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NI ARRIBISTA, NI FRÍVOLA. DIPLOMÁTICA SAGAZ. Esta no es la historia de Josefina, sino la de una poderosa mujer llamada Rosa. Josefina fue solo el diminutivo del segundo nombre de María Josefa Rosa Tascher de la Pagerie, quien, durante más de la mitad de su vida, únicamente respondió ante esas cuatro letras: R-O-S-A. Si la llamamos Josefina, nos dejaremos atrapar por los celos de su segundo esposo, Napoleón, que le cambió el nombre ante la idea de que aquellas dos sílabas habían sido susurradas por los labios de otros amantes. Decidida a respetarse a sí misma, Rosa nunca renunció a su nombre. Al casarse con Bonaparte, firmó su acta matrimonial con sus tres iniciales: «M. J. R.». Y no se reconocería como Josefina hasta que Napoleón compartió con ella su poder, en 1804. Él se autoproclamaría emperador y, aunque no lo precisara, la coronaría a ella emperatriz. Así se cumplió el vaticinio que una hechicera africana había vertido sobre ella de niña: el oráculo le auguraba un futuro en el que sería más que reina. Sería la primera, la más amada emperatriz de Francia.
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Seitenzahl: 191
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
I. UNA ISLEÑA EN LA DISTINGUIDA PARÍS
II. ADIÓS AL PARAÍSO
III. LA MAESTRA DE NAPOLEÓN
IV. MÁS QUE REINA. EMPERATRIZ
V. UN PASO AL LADO
VISIONES DE JOSEFINA BONAPARTE
LA VISIÓN DE LA HISTORIA
NUESTRA VISIÓN
CRONOLOGÍA
Esta no es la historia de Josefina, sino la de una poderosa mujer llamada Rosa. Josefina fue solo el diminutivo del segundo nombre de María Josefa Rosa Tascher de la Pagerie, quien, durante más de la mitad de su vida, únicamente respondió ante esas cuatro letras: R-O-S-A. Si la llamamos Josefina, nos dejaremos atrapar por los celos de su segundo esposo, Napoleón, que le cambió el nombre ante la idea de que aquellas dos sílabas habían sido susurradas por los labios de otros amantes.
Decidida a respetarse a sí misma, Rosa nunca renunció a su nombre. Al casarse con Bonaparte, firmó su acta matrimonial con sus tres iniciales: «M. J. R.». Y no se reconocería como Josefina hasta que Napoleón compartió con ella su poder, en 1804. Él se autoproclamaría emperador y, aunque no lo precisara, la coronaría a ella emperatriz. Así se cumplió el vaticinio que una hechicera africana había vertido sobre ella de niña: el oráculo le auguraba un futuro en el que sería más que reina. Sería la primera, la más amada emperatriz de Francia.
Sin embargo, nutrido por la literatura y el cine, el retrato que hemos heredado de esta mujer prodigiosa fue dictado por los admiradores de Napoleón, que se centraron en su soberbia carrera militar, mientras pasaron de puntillas por la figura de su esposa. Josefina quedó relegada a un papel secundario que la reducía a plebeya, oportunista, frívola, coqueta y derrochadora. Tampoco se escatimaron los mismos insultos que la familia del propio Napoleón, que tanto la odiaba, usó para menospreciarla: «vieja», por ser seis años mayor que él, y «seca», por no engendrar un heredero.
Es preciso alcanzar las puertas del siglo xxi para encontrar sus primeros retratos como protagonista. Fueron otras mujeres quienes, siguiendo sus huellas, descubrieron que tras Rosa o Josefina latía una mujer increíble, apasionada e intuitiva. Escritoras como Françoise Wagener, Andrea Stuart o Sandra Gulland mostraron, a contracorriente, a una fémina incansable y reinventada, capaz de adaptarse y destacar en todas las etapas de la Francia más convulsa. Una exaltación que coincide con la que muestra Bernard Chevallier, historiador y conservador del museo dedicado a ella en el palacio de Malmaison, quien la ha defendido en sus escritos y documentales con verdadera pasión. Es, pues, de honestidad histórica redescubrir a Josefina y convertirla en la mujer fuerte, luchadora, admirable y poderosa que era antes incluso de conocer a Napoleón.
