La aventura soñada - Thierry Thomas - E-Book

La aventura soñada E-Book

Thierry Thomas

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Beschreibung

PREMIO GONCOURT DE BIOGRAFÍA Un viaje alrededor del mundo tras los pasos del creador de Corto Maltés. «Más de veinte años después de la muerte de Hugo Pratt, ni su máximo héroe ni su obra han envejecido un ápice, las aventuras de Corto Maltés continúan desafiando el tiempo». Le Monde «Cuando quiero relajarme leo a Engels, cuando quiero algo serio leo a Corto Maltés». Umberto Eco Esta es una biografía de aventuras, la celebración de ese mundo sin fronteras que fue la vida y la obra de Hugo Pratt, un particularísimo y seductor universo que se burla de la distinción entre la cultura noble y la popular, en el que conviven con naturalidad las civilizaciones del pasado y las del presente, la utopía y el pragmatismo, la acción y el desapego, la bufonería y la melancolía, el comportamiento caballeresco y la codicia, el amor y las ganas de escapar de él... Siempre a través de un dibujo que parece negarse a elegir entre la abstracción y lo figurativo, mediante la audacia de los encuadres, de las elipsis y de una dimensión poética que lo han convertido, como el propio Pratt proclamaba, en auténtica «literatura dibujada».

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Edición en formato digital: febrero de 2022

 

Título original: Hugo Pratt, trait pour trait

En cubierta: dibujo de Hugo Pratt de la historieta «Corto Maltés. Concierto en O menor para arpa y nitroglicerina», publicado por Norma Editorial (cómic Las Celticas). © 1972 Cong S. A., Suiza. All rights reserved

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Éditions Grasset & Fasquelle, 2020

© De la traducción, Regina López Muñoz

© Ediciones Siruela, S. A., 2022

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-19207-17-3

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Solo su dibujo

 

Un día un tren

 

Él y nosotros

 

Italias

 

El camino de las acuarelas

 

El verano aún no ha dicho la última palabra

 

Anexos

Agradecimientos

 

Y, cuando tenga ciento diez años,

trazaré una línea, y todo estará vivo.

KATSUSHIKA HOKUSAI

 

Se llamaba Ugo Prat, sin hache y con una sola te.

 

Se hizo famoso bajo el seudónimo de Hugo Pratt y vivió 24.518 días con toda la intensidad que cabe en una vida. Dibujante de cómics, publicó más de quince mil planchas, lo que representa unos ochenta mil dibujos, a los que se deben sumar más de quinientas acuarelas.

 

Fue, por supuesto, el creador de Corto Maltés.

 

Nació el 15 de junio de 1927 en Rímini; muere el 20 de agosto de 1995 en Suiza. Extraña forma de expresarlo: «nació», «muere», como si el último aliento durase eternamente.

SOLO SU DIBUJO

 

Yo quería ser dibujante de tebeos, y por eso iba a su encuentro aquel mes de marzo de 1972. Hugo gozaba ya de un prestigio considerable en el mundillo de los dibujantes y los aficionados al cómic «entendidos», tan escasos por lo demás que el mundillo semejaba más bien una especie de secta con sus luchas intestinas, pero el gran público lo ignoraba aún. Corto Maltés se publicaba en el semanario Pif Gadget sin pena ni gloria. Con cada nuevo episodio, la revista recibía cartas de lectores que no entendían nada y reclamaban material de Rahan, solo de Rahan. Muy afortunadamente, el redactor jefe se mantenía en sus trece. Joël Laroche, editor de la revista de fotografía Zoom, acababa de reunir las primeras aventuras de Corto en un álbum que parecía un libro de arte, tan bonito que proclamaba que aquel medio de expresión no andaba muy lejos de la pintura. Sus imágenes me cautivaban. Analizaba la composición de cada plancha, el encuadre de cada viñeta, me esforzaba por reproducir todo aquello. Había descubierto que Hugo vivía frente a Venecia, en un barrio llamado Malamocco, en la punta de la isla del Lido. Mi hermana, que apoyaba mis planes a pesar de su nulo interés hacia el cómic (aun así, le encantaban las gaviotas que volaban alrededor de Corto), me acompañaba. No teníamos la dirección, pero todo el mundo conocía a Hugo: «Por allí, al final de la calle...». Llamamos al timbre de un edificio mastodóntico, sin encanto, como los que se ven en los barrios ni pobres ni ricos de la mayoría de las ciudades italianas. Con la diferencia de que esta construcción se situaba en el límite entre dos mundos: más allá, después de un dique y unos juncos, se desplegaba el Adriático. Hugo se asomó a una ventana del último piso; todavía lo oigo preguntar: «Chi è?», e invitarnos a subir.

