La falacia de la química cerebral - PABLO CASTAÑÓN - E-Book

La falacia de la química cerebral E-Book

PABLO CASTAÑÓN

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"Una falacia es un razonamiento engañoso pero que suena lógico y parece verdadero, cuando en realidad es defectuoso. Al presentar una falacia de manera persuasiva, se puede generar un argumento seductor que, aunque incorrecto, se instala en la mente de las personas como si fuera una verdad. En los últimos años, la complejidad del cerebro fue reducida a frases como "la serotonina es la hormona de la felicidad" o "hay que hacer ayunos de dopamina para liberar el estrés". Pero, aunque suene tentador, nuestro cerebro es mucho más que una máquina simple donde una molécula produce un efecto mágico. El cerebro es una red inmensamente intrincada, donde cada neurotransmisor tiene múltiples roles, y sus efectos dependen del contexto, de los receptores a los que se une y de las interacciones con otros sistemas. La idea de que podemos sentir más felicidad, amor o placer simplemente ajustando niveles de una molécula es reduccionista y poco científica. En La falacia de la química cerebral. Por qué no necesitás más serotonina para ser feliz, el doctor Pablo Castañón nos ofrece una mirada actualizada y humana para enfrentar el estrés y la ansiedad diarios, siendo responsables, pero no víctimas ni culpables de nuestro bienestar."

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Seitenzahl: 159

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Una falacia es un razonamiento engañoso pero que suena lógico y parece verdadero, cuando en realidad es defectuoso. Al presentar una falacia de manera persuasiva, se puede generar un argumento seductor que, aunque incorrecto, se instala en la mente de las personas como si fuera una verdad.

En los últimos años, la complejidad del cerebro fue reducida a frases como "la serotonina es la hormona de la felicidad" o "hay que hacer ayunos de dopamina para liberar el estrés". Pero, aunque suene tentador, nuestro cerebro es mucho más que una máquina simple donde una molécula produce un efecto mágico.

El cerebro es una red inmensamente intrincada, donde cada neurotransmisor tiene múltiples roles, y sus efectos dependen del contexto, de los receptores a los que se une y de las interacciones con otros sistemas.

La idea de que podemos sentir más felicidad, amor o placer simplemente ajustando niveles de una molécula es reduccionista y poco científica. En La falacia de la química cerebral. Por qué no necesitás más serotonina para ser feliz, el doctor Pablo Castañón nos ofrece una mirada actualizada y humana para enfrentar el estrés y la ansiedad diarios, siendo responsables, pero no víctimas ni culpables de nuestro bienestar.

Pablo Castañón es médico graduado en la UNLP, especialista en Psiquiatría, con formación en Neuropsiquiatría. Realizó la residencia en el Hospital de Melchor Romero y posee una amplia experiencia clínica, habiendo dedicado una importante cantidad de tiempo a la atención de pacientes en consultorio.

Actualmente reside en Mar del Plata, donde se dedica a investigar, difundir información médica y liderar un proyecto relacionado con residencias para adultos mayores.

“Cuando se es muy joven y se sabe un poco, las montañas son montañas, el agua es agua y los árboles son árboles. Cuando se ha estudiado y se es leído, las montañas ya no son montañas, el agua ya no es agua y los árboles ya no son árboles. Cuando se es sabio, nuevamente las montañas son montañas, el agua es agua y los árboles son árboles”.

 

Antiguo refrán del budismo zen

PRÓLOGO

La psiquiatría fue, históricamente, un campo en constante debate. En las últimas décadas, su discurso se ha visto cada vez más influenciado por la biología molecular, con un énfasis particular en los neurotransmisores. “Te falta serotonina”, “tenés que equilibrar tu dopamina”, “te falta oxitocina” son frases que han calado hondo en el imaginario colectivo, convirtiéndose en explicaciones rápidas para problemas complejos. Soluciones inmediatas, diagnósticos simplificados y una visión mecanicista de la mente que rara vez hace justicia a la complejidad del ser humano. Pero ¿qué pasa cuando miramos más de cerca estas afirmaciones?