Rosa Tascher de la Pagerie nunca fue una plebeya. Por parte de padre, heredó el linaje nobiliario de los Tascher y más tarde, al contraer matrimonio con el joven Alejandro de Beauharnais en un casamiento acordado, se convirtió en vizcondesa. Pero sí es cierto que sus modales no eran los de una joven educada para la alta sociedad. Al contrario, Rosa nació en la perla de las Antillas, la isla de Martinica. Esa bella colonia francesa la condenó a ser criolla, una mujer blanca nacida en los territorios de ultramar, y a tener una educación sin refinamientos sociales. Su marido se escandalizaba ante las faltas de ortografía de sus cartas y ella, herida en el orgullo de su inteligencia, recibió clases y clases para remediar sus errores.
Cuatro años después y con dos niños pequeños, tras ser repudiada por su marido, se vio obligada a transformarse en una dama para sobrevivir. Con el ejemplo de otras mujeres de alcurnia que sufrían su misma situación familiar, Rosa aprendió a moverse en sociedad. A sus veinte años, se transformó en una bella mariposa, como la recuerda el padre del abogado del rey: «Una joven fascinante, una dama de distinción y elegancia, con un estilo perfecto, multitud de gracias y la más bella de las voces habladas». Un estilo que ya nunca la abandonaría.
Quienes la tildan de frívola olvidan que el nombre de la «ciudadana Rosa de Beauharnais» formó parte de la lista de los condenados a la guillotina, al igual que su primer esposo, que sí acabó ejecutado. Al terminar la época del Terror de Robespierre, los supervivientes protagonizaron una etapa de desenfreno y excentricidades que contagió al París del nuevo Directorio. «¡Estamos vivos!», gritaba la gente, y todo el mundo eliminaba la «erre» de la palabra «revolución». Las muchachas vestían muselinas mojadas para que se ciñeran a sus cuerpos desnudos. Y entre esas mujeres, llamadas las Maravillosas, destacaban Rosa y su mejor amiga, la española Teresa Cabarrús. He ahí su frivolidad, que no es más que un canto a la vida. En efecto, tras esquivar la muerte, la futura Josefina se convirtió en una mujer moderna, intensa y deseada, que exprimía la vida y era, por como la describiría el propio Napoleón en sus cartas italianas, una amante excepcional.
No se comprende el supuesto oportunismo que se le atribuye a la futura emperatriz en esas esferas políticas y sociales. Rosa brilla y domina los salones, mientras Buonaparte, aún con la «u» de su apellido corso, es tratado, en palabras de Teresa, como un «pequeño alfeñique». Con la única victoria frente a los ingleses en Tolón, el Napoleón de ese época es tosco, de aspecto enfermizo y no tiene dinero ni modales, pero… Rosa lo acoge y le enseña. Quizá le recuerde a su propio yo isleño o quizá se contagie de la propia ambición del militar. La cuestión es que será ella, y no al revés, quien le abra las puertas políticas que lo arroparán en su futura campaña en Italia. Y, por supuesto, volverá a ser ella misma la que consiga los apoyos del Directorio para que su marido protagonice el golpe de brumario, el paso necesario para ser erigido primer cónsul y, más tarde, emperador.
Juntos, Josefina y Napoleón conformaron un equilibrio de poderes perfecto, donde él aportaba todo su genio militar y estratégico y ella, su carácter amable y diplomático.
Ese Imperio, creado por ambos, se manifestaba en todos los detalles: en la decoración de sus palacios, en los uniformes de los soldados, en la nueva nobleza de la recién creada Legión de Honor y, por supuesto, en la propia emperatriz. Siempre iba vestida con las mejores sedas de Lyon, donde bordaban los emblemas del poderío napoleónico, como las abejas de uno de los primeros reyes francos o el águila de los conquistadores. Francia se exhibía en sus ropas como la primera potencia del continente, ante sus súbditos y ante sus enemigos, por lo que no era de extrañar que Napoleón le pidiera cambiarse hasta tres veces en un día. Josefina encarnaba, con sus joyas y su propio vestuario, todos los valores del Imperio.
