María Pacheco - María Olalla García García - E-Book

María Pacheco E-Book

María Olalla García García

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Beschreibung

NI TRAIDORA, NI VENGATIVA. LÍDER CARISMÁTICA La historia llamó a María Pacheco «la leona de Castilla», pero también la tachó de rebelde y esposa vengativa, reduciendo su nombre a la sombra de su marido, Juan de Padilla, y al eco de la revuelta comunera. Esta biografía revela a la mujer culta, formada en latín y filosofía, que defendió Toledo frente a las tropas imperiales con inteligencia y coraje. No fue solo la viuda que continuó una causa ajena, sino la estratega que la llevó hasta sus últimas consecuencias. Una María Pacheco que encarna lucidez y resistencia, que eligió la palabra, la dignidad y la lucha como forma de permanecer en la historia. Una obra que desmonta mitos y devuelve la voz a una mujer que desafió el silencio impuesto por su tiempo.

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Seitenzahl: 193

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

NI TRAIDORA, NI VENGATIVA. LÍDER CARISMÁTICA

I. LA CONQUISTA DE UN HOGAR

II. UN NUEVO ADVERSARIO

III. RESISTENCIA EN SOLEDAD

IV. EL CERCO SE CIERRA

V. EN TIERRA EXTRANJERA

VISIONES DE MARÍA PACHECO

LA VISIÓN DE LA HISTORIA

NUESTRA VISIÓN

CRONOLOGÍA

© María Olalla García García por el texto

© Albert Vila por la ilustración de cubierta

© 2021, RBA Coleccionables, S.A.U.

Diseño cubierta y portadillas de volumen: Luz de la Mora

Diseño interior: tactilestudio

Realización: Editec Ediciones

Asesoría narrativa: Ariadna Castellarnau Arfelis

Asesoría histórica: María Gómez Martín

Fotografías: Wikimedia Commons: 160, 161

Para Argentina:

Edita RBA EDICIONES ARGENTINA S.R.L., Av. Córdoba 950 5º Piso “A”. C.A.B.A.

Publicada e importada por RBA EDICIONES ARGENTINA S.R.L.

Distribuye en C.A.B.A y G.B.A.: Brihet e Hijos S.A., Agustín Magaldi 1448 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-3601. Mail: [email protected]

Distribuye en Interior: Distribuidora General de Publicaciones S.A., Alvarado 2118 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-9970. Mail: [email protected]

Para México:

Edita RBA Editores México, S. de R.L. de C.V., Av. Patriotismo 229, piso 8, Col. San Pedro de los

Pinos, CP 03800, Alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México, México

Fecha primera publicación en México: diciembre 2021

Editada, publicada e importada por RBA Editores México, S. de R.L. de C.V., Av. Patriotismo 229,

piso 8, Col. San Pedro de los Pinos, CP 03800, Alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México, México

ISBN: 978-607-556-130-1 (Obra completa)

ISBN: en trámite (Libro)

Para Perú:

Edita RBA COLECCIONABLES, S.A.U., Avenida Diagonal, 189, 08019 Barcelona, España.

Distribuye en Perú: PRUNI SAC RUC 20602184065, Av. Nicolás Ayllón 2925 Local 16A

El Agustino. CP Lima 15022 - Perú. Tlf. (511) 441-1008. Mail: [email protected]

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025

REF.: OBDO874

ISBN: 978-84-1098-768-5

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

NI TRAIDORA, NI VENGATIVA. LÍDER CARISMÁTICA

Alo largo de la historia, la figura de María Pacheco ha sido vilipendiada por partida doble. En primer lugar, por haber ocupado un lugar destacado en la guerra de los comuneros de Castilla, que lucharon para frenar la política abusiva de Carlos I. En segundo lugar, por ser mujer y no someterse a los convencionalismos de la época. Eso le granjeó toda una serie de descalificaciones añadidas, y aúnmás exacerbadas, por parte de sus contemporáneos.

