del Trueno y quien debe su apellido a los aborígenes de la Isla, los que nunca dejaron de llamarla Cuba.

“Tras la llegada del encomendero de La Española, Diego Velázquez, al puerto de Palmas, en un punto entre las actuales bahías de Santiago y Guantánamo, con los designios del virrey Diego Colón para la conquista y colonización de la Isla, se hizo inminente el dominio sobre las tierras que hoy ocupa la provincia de Santiago de Cuba. Las facilidades de su puerto para la comunicación con otras regiones del archipiélago y de las posesiones españolas predeterminaron la fundación de esta villa”.1

Luego de muchos años de discusión se hace irrebatible en el presente que su fundación, tal vez la última entre las siete, se produjo a mediados de 1515.

“Santiago quedaría organizado como sitio vital y principal villa de la colonización después del recorrido depredador de Velázquez y sus castellanos a lo largo de la Isla, pues el monarca sugería la creación de un establecimiento en la costa suroriental de la Fernandina, actual Cuba”.2

Son conocidas las muestras de rebeldía aborigen en la región oriental; “en la medida en que esta se despoblaba, la hostilidad de los aborígenes se acentuaba; el cacique Guamá combatió en la zona de Baracoa y, en 1531, se alzaron los primeros negros, lo que dio lugar a que se organizaran cuadrillas para reprimir a los apalencados y ahogar en sangre a los amotinados. Después de dura persecución, Guamá resultó muerto y los esclavos fueron apaciguados aunque no eliminados”.3

Luego de cinco siglos de explotación, rebeldía y luchas, Santiago de Cuba ostenta la condición de Ciudad Héroe y Orden Antonio Maceo; es dueña de las mejores congas del país; se desborda de alegría, tradición, tabaco y ron, y a su vez, de personajes, leyendas y magia.

La historia que contaré comenzó a finales de 1935. Corría diciembre y la ciudad se inundaba en fiestas navideñas, cuando una familia en particular tenía otros motivos para el festejo. El 31, último día de ese año, nacía el último hijo de Miguel Méndez y Candelaria Cominches, José Joaquín.

El pequeñín vio la luz en la casa de la calle Corte No. 111 entre Trocha y San Fernando, en un momento en el que Santiago de Cuba y toda la nación vivían una situación de desesperanza por la actitud entreguista de sus gobiernos, quienes habían aumentado la pobreza y los índices negativos en todas las esferas de la vida: el gansterismo político era bochornoso con sus crímenes y escándalos; el escenario de los desposeídos, cada vez más difícil y la distancia entre pobres y ricos se hacía abismal; enfermedades, ya con cura, cobraban vidas humanas de manera alarmante; la politiquería y el flagrante robo del tesoro público eran acciones cotidianas.

Los desmanes no eran ajenos a las cuatro familias de las hermanas Cominches, muy unidas y estrechamente relacionadas, en particular, Micaela, Candelaria e Isabel.

En 1937, la madre del recién nacido, Candelaria, falleció de tuberculosis. Fue necesario que su tía materna, Micaela, la hermana de mejor posición económica, asumiera la educación y crianza de Joaquín y Rolando, los dos más pequeños de siete hermanos.

La familia Méndez-Cominches, a pesar del esfuerzo descomunal de Miguel, el padre, y los hermanos mayores del pequeño Joaquín, no lograron evitar que el negocio familiar, una fundición ubicada en la calle Gallo entre San Francisco y San Germán, fuera a la quiebra. Allí los hermanos Méndez, según iban creciendo, hacían rejas para ganarse el sustento; pero el deplorable estado económico del país no acompañaba la oferta de la fundición. Poco a poco, el negocio fue decayendo.

Como el padre no podía mantener el buen estado del recinto, sus hijos salieron en busca de otras opciones laborales para subsistir. Pronto, Miguel dejó de ser, de alguna forma, el cabeza de familia y quedó solo en la casa, mientras los muchachos trabajaban para mantenerlo hasta que, a principios de la década del cuarenta, decidió quitarse la vida.

