Misión diplomática, I - Alfonso Reyes - E-Book

Misión diplomática, I E-Book

Alfonso Reyes

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Beschreibung

Recopilación de informes políticos, cartas, proyectos, telegramas y algunos ensayos y poemas del autor escritos durante su servicio diplomático. El primer tomo recoge los documentos relativos a su labor en España, Francia y Argentina, que se inicia en 1920 y concluye en 1937.

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MISIÓN DIPLOMÁTICA I

TEZONTLE

ALFONSO REYES

MISIÓN DIPLOMÁTICA I

Compilación y prólogo de VÍCTOR DÍAZ ARCINIEGA

SECRETARÍA DE RELACIONES EXTERIORES FONDO DE CULTURA ECONÓMICAMÉXICO

Primera edición, 2001 Primera edición electrónica, 2015

D. R. © 2001, Secretaría de Relaciones Exteriores Ex Convento de la Santa Cruz, Flores Magón, 1, Tlatelolco; 06995 México, D. F.

D. R. © 2001, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2743-8 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

AGRADECIMIENTOS

A Roberto Marín, Cristina García y María del Refugio Luna, del Acervo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores, quienes orientaron mis pesquisas de documentos escondidos en expedientes laberínticos. A las autoridades del acervo que me otorgaron las facilidades para fotocopiar los documentos y la oportunidad de exponer públicamente un borrador del estudio introductorio. A Alicia Reyes, directora de la Capilla Alfonsina, cuyas aclaraciones y simpatía son invaluables. A don Alejandro Gómez Arias y a mis amigos del Instituto Mexicano de Estudios Políticos, quienes escucharon crítica y estimulantemente mis consideraciones y, muy en particular, a don Mario Real de Azúa, cuyas largas, ilustrativas y anecdóticas conversaciones de sobremesa tanto me ilustraron sobre historia y diplomacia. Al Fondo de Cultura Económica, en la persona de Adolfo Castañón, que me otorgó su alentadora confianza. A Georgina Naufal Tuena que supo de los tropiezos y me acompañó en cada uno de los pasos. Y al Departamento de Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco, por su irreprochable apoyo.

V. D. A.

PRÓLOGO: EL ORGANIZADOR DE LA ESPERANZA

VÍCTOR DÍAZ ARCINIEGA

Alfonso Reyes indica: “Toda aquella parte de la obra que no debe recogerse en libros y que sólo tiene una utilidad social [...] a México ha sido consagrada”.1 Pero contradice su opinión cuando en diferentes ocasiones recoge en libros algunos de esos materiales de “utilidad social”. Prueba de ello es su colección “Archivo de Alfonso Reyes” donde, en ediciones limitadísimas, reproduce los que originalmente son sus informes políticos enviados a la Secretaría de Relaciones Exteriores mientras cumple con las funciones de representante diplomático.2 También en Norte y sur (1944), Los trabajos y los días (1945) y en otros libros recoge algunos discursos donde “quedan ecos” de su “vida diplomática en Sudamérica”.3

En esos libros “quedan ecos”, mas no su “vida diplomática”. Ella asoma en los libros referidos, aunque ellos son una reducida prueba de sus abundantes y complejas actividades diplomáticas desempeñadas en Argentina y Brasil. El resto de sus informes provenientes de Sudamérica se encontraba desperdigado en el Acervo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores, de donde los he exhumado como lo hubiera hecho él mismo pese a haber opinado lo contrario.

Es decir, las tareas de “utilidad social” aludidas por Alfonso Reyes remiten a sus actividades dentro del servicio exterior, que realiza desde 1920 hasta 1937 —sin perder de vista su inicio fallido en 1913 y 1914 y el epílogo de una misión especial en 1938—. En ellas, según revelan los informes y otros documentos vinculados con sus actividades diplomáticas, toma cuerpo la imagen de un Alfonso Reyes poco conocido: el político, en su más alta y refinada acepción, la del versado en el gobierno y los negocios de Estado, y que cuida del decoro de la República. De aquí su caracterización de “utilidad social” para referirse a aquello que compete al desempeño diplomático, el cual, las más de las veces, permanece en un lugar “invisible”, como indica “El servicio diplomático mexicano” (1933) —recogido aquí a manera de introducción—.

Dentro de esa “utilidad social”, los informes políticos son de elocuente riqueza para México y para los países donde se encuentra acreditado. Para el primero, porque descubren los rasgos distintivos de una historia diplomática cuyas imbricaciones se extienden hasta rumbos en apariencia insospechados, amén, por supuesto, de las cualidades personales que imprime en ellas. Para los segundos, porque muestran los rasgos de una historia observada por un hombre refinadamente educado y sensible que desea ser ponderado en sus análisis. Además, entre el primero y los segundos se teje la historia de unas relaciones internacionales que son ejemplares, más por lo complejo de las circunstancias sociales, políticas, económicas y culturales en que se dan.

Simultánea a la trayectoria de Alfonso Reyes dentro del servicio exterior transcurre la de sus actividades literarias. Imposible deslindarlas y, menos aún, considerarlas como entidades independientes. Por el contrario, ambas se integran unitariamente, de lo contrario es imposible comprender o ponderar las virtudes del diplomático atento al devenir de la historia de nuestras naciones, ni las del humanista atento a la evolución y manifestación de los hombres. Por eso, en la obra literaria y en las tareas y epistolarios de Alfonso Reyes hay muchas actividades y documentos vinculados a la diplomacia, aunque no competen directamente a ella. Es decir, en referencias dispersas en cuadernos, expedientes, epistolarios y trabajos publicados a veces se perfilan con mayor nitidez su noción, actividad y trayectoria diplomática dentro del servicio exterior, mientras que sus informes muestran con gran precisión las características de sus tareas.

I. PORMENORES DE UNA CONDICIÓN

La tarea de ponderar los lugares comunes no es fácil, más cuando éstos se han asentado como verdad canónica. Éste es el caso de la noción de diplomático, actividad que en el común de las opiniones remite a una vida segura, sin sobresaltos, en un país rico y en condiciones placenteras. Sobre Alfonso Reyes, así como sobre la mayoría de los diplomáticos, tal cualidad recae en forma inclemente sin que alguien se ocupe en averiguar si realmente existe esa supuesta vida de bienestar, seguridad y tranquilidad. Es una verdad que se da por hecho, y eso basta. A modo de ejemplo y en el caso del embajador Reyes, Werner Jaeger, hombre por demás educado y sabio, no puede eludir el lugar común cuando dice de quien fuera su amigo: “sus puestos diplomáticos en Madrid y París y otras capitales europeas y americanas le dejaron mucho tiempo libre para las tareas del espíritu”.4

Alfonso Reyes, con su bondad característica, disculpa tal tipo de opiniones y explica su origen en el desconocimiento o la mala fe —amén, por supuesto, de muchos y notables casos de diplomáticos distinguibles por lo aludido en el lugar común—. El desconocimiento lo comprende y hasta justifica; la mala fe la entiende y reprueba. En 1943, cuatro años después de dejar la carrera y con motivo del fallecimiento de Rafael Cabrera, su entrañable amigo de siempre y cercano colega en el servicio, escribe su mejor y más pormenorizada descripción de las tareas y normas de la diplomacia:

La labor del diplomático es toda de abnegación y sacrificio. Los fracasos se cargan siempre a su cuenta personal, y es un deber patriótico el aceptar que así se haga. Los aciertos se abonan siempre a cuenta de los gobiernos, aunque se deban a sus representantes. Los representantes, a cambio de algunos halagos de vanidad que sólo deslumbran al primerizo y al ligero, llevan una vida contra natura, de extranjería perpetua hasta en su propio país, donde la ausencia prolongada los hace extraños, y están condenados por oficio a romper los vínculos cordiales que van creando en todas partes, a renunciar periódicamente a las moradas donde ya se iban aquerenciando. Si la tierra es posada provisional para todos, para el diplomático lo es en grado sumo. De aquí que el frívolo caiga en danzarín; el poco resistente, en desequilibrado y estrafalario; el profundo, en filósofo desengañado. Los éxitos del diplomático ni siquiera trascienden: unas veces, porque su naturaleza misma exige que desaparezcan en el secreto de los archivos oficiales; otras veces, porque no sería disciplinario ni sería de buena técnica el destacar el aspecto individual de las cosas que deben disolverse en la abstracción del Estado; las más veces, por rutina y hábitos burocráticos; unas cuantas veces, por la humana flaqueza que nos hace resentir como agravio propio las cualidades del prójimo, o por la deficiencia de un régimen que divide al burócrata de cancillería y al diplomático de trinchera, y abre entre ellos un abismo de incomprensión o acaso de franca enemistad. Además, en la mayoría de los casos el diplomático obra más como sustantivo que como verbo, más por el peso de su presencia que por ninguna acción discernible, al modo de esos cuerpos catalíticos de la química. En muchos casos también, la obra consiste en lo que se evita y no en lo que se provoca, en impedir que se produzcan cuestiones y no en resolverlas, y una de las tareas más arduas de la lógica es levantar constancia de lo negativo, de lo inexistente o de lo que no llegó a existir. Por último, tras una grandeza postiza, el diplomático, entre nosotros, insuficientemente compensado por largos años de desgaste, vuelve a vegetar oscuramente entre las nostalgias de un pasado risueño, y gracias si le dan las gracias cuando llega la hora —siempre suspendida como amenaza— de mandarlo sustituir por algún amigote, algún agente electoral o algún aliado ya inoportuno. Y la fama, en su justicia expletiva, pasa de largo.5

Alfonso Reyes llega a esta síntesis después de 20 años en el servicio exterior.6 Sin embargo, en su inicio en la carrera tales nociones distan de ser claras y concisas; en ninguna parte se indican, nadie se las enseña. Entre 1913 y 1920 son casi ajenas a sus actividades; entre 1920 y 1927 comienza a dibujar su perfil dentro de sus propias actividades. A partir de su estancia en Sudamérica iniciada en 1927 identifica, integra y supera una a una las cualidades del diplomático de carrera y, más aún, llega a objetar ciertas características oficiales con las que discrepa, tal como lo muestra en “El servicio diplomático mexicano” (1937).7

Bien se puede afirmar que Alfonso Reyes aprende a ser diplomático de carrera sobre la marcha de los acontecimientos. Sin embargo, conviene ser cautos, pues una afirmación así exige la más alta de las ponderaciones y comprensiones. Por su origen lo trae en la sangre: como hijo del general Bernardo Reyes, el más prominente militar entre los posibles sucesores del presidente Porfirio Díaz, el joven Alfonso se familiariza con el poder desde muy temprana edad y, sobre todo, la traumática muerte de su padre lo vuelve varias veces precavido ante asuntos de política y banderías. Por su primera formación intelectual lo lleva en sus consideraciones intelectuales: como parte del Ateneo de la Juventud asume la responsabilidad del trabajo crítico caracterizable por el afán de seriedad, creatividad, nacionalismo y universalidad y por el interés por participar en la cosa pública desde una perspectiva más abierta y generosa, pero nunca con una beligerancia tal que rompiera las normas y cauces establecidos.8 Por su vívido aprendizaje a partir de los acontecimientos iniciados en México el 20 de noviembre de 1910: la defensa de su vocación humanística lo lleva a renuncias, penurias y exigencias de muy variada naturaleza; las burocráticas en la legación de México en Francia son las más significativas.9Por su segunda formación intelectual lo asimila como una práctica de discreción: su pronta incorporación al ambiente intelectual español, sus colaboraciones con editoriales, periódicos y el Centro de Estudios Históricos, y su familiaridad con los escritores más destacados dentro de un ambiente político y social permiten en él y para él un reacomodo profundo, estructural, que conduce a su maduración íntima y profesional, al punto de indicar que en España aprende a ser hombre.10 En suma, sobre la marcha de los acontecimientos y luego de un prolongado, intenso e indirecto aprendizaje, llega a la diplomacia, aprende sus normas y supera sus limitaciones como un todo simultáneo.

Igualmente, para un lector voraz como era, el aprendizaje derivado de los libros es fundamental. En el sentido estrictamente diplomático, el maestro cercano mientras está en Francia y España entre 1914 y 1920 es Charles Maurice Talleyrand, a quien lee con atención y de quien llega a indicar que “su esfuerzo... para renovar el lenguaje político es admirable, pues que con las palabras se hacen hechos de la historia. Las fórmulas verbales nuevas permiten considerar los mismos sucesos bajo nuevos ángulos”. Según deja constancia en su Historia de un siglo, la figura de Talleyrand lo impresiona profundamente: en los tratados de Viena de 1815 es quien decide la suerte de Europa por encima de los cuatro jefes de Estado, y todo debido a su habilidad política, audacia técnica y aun a su prudente cinismo que le permite leves traiciones a sus maestros, mas no a Francia, a la que permanece fiel; un diplomático capaz de tomar decisiones de hombre de Estado, cuya meta es restaurar la confianza en su propio país, quebrantado por las guerras.11

Junto a Talleyrand, también ocupan un lugar destacado los libros El héroe, El discreto, El político y El criticón de Baltasar Gracián, cuyas lecciones morales, filosóficas y artísticas las tiene en un primerísimo lugar, al punto de considerar que Gracián le hace comprender cómo “muchas virtudes naturales son adquiribles por la imitación y el ejercicio”, cómo es posible sembrar en el espíritu la simiente de una palabra oportuna, cómo se fortalece el espíritu de serenidad y se robustece la fe en la razón, cómo mediante la suma de intelectualismo y vitalismo se puede engrandecer una educación pragmática, y cómo es deseable buscar siempre el corazón del hombre porque, escribe Reyes: “Si El héroe deriva del Príncipe de Maquiavelo, el Discreto procede de la corriente desatada por El cortesano de Castiglione, y es como un tratado de urbanidad trascendental, en que del examen de las costumbres se pasa insensiblemente al examen de las ideas”.

Quizás un poco más alejados de estas influencias directas están los Pensamientos de Marco Aurelio y la vida de Alejandro según la cuenta Plutarco —libro que el general Reyes leía en voz alta a su hijo Alfonso—, cuya fortaleza guerrera y sencillez humana admira. Y, aunque parezca extraño dentro de esta línea de influencias, la protagonista central de La Celestina de Fernando de Rojas es quien más personal y metafóricamente le enseña los menesteres de la injerencia diplomática; más que la alcahuetería, La Celestina muestra las virtudes y complejidades del mediador que, paradójicamente, se involucra y borra en las negociaciones emprendidas.12

Sin embargo, todos estos antecedentes quedan en la abstracción, son meras consideraciones que el embajador tarda en poner en práctica. En sentido contrario y también dentro de los antecedentes está una experiencia rotunda: su enfrentamiento con la burocracia de la legación de México en Francia, a la que llega a los 24 años de edad en calidad de segundo secretario y comisionado ad honorem para estudiar los planes de estudio de la educación superior francesa. En una larga carta de noviembre de 1913 dirigida a Pedro Henríquez Ureña hace una pormenorizada, dolida, severa y crítica descripción del lugar y compañeros de trabajo:

Estoy sumergido (me refiero a la legación) en el mundo más raquítico, más vacío, más mezquino y repugnante que pudo nunca concebir, en su sed de fealdad y crudeza, cualquier [escritor] realista. Nunca creí que la bajeza y la vaciedad humana llegaran a tanto. Temo, casi, por la salud de mi espíritu. ¡Ay, Pedro, no podría yo pintar con colores bastante vivos el género de hombres que escriben a máquina junto a mí! Nunca creí que a tanto se pudiera llegar; es lo peor que he visto en mi vida: ¡vaciedad! ¡Qué estupidez! ¡Qué solapado odio a la inteligencia y al espíritu! ¡Qué ánimo vigilante de venganza contra la superioridad nativa! ¡Qué sublevación del lodo y de la mierda en cada palabra y ademán! ¡Qué vidas sin objeto! ¡Qué asco! ¡Qué vergüenza y qué dolor tan irredimible ante tales aberraciones de la especie! Y como estoy convencido de que eso es producto de la putrefacción oficinesca, no puedo menos de aplaudir, desde un punto de vista superior, y pensando en el mayor bien humano, esas intransigencias revolucionarias de nuestras tierras que arrojan a la calle, con el cambio de gobiernos, a toda una generación de empleados: de los cesantes, surgen los redimidos. Nada prostituye tanto como esa seguridad del sueldo fijo, trabájese o no, del sueldo fijo y sin esperanza positiva de ascenso, del sueldo recibido de las abstractas manos de una persona moral que, por abstracta y moral, ¡se parece tanto a una Providencia mantenedora de holgazanes y piojosos! ¡Dioses, libradme del contagio! ¡Ojalá me suceda algo gordo que me obligue a recomenzar por otro camino!13

La carta concluye con palabras todavía más sorprendentes: “París pasa delante de mis ojos sin dejarme la menor enseñanza porque los conflictos espirituales son demasiado vivos hoy para mí y me borran la relativa existencia del mundo exterior”.14

Entre los extremos referidos, su puntual descripción de la diplomacia en 1943 y su agobiante encuentro con la burocracia en 1913, se tiende un largo puente construido con experiencias que abarcan misiones especiales con reyes y presidentes; asistencia a conferencias continentales; conflictos pseudopolíticos y administrativos; negociaciones comerciales y políticas; excitaciones culturales e intelectuales pretendientes de la cohesión continental americana y, no por ser menor es menos importante, cabe la certificación infinita de documentos, el cuidado de los dineros para la conservación de las oficinas, para sueldos de mozos, para viandas de la comida diaria y banquetes, y tanto más que su sola enumeración abruma. El puente también está construido con dos elementos que sirven como adherentes y que no pueden ni deben perderse de vista: su convicción de servicio nacional y su “necesidad de contar con un sueldo”.

Los pormenores de la vida personal o íntima de Alfonso Reyes dentro de la “gitanería dorada de la diplomacia” forman un centro que ocupa un lugar preponderante. Sin embargo, tiene mucho cuidado en ocultar todos y cada uno de ellos, pese a que los deja indicados en el trayecto de su vida como si fueran claves secretas. Me refiero, naturalmente, a las consecuencias que repercuten sobre sí mismo a partir de su estancia en el extranjero y su participación en el servicio, como los implícitos de los lugares comunes provenientes del desconocimiento o la mala fe y que inciden lastimosamente sobre el hombre. En líneas generales resumo las pautas negativas: la vida errante y provisional que imposibilita el arraigo y estimula la nostalgia; la sujeción disciplinaria a reglamentos y órdenes, a los azares de la política interior del país que representa y a las cualidades humanas de quienes la administran; el reconocimiento internacional que se otorga al escritor más que al embajador, hecho que repercute sobre las envidias de la burocracia de cancillería; la aparente desvinculación de las cosas de su país, familia y obra, los consecuentes reproches, y la falta de autonomía económica que ata al hombre a los barrotes del presupuesto federal.15

La suma de todos estos elementos conforma en él tanto una noción de diplomacia como una trayectoria en el servicio exterior. Uno a uno integran un rico espectro de cualidades diplomáticas originadas en su enfrentamiento con la burocracia en 1914, cifradas en su descripción de 1943, adquiridas en lecturas diversas y experimentadas en la práctica cotidiana y que se manifiestan, por una parte, en su voluntad por evitar los ambientes burocráticos que esterilizan al hombre y, por la otra —y aun a costa de sus recursos materiales—, en su pugna por otorgar el mayor decoro, inteligencia, imaginación y sensatez a las tareas que caen dentro de su jurisdicción. El resultado final Alfonso Reyes lo indica como un deseo: que una persona, al abrir uno de sus libros, se percate de su realidad y diga para sí mismo respecto a él: “Entre las crisis interiores y las turbulencias exteriores de su época, que tanto borran y perturban los contornos del bien y del mal, este hombre humilde supo amar a su país y supo ser fiel a su vocación”.16

II. EL EJERCICIO DE LA DISCRECIÓN

En varios lugares se ha contado la historia: el 9 de febrero de 1913 muere acribillado ante las puertas del Palacio Nacional el general Bernardo Reyes, quien se rebelaba en contra del presidente Madero, asesinado pocos días después por órdenes del general Victoriano Huerta. Después del Pacto de la Embajada y de unas fraudulentas elecciones, Huerta asume la presidencia de la República. En medio de muchos, complejos y conocidos hechos históricos, políticos y sociales, Alfonso Reyes se recibe en la universidad, con lo que obtiene su grado de licenciado en derecho, y consigue que ad honorem la universidad lo envíe a Francia para que analice los sistemas de la educación superior. En agosto de 1913, acompañado de su esposa y su único hijo, Reyes aborda el barco que lo llevará a Francia.

Entre los meses de septiembre de 1913 y el de 1914, Alfonso Reyes forma parte de la legación de México en Francia en calidad de segundo secretario. Hacia el final de su estancia en París se entera de que, por disposición del primer jefe del Ejército Constitucionalista, Venustiano Carranza, se cancela la representación francesa —así como todas las acreditadas en Europa—, con lo que queda sin empleo, salario ni viáticos para nada. A partir del inesperado cese y de la inmediatez de la Gran Guerra, comienza su peregrinar, distante y aun renuente al servicio exterior mexicano.

Paulette Patout reseña con cuidadoso esmero las actividades realizadas por el joven mexicano y muestra con generosidad el ambiente cultural del año escaso que dura esta primera estancia de Alfonso Reyes en Francia. Dentro de las páginas de los capítulos IV y V, las líneas que cierran el último capítulo subrayan un hecho: ante la inminencia de la Gran Guerra y no obstante la práctica desintegración de la legación mexicana debida a la orden de destitución girada por la Secretaría de Relaciones Exteriores, nuestros representantes desempeñan “un papel decisivo en la salida de todos los hispanoamericanos de París. ‘Nunca ha existido más nuestra legación en Francia —escribe Reyes y cita Patout— que cuando dejó de existir’ ”.

El personal diplomático mexicano despedido tuvo la buena idea, en efecto, de proponer a las otras legaciones hispanoamericanas una acción común ante el Quai d’Orsay a fin de obtener facilidades para que se pudiera viajar hasta la frontera española. Todo se organizó en los despachos del bulevar Haussmann [sede de la legación mexicana] y, una vez aceptado el plan, Reyes y sus colegas hacían la lista cotidiana de los viajeros que tenían que partir al día siguiente. De acuerdo con la embajada de España, se enganchaba cada día el vagón “americano” al expreso de Irún. Una mañana —desde hacía tres días aviones y zeppelines bombardeaban París— Reyes vio en el patio de la embajada de España un montón de maletas. Instintivamente, capturado por la “electricidad del ambiente”, preparó el equipaje al regresar a su casa y depositó todos sus queridos libros en un almacén. Por otra parte, su trabajo había terminado: la legación mexicana había logrado vaciar París de hispanoamericanos. Unas horas después, un telegrama del Quai d’Orsay anunciaba la partida del gobierno francés a Burdeos.17

En Vísperas de España (1937) Reyes hace el mejor de sus recuentos de viaje, permanencia y trabajos entre 1914 y 1920: su encuentro con el pintor mexicano Ángel Zárraga que lo introduce en el ambiente intelectual y lo deja “encargado” con Enrique Díez-Canedo, sus abundantes colaboraciones para casas editoriales, periódicos y el Centro de Estudios Históricos y, en fin, su pronta asimilación dentro del ambiente cultural e intelectual español, del que llega a ser “par de ellos”.18 Es una historia donde México se dibuja como un escenario diluido en un conjunto hispanoamericano. De hecho, está más interesado en resolver su presente y porvenir que en atender su pasado —más si a asuntos familiares se refiere, pues ser hijo de quien era resulta un pesado estigma ante los ojos “revolucionarios”—.

Por intervención de José Vasconcelos, resurgen en Reyes sus reservas para formar parte de un gobierno que todavía conserva un fuerte rechazo a aquello que tiene visos de porfirismo y, sobre todo, resurgen sus reservas para formar parte de una burocracia desalentadora como la que recordaba del servicio exterior, al que deseaba reincorporarse. No obstante, Reyes acepta. Varios son los motivos para tomar la decisión. Uno: el 20 de junio de 1920 responde a Vasconcelos: “A mí me cayó inesperadamente mi reposición en mi grado diplomático. No pudieron hacer nada mejor conmigo, puesto que me dejan en Madrid donde tengo afectos y obras pendientes, y donde de hecho soy el representante de México desde hace seis años, y pude crear relaciones que sólo yo puedo crear, por mi conocimiento directo e íntimo de este ambiente”. Dos: es nombrado secretario de la Comisión del Paso y Troncoso, cuyo presidente es Francisco Icaza, y uno de los miembros es su querido y respetado Luis G. Urbina. Tres: acepta incorporarse a la legación como segundo secretario, y así comienza su ascendente carrera: pasa a ser primer secretario y, por último, encargado de negocios, porque sus entonces amigos y en parte protectores Juan Sánchez Azcona y Miguel Alessio Robles lo dejan en España con toda la responsabilidad, mientras ellos vienen a México a hacer política.19

Otros motivos que pueden explicar su reincorporación al servicio exterior podrían ser: unos, porque las actividades de la legación son escasas; el exiguo presupuesto y la falta de interés gubernamental por acentuar lazos entre ambos países se dan la mano; es decir, las labores de la legación en España se reducen a papeleos menores, como cuidar de la media docena de becarios mexicanos, de los acuerdos y tratados de la Unión Postal Universal,20 de la imagen de la Universidad de México en un congreso en Turín, y de un protocolo nada exigente —o casi inexistente, para ser más precisos—; otros: las circunstancias materiales: su necesidad de un sueldo fijo —sus colaboraciones en editoriales, periódicos y en el centro no le ofrecen una seguridad equivalente— y su convicción de servicio civil.

Sobre el protocolo conviene hacer una observación. El vigente entre 1921 y 1922 no está del todo reglamentado y, sobre todo, arrastra vicios administrativos que datan de años atrás. Alberto J. Pani, a partir de su nombramiento como secretario, se impone la tarea de restructurar la organización y administración de Relaciones. Impone una clasificación de funciones; un mejoramiento del personal mediante el “sistema de méritos”; la creación de Leyes Orgánicas de los Cuerpos Diplomáticos y Consulares del Servicio Civil para evitar favoritismos y fomentar el reconocimiento de méritos —no de antigüedad— de la carrera diplomática ampliándola hasta el puesto de consejero, la imposición de exámenes de selección y clasificación, y la modificación, adquisición o lo conveniente de los inmuebles para alojar con decoro a las representaciones en el extranjero.21

En los informes y correspondencia de Alfonso Reyes enviados a la cancillería desde España22 se encuentran reseñas de acontecimientos, declaraciones, acciones y algo más de índole similar que considera útiles a la superioridad para normar sus criterios. Vistos a distancia y a la luz de otros textos del autor, como Cartones de Madrid (1917), El cazador (1921) o la serie Simpatías y diferencias (1921-1926),23 esos documentos revelan a un acucioso lector de periódicos atento al vaivén del aire político español, con el cual está familiarizado. Son documentos literariamente austeros cuyas cualidades son el rigor y la rara separación entre el acontecimiento y el narrador, cualidad que no distingue a los textos periodísticos literarios referidos, donde la libertad expresiva e imaginativa es la mejor virtud del artista finamente perceptivo del acontecer humano. Ante la Historia de un siglo, estos informes muestran una similitud: la de sumarizar, quizás al punto de la enumeración esquemática, despojada de elementos descriptivos; un mero registro de actos, hechos, personas; una guía personal indispensable para apoyar a la memoria en la reconstrucción de acontecimientos.

Entre sus actividades en España, la última que desempeña es ilustrativa del Principio (así, con mayúscula) que norma al representante y, también, es ejemplo de las normas oficiales que lo rigen, amén de los pormenores diplomáticos implícitos en cualquier tarea, más cuando ellas son delicadas para la política internacional. En su Diario registra los hechos parcialmente conocidos. Estos son: Reyes regresa a la ciudad de México en mayo de 1924, después de 11 años de ausencia y de concluir su participación oficial en España; el 19 de septiembre el secretario Aarón Sáenz lo comisiona como ministro plenipotenciario en misión especial y confidencial ante el gobierno del rey de España. El presidente Álvaro Obregón, por conducto de su enviado, desea ofrecer a Alfonso XIII la mediación de México ante la peligrosa situación de España en África, “verdadero callejón sin salida”. El asunto es complejo y de antemano se sabe que fracasará, aunque el puro ofrecimiento será un éxito —siempre y cuando se maneje con absoluta discreción—. Reyes escribe:

Como el señor Sáenz entiende de razones, con todo respeto empecé a exponer poco a poco mis dudas. Pronto me apoyaron el subsecretario Genaro Estrada y los abogados consultores. En resumen, el problema era éste:

1º. Una intervención de México en asuntos europeos no sería vista con agrado por los Estados Unidos, y quién sabe cuál sería el efecto en Washington. El ofrecimiento de México era, por lo pronto, peligroso.

2º. El conflicto entre España y los jefes marroquíes no es un acto aislado de España, sino el cumplimiento por parte de ésta de un mandato internacional, de un acuerdo entre las potencias europeas, y sobre todo con Francia e Inglaterra. Así, nada puede hacer España sin consentimiento de estas naciones. Tendría que comenzarse por pedir a Francia y a Inglaterra que desligaran a España de su compromiso, lo cual bien puede pedirlo España cuando bien le convenga. El ofrecimiento era, pues, inoportuno.

3º. La situación entre España y Marruecos —Estado vasallo éste— no es la misma, teóricamente, que entre dos Estados beligerantes, de igual categoría internacional. El ofrecimiento, al reconocer beligerancia a súbditos alzados, era ofensivo.

4º. Entre España y México hay el resentimiento causado por la cuestión agraria. Los oficios amigables y mediaciones se ofrecen cuando hay la mayor cordialidad y hasta cierto ascendiente del mediador ante las partes del conflicto. El ofrecimiento era de mal gusto.

5º. La cuestión africana es una de las llagas más sensibles de la política imperial europea, y no está México, por cierto, para que Inglaterra —que ni siquiera ha reconocido a nuestro actual gobierno— ni Francia se dejen tutorear por nosotros. ¡El mismo Wilson...!

6º. La cuestión marroquí envuelve el grave conflicto de la política militar de España [...] De aquí pudiera aun brotar la tan anunciada revolución en España. Es asunto que un Estado extranjero sólo puede tocar con pinzas.

—La idea es bellísima, nobilísima —concluí— pero irrealizable.

