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Memorias al viento es más que una selección de vivencias y reflexiones personales, un ensayo autobiográfico. Es también una ventana que permite al lector asomarse a la realidad cubana y a su proyección internacional de los últimos decenios. Una realidad que muchos otros vivieron y por ello se reencontrarán en sus páginas. El origen humilde y campesino de Abreu, la formación de su sensibilidad patriótica en las prédicas cívicas que asimila en la modesta escuelita rural donde cursa sus primeros estudios, fertilizan un terreno, que la Revolución cubana fecundará, convirtiéndole en un revolucionario de nuestro tiempo.
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Seitenzahl: 512
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Edición: Bárbara E. Rodríguez Rivero
Diseño de cubierta: Lilia Díaz González
Diseño interior: Bárbara A. Fernández Portal
Corrección: Denise Ocampo Alvarez
Emplane: Bárbara A. Fernández Portal
© Ramiro J. Abreu Quintana, 2013
© Ruth Casa Editorial, 2013
Estrella Publicidad S.A., 2013
Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio, sin la autorización de Ruth Casa Editorial. Todos los derechos de autor reservados en todos los idiomas. Derechos reservados conforme a la ley. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.
ISBN: 9789962697695
Estrella Publicidad S.A.
Guatemala
Ruth Casa Editorial
Calle 38 y ave. Cuba,
Edif. Los Cristales, oficina No. 6,
Apdo. 2235, zona 9na., Panamá.
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A mi esposa Ileana y a mis hijos: Anatabex, Anibex, Juanibex, Ramiro y Atabex
A Zunilda Brache, sin cuya contribución constante y solidaridad plena no hubiera sido posible este libro.
A los numerosos amigos y compañeros que dieron lectura inicial a estas páginas y sumaron valiosos aportes a la elaboración del libro.
PRÓLOGO
A menudo visité a Manuel Piñeiro Losada no solo en su casa, también en sus predios del Comité Central. El despacho del inolvidable amigo estaba al final de un corredor flanqueado a ambos lados por varias oficinas en las que trabajaban algunos de sus colaboradores. A mitad de camino, a la izquierda, se ubicaba la de Ramiro Abreu Quintana.
Era esta de una sobriedad notable, nada sugería que aquel cubículo alojase al jefe de una Sección del Departamento América, que por ocuparse de Centroamérica era de importancia clave pues, además de su proximidad a Cuba, era una zona siempre conmovida por luchas y resistencias populares.
Al sitio de trabajo de Abreu se accedía directamente desde el pasillo. No había secretaria ni antesala. Muchas veces toqué a su puerta. Allí, rodeado de libros y papeles se podía entablar un diálogo que solía desbordar de problemas de Mesoamérica.
Me vinculé a él también de otro modo. Como buena parte de mi vida ha estado asociada a la política internacional, durante años recibí informes escritos por funcionarios de ese sector incluidos muchos procedentes del Departamento América. Quienes desempeñan el tipo de responsabilidades que fueron mías durante mucho tiempo están obligados a derrochar largas horas en tales lecturas. Es imposible cuantificar el tiempo gastado en leer, y asimismo en escribir, sobre asuntos que no eran necesariamente aquellos a los que habría preferido dedicarme. Tal parece ser una maldición que acompaña a quienes el destino obsequió con tareas de dirección política y administrativa. Llega a ser una verdadera condena porque desgraciadamente se trata de una literatura en la que abunda el estilo adocenado y la penuria idiomática del burócrata.
He leído mucho a Ramiro Abreu. Aunque casi nunca llevaban su firma era imposible no descubrir que eran suyos aquellos textos que se apartaban de la rutina mediocre y revelaban a alguien preocupado no solo por la precisión sino sobre todo por su lenguaje culto, de inusitada vitalidad, que hacía de la lectura un regocijo.
Memorias al vientoes más que una selección de vivencias y reflexiones personales, un ensayo autobiográfico. Es también una ventana que permite al lector asomarse a la realidad cubana y a su proyección internacional de los últimos decenios. Una realidad que muchos otros vivieron y por ello se reencontrarán en sus páginas.
El origen humilde y campesino de Abreu, la formación de su sensibilidad patriótica en las prédicas cívicas que asimila en la modesta escuelita rural donde cursa sus primeros estudios, fertilizan un terreno, que la Revolución cubana fecundará, convirtiéndole en un revolucionario de nuestro tiempo.
En el ámbito de la ignorancia que rodea su hogar, de las peripecias por las que transita su enseñanza primaria y secundaria y su empinado esfuerzo por llegar a la universidad, convertirán a este estadio del conocimiento académico en la gran meta de su vida; que no obstante abandonará temporalmente a favor de responsabilidades que le ocuparán en la defensa del país, actitud esta que observaremos corresponderse con el entendimiento, que ya más maduro, le hace aspirar a ser más que un abogado, un buen ser humano…
Las páginas que siguen describirán al lector una crónica de la Batalla de Girón, concebida desde la Unidad Antiaérea en que combate a la aviación enemiga. Más que estos hechos, muchas veces conocidos, me resultaron de particular interés identificar el impacto y las meditaciones que en el autor suscitan aquellos acontecimientos; tanto, que les asigna, con acierto, el rótulo de “un antes y un después” para su formación.
Ya cursando los estudios correspondientes a la carrera de Licenciatura en Diplomacia y aún en fase de “remiendo” su preparación cultural, acude al llamado que se le hace para ocupar plaza en el Servicio Exterior. Son momentos aquellos, en que la Revolución necesita como primera exigencia en sus servidores, la lealtad y la firmeza, aun en detrimento de una profesionalidad, todavía en ciernes.
Su estancia en Chile y México constituye para el autor aprendizaje de valía singular. Resulta para él reafirmación de la justeza del socialismo en Cuba; pero al mismo tiempo, los nuevos ámbitos le sumergen en un universo desconocido antes y que le enriquece cultural y profesionalmente. La interlocución política a la que se incorpora laboralmente le fascina y mejora. En esos trajines aprenderá para siempre de cuánto sirve en ese desempeño de la comunicación el buen uso del oído. Las nuevas experiencias lo sensibilizan también con el internacionalismo y la solidaridad, los que mucho tendrán que ver con él en los últimos treinta y cuatro años de su vida laboral. Mientras tanto, en las numerosas reflexiones que el autor aborda en el período, ya se le percibe a flor de piel una vocación crítica, así como la fuerza de un pensamiento propio.
Aunque sus convicciones, de una u otra manera están presentes en los análisis que elabora sobre los más variados temas de los que se ocupa en estas páginas; hay en estos –casi como constante– la búsqueda de la verdad, empeño que no deja de enriquecer con los puntos de vista de otros.
Es, precisamente, por cuanto ya interioriza acerca de la liberación nacional de otros países, que el autor se incorpora a nuestras unidades militares en Angola y con esas vivencias regresa a Cuba para integrarse como funcionario del Departamento América del Comité Central, iniciando así su prolongada faena junto a los luchadores centroamericanos.
El capítulo que contiene su labor en el Departamento América puede resultar el más enjundioso de todos, de notable riqueza informativa y no menos valoraciones; ambas útiles, aun para los que por años hemos seguido esa temática, pero especialmente podrán serlo para las nuevas generaciones, que de este modo conocerán de la política solidaria practicada por Cuba en esta parte del continente. Singularmente sabrán también de cuanto hizo nuestro país y en especial Fidel por estimular entre las partes en el conflicto centroamericano el entendimiento y la concertación; todo esto muy poco conocido, cuando no aviesamente escamoteado por nuestros adversarios. En este quehacer, necesariamente privado y sigiloso, la sabiduría política de Fidel y la eficacia conspirativa del comandante Manuel Piñeiro resultan decisivos en la orientación de ese, nuestro operador político en esta área. De ambos nos habla Ramiro Abreu, con la identificación y calidez de quien, con recogimiento, muchas veces les observó en este espléndido ejercicio de la solidaridad política y humana.
