La muerte es principio, no fin. Quintín Bandera. - Natalia Bolívar Aróstegui - E-Book

La muerte es principio, no fin. Quintín Bandera. E-Book

Natalia Bolívar Aróstegui

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Beschreibung

La vida del General Bandera, después de años de olvido, es retomada en esta oportunidad por las autoras. Patriota insigne, hombre y mayombero se nos presenta herido por las incomprensiones y enfrentado a los desafíos propios de la vida en campaña. Cultura, cubanía y folklor se fusionan de manera armónica para ofrecer un cuadro épico en el que no faltan héroes ni dioses, recreado con un estilo muy personal que invita al acercamiento y la reflexión en torno a esta figura histórica.

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Seitenzahl: 538

Veröffentlichungsjahr: 2025

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LA MUERTE ES PRINCIPIO, NO FIN. QUINTÍN BANDERA

Edición: Jarumy Llópiz Rivero

Diseño: Enrique Mayol y Roberto A. Moroño

© Natalia Bolívar Aróstegui, 2024

© Natalia del Río Bolívar, 2024

© Editorial José Martí, 2024

ISBN 9789590909238

INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO

Editorial JOSÉ MARTÍ

Publicaciones en Lenguas Extranjeras

Calzada No. 259 e/ J e I, Vedado

Ciudad de La Habana, Cuba

E-mail: [email protected]

Índice de contenido
PRESENTACIÓN DE QUINTÍN
NOTA NECESARIA
NI BALAS NI MACHETAZOS
ZONA DE SILENCIO
PIES DESCALZOS
ZONA DE SILENCIO
PARAGUAYO EN MANO
ZONA DE SILENCIO
SE CERRARON LOS CAMINOS
ZONA DE SILENCIO
YO SOY CUBA
ZONA DE SILENCIO
MACHETE Y TEA
CONVOYEROS
PERALEJO
ZONA DE SILENCIO
CAMINO A OCCIDENTE
BARRIENDO HISTORIAS
ÚLTIMO SILENCIO
...las estrellas no desaparecen, aunque estén eclipsadas por el sol.
CARTA NATAL
GLOSARIO
PALABRAS PARA CERRAR
AGRADECIMIENTOS
BIBLIOGRAFÍA
NOTAS AL FINAL
DATOS DE LA AUTORA
DATOS DE LA AUTORA
NOTA DE CONTRACUBIERTA

Caeremos y nos refuerzan. Esto lo he leído en el cielo, y usted llevará una cinta de mi caja vacía; pero moriré dando luz.

José Martí

PRESENTACIÓN DE QUINTÍN

Cuando se comienza la lectura de una obra como esta, y se llega a lo primigenio y lo etéreo, es como un reto que no nos detiene, porque es precisamente «Quintín» quien habla, y lo hace directo con el lector, en primera persona, magistralmente llevado por sus autoras Natalia Bolívar Aróstegui y Natalia del Río Bolívar; basado todo ello en hechos ciertos, siguiendo una especie de espina dorsal que se adorna con ciencia ficción elegantemente, haciéndonos ver que «los muertos no hablan, pero dicen muchas cosas».

Todo ello se apuntala técnicamente con 109 libros de consulta, 18 entrevistas y 19 notas al margen.

La novela La muerte es principio, no fin, de corte histórico, es un carromato que va con el peso de la historia, cuyas cuartillas dejan entrever cómo las estrellas del general Quintín Bandera volaron al encuentro del alba y del tiempo como un ejemplo para nuestra juventud y la dignidad humana, por la suma de cada acto de su vida. Leerlo es deleitarse, es disfrutarlo; quien lo haga se retratará en él, siendo el personaje un alma de la cubanía por excelencia; con su carácter, criollaje, rebeldía, temeridad y calma imperturbable.

Natalia Bolívar y Natalia del Río logran el retrato cierto de un sincretismo suave, delicado y patriota; como una raíz que entra a la tierra con su fauna y flora de forma interesante y didáctica, llegando a mostrar los secretos de la naturaleza. Ejemplo de ello es la ceiba, árbol respetado en nuestro país por creyentes y no creyentes. En la novela se explica, mitológicamente, que durante el frescor de la noche abre sus hojas y flora, saliendo a conversar con los árboles que la rodean para saber así cómo les fue durante el día, y le sigue en otra metáfora maravillosa con la caricia de la lluvia, para medir el tiempo por medio de esas gotas que le caen al cajón donde va encerrado, con sus diálogos, con sus victorias y sus derrotas el general de división Quintín Bandera.

Los hechos de guerra relatados aquí son ciertos; siguen una cronología rigurosa estudiada e investigada. Son verdades dentro de la ciencia ficción, que nos golpean y nos hacen entrar en ellos, combate a combate, cuando hablan unos y otros como lo hacen con mucho respeto, las mujeres en las «Zonas de Silencio».

El gran logro de esta novela es que el lector no querrá jamás que Quintín muera, aunque vaya en «La Lechuza» camino del cementerio de Colón con sus «makuto y chamalongos», para seguir las «conversas» que de seguro lo han atrapado desde un principio.

La muerte es principio, no fin es una novela de ficción para jóvenes acerca de un general mambí que estuvo en las tres guerras de independencia, con varios cientos de combates, del que solo se escribió su biografía después de 80 años de su alevosa muerte, y del que la «República elitista de las traiciones» quiso hacer un hombre sin nombre en la historia silenciada. Leerla me hizo volver a encontrarme en el camino ya recorrido por mí junto a Quintín. Es necesario que lo que se diga, salga del corazón para que al corazón llegue, como lo han hecho sus autoras después de 98 años del último viaje del general Quintín en el «carromato de la muerte», que no fue precisamente para enterrarlo, sino para eternizarlo en ese cajón de madera, convertido en ataúd, cual fundamento de una victoria perdurable, por estar siempre en contra de las «carboneras» y los «apéndices bochornosos», dándole vigencia ayer, hoy y siempre para nuestras futuras generaciones.

Quien no quiera encontrarse con el general Quintín Bandera, no podrá hallar la simbiosis en el parto de la nacionalidad cubana.

Lic. Abelardo Padrón Valdés

Escritor e historiador

NOTA NECESARIA

Después de varios meses de haber concluido este libro, nos dimos cuenta que habíamos postergado algo muy importante por compromisos que aparecían. No fue hasta el 15 de mayo que, junto a un grupo de amigos, decidimos pagar esta deuda.

Temprano en la mañana nos encontramos en la Capilla del cementerio. Cada uno llevaba consigo alguna ofrenda. Caminamos hasta la tumba sencilla, de color oscuro que estaba toda cubierta de hojas secas. En el centro, una columna se yergue con tres medallones donde aparecen grabados tres rostros a relieve. El que nos queda de frente, observándonos, es el general Quintín Bandera. Su cara está esculpida por los surcos de una vida llena de amor a su tierra, y también de resistencias, calumnias, incomprensiones, ambivalencias. En ella aparecen cincelados su carácter impulsivo y voluntarioso, el hombre sin cultura, de habla bozalona, víctima del humor racista, en fin, en dicha escultura quedó plasmada la personalidad controvertida del General y las diversas etapas por las que ha pasado la historia de la nacionalidad cubana.

Después de haber escrito esta novela de ficción, con la historia más fiel a la cual tuvimos acceso, nuestro compromiso era alegrar el espíritu del General de tres guerras. Limpiamos y cubrimos su sepulcro con flores, inciensos y velas. A la usanza de las costumbres de antaño, llevamos un desayuno. El awó que nos acompañó moyugbó a los espíritus, orishas, nfumbes y para finalizar el rito, quemamos fula en su machete paraguayo.

Hace seis años, a orillas del Guadalquivir, Jesús Heredia, una de las voces gitanas más escuchadas, cantó la copla andaluza que nos inspiró para hacer este libro:

En lo alto de una loma,

estaba Quintín Bandera

desafiando la tropa

con su cañón de madera

y yo le pregunté quién era

si un insurrecto mayor

y él me dijo: ¡No señor, yo defiendo mi bandera!