 

 

El piso-estudio no era grande. Habíamos irrumpido de improviso en plena sesión de trabajo con un colaborador. Hugo llevaba una americana de lana gruesa, azul oscuro. Unas hojas de papel plagadas de viñetas y dibujos cubrían todo el tablero de una mesa de caballetes. Las dimensiones de aquellas hojas me parecían gigantescas; nada más lejos, pero era la primera vez que veía planchas, y no su reproducción; planchas de Fort Wheeling, si la memoria no me falla. Quizá nunca me había planteado que un tebeo pudiera existir en un estado anterior al de su publicación. Lo que estaba descubriendo, con una emoción tan vibrante como la del espeleólogo que arrima su antorcha a la huella de una mano sobre las paredes de una cueva, era algo así como una prueba. La prueba de una existencia, de la presencia de un hombre que ha trazado figuras. Me intrigaban los matices del entintado de aquellos originales. Por esas imágenes estaba yo allí, más que por Hugo; por aquel entonces, no sabía nada de su personalidad. Ver, para mí, era un ardor. Las imágenes bajo cuyo influjo vivía, ya fueran dibujadas o filmadas, ya las firmasen Hugo Pratt o Federico Fellini, me parecían únicas y de un valor inconmensurable. Como si todas ellas, almacenadas en algún rincón de mi cerebro, me conocieran mejor de lo que me conocía yo mismo, y pudieran leerme el porvenir, o fabricarlo.

 

 

Abrí mi carpeta de dibujos; las tapas se mantenían cerradas gracias a unas cintas que había que desatar como si fueran cordones. Hugo observaba mis pruebas con esa concentración que solo le vi cuando se trataba de su oficio. Me llamó la atención la intensidad de su mirada, y la blanca esclerótica bajo la pupila. De los dibujos no dijo nada aparte de que sería capaz de corregir mis defectos siempre y cuando trabajara a diario, pero me recomendó que aprendiera a narrar. A narrar, sin más. «Los lectores no son idiotas, pero los editores, sí. De hecho, aquí el caballero es editor —y señaló a la persona que había a su lado—, y también idiota. ¿Verdad que sí?». Su invitado asintió con una sonrisa muy refinada, en absoluto idiota. Para Hugo, la dominación, la rivalidad con el otro, era un desafío permanente, lúdico y vital.

 

 