Tengamos en cuenta que, cuando en abril de 1521 los más conocidos capitanes comuneros —Maldonado, Bravo y Padilla, el esposo de María Pacheco— fueron derrotados y ajusticiados en Villalar, todas las ciudades castellanas se rindieron y abandonaron sus reivindicaciones. Todas excepto Toledo, donde gobernaba María. Ella mantendría viva la lucha, sola y sin apoyos, hasta febrero de 1522. Llama la atención que este hecho se pase por alto en la mayoría de los manuales de historia, que hoy siguen considerando que la causa comunera murió en Villalar, con el ajusticiamiento de Padilla, Bravo y Maldonado. Muchos ignoran que, durante meses, y cuando el resto de Castilla se había dado por vencida, María Pacheco mantuvo vivo el movimiento defendiendo aquellos ideales con valentía, inteligencia, fortaleza y decisión, plantando cara a todo un reino. Se afirma que eso la convirtió en «la mujer más odiada por Carlos I». De hecho, entre los casi trescientos comuneros que el rey condenó a muerte por su participación en el movimiento, solo hay una mujer: María Pacheco. Esto nos señala la excepcionalidad de su condición, y demuestra que ocupó un lugar preeminente en un universo que, por tradición, estaba reservado a los hombres.

Considerando todo lo anterior, no sorprende que sus contemporáneos proyectasen una visión muy negativa de María. La retrataron como arrogante, codiciosa, vengativa, empeñada en «mandar en lo que no le concernía por herencia», es decir, en el Gobierno, prerrogativa masculina. La presentaron como maliciosa e intrigante, e incluso llegaron a acusarla de utilizar la brujería para corromper el espíritu de su marido y empujarlo a la guerra y a la rebelión contra su voluntad. Hasta los más reputados humanistas de la época la descalificaron, incidiendo en que no se comportaba como se esperaría de una mujer, y culpando a su esposo, Juan de Padilla, por no haberle puesto las riendas. Luis Vives escribió: «Decía todo el mundo que, con razón, Padilla fue castigado por el rey, por no haber sido su mujer [castigada] por él». Otro gran pensador contemporáneo a ella, Pedro Mártir de Anglería, la llamó «marido de su marido». De hecho, la especial relación que mantenía con su esposo, que no solo la amaba, sino que además la trataba con respeto y deferencia, adquirió tintes muy negativos en las fuentes de la época, muchas de las cuales parecen incapaces de entender el admirable vínculo que existía entre ambos cónyuges.

Pero el principal artífice de la leyenda negra sobre María Pacheco fue el franciscano fray Antonio de Guevara, acérrimo enemigo de los comuneros y con una idea muy clara sobre la «condición natural» del sexo femenino. En una carta destinada a María, escribió: «Descendiendo vos, señora, de parentela tan honrada, de sangre tan antigua, de padre tan valeroso y de linaje tan generoso, no sé qué pecados fueron los vuestros para que os cupiese en suerte marido tan poco sabio y a él cupiese mujer tan sabida. Suelen ser las mujeres piadosas, y vos, señora, sois cruel; suelen ser mansas, y vos sois brava; suelen ser pacíficas y vos sois revoltosa, y aun suelen ser cobardes y vos sois atrevida».

Estas palabras nos ofrecen una idea muy clara de la imagen que fray Antonio de Guevara proyectó sobre María Pacheco. Aunque las descalificaciones del erudito franciscano van aún más allá. Llegó a declararla culpable de la muerte de Padilla, su esposo, afirmando —sin más prueba que sus propios prejuicios— que ella lo había empujado a una guerra que él no deseaba. Nada más lejos de la realidad. Pero la mentalidad de la época era incapaz de entender el carácter y las motivaciones de una mujer tan excepcional como María Pacheco. Guevara, además de ambiciosa y vengativa, la presentó como hechicera y loca. Menciona que poseía una «esclava hechicera» que le había pronosticado que su esposo llegaría a ser rey, por lo que ella lo obligó a ir a la guerra. De nuevo, hablan los prejuicios y la imaginación. Es cierto que María nació y creció en Granada, y que vivió durante un tiempo en el Albaicín, donde residían los moriscos granadinos, cuyas mujeres, víctimas de la ignorancia de la época, eran consideradas hechiceras. Es cierto que poseyó una esclava negra, algo que, en aquellos tiempos, era tenido como muestra de prestigio y distinción social. Pero también es cierto que esto mismo se aplica a su padre y a sus hermanos varones, y que las fuentes no consideran que ninguno de ellos fuese sospechoso de hechicería. Tales acusaciones se reservaban tan solo a las mujeres.

