La vida desde mi ventana - Beatriz Rizzo de Lozdan - E-Book

La vida desde mi ventana E-Book

Beatriz Rizzo de Lozdan

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Beschreibung

En esta conmovedora autobiografía, la autora nos lleva a través de los recuerdos de su infancia, la cálida convivencia con su familia, las alegrías de la juventud y los desafíos que la vida le presentó. Entre tradiciones, sacrificios y amor inquebrantable, se desarrolla una historia de lucha, crecimiento y resiliencia. Desde los juegos infantiles hasta las responsabilidades de la adultez, pasando por la pérdida de seres queridos y las dificultades económicas, el relato ofrece una mirada íntima a la vida de una mujer que nunca dejó de buscar la felicidad en los pequeños momentos. Un testimonio inspirador sobre la fuerza del amor y la familia.

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Seitenzahl: 66

Veröffentlichungsjahr: 2025

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BEATRIZ RIZZO DE LOZDAN

LA VIDA DESDE MI VENTANA

Rizzo de Lozdan, Beatriz La vida desde mi ventana / Beatriz Rizzo de Lozdan. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6080-3

1. Cuentos. I. Título. CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

Raíces en el infinito

Primera Parte

Iniciando la Marcha

Segunda Parte

Cruzando el Desierto

Tercera Parte

Alentando Esperanzas

Cuarta Parte

A las Puertas del Ocaso

A mi esposo.

A mis hijos, Especialmente a Maricel.

A una etapa de mi vida.

Una mañana como otras ya vividas, en un rincón de la casa, mirando sin mirar algo preciso, en un ambiente conocido donde nada despierta la curiosidad, una extraña sensación invade mis sentidos y la mente poco a poco, quizás algo inconsciente, va entrando por la sala silenciosa rodeada de inmensas bibliotecas. Allí están los libros que archivan y registran vivencias, historias y ciencias. Esta sala, copia fiel de la humana memoria, donde podemos visitar y tomar el libro que elijamos y que guarda entre sus tapas verdes, rojas, grises, blancas, doradas, azules, según hablen sus textos de alegrías, penas, cosas trascendentes o solo cotidianas.

He venido con un propósito, en el que en algún momento de la vida toda criatura viviente sentirá la necesidad de hacer un resumen, una evaluación que, según nuestra concepción religiosa, nos prepare para el día del juicio final. En la puerta del paraíso, el querubín con la espada flameante habrá de impedir la entrada de lo que no corresponda permanecer allí.

Sé que carezco de virtudes especiales, pero me amparo en la idea de que la providencia de Dios se ha complacido en su generosidad en dar a algunos mayores gracias y que cada uno tenga su propio don. Siento que al jardín de la vida lo componen todo tipo de flores y que, para formar un todo, tiene el mismo valor la orquídea que la rosa.

Tengo dificultad para ver sobre este papel amarillento y quebradizo, lapidado por los años, que habla de un lugar que es un punto en el infinito universo, donde la vorágine de la vida, en su continuo devenir, no ha percibido lo que acontece. Allí, solo el ser, en su pequeñez, ha hecho surcos de la vida transcurrida. Un pueblo entre las montañas de piedras agrestes y salvajes vegetaciones; sus áridas tierras, en gran parte, han sido transformadas por las callosas y curtidas manos que, en su a veces cruel esfuerzo, arrancaron sudor y lágrimas a sus humildes pobladores.

Estoy acá, frente al fuerte muro de piedra que llamamos el paredón, viejo atajo del río Tajamar o río Seco; siento que me invade la algarabía de niño después de la tormenta, tirando barquitos en la creciente, el agua marrón formando espumas suaves y amarillentas, arrastrando el lodo de la vieja acera, el puente antiguo hecho de madera y el hospital que un día fuera. En esa esquina hoy está una escuela y el puente moderno, todo de cemento, que no permite, como las maderas, ver correr el agua en días de tormenta a través de las hendijas que entre ellas quedan.

Bajan varias calles que van hacia el centro, donde están la plaza, la iglesia, el gobierno, las instituciones que rigen la provincia, el tradicional trazado de legendarios pueblos. Mientras avanzo, voy reconociendo las calles que niña mis pies recorrieron, de forma automática voy reconociendo el palo borracho, el viejo ceibo, los altos jacarandás que alfombran de azul este querido suelo. Levanto una flor, la llevo a mi boca, la soplo y reviento contra mis labios en dulce recuerdo. Qué grande es poder marchar en el tiempo con el pensamiento, dulce viajero.

