Los muros cuentan. Crónicas sobre arquitectura histórica josefina - Andrés Fernández - E-Book

Los muros cuentan. Crónicas sobre arquitectura histórica josefina E-Book

Andrés Fernández

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Beschreibung

En esta obra Andrés Fernández indaga gracias a la arquitectura del San José de antaño en su historia social. Persigue hacer humana esa historia local, historia que por tal, está tan cerca del arte de narrar: se trata de volver a contar, lo que cuentan los muros de la ciudad. "Los muros cuentan. Crónicas de arquitectura histórica josefina" desmenuza la "biografía" de 19 edificios capitalinos, algunos de ellos muy conocidos, mientras otros solo existen hoy en fotografías.

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Andrés Fernández

Los muros cuentan

Crónicas sobre arquitectura histórica josefina

A Alberto Cañas, maestro en el arte de ser josefino.

Unas palabras previas

Desde que tuve el primer contacto con Andrés Fernández, no recuerdo dónde ni cuándo, pero pudo ser una conversación o la lectura de alguno de sus artículos, me convencí de que había encontrado un enamorado de la ciudad de San José por lo menos tan apasionado como yo. Él sabe que en ese tema pensamos igual, sentimos igual y nos preocupamos igual.

De suerte que cuando decide recoger en un libro los artículos que viene publicando sobre diversos edificios históricos de nuestra capital cuya paternidad arquitectónica ha investigado, averiguado y encontrado, y me pide que le escriba unas palabras previas, llego a la conclusión de que pedírmelo era una obligación suya y que me habría sentido creo que hasta ofendido si no lo hubiese hecho, dándome la oportunidad de expresar lo muchísimo que admiro la labor que viene haciendo de rescatar la historia, o la biografía si ustedes quieren, de las principales construcciones que definen a San José, incluyendo naturalmente las que han sido destruidas por la naturaleza, por el paso de los años, o por la ineptitud o desinterés de algunos gobiernos.

La seriedad de su investigación, así como la agilidad e inteligencia de su pluma, hacen de este libro una especie de lectura obligatoria para todo buen josefino. Recordar lo que se ha destruido, conservar y amar lo que aún existe y lo que de valor artístico se construye, es casi un deber de todo fiel josefino que se sienta tal, y que por esa razón aprecie este libro como la contribución más notable que se ha hecho hasta ahora a un estudio estético de nuestra ciudad.

Basta hojearlo y ojearlo para darnos cuenta de que no está terminado. Que mientras Andrés Fernández viva, seguirá el proceso, porque él no podrá evitar que siga. Yo espero que este sea el primero de una serie. Nuestra ciudad lo merece.

Ahora es un torbellino. Pero antaño no lo fue. Y por esa razón vemos en este libro viejas residencias rodeadas de jardines en barrios que jamás nadie calificó de exclusivos (que es un sinónimo tácito de excluyentes). Las viejas residencias de que en este libro se habla eran accesibles para quien necesitaba algo de sus habitantes. Los josefinos, educados casi todos en escuelas públicas, se conducían como josefinos cualquiera fuese su situación. Advierto que abrigo la esperanza de que esa última frase que he escrito no sea producto de una nostalgia engañadora y peligrosa, pero creo que todos los viejos recordamos así a San José.

Gracias, pues, a Andrés Fernández por este libro, y gracias por haberme brindado la oportunidad de prologarlo, y de ser así una modesta parte de él.

Alberto Cañas San José, septiembre del 2011.

Prólogo

Quedan aún tantas cosas dispersas.Y lo

desaparecido de antaño es algo que asombra

cuando penetramos hondo en el recuerdo; todo

tiene como un secreto en su origen y una relación

cronológica con su época que debiera relatarse.

Enrique Macaya Lahmann

Algunos apuntes sobre la historia de la arquitectura costarricense

A modo de ‘noticias de antaño’, la tradición de la crónica en Costa Rica es de larga data. Entre la literatura y la historia, el libro que ahora doy a la estampa, se escribió tratando de inscribirse en ella, en esa tradición tan nuestra.

Desde Manuel de Jesús Jiménez y Ricardo Fernández Guardia, Gonzalo Chacón Trejos y Francisco María Núñez, Joaquín Vargas Coto y Ricardo Blanco Segura, entre otros, ese género ha abordado los más distintos aspectos de la vida de nuestro pueblo. Así, de su tiempo o del de sus antepasados, dichos autores se dieron a la tarea de consignar esos hechos en un sinnúmero de crónicas.

