La Muerte de un Narcisista - Fabiana Ibeth - E-Book

La Muerte de un Narcisista E-Book

Fabiana Ibeth

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Beschreibung

La muerte de un narcisista es un relato impactante y emotivo que narra la vida de la autora desde una infancia marcada por la violencia familiar hasta un matrimonio destructivo con un hombre manipulador y narcisista. Atrapada en un ciclo de abuso emocional y prácticas de magia negra, la protagonista lucha por encontrar su propio camino hacia la libertad. A través de una narrativa cruda y honesta, la autora comparte su viaje de autodescubrimiento y sanación, enfrentándose a sus más profundos miedos y encontrando el poder dentro de sí misma para así liberarse del control emocional y construir una vida nueva y plena. Una historia cruda y desgarradora sobre el poder de la resiliencia humana y la búsqueda de la identidad.

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Seitenzahl: 236

Veröffentlichungsjahr: 2024

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FABIANA IBETH

La Muerte de un Narcisista

Caretto, Fabiana La muerte de un narcisista / Fabiana Caretto. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5550-2

1. Autoayuda. I. Título. CDD 158.1

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

Agradecimientos

Capítulo 1 – Mi infancia y adolescencia

Capítulo 2 – El comienzo con Jonathan

Capítulo 3 – Un viaje misterioso

Capítulo 4 – La boda y el nacimientode Mariana

Capítulo 5 – El bautismo

Capítulo 6 – Un pacto con el Exu

Capítulo 7 – Ceremonia de Iniciación

Capítulo 8 – La muerte de Susan

Capítulo 9 – Un nuevo pacto con el Exu

Capítulo 10 – La niñera

Capítulo 11 – Compra de “Mi Pequeño Paraíso”

Capítulo 12 – Empezar de nuevo

Capítulo 13 – Nacimiento de Nicol

Capítulo 14 – Patente de Invención

Capítulo 15 – Se pierde una casa

Capítulo 16 – Encuentro con Nehuel

Capítulo 17 – Transitando la religión

Capítulo 18 – Un fracaso demoledor

Capítulo 19 – Otra mudanza

Capítulo 20 – Vivir con Filomena

Capítulo 21 – Me consagro como Mae de Santo

Capítulo 22 – Problemas de salud

Capítulo 23 – El diagnóstico

Capítulo 24 – El tratamiento

Capítulo 25 – Liberación de “Alondra”

Capítulo 26 – El final

EPÍLOGO

GLOSARIO

Agradecimientos

Este libro es el resultado de un viaje lleno de aprendizajes y transformaciones. No podría haber llegado a este punto sin el respaldo y la presencia de personas muy especiales en mi vida.

En primer lugar, mi sincero agradecimiento a mis queridas hijas, Mariana y Nicol. Su compañía y apoyo constantes me dieron el valor para no rendirme y llevar esta obra a su publicación. Su amor incondicional ha sido un faro en momentos de incertidumbre, guiándome a lo largo del camino.

A mi ángel guardián, mi padre, quien me sostuvo económicamente y me proporcionó el respaldo necesario para superar los desafíos. Su apoyo inquebrantable ha sido crucial para mí.

A mi madre, que, a pesar de su enfermedad mental, me enseñó a ser una mujer fuerte y decidida. Su coraje y su ejemplo han moldeado mi carácter y me han mostrado el verdadero significado de la fortaleza.

Mi gratitud también se extiende a todo mi clan familiar. Cada uno de ellos ha desempeñado su papel con amor y dedicación.

No puedo olvidar a mis queridas mascotas, que han sido mis compañeras silenciosas durante largas noches de escritura. Su presencia discreta ha sido una manifestación de lealtad y ternura, brindándome consuelo en los momentos más solitarios.

Y, por último, a Jonathan, quien me hizo comprender que todo ha sido correcto y perfecto. “Ambos hemos interpretado un papel en esta obra que es la vida”, y por ello, le agradezco profundamente.

Con todo mi cariño y gratitud,

Fabiana

Capítulo 1

Mi infancia y adolescencia

Mi infancia estuvo marcada por una singular dinámica familiar. A diferencia de la mayoría de los hogares en esa época, nuestra familia era un matriarcado. En nuestro hogar, la palabra de mi madre era ley. Ella, hija de un español con ascendencia turca, tenía una personalidad fuerte y dominante, forjada tras una vida marcada por dificultades. Los mecanismos de defensa que había desarrollado para protegerse la volvieron distante y fría.

