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Lola Nieto alquiló una casa en Kioto. Estudió el idioma, escuchó el canto de los pájaros en el jardín abandonado del vecino y oyó el escupitajo de un anciano que cada mañana pasaba junto a su puerta. Allí, tras paredes correderas de papel y sobre los suelos de tatami, habitaba un espacio situado entre dos reinos sonoros. Se movía entre el español y el japonés al igual que las itako —las chamanas ciegas que viven en el antiguo volcán de Osorezan— van y vienen del más allá para hacer hablar a los muertos. La isla desnuda nos embarca en una travesía de ida y vuelta: nos adentra en los kanjis; los santuarios del shintō y sus rituales; los daimones, las chamanas y los kami; las atrocidades que recorren la historia de Japón así como su teatro, su cine y su literatura. Y nos devuelve a una lengua materna, contaminada y extrañada, en la que de los sonidos de las palabras brotan racimos de significados impensables. En estas páginas, la escritora contorsiona el lenguaje y deshace su historia hasta invocar el origen de cada término. El resultado es un encantamiento en el que resuena el dolor por la enfermedad del padre, la ternura y el silencio. La palabra de la autora cae en la página como una piedra en un río. La reflexión, el diario y el poema se congregan aquí como las ondas concéntricas que se dibujan sobre la superficie del agua. La precisión, la plasticidad y la imaginación auditiva que Lola Nieto combina en esta obra delicadamente monstruosa la sitúan como una de las ensayistas más sugerentes de nuestra lengua. Luna Miguel: «Una escritura alucinada y extremadamente tierna. Lola Nieto no se parece a nada ni a nadie salvo a ella misma: qué voz loca, lírica, primaveral, niponísima, ¡e inteligente hasta el desmayo». Patricia Almarcegui, autora de Cuadernos perdidos de Japón: «Lola Nieto conoce bien Japón y lo lleva en este libro al lugar del acontecimiento poético. Asistimos a la geografía emocional del país y a la aplicación por fin de otros sentidos. La autora no solo mira, sino que escucha. Los sentidos se activan y surge otro regalo; la reflexión poética del lenguaje gracias a Japón». Raúl Quinto: «Es un viaje a tientas, donde se avanza con las yemas de los dedos del corazón, hacia el interior de las palabras, hacia el interior de la propia conciencia del dolor y la estupefacción hacia el mundo. Aquí se aprende mucho, es un festival de historias, mitos, datos, anécdotas, pero también se aprende a no aprender, a no querer atrapar el mundo porque el mundo es justo lo que no se puede atrapar. Aquí hay poesía y horror, este es un libro sobre la ternura y el aprendizaje del duelo. Este es un libro sobre los espejos extraños y sobre un monstruo llamado Japón. Hay que leer La isla desnuda porque rara vez alguien nos propone un viaje al límite de tantas cosas como Lola Nieto». Juan F. Rivero: «Un ensayo (y poema, al menos a mi modo de ver) tan delicado como firme, valiente, poderoso, crudo. Bellísimo en completitud. Id a leerlo cuanto antes. Tanto si os interesa el tema japonés como si no.»
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Seitenzahl: 246
Veröffentlichungsjahr: 2024
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igual que intentar detener la fluidez de las aguas
o redondear más aún la perfección de una perla
¿es acaso posible convertir todo esto en lenguaje?
todas las formas prestadas son absurdas
la tierra solo gira sobre su propio eje
el cielo indiferente da vueltas en torno a sí
si quieres conocer el auténtico origen
escucha todas las correspondencias
si quieres alcanzar la luz del espíritu
retrocede al vacío del abismo infinito
ve y vuelve durante más de mil años
esto es todo y lo único que puede ser jamás dicho
Si Kongtu, s. x
I
Los pájaros
Perder
Chü Chih, maestro zen chino del siglo ix, al ser interrogado acerca de la naturaleza del Buda, indefectiblemente y sin mediar palabra, levantaba un dedo.
Un anciano. En silencio. El dedo erguido.
Esa era toda respuesta.
