Juntos a la par - Vanesa Yungman - E-Book

Juntos a la par E-Book

Vanesa Yungman

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Beschreibung

"Solemos magnificar las cosas. Perdemos el foco y confundimos una dificultad con un problema, [...] un momento crítico con un drama y un drama con una tragedia. No es el caso. Este libro relata una tragedia. Pero más importante aún, cuenta cómo dos personas pudieron atravesarla aferradas a su amor.   [...] De un día para el otro, casi sin darse cuenta, Guillermo pasó de disfrutar de unas vacaciones familiares a la soledad de una terapia intensiva, la incomodidad de estar intubado y, más tarde, a atravesar un estado de coma que pareció eterno. Y en medio del miedo, el dolor y el aturdimiento, sólo reconocía una voz. La voz de Vanesa, que lo instaba a no ceder, a no abandonar a la lucha, a retornar a sus brazos y a la vida. Y así construyeron un equipo que no estaba dispuesto a darse por vencido ante el Covid [...]   Este es el relato del difícil duelo que libraron intentando vencer a la muerte y la forma en que lo hicieron: tomados de la mano, impidiendo que los venciera la depresión y poniendo el pecho a cada una de las complicaciones que surgían.   Los salvó el amor y esa maravillosa actitud de pelear codo a codo, siempre juntos... Juntos a la par" (Gabriel Rolón, fragmento del prólogo).

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Vanesa Yungman y Guillermo Gary

Juntos a la par

Una historia de amor en pandemia

Yungman, Vanesa

Juntos a la par / Vanesa Yungman; Guillermo Gary. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6505-36-1

1. Autobiografías. I. Gary, Guillermo. II. Título.

CDD 808.8035

© 2023, Vanesa Yungman y Guillermo Gary

Primera edición, noviembre 2023

Dirección comercial Sol Echegoyen

Dirección editorial Julieta Mortati

Coordinación editorialMartín Vittón

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Corrección Carolina Iglesias y Lucía Bohorquez

Conversión a formato digital Estudio eBook

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

EL AMOR ES LA RESPUESTA

A TODAS LAS PREGUNTAS

Y ES LA PREGUNTA

A TODAS LAS RESPUESTAS

 

Paula Rivero

Prólogo

Según Sigmund Freud, la humanidad jamás descubriría un remedio más eficaz que unas pocas palabras amables. De esa manera realzó la importancia que el amor tiene para todo ser humano. Una importancia que se agiganta en los momentos difíciles.

Solemos magnificar las cosas. Perdemos el foco y confundimos una dificultad con un problema, un problema con una situación delicada, una situación delicada con un momento crítico, un momento crítico con un drama y un drama con una tragedia.

No es el caso.

Este libro relata una tragedia. Pero más importante aún, cuenta cómo dos personas pudieron atravesarla aferradas a su amor.

Podría no haber sucedido, pero la vida es impredecible y a veces, injusta. De un día para el otro, casi sin darse cuenta, Guillermo pasó de disfrutar de unas vacaciones familiares a la soledad de una terapia intensiva, la incomodidad de estar intubado y, más tarde, a atravesar un estado de coma que pareció eterno. Y en medio del miedo, el dolor y el aturdimiento, sólo reconocía una voz. La voz de Vanesa, que lo instaba a no ceder, a no abandonar la lucha, a retornar a sus brazos y a la vida. Y así construyeron un equipo que no estaba dispuesto a darse por vencido ante el Covid, las complicaciones respiratorias, las infecciones ni las intervenciones quirúrgicas.

Él puso el cuerpo, ella la palabra. Él soportó el dolor, ella la angustia. Él quería abrir los ojos para volver a verla. Ella no se movió de su lado esperando que eso ocurriera.

Este es el relato del difícil duelo que libraron intentando vencer a la muerte y la forma en que lo hicieron: tomados de la mano, impidiendo que los venciera la depresión y poniendo el pecho a cada una de las complicaciones que surgían.

Los salvó el amor y esa maravillosa actitud de pelear codo a codo, siempre juntos… juntos a la par.

