José Ortíz Echagüe - César Ortíz-Echagüe - E-Book

José Ortíz Echagüe E-Book

César Ortíz-Echagüe

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Beschreibung

José Ortiz Echagüe fue el primer aviador que atravesó el Estrecho de Gibraltar. Mucho tiempo más tarde, con 73 años, conserva aún su pasión por volar, y será la persona con más edad que atraviese la barrera del sonido. Entretanto, funda Construcciones Aeronáuticas S. A. (hoy parte de Airbus) y SEAT, de las que será primer presidente. Pero sus pasiones principales fueron su familia y la fotografía (la revista American Photography lo consideró uno de los tres mejores fotógrafos del mundo). Es ahora su hijo César quien reúne sus recuerdos, completando así las numerosas páginas que ya se han escrito sobre este reconocido artista y empresario español.

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CÉSAR ORTIZ-ECHAGÜE

José Ortiz Echagüe

En el recuerdo de su hijo

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2020 by CÉSAR ORTIZ-ECHAGÜE

© 2020 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

El autor y la editorial agradecen al Museo de la Universidad de Navarra y a los archivos de Airbus y Seat la cesión de fotografías incluidas en este libro. La mayor parte de ellas permanecen bajo derechos de autor y no pueden ser usadas o difundidas sin la aprobación de sus propietarios.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5301-3

ISBN (versión digital): 978-84-321-5302-0

Foto de cubierta: José Ortiz Echagüe en su estudio, retocando una fotografía.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

PRESENTACIÓN

1. Primeros años (1927-1936)

CHAMARTÍN DE LA ROSA

FAMILIA Y FE

EL COLEGIO ALEMÁN DE MADRID

TÍOS Y PRIMOS

REVISTAS, LIBROS Y PELÍCULAS

GLOBOS Y AVIONES

LOS SAFARIS FOTOGRÁFICOS

VACACIONES

LOS ABUELOS PATERNOS

LA PLAYA DE ONDARRETA

BIARRITZ Y TÍO FERNANDO

2. La guerra civil (1936–1939)

EL COMIENZO DE LA GUERRA CIVIL EN SAN SEBASTIÁN

EN ZONA “NACIONAL”

VIAJE HACIA EL SUR

PUERTO REAL

CÁDIZ

EL COMBATE DE ARGEL

TIEMPOS DUROS

EL HUNDIMIENTO DELBALEARES

LA ENFERMEDAD DE NUESTRO HERMANO EDUARDO

LA FAMILIA GOIZUETA

DESPEDIDA DE CÁDIZ

SEVILLA

LA FASE FINAL DE LA GUERRA

3. Años de juventud (1939–1945)

PREPARANDO EL REGRESO A MADRID

GRANADA Y EL ESCORIAL

LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

DE NUEVO EN CHAMARTÍN

EL COLEGIO ALEMÁN DE MADRID

HAMBRE Y POBREZA EN ESPAÑA

LA FINCA DE ARJONILLA EN JAÉN

ROBOS NOCTURNOS

CASA EN EXPANSIÓN

VICTORIAS BÉLICAS ALEMANAS

NUEVOS LIBROS DE FOTOGRAFÍAS

EL TERCER LIBRO: ESPAÑA MÍSTICA

EL “DRAMA” DEL LATÍN Y UN GRAN PROFESOR

AÑOS INTENSOS

NAVARRA

PRINCESA 77

LA PREPARACIÓN PARA EL INGRESO EN LA ESCUELA DE ARQUITECTURA

UNA GRAVE ENFERMEDAD

VUELTA A LOS ESTUDIOS

TOMÁS ERICE

MI PRIMER ENCUENTRO CON SAN JOSEMARÍA

IGNACIO ECHEVERRÍA

SE CIERRA EL COLEGIO ALEMÁN DE MADRID

EL OPUS DEI

URBASA

DE NUEVO BURGUETE

MI PRIMERA CONVERSACIÓN CON SAN JOSEMARÍA

LA DECISIÓN

4. Miembro del Opus Dei y arquitecto (1945–1952)

MIS PRIMEROS PASOS EN LA OBRA

EL AISLAMIENTO POLÍTICO DE ESPAÑA

UN CURSO ESPECIALMENTE INTENSO

MOLINOVIEJO

1946-47. UN CURSO DECISIVO

CONTRASTES

VERANO DE 1947

EN LA ESCUELA SUPERIOR DE ARQUITECTURA

LOS PRIMEROS PROYECTOS EN LA ESCUELA

EL CAMPAMENTO MILITAR DE LA GRANJA

EL FINAL DE LAS OBRAS DE MOLINOVIEJO

MI MARCHA DE CASA DE MIS PADRES

MI NUEVA CASA

ROMA

EL PENSIONATO Y VILLA TEVERE

FINAL DE CURSO

SEGUNDO VERANO EN EL CAMPAMENTO DE LA GRANJA

MUDANZA FAMILIAR

GAZTELUETA

EL CENTRO DE VILLANUEVA

ALEMANIA

LONDRES

FIN DE CARRERA

5. Abriéndome camino (1952–1959)

LA PUESTA EN MARCHA DE LA SEAT

EL PRIMER ENCARGO ARQUITECTÓNICO

LAS BODAS DE PLATA DE LA OBRA

MI PRIMERA OBRA

DE NUEVO, FAMILIA...

LOS COMEDORES PARA EL PERSONAL DE LA SEAT

TURÍN Y ROMA

DE NUEVO CASA

MÁS RECUERDOS DE MI PADRE

FAMILIA

EL PREMIO REYNOLDS

NUESTRO VIAJE A LOS ESTADOS UNIDOS

DE NUEVO SEAT Y CASA

UN CAMBIO INESPERADO

6. Más cerca de san Josemaría (1959–1967)

TAJAMAR

DE NUEVO EN ALEMANIA

MI AMIGO SOCIALISTA

TORRECIUDAD

DE NUEVO TEMAS FAMILIARES

LA COMPRA DE LA MÁQUINA PARA HACER EL PAPEL FRESSON

DE NUEVO SEAT Y CASA

MI PADRE DESCUBRE A JESUCRISTO

DE NUEVO, NUESTRO ESTUDIO DE ARQUITECTURA

EL CIERRE DE NUESTRO ESTUDIO

7. Entre Madrid y Roma (1967-1980)

ROMA, ENERO 1969

CON MI PADRE EN BARCELONA

EL LEGADO FOTOGRÁFICO DE MI PADRE

ACADÉMICO DE BELLAS ARTES DE BAVIERA

CON MI FAMILIA EN TORRECIUDAD

LA MARCHA AL CIELO DE SAN JOSEMARÍA

MI MARCHA A VIVIR A ROMA

SOLAVIEYA Y LAREDO

8. Los últimos años de vida de mis padres(1975-1980)

SU VIDA RELIGIOSA

SU VIDA FAMILIAR

SU ESTADO DE SALUD

SUS ÚLTIMAS ACTIVIDADES FOTOGRÁFICAS

OTROS TEMAS VARIADOS: CASA, SEAT, AMIGOS...

PALABRAS FINALES

ARCHIVO FOTOGRÁFICO DE JOSÉ ORTIZ ECHAGÜE

ARCHIVO FOTOGRÁFICO

AUTOR

PRESENTACIÓN

POCO DESPUÉS DE MI REGRESO A ESPAÑA tras cuarenta años de ausencia (nueve en Roma y treinta y uno en Alemania), vino a verme a Madrid un conocido periodista y escritor de Bilbao, Luis María Sala. Ya me había anunciado telefónicamente que deseaba conocer mis recuerdos sobre un hermano de mi padre, Fernando Ortiz Echagüe.

En nuestra conversación me explicó enseguida el motivo: había escrito un libro sobre Indalecio Prieto, que llegó a ser jefe del socialismo español, y durante la fase de investigación supo que, cuando Prieto y otros importantes políticos republicanos se encontraban exiliados en París en 1931, recibieron la noticia de la renuncia a trono del rey Alfonso XIII. Se había proclamado la segunda república, el monarca decidió abandonar España. De inmediato, como era de esperar, Prieto y los demás tomaron billetes para regresar triunfalmente a Madrid.