—Comunicaré todo esto al señor presidente —me contestó el señor Sáenz— y le transmitiré su respuesta.24

La noche del 24 de septiembre Alfonso Reyes aborda el tren rumbo a Nueva York, donde toma el barco que lo lleva a Francia y, de aquí, viaja a España para cumplir la misión especial que realiza en escasos 30 minutos y en audiencia privada con el rey Alfonso XIII. Para ejecutar el encargo lleva dos recomendaciones: el secretario Sáenz le dice: “El modo de presentar la cosa queda a su leal saber y entender”; el presidente Obregón le otorga una Carta de Gabinete que le confiere calidad plenipotenciaria. El 3 de noviembre cumple la tarea y en carta reservada enviada al canciller informa resultados e impresiones:

Hoy he cumplido mi misión. Es la una y media de la tarde. Acabo de hablar amplia e íntimamente con el monarca español, que me ofreció un cigarrillo, me llamó “tocayo” y me dijo que agradecía el ofrecimiento de México, porque es la primera vez que recibe un ofrecimiento tan cordial; que sólo lo declinaba en atención a que las tribus marroquíes no eran un Estado, un gobierno, y que no se podía establecer entre ellas y España mediación alguna. Además, se quejó de que el general Calles no hubiera venido a España,25 pues el conferenciar con el rey le habría dado gran autoridad moral ante la colonia española de México; de modo que —me dijo— “perdóneme la crudeza con que le hablo, pero es él quien ha perdido más; pues bien sé que los españoles de México no son siempre fáciles de manejar: se trata de personas que han sufrido daños, y bastaba con ofrecerme que se les indemnizaría como se pudiera”. Después —encargándome que lo transmitiera como opinión amistosa al gobierno mexicano— me dijo que urgía que reorganizáramos nuestro ejército, y tratáramos de entretener en ello a nuestros generales improvisados, para que no estuvieran todo el día echando tiros; que los instructores indicados eran los oficiales alemanes, que hoy los obtendríamos por cuatro pesetas; que no me indicaba a los españoles, porque comprendía que nuestra gente de campo y nuestros indios, después de los conflictos habidos, los recibirían con recelo; que los franceses o italianos se cobrarían muy caro el corretaje; que los chilenos despertarían los celos entre repúblicas hermanas.26

En suma, el conjunto de sus tareas diplomáticas en la legación en España enseña a Alfonso Reyes a realizar una labor cuyo principio normativo es técnico más que político. En sus tareas sobresale su pugna moral en pro del decoro y la dignidad de las naciones; en sus informes y correspondencia rige un principio equivalente al que indica con puntualidad en el prólogo a su Historia de un siglo: “No aspiré a ser original, y aun quise borrarme un poco detrás de mi asunto”. De aquí que su desempeño diplomático en España parece parte de una historia secreta, menor, que rehúsa yacer en archivos y expedientes, y está por valorarse en su cabal importancia, más si ésta se pondera junto a la obra literaria —periodística y académica— realizada durante esos mismos años, como Héctor Perea ilustra ampliamente en su compilación España en la obra de Alfonso Reyes (1990).

III. LA EMBAJADA: UN CENTRO DE CULTURA

Los escasos cinco meses que pasa Alfonso Reyes en la ciudad de México durante 1924 le permiten entrar en contacto con la nueva promoción de escritores, rencontrar a los amigos, a los colegas del servicio y a los familiares y, sobre todo, ponderar la situación política nacional luego de la violenta contienda entre Adolfo de la Huerta y Plutarco Elías Calles. Según su Diario, en esos meses se percata de la tendencia imperante: el radicalismo, con todo lo que eso implica para alguien como él. También se percata de una doble realidad personal: a los 35 años de edad no ha alcanzado su independencia económica y en los asuntos de cancillería se sabe sujeto a la voluntad de otros, por lo que reconoce: “yo voy por los pasos contados de la carrera técnica y no por los saltos de la política”.27

Entre el cumplimiento de la misión ante el rey de España y el 21 de enero de 1925, día en que entrega sus cartas credenciales al presidente de Francia, Alfonso Reyes permanece en Europa en espera del cambio de gobierno en México y, consecuentemente, de que se resuelva su situación en Relaciones Exteriores; Genaro Estrada, cercano amigo y subsecretario del ramo, así lo sugiere. Era casi un hecho: Alberto J. Pani sería designado embajador en Francia —donde ya había estado acreditado como representante—, al punto de que el 19 de septiembre de 1924 entre éste y Reyes hay el siguiente diálogo: “Usted —dice Reyes— tiene mucha prisa de irse como ministro a París porque teme que yo le gane el puesto”. “Si a usted le nombran en París —contesta Pani— temo que haya otra intervención francesa.”28

Sin embargo, el presidente Calles dispone que Pani se haga cargo de la Secretaría de Hacienda y Reyes de la legación en Francia, que en esa época y por conveniencia nacional es elevada al rango de embajada. El 14 de diciembre de 1924, Rafael Cabrera, recién nombrado ministro en Bruselas, solicita al gobierno francés el correspondiente beneplácito en favor de su viejo amigo del Ateneo, cosa que comunica inmediatamente a París —días después viaja a Roma a pasar las navidades—. La primera reflexión de Reyes al saber algo tan inesperado es la siguiente:

Yo no lo esperaba y estoy tan contento como asombrado. Como aquí [Francia] hay menos trabajo de cancillería de representación social que en Madrid, me propongo escribir mucho. En París siempre se queda uno algo aislado. A ver si tengo la suerte de vivir en sitio agradable, con ventanas inspiradoras.29

Los primeros meses en Francia los pasa sumergido en las tareas de la instalación, en la vida social del cuerpo diplomático (“Me cansa estar de cupletista a la moda”) y de la intelectualidad francesa e hispanoamericana (“Aunque la fiesta fue a mi persona, la he hecho derivar hacia México”) y en tareas de todo tipo dentro de la embajada: “Trabajo de un modo agobiador, como nunca en mi vida, y yo mismo me ocupo de todos los detalles de la oficina. No puedo ni leer, fuera de la prensa, para seguir la política del mundo”.30 Después de seis meses de agobiante, fatigoso trajín, recupera su equilibrio profesional y vocacional: es prudente en la diplomacia y activo en la literatura, y viceversa.

Las actividades diplomáticas que realiza en Francia en buena parte son distintas a las desempeñadas en España. Según sus informes y correspondencia enviados a la cancillería,31 la tónica protocolar y el rigor narrativo respecto a los de España no cambian significativamente: son reseñas de los movimientos de la vida política, social y económica en Francia entre 1925 y 1927. En ellos registra sucintamente las características de los partidos políticos y banderías, de las relaciones de Francia con otros Estados, de los procesos electorales y en los gabinetes políticos, de los incidentes locales e internacionales, de las desastrosas condiciones económicas con todo y oscilaciones inflacionarias, y así hasta sumar un calendario donde lo referido más los hombres del momento como Painlevé, Briand, Maurras, Poincaré y otros más ocupan un lugar privilegiado.32

Simultáneamente, realiza tareas que “su naturaleza misma exige que desaparezcan en el secreto de los archivos oficiales” e incluso que queden fuera de las memorias de la cancillería. Como es el caso de un asunto que reseña por fragmentos en su Diario y cuenta como sinopsis en una carta del 7 de octubre de 1926 dirigida al secretario Sáenz. En ella reclama un injustificado olvido de sus tareas en las negociaciones encaminadas al establecimiento de relaciones diplomáticas entre Suiza y México; también, a contrapelo, la carta muestra los vericuetos del papeleo diplomático:

El 20 de julio de 1925 me envió usted la nota 1080 (exp. 101) y con ella la carta autógrafa del señor presidente Calles, encargándome esclarecer el punto [establecer relaciones diplomáticas con Suiza] de si sería contestada por Suiza. En mi nota 672 del 10 de septiembre de 1925, expliqué a usted detenidamente cómo entregué dicha carta autógrafa y cómo nuestras relaciones con Suiza quedaban del todo claras y regulares. Con posterioridad vino la conversación telegráfica en que usted me comunicó —como resultado final— que el gobierno mexicano aceptaba la idea de crear una legación en Suiza, al cuidado de un plenipotenciario residente en alguna otra capital europea, y sin exigir correspondencia por parte de Suiza, dado que así lo hacen muchos otros países. Después, a punto de pedir el “agrément” para el ministro en Roma, señor [Rafael] Nieto, éste falleció, y tuve la honra de ser designado yo para ese nuevo puesto —y aceptado por el gobierno suizo— acumulándolo a mis funciones actuales. Es posible que usted no haya considerado oportuno por alguna razón dar cuenta [en la Memoria (1925-1926) de la secretaría] de estos tratos y arreglos.33

Otro ejemplo de su actividad y discreción diplomática se encuentra en su Diario. El 25 de junio de 1926 recibe del subsecretario Estrada una nota reservada donde informa sobre la simpatía del gobierno mexicano por la actitud de Brasil ante la reunión de la Liga de las Naciones en Ginebra. Ahí el delegado brasileño hace una defensa de los países hispanoamericanos ante el avance de las potencias europeas. Sin embargo, los representantes hispanoamericanos no hacen causa común entre sí, como sí lo pretende México. En una notita manuscrita añadida, Estrada escribe: “Hágase el indiscreto, y muestre esto al embajador del Brasil, es de buena política”.34

Alfonso Reyes lleva a cabo tareas de esta naturaleza que son difícilmente documentables más allá de su propia versión.35 También realiza otras cuya importancia y repercusión permanecen en un nivel que de tan notorias se vuelven apenas perceptibles. Paulette Patout da extensa y detallada cuenta de estas tareas, que se pueden cifrar en una cualidad e interés por parte del embajador: fomentar las relaciones culturales entre los países acreditados en Francia mediante la frecuentación de los representantes diplomáticos y, sobre todo para evitar ser tomado “como miserable ornamento de toda fiesta”, fomentar las relaciones por medio del trato con los representantes de la inteligencia y creatividad de esos países.

Esta labor diplomática desde siempre se ha tomado como frivolidad diplomática; algo tiene de suyo, aunque está lejos de ser el propósito final. Es el caso de Alfonso Reyes, que para ese entonces hace propias las ideas de Gabriel Mourey,36 quien indica que las embajadas deben convertirse en centros de cultura. Es decir, que más allá de lo administrativo, diplomático y político, los representantes deben ser designados por sus países en función de ser alguien por sí mismos y no un empleado gubernamental más, para que de esta manera el país donde esté acreditado lo reciba con más que un beneplácito formal. Mourey cita, entre otros ejemplos, el del ministro de Francia en Dinamarca, Paul Claudel, a quien el rey visita en su casa sin anuncio previo, no por ser el ministro, sino por ser el poeta.

Alfonso Reyes intenta seguir al pie de la letra la enseñanza... y lo consigue, aunque sin esas proporciones. Dos ejemplos. Uno: según Paulette Patout, el embajador Reyes siempre es bien recibido por los más altos funcionarios de la cancillería. Dos: en el patio de su casa —entre veras y bromas llamado “Jardín de Academus”— reúne periódicamente a los mejores hombres de todas las artes que, como dice, “conviene poner en contacto unos con otros”. Entre las nacionalidades más comunes en sus reuniones destacan los hispanoamericanos, franceses y españoles; los mexicanos nunca faltan y por ellos realiza actividades aún más especiales. Por ejemplo, promueve el debut de la pianista Angélica Morales y las exposiciones de los pintores Manuel Rodríguez Lozano y Julio Castellanos —que en ciertos casos son actos que le cuestan dinero propio—.37

Ante esto y no obstante que por momentos siente estar en el “despilfarro y derroche”, Reyes reconoce que paulatinamente encuentra la articulación idónea entre la diplomacia estrictamente institucional y la personal; llega a decir: “Todo está en todo y no sé dónde acaba lo privado y empieza lo público”. O, en otras palabras, Reyes deriva hacia México lo que son reconocimientos a su persona. Sin embargo, hay un punto donde sus principios éticos tropiezan. Admite: “Apenas empiezo ahora a aprender a exhibir lo que hago, a demostrarlo. Eso es la política, y por eso abomino de ella”.38

La lección que obtiene Reyes de su estancia en Francia se cifra en lo recién citado: abomina de la política. La crisis por la que atraviesa Francia le revive en su intimidad las pugnas partidistas —disfrazadas de ideológicas— que tan intensamente vive entre 1909 y 1913; pugnas que más tarde se diluyen en asuntos menores pseudopolíticos como los que conoce en 1924, previo a su designación. También aprende a reconocer su propio valor como hombre más allá de la representación oficial que lo inviste, pues las reuniones en su casa, los reconocimientos públicos al escritor y su injerencia en asuntos de toda índole otorgan un sólido cimiento a su reputación y una recia consistencia a sus convicciones culturales encaminadas a la diplomacia.

Paulette Patout ofrece esta conclusión:

Para fortalecer la amistad franco-mexicana, Reyes no se había contentado con los habituales intercambios de regalos, libros, medallas, porcelanas de Sèvres, animales y vegetales exóticos para el zoológico de Vincennes o para el Jardín Botánico, aun cuando no haya descuidado estas formas de relaciones. Mediante sus artículos, sus conferencias, sus conversaciones, sus regalos con frecuencia a título privado, había tratado de mejorar la idea que tenían los parisienses de su México. Había hecho que se admitiera a su país en las grandes manifestaciones comerciales francesas y había facilitado las relaciones entre banqueros e industriales franceses y mexicanos. La amistad franco-mexicana no había alcanzado todavía el coqueteo que se prolongaba desde la posguerra entre Francia y Argentina. En la colonia americana de París, se había dado un impulso. México había sido encarnado por él de modo extraordinario y Reyes dejaba tras él, a su partida, valiosos compatriotas...39

IV. PRIMEROS CONCEPTOS PARA UNA MILITANCIA

Antes del 28 de agosto de 1927, día en que Alfonso Reyes presenta sus cartas credenciales al presidente de Argentina, Marcelo Torcuato de Alvear, conviene recordar algunos antecedentes conceptuales que ayudarán a entender parte y sentido de las actividades de nuestro embajador desempeñadas en América del Sur entre 1927 y 1938. Simultáneamente a sus actividades estrictamente diplomáticas —si es que existe un linde riguroso— realizadas en Europa, Alfonso Reyes deja ver en su literatura algunas propuestas que intentará cristalizar en Hispanoamérica.

El origen inmediato se encuentra en el modernismo, cuando éste pugna por la integración política y la expresión literaria propias de América. Entre las primeras y más sintéticas interpretaciones de Reyes se encuentra la respuesta que ofrece en 1914 a la encuesta de la Revista de América (París) de los hermanos García Calderón. En ella indica:

Existe una literatura hispanoamericana en el sentido de que ella es discernible de la única con que se la pueda confundir: la española. Mas la originalidad no consiste en esto solamente. [...] Los fáciles medios del color local al que ha recurrido [...] no resuelven, seguramente, este profundo problema de la originalidad, porque la sustancia de la literatura es, ante todo, sustancia ética. El americanismo literario supone, además, cuestiones previas y, desde luego, una conciencia común y justa de la misión de los pueblos americanos, de su situación en la geografía intelectual del mundo. [...] El americanismo, como carácter literario original, sería uno de tantos efectos de una causa más amplia; que no es asunto de poesía ni de prosa, sino problema de política, de educación, de humanidad, de totalidad.40

Concluye con la indicación de que se ha cerrado el ciclo del modernismo y ha comenzado el del americanismo.

Cinco años más tarde retoma el asunto desde una perspectiva diferente: la necesidad de que España se interese e involucre en asuntos americanos. Su preocupación es confrontar los lugares comunes españoles que se arrastran desde el siglo XIX y donde nuestro continente siempre queda en un lugar de desprecio, cuando “América es muy distinta a España, pero es en la tierra lo que más se parece a España”.41 Para el porvenir del país y del continente observa una opción:

Si el orbe hispano de ambos mundos no llega a pesar sobre la tierra en proporción con las dimensiones territoriales que cubre, si el hablar en lengua española no ha de representar nunca una ventaja en las letras como en el comercio, nuestro ejemplo será el ejemplo más vergonzoso de ineptitud que pueda ofrecer la raza humana.42

Su insistencia lo lleva a decir: “España no tiene mejor empresa en el mundo que reasumir su papel de hermana mayor de las Américas”.43 Y frente a los miembros del Ateneo de Madrid, en solemne sesión con lo mejor de la intelectualidad española, levanta la voz para repetir su voluntad de acercamiento:

Volved la vista hacia América: hay una América que ríe; la que disfruta, en pujante y gozosa fiesta, los beneficios de su riqueza y su juventud. Pero hay otra América: la que resiste y mantiene con estoicismo, y casi en completa soledad, las tradiciones de la vida española. Hay que aprender a participar de esas risas, y también —lo que cuesta más— de aquellos penosos empeños. Una actitud invariablemente simpática ante las alegrías y sufrimientos comunes; un repetirnos constantemente que se trata de emociones propias, es cosa útil para reanudar la sensibilidad perdida o embotada; para contrarrestar, como es fuerza que se haga ya, los chistes de algunos gacetilleros adocenados sobre los “loros de América” y otras fórmulas que mal disfrazan el rencor de los candorosos, los que aún tienen por agravio personal la independencia del Nuevo Mundo.

Pero no basta eso: hay que disponerse a conocer, a estudiar, a entender. Así se adiestra a los pueblos para su destino; así se organizan las ideas nacionales, y hasta se curan solos, de paso, algunos males interiores. No tengamos miedo a las palabras: se trata de una pugna moral.44

Este último aspecto, “una pugna moral”, es la guía diplomática de Alfonso Reyes. Ella, la “pugna”, es el principio axiológico al que se ciñe. Si no fuera así, si no lo tuviera arraigado en sus convicciones, no abundaría en la misma idea en otras oportunidades, palabras y variantes, como las que muestra el embajador Reyes ante un reportero al desembarcar en Buenos Aires en 1927:

En otros aspectos de la vida de mi país interesa a España y a los pueblos iberoamericanos su posición geográfica y especialmente espiritual como puesto avanzado de la raza. En ese terreno, es innegable que en México, como en todos los países centro y sudamericanos se afirma más y más, cada día, el carácter nacional basado en las fuentes primigenias de nuestra historia, pudiendo afirmarse, pues ello ya no se discute, que existe la conciencia plenamente plasmada de un orbe hispano al que México pertenece. Leal a esa sangre y fuerte corriente, que es la salvadora de la personalidad de estas jóvenes y florecientes naciones americanas, México quiere conservar intacto su patrimonio histórico y defenderlo severamente, pacíficamente y armoniosamente de los avances extraños de pueblos poderosos y fuertes, pero sin que tal defensa implique ofensas ni agravios para otras razas dignas de nuestro respeto y admiración. Por sólo ese mismo respeto para sus problemas nacionales y para resolverlos dándose las leyes y los gobiernos que mejor estime y que más en armonía estén con su espíritu e idiosincrasia como pueblo soberano e independiente, capaz por lo mismo dentro de la convivencia internacional, de salvaguardar los derechos de los extranjeros dentro de las prescripciones de sus leyes nacionales.45

Durante este lapso y en forma simultánea observa en una persona muy querida y cercana cómo se transmuta el valor de la actividad política por el de la actividad poética. Es decir, con Amado Nervo se percata de que el paradigma del escritor y diplomático sobresale para el siglo XX por encima de los modelos de Sucre, Bolívar o San Martín, vigentes en el XIX. En Nervo observa la superioridad del poeta y de sus dones casi proféticos. Su obra literaria y diplomática le demuestra que la propuesta de unificación espiritual del continente indicada por Darío no sólo es válida, sino que es la única posible. También en Nervo, a partir de sus exequias —es conocidísimo su retorno a México: una fragata uruguaya, escoltada por naves argentinas, cubanas, brasileñas y venezolanas, deposita su cadáver en el puerto de Veracruz, luego de homenajes solemnes tributados con admiración y respeto—, admite que la única exigencia a cuidar es la de otorgar decoro y dignidad a las tareas de servicio nacional encomendadas.46

Estos antecedentes se vinculan estrechamente con los cambios que distinguen a sus siguientes 10 años de vida diplomática. Son cambios también consecuentes con una política exterior cifrada en una meta: intentar la unidad y armonía continental como medida defensiva contra la política exterior estadunidense. A partir de mayo de 1927 el subsecretario Genaro Estrada —quien de febrero de 1930 hasta enero de 1932 se hace cargo de Relaciones— delinea un perfil del diplomático: “habilidad con amaño, energía con calma, simpatía personal con recato, justicia con equidad, la actividad combinada con la prudente espera, la decisión en consorcio con la prudencia”.47

Un retrato de tal naturaleza igual corresponde impecablemente a su viejo y cercano amigo Alfonso Reyes. A estas buenas prendas, que tanto distinguen a Estrada como a Reyes, deben sumarse una serie de criterios literarios y convicciones que se encuentran en Platón y Aristóteles y se cristalizan en Ariel (1900) de José Enrique Rodó, cuyo eco resuena en obras como Horas de lucha (1908) de Manuel González Prada, Nuestra América (1919) de Waldo Frank Emerson, Destino de un continente (1923) de Manuel Ugarte, La raza cósmica (1925) de José Vasconcelos, Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928) de Pedro Henríquez Ureña, o Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) de José Carlos Mariátegui. En todos el centro rector es producto de la amenaza imperial norteamericana, del fracaso del panamericanismo y, sobre todo, de una convicción: “Por encima de los errores —escribe Ugarte— el destino de nuestra América tiene que ser grandioso. Lo que surge en [...] nuestras tierras es una nueva humanidad”. Y añade: “Conviene tener en conjunto una política latinoamericana a la cual se subordinen o se ajusten los intereses locales”.48

En el folleto La utopía de América (1925) de Pedro Henríquez Ureña, cuaderno muy poco conocido —que sin duda Estrada y Reyes tienen muy cerca debido al enormísimo respeto que profesan a su amigo, maestro y guía desde el Ateneo de la Juventud—, se encuentra la descripción de lo que surge en Rodó, reformula Ugarte y que bien podría tomarse como las metas diplomáticas para la reivindicación y unificación espiritual de América. Las palabras de la conferencia siguen siendo estimulantes:

Si el espíritu ha triunfado en nuestra América, sobre la barbarie interior, no cabe temer que lo rinda la barbarie de fuera. No nos deslumbre el poder ajeno: el poder es siempre efímero. Ensanchemos el campo espiritual: demos el alfabeto a todos los hombres; demos a cada uno los instrumentos mejores para trabajar en bien de todos; esforcémonos por acercarnos a la justicia social y a la libertad verdadera; avancemos, en fin, hacia nuestra utopía.

¿Hacia la utopía? Sí: hay que ennoblecer nuevamente la idea clásica. La utopía no es vano juego de imaginaciones pueriles: es una de las magnas creaciones espirituales del Mediterráneo, nuestro gran mar antecesor. El pueblo griego da al mundo occidental la inquietud del perfeccionamiento constante [...] Es el pueblo que inventa la discusión; que inventa la crítica. Mira al pasado, y crea la historia; mira al futuro, y crea las utopías [...]

[...] Dentro de nuestra utopía, el hombre llegará a ser plenamente humano, dejando atrás los estorbos de la absurda organización económica en que estamos prisioneros y el lastre de los prejuicios morales y sociales que ahogan la vida espontánea; a ser, a través del franco ejercicio de la inteligencia y de la sensibilidad, el hombre libre, abierto a los cuatro vientos del espíritu.

[...] El hombre universal con que soñamos, a que aspira nuestra América, no será descastado: sabrá gustar de todo, apreciar todos los matices, pero será de su tierra; su tierra, y no la ajena [...] La universalidad no es el descastamiento: en el mundo de la utopía no deberán desaparecer las diferencias del carácter que nacen del clima, de la lengua, de las tradiciones, pero todas estas diferencias, en vez de significar división y discordancia, deberán combinarse con matices diversos de la unidad humana. Nunca la uniformidad, ideal de imperialismos estériles; sí la unidad, como armonía de las multánimes voces de los pueblos.49

Y las palabras finales de la conferencia “Patria de la justicia” —también publicadas en el folleto— son rotundas como aspiración y programa político:

Debemos llegar a la unidad de la magna patria [y] deberá unirse para la justicia, para asentar la organización de la sociedad sobre bases nuevas, que alejen del hombre la continua zozobra del hambre a que lo condena su supuesta libertad y la estéril impotencia de su nueva esclavitud, angustiosa como nunca lo fue la antigua, porque abarca a muchos más seres y a todos los envuelve en la sombra del porvenir irremediable.50

Con nociones de esta naturaleza Genaro Estrada y Alfonso Reyes tejen una compacta red de relaciones diplomáticas —centradas en asuntos políticos, culturales y, en menor escala, comerciales, pues nuestros países no están en condiciones materiales para explorar este aspecto— cuyas responsabilidades igual recaen sobre uno y otro, en la medida en que ambos son hombres de acción, mientras Henríquez Ureña no. La red se teje desde la secretaría, donde Estrada está atento a los pasos de Reyes, y desde las embajadas en Buenos Aires y Rio de Janeiro, donde Reyes sigue las indicaciones de Estrada e, incluso, más allá de protocolos, propone iniciativas a la superioridad.

Así, las educadas sensibilidades intelectuales y los perceptivos tactos políticos de ambos se amalgaman dentro de una política exterior en buena medida prevista conceptualmente por Pedro Henríquez Ureña, cifrada en la “Doctrina Estrada” y llevada a la práctica por nuestro país.51 El presidente Pascual Ortiz Rubio —ex embajador en Alemania y Brasil— en su informe de gobierno de 1930 describe la actividad diplomática con estas palabras:

La labor ostensible, ayudada eficazmente por la labor inmediatamente ostensible que nuestro gobierno —como todos los de su género— confía a sus misiones diplomáticas, constituye un trabajo recatado e insistente, oscuro y tenaz, que no puede ni debe estar expuesto a la fácil conquista del aplauso inmediato, pero que busca, sigilosa y precavida, la aprobación permanente por sus resultados futuros y duraderos y por su inmanente responsabilidad.52

Por último, se puede decir que en Reyes es invariable la voluntad, primero, de aprehender eso que hace que América sea lo que es, y segundo, de defender y prohijar la identidad de América contra y sobre eso que la tergiversa y que la pone en peligro. Un ejemplo muy poco conocido y que estaría dentro de esta preocupación es el poema “Centro América”, escrito ante los peligros imperialistas estadunidenses que amenazan a Nicaragua y al resto de los países vecinos de la región durante la segunda mitad de la década de 1920.

Que de México la fraguaresuelle hasta Nicaragua,bien puede ser;mas que al soplo del sajónno aumente la quemazón,no puede ser.Que la mano del sajónda bollo y da el coscorrón,bien puede ser;mas que el centroamericanono alce alguna vez la mano,no puede ser.Que Kellog el “pacifista”sea muy largo de vista,bien puede ser;mas que América no entiendaque aquella “paz” es contienda,no puede ser.Que a Díaz por ser infante,le den tutor Almirante,bien puede ser;mas que Sacas el adultono lo tome como insulto,no puede ser.Que Latimer muy contentohaga la lluvia y el viento,bien puede ser;mas que no le hagan a élla cruz con sangre de Abel,no puede ser.Que el yanqui en Puerto Cabezasmoje barco, haga lindezas,bien puede ser;mas que no halle en Puerto Frutaslas que provocó disputas,no puede ser.Que de Díaz el patánbusque un retiro el Martín,bien puede ser;mas que nos doble el martiriosacando el de don Porfirio,no puede ser.Que más abajo de Hondurasve el yanqui “influencias oscuras”bien puede ser;mas que un barco con cañónno sea clara intervención,no puede ser.Que yo cuide enhorabuenami casa y deje la ajena,bien puede ser;mas que con “doctrina” y trazame entrometa en otra razano puede ser.Que aplique sin ton ni sonsu “doctrina-irrigación”,bien puede ser;mas que algún vientre en el trancea la cara se las lance,también, también puede ser.Que aten a los liberalescon unos puertos neutralesbien puede ser;mas que a los conservadoresden armas sus armadores,no puede ser.Que Díaz sea un portentode verbo y de complemento,bien puede ser;mas que no sea indiscretosaber dónde está el sujeto,no puede ser.Que Washington cobre a Europa,tanto por hombre de tropa,bien puede ser;que nuestra América cobrede lo que Washington obre,no puede ser.Que el yanqui (habitual llaneza)suba los pies a la mesa,bien puede ser;mas que por amor de interésmeta en mi tierra los pies,no puede ser.53

V. LA SIEMBRA Y LA COSECHA

Manuel Ugarte, en su libro Escritores iberoamericanos de 1900 [1942], se refiere a “una generación malograda” de escritores del continente que salen de América para ir a radicar a París y/o Madrid, no porque se sintieran atraídos por “un nuevo medio”, sino porque sienten “ahogarse” en su medio: “se carecía de oxígeno en su propia tierra”.54 La nómina que registra es: Rubén Darío, Amado Nervo, Enrique Gómez Carrillo, José Santos Chocano, Luis G. Urbina, Francisco Contreras, Leopoldo Lugones, José Ingenieros, Francisco y Ventura García Calderón, Rufino Blanco Fombona y algunos otros en los que distingue tres características comunes: hacen homenaje y rinden tributo a sus maestros precursores (cita a Asunción Silva, Del Casal, Martí, Gutiérrez Nájera, Díaz Mirón y Rodó), no hacen juicios sumarios y sí buscan la ponderación aprendida en los clásicos, y fortalecen para el escritor una concepción de responsabilidad arraigada en “un hondo sentido de la vida”. En suma, ellos “pensaron en cuerpo, sintieron en generación y representaron un empuje” que, en conjunto, está cifrado en una exclamación de Rubén Darío: “Nosotros no hemos salido de América; traemos a América a compartir la civilización de Europa...” Líneas después, Manuel Ugarte caracteriza con estas palabras:

Ninguno de nosotros —ni el mismo Carrillo, que se enquistó en el Bulevar, sin dejar de ser meteco— perdió sus distintivas iberoamericanas y su enlace con la tierra. Llegamos algunos a escribir directamente en francés y a publicar con éxito nuestras producciones en diarios y revistas de París. Fueron nuestros nombres familiares y cotizados en los grandes órganos de publicidad de España. Pero nadie aprovechó la victoria circunstancial para plegarse al nuevo medio. Por los propósitos perseguidos, por los temas tratados, por el nacionalismo retador, estuvieron los espíritus siempre tendidos hacia nuestra América; y esta espontánea cruzada, que ningún gobierno alentó, ni advirtió siquiera, hizo más por el prestigio de nuestras repúblicas en el mundo, que toda la representación diplomática que dilapidó por aquel tiempo caudales y nos puso, más de una vez, en ridículo...

No existían en 1900 lazos de amistad o de conocimiento entre ellos. No obedecían a un propósito estudiado, ni a una consigna. Salían instintivamente, sin programa en la mayor parte de los casos, de ciudades distantes y sin comunicación frecuente. Sólo cambiaron de ideas cuando la casualidad los reunió en Europa. Y, sin embargo, obedecían, inconscientemente, a idénticas esperanzas de emancipación. Formaban un conjunto perfectamente homogéneo. Las mismas diferencias de temperamento los completaban. Los orquestaban. Por fuerza de las circunstancias, más que por voluntad propia, establecían una identificación espiritual en las zonas más diversas de la América hispana, identificación semejante —conviene meditar sobre la analogía— a la que, también sin compromiso ni cálculo, determinó, a principios del siglo XIX, en una sola llamarada, la independencia política de las mismas regiones...55