La diferencia de las que aquí presento, pues, no es el tipo de texto sino su pretexto, que es la arquitectura capitalina, o más concretamente, algunos históricos edificios josefinos y los personajes y circunstancias que los hicieron posibles. Eso porque, de acuerdo con el epígrafe de Enrique Macaya Lahmann, desaparecidos o sobrevivientes, todos esos ‘hechos construidos’ tienen como origen una relación con su época que, a mi juicio también, debe relatarse.

Como pienso, además, que debe relatarse de un modo ameno para el público general, la crónica es mi instrumento, como lo fue también para aquellos que con parecido afán me precedieron. En cambio, de lo que a todas ellas respalda en términos historiográficos, he de decir con Octavio Paz, que “la arquitectura es el espejo de las sociedades. Pero es un espejo que nos presenta imágenes enigmáticas que debemos descifrar” (Tiempo nublado).

En este caso, el enigma por descifrar surge de las muchas imágenes fotográficas que del San José de antaño circulan desde hace años, sin que al presente tengan para el gran público una explicación clara de su ser y, sobre todo, de su desaparecer: ¿qué se hicieron esos señoriales edificios capitalinos?, ¿qué fue de la ciudad que nos heredaron los gobiernos liberales?, ¿qué seres humanos estuvieron tras esas edificaciones y tras la pequeña polis que las albergaba?

Ilustración 1. La ciudad de San José vista desde la iglesia de La Soledad, hacia 1908. Fotografía de Fernando Zamora.

Más de dos décadas dedicadas a estudiar la ciudad capital y a indagar por medio de la arquitectura su historia social, me han convencido de que partiendo de aquellas imágenes podía responder a algunas de estas interrogantes y cruzar al otro lado del espejo que representaban unas y que tantas otras representan todavía.

Las fuentes para hacerlo, ciertamente, no siempre abundan, pero tampoco escasean si sabe encontrárselas: están ante todo en las muchas y valiosas construcciones sobrevivientes, pero también en las indagaciones, tanto las de otros investigadores como las propias; en las crónicas de época y en los relatos de viajeros, dispersos en los viejos periódicos y compendiados en archivos y bibliotecas, así como en las experiencias que aún siguen vivas en la memoria de varios josefinos, quienes gustosamente me las han brindado en francas conversaciones y que luego, al cabo del tiempo, he podido verificar cruzando dicha información con otras fuentes.

Mas, por contenida en estos textos, he procurado que esa información no se volviera trama abstracta ni árido dato, pues no hace falta ser un historiador romántico para darles a los protagonistas de esos ‘hechos construidos’, el lugar que de por sí tienen en historia tan local y localizada como de la que aquí me ocupo. Por eso los protagonistas se citan por sus nombres, se vuelven personajes y muchas veces su vida es el hilo conductor de la anécdota contada, sin que por ello su presencia atente contra la rigurosidad del apunte histórico ni de la descripción técnica y estética de los edificios reseñados.

En fin, se trata tan solo de hacer humana esa historia local, historia que por tal, está tan cerca del arte de narrar: se trata de volver a contar, lo que cuentan los muros de la ciudad.

Andrés Fernández San José, septiembre del 2011.

I. La memoria perdida1 El Palacio Nacional

Sin razón cayó el centenario símbolo republicano, liberal y democrático.

En su clásico ensayo de 1914 San José y sus comienzos, afirma Cleto González Víquez que “la verdad es que el San José que puede aspirar sin ridiculez al título de ciudad, empezó en tiempo de don Juan Rafael Mora, el cual imprimió a la capital costarricense un vigoroso espíritu de adelanto. Entonces se comenzó a construir edificios y a procurar embellecer la población”.2

No obstante, si San José empezó a tomar trazas de capital gracias a Mora, este contó, en esa tarea política, con la asesoría y la capacidad técnica del ingeniero alemán Franz Kurtze, quien residía en Costa Rica y desde 1854 sería el primer director general de Obras Públicas.3

Entre las edificaciones notables de la década de 1850 –que sería también la de Mora–, a Kurtze se deben el Seminario Tridentino, el edificio original del Hospital San Juan de Dios, el Sagrario de la Catedral; y su obra más destacada: la finalización del Palacio Nacional, destinado a ser sede de los tres Poderes de la entonces recién nacida República de Costa Rica.4