Mi estimado amigo Pablo Castañón, quien me ha honrado con el pedido de escribir este prólogo, se aventura a desarmar estos mitos con el rigor de un especialista y la claridad de un gran divulgador. En este contexto, su libro se presenta como un faro en medio de la confusión, un llamado a recuperar la rigurosidad científica sin perder de vista la experiencia clínica y, sobre todo, la humanidad. Con un estilo preciso y accesible, Pablo nos guía a través de los fundamentos reales de la psiquiatría y nos ayuda a distinguir la evidencia de la simplificación excesiva.

Este libro no solo desmenuza el papel de los neurotransmisores en la salud mental, sino que también nos invita a repensar cómo abordamos el bienestar emocional. Nos recuerda que los hábitos, el entorno y la historia personal son piezas fundamentales del rompecabezas, y que la medicina no puede reducirse a una fórmula química.

La falacia de la química cerebral no es solo un libro, es un desafío al statu quo de la psiquiatría moderna. Una invitación a entender el cerebro con mayor profundidad, lejos de las falsas promesas y más cerca de la realidad. Pero, sobre todo, es una oportunidad para recuperar el control sobre nuestra salud mental desde un enfoque integral, basado en la evidencia y en el conocimiento crítico.

 

Fabio Nachman

Jefe del Servicio de Gastroenterología del Hospital Universitario Fundación Favaloro, expresidente de la Sociedad Argentina de Gastroenterología y director de la carrera de Gastroenterología de la Universidad Favaloro

ANTES DE EMPEZAR

Nací en Mar del Plata y me crie en el barrio Caisamar. A los tres años me gustaba jugar con cajitas de medicamentos, las que me traía mi tía Claudia, que trabajaba en una farmacia, y también las que me regalaba mi abuela, que tomaba distintos medicamentos debido a sus afecciones de salud. Mis viejos me despejaron un armario y ahí armé una estantería con las cajitas. A ese lugar lo denominé Farmacia Castañón. Al principio, cuando venía alguna visita a casa, me “compraba” algún remedio a cambio de australes, billetes de los que desconocía su valor. Así descubrí que, en realidad, poco me importaban esos papelitos de colores; para mí, lo más valioso eran esas cajitas de remedios.

Mi primer acercamiento a la lectura fue a través de los prospectos. Los leía sin entender absolutamente nada, pero lograba memorizar ciertos pasajes, solo por jugar al farmacéutico. Recuerdo una vez que luego de que el pediatra me indicara salbutamol, porque me había escuchado sibilancias, repetí como un loro: “Es un agonista de los receptores beta dos adrenérgicos del músculo liso bronquial”. Cuando el médico me escuchó, se quedó petrificado; nunca se hubiera imaginado que mi abuela era asmática y para mí los prospectos de salbutamol eran como figuritas. En esa época, además, los niños no teníamos tanto con lo que jugar, y había que ponerle imaginación al entretenimiento.

Más tarde, a los ocho años, fui testigo del deterioro mental de tía Yoli. Ella vivía enfrente de la casa de mis abuelos, en la calle Río Negro. Un día quiso encender la hornalla con una cuchara. Eso me dejó helado. Mi mamá me explicó que su cerebro estaba fallando y así conocí la palabra “senil”. Poco después fue trasladada a un geriátrico, que quedaba cerca de mi casa. Mientras mis amigos estaban andando en bici o vaya a saber haciendo qué, yo iba al geriátrico, donde nadie me conocía. Que quede claro que no era necesariamente un niño bueno, con un alma pura, destinado a ayudar al prójimo y a ofrecer compañía al sufriente. En realidad, me fascinaba observar esos cuerpos vivos portando un cerebro en declive, ver sus conductas extrañas. Tía Yoli me abrió la posibilidad a tomar contacto con ese mundo que de otra manera no hubiera sido posible.

Otro hecho de la infancia que me marcó, sucedió en el colegio San Roque de Mar del Plata, cuando la profesora de Ciencias Naturales nos dijo que todo lo que copiáramos del pizarrón lo íbamos a verificar en experimentos. Eso que parece una pavada, me voló la cabeza. Dudar de lo establecido y buscar corroborar en lugar de creer por sugestión o aceptar por obediencia automática. Lindo concepto para encarar la adolescencia.