Con el paso del tiempo, las mentalidades evolucionan. Si en los siglos xvi y xvii los comuneros son denostados, las tornas cambian y, en el siglo xix, el Romanticismo comienza a verlos como ídolos y adalides de la libertad. En este contexto, la figura de María Pacheco se reivindica y se convierte en la de una heroína, aunque desde una perspectiva decimonónica. Por su condición femenina, se la relega al puesto de «viuda de Padilla». En palabras de Antonio Martín Gamero, el cronista oficial de Toledo, «el pueblo la veneraba por ser buena esposa, solícita madre y esposa excelente».

En el siglo xix, su figura se transformó en el reverso de la anterior: la de una heroína llena de virtudes, defensora de la libertad, pero paradigma de fidelidad marital y de acatamiento de la voluntad masculina. Los eruditos de la época la presentaron como una viuda amantísima, que tomó las riendas de la lucha comunera a la muerte de su esposo, deseosa de vengarlo. Así, sus logros se interpretaron como una mera continuación de los de su marido, negándole una voluntad propia. El más famoso ejemplo de esta imagen es la obra teatral Doña María de Padilla, del dramaturgo Francisco Villaespesa, escrita a principios del siglo xx. Es sintomático que la protagonista aparezca no con su propio apellido, sino con el de su marido. De hecho, hoy en día hay quien la sigue denominando María de Padilla, ignorando el nombre que ella misma eligió.

En efecto, fue la propia María quien escogió el apellido materno —Pacheco— en lugar del paterno —Mendoza—, una costumbre que hoy nos puede sorprender, pero que no resultaba extraña en la época, ya que toda persona podía decidir cuál de los apellidos familiares elegía como propio. María era hija de Íñigo López de Mendoza —II conde de Tendilla y I marqués de Mondéjar— y de Francisca Pacheco, hermana del II marqués de Villena. Provenía, por tanto, de dos de los más altos linajes nobiliarios de su tiempo. Una muestra más de su singularidad es que fue la única de los ocho hijos del matrimonio que prefirió el apellido de la madre en lugar del paterno.

Si tuviésemos que forjar un retrato de María basado en esos testimonios sesgados que nos deja la tradición, llegaríamos a una imagen muy alejada de la realidad histórica. Por suerte, también contamos con otras voces, ignoradas hasta ahora, que nos ofrecen una visión distinta. Tenemos, por ejemplo, las cartas de su padre, que nos habla de su hija con admiración y afecto; los testimonios de su confesor, Juan de Sosa; o el memorial escrito por el humanista Diego Sigeo, que la acompañó en sus últimos años, cuando ella, derrotada, tuvo que huir del reino y pedir asilo en Portugal.

Si prestamos atención a estas voces, que han quedado acalladas en la historiografía tradicional, nos encontramos frente a una María muy distinta. Descubrimos a una mujer extraordinariamente culta, formada en la gran corte granadina del conde de Tendilla con unas ideas humanistas muy avanzadas para su tiempo, que sabía latín, griego, matemáticas e historia, y con un gran conocimiento de las teorías políticas. Una joven de físico delicado, pero de fuerte carácter y una gran confianza en sí misma, que nunca se dejó doblegar.

Aunque había nacido en la más alta nobleza, abandonó los intereses propios de una gran aristócrata para defender los ideales de justicia reclamados por los hidalgos y el pueblo. Luchó sin descanso por eximir al vulgo de las cargas más gravosas, y exigió que el mayor peso económico recayese sobre la nobleza y el clero, eximidos de pagar impuestos. Peleó por que los menos privilegiados tuviesen más presencia en el Gobierno. Y si sus posturas le granjearon enemigos entre la nobleza, gozó de gran carisma ante el pueblo, que siempre la defendió y le dio muestras de su apoyo, llamándola «centella de fuego» y «la leona de Castilla».

