Los crímenes de los pasos perdidos - Santiago Tarín - E-Book

Los crímenes de los pasos perdidos E-Book

Santiago Tarín

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Vengo a contarles un puñado de historias que no salen en los libros de texto, pero que forman parte de nuestra memoria colectiva. No son mis memorias, pero son memoria y contribuyen a explicar un tiempo, una ciudad y un país. Escriben la contraportada de los relatos históricos, las narraciones de la vida cotidiana en su vertiente más oscura y, al mismo tiempo, nos cuentan cómo éramos, qué vicios teníamos o cómo nos divertíamos. Son la otra cara de una misma moneda. Les contaré historias de desalmados, de gente sin conciencia, de delincuentes desaparecidos y de truhanes de otras épocas. Algunos están pintados en el blanco y negro, otros ya se definen en color; hay entre ellos personajes peculiares, estafadores poetas, fotógrafos que captaron la esencia de la marginalidad o pillos propios de las mejores comedias. Entre esta fauna despiadada también hay criminales que lo fueron por azar o por la desdicha de unos momentos inclementes. En ellos anidó la desesperación, la incomprensión, la tristeza, la rabia o el desarraigo. A algunos los veremos con compasión. Las historias de todos ellos se guardan en un desván invisible, el que tiene el salón de los pasos perdidos de los tribunales de justicia.

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Seitenzahl: 306

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Nacido en Barcelona en 1959 y licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Autónoma de Barcelona, Santiago Tarín es escritor y periodista; e hijo, hermano, sobrino y cuñado de periodistas. Ha trabajado en Radio Nacional, Radio Barcelona-Cadena Ser, Agencia Efe y los diarios Ya y La Vanguardia, medios en los que ha cubierto temas tan diversos como campañas electorales, política local, atentados terroristas, crónica judicial y de sucesos, visita del Papa, las actividades del crimen organizado en España, la corrupción política, el asesinato del obispo Ellacuría en El Salvador o la guerra de Pablo Escobar y los cárteles de la droga contra el Estado colombiano.

Durante veintiún años fue profesor del máster de periodismo que imparten conjuntamente las universidades Central de Barcelona y Columbia de Nueva York. Durante diez años fue miembro del Equipo de Investigación de La Vanguardia y ha colaborado en medios como TV3, Com Radio, Rac 1 o Historia y Vida; también ha sido jurado del premio Ciutat de Barcelona en su vertiente de historia y asesoró la serie de TV3 La zona fosca.

Es autor de los libros Barcelona, en rosa y negro (2002), Viaje por las mentiras de la historia universal (2007) y En el tsunami catalán (2020).

Vengo a contarles un puñado de historias que no salen en los libros de texto, pero que forman parte de nuestra memoria colectiva. No son mis memorias, pero son memoria y contribuyen a explicar un tiempo, una ciudad y un país. Escriben la contraportada de los relatos históricos, las narraciones de la vida cotidiana en su vertiente más oscura y, al mismo tiempo, nos cuentan cómo éramos, qué vicios teníamos o cómo nos divertíamos. Son la otra cara de una misma moneda.

Les contaré historias de desalmados, de gente sin conciencia, de delincuentes desaparecidos y de truhanes de otras épocas. Algunos están pintados en el blanco y negro, otros ya se definen en color; hay entre ellos personajes peculiares, estafadores poetas, fotógrafos que captaron la esencia de la marginalidad o pillos propios de las mejores comedias.

Entre esta fauna despiadada también hay criminales que lo fueron por azar o por la desdicha de unos momentos inclementes. En ellos anidó la desesperación, la incomprensión, la tristeza, la rabia o el desarraigo.

A algunos los veremos con compasión. Las historias de todos ellos se guardan en un desván invisible, el que tiene el salón de los pasos perdidos de los tribunales de justicia.

Los crímenes de los pasos perdidos

Los crímenes de los pasos perdidos

SANTIAGO TARÍN

Primera edición: febrero del 2025

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/ Torrent de l’Olla, 119, Local

08012 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

© 2025, Santiago Tarín

© de la presente edición, 2025, Editorial Alrevés, S.L.

Ilustración de la portada, Fernando Piñana

Autor representado por Silvia Bastos, S.L. Agencia literaria

ISBN: 978-84-10455-10-8

DL B 22078-2024

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

 

Para Sandra

LOS PASOS PERDIDOS

Los pasos perdidos tienen nombre de tango, esa música que según uno de sus profetas es un pensamiento triste que se baila, y en ellos resuenan ecos de conversaciones sobre la condición humana. Los pasos perdidos es el nombre popular del gran salón central del edificio del Palacio de Justicia de Barcelona y tiene un desván invisible, en el que se almacenan miles de historias que se van acumulando año tras año y a veces olvidando hasta que alguien las rescata, las desempolva y las devuelve de una memoria extraviada.