En contraste con mi madre, mi padre, hijo de inmigrantes italianos y españoles, tuvo una vida más acomodada. Él estudió en una escuela técnica, obteniendo un título que le permitió relacionarse con empresas que requerían de sus conocimientos. Su espíritu inquieto y su constante deseo de investigación lo diferenciaban notablemente de mi madre.

La relación entre ambos estuvo marcada por el autoritarismo de mi madre, quien sometió a mi padre hasta el día de su muerte. Mi madre, por su parte, cargaba con el trauma de una violación sufrida a manos de su padre, un recuerdo tormentoso que la acompañó toda su vida.

Nacida en una familia de clase media, conformada por mis padres, tres hermanas y un solo varón; nuestra infancia y adolescencia se caracterizó por desvalorizaciones y agresiones físicas. Un clima hostil que se intensificó hasta tal punto que mi hermana mayor Susan, a sus veintiún años, víctima de una golpiza tan brutal que la dejó hospitalizada y en coma tres días. Tras su recuperación, ella huyó de casa. Con solo ocho años, no entendía por qué nuestra hermana no estaba, ni por qué estaba prohibido mencionar su nombre, escucharlo era suficiente para desatar su furia. Los ataques de ira de mi madre eran terribles. Bastaba con que nos encontrara llorando por la ausencia de Susan para que nos castigara físicamente.

El recuerdo de ver a nuestra madre encerrada en una habitación oscura durante semanas, necesitando que la atendiéramos con alimentos y aseo, es aún hoy incomprensible para mí y mis hermanas.

Mi madre nos crio con una constante distancia hacia nuestro único hermano varón, presa del temor infundado de que pudiéramos cometer incesto con él. Esta idea, producto de su mente distorsionada, solo alimentaba el clima de tensión y miedo en el hogar.

Tras los embarazos, nacimientos que vivió, los trastornos psicológicos de mi madre se agravaron. La medicación con metanfetaminas, en lugar de calmarla, la enfurecía aún más, intensificando su comportamiento errático y violento.

Ante la situación, mi padre, de carácter dócil y alma infantil, optó por aislarse, refugiándose en su trabajo. Mi madre, en cambio, ejercía un control absoluto sobre la familia, imponiendo castigos físicos a los que mi padre, por temor a perderla, se veía obligado a consentir.

La enfermedad mental de mi madre, sin tratamiento, le permitía manipular a mi padre, haciéndole creer a él que su comportamiento era normal. Sin embargo, la realidad era que nosotros, los hijos, éramos los que necesitábamos protección, no ser los objetos de descargo por sus traumas y resentimientos.

A los doce años, mis hermanas y yo presenciamos un episodio de extrema violencia entre mis padres. Las heridas fueron tan graves que requirieron la intervención de la policía y un juez. Tras una evaluación psicológica, se determinó que mi madre debía ser internada en una institución psiquiátrica.

Siempre me había esforzado por ser la hija obediente, con la esperanza de evitar los castigos. Por eso, durante su internación, la visitaba semanalmente junto a mi padre en aquel lugar. Mi rol era el de llevarle ropa limpia, artículos de aseo y compartir un chocolate con ella en la confitería del lugar. El ambiente era frío, lúgubre y con un olor penetrante a mujeres enfermas y medicamentos, la institución me inspiraba tanto terror.

Mis hermanas, de trece y once años, la visitaban con menos frecuencia, por el contrario, mi hermano, de veinte años, nunca fue.

Al cabo de unos meses, mi madre fue dada de alta con la condición de realizar terapia ambulatoria diaria. Sin embargo, insistía en que se dirijan a ella como “la señora”, se negaba rotundamente a relacionarse con las demás pacientes, a quienes consideraba inferiores por no haber “ganado su libertad”. Manipulando una vez más, convenció a los profesionales de que se había convertido en el “cordero” que todos esperaban y ella aparentaba.

Engañó a mi padre, persuadiéndolo de que no necesitaba continuar con el tratamiento médico, y quedó sin seguimiento profesional. No pasó mucho tiempo antes de que, retomando su rol dominante, volviera a ejercer control sobre nosotros, mediante las típicas agresiones físicas y verbales que nos había sometido poco tiempo atrás.

