Mundo escrito y mundo no escrito - Italo Calvino - E-Book

Mundo escrito y mundo no escrito E-Book

Italo Calvino

0,0

Beschreibung

«Cuando me aparto del mundo escrito para reencontrar mi lugar en el otro, en lo que solemos llamar el mundo, hecho de tres dimensiones, cinco sentidos y poblado por miles de millones de seres como nosotros, esto equivale para mí a repetir, cada vez, el trauma del nacimiento, a dar forma de realidad inteligible a un conjunto de sensaciones confusas y a elegir una estrategia para enfrentar lo inesperado sin que me destruya.»Italo Calvino Mario Barenghi ha reunido en este libro una serie de artículos y ensayos de Italo Calvino, inéditos hasta ahora en castellano, que van desde los años cincuenta hasta 1985 y que el autor había publicado en distintos medios sin recopilarlos nunca en un volumen. Además de sus reflexiones sobre la literatura fantástica en Italia y en general, el destino de la literatura y de su propia obra, se recogen textos de extraordinario interés histórico, científico y antropológico que permiten reconstruir, casi completamente, el horizonte intelectual de Calvino e ilustrar el itinerario de sus múltiples intereses. Los artículos han sido ordenados según diferentes núcleos temáticos, no con la pretensión de sustituir al autor, sino con la intención de orientar al lector dentro de la gran experiencia intelectual de Calvino: las razones de por qué se escribe en un mundo en rápida transformación, la importancia de traducir, bien como ejercicio de estilo, bien como expresión de la experiencia literaria, la evolución de la prosa narrativa… En definitiva, un libro indispensable para conocer más a Italo Calvino.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 423

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice

Mundo escrito y mundo no escrito

Leer, escribir, traducir

Los buenos propósitos (1952)

Personajes y nombres (1952)

La mala suerte de la novela italiana (1953)

La suerte de la novela (1956)

Cuestiones sobre el realismo (1957)

Respuestas a 9 preguntas sobre la novela (1959)

Correspondencia con Angelo Guglielmi a propósito de El desafío al laberinto (1963)

De la traducción (1963)

Carta de un escritor «menor» (1968)

Literatura sentada (1970)

Una nueva colección: «Centopagine» de Einaudi (1971)

Robos con arte (conversación con Tullio Pericoli) (1980)

La mejor manera de leer un texto es traducirlo (1982)

Literatura y poder (a propósito de un ensayo de Alberto AsorRosa) (1983)

Los últimos fuegos (1983)

Gian Carlo Ferretti, El best-seller a la italiana (1983)

Mundo escrito y mundo no escrito (1983)

El libro, los libros (1984)

¿Por qué escribe usted? (1984)

De lo fantástico

Los caballeros del Grial (1981)

Cuentos fantásticos del XIX (1983)

Siete frascos de lágrimas (1984)

Lo fantástico en la literatura italiana (1984)

Nocturno italiano (1984)

Ciencia, historia, antropología

El bosque genealógico (1976)

Los modelos cosmológicos (1976)

Moctezuma y Cortés (1976)

Caníbales y reyes, de Marvin Harris (1980)

Carlo Ginzburg, Espías: raíces de un paradigma indiciario (1980)

Ilya Prigogine e Isabelle Stengers, La nueva alianza (1980)

Arnold van Gennep, Los ritos de paso (1981)

Largo viaje al centro del cerebro, de Renato y Rosellina Balbi (1981)

Perturbar el universo, de Freeman Dyson (1981)

Giovanni Godoli, El sol. Historia de una estrella (1982)

Estudios sobre el amor, de Ortega y Gasset (1982)

La mirada distante, de Claude Lévi-Strauss (1983)

El hereje Galileo, de Pietro Redondi (1983)

Hado antiguo y hado moderno, de Giorgio de Santillana (1985)

Epílogo: La forma de los deseos. La idea de literatura de Calvino

Mario Barenghi

Notas

Créditos

Mundo escrito y mundo no escrito

Leer, escribir, traducir

Los buenos propósitos1

(1952)

El Buen Lector espera las vacaciones con impaciencia. Para las semanas que pasará en una solitaria localidad marítima o montañosa, ha reservado cierto número de lecturas de las que más le gustan y saborea por anticipado el placer de las siestas a la sombra, el crujir de las páginas, el abandonarse a la fascinación de otros mundos a través de las tupidas líneas de los capítulos.

