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Veröffentlichungsjahr: 2024
Adrienne von Speyr
© Saint John Publications , un sello editorial de The Community of St. John, Inc., 2022
Original alemán editado por Hans Urs von Balthasar: Das Licht und die Bilder, 1955 (© Johannes Verlag Einsiedeln)Con licencia eclesiástica para el original alemánTraducción de Ricardo Aldana y Juan M. SaraISBN 978-1-63674-009-6https://doi.org/10.56154/v4Esta publicación se distribuye gratuitamente en balthasarspeyr.org y puede ser compartida libremente sin ánimo de lucroDisponible en papel: visite balthasarspeyr.org para hacer su pedidoEste libro electrónico ha sido generado el 23-07-2024Prefacio
I. La idea en Dios
II. El percibir la intención de Dios
III. La luz
IV. Las sombras
V. La noche
VI. El despertar
VII. El acercamiento
VIII. Las imágenes del mundo
IX. Las imágenes del cielo
X. Las parábolas del Señor
XI. Las imágenes de la Trinidad
Prefacio
I. La idea en Dios
La vida y la visión del Dios infinito abiertas para el hombre. El hombre y el mundo son creados en su ser en vista del Hijo y así han de ser interpretados. Centro del mundo: la Cruz, en la que se hace patente todo el amor de Dios y toda la desobediencia y obediencia del hombre. La contemplación debe ser católica: universal y personal. Su función es crear comunión y comunidad.
II. El percibir la intención de Dios
Pérdida del sentido de Dios y de su voluntad por causa del pecado. El Hijo, como hombre, lo restablece. El Padrenuestro como inserción del creyente en la obediencia a Dios. El amor ejercido como saber acerca de Dios y de su voluntad. Inclusión del que ama en el amor objetivo de la Iglesia y del Hijo.
III. La luz
La gracia de la fe como vida máximamente viva y como lo que abarca todo el movimiento de la vida. La fe como luz en la que permanece todo lo que está iluminado. Luz como regalo y como responsabilidad asumida. Cristo como luz y como iluminado por la fe. La luz como «con», como participación. Integración de toda la vida cotidiana en esa realidad.
IV. Las sombras
El sí sin sombras; todo sí procede de la oración. El pecador es llevado en la oración por las fuerzas del amor de otros, para que él termine con las sombras de sus pecados. Sombras suprimidas, sombras que perduran, sombras que se forman de nuevo. La sombra de la Cruz sobre la oración. Anonimato e imposibilidad de distinguir las sombras buenas de las malas. Discrepancia entre el sentido pleno de la palabra en la oración y nuestra condición de no cumplimiento y de vacío. Las reservas en la com-pasión y su superación en el amor.
V. La noche
Noche de la creación, del pecado, de la Cruz: su compenetración. El Señor reparte su noche: también ella, como sufrida, permanece en Él; está como misterio en toda fe, por eso toca a la fe de todo creyente. Analogía entre noche de la fe y existencia cristiana. La oración del día en vista de la noche. Oración de la noche desde la noche: de la noche del Señor a la noche de la Iglesia y de la fe. Necesidad de escuchar el grito de abandono. Morir a la propia vida en la contemplación de la Cruz, para en adelante vivir para el amor.
VI. El despertar
Introducción eclesial a la contemplación; esta llega hasta el umbral en el que la conducción de Dios adquiere la preponderancia. De qué manera el que guía un alma tiene también un control en la contemplación conducida por Dios. En la noche de la cotidianidad oprimida. Despertar de la noche, quedando marcado por ella. Despertar repetido: al final de la noche y de modo relativo en el interior de un período de la noche.
VII. El acercamiento
Lectura de la Escritura, oración que le sigue; de ambas nace la contemplación. Esta como tentativo de contemplar la Palabra hecha carne: en sí, en su relación con el mundo, en su relación con el Padre; como un hombre contempla a otro hombre admirable. Palabra y sacramento en mutua fecundación. Los consejos del Señor como caminos para entender. Su presencia en la Ley y el mandamiento; en la contemplación se funden en unidad la palabra de Dios como mandamiento y como existencia histórica en la carne. La existencia cristiana desde la contemplación de la Palabra, que nos introduce en su movimiento circular. Palabra humana como imagen y base; el siempre-más de la palabra de Dios. Fuerza de la Palabra en el cielo. Contemplación como responsabilidad ante la Palabra; inserción y distancia. Unidad de ser y acto en el Hijo, unidad de contemplación y acción en el que contempla.