 

GABRIEL ROLÓN

Agosto de 2023

Antes del despegue

Es 7 de enero de 2021 y tenemos que llegar desde el barrio de Núñez hasta el aeropuerto de Ezeiza a las siete de la tarde. Alquilamos una combi porque somos muchos, esta vez viajamos todos: Vanesa, mi mujer; sus hijos: Oliver, que tiene catorce años, y Thiago, de diecinueve, y los míos, Cristian, de veintiséis, Vanesa, de veintitrés, y Germán, de veinte. Llevamos meses proyectando este viaje. Las restricciones por la pandemia nos dejaron sin nuestras tradicionales vacaciones en Uruguay así que un poco por eso y también porque muchos de nuestros amigos están haciendo lo mismo, se nos ocurrió pasar una semana en Miami y otra en Orlando. A los chicos, por supuesto, les encanta la idea de volver a los parques e incluso Vanesa y yo, precavidos por las circunstancias excepcionales, viajamos solos en noviembre, para sondear cómo estaba el tema de la entrada a Estados Unidos, los trámites y todo lo demás. Un viaje para anticiparnos, no dejar nada librado al azar y confirmar, como hicimos, que sí estaban dadas las condiciones. Desde marzo de 2020, los vuelos comerciales estuvieron prohibidos en Argentina. Los abrieron recién en diciembre y por ahora siguen abiertos, pero con frecuencias menores y protocolos infinitos. Las fiestas de fin de año y las imágenes del exterior que vemos en la televisión y en las redes nos dan la esperanza de que ha vuelto un poco la normalidad.

Unos días antes de la partida, sigo sin conseguir el turno para renovar mi licencia de conducir. La pandemia parecía haber dado un poco de tregua en estos primeros meses de 2021, y aunque en mayo y junio iban a venir los peores números, las cifras más altas de contagios y muertes y el cierre total de fronteras, nuevamente, en este momento eso es impredecible. El COVID-19 modifica la vida de todos, no solo por los cambios en lo cotidiano, sino por los miles de protocolos que complican cada ínfimo movimiento. Los trámites, sean los que sean, empiezan con el bendito turno online y no es fácil conseguir reserva ni para renovar un documento ni para cortarte el pelo en la peluquería. El viaje que planificamos también funciona como una promesa de alejarnos de todo eso. Cuando ya estoy decidido a resignar lo del carnet internacional, recibo —un día antes del viaje— el llamado de mi amigo Marcos que dice: “Tengo turno para renovar el registro mañana, vení conmigo y les pedimos que te atiendan, no podés manejar sin carnet en Miami, no te podés arriesgar”. Y tiene razón. A las tres de la tarde me encuentro con él en el Automóvil Club y, como excepción, nos dejan hacer los dos trámites a pesar de que yo no tengo asignado formalmente día y horario. Todo es bastante rápido, tardamos entre una cosa y otra unos 45 minutos. Cuando terminamos, me propone ir a tomar algo pero le digo que tengo que salir corriendo, la combi nos pasa a buscar y todavía me quedan algunos temas por resolver.

A las seis y cuarto en punto bajamos en tandas, con chicos, bolsos, carteras y mochilas. Hacemos el Tetris con el equipaje: metemos y sacamos las cosas dos veces hasta lograr que todo tenga su lugar en el baúl.

Antes de subirnos los siete a este vehículo con tres filas de asientos, Vanesa se pone a rociar todo con su botella grande de alcohol al 70% y le pide al chofer que se ponga un barbijo especial que ella compró para él y para todos nosotros luego de haber estudiado minuciosamente el mercado de los tapabocas y conocer la diferencia entre el N95, el KN95 y el KF94. Desde que empezó esta locura vivimos atentos —en gran medida por ella— a todos los cuidados y recomendaciones básicas: lavado de manos, ventilación, alcohol. Los cumplimos a rajatabla.

Finalmente, subimos. El chofer emprende el viaje a Ezeiza y yo comienzo, muy de a poco, a relajarme. Me cuesta, en especial, si no soy yo el que maneja. Vane, al lado mío, todavía sigue operativa, con el celular en la mano, atiende temas de trabajo del día siguiente y posteriores, pero también se las ingenia para estar atenta a los chicos. La miro unos segundos, admirado de todo lo que es capaz de administrar al mismo tiempo. Los chicos están cada uno en la suya: uno mira una serie, otro habla por teléfono, los demás con sus redes, debatiendo alguna cuestión de último momento. Ya están grandes.

