Lo que aprendí de las mujeres - Dr. Javier de Benito - E-Book

Lo que aprendí de las mujeres E-Book

Dr. Javier de Benito

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Beschreibung

Javier de Benito es un defensor incansable de la especialidad de cirugía estética y reniega de la etiqueta de frivolidad que se le suele dar. Como repite a los médicos de sus clínicas, «detrás de unos pechos, una nariz o unas piernas, hay siempre un ser humano con sus emociones, y eso es lo que debe valorarse, ante todo, porque un cirujano plástico primero fue médico y solo después decidió ser especialista en estética», un fiel reflejo de su modo de ver la vida y de su (impecable) trabajo, siempre enfocado en la ayuda y la empatía. En estas páginas, el doctor De Benito nos revela el origen de su vocación, sus años de formación y cómo forjó su exitosa carrera de enorme fama mundial, sin olvidar su faceta más íntima y personal.

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Lo que aprendí de las mujeres

Confesiones y anécdotas de un cirujano plástico

Dr. Javier de Benito

Primera edición en esta colección: abril de 2024

© Javier de Benito, 2024

© de la presente edición: Tierra Editorial, 2024

Tierra Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-10079-74-8

Fotografía de la cubierta: Cristian Tomás

Diseño de cubierta y fotocomposición: Grafime Digital S. L.

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Índice

Introducción1. Mi vidaLos días más importantesPrimeras experiencias internacionalesMis primeros pasos en solitarioOtras clínicas y lugares en los que trabajéUn año memorable: 1986Clínica QuirónQuien tiene amigos no necesita padrinosDe la Clínica Quirón al Centro Médico TeknonAlgunas reflexiones y anécdotasUn nuevo amorEl Instituto de Benito: pasado, presente y futuro2. Lo que aprendí de las mujeresUn breve repaso del papel de la mujer en la historia¿Adónde ha llegado la mujer en la actualidad?¿Cómo ha cambiado la relación de pareja?Las mujeres que triunfan profesionalmente, ¿por qué se realizan operaciones estéticas?¿Existe la intuición femenina?3. Apuntes de cirugía estéticaLas modas y los días¿Cómo se adapta la cirugía estética al cambio laboral de la mujer?Qué tienen en común las pacientes que acuden por un mismo problema estético¡Qué suerte tuve de tener unos amigos maravillosos!

Introducción

Decidí escribir en un libro todo lo que había aprendido sobre las mujeres a lo largo de más de cinco décadas de ejercer de cirujano plástico. Trasladadas mis intenciones, el editor me sugirió que acompañase esas reflexiones con pinceladas de la historia de mi vida, que seguro que estaría llena de episodios interesantes y anécdotas divertidas. Por eso he realizado una mirada atrás sin excesiva nostalgia. La sociedad actual poco tiene que ver con la que nos vio crecer a toda la generación de baby boomers, tampoco con la que existía cuando, una vez terminados mis estudios, me senté por primera vez en mi flamante despacho de cirugía estética. A lo largo de estas décadas del siglo XX y del siglo XXI he vivido la evolución personal, familiar, social y profesional de las mujeres, en especial de la generación nacida a finales de los cuarenta hasta mitad de los setenta del siglo pasado.

Por aquel entonces, España empezaba a abrirse al mundo, y tecnologías que hoy consideramos básicas (automóvil, televisión en color, radios portátiles o los aparatos de música de alta fidelidad) dejaban de ser privilegios de unos pocos. La población empezó a viajar y a compararse con sus vecinos europeos, su forma de vida, de vestir y de cuidar su aspecto.

Algo parecido sucedió con la cirugía estética. Poco a poco dejó de ser patrimonio de las estrellas de Hollywood y su uso se extendió por la clase media. Esta popularización de la especialidad estética vino acompañada de sucesivas innovaciones técnicas que supusieron una verdadera revolución en los tratamientos de la medicina y de la cirugía estética. Tuve la fortuna, y quiero pensar que también el acierto, de vivir en primera línea estos cambios y contribuir a hacerlos posibles.

1.Mi vida

Los días más importantes

Los dos días más importantes de tu vida son el día en que naces y el día en que descubres por qué.

MARK TWAIN

Un niño feliz

Llegué al mundo por sorpresa un catorce de enero de un año par. Mi madre, María, con un ovario extirpado y un hijo de once años, nunca pensó que podría quedarse embarazada de nuevo. Ella nació y creció en Barcelona, hija de un periodista alicantino y una catalana. Luego se enamoró de mi padre, José, que era hijo de un fabricante textil de Sabadell, y se casaron. Después de la boda mi madre se desplazó de Barcelona a Sabadell, y así crecí yo, entre una familia barcelonesa y otra del Vallès Occidental.