Detrás de esa imagen, expuesta incluso en el museo Metropolitan de Nueva York, pervive la mujer lúcida que supo hacerse a un lado para perpetuar la dinastía de su amado y que veló siempre por sus hijos. Una sabia criolla, refugiada tras su divorcio del emperador en su castillo a las afueras de París, donde se rodeó de la nobleza europea y de científicos internacionales que compartían con ella su pasión por la botánica. Así, Josefina, como emperatriz amada, como madre y como abuela, descansó en su propia «isla», y creó un remanso de paz donde se permitió volver a ser Rosa, sencilla y sublime, como la célebre variedad que todavía se cultiva en su honor: la Rosa Souvenir de la Malmaison.
Veinte años tenía, sin embargo, ya había
desafiado las normas de aquella
sociedad patriarcal.
Su mano resbalaba sobre la piel húmeda y grasa de la recién nacida. Recostada en el lecho, Rosa, la futura Josefina Bonaparte, no podía dejar de acariciar a su hija. La doncella se disponía a retirar a la niña, pero la tía Desirée, a quien la familia apodaba Edmée, negaba con la cabeza. Podía entender que la joven madre, tras el desgarrador esfuerzo, quisiera prolongar ese momento. Rosa volvió a acercar los labios a la pequeña. «Bella Hortensia. Dulce Hortensia». La criatura se acurrucaba contra su pecho como un erizo escondido: serena, sin llorar. Había estrenado su vida en aquella primavera parisina de 1783 con apenas un leve quejido.
Rosa recorrió la cabeza pegajosa de su hija, se detuvo en el moflete y, con un dedo, trazó la línea de los labios. Ahí estaban, las mismas comisuras onduladas de su padre y esa carnosidad del labio inferior que Alejandro se mordisqueaba cuando pretendía seducirla. Se concedió pensar en su marido solo un instante, y luego lo expulsó de sus pensamientos. Estaba muy furiosa. De nuevo, había afrontado el parto sin él a su lado. No había estado presente en el de ninguno de sus hijos: ni con Eugenio ni con Hortensia. Había luchado sola. Otra vez.
Cuando nació su primogénito, Alejandro se encontraba con su regimiento, y ahora, para este segundo alumbramiento, hacía semanas que se había marchado de París, dejándola sola y sin decir adónde iba. Tardaron días en recibir una carta en la que les confesaba su intención de alistarse voluntario en el Ejército francés para combatir a los ingleses en las Antillas. Francia no solo financió la rebelión de las colonias frente a los británicos, sino que incitó las ansias de independencia en el Caribe, región a la que ambas potencias europeas extendieron su lucha. Alejandro aguardaba en Brest a que un navío lo condujera hacia Martinica, para ponerse bajo las órdenes de su protector, el duque de La Rochefoucauld. Al leerlo, Rosa se rio para sus adentros. Antes héroe que esposo o padre.
Pero ella sabía la verdad: en el puerto de Richelieu, su marido se había reunido con su amante, nacida también en las colonias de ultramar, hija de terratenientes blancos, también criolla como ella. Rosa la conocía porque era su prima lejana, Laura de Girardin, pero ahora, ya casada, había pasado a ser madame Longpré. Alejandro quería acompañarla a la isla porque su padre había fallecido, y no iba a permitir que su «querida» cruzara el Atlántico sola, por miedo a los ingleses, a los piratas o a la posibilidad de perderla. Qué dichosa. Ella, en cambio, en los cuatro años que llevaba casada tras su matrimonio concertado, apenas había llegado a convivir diez meses bajo el mismo techo con su esposo.
Un último beso y se llevaron a Hortensia para que la nodriza la alimentara. Rosa debía ultimar un asunto. Pidió a la tía Edmée que llamara a Eufemia, la doncella que la había acompañado desde Martinica cuando llegó para casarse con Alejandro. Rosa no tenía a nadie más en París. Aquellas dos mujeres eran todo su mundo y en nadie más podía confiar.
Cuando se quedaron a solas, pidió que le acercaran el joyero y, entre las piernas, volcó todo el contenido sobre la cama. Esparció sus únicas posesiones y se quedó examinándolas. No eran demasiadas, pero serían suficientes. Recordó lo ingenua que había sido cuando su esposo se las había obsequiado, guardándolas en los bolsillos para exhibirlas cuando la invitaban a alguna merienda. Tan orgullosa estaba de su amor y tan engañada.