Ángela Díaz Cominches

Cuando mi mamá trajo a mi primo a la casa, sentí una mezcla de alegría y tristeza. Era un niño muy lindo y tranquilo, lo que diríamos un niño bueno, muy bueno. Tenía la misma edad de mi hermano, también de nombre Joaquín.

La educación que se le dio en nuestra casa fue idéntica a la de nosotros, que éramos nueve hermanos. No puedo decir que él y Rolando eran primos nuestros, para nada; crecimos juntos como hermanos, es más, mi mamá le admitió a los dos Joaquines, lo que nunca admitió a otro hijo. Estos eran inseparables: uno el complemento del otro.

Se amaban profundamente, era un sentimiento recíproco, la relación de primos más linda que he conocido, por eso no me gusta, aunque sea una verdad histórica, darles el tratamiento de primos: ellos eran los hermanos más unidos de mi familia.

La niñez de Joaquín Méndez en mi casa fue muy feliz, le dimos amor y todo lo que materialmente se pudo. Le estoy agradecida a la vida de que haya sido así.4

Los Hernández Cominches, es decir, la familia de la tía Isabel, vivían en extrema pobreza a pesar de que la figura principal, Ángel Hernández, era un sargento veterano de la Guerra de Independencia.

Ángela Hernández Cominches, Guela

Yo tenía seis o siete años cuando Joaquín venía a mi casa, jugaba con nosotras, era un niño muy tranquilo, risueño y cariñoso; lo contrario de su hermano Rolando y su inseparable primo, el otro Joaquín, de carácter juguetón. Recuerdo que Méndez se reía de todo lo que hacía Joaquín Díaz, eran muy unidos.

Mi tía Candita, cuando dio a la luz a Joaquín, estaba tuberculosa y el médico recomendó que no atendiera al niño por el riesgo de contagiarlo. Para hacer más trágica la situación, el viejo Méndez se quitó la vida. En este momento ya tía Micaela había asumido la custodia de los dos hijos menores de su hermana enferma. Rolando y yo teníamos más o menos la misma edad. Con mucha tristeza viene ese período a mi mente.

La situación en mi casa no mejoró y Micaela aproximadamente a mis catorce años me llevó a vivir con ella. Mi tía tenía siete hijos varones y dos hembras, además de algunas de mis hermanas que indistintamente vivieron en su hogar.

En la casa de los Díaz Cominches había una imprenta y obreros. Alfredo Díaz Visiella, de origen español, era el esposo de mi tía, un hombre tranquilo y muy trabajador. Ahí nos hicimos adolescentes, crecimos.

A Méndez, siendo niño aún, le tocó contactar con realidades difíciles, tristeza y desesperanza entre miembros de su propia familia: muchas veces hubo de llevarles a las primas más necesitadas, alimentos que Micaela les enviaba.

La tía era una gran mujer, cuyo carácter fuerte y altruismo proverbial, influían en quienes estaban a su alrededor. De igual manera emanaba sosiego, por eso, la niñez nuestra fue linda en su hogar. Mis tíos tenían una finca en El Caney y allí todos pasábamos las vacaciones, era una verdadera fiesta.

Vivir con ellos me dio oportunidades únicas, por ejemplo, mi tía pagó mis estudios en la Escuela Normal para Maestros y conocí a Frank País, que visitaba la casa. Conversábamos mucho, igual lo hacía con los dos Joaquines, nos repasaba e imponía un gran respeto. Un día, en medio de una charla, le dije:

—¡Qué bueno, Frank! Ya te vas a graduar, ahora podrás trabajar.

Y con qué firmeza me contestó:

—No, Ángela, yo no voy a trabajar. Cuando yo me gradúe, comienza mi verdadera lucha.