En cuanto se acercan la vacaciones, el Buen Lector se da una vuelta por las librerías, hojea, olfatea, se lo piensa, vuelve al día siguiente y compra; en su casa saca de las estanterías volúmenes aún intactos y los alinea entre los sujetalibros de su escritorio.

Es la época en que el alpinista sueña con la montaña que pronto escalará, y también el Buen Lector elige su montaña para dejarse la piel en ella. Por poner un ejemplo, se trata de uno de los grandes novelistas del siglo XIX, del que nunca podrá decirse que se haya leído todo, o cuya mole siempre impuso un poco de respeto al Buen Lector, o cuyas lecturas hechas en épocas y edades dispares dejaron unos recuerdos demasiado confusos. Este verano, por fin, el Buen Lector está decidido a leer de verdad a este autor; quizá no pueda leerlo todo durante las vacaciones, pero en esas semanas atesorará una base inicial de lecturas fundamentales, y después, durante el resto del año, podrá colmar fácilmente y sin prisa sus lagunas. Entonces buscará las obras que pretenda leer en sus versiones originales, si se trata de una lengua que conozca, o si no, en la mejor traducción; prefiere los gruesos volúmenes de las ediciones de obras completas pero no desdeña los libros de bolsillo, más apropiados para leer en la playa, bajo los árboles o en el autocar. Añade algún buen ensayo o quizá un buen epistolario: tendrá compañía asegurada durante las vacaciones. Podrá granizar todo el tiempo. Los compañeros de viaje podrán resultar odiosos, los mosquitos podrán no darle tregua y la comida ser incomestible: las vacaciones no habrán sido en vano y el Buen Lector regresará enriquecido de un nuevo mundo fantástico.

Se entiende que esto no es más que el plato principal, luego habrá que pensar en la guarnición. Están las últimas novedades editoriales de las que el Buen Lector quiere ponerse al día, así como las nuevas publicaciones en su ramo profesional, y para leerlas es imprescindible aprovechar esos días; y también hay que elegir algún libro de características distintas a todos los demás ya escogidos para variar y tener la posibilidad de frecuentes interrupciones, pausas y cambios de registro. Ahora, el Buen Lector tiene ante sí un plan detalladísimo de lecturas para todas las ocasiones, horas del día y estados de ánimo. Si encuentra una casa de vacaciones, quizá una casa antigua llena de recuerdos de la infancia, ¿puede haber algo más bonito que colocar un libro en cada habitación, uno en el porche, otro en la mesilla de noche, otro en la hamaca?

Es la víspera de la partida. Los libros escogidos son tantos que para transportarlos necesitaría un baúl. Comienza la labor de limpieza: «En cualquier caso éste no lo iba a leer, éste es demasiado pesado, éste no es urgente», y la montaña de libros se desmorona, se reduce a la mitad, a un tercio. De este modo, el Buen Lector se encuentra con una selección de lecturas esenciales que darán lustre a sus vacaciones. Después de hacer las maletas, todavía se quedan fuera algunos volúmenes. El programa acaba reducido a una pocas lecturas pero todas sustanciosas: estas vacaciones serán una etapa importante en la evolución espiritual del Buen Lector.

Los días empiezan a pasar deprisa. El Buen Lector se halla en excelente forma para hacer deporte y acumula energías a fin de alcanzar la condición física ideal para leer. Pero después de comer le entra tanto sueño que se queda dormido toda la tarde. Hay que hacer algo y para ello es de gran ayuda la compañía, que este año es insólitamente agradable. El Buen Lector hace muchas amistades y se pasa mañana y tarde en barca, de excursión, y al anochecer se va de juerga hasta muy tarde. Por supuesto, para leer se requiere soledad: el Buen Lector medita un plan para escabullirse. Alimentar su inclinación por una joven rubia puede ser el mejor camino. Pero con la joven rubia se pasa la mañana jugando al tenis, la tarde jugando a la canasta y la noche bailando. En los momentos de descanso, ella no se calla nunca.