Cuando estamos por la General Paz, suena mi teléfono. Del otro lado, la voz ronca de mi amigo Marcos:

—Flaco, tengo una mala noticia.

—¿Qué pasó?

—Acaba de llegar el resultado de mi hisopado y soy positivo —lo primero que se me ocurre al escucharlo es que Pancho no va a poder viajar mañana y que ya no nos vamos a encontrar en Miami como habíamos planeado. Poder viajar con amigos es una de las cosas que más felices nos hace a Vane y a mí.

—¡Qué garrón! —digo en automático, pensando en que ya no nos vamos a juntar a tomar algo o ir a comer a los lugares de siempre, pero después me acuerdo de lo importante—. ¿Te sentís bien?

—Sí, por ahora, sin síntomas. ¿Y vos qué vas a hacer?

—No sé —digo mirando a Vanesa que sigue con el celular y parece distraída en otra cosa, pero se da cuenta de que mi cara se transforma y pregunta qué pasa.

Corto y me quedo mudo cinco segundos. Quizás intuyo algo, tal vez solo reniego internamente indignado como supongo que estamos todos contra ese virus maldito.

—Marcos dio positivo.

—Pero ¿cuánto tiempo estuvieron juntos?

—No sé, ¿una hora?

—Bueno, volvemos. Suspendemos todo y volvemos —propone Vanesa convencida—. O mejor…, cambiamos de plan. Improvisemos —entusiasmada me muestra el teléfono— mirá.

En la foto de una red social, un grupo de familias amigas está en Mar de las Pampas, haciendo un fogón en la arena con los pinos de fondo.

—Es más cerca —dice Vane—, cualquier cosa volvemos.

La combi sigue, los chicos ya nos escucharon. Abortar el viaje no los convence para nada y lo dejan en claro:

—¿Qué va a pasar? —opina Cristian—. Si nos dio negativo a todos, déjense de joder, miren si nos vamos a perder el viaje por esta boludez. Mamá también dio positivo y no suspendimos nada por eso —tiene razón, mi exmujer dio positivo hace una semana.

La combi es un griterío, todos hablan al mismo tiempo, cada vez más fuerte, proponen que nos quedemos nosotros dos, que viajemos unos sí y otros no, y pavadas por el estilo. En nuestros planes, esta familia no se separa. La combi sigue sin reparar en las deliberaciones, y falta muy poco para llegar a Ezeiza. Por última vez nos hacemos la pregunta: “¿Nos quedamos?”. Decidimos viajar, decido viajar.

Todo bajo control

Llegamos a Miami a la mañana siguiente. Caminamos por el aeropuerto para encontrarnos con nuestras valijas y mientras recorremos la distancia que nos separa de la cinta por la que deberían aparecer, leo un cartel que dice: “La Oficina de Convenciones y Visitantes del Gran Miami está trabajando para hacer del Gran Miami un destino seguro y agradable mediante la implementación de protocolos de seguridad basados en las pautas de los CDC”.

Pregunto a un empleado del aeropuerto qué son los CDC. Es la sigla en inglés de los Centros para el Control y Prevención de enfermedades. Me explica en perfecto español que son agencias distribuidas en todo el país para proteger la salud pública. Las pautas de los CDC son muchas y todo está calibrado para que los protocolos funcionen de manera perfecta y lo más rápido posible. Como en todos los grandes aeropuertos, en Miami hay cámaras térmicas para detectar a los pasajeros que ingresan con fiebre. Ni siquiera hace falta detenerse, mientras avanzamos, los dispositivos nos van leyendo la temperatura corporal, nos chequean al paso y después, vienen los trámites: no solo hay que presentar los pasaportes y las declaraciones de siempre, sino además alguna garantía de que estamos cubiertos por si nos llegáramos a enfermar. Por supuesto, los papeles están en orden; Vane se ocupó de todo y estamos asegurados, todo está bajo control. Nadie tiene fiebre. Todos estamos bien. Ya perdí la cuenta de las veces que viajé a Miami y siempre me encontré con esta misma sensación: es una ciudad amigable y ordenada, me siento protegido.

