Largo alcance - Azad Cudi - E-Book

Largo alcance E-Book

Azad Cudi

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Beschreibung

A los diecinueve años, Azad, un joven kurdo iraní, fue reclutado por el Ejército de Irán para luchar contra su propio pueblo. Al negarse a ir a la guerra contra sus compatriotas kurdos, desertó y se fue al Reino Unido, donde se le concedió asilo y aprendió inglés. Más de una década después, tras regresar a Oriente Medio como trabajador social a raíz de la guerra civil siria, Azad tuvo que volver a empuñar un arma. En septiembre de 2014, tras veinticuatro días de entrenamiento intensivo como francotirador, Azad se convirtió en uno de los diecisiete tiradores voluntarios desplegados por el Ejército kurdo cuando el Estado Islámico asedió la ciudad de Kobane en Rojava, su nueva región autónoma. Este libro narra la intrahistoria de cómo lucharon las fuerzas kurdas durante nueve meses en sangrientas batallas callejeras contra el Estado Islámico. Superados ampliamente en número, los kurdos tuvieron que matar a los yihadistas uno a uno. Entrelazando los brutales acontecimientos de la guerra con la reflexión personal y política, Azad Cudi medita sobre el incalculable precio de la victoria: los efectos permanentes de la guerra en el cuerpo y la mente, la devastadora muerte de dos de sus compañeros, la pérdida de cientos de voluntarios que murieron en la batalla. Pero, como explica, fueron sacrificios que salvaron no solo una ciudad, sino a un pueblo y su tierra.

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Nota del autor

Este relato de la guerra de 2013-2016 contra Estado Islámico y en particular los cinco meses de resistencia en Kobane, desde finales de 2014 a principios de 2015, está basado en mi experiencia personal. Tomé extensas notas durante el año que pasé en Kobane, inmediatamente después de mi participación en la lucha. Desde entonces he consultado a mis camaradas para que me contasen sus recuerdos, he utilizado libremente los registros de las YPG y las YPJ, he localizado documentos oficiales del Departamento de Defensa de Estados Unidos, he entrevistado a historiadores, activistas y periodistas y he cotejado toda la información con los reportajes de los medios de esa época. Los errores que queden en estas páginas son míos.

Soy muy consciente, por supuesto, de que los hechos esenciales de cuándo y dónde se frenó y se obligó a retroceder a Estado Islámico en Oriente Medio son de dominio público; sin embargo, la historia de cómo ocurrió sobre el terreno no se ha contado hasta la fecha. Eso se debe en gran medida a que muchos de los que tomaron parte en tales acontecimientos no sobrevivieron. Son mis camaradas caídos, sobre todo, quienes me han guiado en estas páginas.

Leeds, febrero de 2019

01

Afueras de Sarrin

(sur de Rojava, abril de 2015)

He tenido muchos nombres ­—­Sora cuando era niño en Kurdistán, Darren en mi pasaporte británico—­, pero como francotirador me llamaban Azad, que significa «libre» o «libertad» en kurdo. Durante la guerra, mi nombre me recordaba un dicho kurdo: que el árbol de la libertad se riega con sangre. Es un proverbio sobre el sacrificio justo, sobre cómo la libertad no se consigue fácilmente, sino que requiere una lucha prolongada y dolorosa. Quizá llegue el día en el que ya hayan luchado y hayan muerto suficientes de nuestras mujeres y hombres, y vivamos en un mundo de paz, igualdad y dignidad donde podamos beber agua de los manantiales y comer moras de los árboles. Pero Kobane no era ese mundo. En Kobane perdimos a miles y matamos a miles, y así, alimentando gota a gota el suelo de nuestra tierra natal, nutrimos y forjamos nuestra libertad.

Llevaba dieciséis meses luchando en el territorio kurdo del norte de Siria cuando un día de abril de 2015 me pidieron que dejara el frente oriental, próximo a la frontera turca, y me uniese al avance de nuestro frente sudoccidental. Habíamos recuperado Kobane en enero. En las batallas posteriores habíamos logrado que los yihadistas retrocediesen en todas direcciones, de modo que cruzar nuestro territorio ya no era una breve carrera apresurada entre calles, sino un trayecto de cinco horas en coche por campo abierto. Nos pusimos en marcha por la frontera turca del norte y allí vislumbré las cimas nevadas donde se dice que el arca de Noé encalló. Más abajo se extendían los amplios valles verdes y los pinares de Mesopotamia, la tierra entre el Éufrates y el Tigris donde vive nuestro pueblo desde hace quince mil años. Mientras nos dirigíamos al sur, las pendientes dieron paso a granjas en praderas y colinas desnudas que subían y bajaban como las olas de un océano. Cuando empezó a ponerse el sol, contemplé la luz del atardecer que jugaba con los últimos melocotoneros en flor y con las amapolas rojas y amarillas del arcén.

Pronto oscureció. La vieja camioneta donde viajaba se encontraba en un estado lamentable —sin suspensión ni luces, con las llantas muy gastadas— y las carreteras resbaladizas estaban llenas de baches. No creo que consiguiéramos avanzar a más de treinta kilómetros por hora durante todo el trayecto. En una ocasión nos cruzamos con un grupo de nuestras camaradas, que estaban sentadas alrededor de una hoguera, y paramos a tomar un vaso de té negro. Finalmente, a las once de la noche, entumecido y lleno de moratones, llegué a un pequeño asentamiento amurallado de cincuenta casas que mostraban las familiares señales de la invasión: impactos de bala, marcas de granadas y los grafitis negros de los yihadistas. Me indicaron que fuera a reunirme con la oficial al mando, la general Medya.

Medya estaba en la treintena y era una veterana con más de una década de lucha. Entraba en batalla con su largo cabello negro recogido en una cola y un pañuelo verde atado justo encima del único ojo azul que le funcionaba. Una de las cosas que suele extrañar a los forasteros sobre la resistencia kurda es nuestra insistencia en que los hombres y las mujeres son iguales en todo, la guerra incluida. En nuestras Unidades de Protección Popular, los voluntarios deben tener dieciocho años para empuñar un arma, pero por lo demás todo lo que nos importa es que sean hábiles y útiles, no su procedencia ni el hecho fortuito de su género. Los hombres y las mujeres luchan juntos en entidades separadas: las YPJ, o Yekîneyên Parastina Jin (pronunciado yek-in-ayan para-stina yin) para las mujeres; y las YPG, o Yekîneyên Parastina Gel (pronunciado yek-in-ayan para-stina guel) para los hombres. Las mujeres luchan, matan y mueren con la misma intensidad que los hombres, como puede atestiguar Estado Islámico. Solemos comentar la confusión que sin duda sentirán los islamistas en sus últimos momentos, al verse cara a cara con una mujer. Que abandonen este mundo con la duda nos da la absoluta certeza de que somos el ejército adecuado para derrotarlos.

Medya empezó diciendo que el día de nuestra liberación estaba cerca. El momento en el que recuperásemos el último metro de nuestra tierra, habríamos salvado a nuestro pueblo. También sería el día en que la civilización y el progreso triunfarían sobre el atraso medieval de los yihadistas. Aunque nunca lo admitiesen, conseguiríamos lo que las grandes naciones de Europa y América no habían logrado. Incluso salvaríamos a nuestros opresores en Turquía, Siria, Irak e Irán. Y, con nuestra victoria, finalmente conseguiríamos atención y apoyo para nuestra causa por un Kurdistán autónomo.

Para que llegase ese gran día, dijo Medya, nuestros últimos ataques debían tener éxito. Nuestro objetivo inmediato era una base fortificada de Estado Islámico (EI) situada en una colina en las afueras de la ciudad septentrional siria de Sarrin. Era preferible tomarla de noche y eso requeriría que un francotirador con mira térmica dirigiese el ataque.

—La colina que tienes que tomar está a unos dos kilómetros en esa dirección —me dijo Medya, señalando al sur—. Para lograrlo, primero debes subir a otra colina cercana y disparar desde allí. Habrá unos cincuenta hombres. No más, creemos. Toma posiciones, evalúa la situación y actúa.

Medya me presentó al pequeño equipo que me acompañaría. Apoyado en un muro, sosteniendo su Kalashnikov, estaba Xabat, de veintiún años, que hablaba con claridad y entusiasmo y que aquel mismo día había explorado las colinas que íbamos a atacar. También vi a un segundo hombre armado con un Kalashnikov, flaco y de piel oscura, que guardaba silencio. El tercer miembro del equipo era una mujer baja y fuerte de cara redonda, Havin, que llevaba un lanzagranadas RPG; un joven de diecinueve años le cargaba los cohetes y la radio. Completaba el escuadrón Shiro, el mayor del grupo, que rozaba la treintena: flaco, alto, sin afeitar, de cabello largo y ralo, armado con una BKC, una ametralladora del calibre 7,62.

Me pareció un buen equipo. Cuando me acerqué, se volvieron hacia mí. Cuando los miré, me devolvieron una mirada clara y firme. Nos presentamos y nos dimos la mano. Comprobé mi material —una batería de recambio para la mira nocturna, dos granadas en mi chaleco, cinco cargadores de M16 de treinta balas— y emprendimos la marcha.

En caso de ataque diurno, el francotirador elige una posición elevada, como un edificio o una colina, y cubre el avance de los soldados desde atrás. Sin embargo, de noche es un francotirador con visión nocturna quien dirige el ataque, pues es el único que puede ver el objetivo. Aquella noche solo había una fina rodaja de luna. Todo el equipo estaría ciego, salvo yo.

Para alcanzar la primera colina seguimos un protocolo establecido. Yo avanzaba unos doscientos o trescientos metros por delante del equipo, comprobaba que todo estuviese despejado y, tras ponerme a cubierto, decía «¡Ahora!» por radio, que era la señal para que los otros se reunieran conmigo. Repetimos esta maniobra siete u ocho veces, y estábamos a unos quinientos metros de la primera colina cuando entramos en la línea de fuego. Oí el sonido hueco y cortante de los disparos distantes y después un fzzz fzzz similar al zumbido de una abeja cuando las balas pasaron por encima de nuestras cabezas. Aunque el fuego nos obligó a agacharnos y avanzar reptando, también fue útil. Nos habíamos acercado en silencio, lo que significaba que EI debía tener visión nocturna si se había percatado de nuestra presencia. Sin embargo, que sus balas pasaran por encima de nuestras cabezas sugería que los yihadistas no tenían miras de visión nocturna en sus armas, sino solo unos prismáticos. El sonido del fuego también indicaba que eran solo un puñado de hombres, diez a lo sumo, por lo que estábamos igualados.

A la una y media de la madrugada alcanzamos la cima de la primera colina, todavía bajo el fuego enemigo. Vi que en lo alto había un montículo de piedras que los campesinos habían sacado de sus campos. Me detuve a unos cincuenta o sesenta metros del montículo y llamé a Xabat.

—Seguramente será una trampa —dijo mientras se acercaba.

Xabat estaba hablándome cuando oímos otro estallido desde las posiciones de EI y más fzzz por encima de nuestras cabezas. Nos acercábamos.

Dejé al equipo detrás de una roca, me levanté de forma evidente y corrí al montículo a plena vista de los miembros de EI. Cuando llegué, me detuve un momento para asegurarme de que me habían visto, luego me agaché como si me estuviera poniendo a cubierto y volví a rastras por donde había venido. Una vez detrás de la roca, esperé. Si EI había minado el montículo, esperarían a que los seis nos reuniéramos junto a él antes de detonarlo. Los yihadistas esperaron siete minutos.

Una explosión cercana hace que al principio parezca que te han arrancado los oídos. Una décima de segundo después se experimenta una fugaz pérdida de conciencia cuando el estallido alcanza el cerebro. Hay que mantener la boca abierta para permitir que la presión viaje a través de nosotros. Si la detonación tiene lugar a poquísima distancia, al recobrar la conciencia probablemente descubramos que nos ha impulsado por el aire como a muñecos de trapo y que tenemos la nariz, los ojos y la boca llenos de polvo; si estamos más alejados, será el suelo el que parecerá que se mueve. A continuación, viene la lluvia de guijarros. Durante todo el proceso no se puede hacer más que cerrar los ojos y confiar en la suerte: si vas a morir, esperas que sea rápido, mientras la detonación te alcanza, o te golpean los escombros, o te estrellas contra un muro o una roca. Si sigues consciente y te pegas al suelo, vivirás, a menos que algo pesado te caiga encima. Recuerdo que en aquella ocasión la tierra se dobló, las rocas pasaron silbando sobre nuestras cabezas y llovieron guijarros. Nos protegimos los ojos y la boca hundiéndolos en el interior de los codos.

Cuando se despejó el aire, mi radio gritó:

—¿Estáis bien? ¿Estáis bien?

Era la general Medya.

—Sí. Mina activada por control remoto. No nos ha alcanzado.

Vi a Xabat sonriendo entre el polvo.

—Ya te dije que era una trampa —comentó.

—Ahora —dije por la radio. El equipo se colocó detrás de mí y los seis avanzamos como uno solo hacia los restos del montículo.

Ya en nuestra nueva posición, señalé unas rocas a mis camaradas para que se pusieran a cubierto. Cogí tres piedras, las coloqué debajo de mi fusil y me até el pañuelo alrededor de la cabeza para ocultar la luz de la mira nocturna. Cuando estuve seguro de que no se veía, la encendí.

Los divisé de inmediato. Gracias a la mira térmica, distinguí una base amurallada con rocas en una ladera próxima a la cima de la colina opuesta, a unos quinientos cincuenta metros de distancia. Mientras observaba la zona, vi una figura delgada unos metros por debajo de la base; su imagen térmica resplandecía como una luna en la noche. Tres hombres más —uno alto, otro de estatura media y un hombre bajo y fornido vestido con una larga camisa ondeante— estaban agrupados a aproximadamente un metro de distancia. El hombre delgado hablaba. Los otros tres escuchaban. Todos estaban al descubierto.

«El flaco es el comandante», pensé. «Está dando instrucciones. Él está al mando».

Quinientos cincuenta metros es una distancia cercana para un francotirador. No necesitaba hacer ajustes por el viento. Con una bala que viaja a setecientos sesenta y dos metros por segundo, el proyectil alcanzaría a Flaco tres cuartos de segundo después de que saliera de mi cañón. El gatillo de un M16 también es muy rápido. Aprietas y disparas. Apunté a la cabeza de Flaco.

La culata me golpeó el hombro. Por la mira vi que la cabeza de Flaco daba una sacudida y se le abrían las piernas. Luego, como si fuera un globo pinchado, se deshinchó y se desplomó contra una roca, con la cabeza en el pecho.

Me volví hacia los otros tres yihadistas. El alto intentaba ponerse a cubierto detrás de unas piedras, a la derecha. Tamaño Medio y Camisa Larga corrían colina arriba hacia la base. Tamaño Medio se detuvo un segundo. Le apunté al pecho y apreté el gatillo. Otra sacudida. Cayó abatido.

Camisa Larga seguía corriendo colina arriba. Lo seguí por la mira. Cuando se agachó para coger una gran ametralladora, le apunté al cuerpo. Pum. Pum. El sonido de mis disparos resonó en las rocas mientras Camisa Larga caía abatido.

Busqué a Alto. Estaba a la derecha, saltando de una roca a otra. Me disparó, pero atolondradamente, al azar, sin saber dónde apuntaba. Aunque se había ocultado detrás de las rocas, podía ver parte de su cabeza y de su pecho y una de sus piernas. Fui a por la pierna. Pum. Alto se desplomó y luego empezó a arrastrarse para ponerse a cubierto.

Entonces pude ver a un quinto hombre, bajo y gordo, dentro de la base. Gordo se asomaba de vez en cuando por encima del muro, su cabeza redonda aparecía un segundo y luego desaparecía. Le disparé dos veces, sin suerte. Gordo aparecía, disparaba, desaparecía, luego reaparecía en otro sitio y disparaba de nuevo.

Volví a Alto. Se arrastraba por el suelo. Quizá había intentado flanquearnos. Le dije a Havin, nuestra lanzagranadas, que avanzara para tener una línea de fuego despejada colina abajo en caso de que él intentara subir hacia nosotros. Esperé varios minutos hasta que la cabeza de Alto apareció entre dos rocas, y disparé. La cabeza se alejó de mí y arrastró a su cuerpo, que dio una voltereta y cayó de espalda. Alto había caído.

Vi a la izquierda que Camisa Larga volvía a moverse para intentar ocultarse detrás de una roca. Cambié mi M16 a fuego rápido para asustarlo y que saliera a terreno abierto. Disparé una ráfaga, luego otra, después una tercera. Pero al ir a disparar por cuarta vez, se me atascó el arma.

Retiré el cargador, saqué la vara limpiadora del paquete, la introduje en el arma, saqué la bala, coloqué de nuevo el cargador y devolví el mecanismo a la posición de disparo. Siguió sin cargar.

Apagué la mira, me senté en las rodillas, me quité el pañuelo de la cabeza y alisé la tela en el suelo, ante mí. Luego cerré los ojos y exhalé. Con los ojos cerrados, como me habían enseñado, cogí el arma, retiré el cargador, separé la culata, el gatillo y la empuñadura del cañón, después la palanca de carga y finalmente el portacerrojo. A continuación invertí el orden —portacerrojo, palanca de carga, empuñadura, gatillo y culata— hasta volver a montar el arma. Terminaba cuando pareció que Gordo me había divisado. Empezó a disparar. Los proyectiles alcanzaron las rocas a mi alrededor y se me clavaron dolorosas esquirlas de piedra en la pierna izquierda.

Desmontar y volver a montar me llevó dos minutos. Abrí los ojos y eché hacia atrás la palanca del cargador. Aquella arma no tenía ningún problema, me dije. Introduje de nuevo el cargador y, pese a los ruidosos disparos de Gordo, alcancé a oír el débil sonido de un muelle suelto. Ese era el problema. Si el muelle interno del cargador se había soltado, no empujaría los proyectiles a la recámara. Retiré el cargador defectuoso, lo dejé a un lado, cogí otro nuevo, lo deslicé en el arma y eché hacia atrás la palanca. Clic. El exquisito sonido de una bala en la recámara.

Mi pausa había dado un respiro a Gordo y Camisa Larga. Ahora sus balas llegaban regularmente. Una RPG rugió por encima de nuestras cabezas y estalló justo detrás de nosotros, cubriéndonos de tierra y guijarros. Xabat se levantó y devolvió el fuego. Shiro empezó a disparar la BKC. Volví a envolverme en mi pañuelo y encendí la mira.

Camisa Larga se había desplazado de unos veinte a treinta metros colina abajo. Disparé en cuanto lo vi. Se agachó, sujetándose la cabeza y gritando: «¡Allahu Akbar! ¡AllahuAkbar!». Ese era su grito de guerra. Pero su voz sonaba débil y supuse que se estaba desangrando. Havin le respondió: «¡Buu-uuu-uu-buuu-uu!», ululando con la mano. «¡Buu-uuu-uu-buuu-uu! ¡Biyi reber Apo![¡Larga vida al líder Apo!]».

A la izquierda, vi que Flaco se movía. Estaba echado boca arriba. Tenía una pierna inerte en el suelo, pero la otra se movía arriba y abajo. Disparé a la pierna inmóvil. La otra siguió moviéndose y luego se desplomó bruscamente al suelo. Flaco estaba muerto.

Llevábamos cincuenta minutos de combate. Había cuatro enemigos abatidos. Solo quedaba Gordo. Le pedí a Havin que disparase a los muros que lo protegían. El primer proyectil alcanzó una esquina. El siguiente fue por arriba. El siguiente por abajo. Le dije a Shiro que avanzase cincuenta metros colina abajo y abriese fuego. Entonces Gordo respondería y, al mostrarse, yo lo tendría en el punto de mira.

Shiro hizo lo que le pedía, Gordo se levantó y yo disparé, pero de nuevo fue más rápido y pudo agacharse antes de que lo alcanzara. En cierto modo me fascinaba. Todos sus camaradas estaban muertos, pero él no abandonaba su posición.

Xabat sugirió que Shiro y él podían arrastrarse hacia la parte posterior de la base para atacarla con granadas. Tardaron veinte minutos en llegar al pie de la colina. Yo seguí disparando para que Gordo se mantuviese a cubierto y no los descubriera. Pero se imaginó lo que pasaba. Cuando Xabat y Shiro estaban a cien metros de él, Gordo detonó otra mina. Desde mi posición, pareció que la explosión se había producido justo debajo de ellos, pero cuando se disipó el humo, los vi arrastrándose colina arriba, ilesos.

—¿Cómo va? —dijo la voz de Medya en la radio.

—Casi estamos —dije yo.

Cuando nuestros hombres empezaron a rodearle para situarse detrás de él, Gordo los oyó. Y entonces sintió pánico. Empezó a correr por fuera por si los divisaba en la oscuridad y a volver adentro después. Yo seguía sus movimientos y le disparaba ráfagas cortas para acosarle e impedir que disparase. Cuando Xabat y Shiro estaban a menos de treinta metros detrás de la base, me llamaron.

—Dispara más, por favor.

Disparé varias ráfagas, Xabat y Shiro corrieron hacia la base y arrojaron dos granadas. Se oyeron dos explosiones. Esperamos un minuto. Silencio.

Recogí mi fusil, bajé la colina y ascendí a la posición de EI. Flaco, a quien había tomado por el comandante, resultó ser el más joven. Le había disparado en la cabeza y en la pierna. Alto, Tamaño Medio y Camisa Larga tendrían entre treinta y cinco y cuarenta años. Había alcanzado a Alto tres veces en la pierna y una en la cabeza. Tamaño Medio tenía heridas de bala en el hombro, el riñón, el estómago y la rodilla. Había alcanzado a Camisa Larga en la cabeza y el cuello. Lo que quedaba de Gordo después de dos granadas sugería que era el de más edad, quizá unos cincuenta, y probablemente quien había estado al mando. Había muerto como un capitán, abatido junto a sus hombres.

Medya dio por terminada la misión y volví solo por las colinas, entre las rocas y los espinos que cubrían los valles, hasta regresar a la aldea donde había dejado la camioneta. Cargué mi equipo y volvimos al frente oriental en un trayecto de cinco horas. El cielo se iluminaba y entre la bruma matinal pude ver Sarrin en la distancia. En la quietud del amanecer, con la batalla todavía palpitando en mis venas, sentí la tranquilidad con la que esas llanuras meridionales descendían suavemente hacia el Éufrates. Mientras la camioneta bajaba a los valles, levantando una pálida polvareda suave como la harina, recuerdo que vi pequeños grupos de margaritas rosas y azules a ambos lados del camino.

En nuestro movimiento, todos confiamos en que hacemos lo que hay que hacer. Yo sabía que mi deber era pelear. También sabía que necesitaban mi experiencia. A lo largo del último año, luchar se había vuelto facilísimo para mí. Durante todo ese periodo, solo tuve dos ideas en la cabeza: «¿Cómo los atacaremos?» y «¿Cómo nos atacarán?». Comprimía todo mi pasado, mi presente y mi futuro en la respuesta. Noche tras noche, día tras día, mes tras mes, me mantuve detrás de mi fusil. Pasé veranos abrasadores, otoños gélidos, inviernos interminables y primaveras húmedas que me dejaban entumecido, con el enemigo en mi punto de mira. Me quemé los ojos de tanto mirar. Sobreviví a otros francotiradores, ataques armados, terroristas suicidas, tanques, morteros, granadas propulsadas por cohetes, bombas-trampa, ataques aéreos y de artillería, ametralladoras pesadas y minas activadas por control remoto. Con una dieta de queso y jamón que encontrábamos aquí y allá y algún yogur o galletas, adelgacé hasta pesar lo mismo que un chico de trece años. Sin dormir, transitaba por el abismo entre la adrenalina y la extenuación. Habían muerto tantos amigos míos que adquirí un nuevo deber no deseado: sobrevivir para mantener vivo su recuerdo. Observar, esperar, disparar: toda mi vida se comprimía en esa apretada existencia. Si me hubieseis visto entonces, en el filo de la guerra, cuidando del dedo que apretaba el gatillo como si fuera un bebé, habríais entendido que los seres humanos pueden sobrevivir a casi todo si tienen un propósito.

Pero últimamente había empezado a pensar que no me quedaba nada. Sentía que había gastado treinta o cuarenta años de vida en cuestión de meses. Un error de juicio, un exceso, y la vela solitaria que quedaba en mi alma se apagaría y me devoraría la oscuridad. Al ascender a la base de EI en Sarrin, había sentido que me dormía de pie. El barro me había sorbido la energía y me atraía al infinito abrazo de la tierra. Mi equipo me había llamado dos veces al ver que me desviaba. En un momento determinado, Xabat me gritó con su arma alzada, desconfiando de aquella figura que vagaba sin rumbo entre las rocas.

Llevaba unos días de vuelta en mi antigua posición en el frente oriental cuando la general Tolin vino a verme.

—Me alegro de que estés aquí —me dijo—. Te necesitamos. ¿Cómo te encuentras?

—Voy tirando —respondí.

Tolin asintió en silencio. Contempló el horizonte. Al cabo de un rato, dijo:

—Ir tirando no es suficiente, Azad.

Intenté tranquilizarla.

—Puedo quedarme aquí. Aquí estoy bien.

Tolin me miró a los ojos. Había tomado una decisión.

—Vuelve a Kobane. Nos veremos allí.

Y así acabó mi guerra.

02

Kobane

(de diciembre de 2013 a abril de 2015)

Cuando Estado Islámico de Irak y Levante (EI) penetró en Kurdistán en diciembre de 2013, esperaba derrotarnos en cuestión de días. Formado siete años antes por presos de los centros de tortura y humillación que fueron los campos estadounidenses de prisioneros de guerra en Irak, Estado Islámico era una evolución de Al Qaeda que se estableció como alternativa para quienes consideraban que el grupo original de Osama bin Laden era demasiado manso.

Evidentemente, el mundo no vio con buenos ojos este nuevo modelo de yihadista. Pero su retirada ante EI sugiere que aceptó en gran medida el argumento esencial de los islamistas: que ningún ejército en la tierra podía enfrentarse a su patología vengativa y suicida. Cuando EI invadió el norte de Siria, ya era un ejército de decenas de miles que avanzaba imparable por Irak, Libia y Yemen, Afganistán y Pakistán y crecía rápidamente en Filipinas, Argelia, Mali, Nigeria y Somalia. Incluso en lugares donde la presencia del grupo era mínima, los Gobiernos gastaban miles de millones para evitar atentados de sus discípulos, mientras se resignaban a recoger los cadáveres después de su fracaso.

Porque EI no era el juguete de un millonario, no era una operación de atentar y esconderse dirigida desde una mansión amurallada por un hombre que no podía encontrar el seguro de un Kalashnikov. Era un ejército sofisticado, competente y con recursos. Había adquirido su capacidad, su personal y su material del antiguo régimen de Sadam Husein. Se financiaba con varios billones de dólares que conseguía mediante impuestos, donaciones, confiscaciones de negocios y la venta de petróleo y artefactos saqueados. Usaba su riqueza para construir un ejército mucho más fuerte que sus equivalentes nacionales, equipado con artillería, morteros, tanques y ametralladoras pesadas, quirófanos y cocinas móviles, e incluso administradores de redes sociales y especialistas en inversiones. En lugar de los pocos cientos de miembros de Al Qaeda, EI estaba reforzado por miles de voluntarios extranjeros que acudían en masa desde Marsella o incluso Melbourne.

De todos los obstáculos que se interponían en el camino de los yihadistas, el diminuto enclave que habíamos construido alrededor de Kobane tras el desastre de la guerra civil siria era quizá el menos importante. Kobane era una pequeña ciudad de cuarenta mil habitantes que se podía cruzar a pie en media hora. La zona que la rodeaba, que llamábamos Rojava, era una franja estrecha de quinientos kilómetros salpicada de poblaciones amuralladas y granjas de barro cocido, dedicadas al pastoreo de cabras y al cultivo de grano, situada justo debajo de la frontera turca. Cuando la guerra civil devoró Siria en 2011, fue aquí donde los kurdos se alzaron por primera vez. En julio de 2012, tras la retirada del ejército de Bashar al Ásad, fue aquí donde se declaró la creación de Rojava, una provincia democrática y autónoma de Siria. Sin embargo, aunque teníamos nuestras propias fronteras y administradores civiles, nuestras defensas eran inexistentes. Solo contábamos con unos pocos miles de hombres y mujeres voluntarios. Apenas teníamos dinero y carecíamos del equipamiento más básico, incluso en materia de prismáticos y radios. Las pocas armas que poseíamos eran más viejas que nosotros.

Pero en Kobane, entre septiembre de 2014 y enero de 2015, unos dos mil hombres y mujeres detuvieron a los doce mil combatientes de EI. Seis meses después expulsamos a todos los yihadistas de Rojava. La derrota que les infligimos inició su hundimiento. A principios de 2017, el sueño yihadista de un nuevo califato se había reducido a un par de puntos en el mapa y la mayoría de los voluntarios extranjeros de EI estaban muertos o huían de Oriente Medio a millares.

¿Cómo lo hicimos? Si respondo que Nasrin abatió a doscientos yihadistas, yo a doscientos cincuenta, Hayri a trescientos cincuenta y Yildiz y Herdem a quinientos por cabeza —lo que implica que entre los cinco abatimos a una sexta parte del ejército que EI envió contra nosotros—, quizá creáis saber la respuesta. Pero lo cierto es que eso fue solo una parte.

La ciudad donde defendimos nuestra posición, Kobane, no era nada especial. Un grupo de sencillas casas de ladrillo arracimadas alrededor de unos pocos bazares polvorientos en un valle poco profundo rodeado de campos secos de tierra gris y un semidesierto de guijarros. A finales del siglo XIX Kobane había sido una parada en la línea ferroviaria que unía Berlín con Bagdad. Después de que los aliados redibujaran el mapa de Oriente Medio en 1916, los controles de vigilancia, las vallas y los campos minados sustituyeron a la vía, y lo que antes había sido un vínculo de unión entre naciones se convirtió en un instrumento de división. En el siglo XX, Kobane subsistía como pequeña ciudad fronteriza en la ruta comercial entre Arabia y Europa. Eran pocos los habitantes que se enriquecían, pero nadie pasaba hambre y la mayoría vivía allí toda su vida; aprendía en sus escuelas, compraba en sus mercados y celebraba el festival de primavera, Newroz, en sus plazas.

La verdadera importancia de Kobane se hallaba en su historia. En el centro de la ciudad, los arqueólogos habían encontrado indicios de un oasis seco que ancestralmente usaban los pastores cuyos rebaños pacían entre el Éufrates y el Tigris. Supuestamente, entre ellos estaban Abraham, su esposa Sara y su hijo Isaac, que vivieron muchos años en Harán, a un día de camino al este, alrededor del año 2000 a. C. Los yacimientos arqueológicos mostraron que incluso mucho antes de esa época Kobane ya era el centro de la vasta pradera de Mesopotamia. Allí, unos trece mil años atrás, nuestros ancestros fueron unos de los primeros pueblos de la tierra que abandonaron la vida nómada para domesticar ovejas y cabras y cultivar trigo y cebada, inventando la agricultura. Establecieron en los alrededores de Kobane un territorio de aldeas con casas de cubierta vegetal y una mitología basada en la naturaleza y la fertilidad. Los historiadores llamaron a esta zona la Media Luna Fértil. La Torá, la Biblia y el Corán la llamaron Edén.

Durante el año que pasé en Kobane —después de que la general Tolin me sacara del frente y me enviase de vuelta allí—, comprendí que, más que descripciones del territorio, estos términos eran un homenaje a las personas que habían logrado crear un vergel en el desierto. La forma en que Kobane volvió a la vida después de la guerra fue increíble. Todas las mañanas, los agricultores montaban en los bazares unas exposiciones tan exuberantes de verdura y fruta que casi parecían una forma de reafirmar su confianza en que esa novedad llamada cultivo iba a funcionar. En los puestos se apilaban altísimas montañas de limones, higos chumbos, granadas, uvas rojas y naranjas, con pequeños desprendimientos de sandías a los lados. El siguiente callejón era un mosaico de nabos, patatas, remolachas, zanahorias y rábanos de color blanco y fucsia. En otro pasaje estaban los verdaderos gigantes del mercado: tomates del tamaño de una calabaza pequeña, pepinos, pimientos rojos y verdes y resplandecientes berenjenas negras, grandes como mi antebrazo. Los rodeaban muros de lechugas, coles y coliflores, así como grandes manojos de coriandro, espinacas, menta, eneldo, romero y perejil. Otro pasillo estaba flanqueado por cubos de olivas verdes y negras con guindillas y ajos, grandes sacos de cacahuetes, nueces, pistachos y avellanas, y puestos de especias con montañitas de guindilla seca, pimentón escarlata y cúrcuma dorada.

Vagaba por estos mercados entre aromas de té negro dulce, humo de tabaco, cordero relleno de albaricoques y, mi preferido, faisán asado con miel y canela. Al final Kobane acabó pareciéndome una aldea gigantesca. Por las mañanas, mi despertador era el canto del gallo. Mis vistas eran una hilera de casas de madera y chapa ondulada. Parecía que en cada patio había una vaca o una cabra.

Cuando reflexiono sobre cómo resistimos a los islamistas, pienso en los tenaces granjeros de Kobane. Lo que nos sostuvo a todos, combatientes y campesinos, fue la conexión con nuestra tierra. Con un cuidadoso pastoreo e incesantes cuidados, habíamos creado una vida rica y variada en esta tierra exigua. La diversidad se reflejaba en la población de la ciudad, una mezcla de kurdos, armenios, asirios y árabes, y una amplia población cristiana que convivía con musulmanes suníes, chiitas y sufíes, pequeñas comunidades de judíos sefardíes, judíos arabizados e incluso zoroástricos.

Semejante mosaico de humanidad ha demostrado ser con frecuencia una receta para la división y el conflicto en Oriente Medio. Nuestra intención, guiada por los escritos de nuestro líder, Abdalá Öcalan (también conocido como Apo), fue acoger la diversidad. Celebrando la diferencia y usando la tolerancia para crear comunidad, romperíamos el ciclo de tribu contra tribu y tirano tras tirano, así como todos los siglos de asesinatos y venganzas cruentas que habían diezmado la región. Nuestro plan era fundar una sociedad igualitaria y democrática basada en el respeto a todas las razas, religiones, comunidades, géneros y naturalezas. Rechazábamos el tópico paternalista, tan habitual entre los comentaristas occidentales, de que la democracia y la paz eran ajenas a nuestra tierra. También rechazábamos la noción de que todos los combatientes por la libertad estaban condenados a seguir el mismo triste camino de liberar a su pueblo para convertirse después en opresores. Nuestra ambición se extendía más allá de Rojava o Siria. Argumentábamos que la razón de que Oriente Medio estuviese asolado por guerras y crisis constantes se debía a la ausencia de un ejemplo de sociedad pacífica, estable, libre y justa. Rojava sería ese ejemplo. Una vez que hubiésemos plantado la semilla de la libertad en cada hombre y mujer, esperábamos que la esparcieran por toda la región y el mundo entero, al igual que habían sembrado la primera semilla en los primeros campos, milenios atrás.

Para los observadores extranjeros, habituados a etiquetar los movimientos de Oriente Medio con términos como «religioso», «étnico», «socialista» o «nacionalista», creo que éramos un enigma. Dogmáticamente tolerantes. Inflexiblemente antisectarios. Combatientes por la libertad que no perseguían el poder. Más confuso si cabe, de Oriente Medio y feministas. En el núcleo de nuestra filosofía había la convicción de que el tribalismo, la injusticia y la desigualdad provenían de un acto opresivo original en que el hombre, el cazador-recolector, había abusado de su fuerza bruta para someter violentamente a su igual, la mujer. En Rojava, situada en una región donde los Gobiernos, la cultura y la religión habían esclavizado a las mujeres desde tiempos inmemoriales, estas serían iguales a los hombres en matrimonio, fe, política, ley, negocios, artes y ejército. Algunos observadores extranjeros vieron paralelismos con la revolución española de los años treinta, que también unió a anarquistas, comunistas, republicanos y a una vanguardia de mujeres libres[1]contra el fascismo. Comprendimos que la comparación era un cumplido. Pero para nosotros subestimaba lo que pretendíamos: acabar con los prejuicios, liberar a los oprimidos y permitir que Oriente Medio escapase de la carnicería a la que estaba sometido desde hacía mucho tiempo.

Esta era una de las razones de que Kobane fuese algo más que la hazaña de un pequeño grupo de francotiradores. Otra razón era el valor y el sacrificio de otros dos mil hombres y mujeres que lucharon allí, y que en muchos casos no conocí. Todos tienen su propia historia de heroísmo. Las historias de Herdem, Hayri, Yildiz, Nasrin y yo solo son cinco en una biblioteca. Pensar que nuestra acción como francotiradores fue una suerte de táctica brillante, o siquiera una elección, sería un error. Si lo único que tienes son Kalashnikov, un puñado de rifles de caza y granadas artesanales, tu única opción es matar al enemigo uno a uno.

Pero si me hubieseis visto entonces, tendido solo en las heladas ruinas de Kobane, famélico, esperando días para disparar un solo proyectil a un único hombre de todo un ejército, creo que lo habríais entendido. Se trataba de nuestra libertad y de no rendirse. Los yihadistas hablaban de compromiso, pero su determinación era la de un enjambre que avanza en masa, una gran ola que lo destruye todo a su paso. Lo nuestro era la tenacidad del percebe, el ingenio y la destreza de David contra Goliat. Un buen francotirador comprende su oficio y la paciencia que requiere, pero los realmente grandes son maestros de destinos, tanto del propio como del de cada persona en el campo de batalla. Observas, decides y actúas en soledad. Y en soledad acabas con el otro hombre. En este mundo hay pocas expresiones más puras del libre albedrío.

Este vínculo inquebrantable con la libertad reflejaba los principios por los que luchábamos y por los que estábamos dispuestos a morir. También nos daba una agilidad mental que era esencial para aventajar a los autómatas de EI. En lugar de confiar en un código externo que guiase nuestra conducta, confiábamos en la responsabilidad personal y en la autodisciplina. Dentro de nuestras secciones militares no había rangos, solo líderes de operaciones, y no órdenes, sino solo sugerencias. Tampoco veíamos la guerra en términos de héroes, gloria o fuego purificador, ni siquiera de victoria o derrota, como hacía EI. La guerra es la oscuridad en la naturaleza humana y la blasfemia en nuestra imaginación. Es una transgresión y una abominación. Solo los malvados o los desquiciados buscan la guerra.

Pero con EI lo malvado y lo desquiciado era a lo que solíamos enfrentarnos. En muchas formas, los yihadistas simbolizaban la oscuridad de la humanidad. Si nosotros creíamos en la posibilidad humana, ellos seguían una visión más pesimista: consideraban a las personas como inherentemente corruptas y el progreso humano como conceptualmente imposible. Y como creían que no se podía confiar en que las personas gestionasen sus asuntos, EI se encargaba de mantenerlas a raya usando el único lenguaje que entendían los pecadores: la represión. Los yihadistas imaginaban que la santidad sobrenatural de su causa los eximía de cualquier clase de moralidad terrenal. La democracia, la igualdad, los derechos, la tolerancia, el feminismo, la libertad eran las bonitas palabras que utilizaba Satán para extender su corrupción. Paradójicamente, su forma de liberar a la gente era convertirla en sierva de Alá y del islam. De igual forma, si los primeros musulmanes habían sido puros y los catorce siglos transcurridos desde entonces habían resultado corrosivos, entonces la respuesta al avance arrogante y pecaminoso de la humanidad era un retroceso correctivo y purificador.

Esto era lo que nos jugábamos en nuestra lucha. Progreso o regresión. Luz u oscuridad. Vida o muerte. Quizá actuar como espejo de su locura fue lo que persuadió a los yihadistas de que tenían que aplastarnos. Por nuestra parte, aunque nos hubiésemos conformado con la retirada de EI, comprendimos que no habría acuerdo con unos hombres que habían dado rienda suelta a su bestia interior.

Y en Kobane, como quizá en ningún otro lugar, teníamos una mínima posibilidad de detenerlos. EI había capturado cientos de ciudades, algunas con tan solo un puñado de hombres. Que ellos hubiesen enviado doce mil combatientes para atacar esta en concreto y nosotros hubiésemos desplegado cientos de hombres y mujeres para defenderla reflejaba la importancia estratégica de Kobane. Si EI la capturaba, partirían Rojava en dos y se harían con una franja de noventa kilómetros de frontera turca por la que podrían cruzar miles de yihadistas extranjeros. También aplastarían nuestro sueño de construir una nueva sociedad democrática y libre en Oriente Medio.

Pero al enviar tantos hombres a Kobane los yihadistas nos ofrecieron, sin saberlo, la oportunidad de derrotarlos. Y como Vasili Záitsev había demostrado en Stalingrado en 1942, cuando el enemigo entra en la ciudad, un único francotirador imperturbable puede frenar un ejército y cambiar el curso de la guerra. En Kobane éramos cinco los que podíamos abatir a un hombre desde un kilómetro y medio de distancia. Fue un momento que nunca se repetiría. En los meses posteriores a Kobane, Hayri murió, después Herdem y, mientras escribo esto, hace años que no veo a Yildiz ni a Nasrin. Por lo que estoy aquí, solo, para contar la historia de cómo no cedimos terreno y recuperamos nuestra tierra calle a calle y casa por casa y, hombre a hombre, destruimos a los yihadistas.

[1]En español en el original (N. de la T.).

03

Kobane

(septiembre-octubre de 2014)

Vi Kobane por primera vez un atardecer de septiembre de 2014. Atardecía, los primeros fríos del otoño se insinuaban en el aire y ante mí, a un kilómetro y medio de distancia, EI estaba cercando la ciudad con columnas de combatientes que llegaban en camionetas, apoyados por ametralladoras pesadas y tanques.

En los días anteriores, los yihadistas habían ocupado los trescientos cincuenta pueblos que rodeaban la ciudad y habían penetrado en las calles de Kobane. Ya habían muerto cientos de nuestros hombres y mujeres, algunos realizando sacrificios extraordinarios. Cudi, comandante de un equipo, había rechazado la sugerencia de su general de retroceder ante al avance en masa de los yihadistas sobre la colina de Sûsan, una posición a las afueras de la ciudad.

—Veo las casas de Kobane desde aquí —dijo por la radio—. ¿Cómo voy a irme? Sus tanques tendrán que pasar por encima de mi cadáver.

Minutos después sus comandantes vieron cómo, después de herirlo, los yihadistas hacían exactamente lo que Cudi había predicho.

Arin Mikan, comandante de un pelotón de las YPJ, la milicia femenina, realizó también un último acto defensivo extraordinario. Mientras EI avanzaba hacia su posición en la colina de Mistenur, la entrada a Kobane, Arin dijo a las mujeres de su pelotón que retrocedieran. Luego se ató al cuerpo todas las granadas y explosivos que podía y corrió colina abajo hacia los yihadistas. Los islamistas intentaron abatirla. Aunque la hirieron varias veces, ella siguió corriendo, penetró en sus líneas y activó el detonador. Arin se llevó a diez yihadistas cuando murió.

Pero EI perseveraba. En cuestión de días, los voluntarios supervivientes se habían visto obligados a retroceder a la estrecha de franja de territorio colindante con la frontera turca, que, aunque tenía una longitud de varios kilómetros, en su punto más amplio solo abarcaba una docena de manzanas de norte a sur. Como los nuestros estaban rodeados, la única forma de unirme a ellos era desde Turquía. Seguí la carretera hasta la frontera y finalmente llegué a un control de inmigración sirio abandonado, consistente en una garita y unas puertas magulladas por los impactos de bala, que parecían dobladas por el torbellino del otro