La voluntad invicta - Jesús Zambrano Grijalva - E-Book

La voluntad invicta E-Book

Jesús Zambrano Grijalva

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La voluntad invicta es una memoria política escrita por Jesús Zambrano Grijalva, en la que narra su transformación ideológica: de joven guerrillero integrante de la Liga Comunista 23 de Septiembre a dirigente del PRD y actor clave en la transición democrática mexicana. El libro ofrece un testimonio crudo y personal de la represión del Estado en los años 70, el desencanto con la lucha armada y el giro hacia la vía democrática como instrumento de transformación social. En él se combinan anécdotas autobiográficas con una lectura crítica de los cambios políticos en México, particularmente desde los años 60 hasta el siglo XXI.

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Seitenzahl: 340

Veröffentlichungsjahr: 2025

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La voluntad invicta

De la guerrilla al compromiso democrático

Jesús Zambrano Grijalva

Prólogo

Testimonio que ilumina una época y una época que ayuda a explicar una biografía. Autobiografía y contextos es lo que el lector encontrará en las siguientes páginas. La primera es intransferible, cargada de subjetividad (no puede ser de otra manera), informa de una larga etapa de la historia reciente del país, pone sobre la mesa la valoración que el autor hizo de diferentes momentos y las decisiones tomadas, los dilemas que afrontó y los triunfos y derrotas de sus ideas e ideales. El contexto cambiante resulta igual o más interesante. Del autoritarismo a la construcción de una germinal democracia y, al parecer, a la edificación de un nuevo régimen autoritario.

Jesús Zambrano Grijalva fue guerrillero y, cuando escribió el presente libro, era el presidente del Partido de la Revolución Democrática (una de las tres formaciones partidistas que forjaron la transición democrática en México). Fue, además, representante del PRD ante el Registro Federal de Electores y ante el Consejo General del IFE, candidato a la gubernatura de Sonora, diputado federal y presidente de la Cámara de Diputados, jefe delegacional en la ciudad de México, entre otros cargos.

El relato inicia en los duros y sombríos años setenta. El post 68, un ambiente tieso, cerrado, opresivo, en el que algunos jóvenes llegaron a la conclusión que las vías del quehacer político público y pacífico se encontraban clausuradas. Envueltos en una ideología redentora, revolucionaria, con las armas iban a derrotar a un Estado represor y abrirían las puertas a la construcción de uno socialista. La influencia de las revoluciones rusa, china, pero sobre todo la cubana, seguía siendo poderosa. Y ya se sabe, las ideas cuando contienen un núcleo duro, impermeable a la realidad y a la experiencia, siguen orientando la acción. Zambrano narra el ambiente en la Universidad de Sonora, los hechos que lo impulsaron a tomar las armas, la aparición de “los enfermos”, el levantamiento en el Valle de Culiacán, la formación de la Liga Comunista 23 de Septiembre, y su detención luego de un enfrentamiento armado, su estancia en el hospital y su largo período en la cárcel.

El contexto se empieza a modificar con la reforma política de 1977. Luego de unas elecciones en las que el candidato oficial no tuvo contendiente formal (registrado) y en las que el Partido Comunista postuló a Valentín Campa como candidato, pero sin registro, y en medio de una conflictividad creciente en los centros de educación superior, el campo, los sindicatos, en algunas colonias populares e incluso con importantes grupos empresariales, más la tensión e incertidumbre que inyectaban las acciones armadas de pequeños grupos, el nuevo presidente (José López Portillo) instruyó a su secretario de Gobernación (Jesús Reyes Heroles) a diseñar una reforma política intentando, desde su perspectiva, distender la situación.

A partir de ese momento, y a lo largo de ocho reformas político-electorales, la última en 2014, se construyó un espacio para la convivencia-competencia de la diversidad política. Primero, se abrió la puerta para que corrientes políticas, hasta entonces marginadas del mundo institucional, pudieran ingresar a él. Luego se construyeron autoridades electorales capaces de ofrecer garantías de imparcialidad a todos los participantes y después se edificaron condiciones medianamente equitativas para que la competencia fuera auténtica. En paralelo, se rediseñaron las fórmulas de integración de las Cámaras del Congreso para que la diversidad de opciones políticas estuviera representada. Se diseñó una vía jurisdiccional para desahogar los litigios, se abandonó la calificación política de los comicios y se reconstruyeron prácticamente todos los eslabones del proceso electoral (desde el padrón hasta las fórmulas de procesamiento de los resultados).

No se trató de un trayecto terso, todo lo contrario. Estuvo enmarcado en conflictos y desencuentros sin fin, pero, haciendo de la necesidad virtud los principales partidos entendieron que estaban obligados a convivir y que eso sólo era posible en un marco democrático.

Vivimos años de elecciones auténticas y de humores públicos cambiantes que aclimataron los fenómenos de alternancia en los cargos ejecutivos de todos los niveles, la coexistencia de la diversidad en los congresos (tanto en el federal como en los locales) y presidentes obligados a coexistir con gobernadores de diferentes formaciones políticas y a gobernadores en la misma situación en relación a los presidentes municipales.