Asiento y construcción. Para erigir esa importante obra arquitectónica y cívica, se eligió el costado sureste de la que originalmente fue la plaza de la Villa de la Boca del Monte (como se llamó al San José borbónico); es decir, el ubicado hoy en la esquina de avenida Central y calle Segunda.5

Ese era un terreno público donde por años estuvo el edificio de impronta colonial de la Factoría de Tabacos. En tal manzana estaba la antigua iglesia de La Merced y funcionaban la Casa de Gobierno, el Congreso, la Corte de Justicia y otras dependencias públicas.6

En efecto, las obras empezaron bajo la tutela del ingeniero Ludwig von Chamier, mas, por motivos hoy desconocidos, el secretario de Hacienda, Manuel José Carazo, encargó a Kurtze y al ingeniero Mariano Montealegre una revisión del proyecto.7

Con abundantes argumentos técnicos, y tras un detallado escrutinio de los planos constructivos y de la obra en curso, el informe objetó la labor de Chamier en aspectos estéticos, sísmicos y económicos. Por estos motivos, poco después, se rescindió el contrato original y se firmó uno nuevo con Franz Kurtze, quien, con las variaciones del caso, dio fin a la obra.8

Ilustración 2. Fachada principal del Palacio Nacional en 1871. Fotografía de Eduardo Hoey.

Para la época y frente a la construcción tradicional de herencia hispana, su técnica constructiva –basada en la sillería de piedra en combinación con elementos estructurales en hierro colado– representaba la tecnología más avanzada en su campo. Por ello, de Inglaterra se importó gran parte de los materiales utilizados, tales como las planchas acanaladas, los clavos y los tornillos galvanizados, los balcones forjados y las columnas coladas, mientras que los vidrios y cristales llegaron de Bélgica.9

Inauguración y estampa. Con bombos y platillos, el edificio se inauguró el 24 de junio de 1855. Con ese particular motivo, el maestro Manuel María Gutiérrez –autor de la música del Himno Nacional– compuso el vals El Palacio.10 Y transcurridos apenas cuatro años de esa apertura, el viajero y escritor irlandés Thomas Francis Meagher nos dejó una detallada descripción del inmueble:11

“Entrando por la ancha puerta de arco del palacio […], se llega a un espacioso vestíbulo; algunos pasos más allá hay un patio cuadrangular con piso de ladrillos colorados. Una galería de diez pies de ancho, que descansa sobre una serie de columnas y arcos, con una bonita balaustrada de hierro bronceado, corre […] por tres lados sobre el piso de ladrillos.

”La pared que está enfrente del vestíbulo es lisa. El techo del edificio sale […] de las paredes que encierran el patio, y a su vez descansa sobre otra serie de columnas y arcos, del todo semejantes a los que soportan la galería. De tal modo, hay dos hileras de arcadas pintorescas sobre el patio. Paredes, columnas, arcos: todo está pintado de blanco.

”Por fuera, el edificio imita el granito azul, y, aunque delineado por un alemán, presenta un alegre aspecto italiano que armoniza con el cielo sereno y brillante que sirve de dosel al valle de San José. En todo el conjunto domina un tono de sencillez y de modestia digna”.

Refiriéndose a la sala del Congreso, Meagher agrega: “es soberbia y de imponentes proporciones […]. Las paredes son blancas como la leche. Ligeramente cóncavo, el techo está dividido en artesones por gruesas molduras doradas. Estos artesones son hondos y tienen adornos dorados de afiligranada labor. En las grandes ventanas, de una altura de diez y seis pies, que dan al patio, hay cortinajes de damasco de seda carmesí, y, entre estos, valiosos espejos con festones de seda azules, rojos y blancos, colores de la República.

”El sillón del presidente está sólidamente dorado y tiene cojines de terciopelo carmesí. Encima hay un dosel de raso, también carmesí, y un poco más arriba aparece el escudo de armas de Costa Rica bordado con hilo de oro y plata en terciopelo color púrpura”.12

Neoclasicismo y poder. De planta cuadrangular y patio central, proporciones renacentistas y frontispicio de claras referencias grecorromanas –que se replicaban en todas sus fachadas y detalles–, la arquitectura del Palacio era, pues, del tipo neoclásico que se había impuesto en los Estados nación de Europa primero y de América luego, tras la Revolución Francesa.13

Refiriéndose a esa estética, el filósofo argentino Juan José Sebreli ha anotado que la relación establecida entonces entre esa arquitectura y los nuevos poderes seculares, se debía a que “la simbología del neoclasicismo tenía elementos que les resultaban útiles: su carácter definitivo y eterno, como fuera del tiempo y de la sociedad, equilibraba la falta de pasado, de historia, la fragilidad de todo régimen emergente”.14

Ilustración 3.15 Sala del Congreso en el Palacio Nacional, hacia 1908. Fotografía de Fernando Zamora.