Como podrán apreciar los lectores, en este trabajo conspirativo y anónimo, el autor cumple delicadas misiones políticas e interactúa con personajes y fuerzas de toda laya: presidentes, ministros, dirigentes políticos de derecha e izquierda, empresarios, militares, fueron buena parte de sus interlocutores. Desempeño este que demandaba una completa confianza por parte de nuestra dirección política, pero también del propio movimiento revolucionario, a quienes por igual, nuestro autor sirvió con absoluta lealtad.
Para mí, que por distintas razones, he seguido de cerca el trabajo político que nuestro país realizaba en América Central, resultó siempre novedoso identificar la firmeza política con que se desenvolvía Abreu con estas fuerzas políticas y, al mismo tiempo, los reconocimientos y respetos que estas le dispensaban.
Hay un capítulo conspirativo, político y, para mí, eminentemente humano, que no debiera dejar de mencionar.
Me refiero al contacto clandestino sostenido en México con el exmayor Roberto D’Aubuisson, máximo líder de la derecha salvadoreña y responsable de graves violaciones a los Derechos Humanos, hecho que tiene lugar pocos días antes de su fallecimiento, víctima de un cáncer, mientras que simultáneamente se llevaban a cabo, también en ese mismo país, las negociaciones oficiales entre el FMLN y el gobierno salvadoreño.
En medio de aquella conversación, Ramiro Abreu, sin perder el sentido político, pero objetivamente sensibilizado por el estado de salud de su interlocutor, decide invitarle a que se atienda médicamente en Cuba.
El propio autor describe en las páginas del libro la complejidad que reviste esta invitación, a la que él mismo le percibe distintas interpretaciones posibles; pero el hecho es que en la decisión del caso resultaron determinantes los sentimientos, profundamente humanos que en nuestras generaciones irradió la Revolución cubana. Con ese mismo espíritu humanista y de buena política, la oferta hecha trascendería después a los medios políticos salvadoreños, como inequívoco signo de la hondura humana que acompaña al socialismo.
En el último capítulo del libro, Ramiro Abreu, con la honradez necesaria, nos ofrece sus juicios críticos sobre una multiplicidad de temas de actualidad nacional; algunos de los cuales –según su expresión– le inquietan. Son criterios desde el socialismo y para el socialismo y, en todo caso, son una contribución más del autor al debate necesario que ha de cultivar entre sus filas la Revolución cubana.
Ricardo Alarcón de Quesada*
La Habana, octubre de 2013
* Doctor en Filosofía y Letras. Presidente del Parlamento Cubano entre 1993 y 2013.
INTRODUCCIÓN
De niño, la novela me seducía, tanto conocerla como concebirla; en especial aquellos personajes que en ellas ejercían la abogacía, más porque los imaginaba procurando el bien, que por las técnicas mismas de su profesión. Los cuentos no me gustaban tanto; imaginaba escribirlos como un emprendimiento de poca talla. Menos ignorante después, entendí cuánto valor supone escribir un buen cuento.
Experimentaba un indescriptible goce por escribir historias y composiciones o exponer ideas en la escuela. Ya de joven, cualquier inclinación literaria cedió ante el contagioso clima movilizador que desatara el triunfo de la Revolución cubana, la que por sí misma estimulaba mi sensibilidad y, sobre todo, atrapaba mis mejores energías, orientándolas por derroteros distantes de la literatura.
Como profesional, elaborar informes políticos resultó parte importante de mi trabajo, lo que lograba de manera más o menos decorosa. En 1980 escribí un libro relacionado con el acontecer histórico del año 1958 en Cuba, al que titulé:En el último año de aquella República. Ahora le recuerdo nada enciclopédico.
Sea como fuere, jamás logré verificar si efectivamente disponía o no de vocación para la escritura y, quizás procurando evitar la contrariedad de que otros lo constataran, dediqué mi vida a otros menesteres en los cuales menos lectores conocerían de mis probables incompetencias.
El punto de contacto más distante con el libro que ahora me propongo escribir, lo encuentro en las reflexiones que dispersamente se me amontonaban en la primavera de 1990, cuando arribé a un convento en la ciudad de Panamá. El móvil de esta visita no era religioso, me llevaba a esos predios una de las tantas misiones en que entonces se empeñaba la Revolución cubana en busca de los arreglos de la paz en América Central, capítulo este poco conocido y aviesamente ocultado o tergiversado por nuestros adversarios.
En esa ocasión aguardaba en un amplio salón de aquel convento por quien sería mi interlocutor. La iluminación insuficiente del recinto extendía una penumbra sobrecogedora, que por contraste exaltaba la imagen mística del Señor en la cruz. En aquella larga espera me acecharon meditaciones y recuerdos: mi niñez en los llanos de Villa Clara, la riqueza de la individualidad esculpida en la identidad de cada ser humano, las ideas que hacen posible tomar el rumbo de la revolución, los perfiles de la solidaridad y mi casi anónima búsqueda de la concertación que ahora me traía a esta especie de castillo de Dios.
Pensé entonces que algún día podría escribir sobre estos temas, especialmente echar al viento esos afanes en que Fidel andaba, y que podrían pasar inadvertidos o resultar distorsionados entre uno y otro sendero de la política, haciéndoles figurar como empeños tácticos para cosmetizar nuestra identificación con la lucha de los revolucionarios centroamericanos.
Aunque aquellas lucubraciones no se articulaban todavía en un proyecto, bien podrían en fecha incierta ser puestas en el tintero de una pluma profesional o tallarles artesanalmente con la mía, hasta tornarle en atalaya con la que encontrar lo esencial y útil de una biografía.
En este proyecto de escritura no dejaban de frecuentarme prejuicios. La sola idea de que pareciera que intentaba promover mi historia personal, por demás carente de toda celebridad, me distanciaba del empeño. Aún sin encontrar solución al conflicto y tras una meditación más reposada, concluí que la más simple biografía tendría siempre algo de singular para el lector común, en especial si en ella se exponen ideas y valores provechosos para alguna buena causa.
Décadas después, tras la jubilación, en que el abundante tiempo disponible puede hacernos concebir empeños de figurada utilidad, volví sobre aquellas ideas que cortejaran los aires del viejo convento. Ordenadas ya en propósito, las imaginé avanzar al ritmo de los pasos con que un ser humano transita por la vida.
Entendiendo que la mía sería el objeto o el pretexto para la incursión que me proponía, imaginé esta historia como la de un pasajero incógnito que viajaría en un supuesto tren, el cual transitaría por los quebrados que desliza esta biografía. Así, mi personaje exploraría en las estaciones en que se detiene, indagaría por cuanto paraje se desplaza, escrutaría en la subida o la bajada de cada pendiente, impregnándole a la máquina la dinámica a que le somete la geografía histórica en la que se integra. Desde ese vehículo, hurgaría por una verdad que solo me es ajena, en tanto parte de un retrato que el pintor dibuja con sentido distante y crítico, pero que es, en esencia, su obra, la que al mismo tiempo le identifica y niega. Exorcizar cierta realidad, escribiéndola…
Bien podrían resultar las estaciones de este tren en tránsito: mi infancia campesina, mi presencia en las arenas de Playa Girón, en Angola, en la lucha en Centroamérica, los intríngulis de la comunicación política que sostenía con los diversos interlocutores o las controversiales meditaciones que me acompañan en mi reciente retiro espiritual.