Mi primer contacto con un hospital (no como paciente) fue durante la secundaria. Con mi amigo Roberto ya sabíamos que íbamos a estudiar Medicina, y en el Hospital Regional nos permitieron presenciar las cirugías de guardia de los días viernes.

Me fascinaba, al mismo tiempo que me daba impresión, cómo funcionaban los fármacos que permitían que a una persona le arreglasen una fractura expuesta o le abrieran el abdomen sin que sintiera dolor alguno. “Actúan en el cerebro”, me explicaba el anestesiólogo. En ese entonces, mi foco no estaba puesto en el campo quirúrgico, en el procedimiento donde las luces del quirófano apuntaban, sino en el cerebro del paciente, que se desconectaba químicamente y cedía ciertas funciones al anestesiólogo.

Esas vivencias fueron lo que me faltaba para ratificar mi preferencia por el estudio del sistema nervioso. Por eso, la primera especialidad que quise estudiar fue anestesiología.

En 2001 migramos hacia la Universidad Nacional de La Plata; fue una etapa sublime en todo sentido. Aprender medicina queda como un dato más en medio de toda la experiencia.

Del paso por la facultad de Medicina y la formación tengo para resaltar puntos fuertes y puntos débiles. Creo que el recorrido es apasionante, que se puede aprender si a los estudiantes les gusta o les interesa, a pesar de que las instancias de evaluación, en ese momento, estaban totalmente teñidas por la idiosincrasia del docente. Si tu profesor llegaba tarde, faltaba o tenía un mal día, eso podía derribar meses de estudio en un minuto. Nos acostumbramos al capricho de cada uno: a fulano “le gusta que le digan que esto es así” y a mengano “le gusta que esto se lo digan asá”, de lo contrario te desaprueban; “si te toca fulana no te pregunta nada y te pone un 10 y si te toca mengana te pregunta cuántos pelos tenía en la espalda el hijo de Darwin y te pone un 2”.

A decir verdad, no creo que se necesite “curtirse en la universidad pública” para ser mejor o peor médico. El condimento de dolor e insensibilidad en el proceso de aprendizaje es negativo, son malas las prendas, los castigos, la rudeza y la crueldad que rodean a esas costumbres que existen en la medicina y que nos desvían de lo que todos queremos aprender: ¿hay interacción entre la ciprofloxacina y el enalapril? ¿Sí o no? ¿Es varicela o le picó una araña?

Me recibí de médico y a los 25 años ingresé a la Residencia de Psiquiatría en el Hospital Melchor Romero, donde completé la especialidad durante cuatro años. Aprendí mucho, esos años fueron como atravesar un portal a otra dimensión, a un mundo bizarro, extravagante, fantástico, violento y crudo pero hermoso. Muchos de los pacientes que pasaron por allí se beneficiaron de la intervención médica, psicológica y/o del gran esfuerzo del equipo de trabajo social, a pesar de la desidia del Estado. Jeringazos, clases entre residentes, fracasos, fugas, nudos, golpes, noches sin dormir, sangre, más jeringazos, altas y aprendizaje.

Me quedó el sinsabor del desacople entre las palabras y las moléculas, pero eso lo solucionaría después. Mi siguiente sacudida intelectual la despertó la lectura de los trabajos de Eric Kandel, donde lo que parecía abstracto e inmaterial finalmente, y gracias al trabajo de este científico, tendría plausibilidad biológica.

Eric Kandel es un neurocientífico que investigó cómo funciona la memoria en el cerebro. Descubrió que nuestras memorias se guardan en las conexiones entre las neuronas, que se llaman sinapsis, y que se pueden reforzar o debilitar según la experiencia que vivimos. En una de sus investigaciones más famosas, estudió cómo se forma la memoria a largo plazo. Lo hizo en un caracol marino al que llamó Aplysia. Descubrió que para que una memoria quede grabada en el cerebro, se activan ciertos genes y se producen proteínas nuevas que fortalecen las conexiones entre las neuronas. Además, Kandel y su equipo también analizaron el papel de la serotonina en la memoria y dieron cuenta de que puede influir en la fuerza de las conexiones entre neuronas y en la consolidación de experiencias importantes. A Kandel no le gustan los eslabones perdidos, por eso siempre buscó poder explicar la totalidad de los procesos. Sus hallazgos y sus métodos para las neurociencias son invalorables y abrieron la puerta a posibles tratamientos para trastornos de la memoria y otras enfermedades neurológicas.