Esta es la fachada de la vieja casa, sus puertas muy altas son tres en efecto, todas de dos hojas, pero la del medio, de altos postigos marrones vidriados, es la principal, que da entrada al zaguán impecable de amarillos pisos de flores y guardas. Se ensancha luego y las flores rojas brillan desde el suelo. Sus muros pintados de azul arabescos son fuertes y hablan de los viejos tiempos. Las habitaciones van a sus costados, y las galerías, pisos de ladrillos, donde en el sillón estaba el abuelo, con su manta al hombro, elegante sombrero, su esbelta figura, su ternura sin límites y su comprensión eterna. Él guarda en mi alma la imagen sagrada del señor en pleno.

En el comedor, sus aparadores llegan hasta el techo y sus bellos mármoles, donde brillan como espejos, allí se posan los cristaleros. En sus estantes lucen las vajillas, que son testimonios de tantos recuerdos. La mesa enorme y las sillas torneadas, que esterilladas tienen los asientos, y en las esquinas del salón, altos maceteros.

Este es el primer patio, lo adornan jazmines, su perfume embarga mis hondos recuerdos. Atrás, la cocina y el lavadero, allí está mi madre, el radioteatro la está entreteniendo mientras sus manos friegan en la tabla con blancas espumas nuestros guardapolvos y otros atuendos. Una madre que, como María, dijo “sí” un día y está con seis hijos y con muchos sueños, que tal vez un día… pero cruel la vida, escribe con fuerza la realidad viva y esfuma los sueños de su fiel retina, que materializa los reales sucesos que engarzan la historia de cada individuo, que no condice con lo que quisiera.

Avanzo hacia el parque, un banco de piedra marca dos niveles y el duraznero, de rosa vestido, da la bienvenida a los visitantes. El níspero, situado a la mitad del parque, se alza imponente y sus dulces frutos son el objetivo de muchas hazañas que, a juego de niños felices, realizábamos. Las limas, el naranjo amargo, el limonero y, abajo, la mata de agapanthus, azucenas, juncos, amapolas y hasta las silvestres florecillas de lino y de lágrimas de María me miran extrañas, sorprendidas. Contemplan este fantasma errante que irrumpe en sus juegos.

Contra el muro final de la casa, al frente y a la izquierda, se encuentra elevada sobre fuertes vigas de gran espesor nuestra inolvidable casa de madera, a donde llegábamos tras los dieciocho escalones de la fuerte escalera. Está allí, quien la construyera, de frente muy amplia, mirada serena, de ojos muy verdes, de cabello rubio pero piel trigueña. Qué paz infinita, qué seguridad inmensa sentía mi ser ante su presencia.

Padre!, qué inmensa dulzura ese nombre encierra.

Al otro lado del muro, la quinta donde sembrábamos con el abuelo. Allí estaban las gallinas y los conejos y la mesa de piedra donde se hacían los embutidos. También el cuarto oscuro, que era una despensa, y en cajones con arena se guardaban verdes limones y naranjas para que maduren.

Así transcurría la vida en su esencia en esta familia de común apariencia. Todas las mañanas, marchar a la escuela, como en el follaje de la verde morera, era nuestra algarabía, de pájaros en primavera. Nada entristecía nuestras simples vidas, éramos felices sin otra preocupación que vivir no fuera. Éramos tan niños, tanta inocencia, que en el corazón caber no pudiera.

Leíamos cientos de historias de héroes, de espadachines, de los mosqueteros y luego jugábamos a que nosotros éramos. ¿Qué ha hecho la vida con este puñado de pura inocencia?

Recuerdo primero, mi primera comunión, vestida de blanco, de organzas y vuelos, y de la cintura elevada colgando la bella bolsita llena de puntillas, que la llamábamos la limosnera. Qué bella experiencia, junto a mi madrina y a mis compañeros, aceptar a Jesús, recibir la eucaristía, porque tengo siete años y uso de razón, así se decía en esos tiempos.

Segundo, recuerdo el día que murió el abuelo, dejando un vacío, enlutando el pecho, empañando los ojos, rasgando la dulce y feliz inocencia. Era la primera realidad cruenta que había de golpear, provocando pena, dolor y la angustia que la muerte siembra. Meses de dolor siguieron al día en que la carroza se llevó al abuelo. Vuelven los recuerdos cuando vi quemar en una fosa todas sus pertenencias mientras en mi garganta se ahogaba un ronco grito de “¡dejen, que son del abuelo!”… Con nostalgia percibo ciertas flores o el olor de las velas.