Fernando, el hermano menor de mi padre, que era periodista y residía también en París como corresponsal para toda Europa del diario La Nación de Buenos Aires, se enteró de ese viaje y consiguió una plaza en el mismo tren. De ese modo, hizo todo el recorrido con ellos y pudo enviar a su periódico una información de primera mano sobre sus conversaciones con esos políticos.

A Luis María Sala le admiró la rápida reacción de ese periodista y buscó información sobre su vida. Supo entonces que era hermano de mi padre, del que había oído hablar mucho en su familia, ya que él y su abuelo, Antonio González, director de La Gaceta del Norte de Bilbao, habían hecho juntos, en los años 40 y por encargo del prior de la Cartuja de Miraflores, un bello libro con fotografías de mi padre y textos de González. Lo llamaron Estampas Cartujanas.

Le conté mis recuerdos y supe que, unos meses más tarde, Luis María había viajado a Argentina y había conseguido allí que los archivos de La Nación le proporcionaran abundantes textos publicados por mi tío. De entre ellos, Luis María eligió en primer lugar las crónicas sobre la República y sobre la guerra civil española, que mi tío había enviado a su periódico en los años 30, y las publicó en un libro con ese mismo título. El libro alcanzó una amplia difusión en su ámbito.

A partir de entonces, Luis María siguió interesándose por la historia de mi familia y me preguntó si existía alguna biografía de mi padre que pudiera comprar y leer. Además de tener noticia de la colaboración de mi padre con su abuelo, sabía que, como empresario, había fundado y dirigido dos empresas de considerable entidad (CASA y SEAT) y sabía también que, como fotógrafo, mi padre era considerado como el más importante en España y uno de los mejores del mundo.

Por eso le extrañó mucho cuando le dije que se había publicado mucho sobre mi padre, pero en ediciones institucionales, en libros editados para regalar, de difusión limitada[1].

Existe también una tesis doctoral sobre mi padre, muy bien documentada, realizada por el que más tarde sería profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra, José Antonio Vidal-Quadras, pero de la que solo existen las copias mecanografiadas exigidas para el doctorado.

Le comenté a Sala que, por mi parte, durante mi estancia en Alemania había ido escribiendo unas memorias de mi vida, y que había tenido la gran suerte de convivir con dos personas de una gran talla humana y espiritual. Una es el fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá, y la otra, mi padre. El texto alcanzaba hasta el fallecimiento de Escrivá en 1975, pero luego las prolongué hasta el año de la muerte de mi padre, cinco años más tarde. Esas memorias superan las 600 páginas y no las escribí con intención de publicarlas, sino como material para archivo.

En algunos de mis viajes a España, al comentar esas memorias con mis hermanos, mostraron gran interés en conocerlas. Me decidí entonces a hacer una versión bastante más breve y fácil de leer, de 300 páginas, donde sobre todo conservaba lo escrito sobre mi padre.

Sala se interesó, y se lo envié a comienzos del verano de 2019. En octubre recibí un mail suyo: había leído el texto con gran interés, y consideraba que sería muy conveniente estudiar su publicación. A la vista de su experiencia, acordamos que él se ocuparía de buscar la editorial más adecuada.

Así, Sala se puso en contacto con Ediciones Rialp, que ha publicado numerosas biografías, y esta mostró interés. Tras el proceso de edición, presento ahora con gran alegría estas memorias. No pretenden ser una biografía de mi padre, sino una serie de recuerdos de mi vida durante una etapa fundamental de la historia de España y del mundo, recuerdos en los que mi padre ocupa un lugar importante. Como ya he dicho, el texto original lo escribí en Alemania, donde disponía de poco material documental. En consecuencia puede haber algunos errores en los datos, aunque, desde que estoy en España, he procurado someterlos a revisión.

No me extrañaría que a los lectores que hayan comprado este libro con el deseo de conocer mejor la vida y la personalidad de esta gran figura de la industria y del arte en la España del siglo XX, que fue mi padre, les resulte difícil entender por qué aparecen tantas páginas, en las que cuento recuerdos de mi vida, sin apenas referirme a la de mi padre.

Podría haber suprimido muchas de esas páginas, pero no lo hecho por la seguridad que tengo de que también contribuyen a conocer mejor a mi padre. Me atrevo a decir que después de mi madre, fui yo la persona con la que estuvo más compenetrado, a causa de los muchos intereses artísticos, profesionales y familiares que compartíamos los dos.

Como yo —de palabra o por carta— le tenía muy al tanto de mi vida, de mis planes y de lo que me iba sucediendo, pude comprobar lo mucho que le interesaba todo lo mío, que pasaba a ocupar inmediatamente una buena parte de sus pensamientos, de sus alegrías y de sus preocupaciones. Por eso estoy seguro de que conocer mi vida es una gran ayuda para conocer la de mi padre.

Mucho me alegraría que la publicación de estos recuerdos animaran a alguno de los grandes biógrafos que hay en España a escribir una biografía documentada de mi padre. Los tres libros ya publicados y la tesis de Vidal-Quadras son ya fuentes de gran valor.

Quiero expresar mi agradecimiento a Luis María Sala por su impulso inicial, y a Santiago Herraiz como director de Rialp por el trabajo que él y su equipo han realizado para lograr una edición que considero muy lograda.

Si hubiera que señalar un punto de inflexión en la carrera artística de mi padre, elegiría sin duda la gran exposición fotográfica que, bajo el título Spectacular Spain, hizo en 1960 el Metropolitan Museum de Nueva York, uno de los más prestigiosos del mundo. Se cumplen ahora 60 años de ese evento, y en el ámbito industrial, 70 de la fundación de la SEAT.

Como mis recuerdos comienzan en el año 1931, me parece necesario añadir una somera relación de lo que fue la vida de mi padre hasta esa fecha.

BREVE RESEÑA BIOGRÁFICA DE JOSÉ ORTIZ ECHAGÜE

Mi padre, José Ortiz Echagüe, había nacido en 1886 en Guadalajara, pues allí estaba destinado su padre, oficial del ejército, como profesor de la Academia Militar de Ingenieros. Su madre procedía de una familia de abolengo, y tuvieron siete hijos: dos mujeres —Encarna y Carmen, a quien llamaban Pispa— y cinco varones: Joaquín, Antonio, Mariano (que falleció antes de que yo naciera), mi padre y Fernando. Mi padre hubiera deseado ser pintor, siguiendo los pasos de su hermano Antonio, tres años mayor que él y que había marchado a París, pero mi abuelo se negó, alegando que «con una calamidad tenían ya bastante en la familia».

Su tío Francisco, por entonces agregado militar en la Embajada de España en París, le regaló una cámara Kodak muy elemental, con la que empezó a hacer sus primeras fotografías a los doce años. Poco a poco fue descubriendo que, también a través de ese medio, podía dar cauce a sus sentimientos artísticos.

A los dieciséis años mi padre ingresó en la Escuela de Ingenieros militares de Guadalajara. Fue enviado en 1909 a combatir en la guerra de África, donde, además de participar en combates de tierra, hizo sus primeras fotografías desde globos de observación y realizó también fotos muy bellas de Marruecos y de sus gentes. Dos años más tarde pasó a formar parte del primer grupo de cinco militares con experiencia en vuelos en globo, que se formarían como pilotos de aviación. Recibió ese mismo año el título con el número 3.

Al año siguiente pasó unos días en San Sebastián, donde residían sus padres, y conoció allí a Carmen Rubio, mi madre. Ella había nacido en 1884 en Vera, Almería, pues su padre, el ingeniero de minas César Rubio Muñoz, dirigía allí una explotación de minas de plata.