Sin embargo, todo parece indicar que lo construido en esa materia no sólo no es valorado, sino incluso es despreciado por quienes gobiernan al país desde el 2018 y que se afanan en destruir mucho de lo edificado en el pasado inmediato. Los signos de alarma se multiplican y la reedificación de un sistema autoritario, por desgracia, no es sólo una especulación.

Pues bien, en ese marco, Jesús Zambrano nos relata su experiencia. Una experiencia no sólo singular como todas, sino importante, dado los cargos y responsabilidades que a lo largo de esa etapa afrontó. Conoce de primera mano de lo que habla, muchos de los asuntos que trata y que, en su momento, no vieron la luz pública. Él los ventila para intentar hacerlos comprensibles y, sobre todo, el lector podrá apreciar la profunda transformación del narrador: de la convicción de que una revolución armada era posible y deseable, con todo lo que ello implica, a la valoración de la democracia, no como una fórmula retórica ni una estación de paso, sino como el profundo compromiso con un régimen necesario si se quiere que la pluralidad política que modela al país no acabe desgarrándolo y oprimiendo a buena parte de quienes no estén con el gobierno.

La trayectoria de Zambrano luego de la cárcel es la siguiente: abandono de la vía armada, organización para ir “al encuentro del movimiento cívico-popular”, creación del Frente Marxista y publicación de un boletín periódico. De ahí, se integró a la Organización Marxista para la Emancipación del Proletariado (todo ello, visto desde fuera, no deja de ser una historia marginal, casi fantasmal, no obstante, fueron iniciativas relevantes para quienes las vivieron). La discusión si debían participar o no en las elecciones y cómo la mecánica de la realidad se acabó imponiendo sobre los ensueños. La fundación de la Corriente Socialista, que supuso la inserción definitiva en el marco de la legalidad; la transformación de ésta en el Partido Patriótico Revolucionario, que abandona los dogmas de la dictadura del proletariado, la revolución socialista, la doctrina marxista-leninista y el partido de cuadros, substituyéndolos por “la línea de luchar por un gobierno democrático-revolucionario asumiendo la vía electoral”. Posteriormente, su integración al Partido Mexicano Socialista, que fue el segundo momento, en términos organizativos, que buscaba la unidad de la izquierda. Hasta la desembocadura en el PRD.

Esa apretada síntesis ni de lejos trasluce la riqueza del texto de Zambrano, pero sólo para abrir el apetito, el lector podrá encontrar estampas del México autoritario y los afanes por desatar una revolución armada (para mí un pleonasmo); los efectos que sobre la izquierda tuvieron las sucesivas elecciones federales de 1988, 1994, 2000, 2006, 2012 y 2018; la importancia de las reformas en la materia; los litigios internos en el PRD y los duros golpes recibidos, como el de los llamados videoescándalos; los impactos de las elecciones locales en el plano nacional y en el PRD en particular; las diferencias y conflictos con Andrés Manuel López Obrador, hasta la ruptura definitiva; la preparación, negociación y derivaciones del Pacto por México; la alianza electoral con el PRI y el PAN para las elecciones de 2018 y mucho más.

Hay que señalarlo: la izquierda fue acicate, corresponsable y beneficiaria de la transición democrática. Acicate porque sus luchas, reclamos, planteamientos, fueron un motor sin el cual no se puede entender la venturosa transformación del país en materia política. México pasó en esos años de ser básicamente un sistema monopartidista (con partidos testimoniales relevantes, pero insuficientemente competitivos) a un sistema pluralista que convirtieron a las elecciones en lo que los libros de texto dicen que deben ser: momentos de confrontación entre diagnósticos y programas diversos. Ello hizo que el espacio estatal, de manera paulatina pero consistente, fuera habitado por la pluralidad política, dando paso a una mecánica de pesos y contrapesos que fue capaz de, por lo menos, acotar el poder discrecional de la hasta entonces presidencia omnipotente. En esos mismos años, el Congreso se revitalizó por el impacto de una diversidad que aprendió a escucharse, negociar y pactar, dado que ningún partido en singular tenía los votos suficientes para hacer su simple y llana voluntad. La Corte se transformó en un auténtico tribunal constitucional; se crearon órganos autónomos del Estado para ejercer funciones que el gobierno no podía ejecutar de manera imparcial y que recortaron facultades del Ejecutivo. Se multiplicaron las organizaciones de la sociedad civil con agendas propias, lo que hizo que el espacio público se robusteciera con un concierto de voces no siempre afinadas, pero sí pertinentes. Y por supuesto, las libertades se ampliaron. Su ejercicio se volvió cotidiano.

De todo ello, la izquierda fue corresponsable, en particular el PRD. Sobre todo, en las reformas de 1994, 1996, 2007 y 2014, diseñadas para buscar el consenso de los partidos que tenían asientos en la Cámara. La primera de ellas, realizada al calor del levantamiento del EZLN y del asesinato del candidato a la presidencia del PRI, Luis Donaldo Colosio, mostró el compromiso del PRD con las fórmulas del quehacer político pacífico, legal e institucional, y logró que un buen número de sus propuestas prosperaran. No se diga la de 1996, que fue procesada por más de un año, en discusiones y negociaciones interminables, y que acabó por pavimentar el terreno para elecciones justas y equitativas.