Después de retirar el equipaje (ocho valijas más las mochilas y bolsos de mano), pasamos por el parking a buscar los autos que alquilamos. Uno es una camioneta, con bastante espacio para que entren las cosas, y el otro, más chico, para que lo usen mis hijos más grandes, que quieren salir y hacer su vida sin depender de nosotros. Creo que lo planificamos bien, pensamos en cada detalle. Antes de subirnos a los autos, Vanesa repite el operativo del alcohol y abre todas las ventanas. Por momentos, con los chicos nos miramos cómplices porque nos parece exagerado, pero lo hacemos sin maldad y solo porque estamos agotados de este ritual y queremos entregarnos un poco a la vida, a las vacaciones.

A los veinte minutos llegamos en caravana a Hyde Beach, un complejo frente al mar en el que elegimos una suite que ya conocemos y es la que más nos gusta por las comodidades para una familia numerosa como la nuestra. Queda en Ocean Drive, en Hollywood Beach, y si bien no es especialmente lujoso, lo elegimos porque recrea un poco lo que para nosotros es un hogar con las comodidades de un hotel. No estamos en diferentes habitaciones, sino en un gran departamento.

La primera noche salimos con Vane para encontrarnos con unos amigos, mientras que los chicos piden comida a la habitación, hacen planes y quién sabe qué más. A veces, el contraste de esos chicos que hace años tuve a upa con su actual independencia como adultos, me conmueve. Vamos a uno de nuestros restaurantes favoritos, Carpaccio, que queda en Bal Harbour, un shopping abierto y parquizado con boutiques exclusivas y muy poca gente que circule; aunque estoy seguro, porque siempre nos pasa, de que nos vamos a topar con algún compatriota o algún conocido incluso.

Esa noche nos pusimos de acuerdo de antemano con nuestros amigos para pedir cangrejo, la especialidad de la casa, y tomamos vino tinto para luego rematar con unos old fashioned,mi trago preferido. Todos menos Vane, que no toma alcohol porque es la conductora designada. Esa noche nos reímos y nos sentimos relajados. La recuerdo especialmente cálida y distendida.

Pasamos los primeros tres días paseando un poco por la playa y yendo a comer a nuestros lugares favoritos: ya tenemos nuestros rituales. Cosas que hacemos siempre. Al cuarto día tomamos la autopista Florida Turnpike para ir directo a Orlando, a esta altura los chicos están superentusiasmados, cada kilómetro que avanzamos, más. Finalmente, llegamos a nuestro siguiente destino alrededor de las cuatro de la tarde.

Otra vez, Vane y yo enfrentamos el ritual de bajar bolsos y valijas mientras ellos salen volando para elegir la mejor habitación en el apart que alquilamos. Estamos cerca de todo, los parques quedan a diez minutos en auto, así que, ni bien desempacamos los chicos tiran las cosas y desaparecen otra vez. Averiguaron que hay no sé qué nueva atracción en los estudios Universal y están como locos, no quieren perder ni un segundo. Vane y yo nos lo tomamos con calma, nos reunimos con ellos un par de horas más tarde. El tiempo compartido en Universal es una fiesta, para ellos especialmente, pero durante un rato parecemos todos adolescentes.

Esa noche, Oliver, el hijo menor de Vanesa, empieza a levantar un poco de temperatura, le damos el clásico jarabe de ibuprofeno y nos vamos a dormir pensando que si sigue con fiebre llamaremos a un médico o buscaremos alguna solución. Por el cambio de temperatura y el esfuerzo del viaje, consideramos que el cuadro está dentro de lo normal.

Al día siguiente, mis tres hijos y Thiago, el más grande de Vane, se llevan el auto para ir a Disney. Oliver duerme, está exhausto y lo dejamos, Vane y yo nos quedamos descansando un rato más, atentos al más chiquito. Mientras desayunamos le tomamos la fiebre otra vez y todavía tiene un par de líneas, así que decidimos hacer una videoconsulta con su pediatra. Es un médico de confianza y nos aconseja algo muy determinante: háganle un hisopado. Sin dudarlo, salimos los tres a hisoparnos mientras llamo a los chicos que andan por los parques, para pedirles que hagan lo mismo.

—Oli sigue con fiebre, así que nos tenemos que hisopar todos.

—Dale, pa. Cuando terminamos, buscamos dónde —me contesta Germán despreocupado.

—No. Salen ahora mismo y se van a hisopar ya. Hay un centro al lado del parque donde te lo hacen desde el auto, ni siquiera se tienen que bajar. Nosotros tres nos vamos a hisopar por acá cerca.