Las vacaciones han terminado. El Buen Lector vuelve a colocar los libros intactos en la maleta, piensa en el otoño, en el invierno, en los rápidos y cortos cuartos de hora que dedicará a la lectura antes de dormirse, antes de salir corriendo a la oficina, en el tranvía, en la sala de espera del dentista...

Personajes y nombres2

(1952)

Yo creo que los nombres de los personajes son muy importantes. Cuando, al escribir, debo introducir un personaje nuevo y tengo ya clarísimo en la cabeza cómo será ese personaje, a veces me pongo a buscar más de media hora y hasta que no he encontrado un nombre, el único nombre de ese personaje, no puedo seguir adelante.

Se podría hacer una historia de la literatura (o al menos del gusto literario) considerando tan sólo el nombre de los personajes. Limitándonos a los escritores italianos de hoy, podemos distinguir dos tendencias principales. La de los nombres que menos cuentan, que no constituyen una barrera entre el personaje y el lector, nombres de pila comunes e intercambiables, casi como números que distinguen un personaje de otro; y la que tiende hacia nombres que, aun no significando nada directamente, tienen un poder evocador, son una especie de definición fonética de sus correspondientes personajes y una vez adheridos a éstos ya no se los puede separar, se convierten en una sola cosa. Pueden clasificar fácilmente a nuestros grandes escritores contemporáneos en una u otra categoría o en un sistema intermedio. Por mi parte, en mi modesta opinión, soy partidario de la segunda tendencia: sé muy bien que continuamente se corre el riesgo de caer en la afectación, en el mal gusto, en lo mecánicamente grotesco, pero los nombres son un factor como cualquier otro de eso que se suele llamar «estilo» de la narración, y deben adaptarse a ese estilo y juzgarse por el resultado del conjunto.

Se puede objetar: pero los nombres de la gente son casuales, así que también, para ser realistas, los nombres de los personajes deben ser casuales. Por el contrario, yo creo que los nombres anodinos son abstractos: en la realidad siempre se encuentra una sutil, intangible y, a veces, contradictoria relación entre el nombre y la persona, de manera que uno siempre es lo que es más el nombre que lleva, nombre que sin él no significaría nada pero que ligado a él adquiere un significado especial, y es esa relación la que el escritor debe conseguir suscitar en sus personajes.

La mala suerte de la novela italiana3

(1953)

En otras literaturas la novela nació de padres díscolos y trotamundos y tuvo una vida larga, exuberante y afortunada. La nuestra tuvo por padre a Alessandro Manzoni: en verdad, un noble progenitor; imposible imaginar otro más digno, más solícito y más paciente al sacar adelante a su único hijo. Quiso escribir una novela que sirviera de modelo y, por supuesto, lo logró. Pero así como a menudo los hijos de padres demasiado estrictos y virtuosos crecen tristes y no saben apreciar la educación que se les ha dado de forma tan perseverante, así a la progenie de Los novios le quedó una especie de desasosiego que derivaba del temperamento poco novelesco del fundador de su estirpe. Con esto no se pretende subestimar a ese gran autor ni a ese gran libro sino decir algo sobre su singular naturaleza. De hecho, Manzoni fue un novelista especial, carente del gusto por la aventura; fue un moralista sin el acicate de la autocrítica, fue un creador de personajes, de ambientes, de pestes y de invasiones de lansquenetes, siempre descritos y comentados con agudeza pero cuyo fin no era convertirse en los nuevos grandes mitos modernos. Y fue el constructor de una lengua artística plena de significado pero que se posa como una capa de barniz sobre las cosas: transparente y sensible como ninguna otra pero barniz, al fin y al cabo. Y estuvo, dichoso él, lejos de cualquier temblor amoroso, alegre o triste, visible o soterrado; no es que sobre esto haya nada que reprocharle, es más, hoy en día el erotismo no provoca más que aburrimiento, pero, hay que decirlo, el amor siempre fue un gran motor en la novela y fuera de ella.