Y el Palacio Nacional de la joven Costa Rica representaba precisamente eso: era el centro gravitacional cívico y político de la capital, y, por tanto, del Estado nacional que empezaba a consolidarse apenas al calor de la incipiente riqueza cafetalera y de las europeizadas clases sociales cuyo poder expresaba el edificio.

Ilustración 4. Inscripción original del Palacio Nacional: “CONSTRUIDO BAJO la ADMINISTRAC.n MORA. 1853. costó $ 830” (el resto es ilegible). Fotografía de Agustín Salas.

Así permanecería durante 102 años, testigo de nuestro desarrollo institucional y ciudadano, símbolo de lo republicano, liberal y democrático, hasta el 11 de enero de 1958,16 cuando dejó de servir de sede al Congreso para dar paso a una demolición sin motivo alguno… como no fuera la desidia urbana.

Por eso, en la novela de Daniel GallegosEl pasado es un extraño país, dice el personaje principal: “Muchas veces me pregunto cuál fue el ánimo del presidente Figueres cuando hizo demoler el viejo y venerable edificio que alojó nuestro Congreso durante tantas generaciones”.17

Luego, como podría hacerlo hoy cualquiera de nosotros, el protagonista se lamenta: “En su lugar han construido una insípida mole que alberga un banco […]. ¡Qué pocos testimonios de nuestro pasado, donde se forjó nuestra tradición cívica, han quedado para nuestra juventud! ¡Tanta jerga sobre el imperialismo económico, y qué poca importancia se le da al imperialismo cultural!”.18

II. De lesa urbanidad19 La antigua Biblioteca Nacional

Fue un grave error no preservar ese símbolo cultural josefino.

En un artículo publicado a propósito de la demolición de la antigua Biblioteca Nacional, decía el poeta Alfredo Cardona Peña: “Demoler edificios ‘ancianos’, cuando estos han sido de utilidad pública, es un crimen de lesa urbanidad. Es tan grave como talar un árbol que ha dado paz y sombra a muchas generaciones”.20

Ese era el caso del edificio aquel pues, como institución, la Biblioteca Nacional había sido fundada en septiembre de 1888, al calor del reformismo liberal y su proyecto de nación.21

Sin embargo, por su acervo bibliográfico, su origen se remontaba a la biblioteca de la desaparecida Universidad de Santo Tomás. Ya en 1890 se ubicó en la segunda planta de una casa situada frente a la esquina sureste del Mercado Central,22 donde la organizó Miguel Obregón Lizano.23

Luego, en 1899, se trasladó a una vieja casona apenas acondicionada para ese fin, en la esquina de la avenida 1 con la calle 5: sitio donde a corto plazo se construiría el histórico edificio que evoca este artículo.24

Discutida autoría. Ante la necesidad de que la institución contase con un inmueble apropiado a su labor, en 1895, el arquitecto Augusto Fla Chebba había propuesto un diseño suyo para esa y otras dependencias, como el Registro Público y los Archivos Nacionales; pero su elegante proyecto de tres plantas no se realizaría.25

En 1906, vista la urgencia, la Administración de Cleto González Víquez dio inicio al edificio tras invertir setenta mil colones en adquirir el predio de la mencionada casona, que debió demolerse.26

En un texto de 1963, Enrique Macaya Lahmann atribuye la autoría del edificio iniciado entonces al arquitecto italiano Francesco Tenca;27pero el diseño arquitectónico del inmueble se realizó probablemente en Inglaterra hacia 1900. Así lo afirman las investigadoras Ofelia Sanou y Florencia Quesada, basadas en documentos hoy extraviados de los Archivos Nacionales.28

Ilustración 5. La Biblioteca Nacional en los años 20. Fotografía de Manuel Gómez Miralles.

Por eso, cuando la Oficina de Obras Públicas encargó al costarricense Nicolás Chavarría la elaboración de unos planos constructivos con ese fin,29este posiblemente se limitó a hacer una adaptación de aquel diseño, con la colaboración del dibujante Guillermo Gargollo.