Un día Chü Chih supo que su discípulo había tomado por costumbre imitar su conducta. Cuando en ausencia del maestro al novicio se le planteaba una cuestión sobre el zen, callaba y alzaba un dedo, emulando al monje. Chü Chih le hizo llamar. «He sabido que has comprendido la esencia del budismo», le dijo. «¿Es así?». El muchacho asintió. «Y bien, ¿qué es el Buda?».Ante tal pregunta, el discípulo levantó el dedo. En ese momento, Chü Chih sacó el cuchillo que guardaba bajo sus hábitos y cortó la extremidad de un solo tajo. Mientras el otro huía despavorido y chillando de dolor, el maestro insistió: «¿Qué es el Buda?». En un acto reflejo, el muchacho levantó la mano ensangrentada con la intención de mostrar el dedo. Pero no había dedo. Se dice que de inmediato el discípulo alcanzó la iluminación.
*
El maestro no pretendía castigar a su discípulo.
Solo se alcanza cierta sabiduría si perdemos algo a lo que nos sentimos apegados.
*
En los últimos años de su vida, mi tío abuelo aseguraba que unos pájaros anidaban dentro de su oído. Se quedaba quieto, los ojos exageradamente abiertos, extraviados, escuchando ese curioso piar que solo él era capaz de percibir.
*
Antes de eso, mi tío me enseñó a leer mi nombre sobre una tumba. Íbamos al cementerio y, mientras mi padre limpiaba el nicho familiar, él me cogía del hombro y me conducía hasta la lápida. Era una sepultura sencilla, de mármol. Encima tan solo unas letras plateadas, sin fechas ni mementos. «Lee», me ordenaba. «L-O-L-I-T-A». Así es como siempre me han llamado en casa. «Es tu tumba», me decía. Y sonreía.
*
Apreciaba esos momentos con él. Solos frente a los restos de alguien de quien nunca sabríamos nada, salvo una palabra. Los dos susurrábamos mi nombre, como si yo estuviera viva y muerta a la vez, como si morir consistiera en permanecer de pie junto a la persona que más nos quiere leyendo la palabra que nos instauró en el mundo, paladeando la extrañeza de ese sonido, la distancia que se abre en su absoluta inconsistencia. Un plácido abismo. Aprendí a leer para aprender a leer lo que se muere. Ahora sé que me cogía del hombro y me conducía hasta allí para que entendiera que algún día perdería algo a lo que me sentía apegada.
El silbo muerto
Cuando mi tío empezó a escuchar pájaros, sus huesos se deterioraron. Se caía. A duras penas conseguía arrastrarlo por el suelo hasta su cama. Lo tumbaba allí. Le quitaba los zapatos, los pantalones, la camisa, el reloj, las gafas. Le ponía el pijama, lo tapaba con mantas. «¿Escuchas a los pajaritos?». Cuando me preguntaba eso, por no enojarle, por pura fatiga, acercaba mi oído a su oído. «No, no oigo nada, tío, no hay nada». Él me miraba contrariado. «Escucha bien, están cantando ahora mismo». Y abría los ojos desmesuradamente, como si además de oír la melodía también viera las plumas en algún lugar remoto de su delirio.
*
Lo juro, lo oí. Él estaba acostado en la cama en la que yo había dormido tantas noches, cuando de niña me quedaba en casa de mi abuela los días que mis padres no podían hacerse cargo de mí. Encima de la mesilla, había un plato con la piel de una manzana. Al lado, un vaso de agua. Apagué la luz. Fue entonces. Escuché un silbo menguante. Después, el aleteo amoroso que brotaba del pozo oscuro de su oído.
*
Temí acabar así. No que los pájaros anidaran dentro de mi oído. Sino que me encerraran por loca, como habían hecho con mi tío.
*
Callé. Murió sin que se lo hubiese dicho.
*
La primera tarde que pasé en Tokio pensé que solo yo podía oír la melodía. Me sobrecogí. Me detuve en medio de un cruce entre los rascacielos y las librerías del barrio de Jinbōchō. Miré instintivamente al cielo. No vi pájaros. Cantaban en otro lugar. Entendí que había llegado el momento. Había viajado hasta tan lejos para encontrar el sonido que vivía en el oído de mi tío. Para estar con él a través de esa música que por fin me visitaba tantos años después.
*
Pero me equivocaba.
Lo que oía era la canción infantil que en todas las ciudades de Japón suena a las cinco de la tarde y advierte a los niños que pronto va a oscurecer y deben regresar a sus casas. Señala el final del día. La luz se acaba. Guareceos.
