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Catherine François trae a escena a unos héroes culturales casi desconocidos en Occidente, cuyas vidas constituyen fragmentos relevantes de la historia de China y un verdadero ejemplo de sabiduría. Con erudición rigurosa, Catherine François expone en este libro las sutiles relaciones que existen entre las tres grandes escuelas del pensamiento chino, que se suelen presentar como corrientes opuestas: el confucianismo, el taoísmo y el budismo chan. Uno de los principios que se perpetúan a lo largo de los siglos en estas tres enseñanzas se podría resumir de este modo: nadie te puede enseñar tu propia senda (el Tao) y la bondad se alcanza sin necesidad de meditar acerca de ella. Con el propósito de ilustrar el hecho de que la doctrina en sí tiene un escaso valor y que la experiencia individual es todo lo que cuenta, el texto narra en cuatro capítulos la historia de personajes emblemáticos en el transcurso de distintas épocas. La autora utiliza la imaginación para volver a insuflarles vida sin dejar de mantenerse fiel al pasado histórico. La senda de las nubes aspira a encarnar la historia de estas ideas a base de fusionar la emoción poética con el deseo de llegar a la verdad propio de un historiador, y lo hace con un estilo refinado y conciso, compatible con las fuentes originales del pensamiento chino.
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Seitenzahl: 483
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Edición en formato digital: marzo de 2021
Título original: La voie des nuages
En cubierta: Scholar looking at a waterfall, de Zhong Li (Dinastía Ming)
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Catherine François, 2021
c/o Indent Literary Agency www.indentagency.com
© De la traducción, Santiago Auserón y Jenaro Talens
© Ediciones Siruela, S. A., 2021
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-18708-00-8
Conversión a formato digital: María Belloso
VIDA DE CONFUCIO
I
II
III
IV
V
HISTORIA DEL GRAN SECRETARIO SIMA QIAN
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
LOS SIETE SABIOS DEL BOSQUE DE BAMBÚ
I. SHAN TAO ENCUENTRA A SUS COMPAÑEROS
II. XIANG XIU VISITA A XI KANG
III. RUAN JI Y LOS LAZOS DE LA AMISTAD
IV. EL BOSQUE DE BAMBÚ
V. LA MÚSICA DEL TAO
VI. EL DÍA DE LOS ESPÍRITUS
VII. LA AMENAZA
VIII. SHAN TAO RELATA EL PROCESO
IX. XIANG XIU VISITA LA PRISIÓN
X. RUAN JI LLORA LA MUERTE DE SU AMIGO
HAN SHAN, LA MONTAÑA FRÍA
I
II
III
IV
V
Índice de personajes
Para Santiago Auserón
Taishan, el Monte Soberano, el que se ve desde lejos, se eleva hacia el cielo por encima de los hombres, imponente, silencioso, todopoderoso. Desde que el Cielo y la Tierra se separaron, domina las cumbres que se extienden hasta el mar y el tiempo no tiene poder sobre él.
Del Este nació la vida con los seres tumultuosos, discordantes, que deben su luz y sus formas al Taishan, el Gran Antepasado que siempre ha gobernado sobre el Oriente. Todas las miradas se vuelven a su alta cima y él, como benefactor, transmite a la multitud de los hombres la influencia del Cielo, su fuerza generadora y su voluntad; allá abajo, les asegura el orden y la paz a través de la alternancia de los ciclos y la estabilidad de la Tierra.
Después de dar a luz a los hombres es preciso alimentarlos y una vez reunidos es forzoso guiarlos, pues solo entonces serán dichosos y conocerán la paz. En la ladera de la montaña, la cueva de las Nubes Blancas exhala vapores que van a dar contra la roca, se juntan en menos tiempo del que se necesita para girar la mano y en dos días esparcen su lluvia por todo el reino.
Cuando el soberano derrama su benévola virtud sobre su pueblo, es útil a los hombres y obedece al Cielo; al proveer a sus necesidades a través de la distribución de bienes, sirve a los hombres y obedece a la Tierra. En la cima del Taishan, el humo de los sacrificios ofrecidos a los Espíritus se eleva hacia el Cielo y los Espíritus se inclinan sobre la Tierra. La montaña a la que los reyes de la antigüedad ascendían para contemplar sus dominios, en la que invocaban al Emperador del Cielo, tiene por nombre Taishan, el Monte Soberano.
Hubo un tiempo en que la virtud del príncipe de Lu se extendía a todos sus dominios, la tierra entonces era próspera y la conducta del pueblo, irreprochable. Los caballos negros de crines blancas pastaban en la llanura cerca del mar del Este, cuando eran enganchados a los carros no perdían su fuerza. Los pensamientos del príncipe Xi lo alcanzaban todo, pensaba en los caballos y los caballos se volvían altos y robustos. Cerca de la frontera norte, los caballos rojos con manchas blancas en el cuerpo se reproducían en abundancia. El príncipe nunca se fatigaba, su mente se concentraba en los caballos y los caballos echaban a correr a la primera orden. En Lu, los caballos grises de Qufu abrevaban en el río Si. Eran vigorosos y estaban bien adiestrados. El corazón del príncipe era recto y su juicio perspicaz, soltaba las riendas de sus caballos y los caballos no se desviaban.
En tiempos del príncipe Xi gobernar era sencillo. El soberano seguía la Senda prescrita por el Cielo y el pueblo le obedecía sin tener que someterse. El príncipe era justo y benévolo con todos y todos le imitaban espontáneamente. Cuando ofrecía un banquete a los oficiales, cada uno ocupaba su lugar según su rango y edad sin exceder su derecho. Los bailarines, con plumas de garza en sus manos, acudían prestos y en buen orden. Como pájaros saltaban y se posaban con gracia en el suelo, el son de los tambores estaba bien afinado. Los invitados comenzaban a danzar, juntos se regocijaban y reinaba la armonía. Después de pasar el día bebiendo y comiendo, todos dedicaban un elogio al príncipe y expresaban su lealtad con canciones, el porvenir de Lu estaba asegurado. Por la tarde, cuando los pájaros danzantes se retiraban, los tambores eran custodiados y los oficiales regresaban a sus casas sin haber cometido ningún exceso. La noche aún no había caído, la ceremonia tocaba a su fin, los rituales habían sido respetados, la paz en Lu reinaría durante mucho tiempo.
Estos eran los rituales y cantos de los Antiguos transmitidos en el Libro de las Odas.
Zhou Gong, hermano del primer rey de la dinastía Zhou, había recibido el principado de Lu como feudo hacía casi quinientos años. El príncipe Xi era su descendiente y cada otoño, rodeado de sus ministros, le ofrecía un solemne sacrificio en el templo de los Antepasados. Un buey blanco que nunca había conocido el yugo era inmolado. La carne del animal, el cerdo picado y las salsas aromatizadas se servían en vasijas redondas o cuadradas, los licores llenaban las copas adornadas con relieves que parecían ojos dorados. En el vasto recinto resonaban los tambores, las flautas y las cítaras durante las danzas rituales. A lo largo de la ceremonia cada cual hacía lo que es debido con cuidado y respeto. El príncipe honraba las cualidades de su antepasado y compartía su prestigio. Los rituales y la música que le habían sido transmitidos por sus padres nunca fueron alterados, el principado de Lu era considerado por todos los demás como un estado bien ordenado y servía de ejemplo a todo el imperio.
«El Taishan toca el cielo, el principado de Lu lo contempla», decía el Libro de las Odas.