Con el paso del tiempo, la salud mental de mi madre se deterioró aún más. Comenzó con alucinaciones, la más recurrente era un clamor a que nos reuniéramos en una quinta familiar porque su padre muerto vendría a buscarnos en una nave espacial.

Ante la incapacidad de mi padre para afrontar la situación, mi madre huía a esa quinta durante sus ataques, encerrándose sola con un arma durante días. El miedo a una bala perdida nos impedía ir a buscarla. Pero su ausencia traía una tensa calma al hogar, acompañada por el temor constante a que se hubiera quitado la vida en medio de esos ataques.

A medida que crecíamos y nos sentíamos más fuertes, los golpes físicos fueron disminuyendo. Sin embargo, fueron evolucionando a desvalorizaciones, que se convirtieron en su principal medio de comunicación.

A mis quince años, mi madre fue nuevamente internada en el mismo hospital psiquiátrico. Y una vez más, asumí el papel de la hija obediente, lavando ropa y preparando cuidadosamente los artículos que ella solicitaba. Pero en esta ocasión, la junta médica determinó que toda la familia debía realizar terapia individual y familiar.

Las sesiones grupales nos obligaban a expresar nuestros sentimientos frente a mi madre, quien nos observaba con atención, lista para usar cualquier información en nuestra contra una vez que recuperara su libertad.

Ante la incomodidad y el estigma asociado a la terapia en aquella época (los años 80), mis hermanos y yo optamos por realizarla de manera individual.

Desde niña, anhelaba escapar de mi realidad. Las noches las pasaba en la azotea, soñando con ser astronauta y perderme entre las estrellas.

La falta de apoyo de mi madre, quien despreciaba mis aspiraciones, me desanimó profundamente. En mi desilusión, comencé a buscar otras formas de libertad. La idea de viajar por el mundo como azafata me llenaba de ilusión. Sin embargo, sus palabras, como dagas envenenadas, perforaron mi corazón cuando me dijo que solo sería una servidora. Su rechazo me dejó sin aliento.

Buscando una vía de escape, me sometía a las clases de declamación que nuestra madre nos imponía. Me sumergí en el mundo de la actuación. Interpretar diferentes personajes me permitía ser quien quisiera, experimentar mil vidas. Sin embargo, al confesarle mi sueño, recibí una bofetada que me dejó marcada, tanto física como emocionalmente.

Su respuesta fue tajante: “Ninguna de mis hijas será una cualquiera”.

Sentí como si alguien hubiera apagado la luz dentro de mí. Me preguntaba si alguna vez sería capaz de alcanzar mis sueños.

Tras ser dada de alta del hospital psiquiátrico, mamá se mudó a la pyme con mi padre. Nosotras, Sofía, Dafne y yo, nos quedamos viviendo en la gran casa de 200 metros cuadrados, siempre solas, porque nuestro único hermano casi nunca estaba. La responsabilidad de mantener la casa limpia y en orden recayó sobre nosotras, sin importar la hora del día.

Yo cursaba mis años de secundaria, pero el estudio no me atraía; no le encontraba estímulo y no me interesaba continuarlo. Tras abandonar y reiniciar los ciclos en dos oportunidades, a los dieciséis años decidí abandonarlo definitivamente. Mi madre me dejó claro que, si no estudiaba, debía trabajar.

Convencida de que trabajar era más fácil que estudiar, le pedí a mi padre que me diera un puesto en su empresa metalúrgica. Pronto descubrí que me equivocaba. Los turnos eran agotadores, el trabajo requería mucho esfuerzo físico, era monótono y mal remunerado. Además, debía seguir atendiendo las necesidades de mi madre, desde llevarle el desayuno hasta preparar el almuerzo siguiendo sus caprichos. Esta doble carga, laboral y doméstica, me agobió, me hacía sentir invisible.

Mientras mis hermanas –una, un año mayor que yo y otra, un año menor, quienes, al comenzar sus estudios y relacionarse con el mundo exterior, comprendieron que la educación era la única vía de escape–, cursaban sus estudios y buscaban trabajos de pasantes en diferentes comercios. Entonces, me di cuenta de que había perdido mi libertad y la posibilidad de conocer gente y sociabilizar. Cansada de convivir todo el día con ellos, a quienes tenía que servir como empleada doméstica y luego trabajar en el mismo lugar, a pocas cuadras de su fábrica, conseguí un empleo en una corsetería.