Esa nana, melancólica y antigua, que tantas veces escuché a partir de entonces, sirve además para que los municipios del país se cercioren a diario del buen funcionamiento de la red de altavoces de que disponen, pues, en caso de desastre natural, con ellos alertarían a los residentes de la necesidad de huir a los refugios.
*
No eran los pájaros que anidaban dentro de su oído, sino la constatación de que había perdido ese sonido para siempre, que ya nunca recobraría la posibilidad de confesarle a mi tío que un día escuché nítido y hermoso el silbo que cantaba en su interior.
Dioses sordos
Izanagi e Izanami fueron las deidades celestiales que crearon las islas de Japón. Removieron las aguas con una alabarda hasta que una gota quedó prendida de la punta, se hizo cada vez más densa y se convirtió en un pedazo de tierra. Sobre esa isla anclaron un pilar y levantaron un palacio. En torno a la columna sagrada giraron, cada cónyuge en sentido contrario, hasta encontrarse. Izanami, la diosa, saludó en primer lugar, lo que se interpretó como un atrevimiento y un mal augurio. El hombre debía anteponerse. En consecuencia, el primer hijo nació deforme y tullido, sin brazos ni piernas, deshuesado, sordo. Un monstruo. Lo llamaron Hiruko, que significa «niño sanguijuela».
Avergonzados por la aberrante criatura, los dioses lanzaron a su primogénito al mar para que muriese, con la intención de empezar una nueva saga. Sin embargo, escurridizo y lisiado, Hiruko atravesó las aguas como un pez hasta llegar a Hokkaidō, donde fue rescatado por un hombre de la etnia ainu. Este lo llevó a su choza y le dio cuanto tenía: alimento, cuidado, abrigo por las noches. También le concedió un nombre: Ebisu, que se escribe con los kanjis de «sabiduría» y «longevidad». Rápidamente al niño le crecieron las piernas y los brazos y fue capaz de caminar. Aprendió el arte de la pesca y se convirtió en un dios de la fortuna, amable y respetuoso, dichoso y sereno. De su nefasto origen solo mantuvo la sordera.
*
El décimo día del décimo mes lunar (a mediados de noviembre aproximadamente) los ocho millones de dioses que viven en Japón se reúnen en el santuario de Izumo, el más antiguo del país. Todas las ciudades, pueblos y aldeas ven marchar a sus kami en una peregrinación que les lleva a la playa de Inasa. Para que no se pierdan en el laberinto blanco del cielo (Izumo significa «la aparición de las nubes»), se encienden hogueras. Son señales. Desde la orilla se les conduce por las calles a través de un camino velado por sábanas, puesto que nadie puede ver el desfile sagrado. Una vez en el santuario y durante un mes, los kami deciden el porvenir de todos los seres que habitan el archipiélago. Qué fortunas, desvelos, alegrías, qué vidas y muertes, qué rechazos y caricias acontecerán a lo largo del siguiente año. Por eso, en Izumo a este mes se le llama kamiarizuki: el mes de los dioses. El resto del país, que queda huérfano, habla de kannazuki: el mes sin deidades.
*
Solo un dios no acude a Izumo. Es Ebisu. Y es que no escucha el llamado, no puede, y por tanto vaga por los campos, inocente y despreocupado, ajeno al cónclave divino, sordo, indiferente al poder; toca con las manos insectos y plantas, peces y troncos; obra pequeños instantes de gozo cuando nadie lo ve.
*
Ebisu fue abandonado por sus padres. Un pescador ainu —tal nombre recibe la civilización del norte del país que fue destruida, colonizada y asimilada por el dominio nipón— lo salvó. Un réprobo cuidado por otro réprobo. Como si la ternura solo fuera posible entre aquellos que no son dignos de ser escuchados. ¿Quiénes son los sordos?
*
Sanguijuela para los de su sangre. Sabio para quienes lo hallaron perdido, abatido, solo.
¿Algo se oye si no es desde la compasión?
*
Ebisu no surcó las aguas del mar hasta llegar a Hokkaidō. Flotó en el aceite ingrato al que sus padres lo lanzaron como un desperdicio, la aberración, el excremento.
Ebisu se tragó el cielo pringoso de su sufrimiento y decidió que ese dolor sería una suave asistencia para otros. Así, el niño sordo, el engendro, el pez sin padres, brinda bondad y fortuna a los que se cruzan en su camino. En absoluto le importa si lo merecen o no. A Ebisu eso no le incumbe. Es el dios de la suerte. El portador de la fiera ternura.