Mi padre quiso casarse pronto con ella, pero su sueldo militar no era elevado. A través de su hermano Fernando, periodista en La Nación de Buenos Aires logró un puesto bien remunerado como ingeniero en el Ayuntamiento de Buenos Aires. Solicitó entonces la baja temporal en el ejército y marchó a Buenos Aires en ese mismo año 1912. Allí hizo buena amistad con la estrella de la aviación argentina, Jorge Newberry, que le facilitó volar en el Aeroclub. No había pasado un año cuando le llegó la noticia de que había de nuevo guerra en Marruecos. Sus compañeros aviadores estaban en Tetuán, combatiendo, y algunos habían sido heridos. Mi padre se sintió como un desertor.

En esa situación, tuvo la alegría de ser llamado por el Conde de Artal, que vivía en Argentina, que quería regalar tres aviones del último modelo al ejército español en Marruecos. Le propuso a mi padre que fuera a Francia a comprarlos y se ocupase de su transporte a Tetuán.

Mi padre marchó a París, acompañado de Newberry, y allí compró tres aviones “Morane Saunier” que tenía ya encargados el piloto argentino. Dos los envió por ferrocarril, pero decidió volar de París a Madrid con el tercero. Hasta entonces, ese vuelo solo había sido realizado por Vedrines, un piloto francés, en unos ocho días. El cielo de Francia estaba cubierto y solo era posible volar con visibilidad. Aun así, se decidió a despegar, volando sobre las nubes, con la intención de aterrizar cerca de Burdeos, donde sabía que pasaba unos días el rey Alfonso XIII. Antes de llegar se le incendió el avión y tuvo que saltar. Solo sobrevivió el motor y algunos elementos metálicos.

Ese accidente tuvo una influencia decisiva en su vida. Tras reponerse de sus fracturas de huesos en un hospital francés, marchó a Tetuán con los restos del avión —prácticamente solo el motor— y allí, con la ayuda de unos buenos carpinteros catalanes, pudo reconstruirlo y volver a volar con él. Se puede decir que ese fue el comienzo de la industria aeronáutica española.

En 1915 regresó al aeródromo de Cuatro Vientos con los tres aviones citados. Había estallado la primera guerra mundial y el ejército español no podía comprar nuevos aviones en el extranjero. Aprovechando esa ocasión, mi padre logró un contrato del Arma Aérea para construir cuarenta aviones, copiando los tres comprados en Francia y un modelo original español. Los realizó en los Talleres “Carde y Escoriaza” de Zaragoza.

Al terminar la guerra mundial, resultaba mucho más económico adquirir los aviones fabricados por los países beligerantes, y quedó interrumpida esa primera etapa de la industria aeronáutica española. Pero mi padre no perdió la esperanza de reanudarla más adelante.

Poco después contrajo matrimonio con mi madre, en 1916. De ese matrimonio nacieron ocho hijos: Mariano, José (Pepito), Carmen, (César, que falleció con pocos años), yo, Teresa, Fernando y Eduardo.

En 1917 fundó unos talleres en el Cerro de la Plata, en Madrid, dedicados a fabricar repuestos para la aeronáutica española. Allí, con su propio ejemplo y enseñándoles él mismo el funcionamiento de las máquinas, fue formando a los maestros que más tarde constituirían la base más sólida de sus realizaciones industriales. En esos mismos años se habían fabricado en Francia los primeros aviones totalmente metálicos, los Breguet XIX, y en Italia, con licencia alemana (Alemania no tenía autorización para construirlos), los hidroaviones Dornier.

En 1923, tras conseguir ayuda financiera, fundó una empresa para fabricar esos dos modelos, y la llamó Construcciones Aeronáuticas S. A. (CASA), con factorías en Getafe y en Cádiz. Una de las personas que más le apoyó fue un conocido industrial, José Tartiere, conde de Santa Bárbara de Lugones, que fue nombrado presidente. Mi padre ocupó el cargo de Consejero ejecutivo. Ya en ese mismo año CASA firmó con Aeronáutica Militar un contrato para fabricar 26 aviones Breguet, ampliado en 1926 con 77 unidades más.

Teniendo en cuenta el escaso desarrollo que tenía en esos años la industria española, un empresario español, al enterarse de que CASA se comprometía a construir la totalidad de esos aviones —los más sofisticados en su época— y a entregarlos en plazo, calificó la maniobra de “atrevido disparate”. Pero CASA cumplió sus compromisos, y a partir de entonces tuvo —con lógicos altos y bajos— un crecimiento continuo.

Cuando se formó el gran consorcio europeo AIRBUS, incluyeron a CASA como uno de los cuatro pilares de la gran compañía aeronáutica.

[1]El empresario fotógrafo, Carmen Erro, publicado por EADS (hoy Airbus); CASA. Los 75 primeros años”, José María Román, publicado por CASA; La fotografía de José Ortiz Echagüe, Asunción Domeño, publicado por el Gobierno de Navarra.

1.

Primeros años (1927-1936)

CHAMARTÍN DE LA ROSA

No es extraño que, siendo arquitecto, me resulte posible dibujar de memoria los planos de la casa en que nací en enero de 1927 y que fue derribada ya hace muchos años. La debió construir mi padre, José Ortiz Echagüe, en 1924. En el Madrid de entonces eran escasas las viviendas unifamiliares con jardín propio. Había algunas urbanizaciones de ese tipo, como la llamada Ciudad Lineal. Otra, cercana a nuestra casa, era la que llevaba el nombre de Colonia del Carmen, de dimensiones mucho más reducidas. Estaba situada en el término municipal de Chamartín de la Rosa, entonces independiente de la capital, emplazado a unos 5 kilómetros del límite Norte del Madrid de entonces, que terminaba en lo que hoy son los Nuevos Ministerios.

Alrededor de esa colonia había todavía campos de trigo y olivares. Allí compraron algunas familias —creo que eran cinco— terrenos para construir sus casas. Una de ellas era la nuestra, que colindaba con otra, construida por una hermana de mi padre, la tía Encarnita, casada con un rico venezolano llamado Rafael Luna, de mucha más edad que ella.

No conozco bien —aunque supongo alguna de ellas— las razones que pudo tener mi padre para decidirse a dejar el piso en un lugar bien céntrico de Madrid y construir una casa en un terreno que, en aquel entonces, resultaba bastante alejado y que no contaba con más comunicación con la ciudad —donde vivía todo el resto de la numerosa familia— que la de un tranvía, la línea 7, que llegaba hasta los llamados Altos del Hipódromo (un hipódromo que ya entonces no existía), un poco más allá de donde se construyeron luego los Nuevos Ministerios.

Debió ser hacia el año 1923 cuando mi padre empezó a pensar en construir una casa unifamiliar en las afueras de Madrid. No recuerdo haberle oído nunca contar los motivos que tuvo para esta decisión, poco corriente en aquellos tiempos. Pienso que uno pudo ser el crecimiento de la familia y el sano deseo de que esta fuera todavía más numerosa. Para eso necesitaba una vivienda amplia y, mejor, con jardín, para que los hijos tuvieran una expansión, tan difícil en el centro de Madrid. Otro motivo pudo ser el interés de mi padre por la arquitectura, intensificado por su conocimiento, cada vez más amplio, de la arquitectura popular española, como consecuencia de su afición fotográfica.

Recuerdo que, cuando hablaba conmigo de arquitectura popular, mostraba especial preferencia por la de los caseríos vascos, que conocía muy bien por sus estancias en San Sebastián, donde vivían sus padres y sus hermanas. Esto fue sin duda el motivo de que decidiese que la casa que iba a construir se inspirase en esos caseríos. No sé si intervino un arquitecto —tanto en nuestra casa como en la colindante de tía Encarna, que se debió construir simultáneamente y en el mismo estilo— pero, aunque lo hubiera, estoy seguro de que mi padre influyó decisivamente en el proyecto y en muchos detalles de la realización.

