Muertes pequeñas - Emma Flint - E-Book
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Muertes pequeñas E-Book

Emma Flint

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  • Herausgeber: MALPASO
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2018
Beschreibung

Elegida entre las diez mejores novelas negras de 2017 por los periódicos  The Guardian, The Wall Street Journal y The Irish Times. En Queens, en el mes julio de 1965, las calles arden con una ola de calor inmisericorde. Ruth Malone, una joven madre del barrio, descubre la puerta de la habitación de sus hijos abierta de par en par. Han desaparecido. Después de seguir las pesquisas, la policía hace un descubrimiento horripilante. Pete Wonicke, un periodista inexperto al cargo de cubrir su primer caso importante no puede evitar llegar a esas mismas conclusiones. Sin embargo, cuanto más tiempo pasa con Ruth, más se da cuenta de que la policía no es siempre honesta y de que las obsesiones personales de ciertos detectives pueden estar haciendo que la investigación vaya en la dirección equivocada. Wonicke empieza a dudar de todo lo que creía que sabía. Además, Ruth Malone es fascinante, un reto y un misterio, pero ¿sería capaz de matar a sus propios hijos? Basada en hechos reales, Muertes pequeñas nos cuenta una historia de amor, moralidad y obsesión, al mismo tiempo que analiza la capacidad que tiene todo ser humano para el bien y el mal. "Como el vapor que desprende la ciudad de Nueva York en un caluroso mes de julio, Muertes pequeñas desprende los aromas de la novela negra americana de los 60… Un debut fascinante." Thriller del mes para The Observer "Un sutil retrato de una mujer llevada al límite y de los hombres que la juzgan." The Times Literary Supplement  "Hacía mucho que una novela no capturaba un tiempo y un lugar tan poderosamente como el debut imponente de Emma Flint." Chicago Tribune "Un logro fenomenal. Muertes pequeñas es uno de esos extraños logros: una novela negra psicológicamente bien construida, que hace que el corazón te lata con rapidez, y que trasciende sin esfuerzo el género. Si creías que la ficción literaria no podía leerse de una sola sentada, te equivocabas." Jeffrey Deaver

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EMMA FLINT

MUERTES PEQUEÑAS

TRADUCCIÓN DEBEATRIZ GALÁN ECHEVARRÍA

BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES NUEVA YORK

Para todos los que creyeron en mí

cuando ni yo misma lo hacía.

En especial para Janet y Rebecca,

que han estado a mi lado en todo momento.

Y para Alfie, que siempre me acompaña

y al que añoro a diario

1

Las escasas noches en las que consigue conciliar el sueño, vuelve a ponerse en la piel de la mujer que fue.

Por aquel entonces rara vez dormía con un camisón limpio, la almohada mullida y la cara brillante, embadurnada de crema. Algunas veces se despertaba en una cama revuelta, con alguien que roncaba a su lado; otras muchas lo hacía sola, en el sofá, rodeada de botellas casi vacías y ceniceros casi llenos, con la piel saturada del humo rancio y el maquillaje del día anterior, el cuerpo dolorido, la mente vacía. Entonces se incorporaba con una mueca, consciente del dolor que sentía en el cuello y del sabor triste y agrio en la boca.

Ahora no se despierta con el aturdimiento típico del dolor de cabeza ni con la confusión de una noche turbia tras de sí, sino con una forzosa claridad. Sus días empiezan con una sirena, voces estridentes, sonidos metálicos, gritos. Con olor a lejía y orina arañándole la garganta. En estas mañanas no queda sitio para los recuerdos.

En aquella época se abría camino por el pasillo todas las mañanas y preparaba café en la cocina. Encendía el primer cigarrillo del día y escuchaba cómo el mundo cobraba vida a su alrededor: el estallido de la radio de Gina en el piso de arriba, los pesados pasos de Tony Bonelli en las escaleras. Puertas que se cerraban, coches que arrancaban. Los gritos de Nina Lombardo a sus hijos al otro lado del rellano.

Entraba en el baño y cerraba la puerta con pestillo. Hacía ya más de un año que Frank se había ido, pero ella seguía sin confiar en su privacidad. Se quitaba la ropa del día anterior y se aseaba en el pequeño lavabo: las manos, la cara, las axilas, bajo los pechos, entre las piernas. A veces sentía su propio olor, ese olor añejo y ocre que seguía considerando indiscutiblemente suyo y que tanto la avergonzaba cuando se despertaba acompañada.

«Como una perra en celo, ¿eh, cariño?»

Se frotaba entre las piernas con la esponja azul rugosa, fuerte, tan fuerte que dolía, y luego más fuerte aún. Se secaba, tensando el muslo con la palma de la mano, haciendo que pareciera firme durante unos instantes, para luego soltarlo de golpe y devolverle su ondulante forma habitual. Colgaba la toalla, se ponía el albornoz y recorría de nuevo el pasillo hasta la cocina, donde se servía el café; pensaba en el azúcar del tarro, pero nunca llegaba a echárselo en la taza.

Entonces volvía al dormitorio y se ponía unos pantalones y una camisa. Si le tocaba trabajar en el turno de tarde del Callaghan, sacaba el uniforme, lo colgaba fuera del armario y buscaba hilos sueltos y manchas. Una blusa almidonada, planchada el domingo por la tarde. Una falda demasiado ajustada. Los zapatos alineados, con las puntas juntas y los tacones demasiado altos para que la camarera de un bar los llevara puestos toda la noche. Pero le daban un brillo especial que hacía aumentar las propinas y ayudaba a que las horas pasaran más rápido.

Se encendía otro cigarrillo, se ponía las zapatillas de estar por casa y se llevaba el café de vuelta al cuarto de baño. Solo entonces, despierta, atenta, sintiéndose protegida por la ropa, se atrevía a mirarse en el espejo.

Primero la piel. Siempre primero la piel. En los días buenos estaba pálida y suave como una fotografía en blanco y negro. En los malos, las manchas y viejas cicatrices le asomaban en la tez y debían disimularse. Colocaba la taza en el borde del lavabo, le daba otra calada al cigarrillo y lo apoyaba en el cenicero que tenía en el estante.

Todas las mañanas se aplicaba la base del maquillaje con unos dedos que le temblaban más o menos en función de la impresión que hubiera sentido al ver su imagen en el espejo o de la noche que hubiera pasado. Había días en los que las manos le temblaban y sudaban tanto que el maquillaje le quedaba irregular, y otros en los que su piel tenía tantas marcas que no conseguía arreglarla ni con dos capas de base. Esos días se abofeteaba la cara mientras se aplicaba el maquillaje. Castigándose. Se miraba a los ojos en el espejo mientras lo hacía. Con la fuerza suficiente para hacerse daño, pero no para dejar marca.

Después venía el colorete, esparcido sobre la familiar careta. Fruncía los labios, pasaba la brocha bajo los pómulos y mantenía los ojos entornados hasta que la cara del espejo le devolvía la imagen de un óvalo borroso en el que las líneas de color eran iguales. Ya estaba bien. Parpadeaba, cogía el lápiz, se concentraba. Primero las cejas: unos arcos altos y sorprendidos que enmarcaban sus ojos alargados. Luego la sombra, el delineador líquido, las tres capas de rímel. Trabajaba como una artista: mezclaba, difuminaba, oscurecía los colores. De vez en cuando daba una calada al cigarrillo o tomaba un sorbo de café. Un último toque de polvos; una gruesa capa de pintalabios; un buen cepillado, hacia arriba; un poco de laca. Y listo. Por fin podía mirarse en el espejo y ver su rostro completo.

Por fin era Ruth.

Ahora está con otras diecinueve mujeres temblando en una habitación alicatada mientras se acurruca bajo un chorro de agua tibia. Veinte pastillas de jabón verde barato. Veinte toallas finas colgadas de veinte ganchos oxidados.

Cierra los ojos, se aísla del eco de los gritos, los cantos, los improperios. Intenta convencerse de que está sola y se concentra en la ducha. Nunca se siente lo suficientemente limpia. En su primera semana pidió un cepillo de uñas; ahora hunde las cerdas en el jabón y se concentra en los fragmentos de color verde viscoso que va frotando y convirtiendo en espuma, una espuma fina que crece entre su palma y el cepillo. Después se frota la cara como solía hacerlo en el colegio de monjas: hasta que le arde la piel. Vuelve a cerrar los ojos y se ve a sí misma con trece años. Diminuta, plana, con el pelo lacio y la piel grasienta, cubierta de espinillas y granos. Nota el agua salpicándole en la piel, igual que entonces; percibe el mismo olor a lejía y vapor de agua, y de pronto ya no tiene claro dónde está, aunque sabe que eso, en realidad, no importa.

Cuando los guardias le griten que se mueva, abrirá los ojos, cogerá su áspera toalla y se frotará la piel hasta que le escueza.

Después sostendrá en lo alto el minúsculo espejo que le han permitido tener y se irá mirando la cara, por partes; verá el brillo, la piel grasienta, las marcas... y sabrá que aún está siendo castigada.

Solo de vez en cuando acercará el espejo hasta los ojos —rápidamente, como para no ver lo peor— y se alisará las cejas; se llevará un dedo a la boca y luego lo pasará por las pestañas, curvándolas hacia arriba; se secará parte del brillo e intentará reconocerse en su reflejo. Esas pequeñas vanidades son lo único que le queda.

Se viste rápido con la ropa interior grisácea y el traje de algodón que le dieron, y se pone un jersey porque no consigue librarse del frío. Espera la inspección —de su litera, de su celda, de ella misma—, y llega la hora de desayunar.

Hubo un tiempo en el que desayuno era sinónimo de imágenes de revista con tazas de café, tostadas calientes y refulgentes toques de mantequilla. Con una madre, un padre y unos niños despeinados con bigotes de leche. Con sonrisas y besos, y con el comienzo de un día normal. Ruth creyó que aquellos pensamientos la ayudarían a mantenerse alejada de allí hasta que comprobó que las ideas alegres siempre regresan de noche, y que la luz de aquellas sonrisas matinales solo la empujaba a la oscuridad. Ahora se concentra en un solo instante. En el eco de los sonidos del hueco de la escalera. En las frías barandillas metálicas. En el tacto de la bandeja y los cubiertos de plástico. En el olor a huevos, gachas y grasa. En el sabor del café amargo y en el ruido de trescientas veinticuatro mujeres masticando a la vez.

Hay toda una retahíla de momentos como este, alineados uno tras otro como las cuentas de un rosario. Ruth solo tiene que ceñirse a uno cada vez, y así el resto desaparece y ella puede acercarse a la biblioteca y desearle buenos días a Christine. Christine es la bibliotecaria, está condenada a cadena perpetua y por ello tiene ciertos privilegios. Era maestra de escuela en Port Washington hasta que mató a su marido con una picadora de hielo y un cuchillo de cocina.

Christine tiene casi sesenta años: esbelta, morena, indefectiblemente amable y serena. Su marido quiso dejarla por su secretaria, de veintidós, y ella tuvo que usar el cuchillo de cocina para matarlo cuando la picadora de hielo se le atascó en el hombro. Se salta el desayuno porque siempre intenta controlar su peso, de modo que los libros suelen estar ya apilados para cuando Ruth llega a la biblioteca.

El trabajo de Ruth consiste en cargar los libros en el carrito, con los lomos hacia fuera, y en dar cierto sentido a su ruta, pensando en lo que podría querer leer cada reclusa. Después se pone en camino y realiza su ronda, recogiendo los libros que había repartido los días anteriores y dando otros nuevos; tomando nota de quién ha leído qué y apuntando cuáles son los libros que han sido devueltos correctamente y cuáles tienen tantas hojas dobladas o se hallan en tan mal estado que necesitan tapas nuevas o, directamente, deben desecharse.

Y todos los días, mientras empuja el carrito por los distintos rellanos, se acerca a la puerta de las celdas y saluda a las mujeres que conoce, Ruth piensa en aquella última mañana. Ha aprendido a no pensar en el desayuno, pero no puede evitar seguir recordando aquella mañana. Las figuras acurrucadas en sus camas, dormitando o leyendo, siguiendo con el dedo los renglones de los libros para no torcerse durante la lectura, hacen que no pueda olvidarlo.

Aquel último día acabó de maquillarse la cara y cerró la puerta del baño al salir. Minnie daba vueltas por el pasillo y gimoteaba levemente. Ruth chascó la lengua y le puso la correa. Se calzó, cogió las llaves y salió a la calle. El aire brillaba con la promesa de otro caluroso día en Queens. Pasearon durante quince minutos; anduvieron por jardines limpios y soleados, y entre filas de edificios idénticos entre sí. Minnie tiraba de ella todo el rato y Ruth sonreía a los hombres con los que se cruzaba o saludaba a alguna mujer parapetada tras sus gafas de sol.

De vuelta en casa, bebió un vaso de agua fría, recalentó el café y se sirvió otra taza. Vio comer a Minnie durante unos instantes y decidió que ya era hora de ir a despertar a los niños.

Solo que ellos siempre estaban despiertos. Todas las mañanas, antes de correr el pestillo y abrir la puerta de la habitación de sus hijos, Ruth ya sabía lo que iba a encontrarse: en invierno ambos estarían acurrucados en la misma cama, bajo la manta azul, y Frankie habría pasado un brazo sobre los hombros de Cindy mientras le leía un cuento. Tendría los ojos fijos en aquellas páginas, el libro apoyado sobre las rodillas y seguiría las letras con la mano libre. Cuando llegara a una palabra que no sabía pronunciar, se la saltaría o miraría los dibujos y se la inventaría. Cindy tendría su muñeca en las manos, estaría chupándose el pulgar, y su mirada saltaría continuamente del libro al rostro grave de su hermano. Cuando él leyera algo gracioso o hiciera una de sus voces especiales, ella aplaudiría y se reiría.

Pero los días calurosos, como aquella mañana de julio, los pequeños estarían levantados, de pie sobre la cama de Cindy, mirando por la ventana y saludando a todos los que pasaran por la calle. Los rostros de los desconocidos devolverían siempre el saludo a ese par de sonrisitas llenas de dientes, a esas mejillas suaves y tiernas. Ruth sabía que podía estar orgullosa de sus niños. Podía estar orgullosa de sí misma, de hecho, pues los estaba educando prácticamente sola. Tenían juguetes y libros, su ropa estaba limpia y en buen estado, comían verdura para cenar todas las noches. Estaban a salvo, y el barrio era de lo más agradable: en una ocasión los niños saltaron por la ventana porque querían seguir disfrutando de la primavera, y una mujer mayor los llevó de vuelta a casa antes de que Ruth se hubiese percatado siquiera de que se habían ido. Tuvo que disimular su sorpresa. La mujer tenía una pinta algo extraña —pelo rojo y brillante, y un vestido floreado sin forma—, pero abrazó y besó a los niños antes de despedirse de ellos y verlos entrar en la casa. Era obvio que le habría encantado acompañarlos dentro, pero Ruth se mantuvo firme en el umbral, sosteniendo la puerta a modo de escudo.

—Es duro, señora Malone, lo sé. Yo también paso sola mucho tiempo. Es duro.

Su voz era áspera, tenía un fuerte acento. Alemán, o quizá polaco. Le dirigió a Ruth una mirada de desaprobación.

Ruth le dedicó una sonrisa tensa y abrió la boca para despedirse.

—Lo que pretendo decirle, señora Malone, es que si necesita ayuda solo tiene que pedirla. Vivimos aquí al lado —añadió, señalando hacia la calle con el dedo—. Número 44. Pásese en cualquier momento.

Ruth dejó de sonreír y la miró directamente a la cara.

—No necesitamos su ayuda. Estamos bien.

Y cerró de un portazo. Fue hasta la cocina, cogió aquella botella que nunca abría antes de las seis de la tarde y se tomó un trago largo. Después entró en la habitación de los niños, que la estaban esperando, y les dio una bofetada con sus manos diminutas. Porque la habían hecho beber. Por la forma en que la anciana la había mirado. Porque estaba muy cansada de todo.

Aquella última mañana, escuchó una leve risita mientras se acercaba a la habitación. Corrió el pestillo y oyó un ruido sordo: sus hijos acababan de saltar de la cama de Cindy y se dirigían hacia la puerta. Cuando abrió, Frankie pasó corriendo junto a ella y giró a la derecha para ir al baño. No quería usar más el orinal de Cindy. Ya era mayor, dijo, casi tenía seis años. Cindy solo tenía cuatro; aún era su bebé. Ruth se inclinó y la cogió en brazos, hundió su cara en la suave melenita dorada, se dio la vuelta y empezó a caminar por el pasillo. Las piernas de Cindy se balanceaban junto a su cadera, uno de sus brazos regordetes le rodeaba el cuello. Sintió la mirada de su hija fija en ella mientras sus deditos le acariciaban las mejillas maquilladas, las pestañas de hollín, el pegajoso arco de Cupido de los labios. Caricias que parecían besos. En su piel, entre su pelo. En ocasiones Cindy le decía: «Pareces una señora princesa», y pintaba de rosa los labios de sus muñecas, les dibujaba circulitos rosas en las mejillas y les pintaba el pelo con sus pinturas de dedos.

La princesa mami.

Ruth llegó a la cocina y dejó a Cindy en el suelo. Frankie entró con las manos mojadas, se sentó en su sitio y frunció el ceño al ver los cereales.

—¿Podemos comer huevos?

Ella suspiró para sus adentros. Las nueve de la mañana y ya estaba agotada.

—No. Cómete los cereales.

Él pataleó.

—Quiero huevos.

—¡Por el amor de Dios, Frankie, no tenemos ni un puto huevo! ¡Cómete los cereales ya!

Al salir de la sala vio la carita de Cindy y supo que estaba a punto de ponerse a llorar. Se dirigió a la puerta, salió y cerró dando un portazo. Respiró.

Era consciente de que los niños se habían quedado llorando, Minnie ladraba y los vecinos la observaban desde las ventanas. Carla Bonelli desde el tercer piso. La zorra entrometida de la madre de Sally Burke, desde el edificio de al lado. Nina Lombardo, asomando la cabeza desde la puerta de más allá. A la mierda todas. Ninguna de ellas tenía que criar sola a dos niños, tratando de mantener un trabajo, ganarse la vida y lidiar con un exmarido loco. Ninguna podía entender cómo era su vida.

No tenía que haber sido así. Después de nueve años y dos hijos en común, todo lo que en su día la había enamorado de Frank —el tono en el que pronunciaba su nombre, el modo como la miraba— se había reducido al eco de un familiar dolor de cabeza.

Se le anegaron los ojos de lágrimas y parpadeó un par de veces para librarse de ellas. Luego se sentó abatida en las escaleras y sacó unos cigarrillos y un encendedor del bolsillo.

Por un instante volvió a la entrada de otro edificio, en un verano de antaño. También estaba sentada en las escaleras y se acariciaba la curva de la barriga con la mano. La puerta se abrió de golpe, su marido se le acercó y se inclinó con suavidad. Ella se volvió a mirarlo y él la besó en la mejilla, apoyando la mano sobre la suya y sintiendo las pataditas del bebé.

—¿Cómo estás, cariño?

—Bien. Cansada.

Se estiró. Bostezó. Ahora siempre estaba cansada. Igual que cuando estaba embarazada de Frankie: las dos últimas semanas solo había tenido ganas de dormir.

Él se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta.

—Te he traído un regalo.

Ruth cogió el paquetito y tiró del papel. Había algo suave en el interior, no eran joyas. ¿Unas medias, tal vez? ¿Un camisón?

Era un conejito de juguete: una suave piel de peluche y unos ojos de cristal que la miraban fijamente.

—Es para el bebé.

Ella asintió con la cabeza y se puso en pie, diciendo algo de la cena. Dejó el conejo en el escalón y solo al cabo de un rato se dio cuenta de que él lo había puesto en el cuarto de Frankie, en un estante al que no podía llegar.

A veces se pregunta si fue entonces cuando empezó a despreciarlo.

Aquel último día tardó un rato en volver en sí. Parpadeó de nuevo, se dio cuenta de que el cigarrillo se había consumido hasta el filtro, se detuvo y volvió a entrar, saludando con la cabeza hacia la ventana de Maria Burke. La cortina se movió levemente y Ruth no pudo reprimir una sonrisa.

Ahora, mientras arrastra el carrito con los libros de celda en celda, esto es lo que recuerda: a sí misma volviendo a entrar en su piso, en su cocina, sirviéndose más café y observando a sus hijos por encima del borde de la taza.

Cindy estaba tomándose los cereales, con los ojos azules fijos en los de su hermano. Frankie, a su vez, no apartaba la vista de su tazón medio vacío. El gesto huraño, los labios apretados. Igual que su padre.

Ella se les acercó y preguntó:

—¿Os divertisteis ayer con papá?

Los pequeños la miraron. Vio que no sabían cuál era la respuesta correcta para aquella pregunta.

—¿Qué hicisteis?

Cindy dejó caer la cuchara haciendo ruido.

—Nos llevó a su casa nueva. Era bonita.

—¿Sí? No sabía que papá se había ido de casa de la abuela.

No podía creer que la madre de Frank lo hubiese dejado irse otra vez.

Y que él hubiese tenido los huevos de hacerlo.

—¿Y ahora vive solo? —preguntó.

Cindy sacudió la cabeza hacia los lados, de nuevo con la boca llena. Ruth esperó y fue Frankie quien respondió:

—Tiene una habitación en una residencia. Comparte baño con otros tres hombres. Y también tiene una cocina, con un armario para cada uno. Los armarios tienen candados.

Ella asintió y tomó otro trago de café para ocultar su sonrisa. ¿Cómo demonios esperaba Frank conseguir la custodia de los niños si ni siquiera tenía una casa que ofrecerles? Dejó la taza en la encimera.

—Muy bien, mami no tiene que ir a trabajar hoy. ¿Qué os apetece hacer?

Cindy dejó de masticar y se quedó con la cuchara colgando en la mano. Frankie alzó la mirada, boquiabierto.

—¿De verdad?

—De verdad. ¿Queréis ir al parque?

Cindy comenzó a gritar, dejó caer la cuchara de nuevo y empezó a bailar, aún sentada en su silla.

—¡Al parque! ¡Al parque!

Frankie miró a Ruth a través de sus largas pestañas.

—¿Puede venir papá?

Se produjo un silencio. Todos contuvieron la respiración. Ruth dio una última calada a su cigarrillo, se dio la vuelta y lo aplastó en el cenicero. Aún dándoles la espalda, dijo:

—Ya viste a papá ayer, Frankie. —Entonces volvió a mirarlos—. Pero ¿queréis ir al parque o no?

Frankie asintió y Cindy volvió a sonreír.

—¿Puedo ponerme el vestido de margaritas, mami?

Ella sonrió a su hija. Su bonita y angelical hija.

—Pues claro. Acábate el desayuno e iremos a lavarnos y vestirnos. Frankie, ¿tú quieres ponerte la camiseta de los Giants?

Él se encogió de hombros, con la mirada fija en su taza.

—Frankie, te he hecho una pregunta.

—Sí, mamá —dijo, aún sin mirarla.

—Está bien. Mamá va a acabar de arreglarse. Frankie, pon los platos en el fregadero cuando hayáis acabado. Después puedes ver los dibujos con tu hermana.

El pequeño asintió. Ruth decidió dejar las cosas así por esa vez y se llevó el café al baño. Se retocó el maquillaje y se puso pintalabios.

No sabía que aquella iba a ser la última mañana que se mirara al espejo libremente. La última que su cara fuera suya y de nadie más.

2

Es más fácil pensar en el resto de aquel día a través del filtro de su relato.

Recuerda una habitación sin ventanas. Sillas de madera.

Entonces un clic. El susurro de una grabadora. Un hombre aclarándose la garganta e indicando la fecha y la hora.

Entonces las preguntas. Y sus respuestas vacilantes, temblorosas.

—Hicimos un pícnic en Kissena Park.

»Supongo que... sobre las dos y media.

»Mmm... albóndigas y un refresco. Pepsi.

»Fuimos en coche. Los niños iban sentados delante, conmigo.

Frankie bajaba a toda velocidad por el tobogán, hacia ella, inclinado hacia atrás, con las piernas hacia fuera, la barbilla levantada. Daba un salto al final y corría de nuevo hacia la escalera. Cindy estaba en uno de los columpios para bebés, con las barras de seguridad, protestando porque su madre se olvidaba de empujar.

—¡Más alto, mamá, más alto!

Empujaba con más fuerza.

—¡Más, mamá!

Su risa era como agua burbujeante. Sus manos regordetas aplaudían. Su pelo rubio ondeaba al viento.

—¡Otra vez! ¡Otra vez!

Empujó hasta que se cansó. Entonces fueron a sentarse a la sombra, algo alejadas del resto de las madres. Ruth extendió la manta azul que había cogido de la cama de Frankie y miró a su hijo, que seguía en el tobogán. Uno de los niños de Norma dio una patada muy fuerte a una pelota y esta fue a dar a la cara de Cindy, que empezó a llorar. Frankie salió disparado hacia él: el niño era dos años mayor y le sacaba más de una cabeza.

—¡Eh! ¡No hagas daño a mi Cindy! ¡Ni se te ocurra hacerle daño!

El niño lo miró como si estuviera a punto de echarse a reír, así que Ruth llamó a Frankie para que volviera con ellas y le hizo ver que Cindy estaba bien. Compartieron la última botella de refresco entre los tres.

Cinco minutos después habían olvidado el incidente y Frankie salió trotando de nuevo hacia el parque. Ruth se recostó en la áspera corteza de un árbol, sosteniendo a Cindy contra el pecho, acariciándola, escuchando a lo lejos las voces a su alrededor.

«Y yo le dije, le dije, por el amor de Dios, Phil, es tu madre, tienes que decírselo, y él dijo que sí, que sí, pero yo ya sé que no dirá nada; es tan...»

«... de modo que su jefe se vino a cenar el sábado. Hice ese rollo, el de la receta de Joanie, ya sabes. Y mi pastel de limón. Repitió tres veces. ¡Tres! No me lo podía creer.»

Notó que la cabeza de Cindy se inclinaba sobre su pecho y sintió que sus piernecitas se volvían más pesadas. Dejó que se le cerraran los ojos...

«Dice que se queda trabajando hasta tan tarde, pero ya sé lo que eso significa. Llamo a la oficina y nadie contesta. Y cuando vuelve a casa, le digo inmediatamente, le digo, sé lo que estás haciendo, Bob, pero él solo...»

Ruth volvió en sí, sobresaltada. Tenía los brazos vacíos. Se incorporó, con el corazón latiéndole con fuerza. Angela vio la expresión de su cara y sonrió.

—Están allí, con Norma. ¡No te preocupes!

Ruth lanzó un suspiro, asintió con la cabeza, miró el reloj y se puso en pie.

—¿Te vas ya?

Se sacudió la parte de atrás de los pantalones; dobló la manta.

—Tengo que irme. He de hacer una llamada y preparar la cena a los niños. Nos vemos, Angie. Nos vemos, Norma.

Caminó hacia el parque, llamó a Cindy y a Frankie, y los rodeó con un brazo. Salieron del parque juntos, los tres. Por última vez.

—Nos fuimos a las cuatro.

»Porque sabía que era la hora de marcharse. Tenía que hacer una llamada antes de las cinco.

»Arnold Green. Mi abogado.

»Me pidió que le devolviera la llamada. Solía acabar a las cinco, pero ese día me dijo que se quedaría un poco más.

»Bueno, volvimos a casa. Ah, no, antes compré algo para comer. En el Walsh’s Deli. En la calle principal. No tenía nada para comer en casa.

»Mmm... carne. Ternera. Y una lata de alubias. Y leche.

»No, fuimos directamente a casa. Los niños salieron a jugar, y yo volví a llamar al señor Green. Hablamos durante... no sé, tal vez quince, veinte minutos.

»Bueno, sobre el tema de la custodia. Oiga, ¿de verdad es necesario todo esto? ¿Qué tiene esto que ver con lo otro?

»Está bien, está bien. Lo siento. Es que estoy enfadada, supongo. Entiendo. Disculpe.

»¿Tiene otro cigarrillo?

»Me dijo que mi exniñera iba a testificar en mi contra.

»No. Nada de los niños. Dice que le debo dinero. Seiscientos dólares. Y una mierda. Dice que si le pago no testificará a favor de Frank. Él quiere la custodia y ella me amenaza con ayudarlo.

»Ya se lo he dicho, no es cierto. Está intentando chantajearme para que le dé un dinero que no le debo.

»Y un cuerno. —Una pausa. El clic de un encendedor.

»No es más que otro problema con el que tengo que lidiar. Otro de los regalos de Frank.

—¡Joder, Arnold, está mintiendo! Ya te lo he dicho antes: es una mala puta que está enfadada porque la despedí.

—Está bien, Ruth, está bien. Cálmate.

—¡Estoy calmada! Por el amor de Dios, ¿qué pasará con esto? ¿Cómo puede afectar al caso?

—Depende. Primero tengo que oír lo que quiere decir. Voy a hablar otra vez con ella antes de la audiencia.

—No puede ganar él, Arnold. No puede.

—No te preocupes, ¿vale? Ella no causa buena impresión. Al juez no le gustará. Ya hablaremos de eso mañana.

—No quiero que se quede con los niños. No dejaré que lo haga. No lo haré.

—No ganará, Ruth. Ningún juez alejaría a dos niños pequeños de su madre a menos que... Nada, no le darán la custodia. Todo irá bien.

—¿Estás seguro? No pareces tenerlo tan claro como la semana pasada...

—Ruth, no te preocupes. Todo estará bien, ya lo verás.

—Espero que tengas razón. Frank no puede quedarse a los niños. No puede. Prefiero verlos muertos antes que con él.

—Sí, entonces empecé a cenar. No, espere, antes hice otra llamada.

»Un amigo. Me dijo que volvería a llamarme.

»Solo un amigo.

»¡Está bien, caray, está bien! Se llama Lou Gallagher.

»Sí. Lou Gallagher. El tío de la construcción. —Otra pausa. Murmullo de voces, lo suficientemente débiles como para que la cinta no pueda distinguirlas.

»Lou dijo que volvería a llamarme, así que empecé a cenar. Los niños estaban fuera, con Sally. Sally Burke.

»Les di media naranja a cada uno y ella los ayudó a pelarlas.

»La oí hablando con ellos, y se reían. Estaban... Dios mío, yo... —El sonido de un chorro de agua llenando un vaso.

»Gracias... Yo... entonces los llamé para que entraran en casa.

Mientras ponía la mesa, de pie sobre la alfombra, pensó en su conversación con Arnold Green. Y en Frank, que había aparecido en su casa el mes anterior para decirle que iba a luchar por la custodia de los niños. Con cuánta rabia y desdén le recordó las noches que ella había pasado fuera, los hombres con los que había hablado... bailado... ligado.

«No vales para ser madre. Necesitan a alguien de confianza; alguien que los cuide. Tu propia madre coincide conmigo.»

Observó a los niños comer mientras notaba que las palabras de Frank se extendían en su interior como una macha de aceite.

—¿Queréis ir a dar un paseo? —preguntó entonces.

Frankie y Cindy, ambos con su taza de plástico en las manos, estaban acabando de tomarse la leche.

—Vamos, vamos, antes de que oscurezca.

Los niños, en el asiento de atrás, tapados con la manta azul, emocionados por la aventura. Ruth, sola, en el asiento de delante, mascando chicle y apretando fuerte el volante. «¿Cómo se puede ser tan hijo de puta? ¿Qué le hace pensar que podrá separarme de mis hijos? Que se lo piense dos veces. Conozco a Frank. Sé que no podrá hacerlo solo. Así que está con otra. Vale. Pues voy a encontrarla.»

—¿Queréis que juguemos a algo? ¡Venga, vamos a buscar el coche de papá!

«Si encuentro tu coche, encontraré tu casa, y quién sabe lo que descubriré allí, ¿eh, Frank? Tu nueva vida, tu nueva novia. ¿Cómo te atreves a hablarme de los hombres que hay en mi vida? Ni por todo el oro del mundo me creería que estás llevando una vida monacal, hipócrita asqueroso.

»¿Dices que soy una mala madre? Te vas a llevar una sorpresa enorme y eres demasiado tonto para darte cuenta.»

Condujo durante una hora. Los niños fueron quedándose cada vez más callados en el asiento de atrás, y al final oyó la respiración de Cindy y unas palabras entrecortadas y sin sentido en boca de Frankie, que estaba soñando. Ni rastro del coche de Frank.

Bostezó. Se desperezó. Comprendió que estaba demasiado cansada como para seguir conduciendo. Dio media vuelta y emprendió el camino de regreso a casa. Antes de llegar, paró para repostar.

—Desvestí a los niños, los lavé. Tenían tierra y hierba en las rodillas, de tanto jugar en el parque, y durante la cena se habían ensuciado un montón. Les puse unas camisetas limpias, les cambié la ropa interior y los metí en la cama.

»Nueve y media.

»Sí, estoy segura. ¿Cree que dejaría a mis hijos despiertos toda la noche? Eran las nueve y media.

»Entonces empecé a limpiar la casa. El señor Green me dijo que los de la custodia vendrían a echar un vistazo y tenían que concluir que era un buen lugar para los niños, así que había empezado un proyecto de limpieza importante: ya sabe, pintar el pasillo, limpiar los lavabos, cambiar la mosquitera del cuarto de los niños...

»¿Qué? No, tenía una de recambio. Hace un tiempo puse aire acondicionado en mi habitación, así que quité la mosquitera y me la guardé.

»Pues la llevé a su habitación a principios de semana, pero no la colgué porque... porque vi que tenía algún pipí de perro, ya reseco. Cuando Minnie tuvo a sus cachorros utilizamos la mosquitera para que no se escaparan, y supongo que no la limpiamos del todo bien. De modo que volví a ponerles la suya, la que estaba rota, pero no pude atornillarla. Lo que iba a hacer era limpiar primero la mía y reparar después la suya, lo antes posible.

»No, cerré la ventana. Por los insectos.

»Después recogí todas las botellas vacías que había por la casa y las tiré a la basura. También hice una montaña de ropa vieja para dar. Básicamente cosas de Frank. Cosas que dejó cuando se marchó. Y fregué los platos. Estaba tan cansada que me senté en el sofá para ver un rato la tele.

»Mmm... El fugitivo, en la CBS.

»Hasta las once y media. Entonces volví a llamar a Lou.

»No, no estaba en casa, sino en el Santini. En la carretera de Williamsbridge.

El teléfono sonó diez o doce veces, antes de que una de las azafatas lo cogiera. Ruth pidió que le pusieran con el señor Gallagher, y la chica le preguntó cómo se llamaba. Cuando supo que no se trataba de la señora Gallagher, su voz se volvió menos educada.

—Deme un minuto. Veré si está por aquí.

Dejó el teléfono y Ruth pudo oír sus tacones repicando en el suelo mientras se alejaba. Música, risas, el tintineo de unas copas. Se preguntó qué estaba haciendo Lou. Quién más había allí. Por qué tardaba tanto.

Por fin volvió a oír pasos, y el sonido de fondo cambió cuando él cogió el auricular.

—¿Hola?

—Lou, soy yo. No me has vuelto a llamar.

—Estaba ocupado, cielo.

Tenía las piernas cruzadas sobre el sofá. Sacudió el cigarrillo sobre un cenicero ya demasiado lleno.

—Podrías venir... —Lamentó el tono de súplica que sonaba en su voz.

—¿Dónde estás?

—En casa.

—Estoy cansado, Ruth. Voy a tomarme una copa y me iré a casa.

No estaba solo. Lo sabía, como también que esa noche no pensaba volver a su casa. Estaba otra vez con las tías de la bolera. Esas que, para alejarse de sus maridos, dicen que van a la bolera con sus amigas. Ella también había sido una de esas cuando estaba casada.

Colgó con la sensación de tener un picor que no alcanzaba a rascarse. Se recostó en el sofá, fumando y pensando.

Sonó el teléfono. Dio un salto para cogerlo y contestó con la respiración entrecortada, pero solo era Johnny.

—Hola, nena, adivina quién está aquí.

Estaba borracho. Se habría pasado todo el día bebiendo otra vez.

—Meyer. Y Dick. ¿Te acuerdas de Dick, nena? Dick Patmore. Quiere verte. Joder, yo también quiero verte, nena. Te echo de menos. Hace semanas que no te veo. ¿Por qué no vienes?

—No tengo canguro, Johnny.

—Pues busca una, ¿no? Yo te lo pago. Ya sabes que con el dinero no tengo problema, nena.

—Es tarde y tengo el asunto de la custodia... Mañana voy a ver a mi abogado.

Oyó su respiración tensa, entrecortada.

—¿Johnny? Voy a...

—Antes habrías encontrado una niñera, habrías venido aquí como un rayo.

—Oye, no es un buen momento.

—¿Qué es lo que ha cambiado? Yo no. Yo aún te quiero, nena. Ruthie. Te quiero, Ruthie. —Entonces cambió de tono—. ¿Es ese tío? ¿Gallagher? ¿Está ahí ahora?

—No, claro que no. Es que...

—¿Estás con él en casa? Últimamente siempre estás con él.

—Johnny, aquí no hay nadie. Es tarde y tengo que irme a dormir. Llámame mañana.

Colgó y encendió la tele otra vez. Se sirvió otra copa.

—A medianoche fui a echar un vistazo a los niños. Frankie estaba medio dormido, aunque tenía que ir al baño. Intenté que Cindy hiciera lo mismo, pero se dio la vuelta y siguió durmiendo, así que la dejé.

»Sí, volví a cerrar con pestillo. Como siempre.

»No, no recuerdo haberlo hecho, pero lo hago siempre.

»Lo pusimos hace un año. Frankie se despertó una mañana y se comió todo lo que había en la nevera. Estuvo vomitando varias horas. Después de aquello le pedí a Frank que pusiera un pestillo en la puerta de los niños.

»Entonces saqué a Minnie a pasear. Vi a Tony Bonelli y lo saludé con la mano. Él también estaba paseando a su perro. Estuve fuera veinte minutos. A la vuelta me quedé en las escaleras un ratito. Era una noche muy agradable. Fresca. Oí a gente hablando a lo lejos. Y música. Pensé que igual había alguna feria.

»Creo que cerré la puerta con llave cuando entré.

»Lo creo.

»No lo recuerdo.

»Oiga, le digo que no lo recuerdo, ¿entiende? ¡No lo recuerdo! Si hubiese pensado que era necesario recordarlo... ¿Cerró usted su puerta ayer por la noche? ¿Eh? ¿La cerró?

»Disculpe. Le ruego que me disculpe. Estoy nerviosa.

»No, no pasa nada. Puedo seguir.

»Le puse agua a Minnie, fui a mi cuarto y me tumbé. Solo quería descansar un momento, pero debí de quedarme dormida. Algo me despertó. Creo que no dormí mucho rato.

»No sé... dos y media... tres menos cuarto...

»No lo sé, no. Una pesadilla, quizá. Me pareció oír llorar a los niños, pero luego presté atención y no oí nada.

»Fui al baño. Ah, y entonces volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Frank.

»Quería hablar de Linda. La canguro. La que dice que le debo dinero.

»Yo solo quería que me dejara en paz. Le dije que se fuera a la mierda. Le colgué el teléfono.

»Sí, muy enfadada. A veces me llama en plena noche, para despertarme. Quería cabrearme y lo consiguió.

»Volví a sacar a pasear a la perra. Una vuelta a la manzana. Luego me quedé diez minutos más en las escaleras.

»No, no fui a ver cómo estaban los niños. Ya lo había hecho a las doce, y entonces estaban bien. Estaban... Dios...

»No, estoy bien.

»Le digo que estoy bien.

»Me bañé. Seguía enfadada y me bañé con agua fría. Luego volví a la cama.

»Hacia las cuatro menos cuarto, creo. Las cuatro, quizá.

Se despertó cuando sonó la alarma, a las ocho, empapada en sudor. Ecos de una pesadilla: un niño llorando, un cielo oscuro, una cara blanca.

Hizo un esfuerzo por incorporarse, se pasó las manos por el pelo, bostezó. Otro día caluroso. Oyó a Gina toser en el piso de arriba y luego a Bill Lombardo gritar a su esposa al otro lado de la pared. Oyó un portazo.

Preparó la cafetera y se dirigió al baño, donde se desnudó y se lavó. Se puso el albornoz y volvió a la cocina, donde se sirvió una taza de café y encendió el primer cigarrillo del día. Se suponía que iba a ver a su abogado más tarde, pero, mientras tanto, se vistió con unos pantalones claros y una camiseta rosa. Descalza, se llevó la taza al cuarto de baño y empezó la rutina de devolver a Ruth a la vida en el espejo.

—Salí del lavabo y fui a pasear a la perra.

»Nueve menos cuarto. Quizá un poco más. No encontraba los zapatos.

»Quince minutos. O menos.

»Mmm... varias personas. Nadie conocido.

»Volvimos y puse la comida a Minnie. También el agua. Luego me tomé otro café.

»Sí, las nueve y diez. No más.

»Nada extraño. En algún piso se quemaba algo. Una tostada, quizá. Y sonaba la radio de Gina. Ah, y el teléfono de alguien vibraba todo el rato, a lo lejos.

»No, nada más. Excepto... bueno, el silencio. El piso estaba en silencio.

»Sí. Recuerdo haberlo notado ya entonces. Me pregunté si seguirían durmiendo. Y entonces... Entonces abrí la puerta.

Pero nada de eso cuenta cómo fue.

Minnie gimoteando, inquieta. Los pasos apresurados y conscientes de Ruth mientras jugueteaba con el dobladillo de su camiseta. El calor subiéndole a través de las capas de maquillaje. Su reunión con Arnold Green prevista para el mediodía. Frank. El alquiler que tenía que pagar al final de la semana.

De nuevo en el piso: el sabor del café tibio. La grieta en el techo —ya la había visto la semana anterior, pero la había olvidado—. El olor a laca de pelo colándose por la puerta del baño, medio abierta. Su dolor de cabeza y su infructuosa búsqueda de una aspirina.

Y el silencio. No solo su presencia, sino su intensidad. El modo en que el espacio, normalmente lleno de voces, risitas y pisadas, no era ahora más que eso: espacio.

Y la visión de su propia mano frente a sí, corriendo el pestillo, empujando la puerta. Y una vez, y otra, y otra, las imágenes que vinieron a continuación: la madera pintada de blanco barriendo lentamente el suelo de la habitación; la luz abriéndose paso a través del hueco de la puerta, cada vez mayor; su mano cayendo junto a la cadera, rompiendo la densidad del aire, y su voz, atrapada en la garganta seca. Y la habitación. Vacía.

3

Así fue como empezó todo. Con una puerta cerrada de una habitación vacía. Con Ruth corriendo hacia la calle a toda velocidad, apretando con fuerza un manojo de llaves en la mano, con la palma cada vez más sudorosa, y dando vueltas a la manzana gritando sus nombres.

Empezó con rabia. «Si han vuelto a escaparse por la maldita ventana, se van a enterar de lo que es estar castigados.»

Pero entonces la rabia fue dando paso a una gradual conciencia de la respiración irregular, del estómago revuelto. De la piel y el pelo empapados al regresar a la esquina de la calle 72.

Miró en ambas direcciones, incapaz de decidir hacia dónde ir.

«Una mala elección podría ser definitiva. Podría.»

Se mordió el labio para interrumpir aquel pensamiento. Giró a la izquierda.

Demasiados niños. A cada destello de pelo rubio le daba un vuelco el corazón. Entonces vio a un niño a lo lejos; había algo en su modo de caminar... Fue hasta él, lo agarró por el brazo y le hizo darse la vuelta.

—¡Frankie! ¿Qué coño...?

Miró la carita del niño. No la había visto nunca. Inmediatamente le soltó el brazo. A duras penas lo vio abrir la boca y romper a llorar. A duras penas oyó a su madre diciéndole:

—¡Oiga! ¡Señora! ¿Se puede saber qué...?

Siguió caminando, cada vez más rápido, incapaz de discernir adónde estaba yendo. Miraba fijamente a todo aquel que se cruzaba con ella. Avanzaba haciendo eses; evitando las grietas del suelo.

«Pisa una grieta y te romperás la espalda. Pisa una grieta y los niños no volverán.»

Se tapó la boca con la mano para evitar que se le escapara sonido alguno. Empezó a correr, sin saber realmente adónde iba. Giró una esquina y volvió a aparecer en la calle 72. Vio una figura acercándose hacia ella. Se dio cuenta de que era Carla Bonelli. Vio que los labios de la mujer se movían. Hizo acopio de todas sus fuerzas y logró articular unas palabras:

—Frankie y Cindy están... están... no los encuentro... Ayúdame a encontrarlos...

Carla quiso ponerle una mano en el hombro, pero Ruth se zafó de ella, irritada, mirando en todas direcciones con los ojos como platos.

—Encuéntralos. Por favor.

Y siguió corriendo, dando tumbos, abrazándose a sí misma, como si tuviera frío. Carla se quedó ahí quieta, mirándola.

De vuelta en casa, Ruth cogió el teléfono y marcó un número con los dedos temblorosos. Apretó el auricular con fuerza contra la oreja y cerró el puño de la otra mano, clavándose las uñas en el interior de la palma, mientras escuchaba los timbres de la línea.

Esperó.

Esperó.

Y entonces:

—¿Frank? ¿Tienes a los niños?

»¡No digas chorradas! ¿Los tienes?

»No están aquí. Están...

»¡Pues claro que he mirado en su habitación! Y he dado la vuelta a la manzana.

»Veinte, treinta minutos. ¡No lo sé! He mirado en todas partes y no... no los encuentro.

»Por favor, si los tienes dímelo. No me hagas esto, Frankie. Por favor.

Fue la última vez que lo llamó Frankie.

Él le dijo algo que no logró descifrar. Solo entendió la palabra «voy» y, en cuanto colgó el teléfono, se aferró a ello como si fuera lo único que le quedaba. Fue hasta la ventana para esperarlo y se puso un cigarrillo en la boca. Necesitó tres intentos para encenderlo.

Frank llegó. Ella abrió la puerta y él la abrazó. Ruth se quedó rígida y por fin le dio unas palmaditas en los hombros. Frank la soltó y se mantuvo quieto, en el pasillo.

—Tienes que... —Ruth señaló hacia la cocina y él empezó a hacerse cargo de la situación.

Cogió el teléfono y ella le oyó decir:

—Quiero dar un aviso... Mis hijos han desaparecido. Quiero informar de que mis hijos han desaparecido.

»Hace una hora.

»Malone.

»¿Mi dirección o la de mis hijos?

»No, estamos... en este momento viven con su madre.

Colgó, puso más café y le dijo a Ruth que se sentara. Echó un chorrito de brandy y la observó mientras se lo bebía. Era la última de las botellas que Gina había bajado en Año Nuevo. A Ruth le ardió en la garganta y sintió un escalofrío, pero al menos dejó de tener ganas de vomitar. Lo miró y vio que sus labios se curvaban sobre sus dientes en un intento de esbozar una sonrisa.

—Vale, cielo, vale. La poli está en camino. Tenemos que calmarnos. Tenemos que pensar.

Minnie trotó hasta ellos y apoyó el hocico en la rodilla de Ruth, que la apartó de inmediato. En ese momento no podía soportar que la tocaran. Además, tenía que hacer pis y no sabía si lograría ponerse en pie.

Ya en el cuarto de baño se miró en el espejo. Su rostro estaba cubierto por un velo de sudor, y tenía el rímel corrido.

Reparó aquel despropósito lo mejor que pudo, levantó el brazo para peinarse y se dio cuenta de que olía a sudor. Volvió a mirarse en el espejo. Bajo esa capa de maquillaje, su cuerpo, su rostro, todo... todo estaba mal. Ella estaba mal. Olía mal.

«Como una perra en celo.»

Fue al dormitorio y se cambió de ropa. Se puso una blusa limpia que resaltaba su figura. Sabía que vendrían hombres desconocidos a mirarla, a hacerle preguntas. Ojos que no se apartarían de ella. Ojos que la cubrirían como manos. Tenía que estar lista para eso. Tenía que estar guapa.

Mientras volvía a la cocina alguien llamó a la puerta.

Vinieron dos. Dos polis, en su casa. Uno de ellos, el más joven, preguntó:

—¿Entiendo que están separados, señor y señora Malone? —Eso fue lo primero que dijo. Y luego—: ¿Tiene esto algo que ver con la custodia?

Ella no supo a qué se refería. No supo qué decir.

Estaban sentados en la cocina. Ruth puso un cenicero limpio sobre la mesa y el policía mayor respondió a una llamada. Cuando volvió a la cocina intercambió una mirada con su compañero y pidió a Frank que lo acompañara al salón. Ella se quedó a solas con el joven. Le dijo su nombre, pero enseguida lo olvidó.

El poli se quedó ahí sentado y empezó a hacerle preguntas. ¿Cuáles eran los nombres completos de los niños? ¿Sus edades? ¿Era la primera vez que desaparecían? ¿Tenía una fotografía reciente de ambos?

Y entonces:

—¿Cuánto tiempo hace que se ha separado de su marido, señora Malone?

—Yo no... ¿Qué tiene eso que ver con los niños?

Él no dijo nada. Se limitó a esperar.

—Desde la primavera pasada. Frank se marchó de casa en abril del año pasado.

—¿Por qué se separaron?

Ella lo miró, ahí sentado, con su traje barato y sus zapatos gastados, y supo que no podría hacérselo entender. Ninguna de sus razones había sido suficiente para Frank, ni para su madre, ni para la mayoría de las mujeres que conocía, así que obviamente tampoco lo sería para ese poli, que apenas era un niño.

—No nos llevábamos bien. Discutíamos mucho.

—Y ahora él pide la custodia exclusiva de sus hijos, ¿verdad? ¿Qué motivos arguye?

—Dice que yo... Dice que los niños estarían mejor con él.

El policía escribió aquello y su voz se endureció.

—Señora Malone, si lo que está sucediendo es algún tipo de plan urdido por usted para recuperar a su marido, le advierto de que lo mejor que puede hacer es dejarlo antes de que todo llegue demasiado lejos.

Ella lo miró sin dar crédito. ¿Un juego? Notó que la cara empezaba a arderle y sintió un cosquilleo en el cuero cabelludo. No pudo aguantar más y gritó:

—Pero ¿qué coño está diciendo? ¿Por qué no salen a buscar a mis hijos? ¡Tienen que encontrar a mis hijos!

Él se aclaró la garganta, ignorándola.

—¿Ha escondido usted a los niños en algún sitio?

Algo en la expresión de Ruth le hizo levantar las manos.

—Está bien, está bien —dijo, en un tono que pretendía ser conciliador.

Estaba sudando y tenía la cara sonrosada. Parecía un estudiante de instituto.

Ruth tragó saliva y dio una larga calada a su cigarrillo. Luego nego con la cabeza, aunque para entonces el poli ya había salido de la habitación.

El cigarrillo siguió consumiéndose hasta que la ceniza le llegó a los dedos, y lo tiró al fregadero. Luego se echó agua fría en la mano. El contacto del agua con la piel la despertó: notó un sabor amargo en la boca y se dio cuenta de que tenía el estómago revuelto.

El tiempo fue pasando. Frank entró en la cocina y le preguntó si había comido algo aquella mañana. Ella se encogió de hombros. Quería que se fuera. Tomó más café. No conseguía oír más allá de la respiración áspera de Frank mientras fumaba y, de vez en cuando, la voz del policía al teléfono.

Frank salió de la habitación y oyó correr el agua del baño por las cañerías. Entonces alguien llamó a la puerta y reconoció la voz de Carla Bonelli. Un murmullo del que solo logró descifrar «... para ayudar. ¿Puedo verla?». Más murmullos, y luego la puerta al cerrarse. Frank entró y le dijo:

—Era Carla. Quería verte. Le he dicho que mejor en otro momento.

No lo entendió, pero asintió.

—Le he pedido que se lleve a la perra. Al menos hasta... bueno, por ahora —añadió.

Asintió de nuevo, se encendió otro cigarrillo y se quedó mirando el reloj de la pared hasta que recordó que llevaba una semana estropeado. Que por su culpa habían llegado tarde al dentista de Frankie.

Otra vez la puerta. Pasos en el pasillo. Ruth miró a Frank y él a ella. Voces. Dos hombres aparecieron en la puerta: uno de ellos era el joven de la cara sonrosada.

El otro era mayor. Emanaba una calma que la hizo sentirse reconfortada por unos instantes. Era grande, cuadrado de hombros y llevaba un traje ancho que le colgaba cuan largo era. Su piel era amarillenta, cerosa, de poros abiertos, y la papada le sobresalía por encima del cuello. Los ojos, grandes, emergían más allá del ceño, y su nariz se contrajo al mirarla, como si oliera mal.

Ella se alisó la falda y se tocó el pelo.

Aquel hombre le recordó a un actor que había visto en alguna parte. En una peli con Ingrid Bergman, quizá. Una que vio en la tele alguna tarde, después de comer.

Él seguía mirándola y Ruth se dio cuenta de que acababa de decirle algo. Tuvo que pedirle que se lo repitiera.

—Soy el sargento Devlin, señora. Yo llevaré su caso.

Su voz era puro Bronx.

Jerry, ese era el nombre del actor. Jerry no-se-qué.

Ella asintió y quiso darse la vuelta, pero él continuó:

—Hemos introducido su nombre en nuestros archivos, señora Malone. Parece que nuestros agentes ya habían estado aquí antes. Varias veces. —Sacó un trozo de papel del bolsillo—. Quejas por exceso de ruido en abril y junio del año pasado. Y el 5 de marzo y el 19 de mayo de este año.

—Yo no...

—Y un cargo por embriaguez pública, el 12 de noviembre de 1964.

Ella se acarició el pelo y carraspeó.

—¿Y eso qué tiene que ver con mis hijos?

Él se quedó quieto, mirándola, y de pronto le espetó:

—Tenemos que registrar el piso. Quizá debamos llevarnos alguna cosa. ¿Algún inconveniente, señora Malone?

Negó con la cabeza. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Frank y ella se sentaron en silencio. Ella se mordía las uñas. Miraba el reloj una y otra vez. Cualquier ruido la sobresaltaba. Entonces Devlin reapareció en la puerta.

—Les ruego que nos acompañen.

Ella lo miró.

—¿Los han encontrado? ¿Han encontrado a Frankie y a Cindy?

Él la miró a los ojos.

—Acompáñennos, por favor.

Ella se quedó quieta.

—¿Los dos?

El sargento posó la mirada en Frank.

—Sí.

Supuso que los llevaría a la habitación de los niños, pero en lugar de eso salió a la calle y los precedió hasta los contenedores que quedaban en la esquina. A Ruth casi se le escapó la risa al ver lo que habían hecho: los contenedores estaban vacíos y su interior, repartido por toda la acera. Dos agentes de uniforme hurgaban entre las pilas de basura: botellas de leche vacía, envoltorios de comida, latas de comida para perros, peladuras de naranja, papeles, filtros de café. El olor le revolvió el estómago. Devlin señaló una bolsa de basura abierta.

—¿Es suya, señora?

Ella miró al sargento y luego a la bolsa. Se acercó para ver qué había en su interior. Nueve o diez botellas vacías. Ginebra. Bourbon. Vino. Volvió a mirar al policía. ¿Era una broma?

—No lo sé. No recuerdo qué he tirado últimamente. Es posible.

La expresión del rostro de Devlin no cambió ni un ápice. Parecía congelado, como si lo hubiesen puesto en pausa. Por fin hizo un gesto a uno de los policías uniformados, que se les acercó con un sobre en las manos. Se lo acercó mucho a la cara y ella retrocedió. Lo habían sacado de entre trozos de comida podrida.

—Lleva su nombre, señora Malone.

Recordó que era el sobre de alguna factura, pero no sabría decir de cuál. Estaba bastante segura de que lo había abierto sin mirarlo, lo había tirado a la basura y había dejado la cuenta en el cajón de la cocina, preguntándose cuándo iba a poder pagarla.

—Estaba en la misma bolsa que la bebida.

—Ah. Bueno, entonces supongo que es mía.

—¿Y las botellas?

Ella miró de nuevo a la bolsa.

—Pues imagino que también. Si la factura estaba en la misma bolsa...

—¿Todas? —Devlin hizo un gesto extraño con la boca.

—Pero ¿qué tiene que ver esto con los niños? ¿Por qué no están buscando a Frankie y a Cindy?

—Solo tratamos de hacernos una composición de lugar, señora.

—Estuve limpiando y ordenando. Mi abogado me dijo... Van a venir del tribunal de menores, a hacer una inspección. Me dijo que limpiara el piso. Que lo pintara. Que lo pusiera bonito. —No miró a Frank.

Devlin la observó durante un buen rato y, luego, sin apartar la mirada de ella, le dijo al policía de uniforme que tenía detrás:

—Anote eso, oficial. Involucrada en un caso de custodia.

Hizo que sus palabras sonaran feas, sucias.

Ruth se volvió hacia Frank, quien evitó devolverle la mirada.

—Solo estaba limpiando.

Él asintió, pero siguió sin mirarla.

Fueron pasando las horas. Ruth deambuló por el pasillo, entró en el salón, se mordió las uñas, fumó para ver si el humo la ayudaba a bajar el nudo que tenía en la garganta. Había un hombre con un pincel y un botecito, arrodillado junto a la mesa auxiliar, espolvoreando un producto en busca de huellas. Había estado haciendo lo mismo en todas las habitaciones, dejando a su paso un rastro de polvo blanco. La miró, pero no dijo nada.

De vuelta al pasillo, se dio cuenta de que la puerta de la habitación de los niños estaba entornada y un rayo de luz se extendía sobre la alfombra desgastada. Dio un paso hacia allí y vio a tres hombres inclinados sobre el escritorio que quedaba junto a la ventana: eran Devlin, el policía de la cara sonrosada y un tipo con una cámara.

—Asegúrate de registrarlo todo.

La voz de Devlin era prácticamente un susurro, pero su tono sonaba intenso, concreto. Ella se quedó quieta, en el marco de la puerta.

Parecía que las voces de las personas que se hallaban fuera sonaban a cientos de kilómetros de distancia, distorsionadas por la cálida y brillante tarde.

No había nada en el escritorio: apenas un par de libros de Frankie, una lámpara y un tubo de crema para el eccema de Cindy. Ruth lo había arreglado todo hacía un par de días. Había guardado la pila de ropa que se había ido formando sobre el escritorio y había recogido los juguetes de los niños. También recordó haberlo limpiado, frotando la docena de marcas circulares de tazas que se habían ido acumulando. Recordó el olor a cera limpiadora.

El fotógrafo levantó la mirada hacia Devlin. Era bajo, tenía el pelo lacio y llevaba gafas redondas. Bajo sus brazos podían verse sendos surcos de sudor y su corbata estaba torcida. Ruth lo observó mientras se inclinaba y enfocaba la cámara. La luz del sol a través de la ventana mostró una nube de motas de polvo blanco danzando en el aire.

El disparador hizo clic una vez. Dos veces.

Le dolía la cabeza. Se dio la vuelta y se marchó.

Llegaron más policías. El teléfono no paraba de sonar. Devlin seguía allí. Entró en el salón, le dijo a Ruth que quería hablar con ella y la condujo hasta su dormitorio. Ella entró, con el conejito de juguete de Cindy aún en las manos. Se quedó de pie, con la espalda apoyada en la puerta. Entonces notó que le temblaban las piernas y decidió sentarse en la cama, para que él no lo notara.

Quiso decir algo, pero pensó que si abría la boca las lágrimas que tenía en la garganta le saldrían a borbotones, así que se mantuvo callada. Algo en su fuero interno, algo instintivo y remoto, le impedía dejarse ir. En lugar de aquello se quedó encorvada, abrazando al conejito contra el pecho, manteniendo a raya el miedo y las náuseas. Su boca insistió en abrirse una vez más, pero ella apretó la mandíbula y la obligó a cerrarse. Sabía que debía mantener a raya su peor parte, la que estaba desordenada, la que estaba mal.

Devlin sacó una libreta de notas y empezó a hacerle preguntas. Al principio no lo oyó. Lo único que sentía era el peluche suave y gastado entre las manos.

—No tiene a su conejito.

Su voz sonó calmada.

—¿Señora Malone?

—Cindy no... no tiene a su conejito. Estará asustada sin él.

Miró al sargento a los ojos. Él la observaba con el ceño fruncido.

—Señora Malone, tengo que hacerle unas preguntas. Intente concentrarse.

Asintió con la cabeza y notó que su voz sonaba áspera e inerte al contestar.

—Medianoche. Entré a ver cómo estaban a medianoche. Llevé a Frankie al lavabo. Estaba medio dormido, sin embargo, tenía que hacer pis. Intenté despertar a Cindy, pero se dio media vuelta y siguió durmiendo, así que la dejé.

»Ya se lo he dicho. Corrí el pestillo.

»No, no lo recuerdo, pero siempre lo hago.

Devlin volvió al salón y pidió a Frank que le acompañara a la habitación de los niños. Intrigada, Ruth se asomó a la puerta de su propia habitación y los vio caminar por el pasillo.