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En "La vejez es una sorpresa", Hilda Regina Maglianesi abre su corazón para compartir su vida en forma de un diario personal. Desde los desafíos de la niñez huérfana hasta la serenidad y nostalgia de su vejez, Hilda nos lleva por un viaje íntimo lleno de amor, pérdidas y resiliencia. Editada con amor por su nieta, esta obra es un homenaje a las memorias familiares y una reflexión sobre lo que significa vivir, amar y envejecer con gracia. Una lectura conmovedora que entrelaza anécdotas, poesía y pensamientos que resonarán en cada lector.
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Seitenzahl: 93
Veröffentlichungsjahr: 2025
HILDA REGINA MAGLIANESI MARÍA EVA FRIIS DE SANCTIS
Maglianesi, Hilda Regina La vejez es una sorpresa / Hilda Regina Maglianesi ; María Eva Friis De Sanctis. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5900-5
1. Narrativa. I. Friis De Sanctis, María Eva II. Título CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Diseño de portada: Anabella Chialich
Prólogo
Recuerdos
Los recuerdos dentro de los recuerdos
Mis hijos
La vejez es una sorpresa
Retomamos los recuerdos (y el presente)
Colección de cartas enviadas y recibidas por y para Hilda
Carta de la historia del avión y la llegada
Inmarcesible: que no puede marchitarse
Epílogo
A mis nietas
Mover los labios para que las palabras en el silencio, la pausa en el atardecer, el olor a pan recién horneado, la leche quemada del mate cocido, el abrazo junto a la risa en el pasillo y, en la radio, un tango, se hagan presentes.
Mover los labios y dejar todo al azar.
Mover los labios y cocinar, mientras el silencio de nuestra casa húmeda y fría se vuelve religión.
Mover los labios y que dancen las palabras, que los secretos que nos contamos se vuelvan eternos, que una videollamada dure dos horas, que nos duela la panza de la risa, y que diseñemos vestidos, muchos vestidos.
Mover los labios y reírse con el corazón.
Mover los labios y entender que no escuchás.
Mover los labios y aprender a hablar moviendo los labios.
Mover los labios para decirte: gracias.
Estoy sentada en la mesada de aluminio de la cocina. Tengo siete años y mis piernas cuelgan sobre ella. Una suave brisa de verano santafesina entra por la pequeña ventana. Se escuchan algunos perros ladrando a lo lejos y, también, algunos grillos. Con mis zapatillas le pego a la puerta de la mesada de abajo y hago retumbar toda la casa. Hay harina por todos lados: en mis manos, mi ropa y mi pelo. Estoy feliz; hoy vine a dormir a la casa de la Noni.
Sonrío mucho, el silencio inunda el espacio. Observo a mi abuela danzar alrededor de la cocina; se mueve de un lado hacia otro. Hace muecas y mueve los ojos. Nos reímos. Observo su oído, parece que lleva un caracol dentro. Creo que puede escuchar el sonido del mar. Ella mueve los labios y yo los observo fijamente, intentando descifrar sus palabras mágicas y secretas.
Hay una olla con agua en el fuego; está hirviendo. El vapor inunda la cocina y nos trasladamos en el tiempo.
Estamos sentadas en el patio, debajo de un hermoso jacarandá rosado. Tomamos unos mates, comemos budín de mandarina y charlamos. Yo te cuento de mi vida en otro país y vos siempre me preguntás por mi vida de casada. Querés saberlo todo y me das consejos. Yo te pregunto cómo te va con la vida acá, en lo que llamamos “el hogar”. Me contás que empezaste a escribir un libro. Me decís el nombre, los capítulos y, luego, me lo entregás.
—Está listo, ahora, publicalo.
Las flores del jacarandá nos tapan por completo.