La víspera, había dejado agotados a sus amigos, conocidos, chicas que le gustaban, un periodista fanático, un tartamudo con una bolsa de plástico que contenía la colección completa de 1938 del diario L’Avventuroso (año valioso donde los haya: las autoridades fascistas aún no habían prohibido las tiras americanas, Flash Gordon se topa cara a cara con el emperador Ming, su duelo de espadas queda grabado, a golpe de pinceladas sueltas, en la memoria de los adolescentes); la víspera, como decía, había dejado exhaustos a todos aquellos, y todas aquellas, que había embarcado en una cena que ellos recordarían toda su vida, pero que, para él, era solo una de tantas. El último acto de las veladas era invariablemente el más largo: Hugo a la guitarra interpretando a personajes inventados sobre la marcha o pulidos durante semanas: un carcelero desquiciado por un mexicano pedorrero que vocifera La cucaracha dando zapatazos sobre un suelo de guijarros; un gorila interpelado por las sutilezas de la gramática; el soldado Pollo y su uso del talco... Tras el desfile burlesco tocaba una balada irlandesa, de las remotas islas del viento. Cuando cantaba, la voz de Hugo alcanzaba un grado sorprendente de tristeza, de soledad. Nadie sabía de dónde surgía aquella voz. ¿De África y su padre? ¿De Argentina y Gisela Dester? ¿De su infancia dorada, cuando visitaba el gueto de Venecia? Le gustaba ese adjetivo, «dorado», lo aplicaba a mundos, orígenes, reinos. Su voz grave se templaba con una nasalidad de inflexiones casi femeninas; esta dulzura desmentía la afilada hoja de sus frases, sus formas directas, a veces brutales. Cuando cantaba, Hugo se ausentaba, se recogía en sí mismo. La balada propagaba su spleen, dejaba una nostalgia planeando sobre los invitados extenuados y felices. Se desplegaba igual que esos penachos de vapor o de humo que llenan espacios en sus imágenes. No le suponía dificultad alguna poner en práctica la orden de los profesores de dibujo a los pupilos novatos que, incapaces de dominar la composición, se vuelcan en perfeccionar detalles en la esquina de una hoja demasiado grande: «¡Ocupe todo el espacio! ¡La oreja de su modelo está perfectamente delineada, pero el cuerpo no hay por dónde cogerlo! La figura no debe flotar en el vacío». Hugo ocupaba todo el espacio. En sus dibujos, mediante el vacío: sus humaredas, sus cielos, sus desiertos; en la vida, le bastaba con estar ahí. En su presencia, ninguna conversación, salvo que él participara, tenía la menor posibilidad de elaborarse, de prosperar: Hugo debía ser el centro de atención; si no, se aburría, se marchaba. Esto se adivina en muchas fotografías de grupo, en la terraza de un café del Cannaregio (sus amigos llevan abrigos, él va en mangas de camisa bajo el sol de invierno; parece el cartel de Los inútiles), en los pasillos de una feria del libro (la responsable de prensa, con los brazos al aire, se aprieta contra su hombro): todas las miradas se concentran en él, que a su vez mira fijamente el objetivo. Simpático, sonriente, lanza un desafío: «Vosotros me miráis; y me miraréis, una y otra vez, cuando ya no esté».

 

 