No hay duda que además de propulsora y coautora de la transición fue beneficiaria. Por la vía electoral, la izquierda primero ganó espacios en la Cámara de Diputados y los congresos locales, después triunfó en distintos ayuntamientos, luego gobernó varios estados de la República incluyendo la capital del país, se instaló en el Senado y alcanzó la presidencia de la República ejerciendo sus derechos y aprovechando el entramado normativo e institucional construido en el pasado inmediato.

Ahora gobiernos autoproclamados de izquierda han estado empeñados en destruir mucho de lo que les permitió por la vía pacífica y participativa gobernar al país. No discutiré si son o no de izquierda. Lo que es patente es que no son democráticos. Con un empeño digno de mejores causas han reconcentrado facultades en la presidencia, han construido con trampas (sin hacer caso a lo que señala la Constitución) una mayoría calificada en la Cámara de Diputados que los votos no le otorgaron, están acabando con el Poder Judicial independiente y pretenden un poder alineado a los designios del presidente, anuncian la desaparición de varios órganos autónomos del Estado que tan buenos réditos ofrecieron al país, han colonizado a las autoridades electorales para alinearlas a sus designios, han incorporado la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa, militarizando la seguridad pública, no asumen la legitimidad de partidos y agrupaciones civiles que no se subordinan a ellos, han convertido los canales públicos de televisión en canales gubernamentales y la forma en que han procesado las últimas reformas constitucionales (sin debate siquiera) de manera instantánea, presagia lo peor. La edificación de un poder concentrado, adversario de la pluralidad y que se autoproclama como el único interprete de la voluntad popular.

Zambrano narra con fluidez. Sabe que su experiencia es, al mismo tiempo, singular y colectiva. No se requiere compartir todas sus observaciones y valoraciones para aquilatar el esfuerzo memorioso. En un ambiente en el que priva la amnesia y que, como decía don Fernando Zertuche, está plagado de personajes adánicos; poner sobre la mesa sus memorias es de por sí valioso. Pero lo son más porque nos introducen en un pasado que es necesario valorar, porque la incipiente democracia mexicana es fruto de varias generaciones y múltiples esfuerzos (estuve a punto de escribir que nuestra democracia fue, en pasado, porque entre la redacción de estas notas y la publicación del libro es probable que haya desaparecido para ser suplantada por un autoritarismo llano. Ojalá me equivoque).

José Woldenberg

Noviembre de 2024

¡Ríndanse, hijos de la chingada!

¡Están rodeados! —nos gritaron voces sin rostro ese domingo 3 de marzo de 1974, casi al mediodía.

Los policías habían llegado a las afueras de la casa de seguridad donde vivíamos, en Culiacán, tres compañeros militantes de la Liga Comunista 23 de Septiembre, la organización guerrillera mexicana más importantes de esos años.

—Tú me disparaste, hijo de la chingada, ¿por qué me tiraste a matar?— me gritó un judicial después de que, sin posibilidad de escapatoria o de salir con vida si dábamos el enfrentamiento, ya nos habíamos rendido. Yo estaba frente a los agentes, desarmado y con las manos en alto. Uno de ellos era con quien había intercambiado tiros, antes de que nos entregáramos. Por algunos segundos había cesado el crepitar de los disparos. De un momento a otro, estalló la boca de fuego de la pistola 9mm que empuñaba el policía, vestido de texano, que me había estado increpando. La bala pasó rozando mi oreja izquierda. De nuevo, el ruido ensordecedor de pistolas, rifles y metralletas de distintos calibres, provenientes del exterior.

Enseguida, en medio de nuestros gritos —¡ya estamos rendidos!—, un nuevo proyectil del mismo judicial impactó en mi boca, en la parte inferior de mi dentadura. Caí de hinojos por el impacto, sangrando. A los pocos minutos supe que no estaba herido de muerte. Viviría, pero vendrían casi dos años de cárcel en el CERESO de Culiacán.

Aquel primer domingo de marzo de 1974 fue definitivo en mi vida. Ahí sellaba mi destino y afianzaba para siempre la decisión que había tomado unos cuantos años atrás.

***

Durante mucho tiempo, desde hace más de 30 años, varios compañeros de lucha, amigos, periodistas e intelectuales me insistieron en que escribiera mis experiencias de lucha. Me había resistido porque me parecía vanidoso y, además, porque creo que nunca fui un buen cronista, ni alguien que recuerde sucesos y escenarios al pormenor. Pero hoy, a la luz de todo lo que sucede en México, me decidí a escribir.

Este libro no es una autobiografía, ni pretende ser un ensayo sobre el acontecer de la vida política nacional. Se trata de un recuento de hechos relevantes que pude apreciar de cerca, porque me tocó vivirlos, de una u otra forma, desde mediados de los años sesenta. En muchos de estos hechos me tocó participar como observador y, en la mayoría como activista, dirigente político o protagonista de acontecimientos que impactaron y cambiaron el rostro del país en cada momento, en la lucha por un México más justo, libre y soberano.

En mis inicios confronté al viejo régimen priista, autoritario, con las armas en la mano. Burlé la persecución policiaca en la clandestinidad, aún después de dejar las armas. Pasé por la autocrítica profunda y la crítica de la violencia como método de lucha, hasta llegar a entender la necesidad de una lucha pacífica, por vías democráticas, para construir un régimen político alejado del autoritarismo. Así, gracias al esfuerzo de centenares de miles, de millones de personas, logramos una transición democrática con elecciones libres y auténticas.