*
Enfermo y viejo, mi tío se moría despacio.
En los últimos años, era incapaz de sostenerse en pie. «Tengo agujeros en los huesos», decía. «Los pájaros picotean y cogen trocitos, hacen con ellos sus nidos dentro de mí».
*
Los nidos del oído. Los huesos del mar.
*
mi tío deshuesado un pez sordo colmado de pájaros
*
Empezó a repetir una expresión. Con el tiempo, fuera cual fuera la pregunta, daba igual el requerimiento, solo decía eso. Dejó de hablar. Lo único que su lengua pronunciaba era una fórmula o un ruego, un extravío, no sé.
Si es que no.
Una negación y una condición. Por mucho que le pregunté qué no debía ocurrir, qué temía, qué requisito o circunstancia aguardaba, por mucho que intenté que esclareciese el sentido de ese enunciado, solo obtuve la insistencia, el ritornelo, la tautología.
Si es que no.
Cuando la infancia retuvo el amor
Hay un sonido tan sutil que nada vive entre este sonido y el silencio.
*
El budismo zen distingue dos niveles de realidad. El primer nivel, denominado «verdad primaria», corresponde con el sánscrito paramārtha-satya, y es una realidad que solo se revela mediante la experiencia de la iluminación. El otro nivel es la «verdad mundana», el saṃvrṭti-satya, una visión que surge ante los ojos ordinarios.
Cuando el habla se profiere en la realidad secundaria o mundana, las palabras se inscriben en un intercambio normal que podemos entender como discurso. Cuando las palabras, sin embargo, se pronuncian desde la dimensión primaria de la realidad, el habla cae en una situación de extrema excepcionalidad.
*
Hoichi es un joven novicio ciego. Una noche, estando al cuidado del templo, se presenta el criado de un importante samurái que requiere sus servicios como recitador. Le ruega que cante la historia de una batalla para la familia de su señor. Hoichi es conducido a la casa y tañe su biwa.
Noche tras noche, la súplica se repite. Hoichi es llevado del hombro hasta un palacio en ruinas donde toca su instrumento y entona los acontecimientos del combate ante una impávida audiencia. El novicio no puede ver nada, pero a su alrededor escuchan los fantasmas del clan Taira, la dinastía que perdió la contienda naval de Dan no Ura, en el estrecho de Shimonoseki.
Hoichi da voz a su historia. Les cuenta un cuento: su aniquilación. Les devuelve a la vida justo en el momento en el que se les arrebatará de nuevo. Ese plácido abismo. Lee sus nombres frente al sepulcro, mientras los espíritus escuchan la funesta melodía. Hoichi es el hilo de sonido al que se sienten apegados.
*
¿En qué realidad sucede la canción? ¿Qué espacio se abre en el mundo cuando brota un sonido tan sutil que nada vive entre este sonido y el silencio?
¿Dónde anidan los pájaros?
*
Cuando el habla se produce en la realidad como verdad primaria, no hay diferencia entre el hablante y el oyente. El budismo entiende entonces que el acto de hablar es un acto de no-hablar.
*
La realidad primaria brilla en una burbuja que contiene espacio y contiene tiempo. Esa esfera es la de un discurso que no da cuenta de la existencia como acontecimiento fenomenológico. Este tipo de existencia ha perdido por completo su significado. Sin esa existencia no hay alguien que habla y alguien que escucha. Sucede el discurso en un espacio que se abre y está vacío.
*
«Tus grandes dotes musicales te han puesto en peligro», le dice el sacerdote a Hoichi cuando descubre que visita el cementerio y entona cánticos para los muertos. Al obedecer a los espíritus, el novicio se ha entregado a su mundo y poco a poco su cuerpo ingresa en el reino del más allá. Para revertir el hechizo es preciso acometer el mismo gesto, pero al revés. Si la voz de Hoichi ha abierto la puerta a otra realidad, cerrarla consistirá en lograr que Hoichi aprenda a modular la canción sin lengua.
Los monjes escriben sutras en el cuerpo del muchacho. Desnudo, la piel entera cubierta por la tinta sagrada de las escrituras, aguarda. Cuando el espíritu llega en su busca, no le ve. Es ciego al tatuaje del novicio, la letra muda que impregna su carne.