El sometimiento a un padre semejante se reflejó de una generación a otra hasta las más cercanas a nosotros. Ejerció su influencia incluso en quienes eran auténticos novelistas, como Nievo, que cayó en la redes moralizadoras y lingüísticas manzonianas: él que sí sabía lo que era aventura, historia familiar, grandeza, decadencia social, vida humana, presencia de la mujer en la vida del hombre, paisaje natal y transfiguración de la memoria en una continua presencia real: el generoso, el joven, el caudaloso Nievo.

Pero en Italia, para escribir novelas –entonces al igual que hoy–, hacía falta situar nuestra tradición en el panorama de toda la literatura italiana (no de un género o de una escuela), ya que lo novelesco se halla fuera de las novelas, disperso entre los primeros novellieri, cronistas y cómicos, hasta llegar a Porta y a Belli, y desde los excelsos cancioneros hasta LeopardiI. Quizá eso es lo que ocurrió con las voces, los ruidos de los días y las noches de Recanati, a los que respondieron otras voces, otros ruidos, otros susurros, entre los huertos de Aci Trezza. Tras la estela de los franceses, Verga redescubrió –como símbolo de la realidad italiana– al pueblo, redefinió las relaciones del hombre –idílicas y dramáticas– con la naturaleza y la historia, y encontró el antiguo lenguaje donde se confunden lengua y dialecto, el lenguaje ideal de la novela.

Grandes invenciones que poco fruto darían en aquel entonces. El regionalismo descriptivo, una plaga todavía funesta en nuestra narrativa, hacía furor. No es una cuestión de gusto lo que nos impulsa a condenarlo, sino de principios. La verdadera novela vive en el ámbito de la historia, no en el de la geografía: es la aventura humana en el tiempo y en los lugares –lugares lo más precisos y amados posible– que le son necesarios como imágenes concretas del tiempo; pero poner esos lugares y sus usanzas locales como único contenido de la novela, mostrar el «verdadero rostro» de tal o cual ciudad o población es un contrasentido.

Por eso, en los veristas regionales la antinovela siempre vencía a la novela y la influencia de Manzoni seguía paralizando los más certeros descubrimientos lingüísticos y ambientales, como le sucedía al mejor de ellos: el genovés Remigio Zena.

Sin embargo, mientras tanto se sucedían catástrofes nacionales aún más graves en el campo de la novela: Fogazzaro y el fogazzarismo (que sigue teniendo sus continuadores en clave provincial-cosmopolita), D'Annunzio y el dannunzianismo (que, aunque desaparecido de la escena cultural, brota de vez en cuando como una mala hierba «silvestre»), Pirandello y el pirandellismo (y su confusión de los medios de expresión, también con una «suerte» dispar). (Yes sintomático que el paso de un siglo a otro no se caracterizase por un novelista sino por un narrador en verso, Guido Gozzano.) Así pues, no resulta extraño que la siguiente generación literaria rechazara la novela como género espurio y decadente. Era necesario pertenecer a una ciudad tan felizmente libre de la tradición como Trieste para escribir novelas con la maravillosa virginidad literaria de Svevo, o bien en una ciudad en la que cada piedra está empapada de literatura, como Florencia, para saber escribir Sorelle Materassi.

Así llegamos al problema de hoy. La nueva novela italiana nace, según se dice, en oposición al ambiente creado por la prosa d'arte y el hermetismo. Pero fue un conflicto de temas más que de contenidos. (Y la apertura a influencias extranjeras no tuvo un papel diferente al que tuvieron, en otras épocas, Walter Scott o Zola.) «El hombre hermético», hombre marginal, hombre de resistencia pasiva, hombre negativo y contemplativo que ya lo sabe todo y que sólo se manifiesta a través de imperceptibles iluminaciones, no deja de ser el protagonista de los narradores de la generación de Solaria y de Letteratura. Un clima social común une incluso al indiferente Michele de Moravia (quien, sin embargo, no pertenecía a ese ámbito) y, en Sicilia, al mucho más inquieto Silvestro [ver Conversación en Sicilia] de Vittorini, y el solitario Pavese es más tarde el Corrado de Casa en la colina. Y en las orillas del lirismo hermético nace el primoroso y minuto idilio de Pratolini. Una vez más, en estos autores se daba, con respecto a la poesía de Montale, el problema de las relaciones con el mundo circundante. Así renace la novela, de esta confluencia entre una vena lírica e intelectual y la necesidad de reflejarse en las historias humanas.