Este libro narra pasajes de mi vida y momentos que dejaron marcas en el cuerpo de la nación. A final de cuentas, este libro es una mezcla de crónica y memoria con algunos rasgos ensayísticos sobre el desarrollo político del México contemporáneo.

Me gustaría dejar un modesto registro de hechos y valoraciones, no suficientemente conocidas hasta ahora; también, una suerte de advertencia para evitar el regreso a viejos tiempos autoritarios. Por desgracia hay muchos signos de la acción gubernamental que apuntan a que ya la estamos padeciendo.

Empalme, primeros años

Soy parte de esa generación que se hizo visible con su voz a mediados de los años sesenta y principios de los setenta del siglo pasado. Éramos la expresión de un fenómeno internacional que se desarrolló en Francia, Estados Unidos y varios países latinoamericanos y en diversas regiones de México, y por diferentes sectores sociales.

Éramos una juventud que, intuitivamente, con poca claridad de lo que buscaba o quería, reflejó en sí misma los cambios que ocurrían en México: un país que había pasado de ser rural en su mayoría a uno eminentemente urbano, con sus consecuencias de proletarización social y de hacinamientos desordenados propios de las grandes ciudades. Al mismo tiempo, se desarrollaba el fenómeno de la masificación de la educación pública superior y una mayor participación de las mujeres en las áreas que antes les estaban negadas.

Estas transformaciones económicas, sociales y culturales no tuvieron el impacto respectivo en el campo político. Las exigencias que empezó a plantear esta nueva sociedad, diferente, con nuevas necesidades y nuevas visiones, no fueron entendidas, mucho menos atendidas, en las esferas gubernamentales.

El sistema político mexicano, con un presidencialismo surgido de la Revolución, se afianzó en una versión autoritaria, con comportamientos y decisiones metaconstitucionales, concentrando el poder en una sola persona, el presidente de la República en turno, a tal grado que se llegó a decir que en México no se movía ni la hoja de un árbol sin el consentimiento del “Señor Presidente”. Éste designaba y quitaba como si nada a gobernadores, diputados, senadores, presidentes municipales y desde luego, a todo su gabinete. Otorgaba favores, castigaba disidentes y nombraba, de forma incuestionable, a su sucesor.

Fue esta concentración excesiva del poder en un sólo individuo lo que llevó a considerar cualquier movimiento de protesta, cualquier expresión de disidencia, como algo insolente, subversivo, algo “antinacional” o como la manifestación de que algún personaje o grupo del propio sistema estaba “agitando las aguas”. De tal modo, los reclamos sociales que empezaron a finales de los años cincuenta y durante los sesenta, como el movimiento ferrocarrilero y magisterial durante el gobierno de Adolfo López Mateos (1958-1964), o el movimiento médico en 1964 y 1965, en los albores del sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, así como el movimiento estudiantil y popular de 1968, tuvieron como respuesta oficial, todos ellos, la represión, cárcel, muerte, desaparición y tortura de sus participantes.

Durante los años sesenta la lucha contra ese sistema se dio en gran parte del país y desde distintos frentes: universitarios en favor de la autonomía, ejidatarios y campesinos exigiendo derechos elementales contra terratenientes y latifundistas, habitantes de las grandes ciudades, súbitamente atestadas por gente llegada de un campo abandonado. Todas estas expresiones de inconformidad fueron tratadas con la misma vara represiva, insensible, del Estado mexicano, incapaz de entender que la nueva realidad ya no cabía, ¡y no podía caber! en el corsé del viejo régimen autoritario.

Sonora, mi querido estado natal, no fue la excepción. En 1967 surgió un movimiento universitario en lucha por sus propias reivindicaciones, que se conjugó con la definición de la sucesión de la gubernatura estatal, en el seno del PRI.

“Fue un momento inolvidable, transformador de la conciencia. Tuvimos que salir a fuerza, prácticamente empujados por las bayonetas que caminaban detrás de nosotros. Queríamos entender qué quería hacer el gobierno, los riesgos y los peligros, y logramos averiguar muchas cosas de lo que tramaban y de los apoyos que recibían”, escribió Patricio Estévez Nenninger, estudiante de Química que en 1967 tenía 22 años de edad, en un texto publicado en Proyecto Puente, titulado “Narran sus memorias aquellos jóvenes sonorenses del movimiento estudiantil de 1967”. Ahí, Estévez Nenninger, quien ahora tiene más de setenta años, cuenta cómo fue que se enteraron de los planes del Ejército para tomar la Universidad Autónoma de Sonora: “Estuvimos más de un mes escuchando las conversaciones por teléfono y eso fue para nosotros importante porque sabíamos que el gobierno federal intentaba tomar la Universidad con el Ejército, cosa que hizo el 17 de mayo de ese año”.

El movimiento de estudiantes y maestros de la Universidad de Sonora se extendió a todo el estado, después de que el Ejército entró al campus universitario en Hermosillo, violando la autonomía de la máxima casa de estudios sonorense, tratando de sofocar el movimiento y detener a los líderes. El resultado fue la indignación, que no tardó en convertirse en una huelga generalizada en la que participó prácticamente toda la educación pública del estado. El movimiento terminó enlazándose con la disidencia social y política en contra de la designación de Faustino Félix Serna, un connotado miembro de la oligarquía del sur del estado, como candidato del PRI al gobierno de Sonora.