Se acostaba a las tantas y se levantaba temprano. Suelo recordarlo tomando un café antes del amanecer. ¿En qué pensaba, cuando la ciudad dormía, en una habitación de hotel, frente a la pantalla muda de un televisor saturado de colores; a la espera de los primeros rayos del sol en su azotea de Malamocco; en Grandvaux, cuando sondeaba con sus ojos claros la penumbra densa de las montañas? ¿En sus fracasos, en sus éxitos? El fiasco de su obra en Estados Unidos lo atormentó hasta sus últimos días. Para él, el cómic, nacido con el cambio de siglo en la prensa más relevante del país, la del «ciudadano» William Randolph Hearst, era americano; sin embargo, el público estadounidense reaccionó a Corto con frialdad. Hugo tenía otros pesares, naturalmente, y más graves, de los que nadie sabía nada. Es natural pensar en esas cosas tan de buena mañana, en la alegría de estar vivo y en las cosas que no hemos conseguido. Es en lo que pensamos mientras contemplamos la cafetera como si estuviera a punto de ponerse a hablar. La de él era una Zanzibar metálica, con el talle bien ceñido; la mía, una Bodum, cilindro de cristal transparente que te somete a una prueba de verdad, un cara a cara sin piedad con la negrura del brebaje. La respuesta, apenas audible, en forma de gorgoteo («¡Café quemado, café estropeado! Has echado a perder tus años mejores atiborrándote de películas sin pies ni cabeza...», me espeta mi Bodum, que no se anda con miramientos), la respuesta es sustituida de inmediato por la siguiente idea, germinada a partir de un ruido procedente de la calle, de una miguita que cae. En los tebeos de Hugo, el pozo de un campiello, una locomotora o el cáliz del Grial dialogan con seres humanos: ¿con qué derecho podría imponer silencio a mi Bodum?... Solitario y mujeriego, aguardando que llegara el día, Hugo también debía de preguntarse: «¿Cómo la despierto?». Los recursos para sacar del letargo a su compañera nocturna, para trasladarla a los sueños de él, abundaban: una grabación de Miles Davis, de Duke Ellington; el jazz era la música de su generación. O, para los amaneceres triunfales, una marcha de un extraordinario regimiento escocés, el Royal Gurkha Rifles: las gaitas estallan en una sonoridad telúrica que hace temblar las paredes y despierta a la chica, estupefacta, sobresaltada, y maravillada cuando ve que Hugo se le acerca. Entonces la coge en brazos, la traslada, es King Kong en la cúspide de su potencia, pero también Little Nemo, un niño que se empalma y que no sabe lo que le ocurre. Los pies de su cama se estiran con una naturalidad desconcertante, se alargan desmesuradamente, escalan fachadas, atraviesan tejados, se enredan en el chapitel de un campanario. Maravillado se quedó él cuando descubrió aquella página del Little Nemo de Winsor McCay de 1908 que en los setenta se convertiría en una de las primeras planchas en alcanzar el estatus de icono del cómic. Sin salir de la cama, Nemo y Flip sobrevuelan una ciudad estadounidense con sus edificios altos y nuevecitos, su claro de luna que les hace irradiar un encanto provinciano. Un puñado de siluetas —un fiestero que se recoge tarde, el conductor de un tranvía vacío, un guardia— se detienen para seguir con la mirada esa cama-alfombra mágica con patas de elefante que ondean en el cielo purísimo. ¿Es un pájaro? ¿Es un avión? No, es el cómic, que acaba de nacer. Al ver aquel original, Hugo, al igual que tantos otros colegas, se dijo: «¿Y si nuestros tebeos fuesen un arte?». Little Nemo in Slumberland... «Nemo», es decir, «nadie», una nada, un vacío. Hugo, al contrario que el discreto McCay, nunca se había sentido un don nadie; estaba demasiado pagado de sí mismo, hasta el punto de que esa sobreabundancia debía de agobiarlo a veces, pero ¿quién lo habría sospechado? Viendo las imágenes de la obra maestra olvidada y posteriormente reeditada de McCay, Hugo se había acordado de sus tías, en Venecia, que lo adoraban, y que no lo llamaban Hugo, sino «Neno». «El pequeño Neno en el país de los sueños»... En Las helvéticas dibujó tres viñetas consecutivas en cuyo interior solo hay bocadillos. En la primera, la voz de Corto: «Esto es una historia para niños...», a la que otro globo responde: «¿Y qué hay de malo? ¿No has sido niño nunca?». La segunda viñeta es un abismo negro del que brota una bocanada de angustia, un miedo a la noche sin retorno. Por último, tercera viñeta, respuesta de Corto: «Sí, hace mucho tiempo...».

 

 

La energía y vitalidad de Hugo tenían algo aterrador. Que me aterraba. Y eso que yo era joven, mucho más joven que él: unos quince años, y él, unos cuarenta. Sin embargo, tenía la sensación de que jamás dispondría de una fuerza física semejante; tendría que arreglármelas de otro modo, tendría que tirar de astucia. Percibía también una angustia vaga, secreta, que lo habitaba. A mí me incomodaba; a él le fastidiaba que se notara. Era una tensión, una insatisfacción permanente. Como si su amor por el placer, por las fiestas, entrase en conflicto con las exigencias de una búsqueda insaciable. Esa tensión se traducía, especialmente en los años previos a su mudanza a Suiza, en una incapacidad para permanecer, digamos, más de una semana en una misma ciudad, y dentro de una ciudad en un mismo lugar. Una prisa perpetua tiraba de él, haciéndole a veces perder la partida, malogrando planchas que habrían podido contarse entre las más sobresalientes si él les hubiese dedicado tan solo media hora más, o amistades antiguas que debería haber sabido preservar, y que también le hacían alcanzar cotas que el tebeo, antes que él, solo había rozado en contadas ocasiones. Todo lo que recibía de la vida, o aquello de lo que se apropiaba, se lo debía Hugo a su genio de la velocidad. Ese don innato de la réplica, que deja al interlocutor mudo, solo encontraba parangón en la seguridad de su trazo elíptico, alusivo. Corto debe el apellido «Maltés» a la película de John Huston El halcón maltés, y el nombre de pila al adjetivo español «corto», en el sentido de «atajo», de «pillar desprevenido».