Un posible —y muy probable— motivo pudo ser también el deseo de disponer, en su nueva casa, del espacio suficiente para un buen laboratorio fotográfico, ya que su actividad en ese campo iba siendo cada vez mayor, participando con sus obras en un gran número de exposiciones internacionales.

La casa, que tan bien recuerdo, tenía tres plantas. Atravesando el jardín, se llegaba a la entrada principal, situada en el centro de la fachada, que daba paso a un zaguán, desde el que se podía pasar, por la primera puerta a la izquierda, al despacho de mi padre y, por la primera de la derecha, a una suite para huéspedes, en la que se alojaban con cierta frecuencia sus hermanas Encarna y Pispa. Por el centro se pasaba a un vestíbulo distribuidor, que daba acceso, a la izquierda, a un salón; por el frente, a un comedor-cuarto de estar, de amplias dimensiones; y, por la derecha, a la zona de servicio y a la escalera que llevaba a la primera planta.

No deja de ser curioso que, hasta que se reformó la casa al terminar la guerra civil, en ese vestíbulo estaba colocada la caldera de carbón que proporcionaba el calor a la calefacción central. Esa disposición producía en invierno, nada más entrar en la casa, una agradable sensación, pero tenía algunos inconvenientes que hacían sufrir a mi madre. Por un lado, las paredes de la caldera, que no estaban aisladas, alcanzaban elevadas temperaturas, con la consecuencia de que los hijos, al pasar corriendo por ese vestíbulo, tropezásemos alguna vez con la caldera y sufriéramos quemaduras. Yo mismo conservo todavía en una mano una pequeña cicatriz de uno de esos accidentes.

Otro inconveniente era que, para trasportar hasta la caldera el carbón desde un sótano contiguo, donde estaba almacenado, había que cruzar parte del vestíbulo, siendo prácticamente inevitable que se desprendiera polvo y manchase el suelo de cerámica, obligando a limpiarlo muy frecuentemente.

El solar de la casa formaba esquina con una calle que antes de la guerra se llamaba de Antonio Maura (ahora Antonio Suárez) y con otra sin nombre, que terminaba en los sembrados circundantes y daba acceso a las otras cinco casas unifamiliares que formaban esa pequeña colonia.

A la planta primera se llegaba por una escalera de un solo tramo, a la que se podía acceder desde el vestíbulo de entrada o desde el comedor, y que desembocaba en otro vestíbulo distribuidor que daba paso a nuestro cuarto de jugar y a los dormitorios. La planta primera tenía menor superficie que la baja, dando lugar a una gran terraza en la fachada principal.

Otro tramo de escalera accedía a una tercera planta, bajo el gran tejado y ya algo abuhardillada, donde había habitaciones para el servicio y donde mi padre instaló su laboratorio. El resto eran buhardillas, lugar preferido para muchos de nuestros juegos, sobre todo de los llamados “al escondite”.

Durante la guerra civil la casa quedó arrasada en su interior y mi padre aprovechó las obras de restauración para hacer algunas mejoras y ampliaciones. La peligrosa caldera de calefacción fue bajada al sótano, con gran alegría de mi madre. Se cubrió la terraza y de ahí salieron más dormitorios, pues, aunque mis dos hermanos mayores habían muerto durante la guerra, los demás habíamos crecido y deseábamos tener habitación individual.

En la planta primera, el cuarto de jugar ocupaba una buena parte de esa fachada y, en invierno, resultaba muy agradable y soleado. Teníamos pocos juguetes, pero ese cuarto era para nosotros un mundo en el que dábamos rienda suelta a nuestra imaginación. La mesa, colocada con las patas hacia arriba, se transformaba en un barco, con el que afrontábamos tenebrosas tempestades. Mi hermano Pepito, aun siendo cuatro años mayor que mi hermana Carmen y siete más que yo, jugaba mucho con nosotros. Era un entusiasta de las leyendas del rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda y nos hacía revivir esas historias con cascos de cartón pintados con purpurina, y con disfraces que le transformaban a él en el rey, a mí en su más fiel caballero y a mis hermanas en elegantes damas de la corte.

Debía tener yo seis o siete años cuando tuve una experiencia, en relación con los juguetes, que nunca olvidaré, y de la que aprendí mucho. Los príncipes de Hohenlohe tenían una casa palacio cerca de El Escorial. Creo que se llamaba El Cagigal. Como mi padre era ya muy conocido como fotógrafo, le invitaron a visitar el palacio y a hacer algunas fotografías. Acompañando a mis padres creo que fui yo con mis dos hermanas. La casa nos causó gran impresión. Saludamos a los príncipes, con los que se quedaron nuestros padres, y nosotros tres fuimos conducidos al cuarto de jugar de los hijos, que eran muy numerosos.

¡Qué contraste con nuestro cuarto! Además de ser mucho mayor, estaba lleno de juguetes espléndidos, con los que nosotros no hubiéramos podido soñar: tiovivos, columpios, casas de muñecas, etc. Estábamos deslumbrados e inmediatamente quisimos lanzarnos a disfrutar de ellos. Intento inútil. Los siete u ocho hijos de los príncipes, que debían estar hartos de tantos juguetes, se lanzaron sobre nosotros y lo único que les interesaba era luchar a brazo partido. Recuerdo aquella tarde como un continuo esfuerzo frustrado por alcanzar esos deseados juguetes. Después, en el camino de vuelta, llegué a la conclusión de que disfrutábamos nosotros mucho más en nuestra casa de Chamartín, con apenas juguetes y con mucha fantasía.

Nuestro hermano mayor, Mariano, aunque solo era tres años mayor que Pepito, ya no jugaba con nosotros. En la época de mis primeros recuerdos —1931— ya tenía 15 años y le gustaba ir a Madrid a reunirse con primas y amigas de su misma edad. Pero recuerdo que me trataba con mucho cariño. Tenía una gran afición al mar y soñaba con llegar a ser oficial de la marina. Leía mucho sobre el tema y, a veces, me llevaba a su cuarto y me contaba con detalle las principales batallas navales de la primera guerra mundial, que yo escuchaba embelesado.

Cuando llegaba el buen tiempo —y en Madrid llegaba pronto— cambiábamos, durante el día, el cuarto de jugar por el jardín. En la esquina de la calle principal y de la lateral había un portón por el que podía entrar el coche y dar toda la vuelta al ruedo. A los lados de esa calle había plantado mi padre árboles, concretamente plátanos y, en el centro, había una pequeña fuente con surtidor, rodeada de cipreses, como añorando los jardines de Granada. Pero toda esa vegetación era motivo de sufrimiento para mi padre, por la escasez de agua que entonces había en Chamartín, que solo permitía un riego muy somero, de forma que aquellos árboles nunca alcanzaban el desarrollo deseado, e incluso eran bastantes los que se secaban. El sufrimiento de mi padre aumentaba cuando marchábamos de veraneo a San Sebastián y la tarea del riego quedaba bajo la responsabilidad del guarda.

En efecto, en otra esquina del jardín existía un edificio de una planta, en el que se alojaba el garaje y una pequeña vivienda para un matrimonio: los guardas. La guardesa se llamaba Inés; del nombre de su marido no me acuerdo. En aquellos años nunca me pregunté, y después no he sabido nunca bien, cuál era su función. Quizás, al estar nuestra casa en una zona aislada y sin los servicios de vigilancia nocturnos —los famosos serenos— que había en la ciudad, pensó mi padre que era conveniente que, ya a la entrada del jardín, hubiese, sobre todo por la noche, una cierta vigilancia. Es posible que Inés ayudase algo en las labores de la casa, pero no consigo hacerme idea de cuál pudiera ser la ocupación del guardés, salvo regar los árboles y las plantas, sobre todo durante el verano.