Siendo estudiante de secundaria participé como activista del movimiento en Empalme, mi municipio de origen. Allí, seguí con admiración a los líderes locales, mis maestros Ramiro Ávila Godoy y Roberto Ceceña, quienes eran reconocidos como magníficos profesores.

La semilla de la inquietud social y política ya estaba sembrada en mí. Tenía la convicción de que había situaciones injustas y que había que cambiarlas. Esa semilla no sólo quedó sembrada en los meses que duró el movimiento, sino que germinó después de que el gobierno del estado, encabezado por Luis Encinas Johnson y apoyado por el presidente Díaz Ordaz, respondió con represión, muertos, desaparición y cárcel para los líderes y activistas, principalmente jóvenes universitarios.

Al poco tiempo se fraguaron nuevos sucesos en la región que coincidieron con la salida de prisión de Demetrio Vallejo, encarcelado por su participación como principal dirigente del movimiento ferrocarrilero de 1958. Vallejo pisó muy pronto suelo empalmense, ya que mi municipio fue uno de los llamados “centros rieleros” y había un lugar de referencia en aquellas gestas obreras contra el charrismo sindical. Así fue como conocí a ese viejo símbolo de la lucha libertaria, cuando los estudiantes lo recibimos y, quienes llegamos a tratarlo, quedamos impactados.

A partir de ese momento, la gente de la región empezó a ver en aquel grupo de maestros y estudiantes (casi todos “dieceros”, alumnos destacados) un símbolo de buen augurio para las causas de sectores desprotegidos. Muy pronto empezamos a ser destinatarios de los reclamos de múltiples grupos de ejidatarios que peleaban por la tierra y de jornaleros agrícolas que exigían mejoras salariales. Entramos en contacto y asumimos la lucha de diversos grupos de trabajadores como nuestra. De forma inmediata, empezamos a ser vistos por el gobierno como sospechosos.

Fue en ese entonces, a principios de la década de los setenta, que entablamos conversaciones con un grupo, encabezado por Miguel Duarte López, un maestro rural del sur de Sonora, quién a su vez, tenía relación con grupos guerrilleros que operaban en otras partes del país. Nos habló, con muchos datos que nosotros desconocíamos, de cómo el gobierno había respondido a todos los movimientos sociales y políticos libertarios. Nos habló especialmente de la dura represión que sufrió el movimiento cívico-estudiantil el miércoles 2 de octubre del 1968. Argumentó que la vía pacífica para cambiar este país estaba cancelada y que sólo quedaba la vía armada. La lucha guerrillera era la solución para el cambio, como se había hecho ya en Cuba, con Fidel Castro al frente. Miguel Duarte nos dio a conocer un breve texto titulado El proceso revolucionario, que después supimos fue elaborado por un grupo de importantes dirigentes de Nuevo León. Fue una revelación fascinante para nosotros.

La invitación estaba hecha; la mesa, puesta para iniciar una nueva vida: incierta, llena de riesgos y peligros, pero heroica a final de cuentas, como había sido para nuestros próceres de la historia nacional. Así lo veíamos. Y así lo decidimos un puñado de jóvenes, junto con quienes eran nuestros profesores y maestros.

Inauguramos esa nueva etapa creando un grupo regional, al que llamamos Fuerzas Armadas de la Nueva Revolución (FANR). En él participaron otros integrantes de los Valles de El Yaqui y Mayo, al sur de Sonora. Mientras nosotros continuamos asesorando a las organizaciones de jornaleros y ejidatarios del Valle de Guaymas-Empalme, a la par que seguíamos estudiando, Miguel Duarte y otros compañeros llevaron a cabo, sin nuestro conocimiento, ni el consentimiento de ninguno de nuestro grupo, el asalto a un Bancomer en Empalme. El hecho generó una reacción brutal, una feroz persecución que culminó con varios muertos y detenidos (Ramiro Ávila y Roberto Ceceña entre ellos), así como la desarticulación del trabajo social que teníamos en la región. La policía elaboró una lista de sospechosos y los catalogó como perseguidos políticos.

Frente a estas circunstancias, quienes estudiábamos en Sonora lo dejamos de hacer. Nos mudamos a la capital e ingresamos a la UNAM. Sin embargo, nuestro propósito de vida era ya el de prepararnos para la lucha guerrillera. Pasamos algunos meses esperando viajar a un supuesto campo de entrenamiento en Chiapas, escondido en la Selva Lacandona, coordinado por el Frente Urbano Zapatista (FUZ), que hacía poco había secuestrado y cobrado rescate del entonces director general de Aeropuertos y Servicios Auxiliares (ASA), Julio Hirschfeld Almada. A raíz de eso, la policía detuvo a varios de sus dirigentes y nuestros planes de entrenamiento se frustraron, pues como resultado de estas detenciones, las autoridades ubicaron el departamento en que vivíamos cuatro de los estudiantes recién llegados de Sonora.