 

 

Hugo había situado el dibujo en el centro de su vida, y su vida en el centro de un espectáculo itinerante del que él era la estrella, genial Arlequín al servicio de sí mismo (aunque vestido con menos suntuosidad que el pozo de rombos de colores de su Fábula de Venecia: la documentación para vestuario nunca fue su fuerte). En el festival de Lucca, el espectáculo Hugo Pratt adquiría unas dimensiones inigualables. Lucca, en la Toscana, fue sede del primer festival de cómic europeo, el antepasado del de Angulema. Hugo participó cada otoño desde finales de los sesenta hasta mediados de los setenta. En Lucca se hacía omnipresente. Iba a firmar contratos, pero también para dar la mayor publicidad posible a su nombre. Para establecer y consolidar lo que los prestidigitadores llaman «prestigio». El Hotel Napoleon, donde se alojaba siempre, se transformaba en un espacio destinado a sus representaciones. A un editor que empieza a vociferar al oír el precio desorbitado que Hugo pide por los derechos de reproducción de sus originales, le propone: «Vayamos a almorzar. El que más coma de los dos, se lleva el gato al agua. Si ganas tú, me pagas lo que les pagues a los demás; si gano yo, firmas con mis condiciones». Deja que el editor se atiborre y, entre dos conatos de arcada, se jacte de haber ganado. Hugo hace una pausa, con un sentido del ritmo perfecto, llama al camarero y empieza de nuevo a comer, desde el carrito de fiambres que había abierto las hostilidades. En Lucca, se las ingenió para arruinar la reputación del representante de la compañía Walt Disney, al que convirtió en hazmerreír del festival divulgando el rumor de que, si bien el ratón Mickey tenía dos buenas orejas, al lacayo del Capital en cambio le faltaba un testículo. Aquel año formaba parte del jurado, y en el momento de la entrega de premios, rehusó ostentosamente estrecharle la mano al Disney-boy, para hilaridad general, sumiendo al pobre hombre en un mal sueño. Pero también era capaz de tirar de influencias para que Frank Hampson, dibujante inglés de la vieja escuela, un tanto despreciado por los artistas jóvenes de la generación del 68, y que Hugo sabía condenado por la enfermedad, recibiera el gran premio. Por las noches, en el Teatro del Giglio —del lirio— se programaban conferencias seguidas de proyecciones en las que él era el rey absoluto. Salía al escenario y se embarcaba en una disertación sobre la historia del cómic en el Gran Norte canadiense; nadie entendía ni una palabra; ¿problemas con el micrófono, tal vez? Qué va, lo que pasaba era que el brillante orador había optado por expresarse en el dialecto de una tribu indígena, antes de hacer mutis profiriendo un juramento navajo. Porque Hugo era capaz de prácticamente todo, sin exagerar.