Su notable inteligencia le permitió convertirse de facto en regente de Toledo, una ciudad compleja y tenida por ingobernable. Siendo de origen granadino y mujer, supo hacerse con las riendas de su patria adoptiva frente a las todopoderosas instituciones tradicionales, regidas por hombres. Pero la suya no fue una lucha guiada por la ceguera y el fanatismo, como arguyeron sus contemporáneos. Muy al contrario, supo ver cuándo era el momento propicio para negociar la rendición, y consiguió para su ciudad unas condiciones excepcionalmente favorables.

Por todo ello, murió desterrada y en la miseria antes de cumplir los treinta y cinco años. Podría haber vivido con comodidad y despreocupación, o disfrutado de un puesto relevante en la corte, pero prefirió renunciar a todo para luchar por una causa justa, aunque eso le exigiera grandes sacrificios y, al final, le costase un altísimo precio.

Esta es la biografía de una mujer inteligente, fuerte y decidida que siempre se negó a doblegarse y luchó hasta las últimas consecuencias por defender la justicia en un mundo injusto. Y que merece, por derecho propio, que se cuente su verdadera historia.

I

LA CONQUISTA DE UN HOGAR

La ciudad de Toledo se convertiría

en su hogar. Y lucharía por ella

con todas sus fuerzas.

Los gritos de los hombres llegaban desde el salón. En esta ocasión, María no los acompañaba. Había decidido retirarse a su gabinete para escribir una carta a su hermana. Aquel era su único espacio personal, en el que atesoraba los más preciados objetos de su ajuar de boda: un pequeño bargueño incrustado en marfil, un exquisito tapiz flamenco, un espejo de marco damasquinado en oro. Eran memoria de la niña que había sido y testimonio de la mujer que era ahora.

Concluida la carta, se alzó y, seguida por sus damas de compañía, abandonó la estancia para asomarse al balcón de la vivienda. Residía en el palacete familiar de los Padilla, la familia de su marido, en el céntrico barrio toledano de Santa Leocadia. Observó la plazoleta a sus pies, en la que se percibía como un zumbido amenazante el pulso agitado de la ciudad. Las campanas de la catedral retumbaron a poca distancia. Parecía que hasta sus voces de bronce sonaban crispadas. En aquella mañana de abril el aire era tibio, pero el ambiente de las calles hervía.

María compartía ese sentimiento de indignación que se respiraba a su alrededor. Era el 18 de abril de 1520, ella tenía veintitrés años y llevaba dos viviendo en Toledo. Era la ciudad de su esposo, Juan de Padilla, aunque ella ya la sentía como propia. Al principio no le habían causado buena impresión aquellas callejas escarpadas, estrechas y sinuosas, las casas recias de interiores oscuros, los inviernos gélidos, los veranos asfixiantes. Pero pronto había comenzado a amar aquel lugar y a su gente.Toledo era una ciudad antigua y orgullosa, que se consideraba a sí misma el corazón de Castilla. Una tierra que no temía alzar la voz para reclamar lo que le pertenecía por derecho, y que se había rebelado contra varios reyes castellanos. María tardó poco en sentirse a gusto en aquel lugar, cuyo carácter indómito reflejaba el suyo propio.

Ella provenía de otro mundo, de Granada, de los resplandecientes palacios nazaríes de la Alhambra. Había vivido hasta casi los dieciocho años en aquel clima suave, semejante a un perenne otoño. Jamás olvidaría aquellas estancias de altas bóvedas, las columnas y fuentes de mármol, los hermosos jardines de limoneros. Recordaba su infancia como algo lleno de luz y, al abandonar su ciudad natal, se había prometido llevar parte de ese brillo consigo. Su padre, el conde de Tendilla, había creado a su alrededor la corte más culta y refinada de la época, que se expresaba en latín y, al mismo tiempo, desplegaba el gusto por lo morisco en los trajes y ornamentos. Ahora, en Toledo, María usaba vestimentas de corte más sobrio, propias de aquellas tierras. Sin embargo, no dudaba en exhibir tonos más coloridos y audaces que los de las damas del lugar. Toledo era uno de los centros textiles más importantes de España, destacaba por su producción de seda y paños de gran calidad. Ella combinaba con elegancia sus sedas, encajes, velos y terciopelos. Le gustaban los matices que resultaban de aplicar los tintes más costosos: añil, verde, morado, escarlata. Estaba acostumbrada a que las miradas recayesen sobre ella. Su padre siempre había alabado su belleza y repetía que, a medida que crecía, María se parecía cada vez más a su difunta madre. Pero ella, que no apreciaba demasiado su físico delicado, se enorgullecía más de su fortaleza de carácter.

Dejó atrás el balcón y se dirigió al salón principal. La discusión de los allí reunidos iba subiendo de tono y los gritos arreciaban. A su llegada a Toledo, la ciudad esperaba que María convirtiese su casa en un centro de tertulias culturales. Ella venía con una elevada formación intelectual. Su padre, siguiendo la estela de Isabel la Católica, la había educado como a esas puellae doctae, las «muchachas doctas», que la reina reunía en su corte: jóvenes cultas e instruidas en los saberes del humanismo. Y María pronto despuntó en sus estudios por su gran inteligencia. Fue testigo de cómo sus profesores y sus hermanos —a excepción de Diego, que poseía el mismo talento que ella para las letras y la poesía— torcían el gesto cuando ella daba muestras de su brillante intelecto en público. Siendo mujer, todos esperaban que se dedicase a entretenimientos que se consideraban puramente femeninos. Pero, en vez de hacer de su casa toledana un cenáculo para damas, la había convertido en un centro de reuniones políticas que ella misma presidía junto a su esposo, donde se debatían las ideas más avanzadas del momento.

Varios soldados custodiaban la puerta del salón. Juan de Padilla no solo era regidor del Ayuntamiento, sino también capitán de las gentes de armas toledanas, el máximo oficial a cargo de las milicias. Por la casa familiar circulaban incontables hombres armados, y todos ellos habían aprendido a obedecer a la mujer del capitán como si de él se tratase. A un gesto de ella, se hicieron a un lado. Las puertas se abrieron y María Pacheco ingresó en el salón. Era una visión majestuosa, con su largo vestido de seda escarlata con pedrería y mangas abullonadas, cuyas cuchilladas dejaban ver el finísimo lienzo interior; aquel diseño representaba toda una novedad, una corriente proveniente de Europa que pronto se pondría de moda. Calzaba, invisibles bajo la ropa, sus chapines, unas alzas de corcho que la hacían parecer más alta que la mayoría de los hombres. Esta era una de las razones por las que los moralistas condenaban aquel accesorio, que las mujeres siempre llevaban al salir de casa, para evitar mancharse el borde inferior del vestido en las calles, y que María también solía ponerse cuando recibía a visitantes en casa. Fray Hernando de Talavera, confesor de la reina Isabel la Católica, había llegado a considerar en uno de sus tratados que el uso de los chapines constituía un pecado mortal, por ser una gran muestra de soberbia el que la mujer pareciera más alta que el varón, ya que a ellas «Dios las había hecho de menor tamaño» que a los hombres.

Allí se encontraban reunidos los principales nobles toledanos, miembros de linajes antiguos y orgullosos. Discutían a voces, pero enmudecieron frente a la recién llegada. Los que estaban sentados se alzaron, por deferencia a la señora de la casa. Por nacimiento, por cultura, por inteligencia, ella se sabía superior a todos los presentes, y actuaba en consecuencia. Cuando comenzó a hablar, todos la escucharon.

