Los días y los años - Luis González de Alba - E-Book

Los días y los años E-Book

Luis González de Alba

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A 47 años de su publicación, el lector tiene en sus manos un testimonio irremplazable. Un joven —Luis González de Alba— representante de la Facultad de Filosofía y Letras ante el Consejo Nacional de Huelga, recrea la vida en el Palacio Negro de Lecumberri de los presos políticos del movimiento estudiantil de 1968. Al mismo tiempo rememora los acontecimientos y el espíritu de aquel despertar que acabaría por modificar de manera radical el ánimo público en México. Asambleas, marchas, brigadas, debates, son el combustible de los recuerdos. Pero también, las esperanzas, los planteamientos, las diferencias, las corrientes políticas que marcaron aquella movilización libertaria que se topó con el autoritarismo y la paranoia del poder. Los días y los años fue el primer texto publicado por uno de los dirigentes del 68 cuando aún se les mantenía en la cárcel; es un relato certero vívido, informado, por momentos gozoso y por momentos trágico, un mural de los anhelos truncados de una generación que reclamó y ejerció la libertad en un ambiente opresivo; de unos estudiantes que reivindicaron la necesidad de un Estado de derecho y que inspiraron, queriéndolo o no, a muchas de las generaciones que los sucedieron.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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I. Cárcel de Lecumberri

II. Un mes antes

III.

IV.

V.

VI.

VII.

VIII.

IX.

X.

XI.

XII.

XIII.

Siglas

I. Cárcel de Lecumberri

1º de enero de 1970, madrugada

Hemos vuelto a entrar en la crujía. Alrededor del patio oscuro todas las celdas están abiertas de par en par. Es un extraño espectáculo; siempre hay puertas abiertas pero nunca antes de ahora había estado en medio del patio mirando todas las celdas abiertas a la vez, y todas sumidas en la oscuridad; son agujeros, pasadizos secretos que llevan a otras cárceles. En el piso superior también están abiertas todas las celdas: dos pisos de puertas que a veces el viento empuja y de celdas oscuras que rodean completamente un patio cubierto de basura, papeles, vidrios rotos, cáscaras de limón, azúcar, libros sin pastas, cintas de máquina desenrolladas en el suelo, manchas de sangre. Entré en una celda, vacía como todas, y me senté en la litera de cemento, ahora sin colchoneta ni mantas. Bajo la litera se escucha un rumor de papeles que se arrastran y levanto las piernas por temor a las ratas.

No quiero entrar a mi celda, ¿para qué? Además, da lo mismo: ahora todas son iguales. No quedó una mesa, un libro o una cobija. Es enero y hace frío. Sólo se ven papeles arrugados y vidrios rotos.

En la pared de enfrente hay una mancha de sangre. Es una mancha grande que escurre hasta el suelo. La rata sigue corriendo bajo la litera. No debe ser muy grande, tal vez sólo un ratón. Bajo las piernas de nuevo. El piso está pegajoso, pero muevo los zapatos para oír cómo se despegan. ¿Por qué habrán cortado la luz?, una pregunta absurda en este momento, igual se podrían hacer otras mil: ¿por qué romper lo que no se llevaron?, ¿por qué tirar el agua? ¡Ah! Hasta ahora siento la sed, creo que en toda la noche no he tomado un trago. Tengo un poco de náusea. En la llave no hay agua. Al regresar a la litera pisé un foco roto… tal vez sí hay corriente; pero no, claro que no hay. Los focos del patio también están apagados. Sólo nos llega la luz lejana de los reflectores instalados en la torre de vigilancia: el polígono. Los reflectores dan al patio un aspecto aún más irreal, es una luz difusa y brillante, con un desagradable color verdoso. Los alambres de la instalación cuelgan a un lado de la puerta, están a medio arrancar. Maldita rata. Junto a mi zapato hay una envoltura de caramelo. Hoy tenemos veintidós días sin comer y sólo algunos tienen permiso para chupar caramelos en lugar de ponerle azúcar al agua de limón, pues esto les produce náusea. A mí siempre me ha gustado el agua de limón, en mi casa la hacen desde que yo recuerdo; pero ya son veintidós días de tomarla y el olor me revuelve el estómago. ¡Claro!, es este olor. La celda está impregnada de olor a azúcar y limón, por eso el piso se siente pegajoso. Hay agua de limón y cáscaras sobre los papeles rotos, los trozos de tela, los vidrios; en todas partes se huele y se siente.

En la escalera me encontré el clavo con que cierro mi celda, con el que la «apando». Quedó completamente torcido pero resistió un buen rato, casi una hora, creo. No habría aguantado tanto si yo no hubiera detenido la puerta desde dentro con todo mi peso. Pasó mucho rato antes de que el clavo empezara a doblarse. Fue cuando trajeron la palanca, sin ella no hubieran abierto. Como en general las puertas no cierran herméticamente, fue fácil introducir una palanca en la ranura y hacer saltar los apandos. Cuando vi, a la altura de mis rodillas, el trozo de metal que introducían desde afuera, pensé que había cometido un error: aflojé un momento la puerta. Pero no, después vi que no había sido un error mío; de cualquier manera no podía evitarlo pues mi puerta deja mucho espacio al cerrar. Ahora sólo me quedaba colgarme de la puerta, literalmente, para ayudar al clavo que se iba torciendo lentamente. Ya no sentía las puntas de los dedos pues el alambre de la agarradera me cortaba la circulación. Toda la mano la tenía agarrotada y empezaba a ver más brillante la luz de mi celda y unas manchas oscuras flotaban ante mis ojos: me siento mal, ya no aguanto.

–¡Espérense! ¡Voy a abrir, pero el clavo se dobló!

Las celdas superiores están igual que las otras. No quedó nada. En ninguna de estas celdas he visto sangre. Por aquí debe estar el agujero del máuser. Estoy seguro de que a Roberto no le dio, por que vi caer tierra; se tiró al suelo por si el guardia volvía a disparar, pero no estaba herido.

La celda está tan oscura como si la puerta estuviera cerrada. Entre las dos planchas de metal que forman los muros se oyen ruidos muy leves, carreras de pies diminutos que llegan a parecer murmullos.

Ahora nos miran desde la reja. Nosotros dentro y ellos afuera: una cárcel dentro de otra. Esperan detrás de la reja, paseándose de un lado a otro. Algunos no se mueven, están parados, con la mirada fija en el patio vacío. Hay una celda que no pudieron abrir. Cierra sin dejar ninguna ranura y dentro se puede apandar por tres lugares distintos con trozos de metal mucho más gruesos que un clavo.

–¿Crees que vuelvan a entrar?

–No, ¿para qué? Ya no queda nada.

–Estamos nosotros…

–¿Qué piensas?

–Que podrían entrar para cumplir «encargos».

El guardia había vuelto a poner el candado de la reja; pero en el pasillo, frente a la crujía, seguían vigilándonos los presos que habían tomado por asalto la crujía unas horas antes.