Fue evidente que no teníamos la suficiente preparación para enfrentar exitosamente a la policía política, organización que ya había empezado con prácticas de tortura para sacar información a los detenidos. Tenían, además, una estrategia de infiltración las decenas de grupos guerrilleros que ya estaban actuando en diversas partes del país a principios de los setenta.

En esa redada a nuestro departamento en la colonia Portales del entonces Distrito Federal detuvieron a mi hermano Francisco. Los otros tres escapamos, pistola en mano, saltando por las azoteas de los edificios contiguos.

Varios de los eventos guerrilleros que se dieron a finales de 1971 y principios de 1972 en Chihuahua, Nuevo León, Durango, Sinaloa y Oaxaca, terminaron con saldos trágicos para la guerrilla. Muertos, detenidos y perseguidos. Y, sobre todo, la desarticulación de la mayoría de estos grupos por la policía política. Un amplio recuento de esa época fue recogido por Fritz Glockner en Los años heridos. Para entonces, el Che se había convertido en una leyenda internacional y en un símbolo de rebeldía juvenil en todo el mundo, a pesar de que su lucha había fracasado en Bolivia y lo había pagado con la vida.

Fue así que empezó a plantearse la idea de dejar atrás la “teoría del foco”: una estrategia de expansión revolucionaria mediada por núcleos de combate guerrillero, en un inicio rurales, en situaciones en las que la movilización masiva del proletariado aún no era posible. Fue desarrollada en los años sesenta, con base en el activismo revolucionario en América Latina, particularmente el caso cubano.

Pero no se hablaba de dejar la guerrilla como método de lucha y estrategia, sino que los guerrilleros, las células guerrilleras, debían hacer “trabajo de masas”, convertirse en parte de los movimientos que luchaban por sus reivindicaciones específicas y desde ahí, hacer conscientes a los trabajadores de que sus demandas gremiales no servirían de nada, o servirían de muy poco, si no avanzaban hacia un cambio revolucionario. Se trataba de ser parte de movimientos más amplios, para que estos actuaran como “masas revolucionarias”.

Como parte de esta estrategia se planteó la necesidad de conformar una sola organización nacional, con una dirección general, organizada de arriba a abajo en todo el país, hasta llegar al nivel de las células y los comandos políticos armados en todo el territorio mexicano. El propósito era superar la dispersión en la acción y dejar atrás la desarticulación provocada por la policía política y por los errores propios de una estrategia equivocada e inexperta.

Fueron esas las bases sobre las que surgió la Liga Comunista 23 de Séptiembre (LC23S), cuyo nombre recogía, por una parte, la epopeya de los comunistas alemanes comandados por Karl Marx en el siglo XIX, cuando formó la Liga de los Comunistas para impulsar la revolución proletaria, según lo dejó escrito en El manifiesto comunista. Por otra parte, asumía el legado de la acción guerrillera, liderada por Arturo Gámiz, del 23 de septiembre de 1965 en Madera, en su intento de asaltar el cuartel militar de aquel pueblo, enclavado en la Sierra de Chihuahua. La intención era conformar una organización nacional bien estructurada, con la “célula” como su unidad básica, con comandos políticos armados y el objetivo de no repetir errores.

Estas definiciones sobre el quehacer guerrillero rondaban las cabezas del movimiento. En tanto, yo me había a Culiacán, después de la detención de mi hermano Francisco a finales de enero de 1972 y de otros compañeros, como Clemente Ávila Godoy y Guadalupe Esquivel Valenzuela, quienes fueron recluidos en la vieja penitenciaría de Hermosillo.

Otros compañeros decidieron no continuar en la lucha guerrillera para dedicarse a proyectos personales. Yo, en cambio, decidí seguir en lo que para mí era ya un proyecto de vida, resultado de una profunda convicción. Así, en espera de poderme vincular con los compañeros que seguían en la lucha, que seguían actuando, me dediqué a estudiar por mi cuenta y a ganarme la vida para ayudar a quienes, en Culiacán, me dieron un solidario cobijo que nunca olvidaré. Hablo de un matrimonio que era todo corazón. Perfeccioné mis conocimientos de carpintería, adquiridos en la secundaria de Empalme, y aprendí el arte de la pintura de muebles finos, guiado por un verdadero y gran maestro pintor.

Así pasaron varios meses en estas actividades cuando la casualidad tocó a mi puerta. Fue un domingo por la tarde, en el malecón del río Culiacán. Me encontré con un amigo empalmense de la adolescencia que estudiaba en la UAS y que ya estaba incorporado a la LC23S. Me habló de la Liga, platicamos largamente. Le expresé mi entera disposición a incorporarme con ellos. Me respondió que informaría de inmediato a sus superiores. Al día siguiente, me entregó los documentos, editados en mimeógrafo, del periódico Madera, el órgano oficial de la LC23S. Eran enormes y fascinantes mamotretos donde se desarrollaban las reflexiones del proceso revolucionario y aportaban un conjunto de reflexiones sobre la situación del país, el papel del gobierno y las estrategias a desplegar. Me integré a la LC23S.

Puse manos a la obra y empecé a trabajar entre obreros de la construcción. Decidí ya no vivir en casa del solidario matrimonio culiacanense para no comprometerlos, aunque fueron ellos quienes me ayudaron a rentar una casa para vivir y ocuparla como lugar de resguardo.