He pasado muchas horas en los pasos perdidos, y no ha sido un tiempo perdido. Vuelvo ahora imaginariamente a la sala de aspecto entre monasterial y palaciego, para buscar esa buhardilla inmaterial. La llave para abrirla era y es la palabra, las charlas que mantuve con jueces, fiscales, abogados, policías, víctimas y delincuentes, donde afloraban los aspectos que no se recogen en los documentos oficiales: la verdadera sustancia del relato, su esencia humana.

Traigo aquí los crímenes de los pasos perdidos: semblanzas de personajes de toda laya, de acontecimientos singulares, de desmanes y prejuicios, de malvados y victimizados. Fueron noticia ayer, son memoria hoy. Tal vez no son los más conocidos, incluso son inesperados, pero todos son singulares por sus circunstancias. Una buena historia no precisa de una pila de cadáveres para ser interesante, sino de protagonistas originales o particularidades que la hacen única. La narración de estos episodios constituye la crónica de sucesos y tribunales, que gira en torno al momento en que la vida de unas personas cambia sin posibilidad de vuelta atrás, lo que es, en resumen, la base de la narrativa; por eso este es uno de los periodismos más literarios que existe. Manuel Ibáñez Escofet, que era director adjunto de La Vanguardia cuando llegué al diario, defendía que el periodista ha de tener una intención literaria; en pocas secciones se puede desarrollar como en esta, porque más allá de las estrictas reseñas resumidas en fríos escritos oficiales, el reportero ve que cada asunto guarda en su seno varias historias: la de las víctimas, la de los detenidos, la de sus familias, la de los defensores y acusadores. Incluso, a veces, te das de frente con casos en que el victimario es a su vez una víctima de situaciones adversas. No hay reglas estrictas en este mundo y las fronteras están delimitadas por líneas muy finas.

Llamarla crónica negra es una simplificación porque hay muchos matices en este cuadro; tonalidades poco puras, mestizas, nacidas de la mezcla de varios colores. El dato no es la única verdad de la trama y se debe pretender captar toda la gama cromática de la paleta, y por ello hay que ver, que no es lo mismo que mirar, escuchar, que no es sinónimo exacto de oír, y comprender, que no equivale a justificar. Sentado en los bancos de los tribunales o de pie en los pasillos de las comisarías, la tarea del cronista no es juzgar ni acusar, sino explicar. Ese es su trabajo, contar al lector, al oyente o al espectador qué ha pasado y por qué. Al reportero no le compete decirle a su público qué debe pensar, sino darle toda la información posible para que llegue a sus propias conclusiones, lo contrario es fraudulento, tratar a la gente como niños que no pueden razonar e induce a la manipulación. Es innegable que el periodista no viene de Saturno y tendrá sus creencias, ideología y opiniones, pero debe ser lo más honesto posible. El oficio del reportero consiste en relatar: lo otro es cosa de jueces, fiscales, abogados y policías. Hay una gran diferencia en los desempeños y por eso el reportero debe no solo recopilar detalles, sino también comprender qué ha llevado al desenlace, lo cual no implica minimizar la tragedia humana que conlleva el suceso, sino completar una narrativa que ayude a entender lo que ha ocurrido, porque es la forma en que se puede mejorar la sociedad; poniendo de relieve aciertos y fallos o la posible existencia de corrupción, deficiencias o disfunciones en el sistema. No siempre es posible, porque el espacio de los diarios y el tiempo de los informativos en radio y televisión es limitado, o puede que no sea factible llegar al trasfondo de lo ocurrido, pero vale la pena intentarlo, aunque no se pueda conseguir. Lo fácil es excitar el morbo y contentarse con la sangre derramada o las puñaladas propinadas y el mero entretenimiento, a veces incluso soez, va venciendo a la narración. Ya dio la voz de alarma Ryszard Kapuscinski, el escritor y reportero polaco, quien denunció cómo el espectáculo estaba ganando terreno frente a la realidad. Josep Martí Gómez, que para mí fue el maestro del reportaje y en especial de los temas de sucesos y tribunales y con el que tuve la suerte de compartir redacción y charlas, dejó escrito en su libro de 2016, El oficio más hermoso del mundo, que «a partir de Alcàsser, la información sobre el fenómeno delictivo se salió de madre. Hoy tenemos difícil deslindar lo que hay de crónica rosa y de crónica negra en una información. (…) La responsabilidad de los medios de comunicación en el vertiginoso embrutecimiento de la sociedad es un hecho».