–Y la vigilancia, ¿no crees que intervenga?… No, claro, estoy diciendo tonterías. Primero los soltaron, ahora no los encerrarán mientras no hayan cumplido… y si dices que pueden traer «encargos» especiales...

–Asómate, no hay ni un solo vigilante, salvo el de la puerta; y por supuesto ni siquiera intentaría oponerse. Si lo hiciera sería el primer muerto, pero no lo hará.

Pasó un largo rato. La celda que no lograron abrir está en el piso superior. Ahí estábamos casi todos: cincuenta en total. La aglomeración era incómoda pero se sentía menos el frío. Era la madrugada del 2 de enero.

–¿Estamos todos?

–No sé, creo que hay más en una celda de enfrente.

–¿Sabes cuántos?

–Unos diez.

Se hizo otro silencio, pesado, sin otro ruido que alguna tos.

–Debiéramos revisar cada celda –dijo uno que tenía las rodillas recogidas para que otro pudiera estirarse.

–¿Cada celda? ¿Para qué? No hay nada, estuve buscando una cobija.

–¿Viste debajo de las literas?

–No, no tenían para qué echarlas ahí.

–No es por eso –el otro hizo un gesto de interrogación–; es que no sabemos si estamos todos.

No sé qué hora pueda ser. Tal vez pronto amanezca. De la Vega se puso mal. Empezó a torcerse, los pies y las manos se le doblan hacia adentro. Lo saqué de la celda para que respirara aire frío pero está cada vez peor, no se puede sostener y temo que se desmaye. Es muy alto, bastante más que yo, así que no sé si podría sostenerlo.

–Ven, apóyate en mí, vamos al patio; llamaré a los camilleros. Durante toda la noche dos camilleros han estado llevando enfermos y heridos a la enfermería. Algunos están graves, entre ellos Jacobo es el que resultó peor herido. Los camilleros son de la «B», o por lo menos uno de ellos, que se parece a un miembro del «Batallón Olimpia».

Ha sucedido algo que no me explico en este momento: los presos que entraron a robar y golpear son de las crujías «e» y «d», donde se encuentran los juzgados por robo y delitos de sangre; pero no he visto a ninguno de la «a», la de reincidentes, que en todo el penal es la de más triste fama. ¿Por qué no entraron? La dirección de la cárcel tenía todo bien preparado. El pretexto: retuvo las visitas de algunos compañeros. En un patio estuvieron mujeres y niños durante horas, esperando que les permitieran salir. Era día primero del año y a las cuatro, como todos los domingos y algunos días de fiesta, había terminado la visita. La vigilancia argumentaba que no encontraban la llave de una puerta. Después la misma vigilancia dejó saber a los compañeros de la «m», otra crujía de presos políticos, que sus visitas estaban secuestradas hacía horas, cuando ya se les suponía en sus casas. Ya avisados, los de la «m» pudieron oír los gritos de las mujeres, que para esa hora estaban desesperadas, y el llanto de los niños. Lo primero que se les ocurrió fue salir de su crujía para tratar de llegar al patio donde estaba detenida la visita. Algunos vinieron a informar a la «c» de lo que ocurría, pero aquí tomamos el informe con cierto recelo y no nos adelantamos en el redondel. Únicamente algunos llegaron hasta la «m». En ese momento ya se habían escuchado los primeros disparos. Eran aproximadamente las ocho de la noche.

Los compañeros que regresaban nos informaron que las crujías estaban sin candado en las rejas. En cualquier momento la vigilancia abriría las puertas.

–Ya tienen todo dispuesto para atacarnos.

Nadie entendía muy bien lo que pasaba. ¿Atacarnos? No hay ningún motivo. ¿Por qué con los presos? ¿no tienen la vigilancia? Nos hacíamos éstas y muchas otras preguntas que no sabíamos responder, cuando, ante nosotros, el vigilante que se encontraba de guardia en la reja de la «b» empezó a abrir el candado. Nos quedamos mirando la reja donde se agolpaban varias decenas de presos, pero ninguno de ellos salió.

Los disparos cesaron un rato largo y también los gritos dejaron de escucharse. Fue un silencio largo, tenso, durante el cual cada uno trataba de adivinar lo que estaba ocurriendo en otro lugar del callejón circular que une a todas las crujías, dispuestas como rayos en torno a un eje. Cuando el silencio llegaba a su máxima tensión surgió un grito, un solo alarido que venía de la crujía directamente frente a la nuestra y que, por lo mismo, no alcanzábamos a ver. Por el callejón, el redondel le llaman aquí, se oyó el ruido de cientos de pies que se acercaban.

–¡Ya los soltaron! –dijo Raúl con los dientes apretados, y trató de cerrar la reja, pero por dentro no es posible hacerlo.

Tampoco otra pequeña reja interior era posible cerrarla porque la puerta estaba vencida. Raúl todavía trataba de echar el pasador cuando ya los teníamos enfrente. Empezamos a tirarles botellas, los únicos proyectiles con que contábamos. Todos hubiéramos sacado fuerzas del hambre, pero desde lo alto de nuestro propio patio, a nuestras espaldas, la vigilancia empezó a disparar. Algunos pudieran pensar que trataban de contener a los atacantes, pero no era así. Disparaban contra nosotros para dispersarnos y permitir la entrada a la turba que habían soltado con la promesa de un buen botín. Nos replegamos contra las paredes buscando protección, pero el tiroteo arreció. Cada uno de nosotros se metió en la primera celda que encontró abierta y apandó.

Mi puerta tenía varios agujeros y por ellos vi pasar mesas, televisores, cajas de libros, cobijas. Los vigilantes impedían las riñas por los objetos más valiosos y apresuraban la acción. A los pocos minutos los asaltantes se dieron cuenta de que era difícil cargar todo en los hombros y pidieron los carros en que se reparte la comida. De esta manera podían vaciar más rápidamente las celdas. Los «comandos», presos que la dirección nombra para mantener el orden en cada crujía, gritaban por todas partes:

–¡Esa «e»! ¡Esa «e»! ¡Vámonos, moviéndose, moviéndose!

La primera oleada de atacantes se retiró sin abrir las puertas. Se limitaron a saquear las celdas que quedaron abiertas. Pero pronto entró otro grupo: eran de otra crujía y ya venían armados con palancas.

–No puedo caminar. Por favor, ¿qué me va a pasar? ¡Mira! ¡Mira cómo se me hacen los pies!

Logramos bajar las escaleras. Ya por lo menos no se caerá del piso alto, pensé.

–Siéntate en esta banca, te traeré agua.

Entré en varias celdas pero todos los garrafones estaban rotos y aún no había agua en las llaves.

–Lo siento, pero no hay agua en la crujía.

–Consígueme, De Alba, consigue una poca.

–La única que hay está muy sucia. Por lo menos mojaré unos papeles.