Hoy, ya finalizado el libro, un amigo trovador chileno decidió adaptar los acordes de su guitarra para entonar esta copla en honor del general Bandera, y también recordar al brigadier general Pedro Vargas Sotomayor, chileno que combatió bajo las órdenes de su compadre Antonio Maceo. Todos hicimos silencio, se oía nada más el trino de los pájaros, los pocos árboles mecían sus melodías y su voz cantó.

Muy cerca del lugar, reposan los restos de mis compañeros del Directorio Revolucionario 13 de Marzo, seguidores de Martí, Maceo, Gómez y Quintín. Sus conversas fueron narrativas de orgullo patrio, legado de guerras, continuidad de la palabra dada y la acción realizada. Hombres y mujeres del pasado, imágenes libertarias que serán siempre guardadas en la memoria del pueblo que los enaltece.

Éramos un total de trece dándole «Gracias a la vida» por revivir cada mañana las imágenes pasadas y tener el privilegio de explorar la historia en el presente, para que no permanezcan en zona de silencio. Con la tierra a nuestros pies, el cielo encima y bebiendo el aire, nos despedimos satisfechos de haber cumplido nuestra promesa al General.

Las autoras

NI BALAS NI MACHETAZOS

El espíritu de los hombres flota sobre la tierra en que vivieron, y se le respira.

José Martí

El sol se desmaya en el horizonte, las luces se descomponen en grises azulados, palidece la tierra en sus ocres de amarillentos destellos, los pájaros huyen despavoridos de vergüenza, la mar naufraga en su propia incertidumbre, la Patria llora su impotencia... Es el 23 de agosto de 1906.

Se escuchan los ruidos de las maderas crepitantes del carromato al caer en los huecos de las calles desiertas; los cascos de los pencos de colores indefinidos, con los pellejos soldados a sus costillas cual pergaminos quebradizos. Es el carromato fúnebre, llamado simbólicamente «La Lechuza», que se dirige con su ataúd de madera rugosa hacia el cementerio. Llueven lágrimas por el General de tres guerras, asesinado, vilipendiado, ultrajado en sus derechos, arrojado al ostracismo de su historia.

En este cajón de madera tan rústica, como fue mi vida, estoy yo, Quintín Bandera, sumido en un letargo inerte, con el más solitario de los sentimientos: la desgarradora traición.

Marcha lentamente el carromato, mientras me muevo con violencia de un lado para otro. Mi cuerpo, lacerado por los machetazos y las balas, no quiere sentir rencor ni el vacío de la incomprensión, ni poner precio a mi vida dedicada a la lucha por mi patria. Recuerdo en este instante a mis dos ayudantes, Ángel Martínez y Joaquín Garrido. Ellos me habían advertido que no confiara en Manuel Silveira, propietario de la finca en Arroyo Arenas donde nos encontrábamos escondidos durante el alzamiento de 1906. Aunque sentía la voz ancestral, que me advertía con premoniciones fatales, debido a las ansias de descansar de las inestabilidades económicas, de mantener los principios éticos a los cuales había dedicado mi juventud ilusoria, acaté, como buen guerrero, la fatalidad de mi destino.

Me consta que Silveira llevó mi carta a Palacio, y puedo imaginar la seriedad del presidente Estrada Palma y su cinismo bajo el disfraz de gobernante honroso y metódico. Se burló del salvoconducto que yo pedía para salir de mi amada Cuba, y mandó a acabar con mi vida y la de mis ayudantes. Me lo imagino dándole las instrucciones al general en jefe de las fuerzas, Alejandro Rodríguez, y la satisfacción de este por la orden recibida, él que tanto envidiaba mis arranques de valentía en las cargas al machete: «Ya no cruzarás más trochas, negro...».

Me pregunto si había alguien mejor que el capitán Delgado —a quien yo había ascendido durante la guerra de independencia— para asesinarme fríamente.

La noche estaba silenciosa, las estrellas se escondían tras las nubes, se olía la humedad de la tierra, se escuchaba a lo lejos el canto de la lechuza, sentía los pasos de los soldados y sus murmullos apagados. Dos de mis ayudantes se escondieron en la manigua; huían como los venados olfateando el peligro. Garrido y Martínez se ocultaron bajo las tablas del piso de la casa de vivienda, laceradas por el comején y yo, que sabía que me iban a asesinar, les quise recordar a mis victimarios que era un libertador de tres guerras y de cinco constituciones, para que no olvidaran que la traición anima a la crueldad, fusionándose con los pensamientos más tenebrosos de quienes me iban a ajusticiar.

Dejé que terminaran el acto de mi muerte, recibiendo en mis carnes, acartonadas por los maltratos, los machetazos, los tiros de las armas empuñadas cobardemente. Con toda la fuerza de mi mente convoqué a la naturaleza; refocilándome en mi propia sangre, llamé a los astros de luces apagadas, a mis ancestros; y así me desangré, nutriendo la tierra, manchando con la ignominia los trajes de los asesinos. Y clamé por mi historia, por la fuerza de mis recuerdos, por mi mujer, por mis hijos y por mi Cuba, viviendo su devastadora tragedia. Y sentí huesos quebrarse, las carnes de mis ayudantes Garrido y Martínez, saltar nerviosamente y el soplo de su aliento se confundía con el polvo en la sequedad de la tierra. Invoqué a mis dioses, hundiéndome en las raíces de las palmas y las ceibas, ahogándome en el mar y en los ríos que bañan todo lo largo de mi Isla adorada.

Me esperaba un ataúd de maderas carcomidas y quemadas, que según mis enseñanzas religiosas, en el antiguo reinado del Congo, son símbolos de sabiduría y muerte. Es mi última morada, portadora de la vitalidad de mi propia vida. Me tiraron, del mismo modo que yo tiraba los sacos de carbón cuando era niño, y sentí como mis heridas se abrían secas de tanto llorar la sangre que aplaca castigos mayores cuando el peligro ha pasado. Y en el silencio de mi soledad reinterpreto lo que de niño escuché: «se hallaba revestido de un traje manchado de sangre porque había pasado a través de la guerra y el sacrificio».

Ya le pusieron la tapa al cajón... Es principio y fin de mi vida material, pero mi sombra uniéndose a mi alma, serán destinatarias de la injusticia, imbricándonos en las páginas de la inmortalidad.

Escucho las voces de quienes leen los periódicos del día después de mi asesinato. El carromato va pasando por las calles de Marianao. Mi cuerpo inerte se balancea, pero mi mente se despierta escuchando esas voces de la calle: «acaba de llegar el capitán Delgado conduciendo el cadáver de Quintín Bandera y dos más...».

En Palacio la noticia ha causado un magnífico efecto. Al conocerse el hecho los secretarios de Hacienda y de la Presidencia, así como el general Boza, se dirigieron inmediatamente a Columbia.

Salta a la vista que todo ocurrió así: envié con el isleño de la finca la carta a Silveira, que estaba en la capital. Silveira contó a alguien mi pretensión o lealmente gestionó lo que yo quería. Enterado el Presidente, mandó por él. Lo demás está dicho, pero debo advertir que la carta fue encontrada en uno de mis bolsillos. Está claro que la colocaron allí.

Es 23 de agosto, un vendedor de periódico pregona «¡Oye, aquí La Lucha,1 matan al General!...».

En una parada del carromato, grupos de personas se asoman y comentan la entrevista hecha al capitán de la guardia rural, Ignacio Delgado:

Partimos como hemos dicho, a las siete, poco más o menos, de Columbia y después de las ocho llegamos a Punta Brava, sin que tuviéramos ningún incidente. En este pueblo hicimos una pequeña parada para orientarnos y tomamos enseguida el camino en dirección al Guatao, hasta la conclusión de la carretera. Pensé entonces atravesar por Torrens, que es un potrero muy adecuado y cómodo para las bestias...2

El capitán Delgado, en estos momentos quedóse pensativo.