Canta sin lengua un sonido tan sutil que nada vive entre este sonido y el silencio.
*
El acto de no-hablar del budismo consiste, en parte, en no desaprender a hablar mientras se desaprende a hablar.
*
Tal como la infancia (in-fantia, literalmente «no-habla»), el budismo va en busca de un habla que se remonta hasta el origen lingüístico, allí donde la conciencia no había sido invadida por las palabras del grupo.
El budismo consiste en aguardar la irrupción de la vejez para caer por fin en la lengua de la infancia.
*
Cuando el acto de hablar es un acto de no-hablar, una palabra no remite a una fórmula prefijada, establecida, consensuada, inamovible. La palabra no hace ver una masa sólida de significado. Una palabra en un acto de no-habla es un atajo para alcanzar la visión no-articulada de la cosa que designa. La palabra señala la no-existencia de la cosa que la cosa alberga. Esta visión es la que el budismo mahāyāna llama tathatā o mismidad. Ver una cosa en su tathatā supone comprenderla, a través de un enunciado verbal, en su presencia más inmediata.
La palabra no es símbolo. No indica algo más allá. Porque no hay nada más allá. Tampoco aquí hay algo. La realidad se manifiesta momentáneamente, desplegada. Una palabra no pretende decir. Brota en un espacio y un tiempo, asume que no dice nada salvo que se dice a sí misma. Y con ella se levanta el universo entero.
*
Cuando el espíritu va en busca de Hoichi, solo hablan sus orejas. El resto del cuerpo, protegido por el silbo muerto, queda en silencio. Pero las orejas han sido un descuido. Nadie inscribió la canción del Buda en ellas.
El espíritu no tiene opción.
Arranca a Hoichi sus orejas y las lleva hasta la casa del señor para que entonen la historia triste de la guerra.
*
Intentar captar inmediatamente y al instante uno y otro aspecto de la verdad en una situación real y concreta que no se repetirá jamás.
*
Cuando se recupera de la amputación y, pese a que el sumo sacerdote había augurado que los espíritus nunca regresarían a perturbar al novicio, los fantasmas vuelven implorantes, hambrientos del cuento de su noche, ávidos de la alucinación que les concede la única vida posible: sonora.
Hoichi se compadece. Escucha, sordo, la súplica. Canta durante el resto de su vida para consolar la aflicción de los fantasmas.
*
Entrega sus orejas. Un nido para pájaros.
Cortar y cuidar
Incapaz de soportar su pérdida, Antje de Koster, hija de Pieter Rombouts, un afamado lutier de Flandes, cortó un mechón de pelo del cadáver de su amiga Femke y fabricó con él las cuerdas de un violín. Dicen que sonaba como una desagradable voz humana. En los albores del siglo xviii, cuando Antje exhalaba su último aliento, a los veintinueve años, pidió sepultura junto al instrumento y unas tijeras.
Agua
El verbo rumiar proviene de un cruce de sentidos. Rumigare, variante de rumare, es el movimiento del hocico del cachorro cuando mama. Succiona. Presiona con la boca. Está cerrado. Por su parte, ruminare se forma con rumen, los estómagos de las vacas: un trasvase eupéptico. Rumigare y ruminare se confundieron por el sonido y eso hizo que rumiar consistiera en girar la mandíbula colmada de leche o hierba: murmurar. Porque quien susurra es que tiene palabras en la boca. Como pasto o calostro.
Durante la reforma benedictina, rumiar fue leer, ya que los monjes pronunciaban en voz baja, casi inaudibles, deslizantes, las letras de los libros. La ruminatio era una lectura contemplativa, lenta y esforzada para asimilar el alimento espiritual, la littera sagrada. No había oraciones, sino una scriptura continua, sin espacios entre signos, que exigía convertir el texto en un silbo para entender su sentido. Solo mascullando surgía el mensaje. Musitando para sí, la escritura se abría. Quien leía sacaba del estómago palabras y las trituraba otra vez con el hocico. Descodificar era idéntico a contorsionar los labios en el pecho de la madre. O a mascar paja de la era. La confusión sonora multiplicó significados. Rumiar: mamar, murmurar, digerir, dar vueltas, repetir, sopesar, leer, meditar.
Por este motivo, decido recurrir al error por el sonido como método de escritura.