Este primer momento, que se prolongó hasta después de la guerra, hoy ya está superado: ya no se escriben novelas de ambiente popular con un protagonista lírico e intelectual; aunque, por una parte, se vuelve a la tranche-de-vie naturalista y, por otra, a la lírica pura. El problema de hoy es no renunciar a ninguno de los dos componentes –el lírico-intelectual y el objetivo– sino fundirlos en un todo unitario con [...] una sola expresión.

(A la narración memorialista, ensayista, de documental, de retrato y de debate de ideas –en resumen, estilo Carlo Levi–, habría que reconocerle una posición de autonomía respecto de la novela; es un género necesario para una literatura que hunda sus raíces en un terreno cultural bien labrado; un claro planteamiento de esta exigencia beneficiaría tanto a una toma de contacto de la verdad con la realidad –más de lo que podría hacer cierta narrativa documental superficial– como a las posibilidades de vida de la novela pura.)

¿Podrá la novela pura renacer en Italia hoy, cuando todas las narrativas extranjeras están en crisis? En Italia, es cierto, hay mucha carne en el asador, con nuevos errores (el dialecto convertido en un bien preciado, el regionalismo como forma de expresión, la fotografía rescatada para un uso a la moda, la incultura considerada juventud y la imitación de lo antiguo considerada tradición), pero, a fuerza de insistir, algo bueno acabará por salir.

Algo le ha faltado siempre a la novela italiana, que para mí es lo más apreciado de las literaturas extranjeras: aventura. Y sé que ésta era el santo y seña en tiempos no lejanos de, por ejemplo, Bontempelli, que quizá no tuviera de ella una idea sino teórica y algo irracional, cuando, por el contrario, la aventura es la forma en que la racionalidad humana triunfa sobre las cosas que le son adversas; ¿cómo podría darse una novela de aventuras en la Italia de hoy? Si lo supiera, no estaría aquí intentando explicarlo: la escribiría.

La suerte de la novela4

(1956)

No se puede describir la situación de la narrativa utilizando términos opuestos, como sucede con otras formas de expresión. Podemos hablar de narradores objetivos y de narradores líricos, de narradores intimistas y de narradores simbolistas, de narradores intuitivos y narradores de oficio, pero estas categorías no definen a nada ni a nadie; ningún escritor importante puede ser encasillado en una sola sino, por lo menos, a medio camino entre dos categorías. Cada uno tiene su estilo: sólo existen escuelas a un nivel oculto, en la sombra. Y esto porque la narrativa es la forma de expresión más en crisis que ninguna otra y desde hace más tiempo, y también porque es la que más aliento tiene y puede vivir en crisis quién sabe cuánto tiempo más.

En otros tiempos decíamos: no, no está en crisis, nosotros lo demostraremos. Era la posguerra, pensábamos que teníamos fuerzas para todo, nos veíamos capaces de todo porque la narrativa estaba en crisis pero no nos afectaba. Yo también sostuve que la novela no podía morir, pero no conseguía que ninguna se mantuviera en pie. Fue interesante, incluso equivocarse: de ahí nacieron muchas cosas nuevas, pero no nació una cultura literaria.

Para convencernos del perenne reinado de la novela, es preciso leer a Lukács; es preciso dejarse llevar por su fe clasicista en los géneros y su nítido sentido de la épica. Pero, una vez fuera del siglo XIX, su ideal estético se empaña de una leve pátina de aburrimiento: no encontramos en él el nervio y la prisa de nuestro modo de vida, a los que han dado respuesta no tanto la novela en sí como el lirismo de la novela breve, o el relato periodístico y crudo en el que Hemingway alcanzó la excelencia, como medida perfecta de la nueva épica.

Podría objetarse: ahí tenemos a Thomas Mann; pues sí, él comprendió todo o casi todo de nuestro mundo, pero asomándose desde la última baranda del siglo XIX. Nosotros vemos el mundo precipitándonos por el hueco de la escalera.