Son vivencias hermosas que atesoro de la casa de tía Micaela. Igual que cuando recuerdo a los dos primos, muy jóvenes aún, recolectando en la finca de El Caney, mangos, marañones, mamoncillos, guayabas y cuanta fruta encontraran según la temporada, para luego venderlas y ganarse algún dinero.

Cuentan que cuando los Joaquines llegaban a casa, en San Félix No. 456, Méndez reunía a los primos más pequeños y se divertía viéndolos disputar, mientras les lanzaba el dinero que se había ganado. A la única hembra y la más pequeña, Teresita —nieta de la tía Micaela—, como no podía competir con los varones mayores, le guardaba unas monedas y se las daba después de cada riña.

Teresa Pérez Díaz, Teresita

Recuerdo con mucho cariño que Joaquín Méndez era muy apegado a mi tío, el otro Joaquín. Al ser yo la más chica y la única hembra siempre tuvo una sobreprotección hacia mí. Cuando jugábamos en casa de mi abuela, él se las arreglaba para que yo ganara, pues si no me echaba a llorar.

Méndez comenzó sus estudios primarios en el colegio La Salle, en 1943. Allí cursó los seis grados de esta enseñanza; en 1949 pasó a la Escuela Anexa en la que estudió séptimo y octavo grados.

Ya en 1951, con quince años, ingresó en la Escuela Profesional de Comercio de Santiago de Cuba, luego de aprobar los exámenes que avalaban su matrícula. Aquí desarrolló una ferviente actividad revolucionaria. Ese propio año fue delegado por el pre-Comercial a las elecciones estudiantiles, junto a Manuel Arada Macías y Antonio Palancar Baltazar como vicepresidente y presidente, respectivamente.

La realidad del entorno familiar y social fue percibida por el joven de la manera más radical que alguien podía en el Santiago de entonces. Influencias únicas ayudaron a moldear el carácter y la rebeldía de Joaquín Méndez y su primo inseparable, su hermano para todo.

Micaela, quien fuera alumna de la revolucionaria Cayita Araújo, supo trasmitir al pequeño Méndez y a sus hijos un patriotismo arraigado y claro. El privilegio de conocer a Frank País, vecino del mismo barrio que, asiduamente visitaba la casa de los Díaz Cominches, en calidad de amigo y a la vez repasaba a los primos hermanos de Joaquín, propició muy buena relación entre él y los jóvenes de la familia, aunque la unidad más intensa y cercana fue con los Joaquines. La influencia del extraordinario revolucionario llevó al joven Méndez, desde temprana edad, a una convicción de lucha necesaria para cambiar el deplorable escenario cubano.

Luego del golpe de Estado asestado por Batista, el 10 de marzo de 1952, la juventud santiaguera, siempre presta a luchar, puso manos a la obra, y el 14 de mayo de ese año, en una reunión celebrada en el Aula Magna de la Escuela Profesional de Comercio —en la que Méndez participó—, después de jurar fidelidad a la Constitución del 40, Félix Pena Díaz, líder estudiantil que comenzaba sus avatares revolucionarios, rompió los estatutos constitucionales impuestos por la brutal tiranía.

En relación con este hecho apareció publicada la siguiente nota de prensa: “En la noche de hoy, alumnos de la Escuela Profesional de Comercio de Oriente5 juramos fidelidad a la Constitución de 1940, solidarizándonos con todo el estudiantado nacional en la lucha contra la actual dictadura”. 6

Mil novecientos cincuentaitrés encontró a Méndez inmerso en la lucha contra el tirano. Ese 27 de enero, en víspera del centenario del natalicio de José Martí, se situó al lado de su busto, en la Plaza de Marte, un álbum con el juramento de la juventud santiaguera de luchar por las ideas martianas hasta la muerte. Destacados jóvenes que ya mostraban ideas revolucionarias plasmaron sus firmas: los hermanos Frank y Josué País García, Félix Pena, Joaquín Méndez, Reynaldo Torres, Armando Colomé, Nancy Ojeda, Isabel Baltazar, Martha Correa, José Quiala, Manuel Juantorena, Francisco Cruz, León Drago, Andrés Rosendo, Sergio Álvarez, Antonio Fernández Arbelo, Jorge Romero Romero, José Lupiáñez, Pedro García Lupiáñez y Denis Sarabia.