En el garaje se guardaba durante la noche el gran coche americano —el más antiguo que recuerdo un Auburn, que luego fue sustituido por un Chevrolet— en el que mi padre se desplazaba dos veces al día a la factoría de Construcciones Aeronáuticas S. A. (CASA) en Getafe, donde era director. Uno de los muchos recuerdos estupendos que tengo de mi padre es que, salvo raras excepciones, a pesar de la distancia y de las malas carreteras, venía siempre al mediodía desde Getafe a comer con toda la familia. Nosotros íbamos al mediodía a comer a nuestras casas, aunque en algunos había también clases por la tarde. Por eso, al mediodía estábamos todos en familia y nos daba gran alegría que nuestro padre almorzara con nosotros.

Aunque a mi padre, como buen piloto, le gustaba conducir, tenía un conductor —un chofer, como se llamaba entonces— a su servicio. El de aquellos años antes de la guerra se llamaba el Sr. Rovira y le teníamos todos un gran afecto. Le considerábamos de la familia. Vivía cerca, en la Colonia del Carmen, lo que le permitía llegar a nuestra casa por la mañana, muy temprano. Esto era especialmente importante en los días fríos del invierno, pues, en aquel entonces, la operación de poner en marcha el motor era una verdadera odisea, que a veces necesitaba más de media hora. El Sr. Rovira era fuerte y manejaba la manivela para el arranque con energía, pero aun así tenía a veces que calentar el motor con un mechero bunsen para que se animase. Como, junto con nuestro padre, nos llevaba en el coche a Madrid para dejarnos en los colegios, muchas mañanas esa esforzada operación la desarrollaba rodeado de todos nosotros, que admirábamos su energía y su pericia.

FAMILIA Y FE

El ambiente en mi familia era muy laical. No recuerdo haber oído nunca que en nuestra familia —tampoco entre nuestros antepasados, ni en el círculo de nuestras amistades— hubiera sacerdotes o religiosos. No recuerdo tampoco que jamás entrase en nuestra casa un sacerdote o un religioso, por los que, por otra parte, sentíamos respeto e incluso veneración. La primera vez que ví de cerca a un obispo fue con ocasión de mi confirmación, ya con 17 años.

Sobrenaturalmente recibí la fe católica en el bautismo, pero el principal instrumento humano que Dios utilizó para trasmitírmela fue mi madre, que tenía una fe profunda, pero que no se manifestaba en numerosas prácticas de piedad. Un ejemplo es que, aunque yo nací en 1927, la primera vez que escuché el rezo del rosario fue en 1938 y no en nuestra familia, sino en la de una familia amiga. Tampoco se bendecía la mesa en nuestra casa, aunque sí teníamos la costumbre de besar el pan si caía al suelo, recordando sin duda el pan nuestro de cada día del Padrenuestro y las necesidades de los pobres.

Vivíamos en Chamartín y no teníamos apenas relación con la parroquia —no sé si era la única, pero sí la más próxima— donde yo había recibido el bautismo, dedicada a San Miguel. Era una iglesia de reciente construcción. Al cabo de muchos años tuve que solicitar un certificado de bautismo y me extrañó que hubieran pasado varias semanas desde mi nacimiento hasta recibir ese sacramento. Al comentárselo a mi madre, me explicó que, cuando yo nací, en un frío 13 de enero, la citada iglesia no tenía todavía ventanas. Estaba previsto que me llamara César, igual que mi abuelo materno, que quería a toda costa ser mi padrino. Como las ventanas estaban a punto de llegar, y la ya avanzada edad de mi abuelo no aconsejaba exponerle a tan bajas temperaturas, se decidió esperar hasta que la iglesia quedase protegida del cierzo madrileño.

En nuestra familia era costumbre asistir juntos a misa los domingos. Pero no sentíamos ninguna especial atracción por la iglesia de la parroquia, decorada muy elementalmente y con dudoso gusto. Nos gustaba mucho más trasladarnos —éramos, a partir de 1935, siete hermanos— en el gran coche americano conducido por mi padre, al centro de Madrid, para asistir a alguna misa tardía (la famosa “misa de una”) en algunas de las iglesias céntricas, de mucho mayor valor artístico. Nos gustaba especialmente la iglesia de San Jerónimo el Real. Esto daba, además, ocasión para dar un paseo bien agradable por el parque del Retiro o por la Castellana e, incluso, para hacer una visita en el Museo del Prado —entonces muy tranquilo— o pasar a ver a algunos de nuestros numerosos parientes que vivían en Madrid.

No recuerdo haber recibido clases de catecismo en la parroquia, ni, por supuesto, se me pasó nunca por la cabeza ofrecerme como monaguillo. El catecismo —un pequeño catecismo del padre Ripalda— lo debí aprender de labios de mi madre.

Por lo que se refiere a mi padre, no recuerdo que me hablara nunca, durante mi infancia, de temas religiosos. Él procedía de una familia de militares y había seguido también esa carrera, como ingeniero militar. El ejército español procedía, sobre todo, de las fuerzas isabelinas que habían luchado contra los carlistas, y en ellas se respiraba un ambiente más bien liberal en el terreno religioso. Mi padre dejó nuestra formación religiosa en manos de mi madre y también, en parte, en las de su hermana Carmen —para nosotros tía Pispa—, soltera toda su vida, a la que queríamos mucho y que, aunque vivía en San Sebastián con nuestros abuelos paternos, pasaba temporadas en nuestra casa de Chamartín y nos contaba historias interesantísimas, entre las que había bastantes con contenido religioso. Recuerdo que me impresionaban especialmente las que se referían a los primeros cristianos.

Pero, sin embargo, estoy seguro de que, de una manera indirecta, pero muy eficaz, mi padre ejerció sobre mí una gran influencia, con consecuencias también para mi fe. Trataré de explicarlo. Mi padre era un gran artista, que, al no lograr ir a París a estudiar pintura como su hermano Antonio, encontró en la fotografía el cauce para desarrollar sus sentimientos artísticos. Estos se unían a un gran amor a su patria, de la que pensaba, como otros muchos de la generación del 98, que había quedado muy abandonada a causa de los sueños imperiales. Acababa de despertar de esos sueños con las derrotas de Cuba y Filipinas.

En el caso de mi padre, ese amor se extendía a las tradiciones españolas más auténticas, que encontraba en sus pueblos, en sus gentes, en sus costumbres, en sus trajes populares y en las muchas manifestaciones de su arte. Al mismo tiempo, presentía que, al desarrollarse España social y económicamente, como él deseaba, muchas de esas costumbres, de esos trajes, de esos pueblos pintorescos, pero, en buena parte, misérrimos, irían desapareciendo. Se propuso entonces retenerlos con su cámara antes de que eso sucediera. Por eso, recorrió con perseverancia hasta los últimos rincones de la península con sus grandes cámaras a cuestas, muchas veces acompañado de toda la familia.

Como es lógico, un objetivo frecuente de sus fotografías eran las grandes iglesias que dominaban los pueblos y que contenían cuadros e imágenes bellísimas, a menudo cubiertas por el polvo. Los hijos le preguntábamos por el significado de esos cuadros y de esas imágenes y él, quizás sin buscarlo, pero haciendo uso de lo mucho que había leído, fue realizando una gran catequesis religiosa con nosotros.

Otra faceta de mi padre tuvo también, aunque de una forma más indirecta, una fuerte influencia en mis posteriores planteamientos religiosos. Junto con ese entusiasmo por los valores de España, mi padre sufría comprobando la gran pobreza de la mayoría de su población y las grandes diferencias sociales que existían. Pero no se dedicó a lamentarse, sino que puso todo lo que estaba de su parte para crear riqueza y puestos de trabajo.

Procuró inculcarnos esa profunda preocupación por las personas pobres o de escasos recursos. El hecho de vivir en Chamartín, donde había mucha pobreza y donde veíamos todas las mañanas regresar de Madrid a los recogedores de basuras, nos brindó un contacto directo con la pobreza y nos ayudó a valorar los bienes que disfrutábamos. Venían bastantes de esos pobres a pedir limosna a nuestra casa y nuestros padres nos enseñaron a recibirles siempre con afecto y a que no se marchasen nunca con las manos vacías.