Las condiciones laborales eran precarias: una casona vieja y sin ventanas, donde debía coser florcitas en la ropa interior para su terminación antes de la venta, por un salario miserable. No obstante, las ventajas de no tener las manos llenas de grasa me motivaron a quedarme allí varios meses.

Amplié mis horas de trabajo hasta completar la jornada completa, buscando a toda costa minimizar el tiempo que pasaba en casa, donde me sentía atrapada y asfixiada.

Un sueño a ras del cielo

Por primera vez, tenía un salario propio, una fuente de ingresos que me permitía cierta independencia. La libertad de decidir en qué gastarlo era embriagadora, y busqué alguna actividad que me hiciera sentir libre.

La idea de ver la tierra desde las alturas me seguía cautivando. Investigué sobre los requisitos y costos para convertirme en piloto. Pero pronto descubrí que era un sueño inalcanzable, reservado solo para aquellos con un alto poder adquisitivo.

La suerte quiso que, meses después, la Fuerza Aérea organizara un evento de paracaidismo cerca de la casa quinta de mis padres. Fue como si el universo conspirara a mi favor. La oportunidad de conocer de cerca a estos héroes, a quienes solo conocía por la televisión, me emocionó hasta la médula.

Buscaban la colaboración de los lugareños para organizar el ingreso y la señalización del público que asistiría al evento. Para todos los habitantes, era una oportunidad única de presenciar de cerca algo que solo veíamos de lejos, en el cielo.

Soñaba con sentir la adrenalina de un salto, con ver el mundo desde las alturas. Aunque mi sueldo no me permitía invertir mucho, era suficiente para darme el gusto de saltar mes a mes. Así, mi trabajo monótono se convirtió en un medio para alcanzar mi sueño.

Con el permiso a regañadientes de mi madre, conseguí que me firmara un poder notarial, otorgándome, bajo mi consentimiento, la capacidad de tomar decisiones y realizar actividades, permitiéndome trasladarme a quinientos kilómetros de la capital. Allí comenzaría con las clases teóricas y luego con las prácticas los sábados. Mi plan era pasar la noche en alguna pensión y regresaría a casa el domingo.

A pesar de mi pasión por el paracaidismo, enfrentaba muchos obstáculos. El clima, por ejemplo, era impredecible. Podía estar soleado en la ciudad y encontrarme con una tormenta en el lugar del salto. Además, las condiciones atmosféricas, como la nubosidad o el viento, a menudo impedían realizar los saltos, especialmente para principiantes como yo. Era frustrante invertir dinero y tiempo sin poder saltar. A veces, incluso dudaba de la seguridad del equipo, preguntándome si el paracaídas se abriría correctamente.

Igual, la adrenalina y la sensación de libertad que sentía al caer libre me impulsaban a seguir adelante.

A mis diecisiete años, me adentré en un mundo dominado por hombres mucho mayores que yo, siendo la única mujer. En ese ambiente, otro obstáculo, era el constante acoso que sufría. Tenía que hacer un esfuerzo titánico para mantener mi virginidad y no ser manipulada por promesas de seducción, ya que temía que, si me entregaba a un hombre, mi madre de alguna manera lo sabría y me echaría de casa. Hay que aclarar que mi madre ya había recibido el alta y aún manejaba todo desde casa.

En algunos saltos sufrí heridas semileves que debía disimular para que mis padres no me prohibieran seguir haciendo la actividad. Cada día que regresaba a casa sana y salva, lo sentía como un triunfo que deseaba compartir.

Mis hermanas consideraban que estaba loca y no estaban dispuestas a invertir su tiempo para presenciar algo que no les interesaba. Por lo tanto, un día, les imploré a mis padres que me acompañaran para que presenciaran mis logros. Sin embargo, mi madre me dijo que no estaría presente para ver a su hija “matarse desde un avión”.

Aunque parezca mentira, ese comentario me afectó profundamente. Sumando a la ecuación, la presión de tener que cuidarme del constante acoso masculino, terminé decidiendo abandonar mi sueño de paracaidismo.

Cansada de la monotonía y la falta de oportunidades en los talleres, decidí buscar un nuevo camino. Anhelaba un trabajo en una oficina, donde pudiera desarrollar mis habilidades y crecer. Era consciente de las limitaciones que enfrentaba: no había terminado mis estudios, no tenía experiencia en atención al público, y era menor de edad.