La vida y la narrativa son caminos paralelos que tienen sus límites en cuanto a argumentos esenciales. La teoría literaria los circunscribe a treinta y seis. Jorge Luis Borges decía que solo hay nueve. Ferdinand von Schirach, el abogado alemán que ha publicado estupendos libros sobre los casos que conoció, relató en Crímenes (2009) que cuando empezaba su carrera como letrado intentó convencer a un juez veterano sobre las motivaciones de su cliente, pero este le cortó y le indicó que no perdiera el tiempo, que en los juzgados solo se buscaban dos cosas: semen o dinero. Se aproxima mucho a la realidad, los motivos suelen ser bastante básicos, pero la diferencia estriba en cómo contar la historia, en intentar comprenderla, en captar sus matices.

Con los años, te das cuenta de que la llamada crónica negra es una figura geométrica con muchos ángulos. Hay una víctima principal, pero luego hay muchas otras: las familias, los amigos, incluso los testigos y a veces hasta el propio condenado. El proceso judicial es la construcción de una verdad formal que culmina con la sentencia, necesaria para el funcionamiento de la sociedad, pero no siempre es toda la verdad y a veces ni siquiera es la verdad. En 1992, Abderrazak Mounib y Ahmed Tommouhi fueron condenados a veinticuatro años de prisión por violación. Siempre negaron que fueran culpables y hubo artículos que defendieron su inocencia, como los de mi compañero de La Vanguardia Domingo Marchena. En 1995 se detuvo por delitos similares a otra persona, Antonio García Carbonell, que era físicamente como un duplicado de Mounib, y el ADN demostró que él había cometido la agresión sexual por la que estaban encarcelados ambos marroquíes. La Guardia Civil emitió un informe exculpatorio y la fiscalía pidió el indulto, que ellos rechazaron porque lo que de verdad querían es que se proclamara su inocencia, no que se les perdonara, que no es lo mismo. El laberinto judicial impidió que se les exonerara. Mounib murió de un infarto en su celda el 30 de abril de 2000 y su compañero de desdicha estuvo quince años privado de libertad. En marzo de 2023, treinta años después, el Tribunal Supremo anuló la condena de la Audiencia de Barcelona, cuando uno ya estaba enterrado y el otro de regreso en su casa, con la pena cumplida. Es una excepción del funcionamiento del sistema, pero las anomalías existen.

Legalidad no siempre equivale a justicia y hay mucho desgarro en la crónica judicial y policial, por la tragedia que suponen los casos y porque a veces los humildes tienen la sensación de que su falta de medios impedirá que sean tratados en los tribunales de la misma forma que los pudientes, lo cual no siempre es así, pero algunas veces, sí. Durante días, en el ascensor de la fiscalía de la Ciutat de la Justícia de Barcelona se pudo leer este grafiti: «Los ricos nunca entran. Los pobres nunca salen». El periodista tiene la obligación de buscar la verdad, pero jamás debe olvidar que la verdad única e indivisible no existe: aquellos que a lo largo de la historia han intentado imponer la suya solo han traído catástrofes. El escritor Salvador Espriu lo explicó de forma poética durante una entrevista en televisión: la verdad es una estrella que se rompe y de la que cada uno tiene un pedazo. Es necesario que el cronista deje los prejuicios en la puerta y conserve las dudas razonables. Más de una vez se saldrá de ver un juicio y se tendrá la impresión de que no se sabe lo que pasó.

Ahora bien, de la misma manera que en la reconstrucción de un suceso aparecen piezas de un puzle que se pretende ensamblar, no se puede negar que, en los juzgados y en las comisarías, el mal hace acto de presencia, incluso de forma ominosa y absoluta; personas que han matado por razones como la envidia, o el ansia de dominar, o por codicia. Hasta hay veces en que el mal es gratuito y se materializa de forma banal, y entonces es difícil hallar una explicación razonable. En octubre de 2004, en uno de los episodios más conocidos de la historia criminal reciente, un hombre llamado Pedro Jiménez asesinó a dos mujeres policías en L’Hospitalet, para luego profanar los cadáveres. No las conocía. Simplemente se topó con una de ellas cuando iba a entrar en la portería de su domicilio, la siguió hasta el piso que compartía con su compañera, vio la oportunidad y lo que vino a continuación está fuera del alcance de la mente de cualquier ser humano común y corriente. ¿Por qué? Porque sí, porque tuvo la posibilidad. Es en estos casos cuando el dolor de parientes y amigos es aún más profundo, porque el ser humano siempre quiere encontrar una justificación a lo ocurrido y, cuando esta no existe, el alma de los allegados a los fallecidos sufre unas laceraciones profundas, irremediables. La banalidad del mal que describió Hannah Arendt en los criminales nazis también anida en determinados delincuentes y hace saltar todas las costuras de nuestra humanidad y raciocinio. Difícilmente se puede superar aquello que no se comprende.

Por los pasos perdidos desfilan horrendos crímenes cometidos por desalmados, pero también todo tipo de casos, que pueden tener hasta una vis cómica. Se ha investigado la muerte de un loro y se ha juzgado a un tipo que retuvo a una prostituta porque consideró que aún le quedaban diez minutos para gozar de su compañía; se ha llevado al banquillo de los acusados a un joven que se negó a soplar un alcoholímetro porque no tenía dientes y a un hombre cuyo perro se escapó y se dio un festín a cuenta del pollo, cuatro gallinas y el pavo de la vecina. Los animales dan mucho de sí en los tribunales: un matrimonio robó nueve cerdos, veintiún pollos y sesenta conejos para sacrificarlos y guardarlos en dos congeladores industriales que también se agenciaron sin pagar: habían montado un matadero ilegal.

O hay protagonistas surrealistas. Un camello empapeló las farolas del barrio de Sant Roc, en Badalona, con carteles con el siguiente anuncio: «Vendo costo del güeno». En un alarde de marketing directo, señalaba que su campaña iba destinada a «chavales rollaos» y que el precio era veinte euros por barrita de hachís. No hizo falta contratar al detective Poirot para descubrirlo, el muy simple había añadido su nombre, dirección y hasta un plano para quien quisiera comprar su momento de felicidad. En un escrito singular, un preso de la cárcel de Logroño impugnó ante el ayuntamiento de la capital riojana una multa que le habían puesto a su coche por estar mal estacionado, arguyendo unas razones bien excéntricas. El recluso detallaba que la sanción, a su parecer, injusta, se la habían endosado a las diez y diez de la mañana, pero que a las nueve menos cuarto había asaltado una sucursal de Ibercaja «con la intención de hacer mío cuanto dinero encontrara en su interior». Diez minutos después salió a la carrera y se subió a su vehículo, pero fue interceptado por un agente de la Guardia Civil. Tuvo que dejar allí su automóvil y una hora después lo multaron por obstruir el tráfico. El sujeto argumentó que no tenía responsabilidad en el abandono de su Citroën en un cruce y que era inicuo multarle por ello, porque no se fue de allí porque quiso, sino porque le obligaron. Vaya por Dios. En su peculiar ética podía asumir su responsabilidad en un atraco, pero no una multa de aparcamiento. La verdad, hoy las redes sociales son menos entrañables.

También te das de frente con escenas que si se vieran en una película, el público ensalzaría la imaginación de los guionistas, pero es que la ficción se fundamenta en la realidad. Un atracador se libró de la cárcel porque tenía un hermano gemelo y en la rueda de reconocimiento su abogado puso a los dos. Las víctimas no pudieron distinguir a uno del otro. A la calle. Meses después, el hermano redentor cayó porque formaba parte de una banda que asaltaba bancos, que la Policía no lograba identificar pero que finalmente fueron capturados in fraganti. Debía de ser cosa de familia.

Y encuentras en los pasos perdidos a personajes que urden una vida que no existe. En febrero de 1986, la Policía detuvo a Daniel, de veintiocho años, porque había robado de la biblioteca de la Facultad de Medicina de Barcelona quinientos setenta y cinco libros y ciento ochenta y tres revistas especializadas. Hijo de una familia humilde —su padre, jubilado y su madre, dedicada a la limpieza de casas ajenas—, dijo a sus progenitores que estudiaba en esa facultad, lo cual era una invención, porque ni siquiera tenía el graduado escolar ni superó las pruebas de acceso a la universidad para mayores de veinticinco años, lo que no le impidió hacerse pasar por catedrático para firmar un contrato de trabajo para el hijo de una conocida.

Pero no siempre las cosas son simpáticas. Los profesionales que se dedican al derecho penal tienen un trabajo diferente al de otros colegas suyos, porque lidian a diario con asuntos que afectan directamente a lo más íntimo de las personas, incluso a la vida o la muerte; no son simplemente números o declaraciones de Hacienda. Por mucho que no quieran llevarse el trabajo a casa al terminar el día, a veces no es posible. Una abogada amiga mía recibió a una mujer que quería denunciar a su pareja por maltratarla. Al día siguiente quedaron en el juzgado para formalizar la acusación, pero la víctima no aparecía. Comenzó a llamarla por teléfono, sin respuesta. Horas después supo que, mientras la llamaba, el hombre la estaba estrangulando en la casa, hasta arrebatarle la vida. No hay manera de pasar página de algo así.

De la misma manera que una víctima va a un abogado, al juzgado o a una comisaría, al periódico acudían gentes para contar sus cuitas en busca de que un periodista aliviara sus pesares. Había de todo, incluso chalados, pero había que oírlos, separar el grano de la paja, porque entre ellos hay quien merece atención y relata algo interesante que escribir. No todos, es cierto. Un día salí a atender a alguien que pedía hablar con un reportero y me encontré en el vestíbulo con un personaje que iba por la Rambla vestido de Jesucristo, anunciando el inmediato fin del mundo debido a los pecados de los hombres. Discretamente, le obvié y le pedí al conserje que le comunicara que estábamos muy ocupados. Hace muchos años y el Apocalipsis profetizado no ha llegado, aunque pecados no faltan. Pero hay quien sí debe ser escuchado y no poder ayudarlos es el peor de los momentos. Los artículos no escritos son los que más te duelen. Yo tengo varios, pero dos los tengo clavados en el corazón.

Se llamaba José y un día vino a verme porque alguien, no me dijo quién, le había dicho que yo podía ayudarle. Era ya mayor, alto, canoso y muy educado. Me contó que su padre era un obrero cuando estalló la guerra civil y que en los primeros meses de la contienda una mañana se marchó a trabajar y no regresó jamás. Creía que lo había secuestrado un piquete anarquista y no quería morirse sin saber qué fue de él. Le dije que era muy difícil averiguar qué había pasado. Lo intenté. Hice gestiones. No hallé nada. Asistí a una jornada sobre la localización de fosas clandestinas y hablé con los encargados de la recuperación de los cadáveres. Les detallé qué estaba buscando y me dijeron que no había manera de averiguarlo. Cité a José en el periódico y le expliqué que no descubrí nada, me disculpé por no poder encontrar a su padre. Se despidió y se marchó tan abatido que no sabía qué hacer, pero nunca se ha ido de mi memoria. Tiempo después leí un libro donde un miembro de las llamadas patrullas de control confesaba cómo las víctimas que secuestraban en sus razias eran asesinadas y los cuerpos incinerados en una cementera a las afueras de Barcelona. Quizás ese fue el final del padre de José.

Otra noche salí a atender a una persona que solicitaba hablar con un periodista. Vestido con traje y corbata, de mediana estatura, complexión fuerte, moreno, con gafas tintadas, bigote y barba y marcado acento, explicó que era un fiscal antidroga mexicano que había huido por estar amenazado por un cártel y estaba refugiado en España, pero ya no podía seguir así y tenía que volver a su país donde estaba su esposa y sus hijas, aunque sabía que lo más posible es que lo mataran. Quería que si, finalmente, lo asesinaban, se supiera que había pasado. Cuando mencionó a su familia se echó a llorar. Fue demoledor ver derrumbarse así a un hombre hecho y derecho, que afrontó peligros para salvaguardar su integridad. Al día siguiente se lo comenté a un jefe, pero respondió que no le interesaba el artículo. Me quedé tan anonadado que no supe qué objetar. No he sabido más de él, ni si el final fue el que presagiaba.

Si tuviera que confesarme, reconocería que estos son mis dos pecados periodísticos que quizás no he expiado: dos artículos no publicados. Se me han olvidado muchas cosas, pero estas dos, no. No fue culpa mía, pero me siento en deuda. Un abogado buen amigo mío me riñó cariñosamente durante una comida porque estaba obcecado con un artículo que no podía culminar y que se refería a una persona humilde que no hallaba reparación al daño sufrido: me dijo que no se pueden asumir como propios los pecados del mundo y que es preciso tomar cierta distancia con los asuntos, porque si no el horizonte es caer enfermo.

Pasean por los pasos perdidos la memoria de personajes singulares, de tramposos simpáticos, de estafadores que fueron estafados en su avaricia, de forajidos que crearon una leyenda, de peculiares supervivientes que su día a día no tiene más porvenir que el momento. Ellos conviven con auténticos malvados, gentes sin escrúpulos, y todos juntos forjan la historia cotidiana que explica mucho de lo que somos como sociedad. Se ven allí muchas tragedias y en ocasiones es necesario el humor para sobrellevarlo. No hay sentido del humor más negro que el de un médico o de un abogado, que hora tras hora lidian con actos inhumanos y situaciones a vida y muerte.

Pero sí es posible otra mirada, por muy terribles que fueran las cosas que contar. En primer lugar, porque lo trascendente es la historia, no quien la cuenta; y, en segundo, porque es necesario observar con dosis de misericordia, que bastante tienen ya quienes se han visto involucrados, ya sea como víctimas o como acusados. Martí Gómez dijo en su libro que «el relato me lo daban ellos. Yo solo ponía unas gotas de piedad».

El desván de los pasos perdidos no es solamente un contenedor de la marginalidad. Cuando rescatas del olvido esos episodios te das cuenta de que no solo es crónica negra, sino también la otra cara de la historia oficial, la que completa la descripción de la sociedad en un momento. Nos muestra cómo éramos, de qué forma nos divertíamos, cómo se aparecía la avaricia, o las bajas pasiones, o los vicios o las bondades. De la misma manera que los sumarios describen personas y delitos pretéritos, observamos por medio de ellos, como si fuera un telescopio que atisba el pasado, la ciudad y su evolución. Al igual que la ciudad de mis padres ha desaparecido en la niebla del pasado, la que yo viví en los años ochenta y noventa está difuminándose para dar paso a otra, con sus virtudes y sus prejuicios. Barcelona siempre ha sido una ciudad con diversas capas de desigualdades y promesa de prosperidad para quienes no la tienen allí donde nacieron. Antes acudían a ella gentes de todos los puntos de España; hoy la ciudadanía está compuesta por razas, acentos, lenguas y creencias diversas, y así queda reflejado en las comisarías y en las salas de justicia. No es bueno ni malo: es así. Quien escriba sobre la Barcelona de finales del siglo xxi ya describirá una metrópoli muy distinta a la de 2024.

Las historias estaban ahí, en los pasos perdidos, solo hacía falta ir a buscarlas. Y cuando recoges una, entablas una relación con ella, la cuidas, quieres saber más, entenderla; la mimas hasta que tu trabajo lo encuentra otra persona, continuando esa cadena que es la memoria, el antídoto del olvido. El desván de los pasos perdidos almacena muchas historias. Todas las que cuento aquí las he conocido directamente por mi oficio de periodista, excepto la de el Mula, que era de mi padre y en la que me sumergí tras descubrirla. Una anotación: los nombres que figuran en los capítulos dedicados a los atracadores y a los quinquis son reales, como son verdaderas las identidades de Enrique Sánchez Roldán, Hernando Toro, Juan Carlos Firpo, Manuel Delgado Villegas o Samuel Yaw, pero es ficticia la de Matías, para no hacer hincapié en quien fue acusado de matar a Samuel, que fue declarado inocente. En otros capítulos he usado también identificaciones falsas o simplemente nombres de pila, porque se trata de personas que han rehecho su vida, han cumplido condena o son sucesos muy traumáticos para los allegados de las víctimas o victimarios. Todas estas historias se guardan en esta habitación invisible. Allí están los hechos más conocidos del gran público, asesinos sangrientos, violadores inclementes, corruptos sin conciencia, esos donde ese mal se puede ver a poca distancia, oírlo y estremecerse; pero hay muchas otras: gentes que escogieron carreteras llenas de curvas, atajos imposibles o tartufos que fingen lo que no son. El juicio es como una obra de teatro, pero donde todo lo que se representa es verídico y tiene la característica de que apela a nuestros sentimientos y miedos; es fácil pensar que uno podría verse involucrado por azar en un episodio como el que está viendo, una cosa que raramente se creerá al leer la referencia del consejo de administración de un gran banco. Esto explica el interés que despierta la crónica judicial y que, hace años, antes de la difusión de los programas de televisión y las redes sociales, era frecuente ver público en las salas de vistas, personas que iban a contemplar el drama ocurrido en la vida real. En fotos antiguas se ven colas ante el Palacio de Justicia para asistir al juicio de un caso famoso, como quien va a un concierto de los Rolling Stones o a un estreno en el cine. Durante años, unos jubilados no se perdían una sesión interesante en lugar de jugar a la petanca o ir a ver obras. El máximo exponente de este grupo era un personaje entrañable conocido de todos los periodistas, el señor Andreu, y hay que decir que apreciado por jueces, fiscales, funcionarios y reporteros. En jornadas donde puede que creyeras que no había nada interesante que echarse a la libreta, él intuía en qué sitio encontrar algo que contar. Y, además, era como un comentarista experto, porque sin haber estudiado ni una palabra de derecho, su experiencia como espectador en las salas le hacía augurar con acierto el desenlace. Si hubiera existido una casa de apuestas sobre juicios como hay en el fútbol, se hubiera forrado. Él decía que iba a la Audiencia porque siempre aprendía algo.

El reparto de lo que se ve en los tribunales y en las comisarías es tan variado como cualquier película coral: granujas de medio pelo, villanos inicuos, malandrines que podrían convencerte de que eran santos varones, corruptos arrogantes, asesinos sin conciencia y víctimas, muchas víctimas que merecían esas gotas de piedad que derramaba Martí Gómez, el maestro que lo era sin quererlo, porque no necesitaba dar consejos a quien se quisiera fijar en cómo hacer las cosas. Todos conviven en esa buhardilla donde se guarda la memoria, y, de vez en cuando, vuelven a la vida, como en estas páginas. La mayoría son crónicas de perdedores: los tangos de los pasos perdidos.

PENA DE MUERTE, PENA DE VIDA

El epitafio es una foto. En blanco y negro. Los dos tonos antónimos expresan dramáticamente un instante, un presente, pero también un pasado y un futuro que no se podrán describir en color. Solo los definen el blanco y negro. La foto forma parte de mi herencia, porque los hijos de los periodistas heredamos historias, que son retales de tiempos pretéritos que nos cuentan cómo era el país de nuestros padres y nuestros abuelos. Yo heredé muchas fotos y muchas historias. Esta es una de ellas.

A pie de calle el frío es soportable, atrás ha quedado el temporal que dejó el país cubierto de hielo y nieve, pero el sótano es húmedo y huele a humanidad. La luz de las lámparas es mortecina y triste, como si fuera un reflejo más de la pesadumbre de los inquilinos; la constatación de que el futuro inmediato será una penitencia. No hay alegría en este lugar; nada reconforta. El fotógrafo espera el momento de iniciar su trabajo en el edificio de la Vía Layetana de Barcelona, sede de la Jefatura Superior de Policía. Arriba están los grupos de investigación, en el piso inferior, bajo el nivel de la acera, los calabozos, dispuestos en una hilera. Hoy es 17 de febrero de 1954. Es una de las noticias del día, más allá de las notas oficiales que inundan los periódicos. El fotógrafo apresta su cámara y se sitúa frente a una celda, esperando el momento de captar la imagen que su diario necesita. Pega el ojo al visor y ante él aparece la escena. Abren la reja y sacan del cubículo a un hombre joven, que ocupa el primer plano del encuadre. Está esposado y luce un aparatoso vendaje en la cabeza, además de un ojo amoratado. Viste con prendas toscas, una chaqueta basta sobre una camiseta. A su lado izquierdo, un policía uniformado, con correajes y pistola, le sostiene el brazo. El hombre se deja conducir, mansamente; está como ido. Otro agente está tras él, con gafas oscuras y sonriente. Cuatro hombres más, con americana y corbata, completan la composición en diferentes planos posteriores. Todos miran a cámara, todos, menos dos: uno es el detenido; el segundo, el más alto de todos, es un reportero.

El fotógrafo aprieta el disparador, refulge el flash. Atrapa los pasos vacilantes, los que le van a conducir al patíbulo. Él debe saberlo. Los que le rodean deben saberlo. Difícil escapar entonces a ese destino con dos muertes en el bolsillo; una, la de un agente de Policía. El hombre alto, con sombrero, lo mira con tristeza. No debe de tener muchas dudas sobre el final, porque otros asesinatos se han resuelto de la misma manera: con el garrote vil. El hombre alto odia la pena de muerte, porque sobre él mismo pesaron dos durante la guerra civil y se salvó en el último momento, por un tecnicismo: al ser condenado era menor de edad, y no se podía quitar la vida a un menor de edad. Qué cosas. Ese hombre alto con sombrero, el de la mirada triste, era mi padre, Manuel Tarín Iglesias, entonces reportero de sucesos. Mi padre guardó esta foto y en el reverso dejó escritas dos palabras: «el Mula».

Enrique Sánchez Roldán. Ese era su verdadero nombre. Quién sabe si su alias se debía a su fuerza física o a su obcecación. Fue un delincuente de rapiñas exiguas y motivaciones incomprensibles para el siglo xxi. Un ladrón criado en la miseria, que robó conejos, aparatos de radio, botellas de bebidas alcohólicas o puros; unos delitos de subsistencia para olvidar por un rato cómo vivía, haciéndolo de la única manera que sabía, quitándoselo a otros, por lo que fue a dar con sus huesos a prisión. Al cumplir su última condena por esos misérrimos latrocinios se sumergió en un torbellino en el que, en días, mató a un policía armado (entonces se llamaban así) y a un taxista. En cuarenta y cuatro días, Enrique Sánchez Roldán fue capturado, juzgado y ejecutado a garrote vil. Seguro que hay otras biografías tan trágicas como esta en aquel país que hoy parece tan lejano, incluso desaparecido de la memoria colectiva de las generaciones actuales, pero difícilmente más absurdas y propias del cine neorrealista italiano, que, por cierto, nació en esos años.

Cada foto tiene una historia, dijo el fotógrafo Hernando Toro, pero las fotos también capturan un tiempo. Son unos años donde comienza a asomarse un cambio en el aislacionismo de España y se difunde la tesis oficial de que la economía del país empezaba a mejorar, pero la época del Mula es un periodo de precariedad, de privaciones y de delitos definitorios de las carencias de una época gris. Solo hace falta repasar sus rapacerías: conejos, radios, puros, bebidas. Cuando el fotógrafo apretó el disparador, en la cámara quedó para siempre no solo el motivo central de la imagen, sino también la sustancia de unos años, con sus claroscuros, sus emociones y su memoria. En los diarios se publicaban ecos de sociedad como bailes de gala en mansiones o peticiones de mano de familias de postín, y locales de lujo proporcionaban diversión a quien pudiera pagarlo, pero la foto gritaba penurias y estrecheces de otra parte de la población, que solo se pueden reflejar en blanco y negro; dos tonos a los que el paso de las décadas añadió una pátina sepia que la hace aún más expresiva; nos retrotrae a un país que aún tenía muy presente en la memoria la autarquía y en el que la cartilla de racionamiento se había eliminado tan solo dos años antes. Es necesario conocer el contexto para entenderla más. La fotografía puede verse en el periódico La Prensa, acompañada de la reproducción de su ficha policial en la que se muestra de frente y de perfil a un joven de labios finos, mandíbula recia, abundante mata de pelo y cuello poderoso. La imagen de él magullado una vez detenido también se publicó, aunque recortada, en la página 12 de la edición de La Vanguardia del 18 de febrero de 1954. El antetítulo del artículo es: «Importante servicio de la policía». Luego, el título reza «Captura del asesino de un taxista y un policía armado», que se complementa con el siguiente subtítulo: «En colaboración con otros maleantes, también detenidos, Enrique Sánchez Roldán había ejecutado numerosas fechorías». En la misma edición de La Vanguardia que daba cuenta del arresto del Mula, la portada estaba ocupada por tres fotos. En la principal aparecía Francisco Franco en los actos conmemorativos de la creación del cuerpo de Ingenieros de Minas. El dictador era una presencia recurrente en las primeras páginas de los diarios. Las otras dos estaban dedicadas a un convenio entre el ayuntamiento y los Ferrocarriles de Sarrià a Barcelona (así se llamaban entonces) y a la visita del delegado nacional de Deportes a las oficinas de la organización del campeonato del mundo de hockey patines que se tenían que celebrar en Barcelona en mayo y junio (y que ganaría España). En la imagen puede verse a un joven Juan Antonio Samaranch, vinculado a este deporte. Los rotativos reflejaban mucha vida pública, pero poca cotidianidad de la gente, que pasaba muchos apuros. En aquella edición escribía Noel Clarasó, se publicitaban las pistolas Astra «mundialmente apreciadas», se daba cuenta de los rumores sobre un armisticio en la guerra de Indochina (entre Francia y Vietnam) y los almacenes El Siglo anunciaban a bombo y platillo su mes blanco para el bebé, en el que un pijama de franela costaba cincuenta y seis pesetas con sesenta céntimos (0,34 euros) y unos zapatitos de lana, siete (0,04 euros). Unos precios que no se parecen ni por asomo a los de 2024, que dan idea del sacrificio que representaba para muchos comprar y que muestran las enormes diferencias entre la sociedad de entonces y la de ahora.