El reino estaba conmocionado y ella no ocultaba su repulsa por lo que ocurría. Fernando el Católico había muerto en 1516 y su nieto Carlos I había llegado desde Flandes veinte meses después para hacerse con los reinos peninsulares, mostrando un absoluto desprecio por sus costumbres y sus formas de gobierno. En aquel momento, el joven rey contaba con diecisiete años de edad, y, como María no se cansaba de repetir, resultaba evidente que sus pocos inviernos contrastaban con su mucha arrogancia. Había instalado a sus cortesanos extranjeros en los puestos de gobierno más importantes y lucrativos, negándoselos a las familias de la nobleza castellana que los administraban por tradición. Había creado impuestos abusivos para un pueblo ya castigado por la sequía y las enfermedades. Actuaba con un despotismo que María siempre había aborrecido, y contra el cual no había dudado en alzar la voz, defendiendo que el rey debía estar al servicio del reino, y no al contrario.

Desde tiempos inmemoriales, la nobleza toledana se encontraba dividida en dos bandos, cada uno de los cuales seguía a uno de los linajes principales de la ciudad: los Silva y los Ayala. Mientras que los primeros se habían declarado defensores del rey, las tertulias políticas celebradas en casa de los Padilla atraían a los representantes de la segunda facción, y las ideas revolucionarias que María defendía habían encontrado eco entre sus filas.

Toledo había sido la primera ciudad en soliviantarse contra los desmanes de Carlos I. En 1517, este había cambiado el sistema impositivo por uno más gravoso, y requerido el pago de impuestos extraordinarios. En 1518, había nombrado arzobispo de Toledo a un candidato de tan solo veinte años de edad, un flamenco, aunque según la ley de Isabel la Católica el puesto debía corresponder a un castellano; el afortunado resultaba ser el sobrino de Chièvres, el favorito del rey. En 1520, había convocado Cortes en Santiago de Compostela para exigir el pago de un nuevo impuesto extraordinario. En esta ocasión, quería utilizar el dinero de Castilla para dirigirse a Alemania y coronarse como Carlos V, emperador del Sacro Imperio. Entonces el Ayuntamiento de Toledo había escrito una carta al monarca solicitándole que se olvidase de sus ambiciones europeas, permaneciese en el reino y no cargase a sus súbditos con más impuestos que no estaban en condiciones de pagar. Aquella reclamación estaba encabezada por Juan de Padilla, el esposo de María, y por los principales representantes de la facción de los Ayala, como Hernando de Ávalos o Gonzalo Gaitán. Por descontado, el rey no se había dignado a escuchar aquella petición, ni siquiera a responder a ella.

La ciudad del Tajo no estaba sola.También en Salamanca las aguas andaban revueltas. Un grupo de frailes franciscanos, dominicos y agustinos habían redactado un manifiesto en el que se reclamaba la limitación del poder real, y que había calado hondo en muchas otras ciudades castellanas. El hecho de que esas tres órdenes monásticas, tradicionalmente rivales, dejasen atrás sus diferencias para componer juntas aquel documento daba prueba de la gravedad de las circunstancias. Ante tal tesitura, Toledo se había negado a enviar a sus representantes a las Cortes convocadas por el rey, pero sí había mandado a un embajador a entrevistarse con el monarca. La respuesta de este fue condenar al elegido, Pedro Lasso de la Vega, desterrándolo a Gibraltar, y dar orden de que los regidores rebeldes, con Padilla y Hernando de Ávalos a la cabeza, abandonaran la ciudad y se dirigieran a la corte para ser sustituidos por otros favorables a la Corona.

María sabía cómo cautivar a su auditorio. Erguida frente a sus oyentes, repasó todos estos hechos, que ellos tan bien conocían. No les ocultó la angustia que sintió al saber que el rey mandaba llamar a su esposo, ni su alivio cuando se produjo la reacción ante aquella noticia: el pueblo toledano se había alzado, harto de tolerar tantas injusticias, y el 16 de abril de 1520 encerró en la catedral a varios miembros de la facción más crítica con la Corona. Entre ellos se contaban Juan de Padilla y Hernando de Ávalos, a los que los vecinos retuvieron en la capilla de San Blas para que no pudiesen marcharse y cumplir la orden del rey. El suceso estaba bien vivo en la mente de todos los presentes, pues había ocurrido tan solo dos días antes. Aquello, les dijo ella, marcaba un punto sin retorno: el inicio de una revolución.