Rosa pidió a la niñera mulata que abriera las manos y sobre sus palmas depositó, una a una, todas las joyas que Alejandro le había regalado. Solo guardó las de su familia. Edmée —que era su tía paterna— quiso protestar, pero Rosa la detuvo, apretándole la mano. Era necesario. La libertad siempre exige renuncias. Edmée sabía de qué hablaba.
En Martinica, muchos años atrás, Edmée había sido la dama de compañía de la madre de Alejandro, que se trasladó allí acompañando a su marido, Francisco de Beauharnais, cuando lo nombraron gobernador. Este era galante, atractivo y poderoso, y aun habiendo cumplido cuarenta y dos años, enamoró a la joven Edmée, de solo diecinueve. La pasión entre ellos creció, y cuando Francisco se vio obligado a regresar a París, se llevó a Edmée. Como el divorcio no estaba permitido en Francia y nunca podrían volver a casarse, decidieron vivir juntos. Sin embargo, esa era una opción que la hipócrita sociedad francesa no aceptaba. Por eso, desde el mismo momento en que la tía Edmée y el padre de Alejandro dejaron de ocultarse, París los condenó al ostracismo: ni fiestas ni bailes ni salones.
Y Rosa… Con quince años había abandonado Martinica y había cruzado el océano para casarse con Alejandro, un desconocido que, sin duda alguna, no la amaba. Debía sobreponerse. Ser fuerte. Pero para eso, necesitaba independencia económica. Vendería las joyas, sí. Todas las de su esposo.
Veinte años antes, un 23 de junio de 1763, era la propia María Josefa Rosa de Tascher de la Pagerie quien nacía en la isla de Martinica. Su padre, José Gaspar, habría deseado que su primogénito fuera un niño. Su madre, Rosa Clara Vergers de Sannois, también. En las colonias, los varones dirigían las haciendas y las mujeres solo podían casarse y procrear. Su madre lo sabía bien, porque había heredado de su padre, uno de los «grandes hombres blancos» de la isla, la pasión por aquella tierra, pero, para administrarla, necesitaba a un hombre a su lado.
José Gaspar de Tascher de la Pagerie no tenía ninguna fortuna que aportar a un matrimonio, y por eso buscaba una futura esposa acomodada. Pero acababa de regresar de Versalles, donde había servido en la corte como paje durante tres años. Ese bagaje le confería un seductor halo aristocrático. Apuesto, jugador y mujeriego, encontró en Rosa Clara a una candidata ideal. Esta ya había cumplido veinticinco años y se la consideraba «mayor» en comparación con sus amigas, que, casadas desde los diecisiete, la aventajaban en hijos. Así que, aunque al abuelo paterno de la futura Rosa no le agradaba el candidato, no les quedó más opción.
La pequeña Rosa nació a más de seis mil kilómetros de París, en una isla que era un exuberante paraíso adonde los franceses, entre ellos sus propios antepasados maternos, habían llegado un siglo atrás para colonizarlo. Era un enclave muy importante para el comercio marítimo entre continentes, y siempre había sido objeto de disputa entre las potencias europeas. Solo tres meses antes de que ella llegara al mundo, Francia había logrado vencer a los ingleses en la guerra de los Siete Años. Su madre se sintió alviada al saber que su hija sería francesa.
De las cuatrocientas haciendas que existían en Martinica, La Pagerie era modesta, pero lo bastante grande para funcionar como una pequeña ciudad. Cultivaban cacao, café y el denominado «oro blanco», el azúcar. En el centro de la plantación, una hermosa casa de madera encalada, de enormes ventanales abiertos, alojaba las estancias de los señores. También se vislumbraban las chozas de los esclavos, la herrería, la enfermería y los cultivos, donde los negros trabajaban hasta dieciséis horas, cortando las cañas de azúcar para que las damas parisinas pudieran endulzar sus tés.
A golpe de látigo y de otros castigos más severos, como untar al esclavo con melaza y dejarlo bajo el sol hasta morir, las plantaciones prosperaban a costa de muchas vidas. La mayoría de los esclavos provenían del tráfico humano de Costa de Marfil o de Guinea, donde los compraban a cambio de oro, armas e incluso telas.
El destino comenzó a azotar La Pagerie el 13 de agosto de 1766. Rosa estaba en brazos de Marión, la nodriza negra que la había amamantado y a la que quería como una madre, mientras cruzaban el jardín entre risas. De pronto, un lagarto le rozó las piernas a la nana y esta perdió el equilibrio. Los guineanos conocían bien las leyendas bantúes y sabían que Dios había enviado el lagarto al mundo para advertir a los hombres de que eran mortales. Si te tocaba uno, era una señal fatídica. Así lo interpretó Marión, quien trató de espantar el mal augurio sin éxito. Aquella noche, la muerte visitó la isla.
Un viento huracanado arrasó por completo Martinica. La familia y algunos de sus sirvientes se refugiaron en el primer piso del molino, donde la robustez de la piedra protegió sus vidas. Por encima del llanto, se oían las rachas de viento que silbaban, arañando los muros y golpeándolo todo. Pero lo peor eran los gritos de muerte que proferían los esclavos sin refugio, segados por el huracán. Rosa se tapaba los oídos.
Al tercer día, cuando el viento cesó, la familia descubrió que ya no les quedaba nada. La casa blanca de madera estaba destruida. Las plantaciones, arrasadas. El río, desbordado. Apenas la mitad de los esclavos había sobrevivido. Su padre se dedicó a lo único que sabía hacer: jugar y beber ron.
Su madre no. Podría haber regresado a Francia junto a Edmée, pero Rosa Clara se arremangó y junto a los supervivientes retiró los escombros, enterró a los muertos, rescató a los animales, adecentó la planta superior del molino para convertirlo en un hogar e invirtió la escasa fortuna familiar en volver a levantar «su» hacienda.
Pasarían diez años antes de que el lugar recobrara la actividad habitual, pero eso no evitó que Rosa viviera una infancia feliz y caprichosa. El tiempo ayudó a que se recuperaran el optimismo y los cantos en la isla, pero la situación económica seguía siendo difícil. Eso y un ataque de viruela impidieron que Rosa fuera a París a formarse como una señorita, a pesar de que así estaba planeado. De modo que la primogénita de los Tascher vivió los primeros diez años alejada de toda educación, jugando asilvestrada con sus hermanas, recogiendo flores y fruta fresca de los árboles.
Su madre había prohibido a Marión que llevara a sus hijas a la hechicera, pero la sangre africana que latía en la nodriza hizo que la desobedeciera. La Anciana Negra, como llamaban a la adivina, vivía aislada cerca del acantilado, desde donde se veían los tres islotes de la bahía. Aquella noche de luna menguante, la adolescente Rosa estaba intrigada por vislumbrar su futuro y no tenía ningún miedo.
Al llegar a la entrada de la choza, la anciana las estaba esperando, o eso sintió Rosa. No dijo ni una palabra, solo les señaló el suelo para que se sentaran. Sobre el fuego ardían varios cuencos. Las especias hervidas se transformaron en una bruma pegajosa. Acercándose a las llamas, la vieja cogió uno de los cuencos y vertió unas cuantas cucharadas de cada uno de los otros recipientes. Seguía sin hablar, ni siquiera las miraba; solo removía la mezcla, una y otra vez. Pasaron así largos minutos hasta que le ofreció el cuenco. «Todo», indicó.
Tras bebérselo, Rosa se lo devolvió a la anciana, que la acercó hacia ella. Podía sentir su aliento a ron y la respiración achacosa, pero, a la vez, notaba la fuerza con que la hechicera la agarraba y el bombeo lento de la sangre, que se fundía con el vigor de su corazón joven. Las dos dirigieron la mirada al interior del cuenco. A Rosa se le antojó una mariposa. La anciana vio mucho más.
Un viaje, lejos, niña, muy lejos, a través del mar… No te casarás una vez, sino varias. Veo un águila. Un águila que levanta el vuelo, muy alto. Lleva una rosa en el pico… Niña, niña… Serás reina —la anciana titubeó mientras removía los restos del brebaje—. No, reina, no… Serás más que reina.
El cuenco le resbaló entre las manos y se rompió al caer. La anciana lo interpretó como otro signo, pero calló.