Debo haber sonado bastante convincente porque no discutieron casi nada.

Una hora más tarde, nos reunimos todos en el hotel. A los siete nos dio positivo, era previsible, pero raro a la vez, no había zafado ni uno.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta Cristian.

—Compramos algunas cosas por delivery y nos encerramos.

—¿Nos aislamos? —acota Germán con una sonrisa entre incrédulo y desesperado.

—¿Tenés alguna idea mejor?

No hay ideas ni alternativas.

Nos aislamos. El primer día es bueno, nadie más tiene fiebre y Oli se recupera por completo sin otros síntomas. Vane se siente muy cansada y a mí me empieza a doler el cuerpo de una manera extraña, no recuerdo haberme sentido así alguna vez. Todos los chicos tienen algo: fiebre, malestar o tos. Al día siguiente, tengo fiebre alta y mientras que los demás mejoran, me empiezo a sentir cada vez peor. Al tercer día, le digo a Vane que quiero volver a Miami. Aunque no lo comparto con mi familia, estoy un poco asustado.

Ojos bien abiertos

Me llamo Guille, tengo cincuenta y dos años, mido 1,85 m y peso 90 kg, juego al tenis y entreno todos los días. Soy un tipo completamente sano. Siempre manejo, me gusta conducir, confío en mí al volante. Salimos de Orlando en caravana como habíamos llegado, pero esta vez vamos Vanesa y yo en el auto. En la camioneta, los chicos. Necesito viajar en silencio y por eso lo organizo así.

—Vos manejás la camioneta —le digo a Cristian—, ustedes van todos juntos. Sígannos, Vane y yo vamos adelante.

No hay debates ni preguntas, hacen lo que les pido sin chistar, ya no les preocupa perderse unos días en los parques y están expectantes, atentos a mí. Vane llama para ver si nos podemos quedar otra vez en Hyde Beach, en el departamento en el que habíamos estado, pero le contestan que no, que ya no hay lugar. En cinco minutos mi mujer organiza una cadena telefónica para dar con un lugar potable donde quedarnos, parece imposible con tan poca anticipación, pero media hora y cien llamadas más tarde lo logra, como siempre. Vamos al hotel Marenas en Sunny Isles, todos en habitaciones separadas porque ya no quedan de las grandes. Esto no nos deja conformes, pero no queda otra, las tomamos.

Mientras manejo miro a nuestros hijos por el espejo retrovisor, nos siguen todo el tiempo, por alguna razón no puedo sacarles la vista de encima, voy y vengo de la autopista a ellos. Sé que están bien, pero necesito verlos.

—¿Estás bien? —pregunta Vane acariciando mi mano.

—¿Tengo muy mala cara? —me espío de reojo en el espejo.

—No tanto, pero te conozco.

—Me siento más o menos, la verdad. Voy a frenar en el próximo descanso, necesito relajarme cinco minutos. ¿Y sabés qué? Es mejor que los chicos sigan solos. Mandalos al Marenas, que nos esperen allá.

—Dale, sí. Y nosotros vamos a una guardia o algún lugar para que te vean.

A unos metros aparece una especie de parador de esos típicos con un gran parking y varios negocios. Todos se parecen entre sí y para mí son casi indistinguibles. Pongo balizas y estaciono. Los chicos hacen lo mismo. Vane baja del auto y se acerca a la ventanilla de Cristian para hablar con ellos, yo me quedo sentado, tengo un cansancio animal. Los veo gesticular, me miran, hablan, y después arrancan. Vane vuelve. No tengo energía para seguir disimulando.

—No te asustes con lo que te voy a decir, pero prefiero que manejes vos lo que nos queda. Mientras cambiamos de lugar ella se queda callada, sé que está aterrada. Me conoce, nos conocemos de memoria y jamás cedería el volante si no fuera porque me siento peor a cada minuto. Voy dormitando y aunque ya no puedo sostener los ojos abiertos, escucho la voz latina del GPS que nos indica cómo llegar al Mount Sinai Emergency Center. Es lo más cerca que tenemos, queda en Aventura. No tardamos más de quince minutos. Cuando llegamos, trato de caminar solo, pero Vane insiste calzando mi brazo en su hombro para que me apoye en ella.