Aquí fue donde tuvimos que pelearla. Sobre todo mis muchachos, que se portaron heroicamente. Era ya muy entrada la noche, nada se veía, ni la palma de la mano. Sin saber por qué ni dónde, cae sobre nosotros, con un fuego nutrido y sostenido, una partida de rebeldes. Ordené un ataque en firme y se entabló la lucha de parte a parte... Un cuarto de hora después (serían las doce) ya se habían dispersado nuestros enemigos. Ordené inmediatamente un reconocimiento en el campo y a la luz de varios fósforos recogimos tres muertos. Dispuse que estos fueran colocados sobre caballos y marchamos hacia Punta Brava. Yo me había sospechado que uno de los muertos era Quintín Bandera, no solo porque le había reconocido el rostro a la luz de los fósforos, sino porque en el momento de la lucha sentimos todos su voz: «¡Al machete! ¡Al machete!». Traté de convencerme de ello en el camino y adquirí la certeza de que sobre uno de los caballos llevaba a Quintín Bandera. Declaro que quedé sorprendido. No me explicaba la huida de los compañeros del general Bandera. Tampoco me explicaba la muerte, después de un combate tan reñido, y cuando me vi en la necesidad de mandar algunos de los guardias que echaran pie en tierra y que se quitasen las espuelas para que pudieran operar mejor favorecidos por la oscuridad. Soy mambí viejo y ducho en estas argucias de la guerra —concluyó su declaración el capitán Delgado.3

Estoy encerrado en mi propio nombre, jugando con las imágenes de mi destino, en un espejo que se empaña. ¿Desilusión? Me desgarro interiormente y me digo: mi pobre mujer Virginia4 que vaticinó la traición, ¿qué será de ti, mi buena compañera? ¿Y de mis hijos, tan solos y cargando la disparidad de mi vida? ¿Quién los ayudará?

Mi madre, Caridad Betancourt, entre los llantos de los familiares, al más puro estilo mandinga, me parió con angustiosos dolores, multiplicando las imágenes a mi llegada al mundo. Fue el 30 de octubre de 1834, en la calle Rastro en Santiago de Cuba...

Cuando era niño, alrededor de los hornos de carbón, en el Cobre, los negros de nación con su memoria ancestral decían: «lo único que nos hace reencarnar es el morir, pues la muerte es principio, no fin».

Camino y resbalo sobre el musgo de la maldad humana y me hundo en sueño de profundo reposo.

Mi último día está agonizando. La oscuridad aumenta. Recuerdo mi casa como un añejado grabado de madera, en la calle Esperanza, sencilla, de mampostería rugosa y alegres tejas al arrimo del sol de nuestro inmortal verano. Se asemeja a una estampa antigua que vive solo en mí y en mi querida Virginia. Por las ventanitas se intuye la fuerza de nuestras miradas. Tiene tres cuartos abiertos a la luz y a la humedad de la tierra, y las matas de flores multicolores, con sus aromas jazmineros, nos hacen vivir todas las estaciones de nuestra felicidad.

Vienen a mi mente los primeros días de la República. Para mi licenciamiento militar no han tenido en cuenta mi historia en las tres guerras ni los incontables combates. Se me achacaba el juicio al que fui sometido el 28 de agosto del 97 por el jefe, Máximo Gómez, separándome del servicio activo. Fui traicionado en el concepto más sagrado de un hombre, la amistad. Pero ¿qué podía yo esperar del general Mayía Rodríguez, uno de los tres que conformaban mi sentencia?

Es entonces cuando con mis dedos nerviosos por tanta iniquidad le hago llegar una carta a Juan Gualberto Gómez:

Estimado amigo:

...Y en 2º para enviarle unas hojas; que he tirado á la publicidad, en defensa de nuestros pobres soldados de la «Revolución» á los cuales me propongo defender con tezón, dentro del orden;... á fin de que se les reclamen sús derechos amparados en la Ley de Procedimientos. Consérvese bueno, ayúdenos en lo que pueda... [sic]5

Pero ¿qué podía esperar si la Comisión de Reclamaciones del Ejército Libertador en comunicación del 27 de noviembre de 1903, firmado por el coronel Lamar, me declara sin lugar la rectificación de un retiro decoroso?

Mis recuerdos se quiebran en mi cuerpo, hoy frágil, y me golpean las imágenes sobre las cuales sobrellevo con pureza el aspecto de mi muerte.

Tres años después de mi licenciamiento, el 5 de enero de 1905, mis compañeros organizan una función benéfica para recaudarme fondos. Me veo entrando en el teatro Payret. Trato de mantener mi cabeza erguida y los ojos penetrantes, con el brillo de la dignidad. Para cada una de las entradas al teatro, dicté un suelto pequeño. En él me refiero al instinto de conservación de todo ser viviente y el derecho que a la vida tienen mis hijos y familiares... los quebrantos que por causas ajenas a mi voluntad he sufrido. Con el producto de la recaudación y de mi trabajo personal, veré la manera de asegurar la subsistencia de los seres que me son queridos, toda vez que por mi condición de guerrero, quizá no he podido obtener un destino modesto en el banquete de los afortunados o escogidos. En la nota agradezco finalmente: «Si con su presencia se digna usted honrar mi función de beneficio, habrá contribuido a hacer menos aflictiva mi situación y la de mis hijos...».

Me transporto sumergido en la irrealidad de mi destino, siento el amargor de la hipocresía y el laceramiento de mis ideales. Con este recuerdo vuelvo a encontrar la noche de mi silencio. Busco afanosamente trabajo, necesito subsistir a la hiel de la victoria, en el aislamiento de ser relegado a la sombra de mi cuerpo, navegando en mi historia.

Solicito al Secretario de Agricultura una plaza de Inspector de Montes que se encuentra vacante. Con mi vida impaciente de premoniciones y mis manos rugosas, hago escribir otra nota a mi «tía» Marta Abreu: «Quiero trabajar y tengo atadas las manos; desátelas usted proporcionándome a modo de ganar el pan de mi familia...».6

Antes de las elecciones, Tomasico me puso al frente del trabajo de recogida de basura y por lo menos ganaba 100 pesos. Después, el triunfante Presidente me lo rebajó a 75 pesos. Así, le dirijo con el respeto que las antesalas me enseñan:

Febrero 14 de 1906

Honorable Sr. Presidente de la República

Querido y respetado Sr. Presidente:

...También he procurado verlo a usted a fin de exponerle mis quejas, y se me ha dificultado igualmente, si bien entiendo que sus múltiples ocupaciones, de orden más elevado, no lo dejarán tiempo muchas veces ni para atender a su propia familia.

...¿es justo que se me haya rebajado mi sueldo, que la mitad de él hay que emplearlo en la casa, por que por prestigio del mismo Ejército yo no debo ocupar un cubil o una guardia (sic), sino vivir con relativa decencia?...

...le pido a usted justicia y que repare lo que casi puede estimarse como una ofensa (...).7

Bueno Tomasico, me mandaste al frente de una sección de recogida de basura, en las calles de La Habana, pero lo que tú no te podías imaginar era que mis estrellas de general brillaban a la luz del sol, convirtiéndome en un ser de la mitología callejera. Yo soy el hombre de tres guerras, fiel a mi tierra, de ancestros mandingas y creo en mi reencarnación, por eso estoy haciendo este recuento de mi pasado-presente, en este cajón de madera tan duro, como la dureza de mi vida.

Me acuerdo cuando Sabatés me ofreció un puesto de sereno, pero no lo acepté, la paga era mísera; pero dieron la orden de que cada vez que llegara a sus oficinas me dieran cinco pesos. Nunca fui. Mis estrellas pesaban cada vez más sobre mis hombros, trazando líneas imaginarias, para estos tiempos sin recursos. Quienes más mitigaron mis necesidades de subsistencias fueron los hermanos Crusellas. ¿Cómo? Mi retrato de General fue tirado en volantes anunciando su amarillo jabón Candado —que por cierto, era muy bueno— para las lavanderas. Bien, este sería mi último «trabajo» antes de ser macheteado y baleado... ¡ironías del destino!