VIII. Las imágenes del mundo
Para nosotros, el mundo se compone de imágenes y estas piden ser interpretadas en vista del Hijo. Unicidad de todas las imágenes del mundo; su dignidad ante Dios. La imagen del mundo de Jesús, su cosmovisión, abierta y accesible al que contempla. Distancia y cercanía a las cosas en la fe. Alegría por el mundo querida por Dios, pero ordenada a Cristo. Belleza de las cosas, arte cristiano. Contenido de eternidad de las imágenes, su parentesco con la Palabra de Dios. Imágenes en el espacio y al margen de la contemplación. Oración y vida cotidiana como imagen y marco siempre intercambiables.
IX. Las imágenes del cielo
El Hijo como imagen del Padre. Carácter concreto del Cielo en la revelación. Las imágenes del Apocalipsis; los mismos ojos del vidente miran el Cielo y la tierra. «Hoy estarás conmigo en el Paraíso»; «Veo el Cielo abierto»: representación supra-imaginativa del Cielo. Traslado de la realidad terrena al Reino de los Cielos. Objetividad como presupuesto de esa transposición: tanto en la encarnación (el Cielo en la tierra), como para la promesa sobre el fin de los tiempos (la tierra en el Cielo). Cuidado de las imágenes del Cielo en la tierra. La contemplación del Cielo sólo es posible en el interior de la concreta Revelación. La contemplación terrena y la celestial se complementan. Cristo, Dios y hombre, como medida de la contemplación de fe.
X. Las parábolas del Señor
El abismo incancelable en la contemplación de los milagros del Señor y de su ser divino-humano. En las parábolas, primero hay una continuidad de lo terreno a lo divino; después, solo el abismo. Son un misterio del todo simple y del todo inagotable. El poder del Hijo para crear imágenes del Reino de los Cielos y llenarlas con la vida eterna.
XI. Las imágenes de la Trinidad
El mundo numerable como revelación del Dios único. Hombre, mujer y niño como imagen. La Sagrada Familia como la imagen más alta. La naturaleza humana de Jesús como aparición de la entera vida trinitaria de Dios. Número y serie de números como parábola. Toda la economía de la salvación como contenida en lo trinitario. El Padrenuestro y las imágenes puestas en él por el Hijo. El hombre como imagen. El Hijo en su plenitud como recapitulación y unidad del mundo, la imagen total.
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Table of Contents
La doctrina sobre la oración, en especial sobre la oración contemplativa, es inagotable. Adrienne von Speyr ya ha publicado una obra amplia y detallada sobre el tema, El mundo de la oración, en la que la autora –en un camino descendente– inicia en el diálogo eterno en Dios mismo, pasa a la oración de Cristo y de María y culmina en la riqueza de los estados y situaciones eclesiales: la oración de los consagrados, de los sacerdotes ministeriales, de los laicos casados que viven en el mundo, la oración en las distintas edades y en las distintas situaciones de la vida.
El pequeño libro que ahora presentamos completa esa exposición de un modo decisivo. Esta vez se trata de los presupuestos teológicos más altos y amplios de la oración contemplativa. La totalidad, como sucede en Tomás de Aquino, está regida por la referencia mutua de «luz» (lumen) e «imagen» (species).
La revelación de Dios es doble. Por una parte, es comunicación de su eterna luz de verdad, de vida, de amor, que para nosotros se hace visible y perceptible en Jesucristo («Yo soy la luz del mundo») y nos es infundida en el corazón como luz del Espíritu Santo («o lux beatissima»), como luz de la fe, de la esperanza y del amor. Así ella es luz exterior y concreta e interior y originaria, es ob-jetiva y sub-jetiva, nos une del modo más íntimo con la realidad de la revelación divina y nos concede participar en ella. Ahora bien, también son modalidades de esta luz de la verdad y del amor de Dios derramada en el mundo las «sombras» y la «noche» de la Cruz, al menos en la medida en que estas son la toma de posesión, penitente y expiativa, de la inutilidad y de la oscuridad del hombre realizada por el Redentor y sitúan en esa ley también al orante creyente contemplativo.