El grupo al que me integré era conocido como Los enfermos. Un grupo surgido de las luchas estudiantiles por la autonomía universitaria a principios de los años setenta y que tuvo como centro a Culiacán, Sinaloa. Éste había tenido como uno de sus principales dirigentes a Camilo Valenzuela, en su vertiente más radical y se promovía la idea de vincular al movimiento universitario con otros sectores de la sociedad que luchaban por sus causas, como los transportistas de Culiacán y los obreros agrícolas del estado. Había otra rama del movimiento universitario que participaba con la revista Punto Crítico, encabezada por Carlos Humberto Guevara Reynaga, quienes impulsaban una línea más moderada y que hacían acuerdos con militantes del Partido Comunista Mexicano, para enfrentar a Los enfermos. Esas visiones sobre cómo conducir la lucha se confrontaron reiteradamente en las asambleas y en las calles. De allí surgió la calificación, hacia el sector más radical, y quedó como apodo, de Los enfermos, que la asumió abierta y osadamente con la siguiente proclama: “sí, estamos enfermos, pero enfermos del virus rojo de la revolución”.

Esta parte del movimiento universitario pasó pronto a la clandestinidad algunos cayeron presos, debido a la persecución policiaca de la que fue objeto. Se incorporaron a la organización activistas sindicales y dirigentes agrarios de la región. También, durante ese período, el movimiento empezó a reunirse con integrantes de grupos guerrilleros de otras partes del país que ya discutían sobre la conformación de la LC23S.

A pesar de estar encarcelados, Camilo Valenzuela y varios otros líderes seguían manteniendo nexos con dirigentes de movimientos sociales. Seguía, pues, bullendo la idea de una urgente necesidad de transformaciones, expresada en la confrontación violenta de estos movimientos contra “el Estado burgués” y, en contrapartida, la respuesta no menos violenta del gobierno contra expresiones pacíficas y no pacíficas que olieran a subversión.

No debemos olvidar que eran tiempos de la Guerra Fría, de confrontación este-oeste a nivel mundial, encabezada por EUA y la URSS. Los estadunidenses diseñaron y desplegaron una doctrina de “seguridad nacional” con dimensión continental y la impusieron a todos los países de la región latinoamericana.

Según esta doctrina, el comunismo, enemigo a vencer, no era sólo un peligro externo, representado por los países socialistas, sino también se expresaba como una amenaza interna en cada uno de los movimientos de protesta, democráticos, reivindicadores de causas sociales, de libertades individuales o políticas de cualquier tipo. Los gobiernos del continente americano asumieron como propia esa doctrina del Pentágono. Los cuerpos militares y policiacos, con sus órganos de inteligencia, actuaron en consecuencia. En México, ésta fue la extinta policía política, organizada en la Dirección Federal de Seguridad de la Secretaría de Gobernación (DFS). Ellos asumían el papel de verdaderos psicópatas, criminales ideologizados que combatían a sangre y fuego, con saña, a todo lo que consideraran como enemigo de la patria, es decir, “los subversivos”. En aquel tiempo no había ninguna cultura de Derechos Humanos. Sin embargo, los gobernantes mexicanos la pregonaban por el mundo entero.

Los preparativos

La incorporación de la vertiente radical los “enfermos” y del movimiento universitario y social sinaloense a la LC23S significó una elevación y ampliación de los horizontes locales. Se conformó la CoCoClan, acrónimo de Comisión Coordinadora Clandestina, quienes asumieron la revolución armada como base de sus acciones. Sus esfuerzos se centraron en pasar de ser un movimiento local y reivindicativo a considerarse parte de un movimiento nacional, cuyo objetivo estratégico fue el derrocamiento del “Estado burgués” y la toma del poder con la finalidad de construir el socialismo.

Para la LC23S la incorporación de este movimiento, que abarcaba a centenares de jóvenes activistas con capacidad de movilizar a grupos más amplios, significó la confirmación de que era viable que las masas tomaran conciencia de su papel revolucionario y de que la guerrilla, otrora concebida como propia de grupos pequeños, fuera una “acción de masas”. El mejor laboratorio para probar esa teoría era precisamente Sinaloa, la ciudad y el valle de Culiacán. Ahí existían las condiciones objetivas suficientes para dicha empresa: explotación brutal de parte de los grandes terratenientes sobre decenas de miles de obreros agrícolas con bajos salarios y sin organización sindical que vivían en barracas insalubres y laboraban, especialmente en la época de cosecha de hortalizas —a principios de cada año—, sometidos y controlados por las guardias blancas. Además, se contaba con una organización amplia de estudiantes, maestros y de obreros de la construcción dispuestos a movilizarse por mayores salarios y mejores condiciones de trabajo. Por lo tanto, resultaba fundamental que ayudáramos a madurar y catalizar las “condiciones objetivas y subjetivas” con la movilización, con “acciones revolucionarias” y labores de propaganda y agitación.