*
El 25 de abril de 1185 el clan Taira fue exterminado en la batalla de Dan no Ura. Ante la inminencia de su derrota, en el estrecho de Shimonoseki, entre las islas de Honshū y Kyūshū, los guerreros se lanzaron al mar para suicidarse. Antoku, de ocho años, era el emperador de Japón. Tokiko, viuda de Kiyomori y dama de la corte, se ciñó a la cintura la espada sagrada y tomó en brazos al niño. «Abuela, ¿adónde vamos?», le preguntó Antoku. Ella lo apretó contra sí y saltaron al mar. El Heike monogatari relata de este modo el cambio de dinastía y de época. El clan Taira yació aniquilado en su totalidad y a partir de ese momento gobernó Yoritomo, jefe de los Minamoto. Terminó el período clásico Heian y nació el feudal de Kamakura, con el traslado de la capital del país a esta ciudad.
Todos en el clan Taira murieron. Excepto ella. Cuando la madre del emperador-niño vio el cuerpo de su hijo alimentando las algas del abismo, introdujo moletas de escribir en las aberturas de su kimono y se arrojó al mar. Su pelo, muy largo y negro —como jade, cuenta la crónica, como un pincel de caligrafía contorsionándose sobre el papel— flotaba sobre las olas. Aunque el peso de las piedras de tinta era firme, la melena de Kenreimonin no cedía y seguía el curso ondulante del agua. Un samurái del clan Minamoto vio el animal oscuro de pelo y lo agarró. Tras el cabello apareció ella. Kenreimonin no murió y fue la última de su estirpe. Su hijo muerto, su madre muerta, su poder muerto, su ciudad muerta, su era muerta. Kenreimonin lo perdió todo en el mar de Shimonoseki y vivió.
El día uno del quinto mes, a los veintinueve años, se rasuró la cabeza y tomó los votos en Kioto. Ese día, la campana del templo vestía un estandarte que ella misma había cosido con las ropas verdes que Antoku llevaba cuando se ahogó. Dicen que el aroma del cuerpo del niño aún impregnaba las telas. Aquel día, el sonido de la campana ¿cuál fue? El olor de la carne de Antonku se mezcló con el tañido. ¿Qué música es esa? ¿En qué realidad sucede la canción? Kenreimonin dotó a una tela de dos funciones: vestido de niño, abrigo de campana. Y eso produjo un cruce de sentidos: dos cosas se unieron por el oído. Su hijo muerto sonaba. Una fragancia era murmuro. Kenreimonin multiplicó el significado y cometió el más hermoso error sonoro.
*
Paronimia significa literalmente «tocar palabras». En griego, παράes «junto a»; ὄυομα, «nombre». Dos nombres se tocan y se confunden. La causa es el sonido. En la paronimia, la asimilación es doble: se enredan dos vocablos —sus significantes— por la sonoridad casi idéntica, y a la vez se fagocitan sus significados: una palabra succiona el sentido de la otra. ¿Qué sucede con la huérfana? Su cuerpo, carcasa inútil, quizá desaparezca con el tiempo. La paronimia es un proceso de abandono de fantasmas a través del sonido. En la música sobreviviente queda un resto olvidado: el silbo muerto.
Propongo un juego inverso. Tomar una palabra, decirla, silbarla y en la repetición de su sonido —darle vueltas en la boca, amamantarla— desplegar otros ruidos por semejanza. Propongo crear fantasmas a través de los fonemas. Tomar una palabra e hilvanar un espectro sónico mediante su repetición desencajada. Rumiar palabras. Regresar una palabra del estómago. Triturarla otra vez. Moverla de la lengua al paladar y al contrario. Ese gesto es una re-volución: re (hacia atrás), volvere (dar vueltas), del latín voluta (figura en espiral). La revolución consiste en regresar a una palabra para resonarla y, en ese acto, deformar su sonido: nunca se repite, se desplaza. No se dice lo mismo, sino casi lo mismo, y el deslizamiento sonoro pronuncia ya otro nombre. De un significante brota un estuario de voces. Quizá una red. Una membrana. Propongo inventar errores en las palabras para que nazcan racimos de espíritus sonoros. Y escribirlos. Leerlos. Entre dientes. Rumiando el ruido. Luego engendrar más. Los otros espíritus vibrantes.
*
El 11 de febrero del año 598, la emperatriz Suiko, que gobernó Japón en soledad durante más de tres décadas, escribió en una carta: No quiero que digas que yo era un ruido en el que tú te ocultabas.