A las doce de esa noche se improvisó un acto. Varios dirigentes estudiantiles tomaron la palabra y luego se depositó un ramo de rosas blancas en el busto del Maestro.

El 8 de mayo, Félix Pena junto a Enrique Rubio Llerena, Andrés Rosendo Ojeda, Sergio Álvarez Infante y Braulio Delgado Matamales, fundaron en el Aula Magna de la Escuela Profesional de Comercio, el Bloque Estudiantil Martiano.

Con la presencia de alumnos de ese centro de estudio y de algunos presidentes de las asociaciones estudiantiles organizados en la Federación Local, quedó constituida esa noche la organización juvenil, haciendo patente los acuerdos del Congreso Martiano celebrado en La Habana los días 26 y 27 de enero del propio año, para conmemorar el centenario del Apóstol. A su vez se rindió homenaje al combatiente antimperialista Antonio Guiteras Holmes, se cumplía el aniversario dieciocho de su caída en combate, junto a su compañero venezolano, Carlos Aponte.

Félix Pena, quien en esos momentos cursaba el tercer año de la Escuela Profesional de Comercio, había despuntado como un decidido luchador en su centro de estudios y demostrado su capacidad organizativa y talento para unir los esfuerzos alrededor de una organización que reflejara el pensamiento político y la obra de José Martí.

Una vez constituido el núcleo central del bloque estudiantil, se fueron aglutinando a su alrededor un número de estudiantes que, al calor y desarrollo de la lucha, harían historia. Dentro de ese grupo aparecen Joaquín Méndez, José Quiala, Joel Chaveco, Omar Bello, Lorenzo Reina, Marina Malleuve, Nancy Ojeda y Miguel Espallargas.

Pero en julio de este año se agregó un aderezo de sin par significado que, por su naturaleza, marcaría el curso de la historia de nuestro país.

EL AMANECER DEL MONCADA

Ni en horas de la madrugada de aquel domingo, el calor humano de los santiagueros había mermado. Pronto debía asomar el sol y todavía se escuchaban sonidos de tambores y la algarabía de congueros. Es cierto que una parte de la población, crecida por esos días con gente de toda la Isla, ya había regresado a sus hogares y dormía; pero otra, la más entregada al gozo carnavalesco, aún andaba por las calles.

Rubén Pérez Proenza

Era cerca de las cinco y treinta; acabábamos de llegar de la Trocha, nos disponíamos a dormir y en ese momento empezaron los tiros. Como el día anterior los representantes de la Polar habían hecho su propaganda con fuegos artificiales, pensamos que era la gente de la Hatuey, que les devolvía el golpe; pero cuando oí la “cincuenta” me di cuenta de que no se trataba de voladores.

Salí a la calle. Subí corriendo por Habana. Cuando llegué a Reloj, ya éramos casi ochenta personas. En sentido contrario venía un hombre a toda carrera. Alguien del grupo le preguntó si sabía lo que pasaba y sin detenerse dijo: “Que no suba nadie, que son los soldados matándose entre sí; la bronca es entre guardias. Yo mismo los vi cuando se bajaron de los carros”.

Ante esa información volví a mi casa.7

Santos Díaz Cominches, Chilín

Aquel domingo yo me había levantado temprano. Serían como las siete menos cuarto cuando sentí que tocaban a la puerta.

Abrí y me encontré delante a tres jóvenes, como de veinte o veintitrés años, sucios, ensangrentados, con una rara expresión en la voz y en la mirada, tan extraña que nunca la he olvidado.

—¿Aquí vive Micaela Cominches? —preguntó uno de ellos.