Desde ese día, dediqué mis mañanas, tardes y noches a leerte, pero también a escribirte. Te conocí desde otro lado: como mujer, como hija, como madre y como amiga. Descubrí tu poder en las palabras y el amor, y la gracia con los que sos capaz de contar tus memorias. Me sumergí en tu pasado, en la vida con tus abuelos, tu marido y tus hijos. Entendí tu dolor, tu nostalgia y tu valentía.
Durante este tiempo de trabajo a distancia, fuimos escritora y editora. Hicimos videollamadas en las que nos preguntamos mucho y nos contamos repetidas veces las mismas historias. Fuimos, en la distancia, moldeando y creando este libro para volverlo un proyecto entre nosotras y, también, entre familia.
La vejez es una sorpresa es mirar a escondidas un rato por la ventana de tu vida; es reír y llorar al mismo tiempo; es sentirme tu amiga, parte de tu historia.
Hilda Regina Maglianesi, abuela, este pequeño prólogo está enteramente dedicado a vos, para que me leas, como yo lo hice y aún lo hago con vos. Quiero que sepas que agradezco inmensamente tener el privilegio de ser parte de esta aventura de textos, poemas, memorias, anécdotas, novelas, secuencias, de la que me has hecho parte. Quiero que sepas que te considero como una escritora poderosa, real y graciosa, quien me ha hecho aprender mucho.
A los lectores de este libro, me gustaría introducirlos a la vida de mi abuela. De oficio modista de alta costura, emprendedora voraz, actriz cómica–dramática teatral, cocinera de mucho dulce y mucho salado, vendedora y diseñadora de disfraces, portadora de una mágica sonrisa y buen humor; un poco loca, un poco sorda, un poco maga. Una mujer valiente que decidió compartir con ustedes sus memorias y pensamientos, para así quedar eternamente, por los siglos de los siglos, en este libro realizado con mucho amor.
María Eva Friis De Sanctis
“Es un bien aquello que estimula nuestro deseo”.
Umberto Eco
Hilda Regina Maglianesi
Editado por María Eva Friis De Sanctis
Aquí, Manolo, al lado mío, duerme. Hoy escucho el timbre, como en casa.
Es de noche y ya son las 23 h del domingo. Pienso en mis hijos, en el asadito en el patio de casa, en el tango, en Nancy, en Fermín; ahí, todos juntos con la parrilla. Pero bueno, la realidad es otra. Yo elegí. Parezco no conforme, pero acá estoy, al lado de mi novio.
Nací el 24 de agosto de 1943, durante una larga noche de frío, en la casa de mis nonos, donde vivían mis padres.
Luego, cuando tenía tres años, mi mamá enfermó. Me llevaron a verla internada al hospital Ferroviario. Siempre me quedó esa imagen de unos biombos de tela verde separando las camas, porque era un espacio muy grande.
Un día, mi mamá murió. La velaron en la casa de mi tía Elvira. Recuerdo, cuando la vi, que tenía muchas flores alrededor de su cabeza y su cuerpo. Estaba hermosa. Yo la contemplaba fijamente desde la altura, mientras mi tía me sostenía en brazos.
La extrañé mucho. Hay un recuerdo que tengo siempre presente, que se repite todo el tiempo en mi cabeza. Es un recuerdo de día, en el que sigo a mi mamá mientras ella camina a través de un largo pasillo de paredes rotas, hasta el patio. Ella tendía la ropa al sol con jabón para blanquear y recuerdo que, una vez, con una chapa que había debajo, me corté la yema del dedo índice de la mano izquierda. Me salió mucha sangre. Lloré mucho. Imagino que me curaron, pero no me acuerdo. Aún tengo la cicatriz.
Mis tías Elvira y Blanca, hermanas de mi mamá, me contaron que de chiquita era muy pegote. Me dijeron que seguía a mi mamá hasta cuando iba al baño. Me acuerdo, como si fuera ayer, de cuando ella amasaba en la cocina. Recuerdo que me había hecho un palo de amasar del mango de un viejo plumero.
Mi papá era ferroviario, le gustaban las carreras de caballos y jugaba los domingos en el hipódromo. Una vez perdió todo el sueldo.