El príncipe Xi tenía como consejero a su tío Ji You, que le ayudaba en los asuntos de gobierno. Antes de que este naciera, su padre consultó las estrellas para conocer el futuro del niño. El astrólogo declaró: «Vuestro hijo tomará el nombre de You y será el sostén del principado. Su muerte se llevará con ella la prosperidad de Lu».
Desde hacía mucho tiempo el antiguo prestigio de la dinastía Zhou se había debilitado y el emperador, que reinaba en Luoyang sobre el País del Centro, no podía competir con la fuerza de sus vasallos. En aquellos días, al norte de Lu, el temible príncipe de Qi imponía su voluntad a los demás. Al oeste, el todopoderoso estado de Jin, más allá del cual se hallaba el territorio de los bárbaros, amenazaba ya con reemplazarlo a la cabeza de la confederación. Al sur, el territorio de Chu tenía la fuerza de un joven dragón que extendía sus anillos más allá del río Yangzi.
Según la costumbre heredada de las dinastías del pasado, un pequeño principado se ponía al servicio de otro mayor y recibía protección a cambio de fidelidad. La alianza, sellada por un juramento y consagrada por los rituales, garantizaba la bondad de los poderosos y la lealtad de los más débiles. El pequeño principado de Lu trataba de no ofender a los estados vecinos, sosteniendo al mismo tiempo su prestigio. El príncipe Xi tenía la esperanza de recuperar algún día el territorio que había poseído su ascendiente el príncipe Zhou Gong. Después de cada victoria, celebraba su triunfo en el templo de los Antepasados. La gloria que había adquirido, como una luz que ilumina todo a su alrededor, se proyectaba sobre el antepasado Zhou Gong y había de beneficiar a los descendientes del príncipe Xi.
Cuando el consejero Ji You murió, su hijo Ji Wenzi asistió con lealtad al príncipe Xi, a su sucesor el príncipe Wen y luego al príncipe Xuan, que accedió al poder tras haber consentido el asesinato de sus hermanastros, los herederos legítimos. Después de este crimen, el prestigio de los príncipes de Lu declinó en beneficio de la familia Ji y nunca más recobró su antiguo esplendor. Ji Wenzi, por su parte, había servido a tres príncipes y no había acumulado riquezas. Cuando murió, sus mujeres no vestían ropa de seda y no había oro ni jade en su morada. La gente de Lu decía: «Ji Wenzi era un consejero desinteresado y fiel».
Tales eran los rituales y hechos transmitidos por los autores de los anales de Lu en las crónicas llamadas Primaveras y Otoños. El tiempo podía transcurrir, el pasado no sería olvidado.
El viento más potente, cuando llega al límite de sus fuerzas, no puede levantar una pluma de ganso. Los ritos eran para los Antiguos la expresión de lo justo y lo natural, pero cuando su poder dejó de ser comprendido, el prestigio de los soberanos se desvaneció con ellos, la virtud dejó de ser eficiente y ya no pudo sostener su autoridad. Para gobernar, el poder tuvo que desplegar su fuerza y el valor hacer ostentación de sus armas. Hacía tiempo que los reyes de la dinastía Zhou, rodeados de ambiciosos y poderosos vasallos, solo gobernaban el templo de sus Antepasados. Los príncipes continuaban rindiéndoles pleitesía, pero los más poderosos aseguraban su protección en lugar de obedecerlos.
En el país de Lu, setenta y cinco años después de la muerte del príncipe Xi, la familia Ji, en otro tiempo devota y leal, se había vuelto influyente y mantenía al nuevo príncipe bajo tutela. El prestigio de sus primeros gobernantes ya no aseguraba la protección del pequeño principado, que seguía amenazado por estados más poderosos. Si no era respetuoso con el estado de Qi, Qi se mostraba amenazante. Si se acercaba a Chu, Jin mostraba su descontento y si se aliaba con Jin, Chu se irritaba. Para sellar el tratado de paz, se sacrificaba un buey como antaño y con su sangre los aliados se mojaban los labios al prestar juramento, pero las palabras y la sangre habían perdido su valor hacía mucho tiempo. Los rituales y las buenas maneras habían garantizado la paz durante siglos, pero cuando las tradiciones no se preservan falta el respeto, los gestos ya no son eficaces y ya no tienen al Cielo de su parte. Un príncipe podía engañar a otro, pero ¿podría engañar al Cielo?
En aquella época de turbulencias y tensiones, en Qufu, la capital de Lu, nació Confucio.
Qufu estaba bordeada al sur por el río Si y al norte por la colina llamada Ni, cuya cumbre hundida en su centro tenía forma de cuenco para ofrendas que recogía el agua del cielo. Shu Lianghe, que había sido gobernador de la ciudad, a los sesenta y cuatro años todavía no tenía un hijo digno de presidir el culto de los Antepasados cuando él mismo muriese. Por su linaje pertenecía a la familia real de la segunda dinastía Yin, antaño derrocada por el primer rey de la dinastía Zhou. De este glorioso pasado había heredado una valentía y una estatura por encima de lo común, pero no riqueza alguna. Para asegurar su descendencia, tomó a una joven, llamada Zheng Zai, como tercera esposa. Después de su unión, la joven mujer subió a la cima de la colina Ni que dominaba Qufu y ofreció animales y plantas en sacrificio para que los Espíritus le permitieran engendrar un hijo varón. En el vigésimo segundo año del príncipe Xiang de Lu, cerca del solsticio de invierno, dio a luz a un niño cuyo cráneo tenía la forma de la colina Ni. Su padre le puso el nombre de Kong Ni, más tarde todos lo llamaron maestro Kong.
Confucio de niño amaba los juegos silenciosos. Sobre un altar colocaba vasijas y, con gestos lentos, ofrecía sacrificios a Espíritus de los que no sabía nada. En sus manos, recipientes de terracota vacíos y deslucidos parecían por sí mismos ofrendas solemnes. Luego estudió aplicadamente los rituales que constituyen la continuidad y la fuerza de los reinos. Las ceremonias heredadas de las últimas dinastías enseñaban a actuar sin exceso ni parsimonia. Durante los encuentros entre soberanos, la música llenaba el corazón de sentimientos nobles y los rituales les daban la forma justa, las actitudes y los sentimientos concordaban, nada se hacía en vano y nada quedaba oculto.
A Confucio le gustaba decir: «Cuando cada instrumento entrega su sonido más puro la música se vuelve armoniosa».
Al alcanzar la edad adulta, entró al servicio de la todopoderosa familia del ministro Ji para proveer a sus propias necesidades. Había adquirido un vasto conocimiento de los textos antiguos y pronto se vio rodeado de algunos discípulos. Entre los más asiduos estaban Zigong y Ran Qiu, que iban a ocupar un puesto en el gobierno. Zilu, el más impetuoso de ellos, prefería los asuntos militares, mientras que el joven Zixia, recién salido de la adolescencia, ponía todo su interés en los rituales, y el joven Yan Hui, endeble y sin recursos materiales, consagraba todo su tiempo al estudio.
Una tarde que sus discípulos se habían reunido en el patio de su casa, Confucio les dirigió estas palabras:
—No penséis, mis jóvenes amigos, que nací sabio. El Cielo me ha concedido aptitudes como a todos los demás, pero debo mi conocimiento al estudio de los Antiguos. En este mundo turbulento, ellos son el único camino que me inspira confianza.