—Sí —le contesté con cierto recelo.

—¿Ella está?

—No… no está.

Hubo un largo silencio. Nunca he sabido por qué razón los dejé pasar.

Todavía hoy, cuando pienso en aquel instante, me lo sigo preguntando: “Si yo no los conocía y, además, tenía prohibido hablar con extraños, más prohibido aún dejarlos entrar a la casa, cómo había sucumbido al arrebato de decirles: ‘Pasen, siéntense, mi mamá no demora mucho’.”8

Micaela Cominches Rodríguez

Al regresar de la iglesia, como a las ocho y cuarto de la mañana, me encontré a los tres hombres sentados en el sofá de la sala. Enseguida reconocí a uno de ellos: era José Ramón Martínez Álvarez, a quien había conocido el año anterior, 1952, cuando lo ingresaron en Emergencia, un hospital de La Habana, porque un policía le había dado un cabillazo, allá por Guanajay. Yo había llevado a un hijo mío que, producto de un accidente, estaba grave y compartimos la misma habitación durante el ingreso. Así nacieron mis relaciones con el muchacho. Cuando nos despedimos, le di mi dirección de Santiago.

Ahora, luego del saludo, les pregunté:

—¿Están en los carnavales o están paseando?

—Realmente buscamos trabajo.9

Rubén Pérez Proenza

Ya en mi casa, decidí asearme para después pasar por lo de mi suegro con el interés de intercambiar opiniones sobre los hechos.

Cuando entré a su casa, me topé con tres jóvenes que me llamaron mucho la atención por el contraste de sus ropas sucias y ripiadas, con los buenos zapatos que calzaban, además, estaban bien peinados.

El viejo Alfredo me preguntó del tiroteo de por la mañana y ahí mismo me di gusto contándole que eran los guardias del cuartel, que si tal y que si más cual...

Íbamos a desayunar y los jóvenes dejaron adelantar a Alfredo, uno de los rezagados fue Ángel Sánchez Pérez. Me puso la mano sobre el hombro y me confesó:

—No eran los soldados, fuimos un grupo de cubanos que vinimos dispuestos a luchar para liberar a Cuba.

—Hemos fracasado, ¡pero volveremos! —precisó José Ramón.

Después me plantearon que necesitaban ayuda para irse, ya que no querían ocasionarle problemas a la familia.

—Somos de Artemisa —añadió uno de los tres.

Abelardo García Ylls, Lalo

A José Ramón le vino a la mente la señora Cominches, y lo que más recordaba era que su familia tenía una imprenta. En su casa, yo expliqué que buscábamos trabajo; pero llamamos a Rubén aparte y le dijimos la verdad. A él le dio una alegría tremenda y nos abrazó a los tres. Luego estableció contacto con Frank País y se formó un movimiento de localización y colaboración con los “moncadistas” que eso fue tremendo.10

Micaela Cominches Rodríguez

Les brindé desayuno, se sintieron en confianza y le contaron a Rubén Pérez, mi yerno, el esposo de mi hija Ángela, en lo que estaban. Después me llamaron para explicarme lo que había ocurrido. Les dije que estuvieran tranquilos, que se mantendrían encerrados en el cuarto ya que en la imprenta de mi esposo, que se encontraba al lado, había muchos empleados.

Los tres jóvenes habían escapado de los tiros del Moncada y de las garras de una soldadesca sedienta de sangre. Ante la orden de retirada, cuatro combatientes salieron juntos, el otro era Raúl Castro Ruz. Ayudados por un colaborador de apellido Dalmau, en su carro, se alejaron del lugar y por él supieron de la existencia de una familia que no les negaría ayuda. Coincidentemente se trataba de alguien que José Ramón ya conocía.

Raúl no quiso quedarse en esta casa; temía poner en riesgo a los anfitriones, ellos eran cuatro. Terminó escondiéndose en la casa de la doctora Ana Rosa Sánchez.