Ya para estos tiempos, Tomasico representa la oligarquía pro dependencia de los Estados Unidos. ¡Pero yo, Quintín Bandera, sigo siendo mambí!

Se estremece el carromato; los pencos gimen de dolor; las maderas murmuran su resequedad. Yo me balanceo, recordándome en los brazos de mi madre, que me susurra un canto en lengua de nación mandinga o yoruba. No sé. Solo sé que de niño mi madre me llevó al río para recibir el lenguaje metafórico del ritual de siglos sonorizados por el canto de los pájaros, por el musitar de las yerbas frescas del amanecer, al contacto con mis pies desnudos y así, me hundió en el espejo de las aguas, allí donde el sol de luz tenue se descompone con rayos multicolores. Mis pequeñas manos juegan con las perlas cristalinas de los reflejos y pretendo el sueño. Fui niño–viejo porque esta etapa me duró muy poco. Nunca fui disciplinado. Me río ahora de mis maldades. Fui a una de las nueve escuelas que había en el país para niños negros. Pero la escuela no se posesionó de mí. ¡Era un desastre! ¡No aprendí nada!

Los siete balazos y los cuatro machetazos que llevo en mi cuerpo laceran mi espíritu. Los movimientos del ataúd me traen el pasado al presente, con imágenes de impresión huidiza, común de la tierra y del fuego. Soy una sombra lejana buscando en mis recuerdos.

Tengo once años y el calor de los hornos de carbón penetra mis pies descalzos y se esparce por todo mi cuerpo. Negros como yo, ancianos y jóvenes, se reúnen murmurando cantos congos, mandigas y angolas. Letanía gutural y monótona, batiendo las manos callosas. Me siento parte de esas tierras, de todas las tierras africanas que se reciclan en mi cuerpo de niño, y escucho leyendas que marcarían mi existencia:

Ta Tomás, era tan negro como la tizna de carbón de los hornos. Bebía tragos de chamba y escupía por el hueco del diente que le faltaba. Cada vez contaba un cuento, al más puro estilo de los akpelos africanos. Ta Tomás era mandinga, bajito, troncúo, bembón, y olía a aguardiente, pimienta y también a sudores mezclados con ajo y berrenchín de chivo. Dicen que ta Tomás pasó su vida jabla que te jabla y dando butame con músicos del barrio Los Hoyos. Cuando le preguntaban con qué había pagado el fetekún, ta Tomás, con la gracia propia de su ingenuidad, respondía: «con plata que pedí emprestao a la luna; unos centenes a las estrellas y un grande–grande al sol».

Luego, cuando me hice albañil, los años se me iban de las manos, era como una carrera para hacerme hombre. Siempre fui muy fuerte. Me sentía hombre con la estatura de un niño, mi cabeza unida al tronco casi monolíticamente, el cuello empotrado en mis hombros nervudos. Parezco una ceiba. Miro de soslayo como una pantera en acecho, brillando de noche, intuyendo el peligro. Soy de pocas palabras y voz gutural, al estilo de los bozalones: ronco y fuerte...

¿Dónde estará el tamboril con el que siempre viajo? En la soledad de mis reflexiones busco, trato de palpar mi tamboril, ya añejado en la tradición de la magia, recargado de ideas místicas que heredé de mis ancestros mandingas. Recuerdo que estaba colocado en un rincón de mi casa. Desde niño vi a mis padres rendirle tributo especial, con aguardiente, humo de tabaco y café. Lo tocaban suavemente, despertando a los espíritus de nuestros mayores. Recuerdo también que, en momentos difíciles, el tamboril era un mediador entre la tierra y el cielo, con un toque especial, profundo, tan profundo como el lamento de nuestra sangre. Contaba mi madre que el tamboril fue heredado por sus padres y por ello, debía atenderlo, adorarlo, ya que en él vivía una deidad muy poderosa llamada Osain, dueño del monte, sabio entre los sabios porque conoce los misterios de cada tronco, raíz, hojas y flores.

Ahora palpo, entre mis manos pegajosas de sangre coagulada, el pequeño makuto, resguardo que me hicieron desde pequeño, que me protegió en mis 72 años de vida, en mis tres guerras, en la prisión de Baleares y en ese viaje loco por España en calidad de esclavo, siendo libre. Siento el olor mezclado de carbón y salitre, el olor del calor santiaguero.

Corre el año 1851.

Me observo. Veo cómo mis espaldas se encorvaban con el peso del saco de carbón y cerca de los muelles, al alzar mi vista, quedo fascinado: es un gran barco de una firma transatlántica española. Me llamó a bordo el segundo oficial, me asusté. Él no sabía que yo era liberto y me trató como a un esclavo. Sin pensarlo, sin siquiera avisarle a mi familia, me enrolaron como esclavo en los trabajos de fogonero, grumete y ayudante. De puerto en puerto, de emoción en emoción viví intensamente hasta el año 1857.

En noches silentes, recuerdo la cubierta del barco. El suave vaivén de las olas producía un ruido lúgubre mientras mi alma angustiada buscaba en las estrellas las premoniciones de mi futuro; me acercaban a mi tierra y a mi familia; se estrellaban en mis sueños de adolescente. Y sentía la dulzura sensual que toca cada poro de mi ser. Cuando el viento llora y se lamenta, es como una música profunda del espacio infinito. Soy indómito, rápido y activo, pero me siento vagabundo en mis angustias. Quisiera volver a ser lo que fui en mi infancia. Observo las estrellas, las cuento y las vuelvo a contar, aliviando mis memorias. El salitre cubre mi rostro y la fuerza del océano grita resplandeciente sus verdes y azules oscuros, cuando de repente, brotan las vigorosas blancas espumas para reciclar su fortaleza. Me siento océano, mar, tierra y cielo. Soy la naturaleza que otorga lo inconquistable de los elementos.

Cádiz, puerto de mar, surge entre rocas y arena, y mis ojos inexpertos se alucinan. Cuentan los marineros que se remonta su fundación a la era antes de Cristo. Allí se encuentran los mejores astilleros navales. Es un istmo con playas de arena gruesa. La quisiera comparar con mi playa Siboney, pero no encuentro palabras. Me vuelve la nostalgia.

Mi próxima escala fue en Vigo para pasar la cuarentena. Se veían en lontananza pequeños barcos pesqueros. Dicen que esta ciudad es como el nudo de las comunicaciones entre el Viejo y el Nuevo mundos.

Durante esos años cambié varias veces de barco. Algunas veces eran pequeñitos y se movían mucho en el travieso mar. Yo nunca me mareé. Fui fuerte, gracias al vigor que me penetraron siempre los hornos de carbón y la savia de la tierra.

Todavía, después de tantos años, me pregunto por qué le pusieron «El Maly Año» a un bergantín. En él hacíamos viajes de Santander a Toledo. Serví de fogonero cuando llevamos a la reina Isabel II a una corrida de toros en San Sebastián. Eso fue en agosto de 1852.

Me parece estar en Bilbao. Caminé mucho sus pueblos, sus calles, sus barcos... y pienso que tengo una personalidad aventurera. He recorrido una parte del mundo, he aprendido otras costumbres. Los mineros bilbaínos deambulan por los rincones y su puerto parece un erizo con los mástiles al aire y estos con banderitas multicolores. Recuerdo que casi no se veía el mar, solo la espuma inquieta.

Mis predios han sido violados y mi voz intemporal brota como un gemido. ¿Qué hago yo, Quintín Bandera, en este cajón? ¿Son mis heridas estas que se abren con el vaivén del carromato? ¿Qué será de mi mujer, mis hijos? Mi Patria, por la que luché, se desploma con la herida más profunda de la traición. Los pencos relinchan y siento el jadeo de su respiración. Por lo menos ellos respiran, y yo... Toco con mis manos de sangre espesa, mis pobres pertenencias... me las tiraron como basura y no saben que me acompañan en estos tiempos sin recursos, aliviando mi memoria.

Corría el fin del año 1857. Me mandaron en el bergantín Pilar para Santiago de Cuba. Cuando atracó en el puerto, traté de avisarles a mis padres para que me reclamaran, aunque pensándolo bien, ahora que mi recuerdo fluye, me habían cambiado para el vapor Juan de Austria, fondeado allí mismo. Llegué a mi Santiago de Cuba, con sus lomas ondulantes, su sierra de fondo y su pueblo, inundando el paisaje con alegría contagiosa... al fin, mi pueblo. Era el renacimiento de la tierra, el sudor del trabajo, el calor del mes de septiembre y mi madre reclamándome. Esta relación terrenal se acentuó en mi adultez precoz. Fui liberado y me marché a casa, no sin antes oír las protestas y regaños de mi familia. Ya en mi casa y sin descanso, retomé durante cinco años el oficio de albañil que había practicado de niño.

En 1862 me casé con la bella Francisca Zayas en la Villa de El Cobre. Fue una boda muy modesta —tenía que serlo. Recuerdo a mis padres, vestidos con galas de domingo, dándome las recomendaciones clásicas. Yo moría por Francisca, a quien recuerdo en todo momento. Murió muy joven y no tuve hijos con ella. Mi Francisca era esbelta, con cuerpo de ébano torneado, brazos pequeñitos bien formados y sus cabellos eran tan negros como el azul del mar en su horizonte, y tan encrespados como las espumas que rompen en las rocas. Cuando caminaba, sus caderas seguían el ritmo de los tambores... Es bella mi muchachita... Acompáñame con tu sonrisa...

Encadené mi tiempo al campo y me sentí resurgir en la vegetación. Sembrando, llegué a percibir los pequeños brotes, la floración y después los frutos. Había dejado atrás mi aventurera juventud. Fue Hilario quien me dio trabajo en su finca y luego en los terrenos de Ciro, donde mi amor a la patria se arraigó como el tronco, las ramas y las raíces de un laurel. Yo vibraba con el ansia del combate, sentía la lucha como una parte de mí, como mi sombra.

Ahora quiero pensar que mi sombra es el negativo de mi cuerpo, irradiado por la luz que proyectan las rendijas carcomidas del cajón. ¿Será esto real? Estoy aislado, replegado sobre mí mismo, defraudado por mi inocencia, confundido con mis recuerdos. ¿Fui, soy o seré un General? Mi boca gruesa y deforme ríe. Ni balas ni machetazos han podido conmigo... soy guerrero... soy Quintín Bandera.

ZONA DE SILENCIO

Cae lluvia fina. Los cubanos lloran su República perdida en el abismo de atronadoras venganzas, por la destrucción de su pueblo. Vibrante de luz propia, tratando de crecer libres y enarbolar el arma poderosa de la verdad, hombres y mujeres blanden sus machetes para contar la historia de sus batallas.

Mi cuerpo caduco, jirones de huesos y pellejos, tendones, membranas, músculos desollados por los machetazos recibidos, sangre coagulada, invadido de podredumbre, impurezas, mi boca sin saliva ni manos tiernas que humedezcan mis gruesos labios con un poco de agua, se remueve con el bamboleo del carromato «La Lechuza», en el pequeño espacio del cajón de madera que araña, inmisericorde, lo que queda de mí. Lo dirigen lentamente hacia el cementerio, mi última morada. Los mayimbes revolotean alrededor del cortejo fúnebre, si a esto se le puede llamar así. Sambia me manda su mensaje, que ellos me transmiten con un chillido estridente:

—No estás solo, General de tres guerras, hombre entre hombres.

Pican las lechuzas mensajeras y dejan caer yerbas sagradas sobre el carromato: cañasanta, pata de gallina y anamú. Ellas refrescan los surcos de mi piel, las huellas de incontables batallas, de las interminables marchas y contramarchas de mi destino.

Oigo relámpagos. El carromato se envuelve en capas de viento y nubes. Nsasi, dios del trueno y las tormentas, grita a los cuatro vientos, al cielo encapotado:

—Soy el más poderoso, después de mi padre Sambia. No te dejaré solo, guerrero intemporal, conquistador y rebelde, eres cañón, machete y cuchillo. Ya no existirá patriotismo dormido y reanimarás en tu propia tierra tu linaje espiritual y mambí. Con mi nganga dirijo tu camino, guiado por dos carneros blancos con frentes de hierro, los poderes de su vista en actitud de desafío, golpeando la tierra a cada paso, implorando la clemencia de la pesada carga de la historia, mientras mis gallos místicos cantan para que las heroínas te reciban envueltas en sus mantos de amarguras.

Y con el silbido estridente del viento que penetra por las rendijas y lastima mi corazón, con esa ausencia de sol en el reino de los espíritus, de los muertos, surgen, a todo lo largo y ancho de estas calles maceradas con la sangre que enluta todos los rincones de nuestra tierra, mujeres, mujeres con ropas raídas, con el rojo bermellón de sus heridas abiertas nunca cerradas. Van envueltas en la bandera cubana, llevan el machete desenvainado o el fusil en sus manos delicadas: mujeres negras, blancas, chinas, indias; cubanas susurrando su vida con voces del espacio, vidas sacrificadas: mambisas, laborantes, emigrantes, capitanas, combatientes. Vibrantes de amor patrio, llevan con ellas palomas blancas que aprietan contra sus pechos para que no salgan volando; cada paloma es el alma de una mujer inmolada y sin nombre.

Mis viejecitas queridas: Dominga, Mariana, Manana y María, cubren mi rostro con pétalos de rosas. Conocen mi historia, la historia silenciada, y Rosa «La Bayamesa» pasa sus yerbas por mi cuerpo, que revive la nostalgia, y me da la miel ricamente endulzada de sus colmenas. Ellas defienden la eternidad ante la visión de la gloria, borrando las contradicciones de los paisajes mudos y de la palabra humana.

Mi piel vive, es mi ser de sombra y luz esperanzado; las mujeres me saludan, las mujeres con cárceles en las manos, vejaciones en los ojos, con sangre entre las sangres, todas mezcladas, estas mujeres con vida entre los misterios de la muerte:

—General Bandera, «General de Mil Guerras», desde aquí te acompañaremos con la sonrisa en los labios. Estas sangres que corren como ríos de montaña, caudalosas en su cauce, son venas de nuestra tierra cubana. Nos atan al horizonte del mañana inseguro, fugaz, un futuro aullado de la Patria atormentada.

Del Manzanillo de 1868, con sus grandes ojos fulgurantes, Candelaria Acosta, Cambula, alza la bandera de la Demajagua con su puño en alto indicando violencia libertaria. Un hermoso caballo agita sus crines de plata, caracolea sobre las yerbas mojadas: es Canducha Figueredo, «La Abanderada», quien, con su padre Perucho, recorre la tierra adorada. De fondo se escucha el himno de nuestras ansias, los disparos abren grietas en las casas. Todas se cuadran ante Céspedes, el General ultrajado: Amelia Montero, Isabel, Ana, Inés Jerez y el coro juvenil proclama que «morir por la patria es vivir».

La coronela Juana Arias luce sus estrellas que brillan a la alborada, pelea mano a mano con el machete ensangrentado en diferentes batallas:

—Las Guásimas, donde corrí las montañas y extensa sabana, donde revolví mis entrañas bajo las guásimas y las siguas. Fui aplastada por una ceiba, allá en el monte bravío.

Carmen Cancino está entre nosotros, le llaman la Negra. Aprisiona entre sus manos la paloma de su tristeza. Avanza hacia mí con sus arrias de mulas, que corren al encuentro de la Sierra. Fue correo para Carlos Manuel: ropas, alimentos, armas. Ella es manzanillera al igual que su hermana Manuela y ambas permanecieron en el campo insurrecto durante diez años. Manuela Cancino, casada con Pablo Beola, conocida como la «Hija de Yara» en las letras cubanas.