Zixia, sentado a su lado, comentó:
—La transmisión del pasado nos remonta a un tiempo en el que todo sucedía por vez primera, cuando la pureza de un gesto, de una palabra, los hacía efectivos. A veces me sorprende que el hombre todavía pueda tener ese poder.
Confucio, viendo a su discípulo vacilar, continuó:
—Lo que más admiramos es ver alzarse el sol cada mañana con nuevo brillo. El tiempo no ha disminuido su ardor ni su espontaneidad. Tal es el poder del ritual que ha llegado hasta nosotros, por arriba toca el Cielo y por debajo se extiende a todos los hombres. Olvidar la tradición nos haría semejantes a animales que conocen el sol pero ignoran el tiempo.
Después de un momento de reflexión, Zixia insistió:
—¿Es posible conocer un pasado tan lejano?
—Los reyes de antaño guiaban a su pueblo con ayuda de los rituales. Estas reglas de comportamiento, como el cordel tendido para la línea recta, son la justa medida del buen gobierno. La dinastía Yin los heredó de la dinastía precedente y nuestra dinastía Zhou se inspiró en la tradición de los Yin. Sabemos por los textos lo que fueron y lo que ha cambiado, pero una cosa es cierta: el tiempo no puede detenerse ni lo que es recto por naturaleza puede ser torcido. Los Antiguos cantaban estos versos del Libro de las Odas: «Las hojas muertas, las hojas marchitas, el viento se las lleva. Vosotros que sois como nuestros padres, iniciad el canto, nosotros lo acabaremos con vosotros». Oyendo esto, sabemos de lo que es capaz el hombre.
Frente a ellos, Ran Qiu, el de buenos modales, intervino:
—Los reyes de la antigüedad sabían gobernar y ganarse al pueblo. ¿Su sabiduría provenía de un pasado más antiguo o de ellos mismos?
El Maestro dijo:
—Del pasado tomaban lo que reconocían en sí mismos. Como cualquier buen maestro, sabían hacer de lo viejo algo nuevo. ¿Acaso las grandes leyes que gobiernan el mundo no logran siempre su objetivo? El soberano solo puede llevar a buen término su tarea si tiene el Cielo de su lado, obedecer la voluntad del Cielo, eso es lo que llamamos caminar por la Senda, seguir el Tao.
Yan Hui, con su voz infantil, se dirigió a él:
—Conocerse a sí mismo y perfeccionarse, ¿no es seguir la voluntad del Cielo al que uno debe su naturaleza? Quien da a su vida un sentido armonioso y coherente, se lo da a toda la humanidad.
—Tú lo has dicho, Hui. El Cielo cumple su naturaleza en la altura, la Tierra en la profundidad, el infinito en la extensión. El hombre, en la virtud de la humanidad.
Preguntó Zigong, un poco mayor que Yan Hui:
—Maestro, ¿qué es un hombre íntegro?
—Responderte sería poner un límite a lo que no lo tiene. Se dice que la virtud de los primeros Sabios Emperadores era tan grande que su pueblo no podía nombrarla. Tal vez consistiese en hacer humana a la humanidad, tal vez en caminar por la tierra y tender hacia el Cielo.
Todos callaron y después de un rato Ran Qiu preguntó:
—¿Cómo podemos saberlo?
Confucio salió de su ensoñación y retomó en un tono suave y lento:
—Tal vez se trate de ir hasta el fondo de uno mismo sin ignorar el mundo, tal vez se trate de servir a los demás sin traicionar los principios propios.
Zixia a su vez insistió:
—¿Cómo conseguirlo?
Confucio bajó la cabeza y contempló el rostro tenso de su discípulo:
—Ir siempre hacia delante, perseverar, perseverar, perseverar sin cansarse jamás. La tarea de convertirse en un verdadero hombre solo termina con la vida.
Zigong, en tono grave, preguntó:
—¿Existe una sola palabra que pueda servir como principio para toda la vida?
—Benevolencia. Trata a los demás como te gustaría que te tratasen, es una regla de vida de la que todos obtienen lo suyo. La humanidad no existe fuera del hombre, pero un hombre sin humanidad no vale más que un buey o un perro.
Yan Hui, atento, no perdía una palabra del Maestro:
—Conocer el bien es la meta del hombre íntegro, practicarlo es su deber. ¿Cómo podríamos progresar sin la enseñanza de los Antiguos?
—Lo mejor sería prescindir de maestro. El verdadero sabio hace el bien sin tener que estudiar, la virtud es para él lo natural. Tras él vienen los estudiosos que la descubren en los textos y la practican por convicción. En cuanto a los que actúan con desatino y sin querer aprender o corregirse, no merecen que nos ocupemos de ellos. Yo escucho atentamente todo lo que se dice y observo lo que se hace para sacar lo mejor de todo ello. Este es el segundo grado de conocimiento.
Zigong, el más brillante de todos los discípulos, exclamó:
—Para mí, el Libro de las Odas contiene lecciones de elocuencia y cortesía que no pueden ser igualadas. ¿No son la poesía y los buenos modales indispensables para el buen gobernante?
—No me has entendido. Aunque pudieras recitar de memoria los trescientos poemas del Libro de las Odas, ¿crees que eso sería suficiente? Imagínate que ocupas un cargo y no puedes cumplir con tu deber o que, enviado en misión a otro país, no puedes resolver un problema por ti mismo, ¿para qué te serviría tanta erudición? ¿Sabes lo que es estudiar? Es aprender con temor de no llegar nunca a la meta y de perder en cualquier momento lo que ya se ha adquirido.
Zigong bajó la cabeza y, después de un silencio, prosiguió en tono más suave:
—Maestro, ¿qué soy yo en vuestra opinión?
—Un cuenco.
—¿Un cuenco?
—Un cuenco, sí, una de esas hermosas vasijas decoradas con gemas que se usan en los rituales.
Como Zigong parecía contrito, Confucio, sonriente, se apresuró a añadir:
—No te preocupes, amigo mío. Yo mismo, a la hora de estudiar los textos antiguos, no soy peor que los demás, pero alcanzar la virtud perfecta, la virtud que se extiende a todos los seres humanos, es algo que aún no he conseguido, y tiendo a ello con todas mis fuerzas sin descanso.
Preguntó entonces Ran Qiu:
—Maestro, un día Zigong y yo seremos llamados para entrar al servicio del primer ministro Ji. ¿Qué pensáis de él?
—¿Podemos llamar ministro a un hombre que tiene más poder que su príncipe y que practica los rituales vestido como un rey?
—Cuando se trata de ofrecer un sacrificio a sus Antepasados, se muestra generoso, multiplica las ofrendas y emplea a un gran número de músicos. Cuando preside una asamblea de oficiales, la ceremonia exhibe toda la magnificencia del poder. ¿No es eso gobernar según los rituales?
Confucio, tratando de controlar el tono de su voz, gritó:
—¡Rituales, rituales! ¿Qué? ¿El brillo del jade y de la seda? ¿Es la música el sonar de campanas y tambores? Hoy en día los cargos están ocupados por gente sin escrúpulos, las ceremonias se celebran sin recogimiento y la justicia cede paso a los privilegios. ¡Qué espectáculo tan lamentable!
Zixia, conocedor del ritual, se apresuró a intervenir:
—Si el vestido es más rico que las cualidades del corazón, ¿dónde está la sinceridad?
—Ver cómo el rojo degenera en escarlata y la música ritual en virtuosismo, ¡qué ruina! La austeridad en las ceremonias vale más que el esplendor, el que hace más de lo necesario para alzarse por encima de su rango es como un ladrón que trepa un alto muro para apoderarse del bien ajeno.