Santos Díaz Cominches, Chilín

Cuando mi mamá llegó me mandó inmediatamente adentro, y se quedó conversando con ellos, aunque por solo unos segundos. En cuanto les brindó desayuno, los pasó a uno de los cuartos y les dio ropas de mis hermanos mayores. Apurada salió con el bulto de las que se habían quitado y las lanzó al pozo de la casa. Luego se volteó hacia mí y, con un tono entre impositivo y suplicante, me dijo:

—De esto ¡ni una palabra a nadie!

Desde el amanecer hasta el anochecer permanecían dentro del cuarto, solo en las noches salían al patio a tomar aire fresco y a hacer ejercicios.

Yo les llevaba el almuerzo mientras permanecían debajo de la cama, y en lo oscuro e incómodo del espacio, comían. Mi primo Joaquín Méndez y mi hermano Joaquín Díaz se les colaban en la habitación para conversar. Así fueron conociendo el pensamiento de quien influyera en toda una generación: Fidel Castro Ruz.

Micaela Cominches Rodríguez

Joaquín, mi sobrino e hijo de crianza, me buscó el enlace para que los otros dos compañeros, Ángel y Abelardo, se refugiaran en lugares seguros; mi yerno, por su parte, hizo lo mismo. José Ramón permaneció en casa dos días más y entonces lo llevamos en un automóvil para La Habana.

A solo unas cuadras de la casa de Micaela Cominches se encontraba la de María Antonia Figueroa, abogada rectora de la escuela Spencer, e hija de la revolucionaria Cayita Araújo quien, al conocer de los hechos, se lanzó a la calle junto a su hermano Max para unirse al movimiento solidario que se desencadenó aquella mañana.

María Antonia Figueroa Araújo

El primero que nos puso sobre aviso de lo que realmente había ocurrido en el cuartel Moncada fue Rubén Pérez Proenza. Él vino a mi casa y me contó lo que ya sabía.

—¡No, no! ¡No es asunto de militares! Se trata de un grupo de jóvenes que vienen de occidente y quieren producir una situación revolucionaria en el país. Lo peor es que ha fracasado el golpe y los están asesinando. Algunos, como no son de Santiago, no conocen la ciudad y se encuentran desperdigados; es posible que ese desconocimiento los haga caer en manos de los soldados.

Entonces Rubén, mi hermano Max, otro compañero y yo nos dimos a la tarea de buscar a estos jóvenes donde estuvieran.

Inmediatamente nos pusimos en contacto con la familia Díaz-Cominches, que tenía a su abrigo a tres de ellos; pero cuando se conoció en Santiago la realidad de los hechos, la mayor parte de la ciudadanía se volcó a ayudar a estos compañeros: presos, heridos o escondidos en diferentes lugares.

Recuerdo cuando me entregaron a uno de los combatientes que salía de la casa de los Díaz Cominches. Yo tenía que esperarlo en la esquina de San Francisco y San Félix. Mi hermano pasaría en la máquina, a pesar de que el tránsito estaba prohibido por las calles de Santiago a esa hora, pero teníamos que arriesgarnos para salvar esa vida. Lo tomé del brazo y fuimos hasta la esquina. Cuando pasó mi hermano, lo metimos en la máquina y siguieron como si nada.

Yo tuve que tomar una guagua para disimular mi presencia allí. Me bajé dos cuadras más adelante. Cuando me dirigía a mi casa, una pareja de policías de las tantas que recorrían la ciudad, me preguntó qué hacía en la calle. Sin titubear les dije que tenía un enfermo grave y había ido a solicitar la ayuda de un médico. Solo así pude seguir hasta mi casa.11

Max Figueroa Araújo

En la tarde del 26, a partir del momento en que se hablaba que Fidel venía al frente del grupo que había asaltado el Moncada, hubo inquietud en Santiago. Se comentaba que los que habían logrado retirarse estaban regados por la ciudad y necesitaban auxilio.