Habrá que escribir cuentos como El viejo de Faulkner: esa historia de un forzado durante las inundaciones del Mississippi. Me parece que es de 1939, pero, como suele pasar, yo no la leí hasta este año, en que se publicó una versión en italiano (muy buena, de un amigo mío); y desde el día en que la leí comprendí que o se hacen cosas así o la narrativa está condenada a convertirse en un arte menor.

(Menor, pero quizá también útil. Por ejemplo, en Rusia, desde hace un par de años comienzan a salir a la luz novelitas interesantes, que cuestionan el comportamiento del hombre y su posición moral ante problemas prácticos y de conciencia que se dan en la vida cotidiana; si no me equivoco, también en los Estados Unidos existe esta literatura que dignifica el día a día del hombre de gris de los grandes centros industriales y burocráticos. La narrativa también puede ceñirse a esta tarea modesta pero seria, aunque siempre lo hará de una forma algo tediosa, mientras que el cine, si cumpliera mejor su objetivo, sería el instrumento ideal para esta función.)

La costumbre de pedirle a la narrativa que diga esto y aquello y lo de más allá depende del hecho de creer que, al narrar, se puede decir todo, a diferencia, por ejemplo, de lo que ocurre en la poesía o en la pintura. Pero es sólo la prueba de la incapacidad de una cultura que no sabe procurarse los instrumentos adecuados para cada función. Con esto no pretendo defender la narración pura. Frente a lo que es puro, yo prefiero siempre lo contaminado y lo espurio. Pero narrar es narrar, y la narrativa, cuando se ocupa de narrar, ya tiene su cometido, su moral y su manera de influir en el mundo.

Auguro un tiempo de buenos libros llenos de una inteligencia nueva, como las nuevas energías y máquinas de producción, que influirán en la renovación que debe vivir el mundo. Pero no creo que sean novelas; creo que algunos géneros muy ágiles de la literatura del siglo XVIII –el ensayo, el libro de viajes, la reflexión utópica, el cuento filosófico o satírico, el diálogo, la operetta morale– deben recuperar el papel de protagonistas en la literatura, en la inteligencia histórica y en la batalla social. Entonces, la narración o novela alcanzará ese ambiente ideal como premisa y como punto de llegada, porque nacerá de ese ámbito e influirá en él. Pero lo hará de una sola manera: narrando. Buscando el modo exacto de contar hoy una historia, un modo que en cada época, sociedad y hombre es uno y único, como el cálculo de una trayectoria.

En estos últimos tiempos me he aficionado a Brecht, más allá de sus dramas y de sus escritos teóricos, que antes, injustamente, había pasado por alto. Lamentablemente, no existe un Brecht narrador, pero siempre se cae en la tentación de trasladar su manera de entender el teatro, de traducirla a términos narrativos. Empezando por su primer y maravilloso axioma: que el objetivo del teatro es divertir. Pues sí, en la historia del teatro caben todos los motivos religiosos, estéticos, éticos y sociales, pero a condición de divertir a la gente. En la narrativa es lo mismo. Y se nos olvida con demasiada frecuencia.

Cuestiones sobre el realismo5

(1957)

1) A la luz de los hechos políticos de los últimos tiempos en el mundo socialista, desde el «deshielo» hasta los sucesos de Hungría, ¿ cómo cree que debamos enfocar la cuestión del «realismo»?

2) En Italia se está configurando una corriente literaria que pretende cuestionar globalmente las obras de los escritores comprometidos con la ideología marxista o, al menos, ligados a posiciones políticas propias de la izquierda y que proclama el fracaso del neorrealismo, en particular aquella parte del neorrealismo que se inspira explícitamente en contenidos populares. ¿ Cree que esta posición puede tener un carácter regresivo y de repliegue o que, por el contrario, constituye un hecho positivo y propulsor?

3) Si entendemos por «contenido» no sólo la elección de un determinado ambiente sino, más específicamente, la actitud de un escritor y de una generación con respecto a ese ambiente, ¿ qué contenidos actuales, según usted, pueden constituir exempla para la creación artística y cuáles son la obras de posguerra representativas de ese fenómeno?