Es propio de Adrienne von Speyr presentar esta ley de la noche simultáneamente en una forma general propia de la experiencia de fe común y en una forma particular propia de la experiencia mística. Lo hace, desde luego, sin equiparar simplemente ambas experiencias, sino destacando la experiencia mística de la noche como el desarrollo consciente, en orantes determinados, de una situación fundamental común a toda existencia cristiana y a toda contemplación cristiana. Y si bien no se niega el aspecto de la «purificación», siempre necesario para los contemplativos, en la doctrina de la noche oscura es más importante y central el aspecto del ser incluido en las leyes de la gracia redentora: ya que el Hijo tuvo que experimentar en la Cruz el amor y la verdad de Dios en la modalidad del abandono y de la oscuridad, por ello al discípulo de Jesús no se le puede ahorrar en la oración algo que indique en la misma dirección.
El segundo principio fundamental es la imagen, que aquí podría traducirse como una concreta y perceptible «concordancia de la verdad» entre cielo y tierra. La revelación es revelación del cielo a la tierra, mediante la creación de expresiones e imágenes del mundo eterno de Dios, no solo dialécticas, revocables y superables en una «teología negativa», sino creadas en una positividad que finalmente es comprensible únicamente por, desde y en el amor. Cristo, Hijo e imagen del Padre, hecho hombre, muerto pero resucitado y ascendido al cielo, regresando al Padre no suprime la expresión que Él mismo es y que ha desplegado en mil palabras, actos, gestos y oraciones. Más bien, Él expande el espacio plástico de imágenes –en el que solo puede desarrollarse una auténtica contemplación– a toda la creación. Pues la creación ya ha sido delineada por el Padre creador en vista del Hijo y ella necesita del Hijo para ser contemplada e interpretada en su sentido definitivo. Y haciéndose hombre, el Hijo se enseñorea, desde arriba, de esos puntos de partida simbólicos que se elevan desde abajo, llenando en su omnipotencia las imágenes de la tierra con contenido eterno. Ciertamente, estos contenidos no están simplemente a disposición del afán de posesión de pecadores y no creyentes. Para ser recibidos es necesaria la fe reverente y la contemplación adorante en la que la imagen terrena se abre a su misterioso contenido eterno.
Sin embargo, estos contenidos no relampaguean simplemente de modo actualista –como sucede en la teología dialéctica–, sino que están presentes en todas las imágenes instituidas por el Hijo, en una cierta permanencia real y responsable: en los sacramentos reposa la verdad de Dios como en signos válidos, más aun, definitivos para este mundo; en el Padrenuestro, en todas las palabras de oración del Hijo y en todas las palabras litúrgicas de la Iglesia está presente la Jerusalén celeste de Dios en la que los cristianos participan por la fe y la oración. Por la presencia del Hijo encarnado, que es la imagen definitiva del Padre, el mundo en su totalidad se ha transformado en una especie de sacramento de la verdad y del amor divinos. El hombre singular, ya a partir de su naturaleza, es una imagen dispuesta para Cristo (y, por Él, para el Dios uno y trino), la cual por tanto (como Pablo expone en 2 Co 3-4) no debe entenderse en sí misma ni contemplarse a sí misma, sino que puede realizarse mirando a Cristo y puede comprenderse e interpretarse únicamente en Cristo. De este modo, el acto de la oración contemplativa se transforma justamente en un acto necesario para la auto-realización del hombre, que el hombre no pone ni ejerce en primer lugar por amor a sí mismo, sino por obediencia a Dios, quien quiere y necesita al hombre como discípulo y seguidor de Cristo. Contemplación es, en lo más hondo, obediencia de amor del hombre que responde a la palabra de Dios.