Día y noche se sintieron los tiros. La gente empezaba a hablar de que estaban asesinando a los prisioneros, y que las tropas de Pérez-Chaumont habían realizado una matanza de combatientes apresados en Siboney.

El pueblo se movilizó. Las distintas organizaciones, profesores, estudiantes, obreros, instituciones cívicas, organizaron la defensa para impedir que los prisioneros fueran asesinados, buscaban refugios seguros, y ropas y alimentos para los que se hallaban en las casas de Santiago o heridos en el hospital.

Como teníamos un contacto muy estrecho con la familia Díaz-Cominches, y en su casa había tres combatientes escondidos, me correspondió trasladar a dos de ellos.

Luego hicimos otros contactos para buscarles refugio a Mario Lazo Pérez y Severino Rosell González, quienes fueron llevados de una finca en la zona de Santiago a la ciudad. Los dos tuvieron que cambiar de lugar varias veces, finalmente Mario terminó en la casa de las hermanas Atalá Medina y Rosell, en la de Vilma Espín Guillois.

En esta misión de convencida solidaridad, muchas mujeres que no estaban en partidos ni en ninguna organización, se involucraron; formaron grupos, cuya labor se canalizaba a través de comités de auxilio y ayuda.

La reacción popular fue masiva en Santiago, pero luego se extendió a todo Oriente. Se formaron comisiones de ayuda en toda la provincia. Se había roto con un cierto conformismo; se iniciaba una nueva estrategia en la lucha, ahora frontal contra Batista. Estos muchachos, al mando de Fidel Castro, eran los únicos que habían utilizado la lucha armada contra el tirano.12

Santos Díaz Cominches, Chilín

Pasados unos días, mis padres decidieron trasladar a José Ramón para La Habana. Una mañana nos montaron en el carro de la casa a mi hermanito Otto y a mí. Junto al inquilino fuimos hasta la finca que teníamos en El Caney, atiborraron el maletero de mangos bizcochuelos, mamey, toledo y corazón, y con esa rara carga partimos rumbo a la capital.

Durante el trayecto, tres veces nos detuvieron los guardias de Batista, todos nos poníamos muy tensos; pero mi mamá, que tenía un temple de acero, fulminaba a los “casquitos” con sus palabras salvadoras:

—Oigan, muchachos, en el maletero hay mangos de El Caney, ¿ustedes quieren?

Micaela Cominches Rodríguez

En Holguín nos retuvieron en el cuartel. Íbamos mi esposo, dos de mis hijos que tenían nueve y diez años, y mi “sobrino” José Ramón. Unos guardias nos hicieron abrir el maletero. Solo llevábamos una maleta, lo demás era mango. Cuando vieron las frutas se volvieron locos de contentos, mi esposo les dio una buena cantidad y ni abrieron la maleta.

—Bueno, siga viejo. ¡Sigan!

Sin embargo, vi a José Ramón pálido, blanco como un papel, porque a él lo habían hecho bajar de la máquina. Entonces le dije:

—Mira mi zapato, amárrame el cordón.

Por supuesto que, al agacharse, la sangre le subió a la cabeza, enseguida le volvieron los colores y no hubo mayores inconvenientes.

Y así en todo el trayecto, hasta Matanzas, hubo registros. Como el muchacho tenía aire de familia, no perdía la ocasión de decir que era sobrino mío.

Al día siguiente de llegar a La Habana, yo no sé cómo, José Ramón; Alfredo, mi esposo; y Alfredito, mi hijo que vivía en La Habana, se reunieron con José Antonio Echeverría y otros dirigentes estudiantiles en un sótano de la universidad. Ellos tenían mucho interés en conocer, por boca de uno de los asaltantes, qué había ocurrido ciertamente en el cuartel Moncada.

Ya llevaban un rato reunidos, cuando José Ramón tuvo una corazonada y les dijo a mi esposo e hijo:

—Vamos, que nos estamos tardando demasiado.