Nuestro padre nos enseñó, sobre todo con su ejemplo, a llevar una vida sobria, sin caprichos, recordándonos —sin hacerse pesado— las muchas personas que no podían permitírselos. Nos tenía cortos de dinero. Recuerdo que, cuando mis hermanos mayores empezaron a tener una gran afición por ir a esquiar a la cercana sierra de Guadarrama, tenían que hacer muchos esfuerzos para reunir el poco dinero que necesitaban para pagar el tren.

Este ejemplo vivo, al llegar a mi juventud, me sirvió para entender que un cristiano que se limitase a vivir prácticas piadosas, pero que no contribuyera a resolver los problemas sociales, no viviría de acuerdo con la fe revelada por Jesucristo. Años después, en 1945, estando todavía en el último curso del Colegio Alemán, conocí a san Josemaría Escrivá, el fundador del Opus Dei. Pronto le oí en una de las meditaciones que nos daba en la residencia de estudiantes de La Moncloa, palabras muy semejantes a las que se recogen en su libro Es Cristo que pasa, de una meditación predicada en 1966, donde decía:

Meditad la escena del juicio, que el mismo Jesús ha descrito: «apartaos de mí (...) porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; fui peregrino y no me recibisteis; desnudo, y no me cubristeis; enfermo y encarcelado, y no me visitasteis». (Mt 25, 41–43)

Un hombre o una sociedad —seguía diciendo san Josemaría— que no reaccionara ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del Corazón de Cristo. (Nr. 167)

Respecto a la influencia de mis hermanos sobre mi fe, recuerdo que Pepito, con el que dormía en el mismo cuarto, tenía una fe sólida y siempre me recordaba que rezásemos juntos antes de dormir. Incluso me enseñó varias oraciones, como una que ya no recuerdo, pero que empezaba así: «Señor Jesucristo, que nos dejaste la señal de tu Pasión en la sábana santa...».

Un gran acontecimiento en el que participábamos todos era en la instalación del Nacimiento, que empezaba dos días antes de Navidad. El corcho para los paisajes, y las figuras —muy sencillas pero numerosas— se guardaban, bien envueltas en papel de periódico, en la buhardilla. Era para nosotros un momento de gran emoción cuando se bajaban a la segunda planta, donde se colocaba el Nacimiento en el gran vestíbulo central, y las íbamos desenvolviendo y colocando sobre el paisaje, ya formado con el corcho y el musgo que traíamos de alguna excursión.

En los días siguientes, ya en plena Navidad, pasábamos muchas horas ante el Nacimiento, cantando villancicos con zambombas y panderetas. A medida que se iba aproximado la fiesta de los Reyes Magos, la emoción iba subiendo, pensando en los regalos que habíamos pedido previamente por carta. En la mañana del 6 de enero, después de una noche en la que resultaba difícil dormir y en la que yo hablaba aún más con mi hermano Pepito, nos dirigíamos a una sala contigua al comedor, donde, la noche anterior, habíamos dejado nuestros zapatos y también comida para los Reyes Magos y paja para sus camellos, que, por la mañana, aparecían convenientemente consumidas en buena parte. Por los motivos que he expuesto más arriba, nunca pedimos regalos desorbitantes, y los que encontrábamos superaban siempre nuestras expectativas.

De la Semana Santa tengo recuerdos mucho menos vivos. En Madrid no había entonces procesiones. Recuerdo, sin embargo, que el Viernes Santo escuchábamos por radio, con gran atención, el “Sermón de las siete palabras”, pronunciado siempre por algún predicador famoso, con la retórica entonces al uso, y que me causaba siempre una profunda impresión. También recuerdo muy bien que en una ocasión me llevaron a ver una representación de la Pasión en un teatro —representada por la compañía de Rambal— y lloré de tal manera que no repitieron la experiencia.

En los colegios a los que fui recibí poca formación religiosa. El primero al que me enviaron fue el Colegio Alemán de Madrid, concretamente al Kindergarten, que estaba ubicado —junto con la enseñanza primaria— en un edificio de la calle Rafael Calvo. Allí asistí también a las dos primeras clases de enseñanza primaria, hasta que la desgraciada actuación de un profesor (que luego contaré) llevó a que me negase a volver a poner allí los pies. Y mi decisión tuvo el total apoyo de mis padres.

Me enviaron entonces al colegio al que iban la mayoría de mis otros hermanos: el Instituto Escuela, un colegio piloto dirigido por la Institución Libre de Enseñanza, situado en la calle Serrano, en los terrenos que ocupa ahora el instituto Ramiro de Maeztu. Ni en el Colegio Alemán ni en el Instituto Escuela había enseñanza de Religión, cosa que no debió preocupar especialmente a mis padres, convencidos sin duda de que el ambiente cristiano que se respiraba en nuestro hogar resultaba suficiente.

Los años a los que se refieren estos recuerdos fueron años de grandes tensiones sociales y políticas en España, que tenían en Madrid una especial repercusión y que fueron el comienzo de una fuerte persecución contra la Iglesia católica, que culminó en la guerra civil. Me pregunto si esos acontecimientos repercutieron especialmente en mis sentimientos religiosos, pero pienso que no. Y no deja de ser curioso, ya que uno de los primeros recuerdos que tengo de mi infancia tiene relación directa con ellos.

Fue en 1931, teniendo yo 4 años. Estaba ya en la cama, cuando mi madre me buscó y me sacó a la gran terraza que había en la primera planta de nuestra casa. Como Chamartín estaba algo más elevado que Madrid, se veían desde allí, a lo lejos, algunos de sus barrios y, más próximamente, los conventos que, en el propio Chamartín, tenían las monjas del Sagrado Corazón y los jesuitas. Pues bien, desde nuestra terraza se podían contemplar diversos incendios de conventos e iglesias provocados por una gran calumnia contra la Iglesia —que los curas habían envenenado las fuentes en los barrios pobres—, que fue la causa de que las masas marcharan sobre el centro de Madrid, asaltaran numerosos edificios religiosos y los incendiaran.

Nuestros padres, aunque es seguro que seguían con gran preocupación y dolor esos acontecimientos, procuraron evitar que nos influyeran. A pesar de su amor a la Iglesia, no recuerdo que nunca pronunciasen en nuestra presencia palabras de rencor contra los que entonces la atacaban.

En el Instituto Escuela convivíamos pacíficamente en las clases con numerosos hijos de políticos que estaban entonces en el poder y que, como supe mucho después, muy poco hicieron para evitar esos desmanes, e incluso los alentaron. Pero tampoco oí nunca de mis padres algo que pudiera enemistarnos con esos compañeros de clase.

EL COLEGIO ALEMÁN DE MADRID

Debía yo tener 4 o 5 años, en octubre de 1930 o de 1931, cuando acudí por primera vez al Kindergarten. Este, y la enseñanza primaria del Colegio Alemán, estaban ubicados en aquel entonces en la calle Rafael Calvo, mientras que el bachillerato se cursaba en un edificio en la calle Fortuny esquina con Montesquinza.

No conozco con seguridad las razones que tuvieron mis padres para enviarme a ese colegio. Pero yo fui el único de mis hermanos que cursó completo el bachillerato alemán. El motivo pudo ser que mis dos hermanos mayores empezaban a mostrar sus preferencias por una futura profesión. Mariano soñaba con ser oficial de Marina, y Pepito, arquitecto. Muy probablemente deseaba mi padre que uno de sus hijos fuera su sucesor en CASA y debió poner sus esperanzas en mí.

De mi estancia en el Kindergarten tengo recuerdos muy vagos, pero agradables: supongo que debíamos jugar, aprender a leer, a cantar, etc., todo sin demasiado esfuerzo. Aprendí mis primeras canciones alemanas y a mi madre le gustaba, cuando recibía a familiares o amigas en nuestra casa de Chamartín, que bajase a saludarlas y a cantarles una de esas canciones. La única de la que me acuerdo bien es una que decía:

Hop! Hop! Hop! Pferdchen auf Galopp,

über Stock und über Steine,

aber bricht dich nicht die Beine!