*
En el film Eli eli lema sabachtani, el director Shinji Aoyama muestra un mundo apocalíptico: un contagioso virus provoca el suicidio de quien lo contrae. Los infectados —millones de personas en todo el planeta— sienten un pavoroso temor, una desesperación descomunal, y acaban quitándose la vida. Esta situación de desamparo instiga a dos músicos, que viven en una pequeña casa entre el mar y las dunas, a buscar los sonidos de la curación: la colisión de caracolas, el zarandeo de tuberías, el golpeteo de un hilo de hierro, el rasgado de huesos o incluso el crepitar del fuego de la pira funeraria donde uno de ellos incinera el cuerpo de su compañero. Todo es registrado con el objetivo de enhebrar fragmentos vibrantes y trascender el sonido con otros sonidos. El resultado es cualquier cosa menos una melodía. Una saturación de zumbidos, silbidos y cacofonías es lo que escucha quien se sitúa en el centro del particular concierto. Y eso hace Hana. El abuelo de una joven contagiada pide al protagonista que cure a su nieta antes de que se suicide. El músico venda los ojos de la chica y le pide que camine hasta encontrar el lugar. Ella deambula a ciegas por un prado y se detiene. Empieza el ruido.
*
La película es ambigua. Sonido procede de sonus, que tiene origen en la raíz indoeuropea swen. Por su parte, silbido desciende de sibĭlus. Las variantes vulgares sifilus y sifilare desembocaron en chiflar y chiflado: quien está loco tiene un silbo en el cerebro. ¿La música sana o enloquece? Sibĭlus se asocia a sibh, variante del lexema indoeuropeo swei, que significa «sisear» y es una onomatopeya del sonido que emiten las serpientes. Estos reptiles fueron seres proféticos y oraculares en el mundo clásico, procreadoras de humanos según diferentes culturas tradicionales de Mesoamérica y portadoras de sabiduría en India. Nāgārjuna, monje indio del siglo ii o iii, fundador del budismo madhyamaka, acuna en su nombre el étimo sánscrito nāga, que hace referencia a una saga de entes semidivinos, con cuerpo medio humano y medio cobra, habitantes de un reino subterráneo. Los serafines, los ángeles íntimos de Dios, etimológicamente son los incandescentes, los ígneos, sierpes de picadura ardiente. El hebreo שרפים (śərāfîm) quizá significa eso. Es probable que los ofidios bíblicos estén emparentados con los áspides que guarnecieron las cofias de los faraones; aguardando en posición de ataque, ofrecían su protección. Dios, como los reyes del desierto, aparece descrito en la Biblia entre reptiles voladores de fuego. Serafín: la atención afilada para el mordisco venenoso. ¿La música sana o mata? El sonido es silbido porque swen y swei, pese a ser distintas, se tocan de oído. Es el germen de la paronimia. ¿Sucedió? Sucede ahora. Confundo fonemas y cruzo sentidos: cualquier sonido es silbar y, así, la música es silbo: locura, sabiduría y veneno. ¿El conocimiento sana o mata?
*
Casandra fue abandonada en un santuario y la reina Hécuba, quien la halló, sucumbió a una imagen encantadora: un bebé, retozando en el suelo, indefenso y fofo, rodeado de cientos de serpientes que lamen, meticulosamente, las orejas de la criatura.
Casandra tuvo el don de la profecía. Oía otras cosas.
*
En Eli eli lema sabachtani,todo acontece alrededor de una pregunta: ¿por qué me has abandonado? Es lo que dijo el hijo de Dios rumiando, dando vueltas, sopesando, digiriendo el silencio de su padre, llevando al estómago su origen como alimento vacío antes de morir. El hijo de Dios re-voluciona, da un giro, vuelve atrás, quiere encontrar un silbido: busca otro fonema que desplace el sonido original para descubrir otro sentido: otro sonido. Y halla silencio. Silentium se asocia a sei: caer, tirar; por eso, semilla o semen. Callar genera frutos. Sei y la raíz indoeuropea de sisear, swei, son similares. Empieza otra vez. Confunde. Asimila (literalmente ad-similis, «hacia sí mismo»: algo está en otro y se reconoce). De este modo, cuando el hijo de Dios palpó silencio tocó una onomatopeya: el sonido de los labios que —juntos, cerrados, puntiagudos de serpiente— pronuncian «sssssssss». Silencio es silbo. Los labios del silencio son los de un cachorro amamantando: comer es silenciar. Callar genera frutos. Rumiar es silbar. Leer es silbar. El hijo de Dios leyó una respuesta que le dio muerte (silencio) y le dio cura (silbo). ¿La música sana o mata?
*
Érase un niño cuya madre murió ahogada por una ola que la arrastró. Si oía el murmullo del mar, incluso de muy anciano mientras caminaba torpemente con un bastón, gritaba mamá y corría sonriente hacia el agua.
*
Hana encuentra el lugar, escucha. Pero ¿qué oye en ese barullo de sonidos superpuestos, abigarrados, descontrolados y excesivos? El músico, como si de un chamán se tratara, inicia el rito y emite sonidos sin historia: sin melodía no hay sentimientos. La música melódica construye a través de las notas una historia en la que nos reconocemos y, por eso, nos emocionamos. Pero Hana no se reconoce. Se desconoce en el abismo: una música muerta la alimenta. Hana se entrega a la canción chiflada: no hay lógica en el engarce de los fragmentos sonoros. Y esa locura es su curación. Porque al no identificarse niega su historia y su yo. Vacía el cuenco de deseo. Hana desaparece. La música mata y sana.
*
Propongo escribir palabras. Engarzar palabras sin lógica. Comer el ruido y silbar.
Propongo escribir como juntar los labios al mamar o sisear. Cachorro o serpiente, amor y veneno, entonar un sonido de locura como sanación y muerte.
Propongo que cuando digo «sin lógica» se entienda que siempre acontece otra lógica y que en esta secuencia emerge un hilo imaginado de fonemas a través del cruce y la semejanza. Caracol de sonido es el método. La imaginación acústica, la herramienta.
*
Me propongo escribir un diario sonoro de Japón.
*
Escribir la reverberación de los sonidos que vaciaron mi historia.
*
Escribir como levantar una mano ensangrentada, sin dedo.
Como levantar la garganta ensangrentada, llena de pájaros.
Un corazón en la oscuridad
Solo conozco el camino si lo canto.
Caminar junto a los dioses
En 1971 los trabajadores del servicio postal japonés erigieron un monumento para el descanso de los espíritus de las cartas que no llegan a sus destinatarios. Se estima que cada año en Japón casi dos millones de envíos se extravían. Para que las misivas perdidas reposen en paz, en el cementerio del templo Zenkō-ji, en Nagano, un túmulo las recuerda y las consuela.
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El 8 de febrero, algunos templos y santuarios del país celebran el Funeral de las Agujas. Las agujas que por el uso se han roto, están dobladas o ya no pueden desempeñar su función con la misma solvencia que antes son clavadas en pedazos de tofu. Luego se reza por ellas. Se entiende que estas agujas, extenuadas por haber unido miles de telas a lo largo de su prolífica vida, merecen que se les brinde un descanso blando y esponjoso.
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El shintō carece de fundadores, no tiene doctrinas ni preceptos ni dogmas; tampoco figuras represoras o morales. No es una religión ni un credo. Ningún sacerdote describe el shintō con las mismas palabras ni se aproxima a esa experiencia desde los mismos cauces. Para los japoneses definir qué es el shintō es una tarea ardua, imposible. Sin embargo, el shintō está presente en la vida cotidiana de todas y cada una de las personas que habitan el archipiélago y, aún más, teje su imaginario, un lago común que más allá de las diferencias estrecha vínculos de sentido profundo entre todos los japoneses.
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Hace veintitrés millones de años una frenética actividad volcánica dio lugar a la formación de una fosa marina que se acabó convirtiendo en el mar de Japón. La masa terrestre que se levantó en consecuencia se desgajó del continente hace unos quince millones de años y formó el archipiélago nipón, que cuenta con más de 6800 islas y se sitúa en el centro de cuatro grandes placas tectónicas. Japón es el fruto de un enorme terremoto ancestral y la erupción de incontables volcanes, muchos de los cuales aún siguen activos. Es una tierra cuajada de cordilleras, exuberante e indomable, como si el tiempo solo pudiera cubrir con una leve sábana traslúcida la combustión devastadora que, paradójicamente, la creó. El origen de Japón es un fuego majestuoso y funesto.
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