Durante el período en el que tuve la suerte de formar parte del Instituto de Neurociencias Alexander Luria, me fui empapando de aprendizajes que sellaron mi rumbo. Cada vez que me cruzaba al doctor Sarasola, el director del lugar, en alguna parte de la conversación me recordaba que “un montón de anécdotas no constituyen evidencia”. Asimismo, la doctora Zulema Salazar, neuróloga, que tenía su consultorio junto al mío, siempre respondía a mis consultas diarias sobre algún paciente o cuando le llevaba una resonancia cargado de dudas; sus respuestas eran clases magistrales, con ejemplos, con datos, con muchas ganas de que pudiera entenderla. Me veía con el martillo de reflejos y se reía, con una mezcla de ternura con incógnita, pero volvía a explicarme algo y renovaba su esperanza por psiquiatras más médicos que esotéricos.

Los médicos, cuando nos recibimos, no estamos preparados para hablarle a alguien que está angustiado, mucho menos para saber escuchar. En la residencia compartíamos las entrevistas a los pacientes con las residentes de psicología. Ellas (la mayoría mujeres) sabían, por ejemplo, si el paciente estaba psicótico, si estaba orientado o si tenía o no riesgo de suicidio sin siquiera haber preguntado nada de eso de forma directa. ¿Cómo lo sabían? La respuesta es sencilla: esos profesionales están formados para escuchar y para interpretar. Al observar esas entrevistas, me daba cuenta de que para mí había un universo inexplorado por delante. Por eso, recuerdo como un logro muy importante haber podido diagnosticar una psicosis a través de “una charla”, sin necesitar el interrogatorio dirigido. Algo que pude alcanzar tras haber compartido cientos de entrevistas con las residentes de psicología.

Inmediatamente después de obtener el título de especialista, comenzamos a construir una relación de amor con María y en 2017 nos casamos. Como ella es psicoanalista, el diálogo interdisciplinario siempre fue cotidiano. De hecho, mis publicaciones en redes sociales, al igual que este libro, están sometidas a su crítica. Obviamente que discutimos, yo la acuso de oscurantista y de “obedecer” a Lacan, ya que el reconocido psiquiatra y psicoanalista francés no presenta citas bibliográficas de sus decires, a los que llama, soberbiamente, “seminarios”. Ella me tilda de “comprar” el discurso del capitalismo y de la cosificación del sujeto que proponen las neurociencias. En fin, el que esté libre de disparidades en su casa que arroje la primera piedra.

Con mi amigo Roberto nos encontramos en quirófanos en tres instancias diferentes. Como estudiantes en la secundaria, como médicos durante la carrera y en el momento que yo fui padre y él anestesiólogo y padrino a la vez.

Actualmente vivo en Mar del Plata junto con mi familia, donde llevamos adelante Casa Mares, un proyecto dedicado al cuidado del adulto mayor desde una perspectiva humanista, individualizada y en espacios agradables. Este proyecto es lo que reclama mi atención y mi corazón en estos momentos, donde trato de materializar lo que en algún pasado fueron ideas y fantasías.

A lo largo de este camino, fui dedicando cada vez más tiempo a la divulgación, ya que considero que la construcción de nuevos cimientos para la salud mental es un gran primer paso para transformar nuestra realidad.

INTRODUCCIÓN

“¿Qué hacen los psiquiatras?” es una pregunta que he escuchado una y otra vez a lo largo de los años.

Los psiquiatras somos médicos y hacemos lo que hace cualquier médico: evaluar de qué se trata el problema que presenta el paciente, descartar la presencia de otros problemas de salud que puedan estar interactuando, brindar un tratamiento y esperar una evolución favorable. Además, pensamos en las posibles alteraciones del funcionamiento del cerebro, y nos dividimos tareas con otra área llamada neurología.

Esto sucede en el plano teórico, porque lo cierto es que ponemos el oído ante el dolor del otro, acompañamos su camino y somos testigos de sus acciones y pensamientos. Poner el cuerpo entero, de frente, mientras prestamos atención a alguien que está angustiado es nuestra gran función. Todo lo demás escolta ese acto.

¿Cómo sé si tengo que ir al psicólogo o al psiquiatra? Lo más lógico es que ante la necesidad de consultar se arranque con terapia. En el caso de que el psicólogo lo considere, de acuerdo a su evaluación del paciente, puede derivar a la consulta con el psiquiatra. Pero si quisieras consultar a un psiquiatra antes que a un psicólogo, tenés que saber algo: no salís medicado solo por acudir a la consulta de un psiquiatra. Si te duele la panza, consultás con un gastro, pero si, en cambio, consultás a un cirujano, no te va a operar si no es necesario, ¿no?

Medicar no es un acto reflejo. Por el contrario, muchos pacientes llegan a la consulta y se van con la tarjetita de un psicólogo en la mano y sin medicación. Lo que sucede con mucha frecuencia es que la consulta con el psiquiatra solo se da para retirar psicofármacos. ¿Por qué? Porque a otros especialistas les gusta indicar ansiolíticos. Es común que los pacientes acumulen ansiolíticos durante años y llegue un momento en que la situación se desmadra. Pero a pesar de estar atravesando una etapa difícil, les da miedo ir al psiquiatra. Cuando finalmente llegan a una consulta psiquiátrica, lo que hacemos es tratar de emprolijar el estado en el que se encuentran, y muchas pero muchas veces lo hacemos sacando psicofármacos no indicados por la persona mejor capacitada para hacerlo, que es el psiquiatra.

¿Quién puede consultar con un psiquiatra? Cualquier persona que tenga una pregunta. No hace falta estar insatisfecho con una terapia psicológica, ver extraterrestres o inyectarse drogas debajo de un puente.

El 85 % de las consultas que recibo son por ansiedad, insomnio y angustia. Cuando el paciente consulta antes de haber tenido consecuencias importantes por aguantar estas situaciones, los tratamientos suelen ser breves y exitosos.

El problema no es el tratamiento, el problema es tener el problema de salud. El tratamiento es la posible solución al problema. Pero, en salud mental, el saber colectivo tiende a razonar de manera contrafáctica: hay un síntoma, pero no se consulta por temor a recibir el tratamiento para ese síntoma.

Espero que la lectura de este libro te brinde la información necesaria para que sepas que los tratamientos médicos de todas las especialidades tienen efectos buscados y efectos no buscados, y que su uso se administra entendiendo que los beneficios superarán a los problemas.

Qué vas a encontrar en este libro

Muchas veces, las emociones humanas, con toda su complejidad, se intentan definir con neurotransmisores: serotonina, dopamina, oxitocina. Tanto ha sucedido esto que se convirtieron casi en eslóganes que ofrecen explicaciones aparentemente sencillas para fenómenos tan antiguos y complejos como la alegría, la tristeza o el amor. “Falta serotonina”, se escucha, como si la razón detrás de la depresión o de la incapacidad de ser felices se tratara simplemente de un déficit en uno de estos neurotransmisores. Pero ¿qué es lo que realmente pasa en nuestros cerebros? ¿Son estos nombres la clave de nuestros estados emocionales o, por el contrario, son etiquetas que nos distraen de la verdadera complejidad de la mente humana?

Mi objetivo no es desvalorizar el avance científico que se logró hasta ahora, sino, muy por el contrario, revelar lo incompletos conceptualmente que son los relatos, sobre todo cuando se presentan como absolutos. La falacia de la química cerebral es un ejemplo de cómo en nuestro afán por encontrar respuestas rápidas, lo que terminamos haciendo es simplificar el cerebro humano a un puñado de moléculas, creando una falsa sensación de comprensión.