Hop! Hop! Hop! Pferdchen auf Galopp.

Que podría traducirse así:

¡Hop! ¡Hop! ¡Hop! caballito al galope,

sobre palos y sobre piedras,

pero no te rompas las patas,

¡Hop! ¡Hop! ¡Hop! caballito al galope.

Acompañaba la canción dando saltos para imitar el galope del caballo, aumentando así el entusiasmo y la admiración de las amigas de mi madre.

Terminado el Kindergarten, pasé a la primera clase de enseñanza primaria en el Colegio Alemán. Tengo casi la seguridad de que hice el primer año completo y que el incidente que llevó a que dejara el Colegio Alemán debió ocurrir a comienzos del segundo año. Tal como yo lo recuerdo, fue así: hasta entonces habíamos escrito siempre con lápiz y llegó el momento en el que el profesor que dirigía las clases de escritura nos anunció que, a partir del día siguiente, empezaríamos a escribir con pluma y tinta. Para eso, debíamos decir a nuestros padres que nos comprasen el necesario mango y unas plumas. La tinta la encontraríamos en los tinteros empotrados que tenían los pupitres. Yo se lo dije a mis padres, me las compraron esa tarde y, al día siguiente, llegué a clase con el material. El profesor fue mirando uno a uno lo que habíamos traído y a dos o tres, entre ellos a mí, nos sacó de nuestros bancos y nos colocó a un lado de la pizarra. Terminada la inspección, se volvió a nosotros y nos pegó. No recuerdo si fue una bofetada o con un palo en la cabeza. Como única explicación nos dijo que el día anterior había dicho explícitamente que las plumas debían comprarse en la secretaría del colegio, y las que nosotros habíamos traído eran de otro modelo.

Por supuesto que yo no me había enterado de esa condición y el castigo me pareció una injusticia tal, que, cuando regresé a casa, lo conté a mis padres. Añadí que no estaba dispuesto a volver a pisar ese colegio, y que me enviasen al de mis hermanos. No recuerdo que mis padres intentaran disuadirme. Aceptaron mi propuesta, aunque echara por tierra los planes de mi padre. No dudo que, cuando fueron a comunicarlo al Colegio Alemán, expresarían su indignación.

Los edificios del Instituto Escuela, en los Altos del Hipódromo, estaban terminados, pero los terrenos circundantes no estaban urbanizados, de forma que, para llegar hasta la calle de acceso, había que cruzar zonas de tierra que, cuando llovía, se volvían un lodazal. Eso fue la causa de un incidente que se me ha quedado muy grabado. Los zapatos que usaba en aquella época me apretaban mucho por detrás, y procuraba descalzarme en cuanto podía. Para volver a calzarme forzaba esa parte trasera, que solía tener una costura central. Esta se fue rompiendo, hasta que ya no me apretaban, pero también se me salían con gran facilidad.

En esa situación, salí un día del colegio y, para llegar hasta donde mi padre me esperaba, había que cruzar una de esas zonas llenas de charcos y de barro, en los que me resultaba muy divertido chapotear. Llegó mi padre en su coche y, desde lejos, me hizo señas para que fuera. Con desolación noté que no podía andar sin que mis pies se salieran de los zapatos. Ante la insistencia de mi padre —probablemente llovía— no tuve más remedio que ponerme en marcha, dejando los zapatos en el barro. Cuando llegué hasta mi padre y me vio sin zapatos, me pegó una buena bofetada. Pienso que es la única que me dio en su vida y que, por tanto, no me es fácil de olvidar. Está perdonada de todo corazón, pues pienso que la merecí.

TÍOS Y PRIMOS

A pesar de que vivíamos bastante lejos de Madrid, no recuerdo que faltara animación en nuestra casa de Chamartín. Los cinco hermanos que vivíamos allí hasta que, en 1935, nacieron los gemelos Fernando y Eduardo, dábamos ya bastante movimiento a la casa y al jardín. Pero, además, teníamos una abundante familia en Madrid, que, a pesar de la distancia, venía con frecuencia a vernos. Como eran casi todas familias numerosas, supongo que les gustaba ir a nuestra casa para disfrutar de un jardín del que carecían. Resultaría muy extenso contar de todos mis tíos y mis primos y como, además, deseo, en estos recuerdos, centrarme en la figura de mi padre, citaré sólo los de la rama paterna. A lo largo de estas páginas irán saliendo también los de la materna, pues, además, gracias a Dios, siempre hubo una buena armonía entre ambas ramas.

En una casa colindante vivía la familia Luna, formada por el rico venezolano Rafael Luna, su esposa, mi tía Encarna, hermana de mi padre, y sus dos hijas, Lolita, de la misma edad que mi hermana Carmen, y Conchita, un año menor que yo. La vecindad facilitaba que viniesen con frecuencia a jugar con nosotros —muchas veces como damas de los caballeros de la Tabla Redonda—. Menos frecuentemente, íbamos nosotros a jugar a su casa.

Mi tío Antonio marchó muy joven a estudiar pintura en París. Regresado a España, ganó una beca para seguir estudiando en Roma, pero pasó la mayor parte del tiempo en la isla de Cerdeña, donde pintó cuadros muy bellos de la vida diaria de sus pueblos. Una parte se pueden contemplar ahora en San Sebastián, en una sala demasiado pequeña del Museo San Telmo.

En 1909 regresó a Roma, donde expuso con gran éxito sus cuadros de Cerdeña, algunos, como “La fiesta de la Cofradía de Atzara”, de grandes dimensiones, con 26 figuras de tamaño natural. Durante esa estancia en Roma conoció a un matrimonio holandés formado por Fritz Schmidt y su esposa Nonnie Reineke, que habrían de tener una influencia decisiva en su vida. Conoció también entonces a Elisabeth, la hija única del matrimonio, de la que pintó un retrato que agradó mucho a los padres. Regresado a Holanda el matrimonio, invitaron a mi tío Antonio a pasar una temporada en Hilversum, donde vivían. A Antonio le gustó mucho el país y sus gentes, de las que recibió numerosos encargos de retratos. Desde allí hizo un viaje a la Argentina, donde los Schmidt habían comprado una finca en La Pampa y donde vivía en Buenos Aires su hermano Fernando, que trabajaba como periodista en el diario La Nación. Gracias a las relaciones que los Schmidt y su hermano Fernando tenían en Argentina, pasó allí un año pintando muchos retratos.

Regresó a España al comenzar la primera guerra mundial y pasó cuatro años en San Sebastián, donde vivían sus padres. Allí montó su estudio, y solo interrumpió su estancia allí para hacer un viaje a Nueva York, donde estuvo cuatro meses, pintando numerosos retratos de personajes norteamericanos del mundo de los negocios.

En 1918 fue de nuevo a Holanda, donde acababa de fallecer su amigo y protector Fritz Schmidt. Por carta había pedido la mano de su hija Elisabeth, con la que contrajo matrimonio civil en Hilversum en 1919 y, algo después, en viaje de novios a Buenos Aires, se casaron allí por la Iglesia. Ya en España y con su esposa, se instalaron en Granada, donde nació su primera hija Carmen. A partir de entonces comenzó una época muy cosmopolita, alternando estancias en España, con otras en Holanda, París, Argentina y Marruecos. En Holanda, pintó también cuadros muy interesantes, sobre todo de interiores holandeses, uno de los cuales, que tiene por título “Jacobo Van Amstel en mi casa”, pertenece a la colección del Museo Reina Sofía de Madrid.