Valoré que los trazos de mi biografía no debían tornarse una abstracción, ni el ordenado pasado que pone a punto un guión concebido con los miramientos y propósitos del presente; tampoco habría de ser un ejercicio de realismo socialista, ni quedar formulados según los tintes de lo que querría haber sido; despojados de toda linealidad, darían paso a lo laberíntico de mi existencia, la que no es solo política o ideológica, sino sobre todo, pasión, tristeza, equívoco y fuerza que reposa en una simple, pero irrepetible identidad.
Por encima de lo hechológico, esta historia personal ha sido delineada buscando las ideas y los sustratos trascendentes. El detenimiento con que abordo cada tema no responde necesariamente a su jerarquía de contenido, sino al movimiento del lente que los aprecia, explicado, a su vez, por las más variadas motivaciones: afectivas, políticas o de otro orden. En sentido semejante ocurre cuando el estilo de la narrativa se modifica al cambiar la naturaleza de los hechos o las situaciones descritas a lo largo del libro.
No es el propósito de estas páginas impartir cátedra política, y mucho menos albergan pretensiones académicas o literarias. Tampoco persiguen dar colorido a actuaciones personales, ni formular frívolas consignas de ocasión o mansas réplicas de lo que ya conoce el universo.
El libro se propone describir el aislamiento social y el apoliticismo tan frecuentes en las familias campesinas que por entonces disponían del capitalismo como telón de fondo. La falta de preparación, los desafíos y hasta fragilidades que esperan a un niño de esa clase social cuando se traslada abruptamente a la ciudad.
A la raigambre del lugar donde exactamente nací, siguió la conciencia nacional y sobre esta, las ideas de la Revolución. Estos valores me llevarían de la mano a Girón y, ya crecidos, harían posible mi presencia en Angola, esta vez sobre el elevado estandarte de la solidaridad con el hombre en su más humana y universal percepción.
En mi desarrollo personal tuvieron especial impacto la familia, los vacíos que dejó la ausencia temprana de mi padre, la maestra Panchita, el aislamiento característico del campesino, los cambios constantes de residencia que me alejaban de mi medio originario, así como las múltiples irregularidades en mi educación primaria y secundaria.
El advenimiento de la Revolución no tuvo cualquier significado para mi generación. Aún con el mínimo de formación cultural o política, muy pronto este acontecimiento se tornó fuente de inspiración. En el breve curso de los meses que seguirían a enero de 1959, aparecieron en mí las primeras convicciones ideológicas que superaron a las emotividades y los entusiasmos del comienzo, hasta hacer segura y consciente mi presencia entre las fuerzas dispuestas para la defensa del país, lo que simultáneamente me impelía al abandono transitorio de los estudios universitarios, que tanto había añorado.
La Revolución cubana, primero, y los continuos estudios que realizara después, en especial sobre las ideas marxistas, me aproximan a las más sustantivas certidumbres, pero especialmente me preparan para el mejor ejercicio del pensamiento propio.
Mis estancias en Chile (1963-1965) y México (1965-1968) como funcionario diplomático de nuestras embajadas en esos países, enriquecieron y complejizaron el estrecho horizonte con que hasta ese entonces percibía el mundo. El contacto con aquel capitalismo, seguramente más interiorizado que el que padeciera en Cuba, me revelaba al socialismo cubano más justo, pero no por ello desprovisto en su práctica real de aristas inconvenientes para su buen desarrollo y que en modo alguno aparecían en los primeros manuales que, pese a ser elementales, disiparon lo más rudo de mi ignorancia.
Si bien Girón resultó para mí una prueba de fuego en el enfrentamiento militar con los invasores, la estancia en estos dos países y el contacto con el capitalismo mismo y con los oponentes de todo género, implicaron un desafío, mediante el cual ciertos valores resultaron elementos cruciales en la disputa por desarrollar lo que sería el rumbo de mis convicciones.
Sea cual fuere la preparación académica y política de que dispusiera tras los años que siguieron al triunfo de la Revolución cubana, las visiones que sostenía sobre la práctica del socialismo en el mundo reposaban sobre tales convicciones ideológicas, que lo percibía irreversible; por ende, su estruendosa caída me abocó a sensibles y abarcadoras reflexiones.
El derrumbe del modelo socialista en Europa no tornaba ante mis ojos menos diabólico al capitalismo, ni ponía en dudas la justeza del socialismo, pero sí develaba críticamente las aristas institucionales y políticas mediante las que había aparecido en escena esta experiencia.
Me identificaba con la fuerza y la orientación ideológica con que la dirección política del país impedía que la Revolución cubana siguiera igual destino. Las singularidades del socialismo en Cuba y un liderazgo cualitativamente distinto explicaban por qué no se había extendido a la Isla el distante derrumbe. Sin embargo, no pasaban inadvertidas a mi vista las semejanzas estructurales e ideológicas entre el modelo cubano y el europeo, por lo que el desplome –y no derribo de aquel– me evidenciaba el apremio con que debíamos rectificar el nuestro.
Muchas veces, en el diálogo con distintas fuerzas políticas en el exterior, he hecho mía la afirmación de que el enemigo nos ha tornado plaza sitiada, en el sentido de que no podemos desentendernos de esa realidad cuando diseñamos y conducimos nuestra política nacional, en lo que constituye un legítimo esquema de seguridad.
No obstante, constataría después que esta plaza sitiada no acontece con la temporalidad con que ha tenido lugar en la historia militar, ni ocurre sobre un destacamento armado o una ciudad, sino sobre todo un país y por más de cincuenta años. De modo que no tenemos otra opción que hacer los ajustes que nos permitan defendernos, mientras resultamos anuentes ante el disenso democrático en el seno de la Revolución.
Mi participación en la guerra de Angola (1975) representó un pasaje de valía singular. Este país fue único para entender las muy distintas gradaciones del pensamiento por las que transitan los luchadores, a cuyos estadios hay que atemperar el proyecto político de que se trate en África.
En 1976, ya como funcionario del Departamento América del Comité Central, me adentro en el conocimiento de los temas políticos del continente y, a partir de 1979, entro en contacto con la Revolución Sandinista y los nobles episodios del movimiento revolucionario centroamericano.
La Revolución Sandinista y los procesos revolucionarios en El Salvador y Guatemala tienen lugar cuando ya dispongo de desarrollo político e ideológico suficiente como para comprender y servir en el ejercicio de la solidaridad que la Revolución cubana extendía a dichos procesos. En estos nuevos episodios de las revoluciones centroamericanas, se expresaron importantes coincidencias con la nuestra, y tampoco faltaron diferencias que amplificaron mi cultura y visión acerca de las revoluciones. Aunque estimables los progresos profesionales y políticos que ahora alcanzaba, el más caro tributo quedará relacionado con el mejoramiento humano que esta contienda promovería en mí.
El accionar militar del movimiento revolucionario, sus contradicciones y la unidad de sus distintas fuerzas, sus interioridades ideológicas y políticas, me involucran de pies a cabeza. A todo ese ámbito se agregaron las enseñanzas de Fidel y Piñeiro, que me proporcionaron elementos importantes para una valoración más diversa y rica en torno a las luchas actuales.
En medio del conflicto militar y político que se abría paso en Centroamérica, Cuba implementa una heterodoxa y efectiva comunicación política con sectores diversos de la sociedad centroamericana, tarea asumida por el Departamento América. Mi participación en estos acontecimientos me adentra en una experiencia apasionante.
En resumen, para los adversarios del socialismo, muchas afirmaciones aparecidas a lo largo del libro serán inadmisibles, mientras que para otros, identificados con la Revolución, algunas temáticas podrán resultar discutibles o polémicas. No lo oculto, cualquiera de las afirmaciones contenidas en estas páginas tiene el sello de mi compromiso político, las vivencias personales, el tiempo histórico y, en suma, el de mi identidad. El ángulo desde el que se percibe el fenómeno siempre resulta medular. La ilusión de la realidad es, frecuentemente, la óptica de la que me auxilio para identificar la verdad por la que indago.
El autor.
Primera Parte
En la edad temprana.
EN LOS ALBORES DEL YO
Ensimismado ando en esta laboriosa madrugada: me afano por rastrear los más remotos recuerdos, incluidos los que precedieron a mi existencia aquel 11 de octubre. En el empeño, me percato de que no podré obtener ciertos antecedentes si no encomiendo las pesquisas a memoria ajena…
Según la narrativa familiar –de la que debí auxiliarme– mamá, exhausta ya tras siete partos anteriores, alcanzó a concebirme bajo los primeros fulgores del año 1942. En la medida en que avanzaba esta otra amorosa noche, pero esta vez de octubre, se hacían más persistentes los movimientos del infante en busca del amanecer, y con ellos, los dolores de la parturienta. Fue en esos momentos apremiantes que salió el viejo como un bólido sobre el generoso lomo de la yegua Prieta hasta el cercano caserío de Palazón en busca de la comadrona, doña Pastora Sotolongo, cuyas diestras manos tiraron de mí hacia este mundo exactamente a las siete de la mañana.
Me habría gustado relatar de primera mano las sensaciones que experimenté en aquellos instantes iniciales de mi vida. No obstante alcanzarme la imaginación, he querido ser serio y conformarme con narrar lo que simplemente me han contado.
Continuaré ahora con lo que sí consta en mi memoria: he padecido siempre de una timidez extrema y sin remedio para exhibir mis zonas más íntimas, por lo que resulta paradójico que sea precisamente andar con las nalgas al aire el primer ejercicio de existencia que recuerde. En torno a esta nítida imagen rememoro el comedor del humilde bohío**donde nací, desnudo, impregnado de aquel polvo blanco que emanaba del reluciente piso de cocó.***Los ocho taburetes y la mesa del comedor se interponían a mi paso, haciendo lento y tortuoso el avance de este pequeño caminante.
Fue así como arribé a este mundo en un micropunto de la geografía nacional que los lugareños de la comarca conocen con la denominación de “El Burro”. De niño, suponía que los originarios de ese sitio estaríamos condenados a la falta de talento y como vivamente deseaba ser inteligente para cuando llegara la hombría, hacía lo imposible por desvincular mi origen de semejante nombrecito. Todavía hoy no me siento a salvo de ese vaticinio, mas lo verdaderamente importante es que he aprendido a sentirme orgulloso de haber nacido en ese humilde rinconcito de la campiña cubana. Incluso, en domingos de ferias y torneos de equitación, en que cada caballero suele contar hazañas realizadas o solo imaginadas, yo también me “miro a la sombra” y pregono haber jineteado aquel, mi borrico de la infancia.
Esa identificación con el lecho de origen fue el embrión de la identidad personal, social, nacional; y todas, base de lo que en su expresión superior deviene amor por el ser humano, cualquiera que sea el espacio donde se habite. Por ende, la identidad no ha resultado una abstracción, tampoco un atributo únicamente afectivo, sino un auténtico factor de influencia en la conducta.
Alguna que otra vez he hurgado en la naturaleza de la identidad –de la mía y de otras muchas–, y con curiosidad he constatado que no sería posible concebirla siquiera sin la memoria, que le es entrañablemente suya. Esa misma que rastrea y guarda celosamente los recuerdos hasta convertir la individualidad en algo tan singular como único.
El primer universo que recuerdo
Los referentes poblacionales más cercanos al lugar donde nací eran los vecindarios de Palazón, Chucho Rojas y Güeiva. Más distantes quedaban los pueblos de General Carrillo, Buenavista, y el central Adela. Todavía más lejos, las ciudades de Zulueta, Remedios, Caibarién y, especialmente, Santa Clara. Aquellos territorios fueron los escenarios donde residieron, o por los que transitaron, mis abuelos, mis padres, mis tíos, mis primos, y también donde vistieron de largo sus sueños y el quehacer de todos los días.
Aquel paisaje inmediato carecía de ríos, montañas, bosques o irregularidades en el terreno que lo hicieran cautivador, a lo que se agregaba que los extensos cañaverales trasmitían a su imagen una cierta monotonía. Solo un arroyo de tortuoso recorrido pasaba cerca, más próximo aún a la casa del tío Abundio. Quizás en su parte más ancha no alcanzara los cuatro o cinco metros. Patos de corral de vistosos plumajes, alegres y bulliciosos, frecuentaban sus dos orillas, mientras el agua, espumosa y transparente, se desprendía en tropel impetuoso hasta el mismísimo mar.
Muchos años después, y siempre que viajaba a ese territorio de vacaciones, peregrinaba hasta el lugar donde nací, un tanto como los fieles del Corán lo hacen hasta la Meca. Alguien podría objetar que esta región no dispone de atributos que la hagan semejante a ese místico destino religioso o, en otra expresión, comparable al mejor vino, a lo que yo repondría prontamente: “pero es mi Meca, es mi vino”.
¡Cuán articulada a mí estuvo aquella agreste naturaleza! ¡Con qué tierna añoranza recuerdo ese cálido bohío de blanquísimo cocó que alfombraba su piso, y, sobre él, los taburetes de noble cedro que las laboriosas manos de mi madre hacían relucir como piezas en vidriera!
Fue en aquella cuna de lienzo barato donde aprendí a conocer cuánta riqueza es capaz de albergar la pobreza o cómo, desde lactantes, se puede entrañar la dignidad de toda una familia humilde. En ese origen de clase se juramentó en mis venas el amor por los pobres de la tierra.
Para mí, en ese bohío se albergaba la felicidad más completa. Me confirmaba, desde entonces, que en una cueva hay espacio para la más radiante dicha, mientras que en un opulento castillo puede campear el infortunio.
Nunca he olvidado el día en que, con unos cuatro años de edad, sorprendí a mis padres besándose en la cocina de nuestro bohío, y en medio de la sorpresa con que me percibieron, descubrí en ellos una mezcla de amor, vergüenza y picardía.
Siete hermanos antecedieron mi existencia: dos murieron al nacer, cinco me acompañaron por muchos años. Mi padre era el único sostén económico de la numerosa familia, lo que a duras penas lograba en época de la zafra azucarera mediante la estiba de un chucho,****desde el que se trasladaba la caña de las carretas a los carros del ferrocarril. La manutención en el tiempo muerto resultaba aún más azarosa. Durante este período, sobre una pesada arria de mulos, él transportaba quesos desde distantes parajes hasta el pueblo de Caibarién.
El lugar donde vivíamos estaba situado exactamente al borde de la línea del ferrocarril, y en paralelo, a unos doscientos metros, corría un camino vecinal que en la actualidad es la carretera que va de Buenavista a Jarahueca. Al este había un cañaveral, entonces propiedad de Benito Valdés y, al fondo, un pequeño potrero donde papá mantenía sus vaquitas.
La proximidad del bohío a esa línea del ferrocarril me hacía imaginar que aquellos dos hilos de hierro resultaban tan infinitos que bien hubieran podido conducirme a otro mundo, que no conocía, pero presentía. Retengo, nítida, la imagen de que sobre ellos viajaba un “corcel de acero”, a cuyas riendas iba el negro Chanfrao. Dos retranqueros le acompañaban invariablemente: Romero y Medina, este último, el más negro de todos los negros, en cuya amplia boca se alineaban unos dientes tan blancos como el marfil más puro. Nunca supe si mis gritos de criatura lograban abrirse paso en medio del estrepitoso ruido de la máquina o de aquel sordo pitazo que provocaba en mí un hondo vacío en el estómago, pero sí recuerdo con exactitud que a su paso yo siempre gritaba: “¡Tira caña, Chanfrao!”, y en ocasiones me respondía con un vago adiós de sus manos, siempre enfundadas en unos guantes ennegrecidos por el tizne, y en otras, solía estimularme lanzando al suelo alguna que otra caña, en no pocas oportunidades para provecho de las agradecidas vacas de la casa.
Tras la locomotora, veía una larga hilera de carros negros, embarazados todos por miles de tallos de la dulce gramínea, muchos de los cuales se asomaban apretujados desde el interior en pose de soldados en custodia. Aquel impetuoso aparato rodante expelía un humo blanquecino, que en entramados borbotones ascendía hasta el cielo dejando tras de sí un excitante olor a incienso.
Me vienen también a la memoria las dos torres humeantes del majestuoso central azucarero y, con precisión, la imagen del vecindario de Chucho Rojas, situado a un kilómetro de mi casa, donde mi viejo estibaba caña. Era el mismo batey en el que muchos años antes mis antepasados plantaron la simiente de su emporio, levantado sobre el filoso acero de su voluntad. En el batey del Chucho estaba la vivienda del tío Narciso, y la tienda de la localidad que fuera en su origen la vivienda de mis abuelos. Todavía existe ese “tótem” familiar, tambaleante ya por la intemperie y el peso de su historia. En el centro de aquel escenario transitaban numerosas carretas, tiradas cadenciosamente por cuatro yuntas de bueyes cada una.
Recuerdo el arria de mulos, entre ellos Margarita, Tota y Perico, y siempre a su vanguardia la yegua Prieta, a cuyo lomo paciente cabalgaba papá con el machetín en la cintura y, sobre su cabeza, el singular sombrero de cinco picos. Gustaba desde pequeño acompañarle a todas partes, y a horcajadas andaba tras él; mientras, bajo el sol, reparaba con curiosidad en la silueta alargada que él, la bestia y mi minúscula figura estampábamos a nuestro paso sobre la tierra polvorienta y roja.
Una hermosa y antiquísima ceiba se enseñoreaba en el potrero de papá, exuberante y patriarcal como todas las ceibas. Muchas veces fui con mi abuela a recoger la lana que desprendían sus pobladas ramas, con las que ella, laboriosamente, confeccionaba las almohadas de la casa. Me sobrecogía aquel arbolazo, cuyo tronco, de embarazo múltiple y brazos dispuestos con sigilo, irradiaba tanto misterio. Más allá, pero menos distante del “camino real”*****, vivía en otro modesto bohío mi tía Petra.
Por negligencia, más que por pobreza material, no disponíamos de agua potable en la casa. Encontrar el preciado líquido en aquel lugar era cosa, simplemente, de abrir en la tierra un orificio de no más de tres o cuatro metros, lo que por sí mismo revelaba lo poco emprendedor que era mi padre. Prefería transportarla en dos latas grandes, que entonces se denominaban “de luz brillante”, cada una situada en los extremos de una vara larga que él disponía sobre sus hombros. Extraía el agua de un pozo bien distante y luego la almacenaba en barriles y separaba la de beber en una tinaja de barro que se guardaba dentro de un mueble precioso que llamábamos jarrero. En las tardes calurosas, la tinaja sudaba copiosamente, de su superficie se desprendían goterones del líquido fresco y cristalino, me gustaba humedecer el rostro, haciéndolo rozar sobre su superficie.
En todo caso, y sin el propósito de disculpar a papá en lo que pudo hacer y no hizo, ha de tomarse en cuenta el contexto en que transcurría la vida de los campesinos de la época. Se trataba del mismo escenario cultural que explicaría por qué sus vacas fueron siempre pretendidas por el primer “criollito”******que pasara por el camino real, sin importarle mejorar genéticamente la descendencia de su rebaño. Ligereza semejante también se hacía presente cuando ordeñaba bajo el sol, el sereno o la lluvia, sin la protección de una cobija; cuando más, le auxiliaba un arbusto solitario, desde el cual retenía al animal mientras durara la faena de cada amanecer.
Una tarde, mamá, papá y yo galopábamos montados sobre dos caballos. Durante el recorrido, la cabalgadura trotaba sobre numerosos arroyos que, ya crecidos por las abundantes lluvias, se precipitaban en todas direcciones. Tras el paso de las bestias, dos cosas se fijaron en mi memoria, tanto como para recordarlo hasta hoy: el cadencioso y sonoro chasquido que producían las pisadas sobre el agua, y las siluetas multiformes que en imágenes de encajes transparentes se levantaban hasta desaparecer empapando la piel de los animales.
Recuerdo una noche en que, exactamente a las diez, fuimos los tres a la casa de Pedro,El Gallego, y su esposa, llamada Cuca. El propósito de la visita era escuchar un popularísimo programa que se llamaba “Pototo y Filomeno”. El radio, de los primeros de su generación, consistía en un inmenso cajón que cargaba en susentrañas una pila de casi iguales dimensiones. La voz de los personajes salía de sus adentros, y el origen de aquellas voces se me hacía inexplicable y sugestivo.
El primer comerciante que conocí fue un viejito, de raigambre comunista y de apellido Vásquez, oriundo de España, de donde había huido tras la guerra civil. Era de nariz curva y conversar ondulante. Su presencia siempre me inhibía. Deambulaba con una gran canasta repleta de las más diversas mercancías que cambiaba por todas las cosas habidas y por haber. Un día recuerdo haberle trocado huevos por kekes.*******
En cierta ocasión me trasladaba con papá hacia Buenavista en la parte trasera de una carreta. Exactamente frente al cuartel, un negro alto esperaba por algún vehículo que lo llevara hasta la ciudad de Remedios. El viejo lo saludó con reverencia y simpatía, y después, todavía admirado, me dijo al oído: “¡Es un hombre muy grande! Se llama Jesús Menéndez”. En aquel momento no le di ninguna importancia al hecho. Ahora reparo en los méritos que debió tener ante la comunidad aquel luchador, cuando una persona despolitizada como mi padre hizo semejante valoración.
Que yo conociera, el gallego Rivas no era un vecino que se fundiera con la comunidad, más bien, aparecía ante mi vista como distante y enigmático. Le tenía miedo. Era discípulo de una religión evangélica, a sus frecuentes sermones les agregaba una marcada carga mística. Un día, mientras le observaba con gran recogimiento –siempre a distancia prudencial–, le escuché una afirmación apocalíptica que me hizo pensar con pánico que todos los vivientes teníamos los días contados. “El mundo ha durado mil años y más… pero al dos mil no llega”.
Relativamente cerca de mi vivienda, se levantaba, majestuosa, su morada. Era la única casa de mampostería que conocí hasta que tiempo después visité el pueblo de Camajuaní. Como su mote sugería, el hombre procedía de Galicia, por lo que su monumental vivienda, más que exponente de un cierto poder económico, del que en efecto disponía, ilustraba, sobre todo, su cultura gallega de origen. La mansión, de un blanco intenso y elevada sobre soberbias columnas dóricas, parecía –aunque no lo fuera tanto por su diseño– un castillo medieval. Tenía en su amplio patio circundante instalaciones industriales que nadie poseía en la región, entre otras, un horno de hacer pan que desbordaba mi curiosidad. Las ruinas, todavía imponentes de la arquitectura ibérica pueden ser advertidas por los forasteros que transiten hoy por el aledaño camino real.
Casi frente a la casa del gallego conocí el primer circo. Una carpa inmensa con remiendos de irreconciliables colores se extendía a todo lo ancho del camino real. En su superficie, dos grandes roturas se abrían paso sin que los numerosos parches que le poblaban alcanzaran a remediar el desamparo que enunciaban. Un cartón rectangular, decolorado en lo que debió ser su rojo intenso, exhibía el nombre de aquel circo: “Teatro del Camino”.
Una cotorra, un león, dos monos, dos perros, tres palomas, una gitana, un payaso-domador, un mago y un trapecista constituían el elenco artístico de este singular teatro ambulante. Cada semana se movía de un lugar a otro de la comarca en una pesada carreta. La cotorra hablaba sin cesar, con un léxico abundante y un tono de voz casi humano, pero su mayor atractivo eran las malas palabras. De las que conozco, las tres peores se las debo a esa maldita que, en atrevimiento sumo y en presencia del público, ponía en entredicho la reputación de su dueña, la gitana.
Una verdadera plaga de piojillos y pulgas invadía aquel elenco. Solo la cotorra y la gitana parecían padecerlos menos. A todos los demás seres, algún mal se les advertía a simple vista, pero ninguno como el león para incentivar mi compasión.
Nunca antes había visto un león, ni en fotografía. De ahí que cuando lo vi fuera de su jaula, soñoliento y apacible, lo confundiera con el perro grande del tío Domingo. Entre los atributos que ignoraba en estos animales, contaba que podían vivir muriendo. Mantenía su cola grande en permanente estado de bochorno, disimulada entre unas patas que se resistían a sustentarlo plenamente erecto. Tan disminuidas resultaban sus carnes, que las costillas, más que insinuarse bajo la piel, semejaban estar clavadas sobre la superficie de su cuero triste, en lo que parecía ser un esfuerzo último por no perder las entrañas en el camino. De sus ojos se desprendían gruesas secreciones: solo su textura seca y blanquecina me hacía suponer que no eran lágrimas.
La gitana era la dueña del circo, esposa del payaso y madre de un niño ligeramente mayor que yo. La pareja lo preparaba –según ya se anunciaba publicitariamente– para que trabajara como niño prodigio. Con él hice prontas migas, ambos jugábamos imaginando que dos botellas de cervezas vacías eran bueyes, los cuales, unidos bajo un mismo yugo, tiraban de una carreta. Recuerdo perfectamente su mirada, sumergida y triste, así como la fuerza con que rechazaba atender a las primeras lecciones suministradas por el papá. Mamá no quería que me juntara con él, por pánico a que los piojos que lo invadían decidieran cambiar de cabellera.
La gitana leía las manos y tiraba las cartas a cuanta gente se arrimara al circo, al costo de diez centavos. No tendría más de treinta y cinco años de edad, sus ojos eran tan hermosos como dos océanos, y los contornos de su cuerpo no quedaban en menos. Aún hoy, si cierro los ojos puedo recordar aquel, su sensual andar de las caderas. Solo los piojos y unas uñas desmesuradamente largas y sucias, le daban una imagen vulgar, acaso de bruja en infortunio.
Yo estaba loco por ser adivinado por la cartomántica, pero la vieja –como le decía cariñosamente a mi madre– lo impedía, con el pretexto de que ella –más que la gitana– intuía que sería un hombre poseedor de grandes fortunas. Nunca llegué a saber si el costo de la adivinación fue lo que convirtió a mamá en desacertada pitonisa.
Otro personaje que me cautivaba era el payaso, regordete y calvo, y no solo por las cosas simpáticas que hacía o decía, ni por la destreza con que abandonaba ese rol para asumir cualquier otro, sino por la magnética comunicación que establecía con el auditorio. Se evidenciaba el dominio completo sobre los espectadores, a lo que se unía un criollísimo lenguaje y un arsenal de gestos bien articulados. Esto lo convertía en un verdadero conductor de aquella masa a la que virtualmente hipnotizaba: lo mismo los derretía en contagioso humor, que los envolvía en el recogimiento y la tristeza extremos. En el momento en que los asistentes pasaban de la sonrisa a la carcajada, yo dejaba de atender al artista para fijar mi mirada en las numerosas encías desnudas. Me atraía aquella especie de mueca; lo que aún no sabía era que esas bocas que reían con desparpajo eran testimonio de la suerte que aguardaba a los del surco.********
En sus tiempos libres el payaso se iba a cazar para el león por los bateyes y guardarrayas próximos. Sus presas debían ser los gatos y perros, presumiblemente sin dueños, pero más de una vez, al no precisar este (con conciencia o sin ella) la identidad de sus víctimas, los propietarios lo denunciaban ante el cuartel de Buenavista por crimen contra la propiedad.
El único momento en que advertía en aquel artista popular un inapropiado desempeño era cuando, látigo en mano, escenificaba la doma del león. La fragilidad de la fiera era tal que, no pareciéndolo ya, exponía al domador a una imagen de azote criminal.
En las funciones nocturnas el circo resultaba concurrido, sobre todo, por los labriegos del lugar. La misma cantidad de personas que había dentro se amontonaba por fuera para ver o escuchar, según lo permitiera el deterioro de la carpa. Disfrutaban casi igual y no les acarreaba costo alguno. El precio de veinte centavos podría parecernos desmesuradamente barato, pero no lo es tanto si reparamos en el poder adquisitivo de los campesinos en aquel entonces. El hijo de la gitana me entraba gratis, a escondidas por la rotura menos visible de la carpa.
Años más tarde conocería a personas que disfrutaron en la capital de grandes espectáculos circenses, entre ellos los de los circos Ringling y Montalvo. De cierta manera, se trataba también de un arte popular, pero altamente costoso, inimaginable para los habitantes de aquel camino real.
Como ya he relatado, el poblado más cercano a mi bohío era Buenavista, entonces un populoso vecindario con ínfulas de municipio, que había sido fundado, al menos oficialmente, desde el 17 de junio de 1870. Sus fundadores procedían nada menos que de la Comandancia Española de Güeiva, con asiento de igual nombre, más paupérrimo y menos poblado. Bien arreglados estaban los buenavisteños con la nueva plaza, concebida desde semejante “metrópoli”.
Mi recuerdo de aquel conjunto poblacional y arquitectónico me remite a ciertas aldeas de Cataluña y Andalucía, o a algunos puebluchos del medio oeste norteamericano de finales del sigloxviiio principios delxixabandonados a su suerte. Una calle principal, recta y angosta, divide al pueblo en dos mitades para terminar en un hermoso “balcón”, desde el que se divisaba el mar del norte. En su paralelo derecho, otra única vía asfaltada contribuía a forzar la imagen citadina, pero ciertamente íntima y cálida de aquel pueblecito montuno. A ambos lados de estas dos calzadas, cuatro callejuelas bien trazadas y polvorientas hacían el resto. En el centro mismo de aquella plaza, como usufructuando espacio ajeno, se levantaba un austero parque rectangular, estrecho y frío, sin plantas ni flores. Tres bancos de ortopédico cemento situados en sus laterales,completaban el ornamento. Curiosamente, no faltaba en el mismísimo parque la tradicional iglesia, única garantía de que aquel conglomerado humano tendría acceso directo al reino de los cielos.
Sea como fuere, el nuevo enclave disponía de un eficiente cuartel de la Guardia Rural, dos farmacias, que en la localidad denominábamos “boticas”, dos médicos, dos tiendas de ropa y tres de víveres, una zapatería, una ferretería, dos bares y hasta un cementerio, garante este de un destino último y seguro para los que decidieran cambiar de suerte.
Yo –que aún no estoy presuroso por cambiar la mía– he dispuesto, sin embargo, que los despojos de lo que en vida he sido, descansen en aquella tierra. Para ese propósito, también he diseñado la cabaña funeral, que en negación de su razón de existencia –de lo que fuimos o simplemente quisimos ser– la concibo como un verdadero canto a la vida; de eso nos hablan la siembra de abundantes flores y una sentenciosa inscripción que reza:
Tras lo mucho vivido, pienso que seguramente serán numerosos los quehaceres que añoraré desde “el más allá”; pero ninguno resultará igualable, al de haber podido pensar, amar y crear…
En el central Adela. Primeras reflexiones
Los hermanos de papá le compraron una finquita de unas dos caballerías, dedicadas casi por completo al cultivo de la caña, como casi todas las de la región. De esta manera, mi padre pasaba a ser un pequeño colono que, sin embargo, no abandonaba su arria de mulos ni su tradicional estiba en el Chucho Rojas.
La casa, situada en los predios del central Adela, era de madera; el portal, de tabloncillo; el techo, de guano y el piso, de cemento; disponía de dos habitaciones. Estaba ubicada en una discreta elevación del terreno, lo que la hacía fresca y clara. Sin duda alguna, las condiciones materiales eran allí mucho mejores que en el bohío donde nací.
Habíamos progresado, pero este ascenso no me resultaba especialmente placentero, ni me hacía sentir honrado. La nueva finca fue adquirida por mis tíos con la pequeña fortuna dejada por mi abuelo para cada uno de sus hijos. No era, en consecuencia, fruto del esfuerzo de mi padre, y mucho menos de nosotros.
La nueva vivienda estaba situada a unos cinco oseis kilómetrosde Chucho Rojas. Si tomamos como referencia andar a pie o a caballo, la distancia que mediaba entre la vieja y la nueva morada parecería inmensa, pero en esta nueva era del automóvil, ambas son parte de un mismo y único paisaje.
La mudada se hizo en horas de la noche. Todavía al día siguiente encontrábamos a distancia de la casa algunas de las gallinas que transportamos bajo el desamparo de la oscuridad.
Entre las notables mejoras de este otro domicilio estaba un radio de madera, marca Motorola. No me perdía entonces una sola novela de las que trasmitía aquel novedoso aparato. Con gran interés me identificaba con los buenos y contra los malos, y a favor de la justicia, o lo que entonces juzgaba como causas nobles. En aquellos escenarios novelados conocí de la existencia de las profesiones de abogado y médico, que a mí me parecían jerarquías inmensamente superiores a los oficios de montero, cortador de caña o espiritista, que hasta entonces conocía. Me juré llegar a la universidad y ser abogado, lo que en el momento, y para la generalidad de los que habitaban en el lugar era una fantasía, mientras que para mi familia, pura demencia infantil.
Mis aspiraciones de entonces eran nobles, pero distantes para un niño de mi condición social, solo accesibles según la voluntad y el tesón de lo que se fuera capaz; de ahí que mi goce fuera superior ante cada tramo de la meta que conquistaba. Sin embargo, con el transcurrir del tiempo fueron cambiando los valores que asignaba a cada uno de aquellos propósitos; interioricé que, más importante que abogado, era llegar a ser un buen ser humano. Para lo primero, era apenas necesario un poco de esfuerzo y cierta perseverancia; para lo segundo, se requeriría de una conciencia superior y el manejo permanente del cincel para esculpir nuestra conducta.
Vivíamos a un kilómetro del central azucarero, cuyo batey era como el de todos los ingenios. Me gustaba ir a su centro de mayor ajetreo fabril, visitar las calderas, salpicarme con las duchas de agua caliente, oler el guarapo recién salido de las esteras, ver a distancia las dos humeantes torres y , más que todo, escuchar el pitazo del central. Uno –recuerdo– sonaba a las once de la mañana. Siempre lo imaginaba como un gemido misterioso que salía de sus poderosas entrañas.
En Adela cumplí cinco años y fui por primera vez a la escuela, que estaba situada en el vecindario llamado Quintana. Su techo era de guano y su piso de cemento. Mi primera maestra se llamaba Francisca Rubestein(Panchita).
Me gustaba leer y lo hacía bien, gracias a la intervención eficiente de Sara, mi hermana mayor. Me portaba correctamente en la escuela, hacía las tareas que me encargaba la maestra y experimentaba una extrema vergüenza frente al simple regaño o la consecuencia del incumplimiento de responsabilidades que me hubieran asignado. Desde los rudimentos de cada asignatura mostraba aplicación y buenos resultados para las letras, así como dificultades superiores para la matemática, constante esta que me acompañaría durante el resto de mis estudios.
Sentía una gran vocación por la poesía. Recitar me llenaba de emoción y al declamar los versos sentía el mismo vacío en el estómago que antes me produjera el pitazo del tren. Los maestros me preferían para que recitara en los días de fiestas o actividades especiales, y yo me regodeaba en ello, sintiéndome el ombligo del mundo. Por supuesto, no tenía la menor idea de lo que era Patria, pero ya me emocionaba escuchar el himno nacional, izar la bandera o escuchar relatos heroicos.
En la educación primaria, la asignatura que más me gustaba era Historia y, en segundo lugar, una que entonces se llamaba Moral y Cívica, semejante a la Cívica que se cursaba en el bachillerato. Tengo entendido que después esta desapareció de los planes de estudios, como si ante los fundamentos superiores de la Revolución aquella especie de decálogo ético sobrara.
Todo lo preguntaba, y cualquier conclusión o afirmación a la que tuviera acceso me gustaba ponerla patas arriba y hurgar en la lógica interior que la explicara desde ángulos diferentes, hasta convencerme de su porqué. Esa conducta, más que muestra de talento, evidenciaba desde entonces una fuerte individualidad. Sabría después que las ideas son buenas, pero el interés por descubrirlas y los arrestos para defenderlas, mejores. Años más tarde, dispondría de otros recursos para el análisis, pero el rechazo a las verdades sagradas, la indagatoria constante a todo y la visión crítica del universo que me rodea me auxiliaron desde aquellos orígenes.
Me ha interesado la búsqueda de la verdad; cuando creo tenerla, me afano en procurar el segmento que eventualmente le falte o incluso la niegue. En la medida en que me fui haciendo menos inculto y, sobre todo, desarrollándome política y socialmente, estos atributos fueron evolucionando. Ni la Revolucióncubana, obra a la que he dedicado mi existencia, queda exenta de mi pupila crítica. Tampoco lo está la conducta de mis seres más queridos, ni mi propia persona, salpicada como está de múltiples errores.
A comienzos de mi primer curso escolar, Panchita, más que cumplir con una clase programada, resultaba interesada en disertar sobre cubanía, quizás motivada porque en el aula también estaban presentes alumnos mayores, de tercero y cuarto grados. En su exposición convencía, dada la fuerza que añadía a los argumentos, pero, especialmente, porque cementaba cada juicio con una emotividad que hacía que aquella lección de cívica patriótica quedara sembrada en mí para toda la vida. Más que una maestra ofertando saber, parecía un orfebre modelando las almas vírgenes de los parvulitos presentes.
Fue la primera vez que escuché los nombres de Céspedes, Agramonte, Gómez, Maceo, Martí, los vocablos patria, bandera, mambises, Guerra del 68, Guerra del 95, independencia, soberanía y dignidad nacional. En aquella disertación Panchita también hizo alusión a las crueldades de España, pero en el ámbito de aquella inocencia hasta me pareció indulgente con la antigua metrópoli cuando censuraba con pasión a los Estados Unidos por haber arrebatado a las fuerzas independentistas la legítima victoria. Claro, yo no lograba identificar el sentido literal de cada término o los conceptos de fondo, mucho menos su interrelación y coherencia, confundía unos con otros. No obstante, el sustrato emotivo de cuanto decía la maestra me cautivaba y hasta me enardecía.
Esa tarde, cuando regresé a casa, era virtualmente otro niño. Sentía –ese día y muchos de los que siguieron– que no podía digerir la pesada carga que llevaba dentro. A toda la familia la apabullaba con las más diversas preguntas, que por supuesto quedaban sin respuestas en un hogar donde todos tenían tan poco que aportar sobre este saber de la Historia.
Esa rica bolsa del pasado patriótico que se me había obsequiado aquel día, no era un “enlatado” de patriotismo. Significó apenas el primer paso en esa buena dirección. La prédica había impactado de manera fulminante en una sensibilidad que le recibía como acopio difuso y primero de lo que sería más tarde mi propia identidad nacional. Muchos años después, en ocasión de estudiar en la universidad la teoría del socialismo, recordé con ternura aquella prédica, pero, sobre todo, reparé en cuánto sirve de base a los niveles superiores de conciencia política, disponer antes de un simple sentido ciudadano, de la existencia de un territorio nacional y una historia patriótica compartida por la población.
El día siguiente de aquella clase magistral resultó feriado, y acompañé a mamá a una larga visita a la familia que ahora habitaba el bohío donde nací. Al llegar, experimenté una tristeza especial y me negué a entrar. Me fui hasta el árbol de “guabán”********ubicado al fondo de la vivienda y ahí acurruqué mi pequeña humanidad entre las gruesas raíces que crecían a flor de tierra. Pensé con melancolía en todas las cosas que habían rodeado mi corta existencia en el lugar. Medité en la cercana línea de ferrocarril y en la grama seca que en todo su derredor aparecía ennegrecida por el aceite que derramaba la locomotora al pasar y, un tanto más a la derecha, en el viento fresco de la tarde que hacía ondular en el espacio las espigas maduras del pasto mexicano.
El conocido ruido de la locomotora que se acercaba me incentivaba a rememorar aquel pasado reciente en que pedía cañas a Chanfrao, pero esta vez me limité a contemplar el desplazamiento del tren a todo lo largo de esa línea, que otra vez me parecía infinitamente recta. Tras pasar a mi lado, sentí que se multiplicaba su velocidad hasta casi perderlo de vista. Con el último de sus vagones me asaltaron en torbellino los relatos que el día anterior hiciera la maestra Panchita. Cerré los ojos y, ya en sueños, comencé a imaginar que en él viajábamos apretujados todos los niños de la escuela, ahora convertidos en bigotudos mambises. De nuestras cinturas colgaban hasta el piso largos machetes. Aguardábamos por la orden del jefe mambí para emprenderla, por igual, contra los españoles y los norteamericanos, cuya diferencia –según la reciente prédica docente– no era muy importante establecer.
En algún momento del sueño, ya no viajaba en tren, sino que estaba sobre tierra firme, la cual le disputaba a un contrario. Mi machete había pasado de la cintura a unas manos temblorosas que se resistían a emplearlo. Sin dudas, estaba frente al enemigo, que me miraba fijamente, decidido y mejor armado. Ahora me parecía inmenso de grande. Con un miedo pavoroso, que me sacudía de pies a cabeza, me dispuse a regresar sobre mis pasos, pero el adversario avanzó hacia mí. Me sobrevino un pánico mayor, solo que un tanto honorable, ya que me impulsaba con vacilación a la pelea, al menos para no morir de espalda. Así marchaba la tragedia cuando la exasperada voz de mamá me trajo a la realidad de otro combate seguro, más que por haberme alejado sin su permiso, por el pantalón, que ahora estaba húmedo y maloliente.
Aquel sueño fugaz quedó en mi memoria como un pesado suspenso o una asignatura pendiente. Fue así por mucho tiempo, exactamente hasta catorce años después. También en esa nueva ocasión soñaba, pero esta vez despierto; me encontraba en las arenas de una playa distante: ¡Girón!
En el primero y segundo grados, mi condiscípula, Ana Deysi Martínez, fue mi primera ilusión sentimental, imposible por añadidura. La recuerdo rubia, envueltica en carne, diríamos que realmente hermosa; su piel era de un blanco que todavía puedo rememorar; sus ojos, cuyo color he olvidado, me parecían inmensos, rodeados como estaban por dos ojeras profundas, que hoy quizás no serían de mi agrado, pero que en el momento se me antojaban como la más ingente expresión de la belleza.
Mi pupila infantil no era lo suficientemente generosa como para reparar en otros muchos atributos que en la actualidad me seducirían a primera vista. Es curioso cómo con el paso de los años, más bien con las vivencias y la cultura, los atractivos y las preferencias evolucionan. En aquella época, me hubiera parecido absurdo considerar la personalidad de una muchacha como algo importante, siquiera tangible. En otro orden, tampoco la mirada, la boca, el cuello, las manos o los pies hubieran atraído mi atención; sin embargo, después, todos estos atributos han constituido obligados referentes.
Mientras me derretía en una adoración sin límites y me convertía en el hazmerreír del resto de las niñas, Ana Deysi me ignoraba olímpicamente. Un día, a instancia de los muchachos mayores, besé la bolsa de sus libros, y en atrevimiento mayor, le pedí que fuera mi novia, a lo que ella respondió con un despectivo movimiento de cabeza, que entonces me pareció un latigazo en el rostro, pero que me hizo ver, para el resto de la vida, la importancia de la sutileza en esos lances sentimentales.
Como era tradicional en la comarca, algún que otro vecino visitaba mi nueva casa en horas de la noche y, como también era costumbre, los temas de conversación giraban en torno a los cementerios, los muertos, los espíritus y, en general, las supuestas andanzas de los que ya no comparten el mundo de los vivos. Mientras esas conversaciones tenían lugar, yo era solo oídos. Un clima de tensión y misterio lo iba invadiendo todo, al tiempo que ya, presa del pánico, me ovillaba hasta casi extinguirme en el regazo de mi hermana Sara.
Se decía que un tal Bergolla, quien había vivido en la finca donde ahora lo hacíamos nosotros, había sido ultimado a machetazos por un delincuente, y que su espíritu deambulaba por los alrededores montado a caballo. No sé por qué sus cabalgadas imaginarias sobre un corcel blanco me provocaban tanta angustia. En mi imaginación hacía dar vueltas al jinete –que concebía vestido de igual color al de su cabalgadura– en torno a la ceiba, situada justamente en los límites de la propiedad y en el centro mismo de sus andares.
Desde mi casa a la escuelita habría menos de un kilómetro, y cien metros de ese recorrido había que transitarlos a través de un trillo que se abría paso en medio de un cañaveral. Ni por casualidad me desprendía del brazo de mi hermana Eneida, que entonces cursaba el quinto grado y me acompañaba al colegio. Presentía que tras cada montón de caña me aguardarían espíritus implacables. Temía a los vivos malos, pero más, mucho más, a los muertos, sea cual fuere su identidad o conducta. Ya podrá conocerse del miedo enfermizo que me acompañaría a lo largo de los años siguientes, y, al mismo tiempo, identificar en los hechos en que me involucraría, el peso mayor que implicaron las convicciones, que terminan resultando su más eficaz antídoto.
En mi casa había una hoja con una oración a San Luis Beltrán –su foto incluida– a la que todos denominábamos “ensalmo”. Siempre que una persona o animal contraía dolencias de salud, alguien mayor, de preferencia el más respetado, leía aquella plegaria frente al enfermo. A pesar de mi corta edad, llegué a leerla correctamente, le imprimía altos y bajos en la voz, y cerraba los párpados en uno u otro trance de su contenido. Pronto se propaló que este niño disponía de condiciones naturales para tales menesteres “espirituales”, por lo que siempre que en la familia de los Barrosos había algún enfermo, me mandaban a buscar, y allá iba yo poseído de no sé cuántos dones.
Esta familia habitaba relativamente cerca de mi casa. Recuerdo perfectamente que el jefe del núcleo familiar tenía por nombre Eloy, como el de su padre, de origen canario. Con su esposa Julia, pequeñita y buena, tuvo once hijos. En el tiempo que vivimos en el central Adela, llegó y plantó el familión en pleno camino real. Era un hombre de probada honradez y generosidad. Curiosamente, por la abundancia de estas virtudes y la ausencia de espíritu ofensivo, a más de un vecino escuché calificarlo de “carne con ojos”.