Preguntó Zigong:
—Maestro, ¿qué diríais de un hombre pobre que renunciase a la adulación y de un hombre rico que no mostrase orgullo?
—No está mal, pero sería mejor para un pobre encontrar la felicidad sin tratar de enriquecerse y para un rico, ser de carácter humilde y sobrio en sus modales.
—¿No es eso lo que significa este verso: «Modelar y pulir; cortar y limar»?
—¡Ah, Zigong, ahora puedo hablar contigo del Libro de las Odas! Te he mostrado un solo aspecto y tú has descubierto lo esencial. Los rituales de los Antiguos eran como ellos, sobrios y equilibrados. Para los más sabios, perfeccionarse en el silencio se llamaba música sin sonido, mantener una conducta irreprochable era una suerte de ritual sin formas. La gente de nuestro tiempo se considera más evolucionada, pero yo me apego a la práctica de los Antiguos.
Confucio permaneció inmóvil durante un largo rato, con la cabeza erguida, en la postura de quien medita o se avergüenza de haber dicho demasiado. Sus discípulos lo imitaron, ninguno se atrevió a seguir interrogándolo. De pronto se escucharon los vigorosos sonidos de una cítara, poco después apareció Zilu con su instrumento a la espalda. Confucio giró la cabeza:
—¿Qué hace aquí la cítara de Zilu?
Zilu, de cuerpo robusto, se detuvo al pie de la escalera:
—Estaba tocando una melodía que aprendí en el principado de Qi.
—¿Sabes siquiera para qué sirve la música?
—Este aire de guerra incita al valor, imita el ardor de los soldados dispuestos a morir por una buena causa.
El rostro de Confucio se iluminó con una leve sonrisa:
—Podemos estar seguros de que este no morirá en su cama.
Zixia no pudo ocultar su irritación:
—La música verdaderamente poderosa une a los hombres y templa las pasiones. Los rituales guerreros no tienen cabida aquí.
El joven Zilu se había convertido en el centro de atención. Posando la cítara en el suelo, dijo:
—El Maestro acostumbra a decir que la bondad, la sabiduría y la valentía son las tres cualidades del hombre íntegro. Yo me esfuerzo por ser valiente.
Zigong le respondió de inmediato:
—El que entra en la Senda por el nivel más bajo no debería mostrar tanto orgullo.
Confucio dirigió a Zigong una mirada irónica:
—¡Hombre afortunado! Sin nada más que aprender, te sobra tiempo para criticar a los demás. Digamos que Zilu ha llegado al porche pero aún no ha entrado en la morada del Maestro. En nuestros días es muy raro encontrar a una persona que tenga al mismo tiempo la sabiduría y el valor de ponerla en práctica. Debería alegrarme, pese a todo, de que todavía contemos con hombres audaces como él para empujarnos hacia delante y con escrupulosos como tú para mostrarnos lo que debemos evitar.
Zilu, animado por estas palabras, añadió:
—El Cielo ha hecho de Lu un pequeño principado que se ve obligado a rendir homenaje al más fuerte y a llegar a compromisos, pero no podemos aceptarlo todo bajo pena de convertirnos en un territorio anexionado. En estas condiciones, ¿no debería un hombre íntegro valorar el coraje por encima de todo?
Habiendo recuperado la seriedad, contestó el Maestro:
—Lo que el Cielo pone por encima de todo es la rectitud. Sin ella, la valentía empujará a los poderosos a la rebelión y a los pobres al latrocinio. No se espera que el buen arquero atraviese el blanco, sino que envíe la flecha al centro, tal es la regla establecida por los Antiguos. Lo que importa no es la fuerza, sino la justeza del gesto.
Después de un silencio, continuó en tono afable:
—Sois jóvenes y vuestro talento no ha sido reconocido aún. Haced caso omiso de mi edad y habladme sin miedo. Si tuvierais un cargo en el Estado, ¿qué haríais?
Zilu avanzó hacia ellos mientras hablaba:
—Me veo en medio de un ejército listo para entrar en combate: guiaría sus movimientos por medio de la bandera blanca decorada con el signo de la luna y la bandera roja con el signo del sol, a mi alrededor el sonido del tambor se elevaría hacia el cielo y haría temblar el suelo. Obtendría la victoria y así podría conquistar nuevas tierras.
—¡Eso podría llamarse valentía! —dijo Confucio con una sonrisa—. ¿Y tú, Zigong?
—Yo, frente a los ejércitos de Lu y de Qi a punto de luchar, los convencería con un discurso ponderado para que llegasen a un acuerdo de paz.
—¡Eso sería elocuencia! ¿Y tú, Yan Hui?
—Lo que yo haría no se puede considerar una hazaña. Ayudaría a mi soberano a educar al pueblo y a observar las reglas como lo hicieron los reyes de la antigüedad. No necesitaban armas para protegerse ni palabras para expresar sus sentimientos. A través de los rituales y de la música mostraban un afecto sincero y una lealtad mutua mejor de lo que lo hubiera hecho un largo discurso.
Confucio los miró uno tras otro, triunfante:
—Esta, amigos míos, es la Senda de los Antiguos.
Cuando Confucio tenía treinta y cinco años, una disputa entre el príncipe Zhao de Lu y el ministro Ji Pingzi degeneró en una guerra que hizo peligrar el gobierno del país. Los oficiales del príncipe le aconsejaron que no se enfrentara a su ministro. «La familia Ji —decían— siempre contribuyó a la prosperidad de sus soberanos, el principado de Lu le debe mucho. Además, tiene muchos partidarios que podrían volverse en contra vuestra». Sin embargo, el príncipe Zhao envió sus tropas contra Ji Pingzi, pero fue derrotado y obligado a refugiarse en el país vecino de Qi. Por lealtad a su príncipe, Confucio lo siguió al exilio y abandonó la ciudad de Qufu. El príncipe Jing de Qi fue a la guerra contra Lu y se apoderó de parte de su territorio para asentar allí al príncipe Zhao. Se estaba preparando para llevarlo de vuelta a Lu cuando sus oficiales le aconsejaron que no hiciera nada al respecto: «Todos aquellos que quisieron ayudar al príncipe Zhao a ocupar su lugar, ya fuesen de Lu o de Qi, murieron de muerte no natural. Parece que el Cielo no apoya su regreso, quizá el príncipe haya cometido una falta contra sus Antepasados». El príncipe Jing abandonó su proyecto y Zhao buscó asilo en el país de Jin, donde murió un año después. En Lu, su hermano menor se convirtió en el nuevo soberano del principado bajo el nombre de príncipe Ding.
En el quinto año del príncipe Ding, Ji Pingzi murió y le sucedió su hijo Ji Huanzi. Su autoridad creció y pronto se convirtió en el auténtico dueño de Lu. Poco después, un pariente del príncipe Ding entrevistó al cronista mayor de Lu para averiguar el destino de la familia Ji. El historiador respondió con estas palabras: «El estudio del pasado nos muestra que no está a punto de desaparecer. Hace ciento cuarenta años, su antepasado Ji You fue nombrado gran oficial por el príncipe Xi, gracias a él Lu prosperó. Con su descendiente Ji Wenzi el prestigio de la familia no disminuyó, mientras que la virtud de los príncipes a los que servía declinaba sin cesar. Hace más de cien años que el pueblo de Lu no ha conocido a un gobernante digno de ese nombre, ¿cómo puede un príncipe retener el poder en esas condiciones? El príncipe Ding debe tener cuidado al elegir a sus ministros y saber que uno no puede gobernar tomando prestado el prestigio de otros».