A principios de 1926, el matrimonio y su hija regresaron a Madrid, donde Nonnie, que había contraído segundas nupcias con otro acaudalado holandés, Corn van Eghen, había comprado la llamada Quinta del Berro, la finca más hermosa que había entonces en los confines de Madrid. Disponía de una gran casa, donde el tío Antonio instaló su estudio de pintor, rodeada de un gran parque por el que paseaban incluso pavos reales. Allí nació el mismo año que yo, en 1927, su segundo hijo, Federico.

La Quinta del Berro, hoy parque público de Madrid, pero entonces propiedad de los padres de la esposa holandesa del tío Antonio, tía Elisabeth, era el lugar que más nos atraía. Aquel parque era para nosotros un verdadero paraíso, en el que jugábamos mucho con nuestros primos. Pero ese paraíso alcanzaba su apogeo cuando llegaba la fiesta de la Pascua. Tía Elisabeth era una elegantísima dama, pródiga en iniciativas. Una de ellas fue la de introducir en su casa y con la colaboración de su madre una costumbre —que yo sepa— entonces desconocida en España: los huevos de Pascua.

Supongo que aquellos huevos y liebres de chocolate los tendría que hacer traer de Holanda, pero el caso es que llegaban cada año en gran cantidad y tía Elisabeth se encargaba de esconderlos habilmente entre los numerosos arbustos de la Quinta.

Los días anteriores a la fiesta, a los numerosos primos que estábamos invitados, nos comía la impaciencia, esperando el momento de ir a buscar las codiciadas golosinas. Nunca quedamos defraudados, pues las había en gran abundancia y, además, a los más pequeños, entre los que yo me encontraba, tía Elisabeth nos daba pistas que nos ayudaban a encontrarlos.

Algunos fines de semanas salíamos las dos familias, cada una en su coche, en busca de lugares interesantes –para cuadros del tío Antonio o fotografías de mi padre– en los alrededores de Madrid. Tío Antonio y su esposa llevaban un tren de vida espléndido, que contrastaba con la austeridad de nuestra familia. Tenía siempre coches americanos del último modelo y más potentes que los nuestros. A veces subía yo en ese coche y el tío Antonio, al volante, me hacía sufrir un tanto, demostrándome la gran facilidad con que adelantaba al “trasto” que conducía mi padre.

La familia de mi tío Antonio dejó España en 1933 para marchar a la Argentina a vivir en la finca La Holanda, en La Pampa, cerca de la ciudad de Santa Rosa.

Como ya he dicho, Federico nació el mismo año que yo, y, en ese breve tiempo, nos hicimos grandes amigos. Su marcha fue para mí una gran pérdida, como la de su hermana Carmen para la mía del mismo nombre. Mi padre tuvo también un gran disgusto con la decisión de su hermano Antonio, al que quería fraternalmente y al que admiraba como gran artista. Veía que, al marchar a vivir a una estancia en La Pampa seca, a mil kilómetros al sur de Buenos Aires, se separaba de los grandes centros artísticos e iría perdiendo su ilusión como pintor. Desgraciadamente, sus presentimientos se cumplieron.

He comentado a veces que en mi niñez sufrí mucho por culpa de la Argentina. Y fue realmente así, porque, al cabo de algún tiempo de establecerse mis tíos en La Holanda, empezaron a llegar desde allí largas cartas, que se leían en familia y que todos escuchábamos con gran atención. Pero las noticias que nos daban eran casi siempre malas, o, por lo menos, fueron las malas las que se me quedaron más grabadas. Hablaban muy a menudo de grandes sequías, en las que moría una gran parte del ganado, principal fuente de riqueza de la estancia.

Tío Fernando, el hermano más pequeño de mi padre, después de trabajar muchos años en Buenos Aires como periodista en La Nación, recibió uno de los más codiciados puestos de ese gran periódico: el de jefe de la corresponsalía de su periódico para toda Europa, con residencia en París. Debía ganar mucho dinero y, siendo además soltero, pudo comprarse una preciosa casa cerca de Biarritz, Ville Jouarame, a la que nos invitaba a pasar temporadas con él cuando íbamos a veranear a San Sebastián.

Tío Joaquín, el mayor de los hermanos de mi padre, se casó en 1921 con María Lafitte, de San Sebastián, a quien llamábamos tía Mariqui. Antes de casarse, vivió varios años en México, adonde fue con 14 años y donde llegó a ser administrador de una hacienda, que fue confiscada en la revolución de Pancho Villa, por lo que regresó a España. No sé cuánto tiempo estuvo allí, pero él nos hacía recordar frecuentemente esa época, ya que le faltaba el dedo pulgar y nos contaba que lo había perdido manejando el lazo con el ganado. Su narración nos impresionaba mucho y la impresión aumentaba cuando nos apretaba el brazo con su mano sin pulgar, que ejercía una enorme presión con el muñón de ese dedo.

Antonio, José y Fernando fueron figuras muy destacadas en el arte, la empresa y el periodismo. En cambio, frente a sus cualidades geniales, pienso que tío Joaquín fue el único “normal”. Al regresar a España, tenía un bagaje de conocimientos contables como administrador que había sido de una gran finca, y mi padre le dio un puesto de trabajo como contable en CASA. Allí realizó, a lo largo de toda su vida una labor eficaz, pero sin brillo. Pero en el ámbito familiar, destacaba por su gran cariño y simpatía.

Del matrimonio de tío Joaquín con tía Mariqui nacieron tres hijos. El mayor nació un año antes que yo, y le llamaron Fernando; el segundo, Antonio, era casi de mi edad; y la última fue Mercedes, que debía ser dos o tres años más joven. También con ellos hicimos una intensa amistad. Venían de vez en cuando a jugar con nosotros en Chamartín, o íbamos nosotros a su casa en Torrelodones, hasta que volvieron a vivir a Madrid en un chalé de estilo vasco en el paseo de La Habana, cerca ya de los Nuevos Ministerios. Pero ese trato se hacía mucho más intenso durante los veranos en San Sebastián, pues vivían allí en el mismo barrio que nosotros, en Ondarreta, y nos encontrábamos todas las mañanas en la playa.

REVISTAS, LIBROS Y PELÍCULAS

Por mi parte sentía entusiasmo por algunas revistas infantiles semanales. No por el tradicional TBO, sino por otras más modernas, concretamente por una producida por Walt Disney y que tenía por título “Mickey Mouse” y por otra denominada “El Aventurero”, de la que, sobre todo, me apasionaban las aventuras de Flash Gordon, dibujadas magistralmente por Alex Raymond. Eran aventuras espaciales, con viajes a otros planetas y luchas estelares. El gran enemigo de Flash Gordon era un tipo de rasgos asiáticos, llamado Ming, y la heroína era la belleza rubia llamada Dale Arden, a la que Flash Gordon salvaba una y otra vez de situaciones peligrosísimas. Mi afición al dibujo ya había empezado a desarrollarse y los de Alex Raymond, con su fantasía para dibujar batallas entre naves espaciales, me parecían insuperables. Pienso que aquel cómic fue el precursor de las películas de guerras estelares, que muchos decenios después han tenido gran éxito. Era tal mi entusiamo por esa serie, que durante toda la semana esperaba impacientemente la salida del número siguiente.

También me gustaba leer libros. Un especial y grato recuerdo guardo de los que narraban las aventuras de Guillermo Brown, traducidos de los originales escritos en inglés por Richmal Crompton. Mucho tiempo creí que el autor era un hombre, pero luego supe que se trataba de una dama inglesa. Guillermo era un chaval muy travieso, al que se le ocurrían toda clase de barrabasadas, muy divertidas. El primer libro que leí llevaba precisamente el título Travesuras de Guillermo. Después leí bastantes más. En Internet he visto que, por lo menos, se tradujeron al castellano veinte títulos —Guillermo el genial, Guillermo el conquistador, Los apuros de Guillermo, etc.—, lo que prueba la imaginación de la autora, pues siempre resultaban interesantes, con travesuras nuevas. Los leían también mis hermanas y los comentábamos entre nosotros. Por fortuna para mis padres, no se nos ocurrió imitar las travesuras, algunas bastante brutales.