Efectivamente, pasado un tiempo muy breve, llegó la policía y asaltó el lugar. Después en tono de broma, mi esposo le decía:

—Oye, yo creo que tú tienes algo de brujo…

Gloria Cuadras de la Cruz

Tras el asesinato de los combatientes del Moncada fue preciso conocer el destino de los restos de esos compañeros. Hubiera sido una vergüenza, un deshonor para los orientales que, de aquellos muchachos que habían venido a morir aquí por la libertad de Cuba, se perdieran sus restos.

Nos propusimos fijar el espacio donde reposarían los héroes del Moncada en el cementerio de Santa Ifigenia para que, cuando el pueblo supiera que estaban ahí, lo convirtiera en lugar de peregrinaje. Era también un incentivo para recordarles a los hombres y mujeres de esta tierra que ellos habían venido a abrirnos un camino.

Una vez que supimos que estaban sepultados en las nueve fosas, en el patio común a la izquierda y al fondo del cementerio, muy cerca del basurero donde enterraban a los pobres, decidimos marcarlas. No quisimos hacer una tumba lujosa, sino similar a la de los desposeídos: una especie de cajones de madera con una cruz y sembrarlas todas de flores. Así lo hicimos.

Había rebeldía pero también mucho terror. Los guardias querían desaparecer los cadáveres y resultaba muy peligroso emprender la construcción de fosas. Los sepultureros no se disponían a hacerlo, el único que se atrevió fue Juan Caternaux con un muchacho, con cierta discapacidad, que lo ayudaba. No puedo decir que yo confiara tanto en él, pero como vivía de eso, ofrecí pagarle y aceptó.13

Nayibi Atalá Medina

El pueblo se sintió muy conmovido cuando el día 27 por la tarde salió una rastra repleta de cadáveres a plena luz del día y bajó por la calle Martí. Fue una afrenta. Al paso del vehículo, los santiagueros se mostraban sin temor y el ejército daba bofetones y golpes. La gente lo comentó y la reacción fue tremenda.

También se habló con indignación de los militares que exhibían prendas, cadenas y relojes, saqueados a los cadáveres.14

Los dictámenes que emitieron ese día y los siguientes los médicos forenses, doctores Manuel Prieto Aragón, Carlos Padrón Ferrer, Ramón Cabrales Arjona y Alipio Rodríguez López, previo reconocimiento de los treintaitrés cadáveres, pusieron de manifiesto, ante las autoridades judiciales competentes, la brutal masacre.

Doctor Manuel Prieto Aragón

El reconocimiento médico-legal de los cadáveres fue horripilante. Todos vestían uniformes de caqui amarillo, unos con camisa y pantalón y otros solamente el pantalón. Esos uniformes estaban intactos, no tenían huellas de bala. Algunos cadáveres tenían el uniforme puesto al revés.

Al desvestirlos también se desnudó la crueldad y ensañamiento contra cada cuerpo. Unos, debajo del uniforme, tenían ropas de enfermos del hospital civil Saturnino Lora, y otros, ropas civiles. Había un gran número de ellos con la cabeza destrozada por granadas o ráfagas de ametralladoras. Muchos estaban mutilados, otros habían perdido los dientes y los ojos como consecuencia de las torturas a que fueron sometidos antes de asesinarlos.

Durante el asalto al cuartel Moncada solo murieron seis combatientes y quince soldados. Los demás cadáveres fueron añadidos en las horas siguientes al heroico hecho.

En aquella época la dictadura pregonó, con ánimo de confundir al pueblo y para justificar sus atrocidades, que muchos militares habían sido pasados a cuchillo; pero nuestro reconocimiento médico-legal, que obra en los dictámenes, desmintió tal falacia. Se pudo comprobar que todos murieron por heridas de armas de fuego, recibidas en un plano anterior, es decir, de frente, lo que demuestra que murieron en combate.15