Durante su estancia en el principado de Qi, Confucio se mantuvo fiel a sus principios. Su conducta impecable y su conocimiento de los rituales y de la historia de las antiguas dinastías le valieron la admiración del príncipe Jing. El soberano tenía la intención de ofrecerle tierras en patrimonio, pero su fiel consejero le advirtió: «Los letrados saben cómo manejar el lenguaje y los principios con gran habilidad. Además, son arrogantes y no aceptan más opiniones que las suyas propias. Su interés por los detalles del protocolo los lleva a la dispersión y la controversia. Los veréis yendo de un país a otro para jactarse ante los soberanos de sus enseñanzas como si fueran mercancías, pero para gobernar un Estado se necesita algo más. No pueden servir de modelo ni ser útiles para educar al pueblo. Desde que la dinastía Zhou comenzó a decaer, en los rituales se perciben lagunas y Confucio se ha convertido en maestro de ceremonias. Nos dice cómo subir y bajar escaleras, cómo caminar, inclinarnos, guardar silencio o hablar. Se necesitarían años de estudios sobre los rituales para cumplir con sus exigencias. Si tenéis la intención de ofrecerle un puesto para reformar las costumbres de nuestro país, por el bien de nuestro pueblo os ruego que renunciéis». En consecuencia, el príncipe Jing dejó de consultar a Confucio sobre temas importantes. Le dijo: «Mientras os quedéis aquí, seréis honrado, pero no puedo ofreceros un puesto como el del ministro Ji en Lu, soy demasiado viejo para cambiar mi comportamiento». El Maestro decidió entonces volver a Lu. A su regreso fue nombrado consejero del príncipe Ding.
Un día, mientras estaba en compañía del príncipe, este le preguntó:
—¿Existe una sola máxima que pueda hacer grande a un país?
Confucio le respondió:
—No, señor, una sola máxima no puede tener este poder, ni lo tendría toda una doctrina. Para los Sabios Emperadores que reinaron antes de la primera dinastía gobernar era fácil, solo tenían que seguir su naturaleza. Sin embargo, en nuestros días se oye decir: «Ser un buen soberano es difícil, ser ministro no resulta fácil tampoco». Quien comprenda que gobernar es una tarea difícil siempre y cuando no gobierne sobre su propio corazón, estará muy cerca de encontrar la máxima que hace grande un país.
El príncipe Ding lo interrogó de nuevo:
—Dime si hay una sola máxima que pueda arruinar un país.
—Una sola máxima no tiene este poder. Sin embargo, dicen: «No encuentro alegría en gobernar, excepto cuando veo que nadie se atreve a contradecirme». Si las decisiones del soberano son justas, es normal que nadie se oponga a ellas, pero si no lo son, esta declaración de un soberano bien podría arruinar un país.
Después de un silencio, el príncipe de Lu continuó:
—¿Cómo debo guiar a mi gente y cómo deben servirme?
—Cumplir con las reglas y mantener la humildad es la manera más justa de gobernar a vuestra gente. Los rituales guían a los hombres como las leyes naturales gobiernan el mundo, distinguen y unen lo que es diferente, son la fuente del orden y de la cordialidad. Los hombres tienen capacidades diferentes, pero cada uno lleva dentro de sí la virtud de la humanidad: ella es la que hace al soberano generoso y honorable, al siervo, fiel y respetable; ella es la que resplandece en los ritos y se escucha en la música de las grandes ceremonias. En cuanto a mostrar lealtad al soberano, es fácil y se hace de manera natural si el soberano gobierna como debe.
En el décimo año del príncipe Ding, Lu hizo las paces con el principado de Qi. Dos meses después, un mensajero de Qi fue enviado para invitar a Ding a asistir a una reunión amistosa en Jiagu, cerca del Taishan. El gran oficial de Qi le dijo a su príncipe Jing: «Desde que el príncipe de Lu tiene la ayuda de Confucio, se ha convertido en un peligro para nuestro país. Propongo eliminarlo». Una vez que Jing hubo dado su consentimiento, el oficial expuso en estos términos el plan que había concebido: «Confucio es un hombre sabio, conoce bien los rituales pero no aprecia el coraje. Iremos a la reunión desarmados, durante la ceremonia invitaremos a los habitantes de la región a bailar, la gente de Lu no desconfiará de estos toscos pastores que fácilmente rodearán al príncipe y lo secuestrarán. Entonces podréis ocupar el primer lugar a la cabeza de los otros estados». El príncipe de Qi aceptó. Cuando el príncipe Ding se disponía a asistir a la reunión, Confucio, previendo una desgracia, le advirtió: «En la antigüedad, el príncipe que abandonaba su territorio iba acompañado por sus oficiales en sus carros de guerra. Os aconsejo que sigáis esta regla». El príncipe Ding siguió su consejo.
Según la costumbre, se construyó para la ocasión una explanada de tierra de tres escalones que solo podían ocupar los príncipes. Tras los saludos rituales al pie de la explanada, los dos príncipes se cedieron el paso uno a otro, subieron al montículo y se ofrecieron vino mutuamente. Luego un oficial de Qi propuso hacer sonar la música de los Cuatro Puntos Cardinales. Una multitud de bailarines apareció entonces, gritando al son de los tambores. Portando unos flautas y plumas, blandiendo otros lanzas y espadas, formaron un círculo alrededor del príncipe de Lu. Confucio, que había estado observando desde el principio los detalles de la ceremonia, subió dos escalones del terraplén, levantó los brazos y dijo: «Nuestros dos señores se han reunido para establecer un pacto de amistad, ¿qué hacen aquí la música bárbara y las armas? Pido a los oficiales de Qi que expulsen a esta gente». Confucio bajó los escalones, los bailarines permanecieron donde estaban y nadie hizo un gesto. Todos los ojos estaban puestos en el príncipe Jing. Este, avergonzado, agitó su bandera y los bailarines se retiraron. El oficial de Qi propuso entonces que se interpretara la música de palacio. Cantores, bufones grotescos y enanos gesticulantes vinieron dando vueltas hasta rodear de nuevo al príncipe Ding. Confucio subió rápidamente hasta el segundo escalón y dijo: «Es un crimen contra la rectitud y la buena fe que personas de esta clase perturben la reunión de los señores, ¡pido que se dé una orden y que se haga cumplir la ley!». El temeroso príncipe Jing se dio cuenta de que había quebrantado las reglas y roto su juramento. Ordenó que los enanos fueran ejecutados y sus miembros dispersados. De regreso, llamó a sus oficiales y les mostró su cólera: «En Lu Confucio enseña al príncipe el respeto a sus semejantes por medio del ritual, mientras que vosotros me empujáis a comportarme como un bárbaro, un ignorante y un tonto que le da la espalda al Cielo. ¿Cómo puedo reclamar ahora un derecho de supremacía sobre los otros principados?». Un oficial se adelantó y dijo: «El hombre honesto que ha cometido una falta la corrige con hechos, los cobardes se contentan con palabras». El príncipe Jing ordenó que los territorios que habían sido conquistados fueran devueltos a Lu. Como resultado, Confucio, que entonces tenía cincuenta y un años, fue encargado por el príncipe Ding de controlar la justicia. La primera medida que tomó fue la destrucción de los muros que rodeaban el palacio del ministro Ji Huanzi. Le dijo al príncipe: «La norma es que un ministro no debe tener una residencia fortificada más grande que la de su soberano. Es mi deber ordenar la demolición de sus muros, Zilu se encargará de ello».
Cuando Confucio hablaba de justicia durante un juicio, usaba un lenguaje común que todo el mundo podía entender. Ante el príncipe tomaba un aire grave, ante los ministros se mostraba digno y franco, y en presencia de simples oficiales adoptaba una actitud firme y cordial. Hasta en su propia casa, su atención jamás se relajaba. Comía y bebía sin exceso. Su vestimenta carecía de adornos, la manga derecha de su túnica era más corta que la izquierda para facilitar las tareas, pues nunca se entregaba al ocio. Cuando dormía, su cuerpo no se parecía en nada al de un hombre muerto, se mantenía flexible y distendido. Se puede decir que a los vestidos que llevaba añadía el porte de un sabio, que a la actitud del sabio le acompañaba el discurso de un sabio y que bajo su discurso dejaba ver los principios de un sabio.
Meng Wubo, sobrino del ministro Ji Huanzi, que buscaba hombres de valía para su servicio, preguntó a Confucio:
—En vuestra opinión, ¿es Zilu un gran sabio?
Confucio le respondió sin dudarlo:
—Eso no lo sé.
—¿Acaso no es virtuoso?
—Lo único que puedo decir de él es que sería capaz de levantar un gran ejército y entrenar soldados para el combate, pero no sé si tiene la virtud que lo convertiría en un hombre íntegro.
—¿Crees que la tiene Ran Qiu?
—Ran Qiu es cordial y respetuoso, posee cierto talento para organizar a los hombres, pero no hay evidencia de que haya alcanzado la sabiduría.
Meng Wubo insistió:
—¿Es mejor Zixia que los otros?
—Es cuidadoso y diligente. En la corte de un príncipe sabría respetar los rituales y recibir dignamente invitados de alto rango, pero si es el más virtuoso, lo ignoro.
Luego, después de un silencio, añadió el Maestro:
—También está Yan Hui. Habla poco y nunca me contradice, tiene su propia manera de poner en práctica lo que le he enseñado. Os parecerá un idiota, pero puede que sea el mejor de todos.
Poco después, Zilu, a quien Meng Wubo había informado de las palabras de Confucio, se dirigió al Maestro, que estaba en compañía de Yan Hui, y le preguntó:
—¿Qué debe hacer un hombre para convertirse en un verdadero sabio?
Confucio le respondió con una sonrisa:
—Primero debe convertirse en un verdadero hombre. Imagina a alguien que supiera perfeccionar sus cualidades naturales y que tuviera el coraje de ponerlas en práctica para mejorar a los demás, alguien que amase la justicia y el respeto, porque para él fuesen cosas naturales, y que siguiera su camino sin desviarse ni pensar en la meta: ese podría ser considerado como un hombre completo. En estos días no pedimos tanto. Cualquiera que renunciase a la riqueza antes que traicionar sus principios, que pudiera llegar incluso a sacrificar su vida por ellos y que no olvidase ninguna de las promesas hechas durante su vida, también podría ser considerado un hombre íntegro. Pero ¿dónde está ese hombre?
Tras un momento de silencio, añadió:
—Y ahora, decidme, ¿a qué aspiráis vosotros?
Zilu se apresuró a responder:
—Podría compartir caballos, carros y abrigos de ricas pieles con mis amigos y no quejarme si me los devuelven en mal estado.
Yan Hui dijo a su vez:
—Me gustaría perfeccionar mis cualidades y no hacer alarde de ellas ni mencionar mis buenas acciones, eso es lo que estoy buscando.
—¿Y vos, Maestro?
—¿Yo? Quisiera llevar consuelo a los ancianos, inspirar confianza a mis amigos y afecto a los jóvenes.
Zilu le miró con admiración y dijo:
—Después de tantos años sois ahora ministro de Justicia, ¿no es esta una ocasión para regocijarse?
Confucio respondió en tono serio:
—Si tuviera algo de lo que regocijarme, sería de que tal posición me permitiese demostrar mi humildad a todos. Para instruir un proceso no soy ni mejor ni peor que otro, sería mucho más dichoso si no hubiera proceso alguno. ¿Pero es esto posible? Mientras el príncipe dé muestras de cobardía, el primer ministro de orgullo y sus oficiales de falsedad, el pueblo no tendrá moralidad. Nos llevaría cien años de gobierno ejemplar poner fin al crimen y a la pena capital, no creo que pueda disponer de tanto tiempo.
Yan Hui, levantando su pálido rostro hacia él, le preguntó:
—Maestro, siempre os veo vestido sobriamente, ¿por qué lleváis esos colgantes de jade en el cinturón?
—Me gusta el jade porque se parece a la virtud. Como la bondad, es pulido y suave al tacto, sus vetas finas y compactas lo hacen tan sólido como puede serlo la inteligencia, tiene ángulos pero no hiere y en esto se asemeja a la justicia. Si se golpea, se partirá sin deshacerse, al igual que el valor. Y como la sinceridad, su transparencia no oculta sus defectos y sus defectos no disminuyen su valor.
Mientras Confucio estuvo a cargo del cumplimiento de las reglas, la gente de Lu experimentó la paz. Tres meses después de su nombramiento, los comerciantes de ganado dejaron de especular, en los caminos nadie tomó lo que no le pertenecía y los extranjeros que vinieron a Lu fueron calurosamente acogidos. Un año más tarde Confucio se había convertido en modelo para otros principados.
Cuando los ministros del país de Qi se enteraron de que las costumbres habían cambiado en Lu, se inquietaron y advirtieron a su príncipe: «Si Confucio continúa administrando justicia, el poder de Lu seguirá creciendo y nada le impedirá reclamar la hegemonía. El principado de Qi, siendo el más cercano, será el primero en ser anexionado. Debemos evitarlo». Se decidió entonces enviar al príncipe Ding ochenta bailarinas de extraordinaria belleza conocedoras de la música. El príncipe de Lu las recibió con placer y nunca se cansaba de su compañía. Durante tres días se suspendieron las audiencias en palacio. Zilu le preguntó entonces a Confucio: «A causa de estas mujeres ni el príncipe ni el ministro Ji Huanzi se hacen cargo del gobierno. Maestro, ¿no es hora de partir?». Confucio suspiró: «¿Nunca he de ver a alguien atraído por la virtud con la misma fuerza con que lo atraen las mujeres? He conocido hombres de corazón recto que siguieron su camino sin importar lo que ocurriese en el país, pero los mejores son los que permanecen en su puesto mientras pueden hacerlo sin renunciar a sus principios, y cuando eso ya no es posible, huyen, guardando su talento para otras ocasiones».
En compañía de algunos discípulos, Confucio abandonó entonces la capital. Después de pasar por la puerta de Qufu, se dio la vuelta y entonó esta canción:
La boca de estas mujeres está causando mi ruina,
la belleza de estas mujeres me empuja a emprender la huida.
Dejo el país que me vio nacer
para vagar por la tierra hasta mi muerte.
A la edad de cincuenta y seis años, Confucio abandonó el país de Lu y comenzó un viaje que iba a durar catorce años.
Confucio, con la mirada vuelta hacia el oeste, habló a sus discípulos: «Hoy en día ningún país puede garantizar que no será atacado por su vecino. Los príncipes de Lu y de Wei tienen por antepasado común al buen rey Wen, que dio origen a la dinastía Zhou, y ambos países son como hermanos. Así que iremos a Wei».
Cuando alcanzaron la pequeña ciudad de Kuang, en la frontera con Wei, fueron detenidos por los habitantes, quienes creyeron reconocer en ellos al intendente rebelde del ministro Ji Huanzi y su tropa, que habían atacado la ciudad. Confucio fue arrestado y retenido en cautiverio. Sus discípulos llegaron a temer que fuera ejecutado. Confucio los reconfortó así:
—Hijos míos, tened confianza y considerad esto: si la sabiduría de los Antiguos Soberanos hubiera sido llamada a desaparecer, no me habría guiado hasta ahora. Lo que yo os enseño siempre ha existido, no soy el creador sino el transmisor. Si nadie ha podido destruirlo, ¿qué tengo que temer de esta gente?
Los discípulos consiguieron que lo liberasen. Yan Hui, que había permanecido oculto, se les unió un poco más tarde. Confucio se acercó a él y estrechando las manos de su discípulo entre las suyas, le dijo:
—Yan Hui, ¡pensé que habías muerto!
Yan Hui, con lágrimas en los ojos y una sonrisa, contestó:
—Maestro, sabiendo que estáis vivo, ¿cómo me atrevería a morir?
Llegado a la capital del pequeño principado de Wei, Confucio se sorprendió al encontrar una ciudad tan poblada. Ran Qiu, que conducía su carro, le preguntó:
—Una vez que la población ha aumentado, ¿qué podemos hacer para mejorar su situación?
—Debemos proporcionarle recursos.
—Y cuando a la gente no le falta nada, ¿qué podemos hacer por ellos?
—Necesitan ser educados. Tú, que un día serás llamado a servir a los poderosos, debes saber esto: si un gobernante instruyera a su pueblo en la sabiduría, al cabo de siete años el pueblo podría vivir con dignidad aunque tuviera que ir a la guerra, pero llevarlo a la lucha sin haberlo entrenado en la virtud sería conducirlo a su ruina. La sabiduría que hace que un hombre sea digno de ese nombre es lo que el pueblo necesita más que el agua y el fuego. Puedes morir cruzando el agua o el fuego, pero nunca he visto morir a nadie por seguir el camino de la virtud.
Ran Qiu, siempre deseoso de aprender, le preguntó de nuevo:
—Maestro, esa virtud de la que el pueblo no puede prescindir, ¿en qué se diferencia de la de los grandes oficiales que están por encima de él?
—Los hombres tienen una misma naturaleza y solo por la práctica se diferencian. Que la virtud de la humanidad adquiera un sentido absoluto y una forma perfecta es deber de todos. La pobreza y la humillación no son cosas envidiables, pero valen más que traicionarse a uno mismo. En cuanto a las riquezas y los honores, son cosas que todos desean, pero es mejor renunciar a ellas que obtenerlas mediante acciones injustas.
El príncipe Ling conocía bien la reputación de Confucio y lo acogió cordialmente, aunque su moralidad iba en contra de los principios de su huésped. Un día que el príncipe salía, hizo subir en su carro a un eunuco y a su concubina Nanzi, sospechosa de mantener relaciones incestuosas con su hermano. Confucio fue invitado a formar parte del cortejo para seguir al príncipe hasta la plaza del mercado. El Maestro, indignado al verse en tan mala compañía, decidió marcharse. Dijo a sus discípulos: «El carro que porta la insignia del príncipe es más valioso que los que van en él. Si el príncipe no se comporta como tal y no respeta las reglas, ¿cómo voy a seguirlo?».
Confucio se despidió entonces del príncipe Ling tras haber pasado diez meses en Wei y se dirigió a Zheng, un pequeño estado vecino, para luego ir al principado de Chen. Cuando llegaron a la puerta del Este de la capital de Zheng, Zigong se dio cuenta de que su maestro no estaba con ellos y empezó a buscarlo. Un comerciante de la ciudad se le acercó y le comentó: «Hay un anciano extraño allí. Tiene la frente de un hombre sabio, la apariencia de un juez y la talla de un soberano de antaño. Ahí está, solo, indeciso como un perro en casa de un hombre muerto». Cuando Zigong se reunió con su maestro, le transmitió estas palabras. Confucio dijo riendo: «Ese buen hombre no debería fiarse de las apariencias. Sin embargo, decir que parezco un perro en busca de su amo es del todo correcto».
En el principado de Lu, durante el decimocuarto otoño de su reinado murió el príncipe Ding. Llegada la primavera, le sucedió el príncipe Ai.
Al pasar por el país de Song, Confucio y sus discípulos se vieron obligados a huir de los soldados enviados contra ellos por el ministro de la Guerra de ese principado, quien temía que la influencia del Maestro provocara su destitución. Viendo a sus compañeros sumidos en la tristeza, Confucio quiso distraerlos y preguntó:
—Si quisiera viajar por mar, ¿quién me seguiría? ¿Zilu tal vez?
Zilu asintió con entusiasmo:
—Podéis contar conmigo, Maestro, estaría dispuesto a construir una barca con mis propias manos.
—Ah, Zilu, me superas en valentía, pero si tuvieras un poco más de juicio no necesitarías barca.
Zixia entonces intervino:
—¿Qué debemos hacer en las circunstancias adversas? ¿Es mejor escapar o luchar por nuestros principios?
El Maestro, sin abandonar su tono amistoso, respondió con voz lenta y convencida:
—He conocido hombres lo suficientemente modestos como para retirarse de la vida pública, otros lo suficientemente valientes como para enfrentarse a la muerte, pero pocos que sepan mantenerse en su lugar, rectos y firmes, imperturbables tanto en la felicidad como en la desgracia. El sabio es un sabio, no es ni un cobarde ni un héroe, simplemente se adapta a las circunstancias que se le imponen. Si posee riquezas y honores, actúa como corresponde a un hombre afortunado. Si se encuentra en peligro, actúa como un hombre en aprietos. Pase lo que pase, se mantiene sereno y dichoso porque no necesita nada, posee en su interior un tesoro que nadie puede arrebatarle.
Zigong, siempre dispuesto a resolver problemas, preguntó:
—¿Es todo lo que hace falta saber para enfrentarse al peligro?
Confucio, mirándolos uno a uno, dijo:
—¿Creéis que os estoy ocultando algo? No, no me guardo nada. Todo lo que he aprendido lo enseño. Todo lo que enseño lo pongo en práctica y lo comparto con vosotros.
Ran Qiu suspiró:
—Vuestra sabiduría es admirable, pero temo no tener fuerzas suficientes para aplicarla.
—Hay hombres llenos de buenas intenciones que siguen la Senda y caen exhaustos a mitad de camino, tú te impones límites antes incluso de empezar. Escucha esto: aquel a quien el Cielo ha dotado de buenas cualidades al nacer llega a su meta sin esfuerzo, pero yo no soy uno de ellos. Procuro desarrollar mis cualidades y corregir mis defectos. Lo que no sé me esfuerzo por aprenderlo. Lo que he aprendido no lo abandono y hago todo lo que puedo para ponerlo en práctica. Aquello que los mejores consiguen de inmediato intento adquirirlo diez veces, veinte veces si es preciso, hasta que pueda lograrlo. Cuantas veces caigo, otras tantas me levanto. Ah, Qiu, la perfección es un pesado fardo que el sabio arrastra toda su vida y el camino es largo, créeme. Alcanzar la virtud de la humanidad es una empresa ardua, pero para aquel cuya naturaleza es ser sabio no hay nada más fácil. Por eso los Antiguos decían: para el hombre que la lleva en el corazón la perfección es tan ligera como una pluma, pero aquellos que quieren adquirirla apenas tienen fuerza para levantarla.