—General, aquí estamos para hacerle compañía en sus avatares de guerra que son canto del mañana. Mientras «La Lechuza» gime de dolor traspasado, nosotras levantamos el machete paraguayo porque somos firmes y conscientes de nuestro amor a la patria.

Me habla la holguinera Juana de la Torre:

—No se detenga el estampido del cañón; perezca yo bajo las ruinas de este edificio y sálvese la patria.

Mujer que proclama una frase lapidaria, encerrada con 65 criminales en una jaula de la prisión pública del edificio La Periquera. Por sus siete balcones fue llamado palomar y palomos sus ocupantes, ahora es cárcel que va a incubar humillantes presiones para traicionar, pero anida su orgullo de patriota oriental.

—¡Somos así!, General en las guerras y General en la paz. Aquí estamos para acompañarlo en su viaje final.

Veo una mujer con sus ropas raídas, sangre y más sangre encharca las paredes de la aurora. Es la triste historia repetida de españoles y voluntarios que saciaron en su cuerpo el odio descontrolado.

—Me llamo Adriana del Castillo, fui víctima de feroces voluntarios en Bayamo y mi honra fue violada. Hoy me alzo junto a usted para enarbolar la bandera de los muertos y de los vivos.

Con ropas permeadas de salitre y las olas rompiendo las caracolas en sus pies firmes, heridos, camina por la costa Mercedes Tamarit, recogiendo municiones y todo lo que pudiera servir para la causa libertadora, para los perseguidos cubanos envueltos en la noche del mañana.

Se multiplican las mujeres perforadas por la muerte. Temprano fue para ellas; sus ansias ruedan por el suelo. Estas mujeres que vi fatigadas, exhaustas, como fantasmas caminando en la manigua, sin quejas de hambre o susto, levantan sus manos con hierros, machetes, sedientas de libertad. Mis ojos se llenan de lágrimas, mis ojos amarillos proyectan mi corazón herido: son ejemplo de la lucha, son ejemplo de la mujer cubana.

Todas vienen con palomas que aprietan su alma: general Bandera, ¿quién ha traicionado sus estrellas? ¿Quién vistió de luto su charretera?

PIES DESCALZOS

Guerra de los Diez Años

A gran opresión, gran rebelión. Cuando el hombre va a perecer, el hombre renace.

José Martí

Sigo recorriendo el largo camino de mis últimos soplos que se coagulan en mis reflexiones, en lo que queda de mi imagen, de mi cuerpo..., últimas energías de mi desesperada impotencia arrinconada en los abismos de mi memoria.

Recuerdo el barrio Los Hoyos en mi Santiago natal: los Maceo, estatuas talladas de profundo mestizaje, personalidades enraizadas en las palmas erectas del paisaje; Flor Crombet, llamado con el paso del tiempo «el Sucre cubano», nacido en El Cobre, en el año 1851, joven guerrero, fuerte carácter, intrépido; los Regüeiferos, muchachones con el temperamento del indómito Oriente; y Guillermón Moncada, ágil en la carga al machete. Caminábamos, uniéndonos los lazos libertarios. Sintieron el eco de nuestras pisadas las calles Enramada, Carnicería y Reloj. Sonreía, con la picaresca experiencia del viajero que ha navegado mares desconocidos y recorrido tierras de lontananza, fantasía de puertos y marineros, culturas de pueblos con lenguaje musical, aun cuando en aquel entonces no sabía leer ni escribir. Quizá estaba en desventaja, pero así me tomó por asalto mi madurez temprana, y marché a la guerra un día frío, para nuestro cálido invierno santiaguero, el 1ro. de diciembre de 1868.

Me dirigí a las cumbres por bellos parajes de fértiles llanos y vegetación frondosa de árboles maderables. Hundí mis pies descalzos en las aguas frescas del río Cauto, con sus nenúfares y patos salvajes nadando mientras ofrecían un concierto de voces disonantes, ellos que conocen tanto del agua como del cielo, de los caminos de la tierra y del aire, guiaron mis pasos. Subí las estribaciones de la Sierra Maestra, majestuosa, mística como los bosques y montañas que nos brindan la alegría de la tierra, morada de deidades, habitáculo de Osain, dueño de la naturaleza y de los Kini kini, muy propios de nuestras tradiciones mandingas.

Mientras avanzaba hacia Palma Soriano, región agrícola, rica en cultivos de café, cacao, frijol y plátano, admiraba la belleza de sus intensos verdes refulgentes bajo el sol radiante, con sus contrastes de colores primarios. Iba a incorporarme a las órdenes de Donato Mármol, quien pertenecía al grupo de iniciadores de la Guerra de los Diez Años.

Las ruedas del carromato gimen de dolor, mi cuerpo se bambolea con la danza macabra de mis despojos... ¡Le invoco, general Donato, para que sea parte del final de esta historia! ¡A sus órdenes, mi General! Me incorporo a sus filas. ¡Ordene mi futuro! Y usted, mi general Donato, me alienta recordando un salmo del Antiguo Testamento:

Escondes tu rostro, túrbanse:

Les quitas el espíritu, dejan de ser,

Y tórnanse en su polvo.

Envías tu espíritu, críanse:

Y renuevas la faz de la tierra.8

—Estimado general Bandera, ellos se masacrarán entre sí mientras la maldad domine la situación. Esta es la ley de la transmigración, forma de expresión de la justicia inmanente y consecuencia de actos humanos.

Como viejos amigos, sin reparar en grados militares, nos fundimos en el pasado de nuestra historia común.

—Mi general Donato, usted penetró al movimiento conspirativo por la puerta ancha de la masonería; yo también decidí dar el paso a esa organización que reunía a casi todos los que conspiraban contra el régimen español. Como guerrero rebelde, audaz, humilde y analfabeto, nunca me vi disminuido en mi escasa o nula cultura. El brillo de mi machete paraguayo lo mostraba en cada paso de mi infantería. Usted, General, tomó Jiguaní en armas con solo 200 hombres, jinetes compactos; levantó con su energía los pueblos de Santa Rita y Baire. ¿Recuerda cuando fue nombrado Mayor General por Carlos Manuel de Céspedes, y ambos se reunieron en el insurrecto Bayamo? ¿Las palabras de emoción en este encuentro de hombres privilegiados en la historia? Yo me sentía orgulloso de estar bajo sus órdenes, pues en iguales condiciones combatieron Máximo Gómez, Antonio Maceo, Guillermón Moncada, Flor Crombet y uno, que siempre me odió y de quien no quisiera acordarme, ni traerlo a nuestro diálogo: el brigadier Jesús Pérez, jefe de la brigada de Cambute. No me explico todavía si su desprecio fue consecuencia de la envidia o del racismo... Sin embargo, siempre le reconocí su mérito: su incondicionalidad al presidente Céspedes. La historia, al paso de los años, cuando se reciclen sus páginas, reflexionará sobre todas nuestras incógnitas y sobre la honorabilidad de nuestros principios, que han sido marcados por el lento paso de la vida.

El general Mármol fija sus ojos de águila sobre mi cuerpo lacerado y exclama:

—Tú, Quintín, has caído en combate de ideas; cada herida sangra por la traición, mientras yo, carente de recursos, con fiebres malignas me abandono a la muerte, liberadora de mis penas, que al fin me dio acceso al reino del espíritu.

He ido recuperando fuerzas al contacto con la tierra donde nada cesa, todo fluye. Los pencos relinchan, mi carga es demasiado pesada... Sus débiles patas resbalan sobre el pavimento de la historia. Avanzamos en el pasado del presente, trazando líneas imaginarias para aliviar la memoria.

—General, ¡qué bien recuerdo a nuestros soldados, cuando en formación imaginaria, tomamos Palma Soriano! Acampamos en el ingenio Hicotea, rodeado por bellos paisajes: muchos árboles, olores de guayaba, de azahares, melaza de guarapo y abundante hierba para las bestias. Nos sirvió de cobija, de descanso, en espera de partir al Puerto de Moya, pero se decidió después el ataque al pueblo El Cobre. ¿Se acuerda, General, que todas las fuerzas enemigas estaban acampadas en Cuba y El Cobre? Pero siguiendo órdenes atacamos el pueblo; el enemigo, con la experiencia de varias guerras en su tierra, se atrincheró en el santuario. Y nosotros, que creíamos en los parlamentos, pensando que se rendirían. Para nuestra sorpresa, estaban esperando, dando tiempo para recibir los refuerzos de Cuba. Nos tuvimos que retirar. En estos ataques perdimos una parte de la caballería. Fue en realidad una amarga experiencia. Yo combatí a pie descalzo y la fuerza de la tierra penetró el mundo de mis ancestros, mis seres del pasado.

Recuerdo que en diciembre arremetimos otra vez contra El Cobre, ocupándolo en una ofensiva. Mientras el conde de Valmaseda, con sus tropas perfectamente organizadas, fue destinado a la zona. Corría de voz en voz que era un militar sanguinario y déspota, que traía con él a los mejores veteranos de otras guerras. Su segundo era Valeriano Weyler; juntos transportaban las mejores armas y piezas de artillería. Así fue.

—Con permiso, general Mármol, invitemos al general Limbano Sánchez a este recordatorio de cuando la guerra absorbía cada célula de nuestra vida diaria. General Limbano, acomódese en nuestro largo trayecto para dar continuidad a las ideas. Este es un sueño en marcha deslizante que nos libera de la opresión que nos rodea.

El general Limbano Sánchez es un hombre esbelto, de gran resistencia física, carácter jovial, y lleva bigotes finos. No hablemos de las mujeres, pues todos padecemos de ese mal.

«La Lechuza» emite un chirrido angustiado. Ecos de voces se escuchan cual susurro musical: son las voces del pueblo con sus pregones. Tratamos de imaginarnos Marianao, que despierta para ser testigo de la cobarde alevosía. Los generales Mármol y Limbano no conocieron esta parte de nuestra Isla, fragmentada durante las guerras por un regionalismo de fracasada integración.

Con la memoria trasmitida por mis ancestros mandingas, yo les comento:

—Es preferible la muerte a la humillación. Todo puede morir menos la sabiduría que se trasmite.

Limbano, a quien todos llamábamos «el León de Holguín» por su valentía, arrojo y lealtad a sus principios, me dijo:

—Cuando te tuve en mis tropas, con tu infantería de negros descalzos, maltrechos, consideré que llegarías a los grados superiores, pero también pensé que por tu indisciplina, apurarías tragos muy amargos. Así te veo ahora, querido general Bandera. Nos atan las piedras, las yerbas frescas y las secas; los bosques de caobas, majaguas, palmas; los ríos de nuestra zona oriental, a veces transparentes como sombras que corren sobre las aguas traspasadas por los rayos solares, y otras enfangados como un antiguo remordimiento que no quiere desvanecerse. ¿Recuerdas, Quintín, que cuando regresamos a Puerto de Moya encontramos en una trinchera, llamada Jiguaní, un cañón chico? ¡Eso nos produjo tanta alegría! Lo inspeccionamos minuciosamente para conocer los mecanismos que lo hacían funcionar. Si mal no recuerdo, era un cañón alemán y le habían adaptado piezas fabricadas en la Península. Me parece que decía que había sido fundido en Essen, con el sistema de retrocarga. No necesitamos la fusilería, la infantería ni nada. A la hora del combate se hizo un solo disparo y el enemigo huyó sorprendido, despavorido, desgarrando el aire, caballos en relinchos de agonía, hombres con gritos de rabia... en ese momento la tierra tembló.

Nuestros viejos recuerdos adquieren súbitamente la posibilidad de estas reflexiones reviviendo, juzgando nuestro pasado.

Escuchamos el llamado del toque de corneta; nos abrimos paso por el camino de Hongolosongo. Llueve, el agua helada queda atrapada entre las hojas de las yagrumas; los sinsontes, trinando, huyen de nosotros; nuestros pies descalzos resbalan sobre las piedras roídas, mientras que las hojas de las yagrumas nos sirven para aligerar el camino. Bebemos miel para fortalecernos. Canchánchara, miel y café en güira cimarrona. Llegamos al campamento de Ramón en Cambute y respiramos el aire, los olores que salen de las cocinas de carbón: puerco jíbaro con naranja agria, en puya, boniato asado y el sabroso casabe, hecho por manos amigas y, por supuesto, el café oloroso, cosechado en nuestras lomas, tostado por manos de negros libertos. General Limbano, por fin descansamos.

La yerba del campamento es alta, el polen flota y penetra nuestras narices, estornudamos con la alegría de la floración, estamos en nuestra eterna primavera.

—¿Se acuerda, General, como nos entreteníamos con el humo del tabaco y su espiral, que escapaba como mensajero de dioses? Para mí eran nuestras deidades traídas en los narigones y con grilletes de esclavos.

Limbano trae sus propios recuerdos.

—Me negué a aceptar las órdenes del Gobierno de la República en Armas. Comprendo que cometí serios errores de indisciplina, aun cuando ante todo soy patriota y revolucionario. Pero, general Bandera, lo más importante siempre fue la unidad insurrecta en interés de la independencia. Yo fui fiel, pero expresé mi personalidad de forma auténtica y esto provocó desagradables enfrentamientos con los generales Maceo y Gómez... Estoy persuadido, general Bandera, de que tarde o temprano un espíritu más esclarecido, descubrirá mi convencimiento de que el enemigo no era el perjudicado, entenderá mi identificación con las ideas reformistas de Vicente García, y nuestra actitud contra España.

—Escucha, general Limbano, lo que les oí contar a mis mayores, sobre sus abuelos, de las tribus de donde fueron robados y esclavizados. Estos relatos nos aportan enseñanzas profundas:

Cáleo, un sordomudo, era jefe de una aldea del remoto Mali, en lo que nosotros llamamos Guinea. Habían vivido en paz y armonía, pero una noche, cuando el crepúsculo aún resplandecía entre los nubarrones, salieron en forma de espíritus perros de todas las formas y colores: negros, amarillos, blancos manchados, famélicos y alimentados, y al unísono aullaron con sonidos estridentes, desgarradores, alterando a viejos, mujeres, niños y guerreros. Esto dejó estupefacto a su jefe Cáleo quien, con fatídicas premoniciones, reunió al pueblo. Él sintió la palabra de Yori, el nombre misterioso de Dios que significa «El furtivo», que le soplaba al oído un mensaje sobre la desunión que conduciría a su pueblo a la esclavitud y, en consecuencia, a la ruina.

Para evitarlo debía reunirse, sosteniendo una gran güira entre las manos, a la que le abriría tantos orificios como habitantes hubiesen en la aldea. La llenaría de agua, invocando a Yori, y así sería revelado quien tuviera malas intenciones con su jefatura. Cada uno de los aldeanos debía poner su dedo en uno de los huecos para que no se escapara el agua, símbolo de la unión. Hombres y mujeres acudieron a tapar el agua huidiza, pero uno de ellos, lleno de envidia por los poderes de su jefe, se mantuvo aparte y fue expulsado de la aldea.

Por eso nosotros, descendientes de la sabiduría de nuestros antepasados, decimos: “la unidad no es un mero medio para conseguir poder, sino una meta en la vida humana”.

Llueve una recia lluvia que nos refresca, que adormece las florecillas silvestres azules, amarillas y moradas. Se cubre de bruma el bosque cercano y los contornos de los naranjales parecen presagiar lo largo del trayecto que nos espera. Las ranas cantan con sencillez mientras chapotean en los charcos de agua formados en el lodazal a nuestro alrededor. Se nos apaga el tabaco y en las jícaras perece el sabor del café.