Entramos por la guardia y, aunque no se lo pido, habla por mí la mayor parte del tiempo. Me hacen una placa, la infraestructura parece algo austera, me dan el primer diagnóstico: tengo neumonía bilateral y a pesar de eso, simplemente, me dan un puff de Ventolín, un jarabe para la tos y me mandan a casa.

Subimos al auto. Vane también se siente muy mal, con dolor y agotamiento, pero está contenta porque entendemos que si me dieron el alta estoy bien, podemos volver juntos a casa y así lo hacemos. Llegamos al Marenas luego de veinte silenciosos minutos. Nos acomodamos, Vane les dice a los chicos que por favor se ocupen de pedir comida para todos. Por ahora, es la única forma que tenemos de recibir alimentos, remedios o cualquier cosa que haga falta. Nadie sale, eso es inevitable.

Yo no espero la comida, me tiro a dormir un rato, pero sin darme cuenta duermo hasta el día siguiente ¿o es de madrugada? No sé, pero cuando me despierto ya no puedo caminar ni para ir al baño. Vane sabe lo que está pasando, el alta de ayer fue un error, así que va a pedir que un médico de emergencias venga a verme.

Lo primero que hace es llamar al seguro de salud de la tarjeta que todos sacamos obligatoriamente al viajar y pedir por un médico, pero no cualquier médico, pide uno de Doctors Now. “Vamos a pedir uno de Doctors Now, son los mejores”, recomienda Julieta, una chica muy amable que trabaja en la empresa del seguro y que por alguna razón se solidariza con nosotros más que lo normal y se pone a completa disposición de Vane.

En pocos minutos, llega un médico, aparentemente cubano o al menos con esa tonada que sale fuerte de su boca aún con el doble tapabocas que trae puesto: “Soy el doctor Saliva”, dice. A pesar de lo que me cuesta respirar, siento alivio por ver llegar a este hombre. Vane me ayuda a vestirme y está conmigo mientras el médico me revisa y observa la placa de mis pulmones a contraluz.

—No entiendo cómo sigue en pie —dice Saliva—, hay que internarlo ya.

Vane lo mira fijo, trata de sostenerse, pero trastabilla y cae redonda al piso. El médico pide ayuda, vienen Cristian y Germán y con cuidado, la recuestan en un sillón.

Los chicos se ven entre impávidos y alarmados. Es como si la enfermedad nos envolviera uno por uno, yo me siento hundido y veo a Vane desplomada en el sillón. Reconozco que también tengo un poco de ansiedad, no tanto por lo que dijo el médico sino porque nunca me sentí así.

Apurado, el doctor Saliva aclara mirando a los chicos:

—Si pido una ambulancia, van a tardar más. Vayan ya al Mount Sinai de Miami Beach. Les hago la orden y me pongo en contacto para informar al hospital ahora mismo.

Vanesa sigue tumbada en el sillón. El doctor Saliva le toma la presión y dice que está muy baja, que es mejor que se quede allí descansado un rato. Mientras él atiende a Vane, mis hijos mayores, Vanesa y Germán, me sostienen poniendo mis brazos sobre ellos y se meten conmigo en un Uber. Miro a Vane, que está con los ojos cerrados tirada en el sillón, y a los chicos,que están dando vueltas, como perdidos. Se me vuelve borrosa la escena y me dejo llevar.

Soledad completa en el Sinai

Llegamos al Mount Sinai de Miami Beach. Es una mole vidriada, enorme, el hospital más grande del sur de Florida. Ni bien nos acercamos a la entrada, una enfermera viene hacia nosotros arrastrando una silla de ruedas. No vemos caras. Todos están ocultos detrás de máscaras de todo tipo: de tela o plásticas. Bajo la ventanilla del auto, trato con esfuerzo de incorporarme en el asiento y esta chica —que no conozco, pero evidentemente me espera— pronuncia mi nombre en un tono caribeño que me haría sonreír por lo cálido que suena si no fuera porque siento una opresión en el pecho que me ahoga. El doctor Saliva hizo lo que dijo que iba a hacer y les avisó. Germán, mi hijo, se baja para ayudar, entre la enfermera y él me sientan en la silla y ruedo hacia el hospital en el que pasaré, aunque aún no lo supiera, los próximos meses de mi vida.