Chavarría era un profesional de reconocidas solvencia y cultura, graduado en la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) como ingeniero en construcciones civiles y mecánicas, en 1889. De regreso a Costa Rica ese mismo año, fue nombrado director general de Obras Públicas, con cuya Oficina Técnica colaboró. Así, tuvo una destacada participación en el diseño y la construcción del Teatro Nacional.30

Por esas razones se le ha atribuido también el diseño de la Biblioteca,31error común en nuestra historiografía arquitectónica debido casi siempre a que, en tanto supervisores técnicos de las obras, los directores de obras públicas aparecen como sus responsables en la respectiva documentación.

Apertura y estética.Al margen de todo ello, terminados los trabajos, la elegante edificación de la Biblioteca Nacional abrió sus puertas en 1907, bajo la dirección del maestro Valeriano Fernández Ferraz.32

Su planta de distribución seguía los esquemas simétricos de la arquitectura neoclásica. Tenía forma de U: un ala frontal albergaba el vestíbulo, y dos alas laterales daban cabida a las amplias salas de lectura, con sus estanterías de piso a cielo en tres niveles.33

A su vez, las oficinas administrativas se encontraban en la segunda planta, sobre el vestíbulo. Posteriormente, en el patio interno que creaban los tres cuerpos descritos, se construyó una ampliación de un solo nivel34que dividió el jardín en dos.

Ilustración 6. Interior de la biblioteca con sus estanterías de tres niveles, hacia 1908. Fotografía de Fernando Zamora.

Estéticamente hablando, el edificio pertenecía a la corriente ecléctica entonces en boga, con el fuerte arrastre neoclásico que solía caracterizarla. Por ejemplo, si los ritmos que establecían las ventanas del segundo nivel eran renacentistas, los paños ciegos con los que esas ventanas alternaban, tenían una decoración más bien modernista.

Igualmente neoclásico era el volumen que enfatizaba el triple portal del acceso principal, pero su remate era un arco rebajado que se truncaba a la manera barroca, para acoger así un busto de la diosa Minerva. Luego, y probablemente a causa de los terremotos de 1924, esa escultura se trasladó a un pedestal en uno de los jardines.

Inmediatamente debajo de esa clara referencia a la divina sabiduría, dicho remate incorporaba una alegoría de las ciencias y las artes, altorrelieve que era obra del artista español Tomás Povedano.35

Constructivamente, era una estructura portante de metal, con vigas de doble T y entrepaños de mampostería de ladrillo. A esta se la proveyó de un zócalo de piedra de granito que le mejoró la estabilidad y la estática.36

Al igual que el resto de la decoración constituida por molduras de concreto, ese zócalo fue fabricado en el Taller Nacional por artesanos contratados al efecto, mientras que el repello que revistió la fachada del primer nivel simulaba ser sillería de piedra.37

Artesanos nacionales también, y por contratación privada, fueron quienes realizaron los acabados en madera de la obra; y de cedro amargo y caoba, se hicieron todas las puertas, ventanas y molduras del edificio, así como sus muebles usuales y las estanterías fijas y giratorias.38

Daños y demolición.Pese a la generosidad espacial de aquel noble recinto, parece que ya desde la década de 1930 presentaba limitaciones para su buen funcionamiento; además, carecería de condiciones adecuadas para alojar y conservar su acervo documental. Por otra parte, la falta de mantenimiento y sus consecuencias empezaban a dificultar también la atención de la creciente demanda de sus servicios.39

Sismos sufridos aparte, desde el punto de vista técnico-constructivo, el edificio era doblemente vulnerable por la carencia de una viga corona y una placa de fundación, elementos lógicamente no considerados en la época de su construcción.40

De tal modo, para mediados del siglo XX, los problemas que aquejaban al edificio de la Biblioteca Nacional eran varios y debidos a distintas causas. Por eso, las inspecciones técnicas del Ministerio de Obras Públicas concluyeron que las fallas estructurales eran un peligro para la seguridad de los funcionarios y del público.41

En los años 60, todo aquello hizo pensar en la construcción de un nuevo edificio para la Biblioteca. Sin embargo, en lo que no se pensó fue en la restauración y la conservación de aquel que había sido, para los lectores, albergue de su deseo de conocimiento.42 Igualmente se dejó de lado su valor histórico-arquitectónico y de símbolo ciudadano.

Entonces, en julio de 1969, el Estado vendió predio y edificio por 1 325 000 colones43... como si la memoria de un pueblo tuviera precio. Luego, en diciembre de 1971, la empresa que había adquirido aquel invaluable hito urbano, lo demolió y convirtió el terreno en un parqueo…44