El carromato «La Lechuza» gime nuestros recuerdos. El diálogo prosigue como si estuviéramos en la realidad. El general Limbano precisa:

—Yo caigo en combate, el 27 de septiembre de 1885. El 7 de mayo de ese mismo año, había partido con una expedición desde Santo Domingo. Como tuvimos que burlar la vigilancia de los españoles, llegamos a escondernos en varias ensenadas de Haití. Los mosquitos, enormes, se nutrían de nosotros; tratábamos de esquivarlos con fuego encendido, dejando solo el humo para ahuyentarlos, pero se ensañaban con agresividad. La mayor parte de nuestro tiempo estábamos en los pantanos. Al tocar tierra cubana, la emoción opacó el cansancio y también el extravío de algunos expedicionarios. Nos encontrábamos en la playa de La Caleta, en Baracoa, con sus aguas transparentes, quietas y armoniosas. El sol calentaba implacable, eran las doce del día 18.

Yo, con mi voz gruesa y ronca, lo interrumpo:

—Martí escribió sobre tu muerte, General, en su Diario de Campaña, el 15 de mayo de 1895, cuatro días antes de su propia caída:

De Limbano hablamos, de sobremesa: y se recuerda su muerte, como la contó el práctico de Mayarí, que había acudido a salvarlo, y llegó tarde. Limbano iba con Mongo, ya deshecho, y llegó a casa de Gabriel Reyes, de mala mujer, a quien le había hecho mucho favor: le dio las monedas que llevaba; la mitad para su hijo de Limbano, y para Gabriel la otra mitad, a que fuera a Cuba, a las diligencias de su salida, y el hombre volvió, con la promesa de 2 000 pesos, que ganó envenenando a Limbano. Gabriel fue al puesto de la guardia civil, que vino y disparó sobre el cadáver, para que apareciera muerto de ella. Gabriel vive en Cuba, acusado de todos los suyos (...).9

Ya ve, general Limbano Sánchez, que la ineluctable evolución de la historia toma aspectos perecederos y a la vez destructivos en sus contradicciones. Pero explíqueme su verdadera muerte, ya que veo su cuerpo lacerado por las heridas de la guerra.

—Ramón González y yo caímos en una emboscada. Numerosas tropas se ensañan con nosotros. Nuestros caballos fenecían de cansancio y en el camino de San Luis a Cayo Rey, en un lugar llamado Palmarito, nuestro amor patrio se disolvió entre jagüeyes, palmas y ceibas y pasó a formar parte de nuestra tierra amada, abonando con nuestra sangre las ideas libertarias. Así caí yo, general Bandera.

Capitán Jesús Infante Rizo, a sus órdenes.

—Bandera, prepare a sus hombres, salimos inmediatamente para una acción en Holguín. Usted está bajo mi mando.

A pie descalzo, pantalones raídos y machete preparado, como me lo había enseñado mi padre: tres montoncitos de pólvora y quemarlos con el fuego del tabaco. Salimos con el amanecer de rojos bermellones esfuminándose entre las montañas vibrantes de nuestro paisaje. La marcha bajo nuestro sol de justicia fue alegre y pronto regresamos al campamento de Cambute, con yaguas en la cabeza, protegiéndonos de la lluvia.

Inmediatamente suena la corneta. Me llama el brigadier Pérez y me pone bajo el mando del capitán Navarro. Hay fango por todas partes, se nos pega al pie cual suela y se endurece. Estoy acostumbrado, como todos los negros y mestizos de mi tropa, y esa es nuestra ventaja. Llama el corneta para la formación. El cielo hierve con su fuerza salvaje, lanzándonos rayos de ira, el dios del trueno nos advierte. Tomaré mis precauciones.

Salimos en busca de la expedición que entraría por la península de Ramón. Atravesamos la llanura del Cauto y las lomas de Maniabón, donde estuvo ubicado un cacicazgo taíno; estamos pisando tierra de los antiguos aborígenes. Sentimos la espiritualidad de esta cultura, la fortaleza de quienes también lucharon contra el invasor. Cruzamos ríos límpidos, sus orillas estaban cubiertas de nenúfares, algas, piedras rocosas, pececillos multicolores que despedían rayos de plata; eran los ríos Tasajeras y Naranjo.

Corremos al encuentro con la historia. Día 11 de mayo de 1869. Esta es la segunda vez que salimos a la búsqueda de la expedición. El barco «Perrit» se divisa muy cerca de la costa, lo protegen las grutas pedregosas que tapan la línea del horizonte. Observamos las maniobras. Vienen 200 hombres, entre ellos 80 norteamericanos. Recuerdo al jefe de la expedición, nombrado por la Junta Revolucionaria de Nueva York, el general Jordán, instruido en el arte de la guerra, pues era veterano confederado. Los jóvenes americanos pertenecían a distinguidas familias de Brooklyn y Nueva York. Recuerdo a un muchacho, muy joven, distinguido por su educación y modales, que contaba se había alistado sin el consentimiento de sus padres. Se llamaba Henry Reeve, alias el Inglesito. Llegó a alcanzar el grado de Brigadier por sus combates y arrojo.

Bajamos un cargamento de armas, municiones y cañones. Chocamos con el enemigo en combate cerrado y violento, donde hombres y caballos se fundían con el fuego de esa carga furibunda.

En las batallas de La Cuaba (caoba) y Rejondón de Báguano nuestros hombres semejaban al viento huracanado sobre la tierra, que cuando pasa ya nada es como antes. Estas me valieron que me ascendieran a sargento. Me hirieron, y yo mismo, tal como lo aprendí, cautericé mi herida con un tizón y casi inconsciente, invoqué a mis dioses para luego caer en un silencio prolongado.

Paso al servicio del comandante Beisot; hombre rudo, ancho de espaldas, corto de piernas, gran jinete. Combatí, ganando experiencia en Tubacao, Sevilla, Quiebraseca y Río Seco. En todas estas batallas nos impacientábamos porque los exploradores no nos venían con noticias de las tropas enemigas. En muchas oportunidades nuestras fuerzas cayeron sobre el cuadro español, en perfecto orden nuestra infantería y caballería. Nos respondían con descargas cerradas, con incesante fuego de artillería; no les dábamos tregua, tampoco ellos a nosotros. En ocasiones nuestros machetes acallaron el incesante estruendo de las armas. Retrocedíamos y contraatacábamos.

General Mármol, usted baja a los abismos de su memoria cuando muere el 26 de junio de 1870, en su campamento de la estancia El Calabazal, hacienda de San Felipe, a orillas del río Barigua. Manos amorosas ahuecan una palma, y le brindan los responsos en su última morada: familiares, amigos, subalternos. Su madre, la bayamesa Clotilde Tamayo Cisneros, declaró: «En la guerra cubana he perdido toda mi fortuna, y más que eso, a mis siete hijos y nietos adorados. Pero si fuera preciso, volvería a empezar».

La lechuza gimotea con sus alas abiertas, es mi guardián en esta casa oscura de la tierra, de las aguas, de la vegetación. Mi makuto se impregna de mi sangre; ya es hora de ir a mi casa... Descanso en el silencio del cajón, con puño cerrado acaricio mi machete y me viene a la memoria lo que escuché a mis ancestros: «la vida se sostiene de la muerte, la muerte de la vida».

Mi mente de nuevo se remonta: subí lentamente por una escarpada montaña, agarrándome de las raíces y troncos de los algarrobos petrificados, resbalándome por los musgos pegados a las rocas. Sentía la presencia de mi mujer Francisca de Zayas en nuestro rancho de troncos de palmas atados con bejucos; el techo de penachos secos y la cocina de carbón siempre encendida, con el oloroso café endulzado con miel de abejas. El camino lo interrumpía un arroyuelo. Sumergí mi cara sudorosa, refresqué mi cuerpo y mis pies, duros por mi andar descalzo, los hundí en el fango. Sentí alivio, reuní fuerzas para continuar el camino. El humo ya se divisaba en volutas ascendentes; caían los resplandores azulados del anochecer. Mi corazón saltó de alegría al oír la entonada voz de Francisca, cantando su décima favorita, con el fondo musical de los sinsontes en escala de trinos descendentes, mientras el sijú platanero, daba el aviso de la hora del recogimiento: