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Como "una mirada que tiene tanto de insólita como de auténtica, donde lo insólito hace más impactante lo auténtico" describió José Saramago, premio Nobel de Literatura, la colección Las puertas del infierno…. Se trata de nueve relatos, a manera de testimonios, que muestran efectos psicológicos del colapso del campo socialista. Por las páginas transitan personajes desorientados, resentidos, desgarrados, en una atmósfera de eventos y emociones superpuestos de manera casi onírica, que trasmiten la convulsa dinámica de aquellos días. / José Saramago, Nobel Prize of Literature, described Las puertas del infierno… as "a perception both unusual and authentic, in which what is unusual makes the authentic more shocking". These are nine stories, written as testimonies, which portray the psychological effects of the collapse of socialism in Western Europe. Disoriented, resentful and damaged characters go through the pages, in a nearly dreamlike atmosphere of events and emotions overlapped, conveying the convulse rhythm of those days.
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Seitenzahl: 103
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Armando Cristóbal
LAS
PUERTAS
DEL
INFIERNO
TAMBIÉN
SON
VERDES
Tomado de la 1ra. edición, Editorial Letras Cubanas,
La Habana, 2003
Edición y corrección para e-book: Denise Ocampo Alvarez
Diseño de cubierta: Lilia Díaz González
Diseño interior: Yadyra Rodríguez Gómez
Diagramación: Abel Alejandro del Pino Moragues
© Armando Cristóbal Pérez, 2013
© Sobre la presente edición:
Ruth Casa Editorial, 2013
ISBN: 9789962697534
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Ruth Casa Editorial
Calle 38 y ave. Cuba, edif. Los Cristales,
oficina no. 6, apdo. 2235, zona 9A, Panamá
Nota al lector / 1
Res publica / 6
Pequeña música nocturna / 16
Indagación junto a la catedral / 23
Ella tenía hambre de amor / 28
Auto de fe / 37
Las puertas del infierno también son verdes / 46
Relato de un cazador / 62
La sobremesa / 71
No hable nunca con desconocidos / 87
Datos del autor / 102
Enlaces / 103
Lo que es, lo veo en lontananza; lo que fue, se presenta a mis ojos como una realidad.
Goethe
Las puertas del cielo y del infierno son adyacentes e idénticas. Las dos verdes, las dos espléndidas.
Nikos Kazantzakis,La última tentación
Durante el crudo invierno de 1986, llegó un viajero al Moscú soviético, que lo recibió con gélidas temperaturas de varios dígitos bajo cero. Ya entonces el conflicto entre el gobierno moscovita y los poderosos sectores económicos de la periferia había alcanzado tales dimensiones que el siempre bien abastecido mercado de la ciudad del Kremlin, comenzaba a mostrar ocasionales —pero, cada vez más reiteradas— ausencias. En una melodramática acción, el propio Gorbachov decidió que las granjas estatales transportaran por sus medios, vegetales, frutas, carnes y huevos hasta la ciudad, para paliar las crecientes necesidades que la población no podía satisfacer ya en supermercados y tiendas. Y así, junto a las grandes rastras y los enormes camiones de los sovjoses, en medio de plazas, avenidas y calles —por primera vez desde los finales de la guerra— los moscovitas hicieron largas colas, extensas filas, para comprar rosadas papas o los tomates, cuyo rojo color —al caer al pavimento de manera accidental—, contrastaba intensamente con el albor de la nieve.
Durante dos años el viajero se desplazó por las Repúblicas soviéticas: de las disidentes comunidades del Báltico al Leningrado que fue Petrogrado y volvería a ser San Petersburgo; de la musulmana, legendaria, mítica, milenaria Bujará al misterioso Mar Negro; de la enigmática Georgia a la exótica Armenia y a la Taigá siberiana. Paso a paso, día a día, en tan enorme y heterogéneo escenario, pudo el viajero palpar y conocer en su gran complejidad los conflictos exacerbados que, consecuencia de diversas causas —el pasado zarista; la multiplicidad étnica y cultural; la herencia histórica de Lénin y las divergencias de Trosky, Bujarin y Stalin; la colectivización forzosa, la Gran Guerra Patria, la Quinta Columna, las presiones externas, la Guerra Fría; el enfrentamiento posbélico con y la penetración de “occidente” y el papel de los Estados Unidos; la revolución científico-técnica, la globalización, el mundo de la cibernética, el creciente espíritu ecológico; y el inmovilismo económico y social, el oportunismo político, y la traición ideológica internos, entre otras—, dieron origen a lo que históricamente es conocido como la “perestroika”.
Todo ello, y la omnipresencia de Puchkin e Iván el Terrible, y la melancolía de Chaikowski en Klim, y los conflictos entre Mayakowski y Bulgakov, y la extraordinaria historia de Stanislawski, Chejov y el Teatro del Arte, y la fabulosa tumba de Tamerlán, las canciones arlequinescas de la Pugachova, los relatos de Aimatov y el Bulevard de Arbat, las composiciones de Jachaturian, las funciones en el Bolshoi y las impresionantes noches blancas en los canales de la ciudad del norte, la dulcísima e ingenua existencia de la pintura de Chagall, y la por siempre rememorada escena cinematográfica de la escalinata del Potemkin, y la nieve, la nieve perenne, perpetua, acechante, fueron conformando una imagen en el viajero, quien las recogió en crónicas que me entregó y —tal vez, algún día— serán publicadas.
Pero en 1988, el viajero atravesó las fronteras soviéticas por última vez, dejando atrás la irresistible y transitoria ascensión de Gorbachov —al inicio de los “cambios”—, solo para arribar, en un otoño dorado y espléndido, a la reconstruida ciudad de Varsovia, cuna y santuario de Chopin. Eran los momentos en que la pugna entre el Sindicato Solidaridad, liderado por Walesa, obrero de los astilleros —desde la oposición—, y el general Jaruselski, Secretario del Partido —desde el poder—, enfrentaban al pueblo polaco con un dilema que habría de ser histórico al dar continuidad a tales “cambios”.
No he incluido tampoco en este libro lo que sobre esa contienda me contara el viajero, ni de las alternativas que resultaron a la vuelta de los años, porque eso también es historia. Y conocida. Ni de los inolvidables y azarosos viajes que realizó por las carreteras de Europa central, desde Varsovia a Cracovia, de Bratislava a Praga; desde Varsovia hasta las fronteras rusas, hasta Budapest en tránsito por Viena; ni de los reiterados viajes desde Varsovia hasta el Berlín dividido de entonces, y más allá...
Nada aquí se publica sobre la visita del Papa a Polonia, de la que fue participante y testigo, ni lo que escribió sobre el obligado cruce por los pasos a través del Muro, dédalo de calles ignotas en el corazón de una ciudad. Ni de su demolición, palmo a palmo, para venderlo en fragmentos por todo el orbe, con el mayor entusiasmo de los vecinos de ambos lados.
Este libro no contará nada de tales cosas, según acuerdo entre el viajero y yo. Ni de los problemas internos del “socialismo real”. Ese tema quedará para otra vez. Y, sin embargo, todo ello subyace en el puñado de relatos que —transcurridos diez años de su regreso— ha rescatado y entresacado de vivencias propias y de las de otros, que constituyen el más sensible recuerdo para un viajero extraño pero no ajeno, que deambuló por esas tierras del mundo en momentos decisivos para todos los habitantes del planeta azul.
Son relatos de un simple testigo, que constató la triste condición de hombres y mujeres de todas partes, de todas las ideologías, de todos los credos, sometidos a las fuerzas incontroladas de la Historia; la triste condición de la gente sin historia, asida a una única brújula: su corazón. Y obligada a decidir por cual de las puertas se entra al Paraíso.
P.D. Las referencias demoníacas, son —por razones obvias—, absolutamente intencionales.
Yo, solo doy fe.
EL AUTOR
Moscú—Varsovia—La Habana,
1986—1991—2001
Los grandes cambios comenzaron, al parecer, de manera espontánea y natural: como fluye el agua de una cañería rota o como se desangra un herido mortal. Irremediablemente. Pero, a pesar de todo, nada presagiaba riesgos y peligros para la vida y los bienes de ciudadanos e instituciones. En fin de cuentas —era criterio generalizado—, la sangre no llegaría al río.
Para un forastero resultaba sorprendente constatar cómo, tras acalorados enfrentamientos públicos, los contendientes—heraldos de ideas antagónicas y excluyentes— coincidían en cualquier restaurante de moda (a menudo en discreto lugar, en las afueras de la ciudad), donde cenaban opíparamente y —gracias a la cortesía y a las buenas maneras— llegaban a compartir la mesa.
El rumor, como un secreto a voces, era que en realidad había un juego de posiciones en el que los intereses personales de cada quien, eran derrotero determinante en las actitudes. Y había ocurrido algo así, como si uno de los jugadores diera jaque al rey, sin percatarse de que en realidad pasaban a sus manos las deudas del contrario. Era un gran guiñol, un zoológico, donde, todos a una, daban vueltas a la noria.
Por eso, por todo eso, el linchamiento tomó por sorpresa a tantos. Muchos no quisieron creerlo, aun cuando el comentario resultaba insistente. E incluso algunos, tras la posterior evidencia, pretendieron restarle importancia. Pero bastaba haber sido testigo presencial, para comprender que los cambios —apenas comenzados— barrerían con todo como un huracán y que su más profunda significación, todavía no era manifiesta.
Fue una mañana, llegado el dorado otoño, cuando las señoras aprovechan para ataviarse con sus mejores galas de entretiempo, mientras pisan con paso breve —del amarillo al cobre del rojo al carbón— las hojas caídas de los frondosos árboles.
El ambiente de las discusiones —la mayor parte de ellas pueriles y retóricas, es cierto—, había alcanzado ya a cuanto tema pudiera servir para la definición de las respectivas posiciones de los contrincantes en unas cercanas e históricas elecciones.
A pesar de todo, cuando alguno se tomaba en serio tales escarceos —ocurre siempre—, otro le recordaba (incluso alguien de su propio bando) la verdadera fluidez del lecho por donde avanzaba el río de la opinión pública y el lodo que, desde lejos y desde mucho antes, los envolvía a todos con su sórdida fetidez de pantano. En todo caso, el despistado por ofuscamiento, vanidad o simple estulticia, se veía obligado a recoger velas.
Por eso, cuando rodó por la ciudad el runrún de que los nuevos jefes pretendían dar un ejemplo escarmentador, para iniciar el saldo de cuentas —más bien, la liquidación por bancarrota de sus contrarios—, nadie lo creyó.
¿Aquí?, diría uno con los pies bien puestos sobre la tierra, ¡aquí nadie es capaz de dar una bofetada! ¡Si acaso un barrigazo! Con lo que despertó, por paradójico efecto, grandes carcajadas en los aludidos (por la agudeza, explicaban, de quien los ofendía). Demostración palpable —subrayaban orgullosos— de su cultura política y civilizada actitud.
Pero, desde la noche anterior, un ominoso y oscuro soplo había atravesado las rendijas de todas las puertas: al día siguiente, en una de las plazas, habría “linchamiento”. Muchos preguntaban el significado de esa extraña palabra y alguno mejor informado daba cuenta de la bárbara costumbre, en un país lejano, de otro continente, donde un tal por cual llamado Linch, inventara un método expedito para eliminar negros.
¡Bueno sería aprovecharlo con los gitanos!, comentaría alguien en alta voz, medio en serio, medio en broma. ¡Y con los judíos!, añadiría otro más ofuscado y en voz baja. ¡Con todos los extranjeros, que solo sirven para meterse en lo que no les importa!, exclamaría un tercero, verdaderamente furibundo, mirando al viajero recién llegado. Muchos negaron la posibilidad: ¡Del dicho al hecho...! —recordaban—, pero los más perspicaces amenazados de ahora, prepararon sus maletas, para perderse por algún tiempo. Por si acaso...
Aquella mañana otoñal resplandeció como pocas, mientras un airecillo helado sesgaba las sayas femeninas y las sotanas de los sacerdotes, zarandeaba los chales, y volaba los sombreros de los hombres. Una polvareda de sequía tropical, nada habitual en estas latitudes, arremolinaba en espirales las hojas en tanto el viento golpeó, como un hombre cansado. Es decir, era el tiempo perfecto para no salir a la calle.
Sin embargo, desde horas tempranas, cientos de miles de personas cruzaban calles, parques y plazas; atestaban tranvías y ómnibus; y se dirigían a realizar gestiones, compras o visitas, de manera tal que ya al mediodía los embotellamientos del tránsito se remansaban en la circulación de peatones y vehículos.
Particular aglomeración había en las plazas, donde confluía todo el ir y venir de los habitantes de la ciudad. Sobre todo en aquellas donde la reparación de un edificio, del alcantarillado, o la nunca concluida construcción del Metro, originaban —con sus pirámides de escombros, sus inesperadas furnias y sus vallas protectoras— un verdadero laberinto.
Y allí, en un ágora muy representativa de la ciudad, con el lejano trasfondo omnipresente de una ornamentada y denigrada torre —¡la torta de boda!—, en un ambiente de kermesse oriental, allí se preparó el linchamiento.
Por entre la turbamulta y el escándalo asordinado de la hora cénit, apareció un vehículo amenazador, pintado de blanco y amarillo, con una enloquecida luz azul de niebla sobre la cabina del conductor, y delineando el horizonte con su fálica escalera de metal.