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ELLA DICTÓ LAS NORMAS, ELLA LAS DESAFIÓ Presentada por los historiadores como una reina puritana y de moral rígida, que en lo político se limito a secundar las decisiones de su marido y sus ministros, su verdadera cara es muy distinta. Fue una mujer transgresora y apasionada en lo privado que convirtió el Imperio británico en uno de los más vastos de la historia.
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Seitenzahl: 188
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
ELLA DICTÓ LAS NORMAS, ELLA LAS DESAFIÓ
I. SOLA EN EL TRONO
II. APRENDIENDO A SER REINA
III. LA MADRE DEL IMPERIO INGLÉS
IV. EL RESURGIR DE LA REINA
V. LA ABUELA DE EUROPA
VISIONES DE LA REINA VICTORIA
LA VISIÓN DE LA HISTORIA
NUESTRA VISIÓN
CRONOLOGÍA
© Eva Díaz Riobello y Fernando Clemot por el texto
© Cristina Serrat por la ilustración de cubierta
© 2020, RBA Coleccionables, S.A.U.
Diseño cubierta y portadillas de volumen: Luz de la Mora
Diseño interior: tactilestudio
Realización: EDITEC
Asesoría narrativa: Ariadna Castellarnau Arfelis
Asesoría histórica: Alejandro Lillo
Equipo de coloristas: Elisa Ancori y Albert Vila
Fotografías: Wikimedia Commons: 159, 160, 161.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: septiembre de 2025
REF.: OBDO853
ISBN: 978-84-1098-747-0
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
La imagen tópica de la reina Victoria, aquella que aparece en los sellos y en el imaginario popular, es la de una monarca anciana gruesa, hierática y ceremoniosa. Eternamente enlutada. Para nuestras generaciones, Victoria se ha convertido en un icono de lo tradicional, de la severidad y del puritanismo. Con frecuencia estigmatizamos las figuras del pasado con ideas preconcebidas. Así ocurre con una de las soberanas más importantes de la historia de Europa, cuyo reinado coincidió con la cúspide de la Revolución Industrial y
con la época de mayor esplendor del Imperio británico.
Esta visión estereotipada y tan poco favorecedora para el personaje se origina durante la última etapa de su vida, cuando Victoria rondaba ya los ochenta años y estaba cerca del final de una existencia llena de triunfos, aunque también de tragedias y sinsabores.
Pero Victoria es mucho más que esa soberana adusta e inexpresiva: existió también una Victoria joven, rebelde y con grandes sueños y ambiciones, que supo devolverle a la monarquía inglesa el prestigio gravemente menoscabado a causa de la manifiesta incompetencia de los soberanos que la precedieron. Una Victoria apasionada y entusiasta, cuyo lado más íntimo es posible descubrir en una lectura atenta de sus diarios, que empezó a la edad de trece años y continuó hasta diez días antes de su muerte, llegando a reunir más de cuarenta y tres mil páginas. «Es extremadamente guapo», escribió en mayo de 1836 cuando conoció a su primo hermano y futuro esposo, Alberto de Sajonia. O más tarde, el 20 de junio de 1837, el día en el que fue proclamada reina, se sinceraba diciendo: «Ahora que la Providencia ha querido ponerme en esta posición, haré todo lo que esté en mi mano para cumplir las obligaciones para con mi país. Sé que soy demasiado joven, y quizá me falte experiencia en muchas cosas, aunque no en todo».
No obstante, ni tan siquiera esta Victoria está a salvo de tergiversaciones. A menudo, el cine ha ofrecido una imagen edulcorada de su juventud, mostrándola como una criatura candorosa y sentimental, llena de aspiraciones románticas que tienen como único anhelo a Alberto. Es cierto que Victoria fue una adolescente a la que le gustaba bailar, que disfrutaba de las diversiones cortesanas y de la equitación. También es verdad que se casó profundamente enamorada y que su matrimonio fue una rareza entre las monarquías europeas. Aun así, ninguna de estas afirmaciones debería hacernos perder de vista un hecho innegable: permanecer exitosamente en una de las posiciones de mayor poder simbólico exige virtudes extraordinarias y una enorme fortaleza de carácter. Victoria fue, ante todo, una reina que cumplió sus deberes con absoluta solvencia y responsabilidad, una mujer de formidable determinación, una gobernante siempre atenta a la alta política de su tiempo —las leyes y actas que firmaba están llenas de apuntes— que no dudaba en enfrentarse a varios de sus primeros ministros si las políticas que defendían no coincidían con su juicio.
Su infancia y primera juventud no fueron fáciles. Su madre, la princesa alemana Victoria de Sajonia-CoburgoSaalfeld, era enfermizamente protectora, por lo que la mantuvo aislada de los demás niños, sometiéndola al llamado «sistema Kensington», un conjunto de reglas y protocolos elaborados por la duquesa y su ambicioso mayordomo, sir John Conroy. Este sistema convirtió a Victoria en una cautiva de su madre y de sir Conroy, arrebatándole cualquier derecho de decidir por sí misma. La joven nunca estaba sola y dormía en la misma habitación que su madre, quien jamás le quitaba el ojo de encima.
Esta experiencia podría haberla transformado en un ser apático, sin voluntad, lleno de temores. No fue así. Al cumplir los dieciocho años, Victoria se ciñó la corona y mostró un enorme temple y una gran capacidad de adaptación a su nuevo cargo y lo que este demandaba. Aquella adolescente a la que nadie había preparado para su papel —el de soberana de la nación más poderosa del planeta— respondería al extraordinario desafío de devolver a la monarquía la dignidad perdida de la institución. Victoria iba a tener la capacidad de asumir los profundos cambios que experimentaba su país, y que lo convirtieron en una singularidad en Europa. El primero de todos ellos fue el de su papel político. Una serie de cautelosas reformas electorales a lo largo del reinado de Victoria hicieron que el gobierno de Gran Bretaña descansara, además de en la Corona y el ejecutivo, en una parte cada vez mayor de británicos: las elecciones, y no la voluntad del soberano, iban a determinar el rumbo de la nación. Este proceso echó a andar cuando Victoria subió al trono. Ella tardó en asumir que debería dejar que gobernasen políticos por los que no sentía ninguna simpatía, como Peel o Gladstone. Pero lo hizo. Si Gran Bretaña se consolidó como monarquía constitucional, es en buena medida porque la que fue su soberana durante sesenta y tres años aceptó ese rumbo. Ese rasgo de Victoria destaca en una Europa donde fueron pocos los monarcas que tuvieron la inteligencia de aceptar esta limitación, y más bien predominó un autoritarismo heredado del pasado que a veces tuvo consecuencias desastrosas, como sucedió con el káiser Guillermo II, nieto de Victoria, o con el zar Nicolás II, esposo de una de sus nietas.
Si Victoria, con la compañía inestimable de Alberto, supo adaptarse a este cambio, hubo otra transformación de la monarquía protagonizada por ambos que los convirtió en la cara visible de una Inglaterra donde la Revolución Industrial llegaba a su apogeo. Los veintidós años que duró su matrimonio, hasta la muerte de Alberto, fueron decisivos para forjar la imagen de esa nueva Inglaterra, porque los valores encarnados por la pareja real —disciplina, rectitud, mérito, amor al trabajo duro, vida familiar— eran compartidos por unas nuevas y cada vez más amplias clases medias que se identificaron totalmente con aquellos monarcas jóvenes, padres de nueve hijos y valedores del progreso y del desarrollo de su nación.
El largo reinado de Victoria la convirtió en el símbolo perdurable de todos esos cambios: el emblema de una nación liberal, pujante, confiada en sus posibilidades y en el progreso. No es de extrañar que diera su nombre a la época que presidió: la era victoriana. Aunque ello tuvo su contrapartida, porque hubo quienes quisieron convertir a la soberana en el colmo de la respetabilidad, en una mujer inmune a las emociones. Esa es la Victoria que encaja con la idea preconcebida de lo victoriano como un período de represión sexual y contención de los sentimientos.
Sin embargo, ahí la propia Victoria tendría algo que decir, y de hecho lo dijo. Apenas había dejado atrás la adolescencia cuando se convirtió en reina y abandonó para siempre la insufrible supervisión de su madre y de Conroy, dos adultos autoritarios de mente estrecha; al fin pudo ser ella misma, y siéndolo, conoció a Alberto. El amor que él despertó en esa muchacha era pura pasión y desenfreno porque Victoria era, en sí misma, una persona emocional, demostrativa, vehemente y, aunque pueda sorprendernos, con sentido del humor. Cuando a la edad de treinta y ocho años los médicos le aconsejaron que no tuviera más hijos, su primera pregunta fue: «¿Entonces no puedo divertirme más en la cama?». Esta no es la reina mojigata de los libros de historia. Tampoco su vivencia de la maternidad fue idílica y no dudó en reconocer que tenía depresión posparto y que los embarazos le resultaban tediosos. El mito de una Victoria aferrada a los valores puritanos fue un acto de ficción, una creación destinada a proyectar una imagen pasiva y neutra de la reina, de forma que su vida privada pudiera convertirse en un símbolo político y aunar dos realidades en apariencia contrapuestas: la feminidad y el poder monárquico.
Otro de los aspectos de su vida sobre los que se ha creado un relato falaz es su viudez. Victoria recibió un golpe terrible con la muerte de Alberto en 1861. Aquel hecho supuso un quiebro absoluto en su vida y le ocasionó un profundo dolor del que jamás se recuperaría completamente. Pero su vida prosiguió tras aquella pérdida. Toda la pena que sentía por la muerte de Alberto no la volvió inmune al placer ni a las emociones, por el contrario, Victoria mantuvo una íntima amistad con su sirviente escocés John Brown y con el apuesto sirviente indio Abdul Karim. A su vez, no dudó en aceptar el galanteo del político Benjamin Disraeli, primer ministro del Reino Unido hasta 1880. Con el tiempo, sus hijos fueron creciendo y le dieron nietos. Algunos de ellos emparentaron a las principales familias reales. Victoria se convirtió en la Abuela de Europa y su linaje se ramificó.
Cuando Victoria falleció en su residencia de Osborne, el 22 de enero de 1901, la nación británica no solo perdió a una reina, sino que su muerte anunció el final de una época. No en vano, los hijos de su hija menor, la princesa Beatriz, el príncipe Alejandro y el príncipe Leopoldo de Battenberg, le dijeron a su tutor: «Todo ha terminado. La vimos morir como si hubiera habido algún tipo de apocalipsis real». Sin duda, este sentimiento debieron de compartirlo muchos de sus súbditos; entre ellos, muchas mujeres. Victoria, a la vez aristócrata y burguesa, jefa de Estado y esposa y madre, les ofreció con esa insólita combinación un espejo en el que todas podían contemplarse. Y ello fue importante, porque, como señaló la conocida sufragista Millicent Garrett Fawcett, les brindó a las mujeres «un modelo de poder, de coraje y de fortaleza».
Aquel era el momento que había estado esperando.
Al fin era dueña y señora
de su destino.
La mañana del 20 de junio de 1837, una fr?a bruma impregnaba por completo las calles de Londres, que a las seis de la mañana ya comenzaban a bullir de actividad. El sol se afanaba por abrirse paso entre las nubes y sus rayos hacían brillar los adornos de un carruaje real que avanzaba con dificultad entre los caminantes y vendedores que anunciaban a voces sus mercancías en los alrededores de los jardines de Kensington. A aquellas horas el parque estaba vacío, así que nadie se fijó en el coche que se internaba por las avenidas arboladas hasta detenerse en la explanada del viejo palacio de Kensington. Los criados salieron apresurados para recibir a los dos distinguidos visitantes que se presentaban de forma tan intempestiva: se trataba nada menos que del chambelán real, lord Francis Conyngham, y del arzobispo de Canterbury, William Howley. Traían un mensaje urgente del castillo de Windsor.
En uno de los dormitorios de la primera planta del palacio, la princesa Victoria, que había celebrado su decimoctavo cumpleaños apenas un mes atrás, despertó sobresaltada al escuchar unos fuertes golpes en la puerta. Al abrir entre bostezos, vio a su querida institutriz, Louise Lehzen, y a su madre, la duquesa de Kent, que la urgió a bajar inmediatamente al salón principal. Victoria hizo ademán de ir a cambiarse, pero su madre la tomó del brazo con urgencia. «¡No hay tiempo!», exclamó tirando de ella hacia las escaleras.
Mientras bajaba, Victoria aprovechó para adecentarse. Intuía el motivo de aquella visita inesperada y era consciente de que tenía que estar a la altura. Pese a su baja estatura y su rostro redondeado y aún infantil, la joven sabía cómo adoptar un gesto de autoridad. Así que se demoró unos segundos para arreglarse el pelo castaño antes de entrar en el salón con el semblante más digno del que fue capaz, habida cuenta de que su camisón contrastaba con el atuendo impecable del chambelán y del arzobispo, quienes, apenas la vieron aparecer, hincaron la rodilla ante ella. Ambos lucían brazaletes negros. Sin alzar la vista, lord Conyngham le comunicó la noticia: su tío, el rey Guillermo IV, había fallecido esa misma noche. Victoria era la nueva soberana del Reino Unido.
Victoria respiró hondo y asintió sin alterar lo más mínimo su expresión. Sin embargo, mientras el arzobispo le contaba algunos detalles sobre la muerte del monarca y sus últimas palabras, la cabeza de la joven bullía de nerviosismo y excitación. Aquel era el momento que había estado esperando toda su vida, desde que con solo once años se había convertido en la heredera del trono de Inglaterra. Al fin era dueña y señora de su destino. Al fin podría escapar del asfixiante control al que siempre la habían sometido su madre y el odioso consejero de esta, sir Conroy. Al fin era libre.
La agonía del rey Guillermo IV había mantenido en vilo a la nobleza británica durante toda la primavera de aquel año. Sus cortesanos habían tenido que presenciar con desolación el lento declive del monarca, que incluso se había visto obligado a recurrir a una silla de ruedas o a la ayuda de un lacayo para poder desplazarse por su residencia. El mayor temor del soberano, preocupado por la estabilidad de la corona, era morir antes de que su sobrina y heredera Victoria cumpliese la mayoría de edad. En ese caso sería su madre, la duquesa de Kent —su enemiga desde hacía años—, quien se haría con la regencia, ayudada por sir Conroy, un objetivo que ambos habían acariciado durante años. Sin embargo, la determinación del rey Guillermo IV le había permitido vivir para ver el decimoctavo cumpleaños de su sobrina, que fue celebrado con una recepción y un baile en el palacio de Saint James. Apenas un mes después de aquella gran fiesta, las fuerzas del anciano monarca se habían extinguido y Victoria no podía menos que estarle agradecida por haber evitado que sus tutores la apartasen del trono.
En cuanto despidió a los emisarios, la joven reina escribió sendas cartas a su tío Leopoldo y a su hermana Feodora comunicándoles la noticia, e hizo una anotación en uno de los diarios donde registraba meticulosamente los hechos más importantes de su vida desde que tenía trece años:
Puesto que ha querido la Providencia colocarme en este puesto pondré todo lo que esté de mi parte para cumplir mis deberes con mi país. Soy muy joven y quizá en muchas cosas, aunque no en todas, me falta experiencia; pero estoy segura de que muy pocos tendrán tan buena voluntad y mayor deseo del que yo tengo de hacer cuanto sea conveniente y justo.
Pocas horas después, se presentó en Kensington el primer ministro británico, lord William Lamb, vizconde de Melbourne, con el fin de presentar sus respetos a la nueva reina. Lord Melbourne tenía por entonces cincuenta y ocho años, pero mantenía un porte elegantísimo y sus exquisitos modales lo habían convertido durante mucho tiempo en el prototipo perfecto de aristócrata inglés. Pertenecía al partido reformista, los whig, y había ejercido también como primer ministro durante los últimos tres años del reinado de Guillermo IV.
En aquel primer encuentro, la joven soberana quedó muy impresionada por la distinción y el encanto de lord Melbourne, que a las once y media regresó a Kensington para asistir al primer Consejo del reinado de Victoria, junto a un nutrido grupo de obispos, generales, lores, notables y ministros. En torno a ella se congregaban algunas de las personalidades más importantes de la historia reciente de Gran Bretaña. Muchos de ellos no ocultaron su sorpresa al ver a la nueva reina, cuya apariencia menuda y aún algo infantil hacía difícil creer que fuera ya mayor de edad.
Pese al intimidante silencio que reinaba en la sala del Consejo, Victoria asumió su papel sin vacilar. Fingiendo no prestar atención a las decenas de miradas que se clavaban en ella, subió a la tarima con porte digno y, con voz aguda y firme, leyó el discurso que había preparado lord Melbourne aquella mañana. No hizo falta nada más. Su severidad y aquel rostro a la vez seguro e inocente agradó a buena parte de la flor y nata del Gobierno británico, pues suponía un soplo de aire fresco tras las numerosas excentricidades que habían marcado ese tipo de actos durante los decadentes reinados de sus predecesores.
Era el inicio de una nueva era para el Reino Unido. Y el comienzo de la nueva vida de Victoria. Sin embargo, el camino hasta aquel día de gloria había sido largo y doloroso para la joven reina.
El padre de Victoria, el príncipe Eduardo, tercer hijo del rey Jorge III y duque de Kent, se había casado por conveniencia con la princesa Victoria de Sajonia-Coburgo-Saalfeld, viuda del príncipe de Leiningen, que ya tenía dos hijos de su matrimonio anterior: Feodora, de doce años, y Carlos, de quince. El casamiento de Eduardo se había celebrado casi al mismo tiempo que el de su hermano mayor, el duque de Clarence, en una extraña competición por ver quién de los dos lograba procrear antes un heredero que optase al trono británico. El motivo que alentaba semejante disputa era simple: la línea sucesoria había quedado vacante más allá de los hijos del rey Jorge III, ya entonces famoso por su locura.
Del matrimonio del duque de Clarence nacieron tres hijos, mientras que Eduardo y su esposa solo lograron engendrar a la pequeña Alejandrina Victoria, nacida el 24 de mayo de 1819. Menos de un año después de su nacimiento, en enero de 1820, Eduardo falleció a causa de una pulmonía, dejando a su viuda, hija e hijastros en una precaria situación económica. De su primera infancia, Victoria solo recordaba el viejo palacio de Kensington, al que la familia se trasladó a vivir tras la muerte del duque: sus habitaciones sombrías, los pasillos vacíos, los deslucidos y enormes jardines. Aquel iba a ser el único hogar que conocería durante toda su niñez y juventud.
En 1820 el palacio de Kensington era un imponente edificio de la época isabelina, del que destacaba la fachada de ladrillo rojo y unos enormes ventanales. Frente a su opulencia exterior, sus estancias interiores languidecían por un abandono de décadas. Las dos alas laterales donde se encontraban los dormitorios eran ahora una pura ruina. En el espacio central del edificio se encontraba la Sala de los Reyes, la más emblemática y la única que mantenía la dignidad que en algún momento había ostentado el palacio.
Aunque el edificio había sido reformado a finales del siglo xvii para convertirse en el retiro campestre de la familia real, llevaba más de medio siglo en desuso, desde que sesenta años atrás el rey Jorge III se trasladara a Windsor definitivamente. Tras un pasado glorioso, el tiempo y el descuido lo habían convertido en un palacio destartalado que solo se utilizaba como residencia de la llamada «realeza menor». De hecho, en su ala sudeste también había vivido el padre de Alejandrina Victoria, Eduardo, durante su época de soltero. Fue allí donde, después de su muerte, se instaló la madre de Victoria con sus hijos, acompañada de un pequeño grupo de sirvientes y de un militar retirado, John Conroy, que había sido caballerizo de su marido y había aprovechado el desvalimiento de su viuda para convertirse en su inseparable consejero. Sin duda, el primer hogar que conoció la pequeña Drina, como la llamaban su madre y su hermana, era un escenario lúgubre e inhóspito para una niña.
Aunque en su día el nacimiento de la princesa Victoria no había suscitado demasiado interés entre la aristocracia británica, a medida que pasaban los años, las trágicas y prematuras muertes de los hijos de los duques de Clarence fueron despejando el camino de la pequeña Drina hacia el trono, despertando la atención de la corte de Londres. Todo apuntaba a que, si sus tíos no lograban tener más descendencia, Alejandrina Victoria se convertiría en la única heredera de la corona, pero su destino aún era incierto. Pese a todo, su madre decidió encomendar la crianza de la niña a Louise Lehzen, la baronesa de Spath, a fin de que su hija recibiera una educación esmerada.
En un principio, Louise tuvo dificultades para controlar la rebeldía y las rabietas frecuentes de Drina, pero pronto se ganó su afecto con pequeños juegos: uno de sus principales pasatiempos era construir pequeñas cajas que decoraban juntas. Por su parte, la duquesa de Kent se encargó de enseñar a la niña sus primeras nociones de religión y de alemán, que aprendió antes que el inglés. Así, el aprendizaje de Drina se basaba en una formación sencilla y estricta, no muy alejada de la que podría tener cualquier joven aristócrata de aquel tiempo.
Fue en 1825, poco después de que Drina cumpliese seis años, cuando empezó a ser evidente para toda la corte que el matrimonio entre el duque de Clarence y su esposa Adelaida de Sajonia no iba a dar más hijos. Su primogénita, Isabel Georgiana, había fallecido con apenas un año de edad. Y, en la primavera de 1822, Adelaida había dado a luz a unos gemelos que nacieron muertos. Tres años después, resultaba obvio que ningún otro heredero podría interponerse entre Alejandrina Victoria y el trono del Reino Unido. Ante esta tesitura, su madre y su consejero, John Conroy, decidieron diseñar un ambicioso y estricto plan para educar a la futura reina.
El objetivo era alejarla de cualquier influencia ajena a ellos, para lo cual establecieron unas reglas precisas y rigurosas que buscaban transformar a la pequeña Drina en una joven totalmente dependiente de su madre y de Conroy. De esta manera, si la niña accedía al trono antes de cumplir la mayoría de edad, su madre, Victoria, podría convertirse en la regente. Y si, por el contrario, era coronada tras cumplir los dieciocho años, sería fácil que la joven se plegara a los deseos de ambos. Los ambiciosos tutores de Drina bautizaron ese retorcido plan educativo con el nombre de «sistema Kensington», en honor al palacio donde la pequeña heredera iba a permanecer cruelmente recluida largos años.