Recuerdo cómo mi hermano Carlos, once años mayor que yo, trabajaba en la empresa textil con mi padre. La ilusión de ambos era que algún día me dedicara también al negocio de las telas y me uniera a ellos. Tenían planeado que fuera el responsable del departamento comercial de la empresa. Sin embargo, por estos azares de la genética descubrí que mi vocación era ser médico. Mi madre me explicó que de joven quería ser enfermera, pero que su padre no se lo permitió al considerar que era una profesión no apta para una joven de la época. Ya por aquel entonces me entusiasmaba el hecho de ayudar a los demás.

Realmente, lo descubrió mi prima Ana, un día del año 1955, a principios de verano. Paseábamos por la carretera de Parets del Vallès, donde cada año pasaba casi un mes en la finca de mis abuelos, cuando una moto pilotada por un hombre sin casco pasó por delante de nosotros a cierta velocidad, patinó y cayó unos cincuenta metros más allá. El hombre chocó de cabeza contra una pared de piedra y quedó tendido en el asfalto, inmóvil, con un charco de sangre alrededor de su cabeza.

Mi prima me cogió de una mano y me puso la otra en los ojos para taparme y que no mirara la escena. Entonces fue cuando le dije que teníamos que ir a ayudarle y evitar que le saliera más sangre. Ella se negaba, mientras yo seguía insistiéndole por favor hasta que aparecieron varias personas que socorrieron al herido. A partir de ahí solo recuerdo que volvimos a casa.

Pero ese momento en que, en vez de asustarme y huir, mi instinto me predispuso a acudir a ayudar al herido, se quedó grabado en mi pensamiento. Creo que a partir de aquella fecha, aun yo sin saberlo, tenía el destino marcado hacia la Facultad de Medicina. Entretanto, durante la época en que tenía diez años, solía jugar a hospitales, enfermeras y médicos con el grupo de amigos y amigas del barrio. Yo siempre hacía de médico y, especialmente, de cirujano. Cuando éramos niños no existía la televisión, ni ningún juguete electrónico, solo el tren. Balones aparte, utilizábamos la imaginación para transportarnos a otros mundos: las chapas eran ciclistas que disputaban unas carreras de vértigo; recreábamos violentas batallas entre indios y soldados americanos en un fuerte; vestíamos y peinábamos muñecas y preparábamos comidas en las cocinas. También, cómo no, devorábamos colecciones de libros de aventuras. A veces acompañaba a mi madre a casa de alguna de sus amigas y me pasaba horas jugando con una caja de cerillas. O bien organizaba casas, o me inventaba combates y guerras haciendo de las cerillas soldados o vehículos. El caso es que nunca me aburrí.

Atravesando la adolescencia, durante unas vacaciones y gracias a un amigo de la familia que era un cirujano muy conocido en Sabadell, el doctor Santiago Fontanet, acudí varias veces a un quirófano para ver cómo este operaba casos de cirugía general. Recuerdo que me quedaba embobado cada vez que me mostraba un trozo de intestino o el hígado, y también me fascinaba contemplar cómo cosía la piel. En aquel rincón de quirófano soñaba que algún día yo haría aquello que veía. El problema lo tenía al regresar a mi casa y contar con pelos y señales lo que había visto. Mi padre y mi hermano me mandaban callar durante la cena, horrorizados por aquellas explicaciones, a pesar de, o precisamente, por mi entusiasmo.

Estudié el bachillerato y el año preuniversitario en el colegio de las Escuelas Pías en Sabadell. Durante esa época repartía mis días entre los estudios y el tenis. Empecé jugando los fines de semana con dos de mis más íntimos amigos. Luego, cuando vi que se me daba bien, añadí dos días por la tarde-noche. Mi club, el Tenis Sabadell, me ofreció entrar en el equipo para participar en campeonatos por toda Cataluña. Poco a poco fui mejorando lo suficiente como para ganar algunos torneos importantes. Corría 1966 cuando jugué con el equipo júnior en la Costa Azul francesa los torneos de Montecarlo y Menton. Entre otros estaban los tenistas Manuel Orantes, Nacho Muntañola y Antonio Cordón. Como había horas muertas entre un partido y otro compartíamos charlas y consejos. No sé quién fue el que comentó la posibilidad de entrenar trabajando como profesor de tenis en hoteles de veraneo, en las islas Baleares o en Andalucía. Se trataba de negociar bien para que, aparte de las clases, te pagasen la estancia y el viaje. Cuando volví de los torneos hablé con mi tía Asunción, que conocía a Pepe Meliá, dueño de los hoteles Meliá, para que le comentara si había alguna posibilidad de poder prestar los servicios de profesor de tenis en alguno de sus hoteles. A finales de junio recibimos una carta de la secretaria del señor Meliá en la que decían que les parecía fantástica la idea de disponer de un entrenador de tenis y me ofrecían trabajar en el hotel S’Argamassa de Ibiza o en el Don Pepe Gran Meliá en Marbella. Mis padres, que conocían el sur de España, me aconsejaron que fuera a Marbella. Respondí a la carta y pronto concretamos el billete de avión, estancia en un apartamento y fechas de llegada. Hice la maleta y, con mis seis raquetas Wilson de madera, viajé a la ciudad de Málaga y de allí a Marbella.

El deporte me ayudó a madurar

Llegué al Hotel Don Pepe después de circular por una carretera estrecha durante dos horas y media desde el aeropuerto. Estaba frente al mar, a unos doscientos metros de las últimas casas de apartamentos. En aquella época Marbella era un pequeño pueblo, tranquilo y con gente de un nivel adquisitivo muy alto, ya que la mayoría del turismo que buscaba fiesta y playa se quedaba en Torremolinos. Nada más entrar en la recepción me quedé perplejo ante el lujo que envolvía todos los espacios del edificio: los muebles, las lámparas, el bar donde gente con una pinta fantástica tomaba unas bebidas… Y ahí estaba yo, solo, con mi maleta y mis raquetas, y parecía desentonar. Di mi nombre y esperé. Minutos después apareció una joven encantadora, la relaciones públicas del hotel, que en aquella época dirigía el joven conde de Perlac. Me invitó a sentarme en una mesa y me preguntó qué quería beber. Me comentó que luego me acompañarían hacia Marbella pueblo, a un apartamento que habían dispuesto solo para mí, y después se interesó sobre cómo estaba y cómo había pasado el viaje. Realizados todos los prolegómenos me preguntó cuánto quería cobrar por las clases. En un club de tenis cualquiera el profesor cobraba cerca de cincuenta de las antiguas pesetas por una hora de clase, pero era evidente que allí cincuenta pesetas era muy poco. Ella me miró y me dijo que hacía poco un cliente americano se había ofrecido a dar unas clases por doscientas cincuenta pesetas la hora. No sé si se notó mi enorme sorpresa, pero reaccioné inmediatamente y le dije que me parecía bastante bien, pero que en vez de una hora, serían cincuenta minutos para poder descansar, tomar agua y preparar la siguiente clase. Lo aceptó al instante y yo me quedé encantado: lo pasaría bien jugando a mi deporte favorito y ganaría una buena pasta. Además, tenía acceso a cenas, invitaciones en la discoteca y una vida social envidiable. ¡Vivía como un rey!

Di clases a los clientes del hotel y también a algunos clientes locales a los que les gustaba el tenis. Hice muchos amigos y tuve la oportunidad de conocer personalmente a figuras del espectáculo, a cantantes y a gente famosa, ya que hablaba inglés, francés, italiano y entendía el portugués. Entre muchos de ellos conocí a los cantantes Raphael, Matt Monro, Johnny Hallyday, a los integrantes del grupo estadounidense The Mamas & the Papas, a los actores Sean Connery, Deborah Kerr, Stewart Granger, George Cukor (el director de las últimas películas de Marilyn Monroe), a Gracita Morales, al cantautor argentino Atahualpa Yupanqui y a un montón de gente de Madrid, del País Vasco y de casi toda España excepto Cataluña, ya que la mayoría de los ciudadanos de esta región veraneaban en la Costa Brava y en Baleares.

Así me pasé dos meses enteros ganando y gastando dinero, ligando y jugando al tenis cada día. Después de las clases, alrededor de las siete de la tarde, jugaba partidos de exhibición con un amigo madrileño, Fernando Martínez Bannazar. Nuestros partidos eran muy igualados, por lo que los improvisados espectadores disfrutaban de ver buen juego con la emoción de un resultado incierto. Recuerdo que un atardecer jugaba uno de esos partidos en la pista de tenis del Meliá Don Pepe cuando, de pronto, como dos flashes deslumbrantes, me llamaron la atención unos ojos de color verde claro, enormes, que me miraban detrás de un lateral de la alambrada. Eran los ojos más bonitos que vi en aquella época, los ojos de la cantante y actriz francesa Marie Laforêt. La miré embobado por la sorpresa. Creo que ella notó mi estupor, me sonrió y se fue despacio del lugar.

Celebrábamos la noche en la discoteca más famosa por aquella época en Marbella, Pepe Moreno, lugar donde se reunía «la crème de la crème» de la sociedad española. En Marbella también conocí a Don Jaime de Mora y Aragón, a Alfonso de Hohenlohe, a la aristocracia española, duques, marqueses, condes y Grandes de España, el arte del flamenco, las rumbas y las fastuosas fiestas privadas. Disfrutaba tanto que, terminando el verano a mediados de septiembre, vinieron a verme mis padres y me preguntaron con bastante temor si volvería a casa para estudiar Medicina. Les respondí que no se preocuparan, que ya tenía ciertas ganas de volver a mi vida normal después de dos meses y medio de vida loca.

Continué compaginando los estudios con el tenis, pues las siguientes vacaciones siguieron deslizándose entre horas y horas de tenis, estuviera donde estuviera. Con Fernando viajamos a Brasil, a Bangkok y más veces a Marbella, ahora en su casa. El tenis me enseñó a disfrutar de los éxitos, pero sobre todo a aprender de los fracasos. Esta pasión me ayudó mucho en la vida. Lo primero fue adquirir hábitos saludables y llevar una vida sana. Los fines de semana me levantaba muy temprano para jugar campeonatos, como el de Cataluña por equipos. Nos pasábamos el día jugando y ayudando a compañeros del equipo para luego celebrar las victorias o llorar las derrotas. Aquellos días aprendí la importancia de trabajar en equipo y para el equipo, la necesidad de olvidar los posibles egos e individualidades. Yo era el más joven del grupo, circunstancia que me permitió aprender a relacionarme con gente mayor, pero también me enseñó que en la vida puedes perder cuando crees que ganarás y que de la victoria casi nunca se aprende, porque ya supones que juegas para ganar, ya que cuando la consigues solo obtienes alegría y fiesta. En cambio, cuando perdía y me quedaba apenado, me sentaba en el vestuario y analizaba los detalles, las razones de mi derrota y entonces asimilaba mis errores para que no volvieran a suceder. Supe ver que no existe enemigo pequeño y que, por lo tanto, no debes despreciar a nadie que consideres menos que tú, porque siempre puede darte la sorpresa. También aprendí a controlar las emociones. Al empezar el partido, cuando oía al árbitro pedir silencio al público y me disponía a iniciar el servicio, por un instante notaba cómo me costaba tragar la saliva, aunque al cabo de dos o tres intercambios de golpes esta sensación ya había desaparecido. El tenis, como la práctica de cualquier deporte, te exige analizar al contrincante y a su juego, adivinar sus puntos débiles y atacarlos, al mismo tiempo que intentas esconder los tuyos. Y, por supuesto, la cabeza es fundamental, a veces más importante que el propio juego.

La vieja Facultad de Medicina

Los primeros días en la Facultad de Medicina de Barcelona fueron excitantes. Sentía cómo el peso de la historia de la ciencia me envolvía cada vez que subía por aquellas escaleras viejas y erosionadas de la calle Casanova, y pasaba entre las columnas de la entrada como si cruzara el Partenón. Dentro, abrumado por los techos altísimos y negruzcos, y por las columnas gigantescas coronadas con capiteles majestuosos, caminaba apresurado hacia el piso superior a través de otra escalinata que se partía a izquierda y derecha. Me gustaba mirar los peldaños desgastados por los miles y miles de zapatos que los pisaron durante décadas. Algunas veces fantaseaba con encontrarme con Santiago Ramón y Cajal, con Severo Ochoa o con Gregorio Marañón descendiendo por ella, saludándome con una ligera inclinación de cabeza al cruzarnos. Lo que sí era cierto era que yo también entraría a formar parte de aquella historia.

Mi primera práctica fue con una bata blanca con pliegues y un fonendoscopio nuevo colgado al cuello con la campana encajada en un bolsillo. Durante aquel momento, mientras estaba sentado en una sala al lado de unos cien estudiantes uniformados de la misma manera, me sentí el médico más importante del mundo. La profesora, desde su pupitre, nos enseñó un hueso humano; ¡era un precioso fémur! Luego nos lo pasó para que lo tocáramos y lo viéramos en detalle. En eso consistió la primera práctica. Nada más. Y, a pesar de ello, volvimos a clase soñando en voz alta.

Esa misma bata y el mismo fonendo los seguía llevando en tercero de carrera cuando entré en el Departamento de Patología General para empezar prácticas clínicas con pacientes. El prefacio consistió en llevar un bote de cristal con los orines del paciente para el laboratorio de análisis, cruzando medio hospital sin derramarlo para salvar la muestra y no cometer ningún estropicio. Mientras iba andando con ese bote me sentía necesario, estaba encantado de que me vieran paseando con mi bata y mi fonendo, aunque acarrease un bote con orina.

La primera práctica propiamente dicha consistía en extraer sangre del brazo para un análisis. La paciente que me fue asignada, una señora que pasaba de los ochenta años, ya estaba sentada en la silla con el brazo izquierdo recostado en el apoyabrazos para la extracción. Cuando me vio no dijo nada, solo me miró con cierto recelo, como si me evaluase antes de la prueba. Me habían explicado todo lo que se tenía que hacer antes de clavar la aguja: poner la goma para interrumpir la circulación venosa superficial y golpear un poco la zona para que la vena sobresaliera mientras la paciente tenía la mano cerrada. Y así actué: le apreté con la goma el delgado brazo, de piel tan fina como el papel de fumar, y la anciana me miró con una ligera mueca de desconfianza, pero no abrió la boca. Como no se veía bien la vena que tenía que pinchar, le di un par de golpes con mi mano y al instante se puso negra toda la zona. Como si estuviéramos hipnotizados, la señora y yo miramos el derrame que impedía distinguir cualquier vena ni nada que se lo pareciera y que se iba extendiendo por todo el brazo y antebrazo. Al cabo de unos instantes, cuando nuestras miradas convergieron, se me ocurrió decirle que tenía las venas muy frágiles. Ella, sin dejar su mirada de reprobación, me preguntó: «¿Qué va a hacer ahora?», y yo le respondí que íbamos a preparar la extracción en el otro brazo. Entonces vio que se acercaba el instructor de la práctica y le pidió que fuera él quien la pinchase. No sé si se fijó más en su brazo ennegrecido, en la cara de enfado de la paciente o en mi frustración. El caso es que el instructor agarró la aguja y le pinchó en el brazo nuevo, explicándome que en casos como este tenía que evitar dar golpes y descender más el brazo. Por suerte, salió bien.

La magia de los primeros días se fue desvaneciendo, y al cabo de unos meses ya veía la Facultad de Medicina de Barcelona como el edificio vetusto que era, con enormes pasillos cuyas lámparas sucias y viejas colgaban de altos techos sin apenas iluminar, aulas desangeladas con bancos llenos de grafitis realizados por los alumnos de años anteriores y un bar que invitaba a cualquier cosa menos a comer o beber.

Sala de autopsias. Un mundo desconocido y frío

Fue también en tercero cuando aprendí que solo se consigue lo que uno quiere mediante el esfuerzo personal. Como ya tenía muy claro que quería ser cirujano, me interesaba conocer el cuerpo humano en todos sus detalles, observar los órganos detenidamente, saber su ubicación exacta, la distancia entre unos y otros. Por eso, pensé que la mejor manera de asimilarlo sería entrar en el Departamento de Autopsias del Hospital Clínic.

Aquel curso, las clases de Patología General empezaban a las nueve, así que para poder conseguir lo que me había propuesto me encontré bajando por las anchas escaleras que conducían a la sala de autopsias a las seis y media de la mañana del primer día del curso para ir al Departamento de Autopsias del Clínic. Accedí a una sala lúgubre con un techo de casi diez metros de alto, una mesa de mármol en el centro y gradas de piedra a los lados. Pasé hacia el fondo, donde la pared tenía ventanales grandes y sucios, y doblé a la izquierda, para cruzar una puerta no muy grande que daba a una enorme sala con otras cuatro mesas de mármol, separadas por unos tres metros cada una de ellas. Por lo menos, aquí los fluorescentes iluminaban correctamente los dos cuerpos desnudos, cada uno encima de una de sus mesas. Todavía recuerdo un olor especial que no pude identificar, un fuerte olor que impregnaba las mucosas nasales y te secaba la boca. Delante de los cuerpos un profesor dirigía a los tres internos que justo en aquel momento empezaron con la disección de los cuerpos. Llevaban unos delantales enormes de lona y unos guantes de jardinero. Cogieron el bisturí y abrieron toda la piel en línea recta, desde la base del cuello hasta el pubis, luego abordaron el interior del abdomen, separaron los músculos rectos abdominales y recortaron la parrilla costal con unas tijeras de podar dejando expuestos el pericardio y los pulmones, junto con el mediastino y la tráquea. Fueron extrayendo todos los órganos uno después de otro. Se examinaban detenidamente, se seccionaban trozos fileteados de los que podían aportar más información sobre la causa de la muerte y se guardaban en recipientes especiales. Finalmente, vi cómo practicaban una incisión en medio del cuero cabelludo y lo disecaban hasta que se veía el hueso craneal. Luego, con una sierra de mano (entonces no había eléctrica), abrieron el cráneo y quitaron la parte ósea superior, dejando a la vista el cerebro en su totalidad.

Para mí fue una experiencia tan increíble que decidí acudir cada mañana a la misma hora a la sala de autopsias, aunque ello me costara tener que levantarme a las cinco de la mañana. Consideraba que esa era la mejor manera de aprender toda la anatomía necesaria para mi futuro de cirujano. Y así, después de conseguir el permiso de los internos, me presentaba cada mañana para observar cómo realizaban las autopsias. Entre preguntas relativas a la tarea comentábamos temas de la actualidad más o menos banales que ayudaron a crear un cierto vínculo. Un día, pasadas tres semanas aproximadamente, nos encontramos con tres cadáveres y solo dos internos, ya que el tercero estaba con fiebre en cama. Me preguntaron si, después de ver tantas autopsias y del interés que había mostrado, me atrevía a unirme a ellos. Mi respuesta no se hizo esperar; me puse el delantal, unos guantes y así empezó mi trabajo en el Departamento de Autopsias. Calculo que durante ese tiempo realicé más de ciento veinte disecciones que me sirvieron para comprender perfectamente la anatomía del cuerpo humano. Decía al principio que el esfuerzo personal ha sido uno de los motores de mi vida; a veces no es fácil y no todo el mundo está dispuesto a sacrificarse. A los dos meses de ser aceptado por el Departamento de Autopsias, un estudiante de mi curso se quedó sorprendido de encontrarme al otro lado de la mesa y ver la soltura con que realizaba la autopsia. Me saludó y seguidamente me preguntó: «¿Cómo has logrado estar aquí en este grupo?». Le respondí que a base de ir todas las mañanas un par de horas antes de empezar las clases. «Vale, pues yo haré lo mismo. Mañana estoy aquí». Le respondí que me parecía una decisión fenomenal. A la mañana siguiente estuvo mirando cómo hacíamos la disección y al terminar me preguntó cuándo podría hacer una autopsia. Le dije que tuviera paciencia y le expliqué mi caso; que yo había estado unas cuantas semanas acudiendo a la sala de autopsias y que fue al faltar un interno, y haber más trabajo, cuando me preguntaron si quería ayudarles, y fue entonces cuando ya me quedé. Entonces me respondió: «¡Pero yo no voy a venir tan temprano si no tengo la seguridad de que un día me digan que les ayude!». «Ya, pero este es el sacrificio que debes hacer», le respondí. Y entonces… no volvió más.

El esfuerzo en el trabajo para conseguir metas deseadas siempre ha acompañado mi vida.

El Hospital Clínic

Cuando accedíamos al Hospital Clínic desde la Facultad de Medicina nos llenábamos de la luz que entraba por los enormes ventanales del pasillo principal. Cada departamento del hospital disponía de despachos y enormes salas de enfermos, tanto para hombres como para mujeres. Estuve dos años como interno en Patología General, gracias a mi apreciado profesor y amigo Miguel Dalmau Ciria, a quien entrenaba al tenis una vez por semana.

Una de las prácticas, que hacíamos en grupos de treinta alumnos, consistía en palpar el abdomen para descubrir o descartar patologías mediante el tacto. Un día tocó explorar a un paciente que tenía una hepatomegalia (inflamación del hígado) para aprender a palpar, por debajo de las costillas, el borde inflamado del hígado. El estudiante se colocaba en el lado derecho del paciente tumbado en su cama y, con las dos manos una encima de la otra, presionaba por debajo de la parrilla costal derecha. Se le pedía al paciente que respirara profundamente para que así, al hinchar los pulmones, el hígado se desplazara hacia abajo. Si estaba inflamado se tenía que notar cómo sobresalía por la parrilla costal al golpear los dedos. En ese caso se medía cuántos traveses de dedos ocupaba la inflamación. El primer estudiante le preguntó al enfermo, un hombre de cincuenta y cinco años, si le dolía y el paciente respondió que no. Pero cuando iba por el estudiante veinte empezó a gritar de dolor. Entonces le pregunté por qué gritaba de dolor si había dicho que no le dolía el abdomen y su respuesta fue: «Coño, antes no, pero después de tanto apretón y manoseo me duele un montón». Tuvimos que suspender la práctica para el resto de los estudiantes del grupo.

En estas prácticas viví otra anécdota que habla sobre el detalle y no el valor de las cosas. Durante más de dos meses estuve cuidando a un enfermo que se debatía entre la vida y la muerte a causa de un problema pulmonar. Tenía un encharcamiento a causa de una hipertensión pulmonar y de un corazón débil, pero al final mejoró y se le pudo dar el alta. Yo fui quien le entregó el papel, le expliqué qué medicina tenía que tomar y qué debía hacer en caso de encontrarse mal. El hombre, vestido ya de calle, me abrazó y con los ojos húmedos me dio las gracias por todos los cuidados que le dispensé. Y se fue. Apenas transcurrida media hora volvió y me dijo que aceptara el detalle de su agradecimiento, que era muy poco porque no tenían dinero. Metiéndose la mano en el bolsillo del pantalón me regaló un paquete de cigarrillos Chesterfield que me había comprado en el estanco al salir. Entonces los abracé, a él y a su mujer, y el que se emocionó fui yo. Durante mi vida profesional me han hecho regalos de todo tipo, caros y menos caros, preciosos y no tanto, y siempre los he agradecido. Pero el paquete de tabaco de aquel hombre, quizá porque también fue el primero en mi vida profesional, lo conservo en lo más profundo de mi corazón.

Cuando quería ser cirujano general

En 1970, en cuarto de Medicina, empecé como ayudante de cirugía general en dos equipos importantes. Los miércoles con el del doctor Bonnin, que estaba veinticuatro horas de guardia en el Hospital Universitario Vall d’Hebron. También tuve la fortuna de trabajar con el equipo del doctor Sitges Creus en la Mutua de Sabadell, en la Clínica Creu, ciudad donde yo vivía. Allí iba casi todos los días de tres de la tarde a nueve de la noche siempre que tuvieran cirugía. Así pues, cuando por fin terminé la carrera en 1973, me sentía preparado para ser cirujano general. Durante mi formación había ayudado en operaciones quirúrgicas con cirujanos vasculares, consideraba que también conocía bien la especialidad de traumatología, pero lo que realmente me gustaba era la cirugía digestiva. Y seguramente me habría dedicado a ello si un día mi madre no se hubiera roto un dedo de la mano derecha. Como hijo y médico en ciernes la acompañé al centro quirúrgico Santa Fe de Sabadell, donde la visitó el director y traumatólogo doctor Juan Oller, también director del centro médico Delfos en Barcelona. Después de visitar y atender francamente bien a mi madre, me preguntó qué especialidad quería ejercer y le respondí que la de cirujano general. Fue entonces cuando me comentó si había considerado la cirugía plástica y estética. Yo no había visto ninguna intervención de esta rama de la Medicina, para mí inexistente, y así se lo dije. Sin dudarlo, me entregó una tarjeta suya con un nombre y una dirección y me dijo que me pusiera en contacto con ese médico y que fuera a ver alguna intervención de cirugía plástica antes de decidir ser cirujano general. «Siempre es mejor tener una visión más amplia de las cosas», concluyó. Le di las gracias y le prometí asistir. Luego vi que su amigo era nada más y nada menos que el doctor Jaime Planas, el mismo que atendía en la Clínica Planas. Cuando después de unos días llamé a la clínica, me emplazaron para la tarde del día siguiente y, como iba recomendado por su amigo el doctor Oller, me recibiría el propio doctor Planas. El día en cuestión llegué a la cita en la calle Pedro II de Montcada, zona alta y residencial de Barcelona, y descendí por las amplias escalinatas que conducían a la puerta principal de una clínica que desprendía un lujo que jamás había imaginado. Di mi nombre y esperé unos minutos en la recepción grande y luminosa. En aquel lugar era imposible no sentirse a gusto. Al poco, apareció una simpática enfermera, y con una enorme sonrisa me pidió que le acompañara a la biblioteca donde me esperaba el doctor Planas. Impresionado por aquel mundo de la medicina privada, desconocido para mí hasta aquel momento, me encontré con un hombre alto, de pelo y bigote canoso, porte elegante, que me tendió la mano y muy afablemente me invitó a sentarme frente a él. La conversación primero giró sobre detalles de mi carrera, luego se interesó por el doctor Oller y finalmente me preguntó en qué podía ayudarme. Le pedí si podía ver algunas de las intervenciones que realizaba para poder tener una idea de la especialidad. Me respondió que estaría encantado y me emplazó para el día siguiente, a las ocho de la mañana. Solo tenía que dar el nombre en la recepción y me acompañarían al área quirúrgica.

Aquella noche me costó dormir. De pronto, los acontecimientos se habían desarrollado a una velocidad vertiginosa. Mi mente no paraba de pensar sobre qué vería mañana y qué tipo de cirugía se debía hacer en aquella increíble clínica.

El día que descubrí qué quería ser

A las ocho menos cuarto aparcaba yo mi coche frente a la clínica, y nada más entrar me acompañaron al vestuario de los quirófanos y allí me presentaron a varios doctores: el doctor Bassas, el doctor Tapia y el doctor Bisbal. Al poco llegó también el doctor Planas y me dijo que empezaría con una rinoplastia estética.

Cuando vi cómo el doctor Planas intervenía aquella nariz, cómo limaba, cómo ponía el dedo para ver cómo quedaba agachándose y mirando el perfil, volviendo a limar de nuevo, recortando un poco de allí y de allá, moviéndose por la mesa para apreciar todos los ángulos de vista, descubrí que lo que veía no era una intervención, sino una melodía de arte, una escultura, un estudio de equilibrio, de armonía y proporciones. Recordé mi época de aficionado a la pintura, cuando dibujaba a lápiz y a plumilla y modelaba escultura con arcilla. Sin embargo, aquello era más real. En aquel mismo instante me acordé de la frase del escritor Mark Twain: «Los dos días más importantes de tu vida son el día en que naces y el día en que descubres por qué». Acababa de descubrir que yo había nacido para ser cirujano plástico.

Al finalizar la operación estaba eufórico. Agradecí a todos haberme brindado esta enorme oportunidad y solicité al doctor Planas si, después de arreglar unos asuntos personales, podía acudir cada día a verle operar. No sé si lo convencieron mi entusiasmo y el intenso brillo en mis ojos o qué fue, pero el caso es que me dijo que no había ningún problema, todo lo contrario.

Salí de la clínica tan seguro de haber tomado la decisión de mi vida que lo primero que hice fue ir a despedirme de los equipos de cirugía general, tanto del Hospital Universitario Vall d’Hebron como de la Mutua de Sabadell, donde tenían planeado incorporarme a su equipo en cuanto me entregaran el título. Les reconocí que lo sentía mucho, pero que había decidido ser cirujano plástico y estético. No lo entendieron del todo, pero ante mi vehemencia no les quedaba otra opción que desearme buena suerte en mi nueva aventura y decirme que si algún día decidía volver a la cirugía general ya sabía dónde encontrarles.

A partir de aquel día comenzó el esfuerzo. Acudía todos los días a la Clínica Planas, simplemente como observador, para asistir a las cirugías increíbles que se realizaban. El sacrificio que suponía para mí, como futuro cirujano, entrar en un quirófano sin poder participar en algún aspecto de la intervención, era enorme, pero me acordé del amigo de las autopsias y me dije que debía aguantar en aquellas condiciones todo el tiempo que fuera necesario.

Entablé amistad con los demás doctores, jugaba al tenis con ellos y les enseñaba golpes y otros trucos. Poco a poco me fui integrando en el equipo de la clínica; por ejemplo, cuando venía algún visitante extranjero, era yo quien lo atendía en inglés. Le propuse al doctor Planas realizar un estudio de los efectos de la adrenalina en la infiltración local sobre la presión sanguínea y el sangrado, materia que había estudiado en Fisiología Médica durante la universidad. Lo realicé junto a José M. Durán, compañero de clase que estaba en la clínica como médico de medicina general. Ambos nos encargábamos de amenizar, guitarra en mano, algunas cenas que se daban a visitantes de todas la partes del mundo, especialmente en los congresos que se organizaban en la clínica, donde acudían los mejores especialistas internacionales en cirugía estética.

Llevaba casi un año observando intervenciones cuando uno de los doctores del equipo se fue de vacaciones y me pidieron que les ayudara en la cirugía. Aquel día sabía que había conseguido lo que más deseaba. Sin embargo, no todas las metas son tan fáciles. Una tarde cualquiera me encontraba estudiando en la biblioteca cuando se acercó el doctor Planas y me dijo: «Javier, te voy a ser sincero: en esta clínica la cirugía plástica está cubierta, pero me falta alguien que realice cirugía maxilofacial. Si quieres serlo tú, entonces trabajarías aquí».

En un primer momento me pareció que, por algún motivo que desconocía, el Cielo me premiaba con esa oportunidad maravillosa. Luego supe que debería realizar la especialidad de estomatología para ejercer la cirugía maxilofacial, y aquello era algo que no me apetecía nada, puesto que mi vocación y mi formación venían del bisturí y no de la fresa ni la turbina. Le dije que tenía que pensar más su propuesta y consultarlo con mis padres, puesto que serían ellos quienes deberían pagar la matrícula de estomatología. Luego quería ver en qué hospital debería estudiarla y, finalmente, hacer las prácticas y aprender cirugía maxilofacial con algún especialista de prestigio que me aceptara a su lado.

Cuando se abrió la Cátedra de Estomatología en el Hospital Clínic comprobé que la especialidad que debía cursar constaba de dos años de clases por la mañana. Tuve la enorme suerte de que el doctor Planas me recomendara al profesor Guillermo Raspall, cirujano plástico y maxilofacial, considerado uno de los mejores especialistas en el mundo, quien me aceptó como ayudante por las tardes. Cuando estuvo todo organizado, le dije al doctor Planas que aceptaba su ofrecimiento y que durante esos dos años lo iría a visitar pero que, evidentemente, no podría acudir a su quirófano por las mañanas, aunque sí pasaría alguna tarde para saludar a todos los compañeros. Debo decir que en la clínica estaban encantados de contar conmigo para el futuro, o así me lo pareció.

De todos modos, fue una experiencia muy dura. Después de seis años de estudios en la universidad, de graduarme y sentirme médico, de pensar que el mundo era mío, tenía que volver a sentarme y atender en clase, callar, cumplir horarios y evitar que me pusieran faltas de asistencia.

Compaginando bisturí y fresa dental

Todos estos inconvenientes los reviví nada más llegar a la Cátedra de Estomatología. A partir del primer día me asignaron mesa compartida con otro alumno. Volvía a regirme por horarios estrictos que no me podía saltar, incluso tenía que pedir permiso para ir al baño. Era licenciado en Medicina y Cirugía por la Universidad de Barcelona, pero tenía claro que si quería trabajar en la Clínica Planas como cirujano maxilofacial debía enfrentarme a aquella situación, y además aprovecharla al máximo, porque formaría parte de mi vida. Yo tenía un objetivo en mente: quería ser «el mejor».