 

 

Sus amigos adoraban, adoran aún, hablar de Hugo. Para algunos, el tiempo que pasaron a su lado ha acabado rezumando una leyenda, como las abejas segregan miel; una leyenda dorada, precisamente. «¿A qué se dedica usted? A hablar de Hugo». Sus excentricidades, sus atrevimientos, sus disfraces. Su pasión por la aventura. ¡Cuántas veces habré oído esa palabra, «aventura», de su boca, de boca de sus admiradores! En sus últimas entrevistas para la televisión o la radio, ni siquiera se molestaba en pronunciarla con claridad (le costaba dominar el francés, a diferencia del español o el amhárico). Le bastaba con mascullar un sonido en el que se reconocía vagamente «...tura», y todo el mundo completaba: «aventura». Palabra-pantalla, que impide ver, que solo expresa que es preciso marcharse a otra parte. Pero ¿adónde? ¿A la otra punta del mundo, realmente? Hugo fue un viajero, en efecto, y podría ser considerado un aventurero si comparamos su vida con la de la mayoría de los autores de tebeo. Azares u oportunidades lo llevaron a Etiopía, Argentina, Inglaterra, Canadá, Brasil, la Guayana, el Caribe, Finlandia, Noruega, Tanzania, Kenia, Marruecos, Irlanda, América del Norte y Central, Angola, Andalucía, las islas del Pacífico... Sin embargo, Hugo viajaba menos como escritor-viajero o gran reportero al estilo de Jack London, extrayendo la savia de sus escritos de los paisajes y las personas que iba conociendo, de los acontecimientos históricos en que se veía envuelto, que a la manera de Samuel Beckett, autor al que apenas leyó (difícil imaginarlo haciendo gala de la paciencia para esperar a Godot junto a un árbol raquítico): «No se viaja por placer, se viaja para verificar algo, un sueño...».

 

 

Hugo afirmaba: «Lo que yo pretendo realizar con mis historias son como estímulos que invitan a sentir más curiosidad». Sus cómics desempeñaron ese papel estimulante para muchísimos lectores. Gracias a Corto, tuvieron ganas de saber más sobre las lagunas del Pacífico, las guerras de China, el IRA, Rimbaud, Louise Brooks, el uróboros o las cepas del borgoña. He de confesar que su obra, desde este punto de vista y por lo que a mí respecta, fracasó en su objetivo. Desde La balada del mar salado, las imágenes me atraparon hasta tal punto que mi mirada se quedaba anclada en las páginas. Su belleza me resultaba insuperable. Como mucho, podía tratar de ahondar en ella; no me sentía capaz de apartar la vista. Los cebos que Hugo desperdigaba no me provocaban ninguna sed de erudición; los contemplaba por lo que eran. Me gustaba especialmente esa sensación de que Hugo, al dibujar, como el navegante, trazaba su ruta «jugando con el viento», entre control y abandono. ¿En qué consiste un trazo bonito? Nada más difícil de definir, salvo si apelamos a lo que nos conmueve. ¿Cómo es posible que incluso las páginas enjaretadas en un tiempo récord, y probablemente sin más motivación que la económica, por ejemplo las destinadas al storyboard de la película Jesuita Joe, encarnen tamaños condensados de precisión? Observo una silueta que se aleja, con un macuto al hombro —gran motivo de Hugo, el macuto de las partidas, en equilibrio a la espalda, con una pujanza irresistible—, no hay nada superfluo ni estéril, es lo que había que dibujar; solo puedo decir que el trazo es vibrante, que su delicadeza envuelve mi mirada, mis pensamientos. Delicadeza, por lo demás, paradójica: Jesuita Joe es un asesino de pocas palabras, mestizo franco-mohawk educado en el calvinismo, habitado por una sed de absoluto (en este tebeo, asistimos al arrancamiento de cabellera, ejecutado con suma destreza por el héroe epónimo, de una estatua de la Virgen; ¡una idea de la que Buñuel no habría renegado!). Esta elasticidad visual me recuerda al efecto desarmante que la gentileza producía en Hugo. Quizá porque esa palabra, y esa actitud, conservaba para él su sentido primero, el de «nobleza». Lo que me transmite una vez más de manera inmediata la sensación de la presencia de Hugo es la inefable belleza de su trazo. Quizá porque él ya no está he desarrollado cierta alergia a la imagen del Hugo «aventurero», por muy esencial que fuera para él, así como a las anécdotas que circulan sobre él. Ya no me divierten, actúan sobre mí como una letanía que no llega a alcanzarlo. Solo su dibujo me permite entrar en contacto con él. Pero ¿por qué el placer, a la vez intelectual y físico —iba a escribir «carnal»—, que los aficionados al dibujo, a la pintura, a las artes visuales en general manifiestan al seguir los meandros de una línea, al ver cómo formas y colores se corresponden en el interior de una composición, es tan difícil de expresar? ¿Debo resignarme a que quede al margen del lenguaje, incompartible, del lado del silencio?