Tras una ardua búsqueda, finalmente me contrataron como recepcionista en una empresa de servicios nueva. Los tres socios que la dirigían tenían grandes proyectos, pero poco capital. Me sentí entusiasmada por la oportunidad que me brindaban y me dediqué con pasión a mi trabajo.

Cuando la empresa comenzó a enfrentar dificultades económicas, no dudé en apoyarlos. Creía firmemente en el potencial y éxito de sus proyectos. Con la ilusión de formar parte del crecimiento de la empresa, decidí invertir el dinero que mi padre me daba para la terapia con la esperanza de convertirme en socia activa y contribuir al desarrollo del negocio.

Terminó siendo evidente que mi sueño se desvanecía. Por lo que, ya sin ahorros, acepté la dura realidad y decidí buscar otro trabajo.

Mi nuevo puesto fue en un edificio lúgubre de la década del 50, donde trabajaba como telefonista en una central de llamadas. En aquella época, tener una línea telefónica propia era un proceso burocrático que demoraba años, por lo que la gente recurría a estas centrales para solicitar el anhelado servicio.

Aunque el sueldo era bueno, pasaba diez horas diarias completamente sola, sin ver la luz del día y frente a dos aparatos de teléfono. De las cincuenta empresas o particulares que atendía, solo dos generaban un alto volumen de llamadas: un parapsicólogo –cuyas actividades al día de la fecha me resultan un misterio–, y Jonathan, quien ofrecía servicios de reparaciones y cerramientos domiciliarios.

Con Jonathan, en particular, mantenía frecuentes charlas durante sus llamadas para conocer el reporte diario.

A los tres meses, sintiendo que mi vida no avanzaba, decidí renunciar.

Al comunicarle mi decisión, Jonathan me sorprendió al contarme que estaba montando un negocio en un local de una galería comercial. Me dijo que, debido a mi predisposición y amabilidad en la atención al cliente, deseaba que me sumara a su equipo, pero que aún debía esperar un mes para que todo estuviera listo.

Mantuvimos un par de encuentros en cafeterías para que me explicara en detalle mi futura función en el nuevo negocio.

A pesar de la propuesta, continué buscando otro empleo mientras él terminaba de definir su proyecto.

Mi hermana mayor, al saber que estaba buscando empleo, me recomendó postularme en un estudio jurídico donde un amigo suyo buscaba una recepcionista y asistente para ir a los tribunales. Ella me pidió que no la decepcionara.

Tras la entrevista con el estudio, mi perfil les agradó y me contrataron. El sueldo era bueno y el horario de oficina era de lunes a viernes de dos a siete de la tarde. Tres veces por semana debía ir a tribunales por la mañana para copiar los resultados de las audiencias. Esta intermitente rutina me dejaba con muchas horas libres antes de ingresar a la oficina, tiempo que en parte gastaba en cafeterías mientras esperaba que llegara la hora de entrar, ya que los horarios no coincidían. Todo para estar alejada de casa.

Para colmo de males, nunca había usado una máquina de escribir. Al sentarme frente a ella, solo podía decir que la odiaba.

Dos meses pasaron en este estudio y la ilusión de que Jonathan me sacara de ahí seguía presente en mi mente. Él esporádicamente me llamaba para contarme que pronto comenzaría a trabajar.

Pero el tiempo transcurría y no concretaba nada, así que un día decidí enfocarme en lo que tenía. Logré organizarme mejor, e incluso me hice amiga de la, antes tan odiada, máquina de escribir.

Después de seis meses, finalmente se comunicó conmigo para ofrecerme el puesto. El sueldo era el doble de lo que ganaba y el horario era corrido de lunes a sábado, lo que me permitía estar otro día alejada del ambiente familiar.

Le pedí tiempo para analizar su propuesta, pero las constantes llamadas para que le diera una respuesta me presionaron a tomar una decisión.

Finalmente, renuncié al estudio jurídico.

Capítulo 2

El comienzo con Jonathan

Con dieciocho años me embarqué en la aventura como secretaria de Jonathan, un hombre nueve años mayor. Él era de contextura delgada, estatura media, ojos castaños y pómulos definidos; su cabello, impecablemente cortado y peinado con raya al costado, enmarcaba un rostro serio y reservado. Le veía vestir, camisas con cuello Mao, pantalones de vestir, y zapatos cuidadosamente lustrados. Un maletín de cuero completaba su atuendo, aportando un toque de sofisticación a su imagen. Su aroma, una mezcla inconfundible de perfume dulce y tabaco, impregnaba el aire a su paso. En conversaciones, se mostraba como un hombre respetuoso y sensible. Era reservado, ocultando sus emociones tras una fachada de seriedad.