En mitad de aquellos vientos de cambio se fueron gestando, desde finales de 1973, los acontecimientos del 16 de enero de 1974. En plena zafra agrícola del Valle de Culiacán, era, a final de cuentas, una organización llamó a “huelga activa” a decenas de miles de obreros agrícolas; los convocó a movilizarse contra las guardias blancas, a desarmar y ejecutar a los integrantes de estos grupos paramilitares, a enfrentar a la policía que llegara en su auxilio. De forma simultánea, en la ciudad de Culiacán se convocó al paro activo de los estudiantes y maestros de la UAS, con el plan de movilizarlos por las calles citadinas, de preferencia con secuestros de microbuses y camiones, saqueando comercios y asaltando bancos. La Liga también convocó al paro a los obreros de la construcción, particularmente en una obra en desarrollo del Infonavit, que estaba construyéndose en la salida norte de la capital, a pocos metros del puente y caseta de cobro sobre la carretera internacional, donde la célula de la LC23S a la que yo pertenecía tenía trabajo organizado para que, ya con los obreros movilizados, se desarrollara una serie de acciones armadas.

El asalto al cielo

Esta jornada de masas, posteriormente bautizada porel compañero Andrés Ayala como “el asalto al cielo”, comprendió un conjunto de acciones durante aquel invierno sinaloense. El primer día de la segunda quincena de enero de 1974, tal como se tenía previsto, se cumplieron todas las expectativas. Prácticamente todo el Valle de Culiacán quedó paralizado, hubo varios enfrentamientos armados con las guardias blancas, algunos muertos y muchos desarmados. Los estudiantes movilizados asaltaron varios comercios en el centro de la ciudad. A mí me tocó participar, con los obreros de la construcción del INFONAVIT, en la salida norte de Culiacán. Organizamos a los trabajadores para que pararan labores, secuestraran camionetas oficiales y las llevaran a la Cervecería Cuauhtémoc, que estaba enfrente de esas obras, al otro lado de la carretera. Desarmamos a los guardias, tomamos la caseta de cobro sobre el río Culiacán durante varios minutos y dejamos pasar gratis a los automovilistas. Después fuimos a las oficinas de la Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos (SARH) y allí tomamos por asalto un banco de armas que tenía varios mosquetones, rifles calibre 0.762, y centenares de balas.

El asalto al cielo fue la confirmación de las tesis de la LC23S respecto a la posibilidad de la insurrección. Pero, paradójicamente, también fue la única acción con estas características y en esas condiciones que pudo planear, dirigir y ejecutar una organización guerrillera nacional.

A estas acciones fulgurantes, que cimbraron esa región del noroeste mexicano, el gobierno federal respondió con un gran despliegue de tropas militares que arribaron a Sinaloa el 17 de enero, un día después, en aviones de la Fuerza Aérea; con la presencia de decenas de policías de la DFS, comandados por el tristemente célebre Miguel Nazar Haro, se cazaron guerrilleros y sospechosos cuya apariencia coincidiera con el estereotipo que había elaborado la policía política: jóvenes con camisa desfajada, supuestamente para ocultar o disimular armas, con sombreros, pero sin aspecto campesino y que vivieran en las colonias populares. Debían identificar casas donde se registraran movimientos extraños o rastrearnos subiendo y bajando en minibuses, atentos a cualquier alerta que se diera sobre secuestro de carros particulares o taxis, ya que ello podía ser el preludio de alguna acción de la guerrilla. Extremamos precauciones.

Este cabrón no va a amanecer

Un domingo a principios de marzo de 1974, serían las 11 de la mañana, el Temo, y yo, Lalo, estábamos en nuestra casa de seguridad. Estudiábamos y redactábamos los documentos para una discusión política que tendría lugar en la reunión de obreros con quienes habíamos hecho contacto. Escuchamos que alguien gritaba desde la calle preguntando por Lalo. Gritó varias veces, golpeó el cancel metálico que servía de protección al frente de la casa, apenas a unos 3 metros de la construcción.

—¿Quién será?— nos preguntamos.

Me asomé, atisbando por la cortina de la ventana del cuarto donde estábamos.

—Es el pinche Chino.

—¡Qué chingados hace aquí ¿qué quiere este cabrón?

—¡Ahí voy!— grité.

El Chino era uno de los jefes militares de la LC23S en esa zona de Sinaloa. Una noche lo llevamos a nuestra casa de seguridad para tener una reunión con él. Nosotros dos y el camarada Sergio, nuestro jefe de célula. Ese domingo, Sergio había salido muy temprano a reunirse con una célula magisterial, no estaba en la casa. Yo llevé al Chino la referida noche, caminando con la vista hacia abajo, “clavado” le decíamos a esa manera de conducir a alguien, dando vueltas por varias calles para no llegar directamente y que no fuera posible identificar, en medida de lo posible, la ubicación exacta. Lo sacamos con el mismo modus operandi al terminar la reunión.

—Voy a ver qué quiere— le dije a Temo y salí por la puerta de la cocina que daba al patio trasero.

Nunca usábamos la puerta que daba a la calle por razones de seguridad.

Todo sucedió con una rapidez vertiginosa. Le di la vuelta a la casa y cuando estuve a escasos metros de la puerta cancel, me percaté que el Chino no iba solo. De inmediato, dos tipos de aspecto corpulento lo sujetaron de los brazos y gritaron.

—¡Detente, arriba las manos!

Volví sobre mis pasos y me cubrí con la pared de la casa tan pronto como pude, saliendo de su vista.