 

 

Poco a poco, con el paso de los años, dejé de dibujar. Y hasta de garabatear mientras hablaba por teléfono, mucho antes de que los móviles condenaran esa manía. Ocurrió sin que yo me diera cuenta. Dejé morir, apagarse, esa pulsión que formaba tan parte de mí como mi mano, como mis dedos. Nunca he entendido por qué. Y no sé si fue una gran pérdida o si, a cambio de aquella renuncia, se me concedió otra cosa.

 

 

Pero, ya que ha salido a colación la palabra «sueño», agregaré una cita, recuerdo de la película Stavisky, de Alain Resnais, uno de los primeros defensores del cómic en Francia y que, parafraseando a Umberto Eco, bien podría haber declarado, sin asomo de provocación, solo porque para él era la pura verdad: «Cuando quiero relajarme, leo un ensayo; si me apetece reflexionar, leo un tebeo». En dicha película, el médico del famoso timador de los años treinta, que acaba de hablar de su paciente como hombre de ciencia, como hombre de razón, y casi como biógrafo, cambia repentinamente de registro: «Pero, si quiere comprender a Sacha, esto no le servirá de nada; si quiere comprender a Sacha, debe soñarlo».

 

 

Si quiero comprender a Hugo, debo soñarlo.

 

 

Ciertas imágenes de Hugo, sobre todo en el festival de Lucca, atestiguan, por la gravedad de su semblante, la importancia que atribuía a los asuntos editoriales. Percibo en ellas la misma voluntad tenaz, porfiada, levemente inquietante, que en las fotografías del niño Ugo en Venecia. Pienso en aquel viaje en que se le ocurrió que Corto regresara, la idea de proponer una serie de la que él fuese el héroe. Hugo jamás hablaba de aquel viaje que cambió su vida y la historia del cómic. El acontecimiento, a su juicio, no era digno de constar en su leyenda; no fue más que un viaje de negocios, como tantos otros. Sin embargo, la expedición que emprendió aquel día fue la de un auténtico aventurero. Y seguramente para él nunca fue tan importante, tan crucial, «ganarse la vida».

UN DÍA UN TREN

 

Ve su cara reflejada en el cristal del tren.

 

 

El tren procede de Venecia; él ha subido en la estación de Génova, a las 8:14 del lunes 5 de enero de 1970.

 

 

Unos segundos antes, él y su bolso de viaje, tan liviano, han tenido un percance con la puerta del pasillo. Por poco esta no lo desfigura, fracturándole la nariz, echándole a perder el hoyuelo de la barbilla, ese tesoro heredado de la infancia, al rebotar con ese salvajismo mecánico y estúpido de los trenes y de los funcionarios italianos. Hugo detesta a los funcionarios, y su propia italianidad es tema de discordia en su fuero interno. Ha empujado la puerta con un puntapié para repeler la horripilante plancha metálica; ella ha opuesto resistencia, ha evitado por un pelo uno de sus magníficos cabezazos y, al comprender por fin con quién se las veía —¡Hugo Pratt!—, ha consentido en abrirse correctamente. A Hugo le gusta pelear. Y dibujar soldados que avanzan por la selva o el litoral, supervivientes de la perspectiva inclemente de los pasillos, cuello de toro metido entre los hombros, náufragos saliendo del oleaje, cegados por el sol, escrutando un horizonte del que depende su supervivencia, aturdidos pero victoriosos. Victoriosos por el mero hecho de ser capaces de respirar aún, aunque los hayan arrastrado las olas de un océano empecinado en tragárselos.