«Serás más que reina».
El destino de Rosa cambiaría tras recibir una carta que su tía Edmée le envió desde París en 1777. El amante de su tía, Francisco, había cruzado ya la barrera de los sesenta años y, pese a que había vivido con ella los últimos dieciocho, si moría, ella no tendría derecho a nada. Por eso Edmée pensó que si casaba a una de sus sobrinas con Alejandro protegería su herencia. La elegida era la hija mediana de los Tascher, Caterina, pero había muerto poco antes de fiebre amarilla. Alejandro pidió que le enviaran a la pequeña, María Francisca. Tenía entonces once años, así que la educarían y cuando fuera adolescente se casarían. Solo de pensar en separarse de su madre, Manette enfermó. Rosa se ofreció entonces para suplirla: ella siempre había soñado con los relatos de su padre sobre la corte versallesca y sus fuegos artificiales. Todos aceptaron.
El viaje en barco fue tan terrible que, cuando llegaron a Brest, el 12 de octubre de 1779, a Rosa se le antojó un lugar maravilloso. El día en que se conocieron los prometidos, Rosa se había vestido con su mejor ropa, y su doncella Eufemia, que la había acompañado desde Martinica, la había peinado con un estilo recargado propio de la época. El resultado, lejos de potenciar sus encantos naturales, sorprendió a Alejandro, al que le pareció ver a una niña disfrazada con la ropa de su madre.
Rosa, sin embargo, se rindió ante su porte militar, aunque presumiera de un título nobiliario dudoso, el de vizconde de Beauharnais. Qué importaba eso. Vestido con su uniforme blanco de botones plateados, con el cabello empolvado y recogido en la nuca, los profundos ojos azules y el mentón bien marcado, la imagen de su prometido superaba las expectativas que se había creado.
Quizá te parezca menos bonita de lo que esperabas —escribió Alejandro a su padre, tras verla—. Pero puedo asegurarte que su amabilidad y su dulzura superan, incluso, lo que te han dicho.
El viaje en carruaje a París, que distaba unos quinientos kilómetros de Brest, les permitió conocerse mejor, pero la ciudad soñada la decepcionó. Muchos de los visitantes que llegaban por primera vez se desmayaban por el hedor de la capital, que se percibía antes incluso de cruzar las murallas. Con más de medio millón de habitantes, París era una ciudad de extremos. Los carruajes y las damas que visitaban tiendas elegantes compartían las calles con mendigos y prostitutas. Estas, sin ningún pudor, se levantaban las faldas y orinaban en mitad de la calle entre los despojos que los carniceros y otros comerciantes arrojaban a la vía. Rosa empezó a extrañar la brisa del Caribe en una ciudad que se le antojaba sucia, angosta y gris. Muy gris.
Aun así, su corazón palpitaba enamorado, y el día de su boda en la fría capilla de Noisy-le-Grand, el 13 de diciembre de 1779, su cuerpo temblaba al saber que se entregaría, por primera vez, a aquel joven. Alejandro, que ya era un amante experimentado, encontró a su esposa torpe, ingenua y un tanto regordeta, cuando se suponía que las mujeres criollas eran muy sensuales. Él, que además estaba acostumbrado a seducir a mujeres mayores, educadas en un París culto, detestaba la espontaneidad y la falta de modales de su mujer. Solo la entrega de ella, la veneración que le profesaba y las ciento veinte mil libras que había ofrecido su padre de dote compensaban su descontento.
De los pocos salones que visitaron juntos, Rosa recordaba el de madame de Stäel o el de madame de Genlis. En todos aquellos lugares, encontró a mujeres maquilladas en exceso, vestidas con telas gruesas, cientos de enaguas y aquellas terribles almohadillas que se ataban a las caderas para ensanchar sus formas… A Rosa se le antojaba ridícula aquella manera de ocultar la feminidad de sus curvas, como las pelucas recargadas con frutas o flores. ¿Cómo se atrevían aquellas mujeres artificiales a arremeter contra la belleza natural del Caribe? Pues… lo hacían. Y en ese momento, cuando ella sentía que no encajaba en aquella urbe, se avergonzaba y deseaba volver a casa.