Mis tareas como secretaria se reducían a atender el teléfono y elaborar cotizaciones. Jonathan, a quien veía solo una vez al día para entregarle un resumen de las llamadas, era mi único contacto durante la jornada laboral. La soledad era abrumadora, pero la buena paga y el hecho de escapar de casa me impulsaban a continuar.

Nuestra relación era distante y formal. La interacción personal era limitada.

Poco a poco, Jonathan comenzó a pasar más tiempo en la oficina. Los ratos libres los llenábamos con anécdotas, historias y sentimientos, transformando nuestra relación de compañeros de trabajo a algo más cercano. Llegó un tiempo en el que, al final de la jornada laboral, me acompañaba a la parada del colectivo; incluso se ofrecía a pagar mis cigarrillos o invitarme a cenar. Sus halagos constantes sobre mi belleza, figura y estilo me llenaban de alegría. Mostraba interés en mis sueños y aspiraciones. Era la primera vez que alguien me trataba con tanta dulzura y se interesaba en mis anhelos y en mí. Yo, buscando ser amada y sanar las heridas de mi pasado, encontré en él todo lo que necesitaba: un hombre encantador que parecía sacado de un cuento de hadas. Mi mirada hacia él dejó de ser la de una simple compañera o amiga, transformándose en algo más profundo.

A los dos meses del fallecimiento de su abuela, Jonathan reveló una faceta más vulnerable. Expresó una profunda necesidad de protección y consuelo, como un niño herido buscando el abrazo de su madre. En ese instante de fragilidad, algo dentro de mí se encendió.

La conexión entre nosotros se intensificó. Su dolor y sensibilidad me conmovieron profundamente, despertando en mí una empatía y un amor genuino.

Una tarde, sin previo aviso, me invitó a un lugar especial: una localidad de Buenos Aires cercana a la orilla del Río de la Plata. Un sitio que solo visité con mis padres en mi niñez y que guardaba un profundo significado para mi madre. Me llevó a una elegante cafetería, donde durante horas me observó con detenimiento, logrando desnudar mi alma. Al caer el sol, caminamos por la costanera, disfrutando de la salida de la luna llena que se reflejaba en las aguas.

Pasamos horas juntos, entrelazando nuestros sueños y anhelos para el futuro. Al llegar el momento de regresar, alquiló un auto y me acompañó hasta la puerta de mi casa.

Todas estas experiencias eran completamente nuevas para mí. Su galantería, amabilidad y caballerosidad me tenían completamente cautivada.

Para coronar la velada, Jonathan me tomó en sus brazos y me besó con dulzura y pasión. En ese instante, me sentí la mujer más amada y deseada del mundo.

Comenzamos a salir a diario después del trabajo. La ilusión y la emoción llenaban mis días, ansiosa por compartir cada momento con él.

Meses más tarde, decidí presentárselo a mi hermana mayor. Necesitaba su aprobación, su mirada crítica y honesta. Afortunadamente, ella no encontró ningún defecto, además, lo encontró encantador y educado.

El siguiente paso fue presentarlo a mis padres. Mamá, siempre celosa de mis relaciones, lo recibió con recelo. A medida que lo conocía, su actitud se fue transformando. Lo encontró educado, tradicional y capaz de sostener un diálogo correcto, valores que ella apreciaba. Papá, por su parte, quedó fascinado con sus conocimientos en el rubro metalúrgico, compartiendo largas conversaciones sobre el oficio.

En ese momento estaba rendida a su amor, me entregué en cuerpo y alma. Mis pensamientos cada segundo del día giraban en torno a él. Recordaba cada detalle, cada aroma, cada sonrisa, sus manos acariciando mi cuerpo con ternura durante el sexo. Su dulce y tierno trato me hacía sentir tan especial que me transportaba a ese universo al que siempre había soñado llegar.

Al principio, las ausencias de Jonathan eran esporádicas. Con el tiempo, se volvieron habituales. Cerraba el negocio sin explicación, dejándome sin tareas. Esta situación me llenaba de confusión e incertidumbre.