 

 

En definitiva, le gusta dibujar a Ulises.

 

 

El primer libro que leyó, siendo un niño, fue una antología de fragmentos de la Ilíada y la Odisea. Recuerda haber formulado la siguiente pregunta:

—¿Yo también desciendo de los griegos?

 

 

Va a buscar trabajo a París. Se ha sentado en el sentido de la marcha, el sentido de la lectura. Al menos aquí podrá pensar solo en su oficio, no tendrá que luchar contra los requerimientos de los amigos de paso. Tiene cuarenta y dos años, una esposa y dos hijos a los que dar de comer. En septiembre le presentaron a Georges Rieu, redactor jefe de Pif Gadget. Pif es una revista de ideología comunista. Cuando la Liberación, su madre le cosió en una cazadora el lema «Individual soldier»... Los alaridos de unas gaviotas le hacen levantar la vista. Dibujar esas aves a la velocidad a la que vuelan, de momento, es su único proyecto.

 

 

8:20. El tren sale de Génova. Un nuevo día arranca en el barrio del puerto. Allí ha cenado la víspera con Florenzo Ivaldi, su mecenas, que le permitió realizar La balada del mar salado con total libertad. Su mecenas que ha dejado de serlo.

 

 

¿De qué va a hablarle a Rieu? ¿De qué personaje, de qué serie? No tiene ni el atisbo de la sombra de una idea; se encomienda a la suerte, convencido de que la inspiración lo visitará durante el viaje. Cuando hojeó un número de Pif Gadget, le impresionó la mala calidad del papel. El tacto áspero bajo sus dedos le recordó Buenos Aires y las publicaciones de la editorial Abril, algo que interpretó como un buen augurio. Nada que ver con las páginas lisas y brillantes de Pilote, esa revista que practica sistemáticamente un contenido de segunda que Hugo desaprueba. Todo les resbala a los lectores de Pilote.

 

 

Por primera vez en toda su carrera, ninguna revista publica sus historietas. Antes de conocer a Ivaldi, trabajaba para el Corriere dei Piccoli, el «diario de los niños». Sus tratos con ese nido de católicos eran execrables. En el Corriere le imponían hasta la técnica del entintado. Para La isla del tesoro, pluma, con el pretexto de que las líneas finas se adaptan mejor a la sensibilidad de los jóvenes lectores; ¡ya se sabe que nada gusta más a los chiquillos que perforarse los ojos con una pluma bien afilada! A pesar de todo, Hugo puede estar orgulloso de esta adaptación de Stevenson. Él reconoce a tres maestros: Homero, Stevenson y Milton Caniff. Y a unos pocos más, de menor importancia...

 

 

En Venecia, su amigo Alberto Ongaro, en el comedor del piso familiar, donde se respiraba un olor a higos, le anunció que se disponía a escribir una novela cuyo protagonista sería él. El título: Una vida de aventuras. Ongaro añadió:

—Eres un aventurero, pero no de la familia de los Lawrence de Arabia, los Simon Girty, los Francis Drake. Tú eres un Cagliostro, un Casanova, un Mesmer. Los episodios de tu vida se resumen en ciudades, mujeres, patrocinadores que necesitas conquistar. Apareces, seduces, entretienes, das miedo también. Tus trucos de magia, tus experiencias alquímicas, son tus dibujos.

Halagado y contrariado por aquel proyecto literario (Hugo espera de sus allegados que escriban su cantar de gesta, pero es él quien debe dictar los versos), sintió como si se enfundara con deleite el traje transparente y suntuoso de un grandísimo impostor.

—Por lo demás, Cagliostro también fue un dibujante superdotado.

 

 

Pero, de momento, el aventurero tiene la boca espantosamente seca. Nada le importa más que la necesidad de tomar un expreso. Daría cualquier cosa, sus cintas doradas, su peluca empolvada, sus polainas púrpura, su espada incrustada de rubíes, un maletín de cuero rematado por sus iniciales, HP