Las imágenes no existen para ser rechazadas y destruidas en el abismo sin imágenes de Dios. En la Ascensión al cielo, la Imagen terrena de Dios es arrebatada definitivamente hacia el Padre y los discípulos, antes de ser reenviados por el ángel a Jerusalén, están en el Monte de los Olivos felices y anhelantes, plenos y vaciados al mismo tiempo, mirando al que desapareció en Dios. El glorificado ha llevado consigo sus corazones a Dios. Y ellos ya no pueden estar completamente en su patria en la temporalidad: el pedazo de mundo que han amado sobre todas las cosas ahora está junto a Dios. Y así para ellos todo lo terreno se vuelve transparente hacia el cielo. El Espíritu Santo, que el Hijo les envía desde el cielo, arroja en ellos ese fuego del anhelo en el que toda imagen de la tierra se hace translúcida para el cielo: para la vida inmortal desde la fuente primordial del Amor trinitario. Mostrar esto es el sentido de este pequeño libro.
Hans Urs von Balthasar
Dios contempla eternamente a Dios. Su vida es esta contemplación, en la que las tres Personas están manifiestas una en favor de la otra y confirman y realizan la unidad de su esencia en un intercambio de amor siempre nuevo. Lo que Dios es en su ser eterno, eso es en la vida de las tres Personas un acontecimiento incesantemente presente y actual. El amor eterno cuida de que su unidad se muestre insuperable e inagotable en todos sus aspectos. La contemplación de Dios por Dios es lo más fecundo que pueda imaginarse. Es un dar y tomar infinitamente fluyente, donde, no obstante, se expresa una dirección, como de la fuente al mar. La fuente en Dios es tan poderosa que todo tiene su origen en ella y detrás de ella no puede buscarse ningún otro origen. A partir de todos los meandros de su amor que fluye, ella forma finalmente un océano que se pierde de vista en su inmensidad y representa la infinitud de Dios. Pero su desembocadura no se aleja de la fuente del Padre, el Padre la abraza y recoge. Flujo y reflujo, fuente y mar son una sola cosa en la divinidad infinitamente fluyente.
Cuando Dios contempla, Él ve a Dios, al eterno Dios de la acción y de la contemplación: al Dios que realiza acciones y al Dios que las recoge para contemplarlas, y que no por ello las concluye, sino que las abre. Esta apertura de lo contemplado procede del ser abierto de quien contempla. Si un hombre ama a otro, hará todo para ser transparente ante el amado y permitirle una mirada en él, y el amado, tan pronto como haya comprendido el amor, hará lo mismo. De este modo nacerá una unidad entre ambos en el ser y en el querer que no será a costa de sus personalidades ni borrará sus límites. El varón sigue siendo varón, la mujer sigue siendo mujer. Y el misterio último de sus personas no es expuesto y vaciado, sino plenamente desplegado, mostrado y vivificado por su estar recíprocamente manifiestos. Ahora bien, en Dios no podemos, ciertamente, hablar de desarrollo o despliegue, porque Dios es eternamente el mismo. Pero también es el incansable, el que procura y recibe el intercambio de amor. Y este intercambio no es marcha en el vacío, sino acontecimiento real cumplido.
Cuando Dios Padre crea al hombre con la colaboración del Hijo y del Espíritu, guía al hombre –junto con el resto de las creaturas– hacia el Hijo. Y en esta orientación hacia el Hijo querida por el Padre está el origen de todo contemplar en el mundo. Dios, que ve al Hijo, quiere donarlo a los que aún no lo ven. Y este don es ofrecido desde siempre en ambas direcciones: Dios se dona al hombre, pero también hace del hombre un don para Él, de modo que el hombre está en medio de un intercambio fluyente. El hombre no comprende este intercambio con sus sentidos naturales, pero la fe hace que se le haga visible en un plano que queda sustraído al entendimiento humano y a sus cálculos porque se encuentra enteramente en Dios. El creyente, que como creatura está fuera de la naturaleza de Dios, por la fe participa en el mundo interior de Dios. Al creyente, que por naturaleza no ve las cosas de Dios, le es dado participar en la visión de Dios. La fe es ese regalo de Dios que le abre el mundo interior divino, no como se divisa una fatamorgana, un encantamiento lejano e inaccesible, sino por una capacidad de conocimiento que Dios mismo concede a partir de su propia visión, para dejarse contemplar, para descubrir y hacer comprensible al hombre cosas que el Padre ofrece al Hijo y al Espíritu.