Pronto comencé a recibir llamadas de clientes exigiendo la finalización de los trabajos contratados o la devolución de sus anticipos. Debía tranquilizarlos con mentiras, una tarea que él era incapaz de asumir. Esta situación me provocaba una angustia inmensa.

A pesar de los conflictos familiares, nunca había presenciado una falta de honradez tan evidente en la fábrica de mis padres. La honestidad siempre ha sido un pilar fundamental en nuestra educación.

Preocupada por esta situación, le sugerí que, si atravesaba dificultades económicas, lo mejor sería buscar un nuevo empleo. Y él, con su encanto habitual, me aseguraba que no era necesario, ya que la situación era transitoria y mi sueldo estaba garantizado.

La idea de buscar otro empleo me paralizaba. Por un lado, tenía que lidiar con la intromisión constante de mi madre, quien, al enterarse de mis nuevos planes, aparecía sin previo aviso en mi trabajo, socavando mi autonomía. Por otro, temía perder a Jonathan. Sus encantos habían creado una dependencia emocional que me aterraba perder. Nuestra relación, construida alrededor del trabajo, era frágil. Cualquier cambio podría ponerla en peligro.

Siete meses después, el negocio cerró de la noche a la mañana.

La calma se transformó en caos: una larga fila de clientes furiosos se congregó frente al local, exigiendo explicaciones. Él, cobardemente, se escondió. Cerrando el negocio, creía haber resuelto todos sus problemas, especialmente los económicos que había generado con sus gastos excesivos en lujos. Por ejemplo, lo que tomaba del trabajo lo malgastaba en viajes a la costa, cenas con amigos, salidas con otras mujeres que, obviamente, no me avisaba; y muchas veces perdía en el casino.

Desesperada, me refugiaba en las llamadas diarias a sus padres, buscando respuestas y alguna certeza sobre mi futuro.

Había caído rendida en su juego, incapaz de concebir una vida sin él. El silencio me ahogaba, y cuando la duda carcomía mi mente, él regresaba con sus escusas vacías: “No es tu culpa”, la letanía habitual, que me sumía en una falsa tranquilidad.

Una tarde, me llamó para decirme que estaba alojado en una pensión a pocas cuadras de mi casa. Yo nunca había escuchado hablar de ese tipo de alojamiento. Ya que, a pesar de la violencia que vivíamos en casa, mi familia viajaba todos los años recorriendo las provincias de Argentina, de norte a sur y de este a oeste, alojándonos en hoteles de categoría media o alta.

Cuando llegué al lugar, me horroricé con la precaria situación: Las paredes, empapeladas hacía décadas, mostraban el paso del tiempo y la falta de mantenimiento. Un olor a humedad impregnaba la ropa, los muebles viejos y desgastados hacían juego con la ropa de cama. Un baño diminuto y frío donde había que tomar coraje para entrar.

No sabía si sentarme o quedarme de pie, pero su rostro mostraba entusiasmo por mi presencia y, con su ternura, me abrazó invitándome a hacer el amor. Y yo, que estaba tan enamorada, olvidé el repugnante lugar.

Lo visitaba a diario, llevándole comida y ropa limpia, y aprovechábamos para hacer el amor con total libertad.

Tras una semana, me comentó que no tenía dinero para seguir alojándose allí y que no podía regresar a su casa materna porque algunos acreedores lo buscaban. Me dijo que pasaría la noche a la intemperie.

¿Cómo iba a permitir que mi príncipe azul, el hombre que había cautivado mi corazón, durmiera en la calle? Secretamente, le dije que le daría alojamiento en mi casa.

Su presencia en casa era un secreto que debía guardar celosamente. Para evitar despertar sospechas, les dije a mis hermanas que había renunciado a mi trabajo y estaba buscando otro.

Nadie sabía que Jonathan había sido mi jefe.

Él no me decía con exactitud de quién huía. Yo pensaba que su estadía sería corta y que todo volvería a la normalidad, pero los días y las semanas se convirtieron en meses y él seguía repitiendo que pronto reabriría.

Al poco tiempo, la situación en casa comenzó a ponerse tensa. Mi hermana menor, se incomodaba por compartir la habitación con un hombre. Era comprensible: no era justo que, al regresar a casa, nos encontrara abrazados en mi cama, obligándola a estar siempre vestida y alerta.