Zilu, exaltado por este discurso, profirió:
—¡Ponedme a prueba! Estoy dispuesto a ir hasta el límite de mis fuerzas y a morir si es necesario en el camino de la perfección.
Confucio le reprendió suavemente:
—Tu ardor prendería fuego a la montaña y secaría los ríos. Terminarías con toda la caza y con los peces en un día. ¿No ves que al sobrepasar los límites dejas atrás lo esencial?
—¿Qué es lo esencial, Maestro, y cómo alcanzarlo?
—Es lo que te permite llegar a lo más lejano, a lo más alto, a lo más profundo sin tener que moverte. Esta fuerza serena se adquiere adaptándose al cambio sin cambiar uno mismo.
Yan Hui, el de mirada profunda, exclamó:
—¡Qué grande es la Senda del Maestro!, cuanto más la considero, más elevada me parece. Cuanto más trato de entenderla, más honda resulta ser y cuando pienso que la veo delante, la tengo detrás de mí. El Maestro nos guía pacientemente, él me ha empujado a estudiar, si ahora quisiese renunciar a todo esto no podría hacerlo. Cuando me siento exhausto veo de nuevo algo frente a mí, como una montaña que me atrae y que no podría escalar sin ayuda.
Confucio lo contempló por un momento en silencio y dijo en voz baja:
—Lo que acabas de describir, Hui, esa virtud genuina que a la vez te empuja y te parece lejana, es la naturaleza misma de la virtud humana que cada uno de nosotros posee. El deber de todo hombre es perfeccionarla, una tarea que solo termina con la vida. En su más alto grado, alcanza el Cielo y la Tierra, es aquello hacia lo que tendemos, pero no creas que es inaccesible, pues podemos tender hacia ella porque está ya en nosotros. Debes saber una cosa: no es la Senda lo que engrandece al hombre, sino el hombre el que engrandece la Senda.
Después de pasar tres años en Chen, Confucio, cansado de asistir a los incesantes ataques que este país tenía que soportar por parte de los grandes principados de Chu y de Jin, decidió regresar a Wei.
De camino a Wei, Zilu preguntó a Confucio:
—Si el príncipe Ling os encarga el gobierno, ¿cuál será vuestra primera medida?
Sin desviar sus ojos del horizonte, Confucio le contestó:
—Una rectificación de los nombres.
—¿Estáis seguro de eso? Me parece que hay muchas otras cosas por hacer antes.
—¡Qué testarudo eres! Cuando uno no sabe de lo que está hablando, es mejor que calle. El lenguaje es una cosa seria de la que no se debe abusar, su función fue regulada por los Antiguos Soberanos para distinguir entre lo verdadero y lo falso. Mientras las palabras conserven su verdadero significado, la gente puede entenderse, pero en cuanto signifiquen algo distinto a la realidad, todo en el gobierno será confuso. Mientras los títulos estén de acuerdo con el talento de cada uno, ningún hombre de valía quedará sin empleo y ningún cargo carecerá de hombres competentes. El soberano actuará entonces como soberano, el ministro como ministro, el padre como padre y el hijo como hijo, todos harán honor a su nombre. Si los nombres y las cosas no concuerdan, las palabras no corresponden a los actos, las promesas no se cumplen y la gente ya no sabe dónde poner el pie. Cuando el discurso y el corazón del hombre se alejan uno de otro, la sabiduría misma se convierte en un tejido precioso que todo el mundo admira sin que nadie sepa lo que hay debajo.
Al enterarse de la llegada de Confucio, el príncipe Ling se regocijó y dejó la capital para reunirse con él. Lo recibió como invitado distinguido, pero en los meses siguientes no le confió cargo alguno. Confucio se lamentaba: «Si un soberano me aceptara a su servicio, en un año podría hacer algo y después de tres años alcanzaría mis fines».
Mientras aún estaba en Wei, Confucio recibió un mensaje de un ministro del poderoso principado de Jin invitándolo a unirse a él. El Maestro estaba dispuesto a aceptar su invitación, pero Zilu exclamó:
—Ese hombre de Jin se acaba de rebelar contra el gran oficial Zhao Jianzi. Nos habéis enseñado que el sabio prefiere retirarse antes que servir a un mal señor.
—¿Qué estás diciendo? ¿Soy acaso una calabaza que se cuelga de una viga del techo para adornar la casa? Nunca he negado mi enseñanza a nadie. Puede que ese ministro no sea perfecto, pero si me da un empleo sabría poner al principado de Jin en la Senda de los Antiguos Soberanos. Por preservar mi pureza, ¿debo dejar de hacer lo que creo que es justo?
Zilu, con un gesto de impotencia, replicó:
—Sin embargo, durante años hemos estado deambulando de un país a otro sin encontrar una función que os convenga. ¿Cómo explicáis esto?
—Ah, Zilu, ¿crees que las cosas siempre están de un lado o de otro? Los que se retiraron del mundo lo hicieron porque creían que ese era su deber. Otros, por la misma razón, perecieron en el empeño sin renunciar a sus exigencias. Pero ¿tenían otra opción? Piensa un poco, ¿crees que se preguntaron cuál era la mejor manera de actuar? El que tiene sentido de la rectitud no necesita razonamientos para actuar correctamente, sino que lo hace de manera espontánea. Lo que no es posible en ciertas ocasiones no es imposible en otras, no hay regla que valga, cada cual lo hace a su manera, ya ves, esto es algo que un maestro no puede enseñar a su discípulo.
—Y vos, Maestro, ¿de qué lado os situáis?
—Yo abordo la realidad sin idea previa y sin pretensiones, sin obstinación ni egoísmo. No me inclino ni de un lado ni de otro, me adhiero al Camino del Medio, eso es lo que se llama rectitud. Es lo que te permite escapar siempre para permanecer siempre en tu puesto.
El tiempo pasaba para Confucio en vano. Ocioso, se sentía como un león enjaulado. Un día, mientras contemplaba el río Amarillo en compañía de sus discípulos, dijo en tono pensativo: «Todo pasa como esta agua, nada se detiene ni de día ni de noche. Mirad, a cada obstáculo el agua responde como un eco, desciende o se eleva sin temor, recta o sinuosa, sigue su propio camino y su virtud nunca se agota».
Contemplando el vasto territorio de Jin que se extendía desde la otra orilla hacia el oeste, Confucio sintió deseos de dirigirse allí. Si su sentido de la justicia le impedía finalmente servir al rebelde, siempre podría ofrecer su ayuda a Zhao Jianzi, que acababa de convertirse en primer ministro. Sin embargo, algún tiempo después, un mensajero de Jin anunció que dos grandes oficiales, que tenían reputación de sabios, habían sido ejecutados por Zhao Jianzi.
De pie, frente al río Amarillo, Confucio dijo con un suspiro:
—No me será permitido cruzar este hermoso río, este gran río a orillas del cual soñaba, tal es la voluntad del Cielo.
Zilu se acercó y preguntó vivamente:
—¿Por qué no podemos ir a Jin?
—En tanto Zhao Jianzi necesitó a estos dos hombres para acceder al gobierno, se sirvió de ellos. Una vez que consiguió lo que quería, los mató. Si voy con él ya sé lo que me espera.
Volviéndose hacia sus discípulos, prosiguió con voz tranquila: