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Las historias de una combatiente de la generación revolucionaria de los años cincuenta del pasado siglo, su familia, sus compañeros de la lucha clandestina y los colaboradores del MR-26-7 que la rodeaban desfilan por estas páginas que develan el sacrificio y la abnegación de quienes lo entregaron todo a la lucha revolucionaria. Muchos de los personajes de quienes cuenta Leonor en sus memorias son conocidos —hasta con el Che y Camilo, durante la invasión y su paso por Las Villas, incluida la toma de Santa Clara, combatió Leonor—; en todos están presentes el heroísmo y el amor a Cuba. Nos ofrece la valiosa historia de una muchacha común, que se fue transformando en una mujer de vida excepcional, de una generación que lo sacrificó todo en aras de la libertad patria. Por eso, la lectura de estas páginas estremece.
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Seitenzahl: 238
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Edición y corrección:María Luisa García Moreno
Diseño y realización:José Ramón Lozano Fundora
Fotos:Cortesía de la autora
Cuidado de la edición:Ana Dayamín Montero Díaz
© Leonor Arestuche Amieva, 2020
© Sobre la presente edición:
Casa Editorial Verde Olivo, 2022
ISBN 9789592244481
Todos los derechos reservados. Esta publicación
no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,
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Casa Editorial Verde Olivo
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Leonor Arestuche Amieva, en Memorias de una combatiente clandestina, nos ofrece la valiosa historia de una muchacha común, que se fue transformando en una mujer de vida excepcional.
Aquella adolescente delgadita sirvió de enlace entre las direcciones provinciales de Matanzas y Las Villas, para trasladarme al movimiento clandestino en su provincia; participó en las conspiraciones insurreccionales de la nación con el aparato político, cívico y militar, clandestino y guerrillero del Movimiento Revolucionario 26 de Julio (MR-26-7), en varios territorios; se destacó como combatiente del Movimiento en el aparato militar urbano y como enlace con los municipios de Matanzas; cuando luchaba en La Habana, coordinó el asalto a la Cárcel de Mujeres de Guanajay, Pinar del Río; en el Frente Norte de Yaguajay y en el Frente del Escambray, se vinculó con Camilo Cienfuegos y el Che Guevara, y participóal mismo tiempo con el aparato civil; de igual modo, desempeñó misiones en la batalla de Santa Clara.
Estos hechos muestran cómo, durante el transcurso del movimiento de liberación cubano, se fue retroalimentando y fraguando en Leonor una personalidad superior.
Había emergido como dirigente estudiantil en el Instituto de Matanzas que, orientado por el cardenense José Antonio Echevarría Bianchi, líder de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), se enfrentó a la dicta- dura de Fulgencio Batista. La vimos asumir desde el primer momento la llamada “línea dura”, o sea la lucha armada contra el régimen. Después de incorporarse al MR-26-7, en la brigada de Acción y Sabotaje encabezada por su tío Diluvio Arestuche, junto al tío Darío y su hermano Austresberto, comenzó a ser conocida por Sobrina y más tarde como Lourdes, Mercy y Dalia.
Innumerables fueron los combatientes con los que compartiómisiones. Uno de los más destacados fue el matancero Armando Huao Secades, expedicionario delGranmay jefe de Acción en la provincia. Estuvo estrechamente vinculada a Enrique Hart Dávalos, que ocupó esa jefatura durante las operaciones de la huelga del 9 de abril de 1958, y a Esteban Hernández Alfonso, el Líder, el Maestro, miembro del comité de huelga y dirigente regional de Cárdenas, designado jefe del grupo de alzados en las alturas de Bibanasi, en el límite de Las Villas: todos ellos mártires de la Revolución. Y, en el Frente Norte de Las Villas, antes de la llegada de Camilo Cienfuegos, se relacionó con Víctor Manuel Paneque, Diego, jefe de Acción en la provincia; con Regino Machado y con los hermanos yaguajayenses Diego, Justo y Victoriano Parra, este último conocido como Macho.
También operó con el coordinador nacional del Movimiento, Marcelo Fernández Font, Zoilo; Manolo Suzarte Paz, Martín, responsable nacional de Finanzas; y Jorge Reyes, financiero en la capital de la República. En Cienfuegos, sostuvo vínculos con Serafín Ruiz de Zárate y Osvaldo Dorticós Torrado, ambos coordinadores del movimiento en la región.
Tuvo estrechas relaciones con Caridad Díaz Suarez, Nenita; Isabel María Zamora Sánchez, Belica; Mercedes Garrudo e Isabel Monal, organizadora de las células revolucionarias de base, nuevo frente del movimiento dirigido por mí como miembro de la Dirección Provincial de La Habana.
Desde pequeña, Sobrina fue cultivando en el seno familiar su vocación patriótica y su linaje mambí. Ya en su adolescencia, como heredera de la cultura y el proyecto de José Martí —portador del concepto de nación soberana—, sus sentimientos y pensamientos continuaron entretejiéndose moldeados por el acontecer y los hechos vinculados con fuerza a su infancia.
Recibió como legado la tradición de lucha patriótica por la independencia de Cuba, procedente de sus tíos abuelos maternos José Dolores, coronel del Ejército Libertador, y José Manuel, y en especial de su abuelo Miguel. Tenía alrededor de seis años cuando presenció el sepelio de este, en el que se le rindieron honores: fue conducido en un armón de artillería cubierto por la bandera cubana y acompañado por la música de la banda militar. Impresionada, la pequeña Leonor deseó ser patriota como él y ser conducida de la misma manera. Este recuerdo marcó su infancia y lo colocócon orgullo en esa aureola de fantasía, que solo puede entrever un niño.
En su adolescencia recibió la influencia del pensamiento de su abuelo paterno Guillermo Arestuche Romero, de origen italiano, y de su padre Delfos, ambos identificados con Antonio Guiteras Holmes y su organización Joven Cuba, y opuestos al dominio estadounidense en Cuba.
Su cultura patriótica, linaje mambí y cubanía, así como su pertenencia a la generación revolucionaria de los años cincuenta, lidereada por Fidel Castro —continuadora de la de las guerras de independencia y la Revolución del treinta— la hicieron protagonista del triunfo de enero de 1959, que pondría en práctica el proyecto martiano de nación soberana.
La autora, en sus memorias, nos deja los intríngulis de su vida y su entrega total a la causa patriótica. Ella es reflejo de la tradición revolucionaria de las mujeres cubanas, que, sin embargo, a lo largo de la historia han permanecidoausentes en la historiografía. Como combatiente revolucionaria de la segunda mitad del sigloxx, pone de relieve la participación destacada y extraordinaria de jóvenes que, como ella, dejaron su impronta a las futuras generaciones.
Gladys Marel García Pérez,
La Habana, 14 de mayo del 2018.
A mis padres, hermanos, hijos y nietos.
A los combatientes clandestinos matanceros y villareños.
A mi hermano y compañero Herácleo Lazco García.
El hilo conductor de mis memorias revela dos factores fundamentales en mi vocación de cubanía: mi identificación con el propósito de lograr la soberanía de Cuba y mi participación como combatiente de la generación revolucionaria de los años cincuenta del pasado siglo.
Me resulta grato afirmar que la herencia legada por mi familia fue muy hermosa. En mi niñez, influyó en mis sentimientos de querer ser como ellos, el ejemplo de mis ancestros maternos que formaron parte del mambisado del Ejército Libertador y lucharon por lograr la libertad de Cuba, frustrada por la intervención norteamericana en la guerra que ya los cubanos tenían ganada. Y en mi adolescencia, el pensamiento de mi padre y de mi abuelo paterno, que continuaron identificados con el pensamiento y las luchas de Antonio Guiteras,1 cuyo asesinato el 8 de mayo de 1935, en El Morrillo, Matanzas, dio al traste con el reinicio de la Revolución de 1930, justo cuando se disponía a salir hacia México para preparar la insurrección e iniciar la revolución por medio de la lucha armada contra la dictadura de Fulgencio Batista. De igual forma, se hizo sentir en mi formación patriótica la oposición de mis familiares al dominio estadounidense en la República de Cuba. De esa manera, desde mi niñez, se fue conformando mi cultura patriótica y sustentómi forma de pensar el anhelo de combatir por la independencia de Cuba.
Tras el golpe de Estado de 1952, decidí incorporarme a la lucha estudiantil contra el régimen de Batista, y posteriormente al Movimiento Revolucionario 26 de Julio (MR-26-7), que se erigió bajo el liderazgo de Fidel Castro Ruz.
En este libro narro mi historia y la de muchos combatientes y dirigentes junto a los que participé en los territorios del centro y el occidente de la Isla, tanto en Matanzas, mi patria chica, como en Las Villas y La Habana.
Fue muy valiosa la participación de la historiadora Clara Emma Chávez, que aportóa mi manuscrito su experiencia profesional. Juntas, nos dimos a la tarea de revisar el orden de los datos incluidos, desde los orígenes familiares y sociales, y, sobre todo, las referencias a los numerosos combatientes clandestinos con quienes compartí. A ella quiero hacerle llegar mi gratitud por su colaboración.
El material original de las libretas de mis memorias ha sido respetado en su esencia, aunque se han esclarecido y completado situaciones y datos que, en aquellos momentos hubieran resultado imprudentes; también se incluyeron notas aclaratorias que fortalecieron el resultado final.
La autora,
Matanzas, 2018.
1 El carnet como militante de Joven Cuba de mi padre Delfos Arestuche, se encuentra en el Museo de la Revolución, sede en el antiguo cuartel Goicuría, Matanzas.
A la historiadora Clara Emma Chávez por su valiosa asistencia, que ha contribuido a enriquecer mis memorias.
Por sus testimonios, a mis compañeros: el actual general de brigada (R) Armando Choy Rodríguez, sobre mi participación junto con el comandante Ernesto Che Guevara en el Escambray; Roberto Hernández Zayas, acerca de nuestra intervención conjunta en la clandestinidad; Gladys Marel García Pérez, Carmen, por su asesoramiento y su apoyo en la verificación de numerosos aspectos de mis memorias, gracias al hecho de haber estado muy unidas y conspirado juntas; Isabel Zamora, Belica, por sus aportes en el completamiento de nombres de colaboradores; Raúl Sarmiento Carreras, por su ayuda en la confirmación de algunos elementos relacionados con la historicidad del libro.
En especial al combatiente de la clandestinidad y mi representante en la gestión editorial Pedro Hernández Soto, por su encomiable apoyo en lo referente a la redacción, así como a Maria Luisa Garcia Moreno, mi editora, y a Rene González Barrios, presidente del Instituto de Historia de Cuba.
A los combatientes que me auxiliaron en las verificaciones: Ángel Pérez León, Lito; Talía Laucirica Gallardo; José Manuel Iznaga y su esposa Sara Peñalver; Mercedes Garrudo Marañón y Sonia García Ibarra.
Al compañero Antonio Abeledo García, Ñico, por las comprobaciones realizadas y al chofer Carlos Valera Arzuaga. Por la contribución prestada, a Adrián Álvarez Chávez y Jesús Fidel Velasco Valderrama.
Agradezco también la colaboración del personal de los archivos de la Catedral y de la iglesia San Pedro Apóstol, del Centro de Documentación del Museo Provincial y del Centro de Documentación e Información Pedagógica.
Agradezco también el profesional trabajo de fotografía del amigo Juan Seguí Morales.
Leonor Arestuche Amieva,
mayo del 2018
Mi historia es similar
a la de muchas otras combatientes clandestinas
que vivieron la barbarie del batistato;
la diferencia es que yo decidí narrarla.
Cuentan los que por derecho y hecho lo conocen, que nací el 29 de noviembre de 1935 en la Clínica Matanzas, de la ciudad homónima; así quedó registrado por mi padre en lo civil.1
El bautismo, solicitado por mi mamá, practicante del catolicismo, me fue negado en la Parroquial Mayor, porque el padre Jenaro2manifestó de modo despectivo que un chino, como era mi padrino, no era cristiano, razón por lo cual recibí el acto de fe en la iglesia San Pedro Apóstol, de Versalles. Ese resultó el tropiezo inicial en mi vida, fui la segunda en nacer pero la primogénita de Delfos Arestuche Cantero3y Ondina Amieva Pérez (1906-1950), quienes perdieron al primero de sus retoños. Años después me acompañarían en el hogar mis hermanos Austresberto4y Andoscide.
Nunca me preocupé por la procedencia étnica ni la creencia religiosa de mi padrino Julio Lam, que también bautizó a otros bebés. En cambio, sí conocí del enorme agradecimiento que profesaba a mi familia por parte de madre, que lo ayudó cuando llegó al país sin un céntimo para comer o vestir, ni un lecho para dormir.
Los tres primeros años de mi niñez los pasé con mis padres y mi abuelo materno, Miguel Amieva,5 en su vivienda de Salamanca no. 63, entre Santa Teresa y Ayuntamiento. Después nos mudamos para el no. 77 de la misma calle, a una cuadra del abuelo, quien le regaló ese inmueble a mi madre. De mi primera infancia solo recuerdo, por la impresión que recibí, los velorios de mi tío abuelo José Dolores6 en 1939 y del abuelo Miguel, dos años después.
El 23 de agosto de 1939 se dieron circunstancias que por desacostumbradas estimularon mi imaginación infantil. La casa quinta, propiedad del anciano José Dolores, estaba colmada de personas extrañas; el interés de mi madre para que mi padre nos sacara a “pasear” por los alrededores a mi hermano Austresberto y a mí;y aquella imponente carroza tirada por varios caballos yconducida por un cochero vestido de negro de pies a cabeza, como el negro del conjunto fúnebre que aguardaba frente a la puerta principal. Aún hoy puedo reproducir la escena. Al pasar, de la mano de mi padre, recogía flores que me entretenía en ensartar en un tallo largo y fino, arrancado en un yerbazal.
Cuando en el seno familiar se hablaba de la muerte de quien en vida fuera coronel del Ejército Libertador, mis padres insistían en afirmar que yo no podía recordar lo sucedido en aquella época, en la que aún no contaba cuatro años de edad. Hasta me regañaban por repetir —según ellos— lo que seguramente había escuchado de mis mayores. Es lógico presumir que con el paso de los años completé la imagen original, supe el significado social del soberbio servicio funerario del tío abuelo, conocí que las florecitas eran maravillas y que el propósito del paseo era alejarnos de la casa quinta para evitar que presenciáramos la salida del cortejo; pero de que recuerdo, recuerdo.
La otra pérdida familiar que marcó mi infancia sería la del abuelo Miguel. Vivía orgullosa de él y le colocaba la aureola de fantasía que solo puede entrever una niña. El abuelo había integrado las fuerzas del mambisado en Matanzas, donde alcanzó el grado de sargento gracias a méritos bien ganados desde que comenzó como mensajero cuando apenas arribaba a la juventud.
Mientras viva recordaré como cada mañana llegaba a mi casa con un cartuchito de galletas de sal o manteca —como eran conocidas—. Nunca nos faltaba la sabrosa golosina para acompañar la leche del desayuno, porque si él no podía acudir por alguna ocupación impostergable o por enfermedad, mandaba el paquetico con uno de mis primos. Era su rutina matinal, una costumbre religiosamente satisfecha, no solo en mi casa, sino en la de sus otras dos hijas y nietos. A veces repetía su visita en horas de la tarde, lo que me llenaba de alegría.
Lo tengo presente con mucho cariño, llegaba temprano con su traje beis impecable que resaltaba su elegancia personal, el chaleco, la leontina, el reloj en el bolsillo delantero del pantalón y el monedero de malla de plata donde guardaba el menudo. Siempre quise tener ese portamonedas que tanto me gustaba; pero se perdió de mi vida como su presencia física. Era serio, severo con las indisciplinas, pero nos concedía la mirada bondadosa del viejo patriarca que cuida con celo a su rebaño.
Un día llegó la fatal noticia. La muerte lo había sorprendido mientras desayunaba en un restaurantede La Habana, adonde había acudido acompañado de uno de sus nietos, Silvio González Amieva, a resolver un asunto personal en La Cabaña. Lo velaron en su casa de Velarde no. 78½ esquina a Santa Teresa. Sobre su ataúd descansaban un machete mambí, un revólver inmenso y una bandera cubana.
De pie junto a la ventana, entristecida, observé la salida de aquel entierro que nunca olvidaré. El féretro, portado en hombros, fue depositado en el armón de artillería y la banda de música del Ejército acompañó su triste marcha hacia el reposo definitivo. Aquel día, no obstante mi poca edad, me propuse llegar a ser como él.
A los seis años inicié mi vida escolar en el kindergarten de la escuela pública no. 11 para niñas, en Daoiz yAyuntamiento. Cuando terminé el preprimario (curso 1942-1943) me entregaron un diploma por “aplicación, disciplina y asistencia”, más una muñeca con su camita, premiación que fue fotografiada. Mi padre, orgulloso, me llevó a su trabajo, la mueblería de Valentín Martínez, en la calle Cuba, entre América y Compostela. En un cuarto anexo al taller vivía el primo del dueño, el famoso pícher Limonar Martínez, quien cuando supo el asunto que llevaba a mi papá, me preguntó qué quería de regalo por ser tan buena alumna, y, ante el asombro de todos, le pedí una areca. Con el dinero en la mano, salimos en busca de la planta ornamental que fue exhibida en la mueblería y en la sala de la casa, mi lugar preferido. Conservo en la memoria el asombro de todos los que oían del incidente y, naturalmente, yo no pude —o no supe— satisfacer la curiosidad de los que pretendían saber de dónde salía tan inusual deseo.
Me gustaba tanto estudiar que no me perdía un verano de asistir a la escuelita de barrio, que funcionaba todo el año por diez o veinte centavos al mes. En la de las hermanas Belica y Esther González Canet —esta última mi madrina de brazos— di mis primeros pasos en la lectura y la escritura. Allí, por no saber una lección, me pusieron de penitencia detrás de un piano y fue tanta la vergüenza que pasé, que nunca más dejé de cumplir mis deberes escolares. También estuve en otra escuelita, en Manzaneda, entre Velarde y Salamanca, en donde impartían clases las hermanas Griselda y Susana (jimaguas) e Inelda (la menor).
En mi primera escuela, la no. 11, recibí clases hasta concluir el quinto grado. De ahí, sin el conocimiento ni consentimiento de mis padres, me trasladé para la escuela pública no. 14 José Martí, solo para hembras. Me presenté en la dirección del colegio y con un gran nerviosismo por el paso que estaba dando, cuando me preguntaron el grado vencido respondí que estaba en quinto, y lo tuve que repetir, porque, además, a causa de lo intempestivo de mi acción no contaba con notas o certificación alguna que me respaldara.
Ocurrió que en esa, mi primera escuela que tantas alegrías me había proporcionado, en donde nació mi más entrañable amistad de niña con la inteligente y estudiosa Amparito Lliteras —afecto que desafiaría al tiempo—, recibí el castigo de la maestra de Dibujo del quinto curso, Juana Arestuche, quien era prima de mi papá y se creía superior a nosotros porque disfrutaba de una mejor situación económica; por eso, no se relacionaba con mi familia y mucho menos con mi padre. Parece que esa era la razón de su forma un tanto despreciativa de tratarme, actitud que me hería y abochornaba. Un día en que yo tenía un mamey guardado entre mis materiales escolares en el cajón del pupitre, lo saqué para comprobar si se había dañado al presionarlo para que entrara; al verme, me lo quitó y me mandó de penitencia a la dirección. Allí, de pie mientras duró la jornada de ese día, decidí por mi cuenta no volver más a esa escuela. También me movía otro interés, mis amiguitas de la cuadra estudiaban en el colegio José Martí.
Precisamente, en 1948, época en la que cursaba el quinto grado en esta última escuela, me escapé con una compañerita para el Parque de la Libertad. El estudiantado de la enseñanza media se había declarado en huelga y ocupado el Palacio de Gobierno, en protesta por los desmanes del régimen y sus representantes. Sin entender mucho acerca de la causa de aquella rebeldía, desde el puesto de los chinos, en Ayuntamiento y Milanés, me uní al griterío que condenaba al presidente llevado a la primera magistratura por el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico). Esa sería mi primera participación en una manifestación popular, de las muchas en las que estaría unos años después.
Durante mi época de estudios en la Escuela Pública no. 14 (cursos 1948-1949 y 1949-1950), me sentí muy estimulada. Con la maestra de Educación Física, Hilda Saavedra, participaba en todos los deportes e integré los equipos de patinaje y de voleibol, además de competir con buenos resultados en concursos de Dibujo Libre y Aplicado, organizados por la profesora Josefina Bernal. Me gustaban todas las asignaturas, pero me destacaba más en Caligrafía; Gloria Canet, profesora de esa materia, siempre celebraba mi escritura.
Próxima a concluir el sexto grado, en marzo de 1950, enfermos mis padres, tuve que abandonar los estudios. Mi papá sufrió una neumonía doble, de la que logró curarse, y mi mamá estuvo aquejada de una parálisis intestinal, que le causó la muerte el 5 de abril siguiente. No tuvieron atención médica, ambos se curaban gracias a los remedios caseros, lo que adelantó el fallecimiento de mi madre.
La situación económica de la familia era tan mala que, para pagar el servicio funerario, nos vimos obligados a apelar a una colecta entre los amigos. Poco antes de su muerte, mi madre me había dicho que los quince me los iban a celebrar con traje de papel crepé; aunque tenía catorce cumplidos, tuvo que transcurrir un buen tiempo para que pudiera entender la urdimbre de aquella promesa y el hecho de que no tuve ni fiesta ni la larga falda de crepé.
Tampoco comprendía el porqué de tantas injusticias. Un buen día, Paulina, la conserje de la Escuela Pública no. 11 para niñas dejó de ir al colegio; como la quería mucho, pregunté por ella y me dijeron que estaba enferma. Años después supe que, en realidad, había sido cesanteada; cuando averigüé el significado de esa palabra, desconocida para mí, entendí no solo su sentido, también aprendí que los puestos en Educación, por lo general, se conseguían a cambio de entregar la cédula electoral al gobernante de turno. Esa última experiencia me tocó de cerca, pues uno de mis tíos era político y su propio hermano lo había acusado de robársela en vísperas de los comicios de 1954, así como de utilizar la de mi mamá, ya fallecida.
Acumulaba tanta rebeldía en la medida que chocaba con la realidad, que se iba afianzando en mí el sentir por Cuba, nacido del ejemplo de mis ancestros mambises José Dolores, Miguel y José Manuel Amieva y Fuentes. Ese sentimiento lo notó por primera vez mi maestra de sexto grado en la Academia Meireles,7Hilda Suárez Casalín, Cuca, pues cuando revisó la composición que le había dedicado a Perucho Figueredo y al himno nacional, en la que exterioriza el sentido del deber de luchar por la Patria y por los humildes, se alarmó y me pidió que no repitiera tales ideas.
Penalidades, como la sufrida por mi familia, que le había costado la vida a mamá con solo cuarenta años de edad, a pesar de padecer una dolencia curable, proliferaban en derredor, en el barrio. Quedamos huérfanos los tres: yo era la mayor y tenía catorce años cumplidos, Austresberto, doce y Andoscide, ocho años de edad. Me sentía amenazada por el futuro incierto y la rebeldía bullía en mi interior ante el panorama imperante. Temía que, sin la vigilancia de mi madre, tanto mis hermanos como yo fuéramos víctimas de cualquier abuso.
Mi padre era un hombre esforzado, muy buen carpintero; pero el trabajo iba y venía, al arbitrio del gobierno en el poder. Fue maestro de dicho oficio en politécnicos de La Habana y Matanzas, hasta que en la década del cuarenta, durante el primer gobierno de Fulgencio Batista, consiguió empleo en la Colonia Infantil,8 cuando dirigía esa institución Cuca Beato, hija del doctor Beato. Permaneció en ese centro, ya convertido en internado Julio Antonio Mella, hasta que se retiró, después del triunfo de la Revolución. De carácter introvertido y enemigo de la demagogia política imperante en la época, solo se le conoció militancia política en la Joven Cuba.9
Mamá había trabajado en una tabaquería; pero al perder a su primer hijo, se dedicó a las labores hogareñas. Una vez fallecida, fuimos llevados a vivir con la abuela Carmen,10en Santa Isabel no. 104½, donde me enseñaron a ser más organizada con mi persona y mis cosas, al igual que a mis hermanos. Durante los meses de vacaciones escolares me mandaban con la tía Dahomet Arestuche, excelente preparadora de calzado. Así, mataban dos pájaros de un tiro, ella me enseñaba el oficio y me mantenía ocupada y a salvo de mis arranques de adolescente. Me encantaban esos recorridos diarios desde la casa de la abuela hasta Manzano y Compostela, donde vivía la tía.
Poco antes de iniciar el nuevo curso escolar (1950-1951), Dahomet le había recomendado a mi papá que me enviara a la Academia Meireles, en lugar de la escuela pública. Entonces repetí el sexto grado, porque me daba pena presentarme vestida de luto en la José Martí, en busca del certificado correspondiente; no quería despertar lástima.
En la Meireles, también vencí allí el séptimo grado y cursé la preparatoria para el ingreso en el Instituto de Segunda Enseñanza o la Escuela de Comercio, examen que suspendí en la primera presentación, pues desaprobé el inglés. En ese tiempo me dediqué a estudiar mucho y a competir en los concursos de Matemática, Español e Historia. Nunca pude derrotar en ciencia exacta a mi contrincante Sonia González, en cambio siempre le gané en las otras dos materias.
Para el siguiente curso fui matriculada en el colegio La Luz, porque la Meireles no pudo impartir el octavo gado por falta de alumnos. Durante los dos periodos lectivos que pasé en dicha academia, mi abuela me obligaba a asistir toda de negro y con mangas largas, pues decía que me correspondía guardar un luto riguroso. Solo dentro de la casa me dejaba usar ropa gris y algo de blanco; para poner un pie en la calle tenía que retomar la ropa negra. Una adolescente menuda y delgada como era yo, así vestida, causaba que todos me miraran y susurraran al verme pasar. Ese asunto creó fricciones con mi familia materna, sobre todo, cuando empecé a padecer una erupción que invadía mis brazos. Mis tías ya no se cuidaban de comentar ante mí la falta que cometía Carmen con la nieta huérfana.
Al final regresamos a la casa paterna cuando, en un gesto de rebeldía, me enfrenté a la hija menor de la abuela, a la que esta le había dado la razón. En la actitud de la anciana había primado el hecho de que mi contendiente era quien más la ayudaba económicamente.
Mi padre me permitió usar ropa gris y blanca, medio luto, como se decía entonces. En mi casa, para esa época, vivía uno de los hermanos de mi papá con su esposa y siete hijos. Ella era una mujer buena y se ocupaba bien de nosotros; pero un día en que salí en su defensa ante los abusos del marido, mi padre se involucró en la situación creada y ellos tuvieron que marcharse.
Papá había sido criado por un padre inflexible y tozudo hasta el límite de prohibirles a sus dieciséis hijos instruirse, se comportaba con excesivo celo, especialmente conmigo. Mi abuelo Guillermo, contrariado porque una de las hijas no aceptó matricular lo que él quería, le cerró el camino a los demás, con la excepción del hijo menor que, ayudado por una de las hermanas, Dahomet, había logrado graduarse de bachiller. A mi padre no le permitió aceptar la beca de dibujo que se había ganado para estudiar en Italia. En cambio, les facilitó un oficio con que ganarse la vida, pero nada más; él era autodidacta y poseía una biblioteca digna de cualquier intelectual. Por eso no era difícil entender el comportamiento de papá. En cambio, mi madre era el polo opuesto, aceptaba sin discutir lo que decía mi padre y me permitía hacer todo lo que yo quería, menos visitar una congregación religiosa que no fuera católica.
En la dicotomía madre-padre que me tocó vivir fui reprimida. Siempre estaba ansiosa por correr, montar patines y bicicleta, jugar al chucho escondido, a los agarrados, a la pelota, al tejo y a las escondidas; pero papá se resistía, esgrimía que esos eran juegos de varones. A mí me tocaba aprender a cocinar, tejer, lavar… para ser buena esposa y madre. Aunque siempre estaba vigilada por él, encontraba el modo de escabullirme para disfrutar de aquellos pasatiempos infantiles. Como no me compraba patines ni bicicleta, me brindaba voluntariamente a Nena, una vecina que mucho quería, y a mis tías maternas —todas vivían en la misma manzana— para hacerles mandados a cambio de que me prestaran lo que tanto me gustaba.