Los mojé y se los puse en la frente. No sé ni para qué, pero, ¿qué más hacía? No dejaba de torcerse sin control. Las manos se le iban doblando y las piernas se le sacudían. También las puntas de los pies estaban arqueadas. Le puse papel mojado pensando en que ése era el remedio que usábamos de niños para detener una hemorragia de la nariz. Ahora, claro, el caso no tenía ninguna similitud; pero sólo había papeles y un poco de agua sucia.

–Ya pronto vendrá la camilla. Entra en esta celda y recuéstate un momento en la litera.

Estábamos vigilados por verdaderas «guardias blancas». No se veía un solo policía, únicamente presos con varillas de metal en las manos. Teníamos un grupo como de cien o más apostado frente a la reja. Las crujías continuaban abiertas.

Después que se llevaron a De la Vega subí de nuevo a la celda e intenté dormir.

–¿Qué tenía? –me preguntaron.

–No sé, estaba muy raro. Espero que no sea nada. Tal vez la tensión.

En la celda habían prendido un cabo de vela. Era la única luz que teníamos.

–¿Qué irá a pasar?

–Ya duérmete.

–Pero tú qué crees.

–No sé nada. Duérmete.

–¿Y si vuelven? Ahí están todavía. Creo que ni siquiera han puesto el candado y si lo pusieran sería lo de menos. ¿Me oyes?

–Sí.

–Ni siquiera tenemos botellas y cualquier movimiento que hagamos, hasta cambiar de celda, es observado por ellos. ¿Y los vigilantes?

–No están.

–¿Qué tenía De la Vega?

–No sé, ya cállate.

Durante un rato creí que ya se había dormido, pero pronto volvió a empezar.

–¿Cuántos estaremos aquí?

–Como cuarenta o más.

–¿Y los otros?

–Están enfrente.

–Hazte un poquito para allá, quiero estirar esta pierna.

–Qué bien chingas.

–¿Ya viste?

–¿Qué?

–En la pared.

–Qué, pues.

–Las sombras de la vela. Me acuerdo de cuando viajaba en tren y se detenía por la noche, ya muy tarde, en alguna estación. Siempre hacía mucho frío, como hoy, y se oían estos mismos ruidos: los cuchicheos, las toses apagadas en el vagón, la respiración de los dormidos, exactamente como ahora. Sólo faltan unos pasos que se acerquen por afuera, alguien pisando la grava junto a la vía, y la voz de alguna vendedora, la última en irse o la primera en llegar, envuelta en su rebozo y echando vaho junto a la ventanilla. Hasta espero el primer jalón de la máquina, el rechinido que acaba con el silencio de las estaciones frías en la madrugada.

Tenía razón. Yo sentía lo mismo pero no se lo quise decir porque entonces nunca habría terminado. También pensaba en las estaciones alumbradas por un solo foco, apenas un tejabán con paredes de piedra, perdidas entre los chaparrales y en medio de una llanura que sólo atraviesa el tren; el olor de la madrugada, el frío, la respiración de la gente dormida, el silencio donde se oía el voltear de la página de un libro y las voces del exterior: breves, cortadas por el frío. Esperaba oír: «¿Quesos?, ¿quesos?, ¿un quesito?», seguido por el anuncio de cajetas.

Se abrió la puerta de la celda y entró De la Vega.

–¿Tan pronto? Pensé que no volverías hasta mañana.

–Ya me siento bien. No quise quedarme porque faltan camas y yo no tengo nada grave.

Salí con él al pasillo y me recargué en el barandal.

–¿Oíste algo al venir para acá?

–No, sólo supe que tal vez los médicos hagan una declaración pública.

–¿Sí? Pues no sé en dónde piensen publicarla. Ningún periódico la admitirá ni como inserción pagada. Ya veremos. ¿Pero no sabes nada más? Hace rato estaban diciendo que piensan entrar a la «n».

–¿No entraron?

–No, nada más a la «m» y a la «c». Están esperando la orden, pero no llegará.

–¿Por qué lo crees?

–¿Lo de la orden? Porque lo están comentando en la reja. Algunos se ven impacientes.

–No, por qué crees que no llegará.

–Ahí no hay nadie en huelga de hambre. Se acercó el Pino. Salía de la celda vecina.

–¿Cómo te sientes?

–Ya estoy bien –respondió De la Vega.

–Si quieres puedes irte a dormir, yo te aviso si pasa algo.

–¿Eh?

–Que yo te aviso si pasa algo.

Cuando empezó a amanecer me dormí un rato. Desperté cuando ya entraba sol y la celda estaba casi vacía. En las llaves aún no había agua.

–Al rato nos traerán agua caliente de las cocinas. Podremos hacer té.

Se están portando bien.

–Pero ésos son los muchachos, si la dirección se entera les pueden quitar la «comisión». Nos traerán también canela y azúcar.

–¿Te fijaste anoche en una cosa?

–¿Qué?

–No vino la «A».

–Es cierto, no vi uno solo. Ahí viene el Búho. Pregúntale.

–Al rato nos van a traer té de canela y azúcar –llegó diciendo el Búho.

–Qué bueno, yo tengo más de doce horas sin tomar agua ni azúcar. Esto ya es huelga de agua. Oye...

–¿Sí?

–¿Te fijaste en que anoche no entró ninguno de la «a»?

–Eso comentábamos hace un rato el Pino y yo. Lo que hicieron fue esperar en su crujía, con la puerta abierta, y cuando los demás pasaban con su carga les decían: «Presta compadre, yo te ayudo»; y les «bajaban» un televisor o una máquina de escribir.

–¡Ah! Eso sí está bueno.

–Si lo piensas bien te darás cuenta de que no entraron más de 600, cuando mucho, y en el penal hay 3 500 presos, todos con las puertas abiertas, orden de venir y un buen premio.

–Aquí mismo en la reja muchos se quedaron mirando cómo salían máquinas, televisores y otras cosas que les hubiera gustado tener, pero no entraban.

–Ahorita yo sólo quisiera una cobija...

...y poder comer.

–Bueno, en ese caso, no estar aquí.

–Y estos hijos de su chingada madre siguen «vigilándonos».

–¿No sabes si ya logró Raúl mandar el recado a Palacios o al general?

–Parece que el general ni está aquí, pero vimos pasar a Palacios.

–¿Y?

–Le gritamos, pero no se acercó. Ya le mandamos el recado con un muchacho de confianza.

–¿Sólo con lo de la vuelta a la normalidad?

–Sí, sólo eso.

–Está bien, primero que los metan y los encierren, luego ya hablaremos. Lo malo es que la dirección piensa que controla a esta gente y no es verdad. Éstos pueden hacer cualquier cosa en cuanto se les antoje y la dirección lo sabrá media hora después.

–Por eso es mejor que no baje nadie.

–Nadie ha bajado. Vamos con Raúl.

Raúl había estado toda la noche junto a la reja. No dejaba que nadie lo acompañara más que por un rato, después mandaba a todos a la celda.

–No debes estar solo, deja quedarme contigo.

–Quédese nada más uno, pues. Por la mañana ahí estaba todavía.

–¿Qué ha pasado?

–Nada. Le mandé el recado a Palacios.

–¿Y no ha venido?

–No.

–¿Cómo la ves?

–Por ahora menos mal pues a las nueve empiezan a entrar los defensores, pero a las dos, quién sabe. No te recargues en la reja. Me separé de los barrotes. Tras ellos nos veían los «guardias blancos». Algunos parecían poner atención a lo que hablábamos, pero otros se limitaban a pasearse de un lado a otro.

–Toda la noche se han estado turnando. Ahora están los de la «f».

Los miré después de lo que dijo Raúl. Había un círculo que se pasaba un cigarro de mano en mano. Algunos se acercaban a pedir cosas.

–Me gusta el suetercito.

–¿Sí? Pues tenlo– respondió Raúl y lo pasó entre las rejas con la expresión sombría que le he visto siempre en los momentos difíciles.

Recargado en la pared, uno de los presos, envuelto en una cobija, nos miraba. Al poco rato estaba más cerca.

–¿Ya viste a ése?

–Sí, no lo veas, déjalo acercarse; parece que quiere decir algo. Con un movimiento rápido llegó hasta la reja, dejó la cobija entre los barrotes y se fue sin decir nada. Tomé la cobija y lo vi alejarse de prisa.

«Toma, chavo», recordé. En cierto sentido fue similar. Sólo que en aquella ocasión era un soldado.

II. Un mes antes

–Si algún día hacemos una huelga de hambre no vas a durar ni 24 horas, pinche Zama.

–Te diré, Pablito, que no tengo la menor intención de hacer algo parecido.

–¡Ah! ¿No, Zama? –le pregunté–. Yo suponía que se contaba con todo el partido.

–Bueno, bueno, ya veremos; mientras tanto no se hable más. Hoy tenemos pinche mil cosas que me gustan.

–¡Se me había olvidado!

–¿Qué?

–El Gilberto me pidió que lo invitáramos a comer. Voy a hablarle. No te preocupes, Zama, al fin que tenemos suficiente.

Que si podía invitar al Champiñón, preguntó Gilberto desde abajo.

–Dice que si trae al Champiñón.

–Pues que lo traiga –respondió Pablo.

–A ver si no llega con toda su corte, ya ven que siempre camina con niños alrededor. Está bien, ya súbanse.

Entró Gilberto con una gorra de estambre que siempre se pone para aplacarse el pelo rebelde y partido en dos matas iguales que le caen en mechones abundantes, separados por una raya a media cabeza. El Champiñón murmuró algo al entrar y se sentó al lado de Gilberto.

–Perdón, la sopa no debe sorberse, ¿verdad? Pórtate bien, Champiñoncito y al final no olvides darle las gracias al señor.

–No estés fregando –le dijo Pablo.

–Y esto, ¿me lo como con la cuchara o con el tenedor?

–Con lo que te dé la gana, hasta con los dedos.

–Yo sólo decía…

Cuando Pablo puso el café empezó la discusión de siempre. Que no hiciera su atole acostumbrado, decía Zama. Pues entonces no haría nada y que fuera Zama a preparar su agua descolorida.

–Pero a mí me toca la cocina hoy –respondió Zama.

–Por lo mismo cállate y tómatelo como te lo dé.

–¡Oye! ¡Amaneciste de buen humor, como siempre!

–Es que trae «carcelazo» –dije.

Gilberto lo miró un momento y preguntó si era cierto. Que ya no podía decir nada porque para nosotros era «carcelazo», respondió Pablo molesto.

–¿Y a poco no es? –insistió Zama y volteó a vernos con sonrisa de complicidad–. Cuéntanos, cuéntanos.

–¡Ya! Esta maldita cafetera no calienta.

–No te digo. Hoy todo te sale mal.

–Ya cállate, pinche Zama; ¿te crees muy brillante? A ver, dime qué tiene esta madre.

Zama se levantó para demostrar que era muy sencillo: sólo había que conectarla bien; pero al levantarse tiró el banco de fierro contra el piso y toda la celda se estremeció; con el codo volteó un plato y una cacerola con sopa que fueron a caer sobre el banco y, al agacharse para recoger los objetos caídos, se pegó en la frente contra la orilla de la mesa. Pablo dejó la cafetera para reírse mientras Zama abandonaba todo intento de poner remedio al estropicio y permanecía de pie, con las manos en las bolsas y sonrisa de culpabilidad.

–Pero, ¿no te digo? ¡Ah, qué Zama! –decía pausadamente Gilberto–. Mira nomás. Y todo lo hiciste tú sólito, sin ayuda de nadie. Aprende al señor, Champiñoncito.

El Champiñón, como siempre, se limitaba a ver y sonreía a todo lo que le dijeran. Como las piernas no le llegaban hasta el suelo, las balanceaba sentado en la litera. A veces un ruido previo anunciaba que iba a decir algo.

–¡Miren! ¡Si tam-bién ha-bla! –decía Gilberto haciendo voz de tonto y arrugando la nariz, luego lo veía con la boca abierta, como alelado–. Come, niño; para otra vez que vengamos con los señores me acuerdes de traerte tu cojincito para que alcances la mesa y no te eches la sopa en tu camisa limpia, como Zama.

–Y hablando de otra cosa –dijo Pablo mientras Zama terminaba de limpiar el piso–, el domingo me vinieron a ver unos compañeros que estuvieron en la manifestación del 26 de julio.

–¿Del año pasado?

–Sí. Y me estuvieron contando detalles muy interesantes.

–¿Reconocieron que Unzueta sí le robó la bolsa a una señora y se echó a correr? ·

–¡Por favor! Estoy hablando en serio.

–Yo también –le dije–; pero no te enojes, pues. Era sólo una posibilidad. Después de todo sería muy interesante descubrir ahora que sí fue cierto, ¿no crees?

–Me dijeron que en los botes de basura –continuó Pablo sin hacer caso–, a todo lo largo de Juárez, Madero y Cinco de Mayo, había piedras. Sólo tenían que voltearlos.

–¿Y quién las puso ahí?

–Si supiera.

–¿Tú no fuiste a la manifestación?

–¿Yo? –respondió Pablo–. ¡Si estaba en Bulgaria!

–¡Ah! pues sí. No me acordaba.

–No sigas, no sigas –exclamó Zama que exprimía el trapeador– o tendremos que soplarnos otra vez «Pablo y Sofía». Ya tuvimos suficiente en el desayuno, cuando nos recetó por vigésima quinta vez «Pablo y el meteorológico».

–Que era prácticamente una beca…

–¡Ándale!: que era prácticamente una beca.

–No, de veras, algo hay de eso –respondió Gilberto–. Desde los primeros días, en La Ciudadela, la policía actuó como el principal provocador.

–Y la pradera estaba seca –agregó Pablo.

–Pero el caso de las piedras es distinto. Una cosa es que la represión, en la forma en que se desarrolló, se convierta en una chispa, y otra que a la hora de la bronca encuentres piedras en Madero.

–Es cierto, pero tampoco se puede exagerar o llegaremos a conclusiones absurdas. El Movimiento tuvo sus causas propias e independientes aunque mucha gente se muriera de ganas por meter la mano dentro. Es indudable que hubo ese tipo de gente y que mucha estaba dentro del mismo gobierno; pero siempre hicimos lo que nos pareció correcto. Tú te dabas cuenta, ¿no?, de que entre los mismos estudiantes algunos traían su propio «boleto», ahí está el caso de Ayax y sus declaraciones; pero en el cnh las posiciones raras apestaban a leguas, como cuando el mismo Ayax se soltó diciendo que había que crear una organización militar. Cualquier fulano de ese tipo se hacía sospechoso de inmediato. La verdad es que con el sistema del cnh y las asambleas diarias en cada escuela nadie podía andar chueco, y si lo hacía se quedaba solo, pues nunca iba a lograr que todo el cnh aceptara una porquería. Al delegado que metía la pata lo esperaba la asamblea de su escuela, al día siguiente; y a la sesión inmediata del Consejo ya sabíamos cómo le había ido. Para maniobras poco claras éramos demasiados: más de doscientos delegados y unas ochenta escuelas. Sólo al final se pudo «transar» descaradamente, pero eso mejor no discutimos porque el Partido Comunista, como siempre, no queda muy bien parado que digamos.

Zama y Pablo cambiaron de inmediato. En ese momento ya nadie haría una broma.

–Está por verse lo que dices –respondió Pablo.

–Yo no creo que esté por verse, sino que es lo más claro del mundo; pero bueno, no hablemos de eso. Lo que digo es que las características del cnh impedían lo que siempre sucede: la «transa» por parte de los líderes. En el caso del Consejo, la verdad es que ninguno de nosotros hubiera podido hacer nada, de haber tenido malas intenciones. Los muchachos lo sabían y así se explica uno la confianza completa que tenían en el Consejo, y la tremenda autoridad que éste llegó a tener a pesar de su lentitud y de todos sus defectos.

–Pero imagínate qué habría sucedido si se admiten grupos políticos como parte de la representación estudiantil. ¿Te acuerdas de cuando llegó Arturo Martínez con la nueva de que representaba la cned? Después hubiera llegado cada grupo político de cien escuelas y eso hubiera sido una olla de grillos, literalmente. Si así... ya ves que nos pasábamos hasta las 5 de la mañana en una discusión absurda. Los «espartacos» hubieran mandado representantes por cada grupito de seis o siete gatos, los «troskos» otro tanto y lo mismo cada conjunto de siglas que se pueda hacer, el mnl, mlm y hasta el mxyzptlk.

–Ése es el Supermán.

–De cualquier manera –respondió Pablo–, la cned es una organización nacional que no puedes comparar con esos grupitos de locos y de policías. Por eso les quedó tan bien lo de «grupúsculos».

–Por la misma razón que das se les respondió claramente –continúo Gilberto– que, en vista de que eran una organización nacional y brazo derecho de todo un partido comunista, conciencia de la clase obrera, seguro tendrían fuerza en muchísimas escuelas y que, aunque no admitíamos a la cned como organización, seguro obtendrían la representación de innumerables escuelas, cosa que nos daría mucho gusto. Y se vieron los resultados, ¿verdad? ¿Cuántos delegados eran del pc?

–Pues no lo sé –dijo Pablo–. Yo llegué cuando ya estaba formado el Consejo.

–No, no te hagas, ¡cómo no vas a saber cuántos «peces» había en la cnh!

–Ni siquiera supe que hubiera peces.

–Bueno pues, ¿cuántos miembros del pc?

–No estoy seguro.

–A ver, piensa. Éramos en total unos doscientos veinte; ¿serían treinta?

–No, por supuesto.

–Entonces veinte, diez...

–Unos diez o algo menos.

–¿Diez?

–Menos.

–Eran cuatro o cinco, y de ésos la mayoría renunció después de lo que hizo el partido en noviembre, cuando los «peces» que no habían sido detenidos se dedicaron a romper las huelgas y a justificar la intervención del Ejército con el aplauso de todo el partidito, que los apoyaba con desplegados y felicitaciones.

–¿Por qué el partido? ¡El partido no hizo nada! ¿O qué sólo quedaron comunistas en el cnh? Las decisiones, hasta donde yo sé, las tomaba el Consejo en pleno y no sólo los delegados comunistas.

–Por favor, Pablo, quieres decir «los delegados miembros del partido», porque eso de llamar comunistas sólo a los del partido es una trampa de ustedes, pues de ahí se puede llamar anticomunista a quienes lo atacan.

–Pues, si acaso hay comunistas sin partido…

–¿Tú crees que no? Eso sí está hecho.

–Como quieras. Yo pienso que no. Pero lo que quiero decir es que, en todo caso, la responsabilidad fue de todos.

–Pero principalmente de ustedes, que son la vanguardia de la clase obrera y que habían tomado fuerza dentro del Consejo desde la aprehensión de los que aún estamos aquí.

–En primer lugar, no me incluyas en ese «ustedes». Yo, para entonces, estaba aquí en el bote contigo, y en segundo no sé a qué te refieres con tus críticas al partido. Tal parece que el Movimiento se acabó a partir de tu aprehensión; pues no lo sabía.

–No a partir de que nos aprehendieran, sino cuando ustedes tomaron la dirección, hechos que se dieron juntos.

Gilberto había escuchado la última parte de la conversación con expresión de rencor, sin intervenir para nada.

–Ya me voy. Cada que vuelvo a oír los «argumentos» que presentaron en noviembre se me revuelve el estómago. Milagro que no has hablado de que la vuelta a clases fue para «reorganizarse»…

Al salir Gilberto se hizo un silencio embarazoso. Esperé a terminar el café.

–Es que no entiendo por qué ustedes pretenden…

–Dejemos eso, Pablo. No tiene sentido volver a lo mismo. Tenemos más de un año discutiéndolo cada vez que de alguna manera tocamos el tema. Ustedes como todos los partidos comunistas, juegan su papel y lo hacen muy bien, por lo mismo no estaremos nunca de acuerdo.

26 de julio de 1968 en cu

No, no iríamos a la manifestación. Estábamos sentados en el «aeropuerto» de la Facultad, llamado así porque allí aterrizan toda clase de pájaros. Eran las cinco de la tarde y todos los pasillos estaban atestados; en las escaleras el congestionamiento era mayor. ¿Por qué? estábamos hartos de las manifestaciones del partido, limpias, bidestiladas, inodoras, insaboras e insípidas. Pues entonces que hiciéramos la nuestra, respondió el «militante». Junto a mí alguien le mentó la madre. Eso no está bien, dijo Escudero. ¡Y por qué no! Enrique parecía molesto por la observación de Escudero. El «militante» desapareció: era el único que conocíamos en Filosofía, donde los grupos políticos eran muy reducidos y sin una línea precisa de acción, como no fuera un vago izquierdismo. El Comité Ejecutivo no asistiría a la manifestación ni había hecho propaganda, nos habíamos limitado a respetar los carteles de la cned y la Juventud Comunista. Pues porque no, porque no está bien que los insultes. No dejábamos de sentirnos molestos por no haber organizado un acto propio para celebrar el aniversario de la Revolución Cubana, pero sólo en el último momento habíamos decidido no asistir a la manifestación organizada por el pc. Sería como siempre, dos veces al año: una por Vietnam y otra por Cuba: la glorieta de la scop como punto de partida, Niño Perdido, San Juan de Letrán. Aquí se programan siempre porras a Vallejo al pasar frente al sindicato de ferrocarrileros y mueras a los «charros»; poco antes el programa dice: rumor de que Siqueiros ha llegado, y después: alerta con los provocadores. Al llegar a la Torre Latino el programa dice: vuelta a la izquierda, parada frente al Hemiciclo a Juárez, mitin sin provocadores, mueras al imperialismo, vivas a Cuba (o a Vietnam, según el caso), silencio en torno a México. A las seis dijimos: ahora van los muertos a los «charros», Siqueiros ya llegó. Tampoco entramos a clase, nos sentíamos un poco culpables. El partido celebraba el 26 de julio, aunque fuera con su peregrinación usual, ¿y nosotros? Hubiéramos podido organizar otra si todos los grupos políticos nos hubiéramos puesto de acuerdo, pero no lo habíamos hecho: ya era tradicional asistir a la manifestación del partido y tratar de imponer consignas propias, en los mítines algunas veces se repartían algunos golpes.

Por entonces, el sectarismo de los grupos políticos se había agudizado, las subdivisiones se multiplicaban. El por, grupo supuestamente trotskista, iluminado por el pensamiento de un tal J. Posadas, daba gritos porque Fidel Castro había mandado asesinar al Che; según ellos el Che era «trojkista inconsciente», la «j» de «trojkista» la tienen todos los miembros del por y la sacaron posiblemente de J. Posadas, el mítico fundador y profeta. Los maoístas de la Liga Espartaco se subdividían una vez por mes, o con más frecuencia cuando les era posible. Los «troskos» de la revista Perspectiva Mundial… seguían sacando la revista. José Revueltas, fundador de la Liga Espartaco, y posteriormente expulsado de ella, sostenía la nueva tesis de la «democracia cognoscitiva» en sustitución del leninista centralismo democrático, pero aún no estaba claro qué era aquello de la «democracia cognoscitiva»; en torno al nuevo concepto se formaría un núcleo encaminado a… etcétera. Los grupos «político-culturales» demostraban su rotundo fracaso en la tarea de integrar equipos de trabajo con formación ideológica consistente; la «lumpenización» hacía estragos entre la izquierda «amplia» que había cobrado fuerza después de la huelga de 1966: a un activismo que rindió frutos entre la base estudiantil, pues hizo posible una mayor politización de los estudiantes, no siguió la formación ideológica de la dirección, ni de los nuevos elementos reclutados. Pronto los grupos «político-culturales» se quebraron por un punto que siempre han tenido débil: se acabaron de convertir en receptáculo de intrigas y resentimientos porque la actividad política era casi inexistente. Los «espartacos» y otros maoístas pedían el revertimiento de los grupos estudiantiles sobre las organizaciones obreras y los sindicatos «charros» como única tarea para un estudiante revolucionario; el olímpico desprecio por los problemas educativos o simplemente estudiantiles se desprendía de todas sus tesis. Y mientras los estudiantes revolucionarios hacían mítines a la salida de las fábricas, comían con obreros y discutían con ellos los problemas sindicales, no era posible afrontar con seriedad ningún problema universitario. Las autoridades daban las soluciones que creían convenientes y la izquierda las aceptaba porque para cambiar el carácter de la Universidad era necesario cambiar primero el sistema social; los grupos o individuos que no aceptaban esa tesis eran «pequeñoburgueses», «grillos» y «estudiantilistas».

De la Facultad no había salido ningún contingente para participar en la manifestación.

–¿Y no es hoy también la del Poli? –pregunté.

–Sí –respondió Roberto Escudero–. No sé por qué la habrán permitido hoy, será porque la va a controlar la fnet.

–Se quieren sacar la espina del año pasado.

En 67 la fnet no había participado en la huelga del Poli y Chapingo, que apoyaban las demandas de la escuela Hermanos Escobar, de Chihuahua. La fnet quedó al margen y no pudo controlar las huelgas, cosa que al gobierno no le gustó pues demostraba que la organización «charra» no era ya el cauce por donde actuaban los estudiantes técnicos.

–Ésa del Poli, ¿es por lo que pasó en la Ciudadela? –preguntó un muchacho que yo no conocía.

–Sí.

En un cuarto de hora los pasillos y escaleras quedaron vacíos.

–Las seis y cuarto. ¿Por qué no le pides el carro a Alma y nos vamos a ver la del Latino?

El 22 de julio se celebró un juego de fútbol en la Plaza de la Ciudadela. Un equipo lo formaban alumnos de la preparatoria particular Isaac Ochoterena; y el otro, la pandilla de los «ciudadelos». El encuentro terminó a golpes y los de la Ochoterena salieron perdiendo. Como algunos «ciudadelos» se dicen alumnos de las vocacionales 2 y 5 del ipn, los de la Ochoterena apedrearon, al día siguiente, la voca 2. Al tercer día, por la mañana, varios cientos de alumnos de las dos vocacionales marcharon sobre la preparatoria Isaac Ochoterena sin que nadie lo impidiera. Cuando los politécnicos dieron por terminada su venganza, los granaderos decidieron que había llegado la hora de intervenir y esperaron a los politécnicos que regresaban en las calles cercanas a La Ciudadela, los cercaron y empezaron a golpear. Perseguidos por los granaderos, los estudiantes se refugiaron en las vocacionales; pero las escuelas no fueron obstáculo, en su interior los granaderos la emprendieron no sólo con alumnos, sino con maestros y maestras que igualmente fueron golpeados sin conocer la causa de la agresión. No se trataba de imponer el orden, sino de romperlo, de golpear como si se tratara de una venganza personal.

–¿No sabes qué ruta iba a seguir la manifestación del Poli?

–No, pero creo que pensaban detenerse en el Monumento a la Revolución –respondí.

–Vamos a asomarnos.

–Ya es muy tarde, mejor da vuelta en Florencia.

Que si había ido a La Ciudadela. Hoy no, pero otros días sí. Y que cómo estaba. Ocupada por los granaderos en todas partes; además seguían provocando a los estudiantes y a quienes lo parecieran. Sí, había leído la protesta publicada por el director de la voca 5. Alrededor del «Reloj Chino» el tráfico estaba congestionado y por todas las calles que atraviesan Bucareli los encuentros eran frecuentes. Casi toda la zona estaba cubierta de piedras y vidrios. Al doblar una esquina se topaba uno con un batallón de granaderos que cerraba la calle.

–Pues en todos los periódicos les siguen echando leña a los estudiantes y vagos que agreden a la policía.

–¿Y qué esperabas?

–¿Pagas el estacionamiento?

–Yo por qué, el carro lo traes tú. Además en la calle hay lugar.

–Bueno, yo lo pago; pero tú disparas los refrescos.

En la calle se comentaba que la manifestación había sido disuelta por la policía, pero no sabíamos cuál de las dos manifestaciones.

Estuve un rato en mi celda corrigiendo unos apuntes sobre los sucesos de septiembre de 1968, en particular la parte referente a la defensa que se hizo del rector Barros Sierra a raíz de su renuncia. Me faltaban algunos datos y no había manera de conseguirlos pronto. Tampoco tenía a mano la respuesta del cnh al informe presidencial. Se había pensado en la posibilidad de escribir un relato conjunto que recogiera la experiencia de 1968 vista desde dentro, pero el trabajo estaba muy atrasado.

Hacía una semana que, hablando con Raúl, habíamos pensado que, de iniciarse la huelga de hambre de la que ya se hablaba, el famoso libro quedaría suspendido por mucho tiempo más y tal vez definitivamente olvidado. Tomé los apuntes y salí a buscar a Gilberto. Lo encontré acostado cuando entré en su celda.

–No sé cómo puedes vivir con los pescados.

–Sólo comemos juntos y nunca hablamos de política, mucho menos acerca del Movimiento. Hoy se inició la conversación porque estabas tú. En otras circunstancias, Pablo hubiera hablado de las piedras y de ahí habríamos brincado a Sofía, o al viaje en tren por Yugoslavia antes de llegar a Sofía.

Bueno, por qué no veíamos lo de julio y agosto, le dije. Ahí estaba encima de la mesa. ¿Quería que leyéramos lo que yo había hecho?, pero antes lo de él. ¿Y Raúl?, preguntó. Que estaba escribiendo con el Chale.

Afuera empezaron a golpear una puerta. El ruido era insoportable, como martillazos sobre metal. Salimos al pasillo, los golpes venían de la celda de Baldovinos, lo había encerrado.

–Abran esa puerta –decía Jacobo apartando a los que se encontraban cerca–, ¡qué ocurrencias! ¿No tienen nada que hacer?

Mientras Gilberto ponía en orden su trabajo bajé a la celda de Raúl por las copias que le faltaban a mi parte y que habíamos estado leyendo un día antes. Toqué en la puerta y adentro preguntaron qué quería. Abrió Raúl y aparto la cortina. Al fondo de la celda estaba Saúl, a quien todos le dicen el Chale por su tipo oriental, sentado frente a la máquina de escribir y con un gran vaso de Nescafé al lado.

–Cerramos porque es una lata. Entran y salen como si estuvieran en su casa. Todo el que no tiene que hacer llega silbando y se mete en lo que no le importa, se llevan los cigarros: son una peste.

–¿Y este horror qué hace aquí? –pregunté señalando al Chale.

–Je suis ton père –respondió en su espantoso francés.

–Mira, Shalimar, no seas tan respondón y aprende a pronunciar bien la ü. A ver di: üi, üi, üi; ándale, Shalimarcito, haz la trompita así.

Saúl sacó la lengua e hizo un mohín.

–Te has de ver muy bonito, pinche Chale. Sigue escribiendo.

Al salir de la celda vi que el Pirata estaba cabizbajo, oyendo sin responder a algunos de sus amigos. El Pirata es un muchacho de escasos 20 años que, cuando lo conocimos en la crujía de turno, antes de ser trasladados a la «c», no quería ni formarse cerca de nosotros cuando nos daban el «rancho». Entonces todos se divertían obligándole a hablarnos.

–Mira, ésos son los del Consejo, siéntate con ellos.

El Pirata casi nunca les respondía. Nos miraba un momento y apartaba la vista. Cuando preguntamos a los demás a qué se debía tanto recelo, nos explicaron que estaba convencido de que, si se le veía cerca de los miembros del Consejo, nunca saldría de la cárcel. En cuanto sus compañeros se enteraron de su temor, y vieron sus reacciones, no dejaron de explotar un motivo de diversión como era molestar al Pirata. Después se supo que, durante el interrogatorio en la Jefatura de Policía, le preguntaron mucho por uno de los delegados del Poli al cnh, llamado Sócrates, y que por causa de este nombre había recibido una golpiza.

–¿Conoces a Sócrates?

–No, no lo conozco.

–No te hagas, dinos la verdad.

–Si la verdad es que yo iba pasando por la calle en la que incendiaron un tranvía…

–Eso ya lo oí; te estoy preguntando por Sócrates, ¿qué hacía Sócrates?

–Les aseguro que yo no sé lo que hacía, ando muy mal en Historia.

Ahora, más de un año después, el Pirata, como otros detenidos en circunstancias similares, sigue en la cárcel; aunque ya no teme acercarse a «los del Consejo», le han descubierto otra debilidad: basta decirle que ya el procurador dijo que no va a salir nadie, para que se le llenen los ojos de lágrimas y agache la cabeza. A eso se dedicaban los tres que están en la reja, y a pesar de las numerosas ocasiones en que le han dicho lo mismo, el procedimiento aún surte algún efecto: dentro de un rato se meterá a su celda.

–Aquí está ya todo –le dije.

–Lee tú primero y después yo.

–Pero lo mío empieza en septiembre.

–No importa.

El Hemiciclo a Juárez ya estaba desierto cuando llegamos. Al regresar a la Ciudad Universitaria nos habían informado que las dos manifestaciones habían sido agredidas cuando se juntaron en la avenida Juárez.

Los politécnicos, encabezados por la fnet llegaron al monumento a la Revolución y ahí decidieron pedir a los dirigentes que llevaran la manifestación hasta el Zócalo, pues el recorrido que habían efectuado no incluía ningún lugar importante donde pudieran hacer oír su protesta por las salvajes agresiones que habían sufrido durante tres días consecutivos. La fnet se negó terminantemente a salirse de la ruta marcada por la policía y continuó el recorrido hasta el Casco de Santo Tomás, lugar en donde lo dio por concluido; pero una gran parte del contingente politécnico siguió desde el monumento por la avenida Juárez. En la Alameda Central se efectuaba el mitin con que daba fin la manifestación celebrada para conmemorar el 26 de julio. Los politécnicos y grupos desprendidos del mitin entraron a Madero. La columna engrosó con los estudiantes que, habiendo seguido hasta el Casco de Santo Tomás, posteriormente habían ocupado camiones urbanos para alcanzar a los que se dirigían hacia el Zócalo. A la altura de Palma hicieron su aparición los granaderos y se inició la agresión que habría de cambiar cualitativamente el curso de los acontecimientos, hasta entonces circunscritos y locales. Los granaderos habían sido avisados por los dirigentes de la fnet.

Dimos vuelta en Cinco de Mayo. Nos dirigíamos a San Ildefonso, la prepa 3; pero todas las calles laterales continuaban cercadas por los granaderos. Eran las once de la noche y las calles estaban absolutamente vacías. No habíamos encontrado a Escudero en la Facultad y salimos Osorio y yo en su Volkswagen para enterarnos de los sucesos de esa tarde. En la esquina de Palacio Nacional, donde principia Moneda, se veía una fuerte guardia de granaderos y muchos autos de agentes. Pasamos junto a ellos y seguimos de largo; a las pocas cuadras dimos vuelta hacia San Ildefonso y dejamos el auto a espaldas de la preparatoria. Por ese lado no había vigilancia; llegué hasta la puerta y entré. Osorio me esperaba en un lugar cercano. Cuando iba entrando, los granaderos que se veían en la esquina de Palacio emprendieron un nuevo ataque y los muchachos que se encontraban en la puerta retrocedieron en desorden y la cerraron. Adentro la tensión era muy grande, por los patios y las galerías con arcos deambulaban grupos armados de palos y varillas; se veían botellas, ladrillos, tubos, estopa para las «molotov». Pronto me encontré un conocido, con él venía un estudiante del Poli.

Habían sido cercados, decía el del Poli, esperaban que simplemente se les impidiera el acceso al Zócalo; pero nunca que se les cercara en una calle tan estrecha como Madero.

–No podíamos retroceder –continúa–, pues nos habían cortado todas las retiradas. Algunos lograron colarse y dieron aviso a los que se encontraban en el mitin, pero éstos también fueron rechazados. Se lanzaron de nuevo contra nosotros y las personas que habían quedado acorraladas; luego nos dispersamos, yo tiré unas pedradas y seguí corriendo.

–Por todo el centro de la ciudad se veían personas golpeadas –dice el de la prepa– y grupos de granaderos que irrumpían en los lugares donde pudiera haber estudiantes escondidos. En la prepa 2 iban saliendo de clase, aquí habíamos tenido un festival, y lo mismo: saliendo nos estaban esperando, regresamos a refugiarnos en la escuela sin entender el motivo del ataque pues ni siquiera habíamos estado en la manifestación.

La policía fue tan eficiente que en una sola tarde golpeó a los politécnicos que protestaban por las agresiones policiacas iniciadas esa semana; a los universitarios de las prepas, que son los más rápidos en responder; a los miembros de diversos grupos políticos de izquierda presentes en la manifestación que conmemoraba el 26 de julio y, entre ellos, al mismo Partido Comunista que tan felices declaraciones acababa de hacer a raíz de la entrevista sostenida con Díaz Ordaz. Las acciones de la policía lograron lo que parecía imposible: la unión Politécnico-Universidad, y la de los grupos de izquierda.

–¿Y el camión incendiado hacia el que venían los granaderos cuando entramos? –pregunté.

–Lo pusimos nosotros como barricada cuando, después de esperarnos a la salida del festival, la policía continuó sus ataques. Tomamos camiones, los rociamos de gasolina y, cuando trataban de pasarlos, los incendiábamos.

El director de la prepa, una persona alta que llevaba una gabardina de color claro, organizaba la defensa del edificio. Me uní al grupo que lo acompañaba y subimos las escaleras. Pasamos juntos a los murales de Orozco, casi no podían distinguirse porque sólo algunas luces estaban encendidas; seguimos por una galería muy larga, otro patio, éste vacío y en absoluto silencio, una escalera estrecha y las azoteas. Vi algunas caras conocidas entre los que hacían guardia: eran de las «porras», ellos también me reconocieron. Pensé que mientras ayudaran a defender el edificio no estaría mal su presencia, pero no dejaban de inquietarme. El director dio algunas indicaciones, preguntó por los guardias, después de conversar con algunos de ellos volvimos a bajar. En la enfermería improvisada se encontraba un muchacho que tenía varios dedos rotos, era del Poli y había buscado refugio en la prepa durante la persecución. Traté de hablar con él, pero se mostraba muy receloso.

Salí en un momento en que se encontraba la puerta abierta, me acerqué al camión quemado y observé que los atacantes tomaban posiciones al final de la cuadra.

Supimos que en Economía del Poli se estaba celebrando una asamblea pero cuando llegamos ya se había terminado. Únicamente el Comité de Huelga, recién elegido, se encontraba en el estrado. Subimos para preguntar qué acuerdos habían tomado y nos encontramos a Sócrates, Zárate y Osuna, quienes después serían los delegados ante el cnh; estaban en huelga y la demanda era: cese de Cueto y Mendiole, a cargo de la policía.

Como ya era muy tarde, no regresamos a la Ciudad Universitaria. Sería difícil tomar una decisión conjunta en sábado, pero trataríamos de reunir al mayor número de representantes posibles para iniciar el lunes con asambleas y paros.

Ya el 26 mucha gente intervino a favor de los estudiantes. Desde los balcones de sus casas, las señoras arrojaban objetos pesados contra los granaderos que avanzaban en filas cerradas; uno de ellos fue herido con un macetazo que le hundió el caso protector.

El sábado se presentaron dos funcionarios de la Universidad, el director de Servicios Sociales, profesor Julio González Tejada, y el doctor Millán. Llegaron a las inmediaciones del barrio universitario para tratar de mediar entre los estudiantes y la policía, pero fueron detenidos. El doctor Millán trataba de identificarse, hecho que seguramente molestó a los agentes secretos, los cuales lo sacaron a empellones del auto y, ya tirado en el suelo, lo atacaron a patadas. Después les permitieron entrevistarse con los muchachos; la golpiza fue únicamente un arrebato de mal humor en los policías ofendidos por la credencial de maestro.

Como consecuencia de la entrevista, los estudiantes prometían entregar los camiones urbanos y abandonar las barricadas si se ponía en libertad a los detenidos el día anterior.

Además de las aprehensiones efectuadas durante los encuentros, la policía detuvo a buen número de dirigentes del Partido Comunista, cuyas oficinas fueron ocupadas esa noche. Otros miembros del partido fueron aprehendidos en distintas circunstancias, después del 26.

Los estudiantes entregaron la mitad de los camiones y retuvieron el resto para cuando la policía cumpliera con su parte del trato. Pero los presos no fueron liberados y el domingo se reiniciaron los choques frente a las escuelas y en otros lugares céntricos de la ciudad.