Cuando mi mamá murió, él también se fue. Me dejó en la casa de mis abuelos; no lo veía mucho. Se casó con otra mujer.
“La casa de las baldosas rojas.
Una galería y, al lado, una parra”.
Los domingos venían mis primos con mis tíos. Para mí era una fiesta. A mi papá casi no lo veía. Mi abuelo Fermín tenía un carro y un caballo. Lo llamaba Pancho. Tenía un corral separado de la casa porque el terreno era enorme. El carro lo usaba para trabajar. Salía muy temprano de casa y repartía fiambres y quesos a los almacenes. Cuando fui más grande, iba con él al reparto. También lo acompañaba cuando compraba mercadería. Me encantaba. En la casa de mis abuelos se criaban gallinas, patos y también gansos. Teníamos perros. ¡Qué cambios!
Fui a la escuela primaria, que quedaba relativamente cerca. Íbamos caminando. Digo “íbamos” porque tenía una vecina parienta con la que hice toda la primaria.
Una vez tuve un problema en los oídos porque me entró agua mientras estaba nadando en la playa de Guadalupe. Mi abuela me llevó al médico y me quedé sorda. Bueno, casi sorda. Bastante sorda.
Hice el primer grado en ese mismo año. Los que estábamos más adelantados pasamos al superior; los demás se quedaron en el inferior. Mi papá fue una vez a una reunión de la escuela. De la emoción, yo también me colé. Me dejaron en el patio.
Me acuerdo de que era la segunda de la fila y, cuando nos íbamos, cantábamos la marcha de San Lorenzo. En los actos bailábamos folclore. Me ponía una pollera larga floreada y, en el pelo, trenzas que sostenía con invisibles. También usaba más trenzas de pelo natural. Creo que era mío, no sé. La pollera era de mi nona. Siempre tenía la misma pareja, que a mí me gustaba. Se llamaba Gustavo Cabeza.
Mis clases preferidas eran cocina y labores. En dibujo me hacían pintar las láminas que una compañera dibujaba. En los recreos teníamos una vecina que hacía fritos para vender. Riquísimos. Los sanitarios quedaban en la parte del patio.
Me acuerdo de que siempre me quedaba charlando debajo de los eucaliptos, porque juntábamos las semillitas. Aún puedo oler su perfume.
Cuando llovía, mi nono me buscaba con el carro. Una vez llevamos a una maestra; mi nona le dio un par de medias porque se le habían mojado los pies y tenía frío.
No teníamos luz eléctrica. Nos alumbrábamos con velas o lámparas a querosén. Después usamos faroles a gas. Para cocinar, teníamos un calentador Bran Metal. Me acuerdo de la primera cocina a querosén. Tenía una tapa de enlozado. Me quemé la mano porque se me cayó encima. Era pesada. Al nono le gustaba cocinar todos los días. A la tardecita prendía un fuego para hacer asado. Me acuerdo de que también hacía, con el calentador, fijes con cebolla. ¡Qué rico!
No sé en qué fecha, pero en la escuela, en cada grado, se festejaba el Día de la Madre. Yo lloré mucho y las maestras me consolaron.
La escuela tenía el nombre Camila Cáseres de Ballarine N (desconocido). Cerca había un almacén donde habían vivido mis abuelos con sus hijas. El director de la escuela tenía el apellido Cariñano. Su esposa era una maestra, la señorita Cota. No sé en qué grado la tuve.
La nona me daba el desayuno en la cama. Yo le dije:
—Nona, ya soy grande, no me des más la mamadera.
Mi papá se casó y tuve cuatro hermanitos. Desde ese entonces, mi nona me aconsejaba que no me fuera a vivir con ellos. Yo quería seguir estudiando en la escuela de arte, pero como era nocturna, no pude.
En carnaval nos disfrazábamos. Creo que eran compañeros de la escuela y salíamos a visitar a los vecinos.