4) Gramsci afirma que la incapacidad de la literatura de «ser una época» no concierne sólo a la literatura sino al conjunto de «la vida de un período histórico en particular». ¿ Cree que «el movimiento» de creación y de crítica al que estamos asistiendo es lo que Gramsci llama «el perro que se muerde la cola» o que ya implica por sí mismo un desarrollo propio?

5) ¿Cree que el contenido autobiográfico de la posguerra,, a diferencia del de antes de la misma, estilizado y estrictamente personal, es la evidencia de un cambio de contexto dentro de un proceso social concreto y que puede elevarse a la dignidad de concepción política sustituyendo, en definitiva, al antiguo ensayo político o filosófico?

6) Las representaciones de erotismo o, en cualquier caso, la especial insistencia de la narrativa en los problemas sexuales que documenta la disolución moral de las costumbres, ¿ cree que excluyen la existencia de una «concepción moral general» o la contienen ? Dicho de otra manera: ¿ esa disolución es comparable al alejandrinismo, es decir, a una experiencia histórica y cultural de larga duración en el tiempo, o más bien es una manera de reaccionar contra una concepción anticuada de la moral convertida en pura hipocresía formal que intenta mantenerse viva a la fuerza: un fenómeno menos dilatado en el tiempo y comparable, mutatis mutandis, al de la época de Dante o ala de la Ilustración?

7) Respecto a la coacción ejercida por el conformismo católico en la época de crisis actual, y más en concreto a la intervención de las máximas autoridades de la Iglesia en flagrante contradicción con el espíritu y con la letra de la Constitución, ¿ qué perspectivas cree que pueden abrírsele a la sociedad italiana y a su cultura y cuál cree que deba ser el papel de los escritores para abordar y superar el compás de espera actual?

La literatura del último medio siglo tuvo dos grandes momentos: la vanguardia y el engagement. Ambas maneras de entender la literatura están en crisis desde hace tiempo.

(Pero dar por muerta y enterrada a la literatura de vanguardia también suele ser un lugar común filisteo que ha servido para repoblar nuestras letras de aburridos modos decimonónicos. Por otra parte, en ciertas áreas literarias y, sobre todo, en las artes figurativas, existen artífices de la vanguardia perpetua igualmente molestos. Por lo que se refiere a la literatura engagée, decir que está en crisis es en el noventa por ciento de los casos una insensatez; como en el caso de los que dicen que está en crisis, por ejemplo, por los sucesos de 1956: quien ante grandes y terribles acontecimientos históricos no tenga nada mejor en qué pensar que en las idas y venidas de las tendencias literarias es un mezquino. En el otro lado están los que no saben leer un libro si no es con una intención política inmediata, lo que supone una limitación igual de grande.)

En la vanguardia, el escritor se entrega en cuerpo y alma a una regeneración del lenguaje, con la tensión del que cree estar provocando con ello una regeneración total del hombre. Si ya no cree en ello, la vanguardia está acabada. Quizá aún puedan hacerse cosas perfectas como la invención técnica (La jalousie de Alain Robbe-Grillet es, al fin y al cabo, una narración que significa algo como narración), pero, desde luego, no es lo mismo. (La fuerza de la vanguardia todavía está en ser hija del esteticismo; su debilidad es repetir características del romanticismo, su abuelo.)

La literatura engagée quiso introducir la rebelión formal y moral de la vanguardia en la lucha revolucionaria política y social en marcha en el mundo. (Más que hija de la vanguardia, es su hermana –los expresionistas, Maiakovski, Brecht–, pero, al envejecer, se va pareciendo cada vez más al naturalismo, su tío.) Su gran momento fue la década de los años treinta, desde las represiones en China hasta la guerra de España. En comparación, después de la Segunda Guerra Mundial ha aportado muy poco. Pero la historia de la literatura engagée no se cuenta siguiendo su forma de registrar acontecimientos o problemas sino relatando su esfuerzo por definir más al hombre de nuestra época (Malraux, Hemingway, Picasso, Sartre, Camus, Vittorini, Pavese). Ahora, en lo que son sus tropas de refresco (Roger Vailland propone en su última novela el désengagement para su homme de qualité), se tiende a reivindicar el derecho del hombre a una dimensión no inmediatamente utilizable por la historia. Lo cual, bien pensado, es una reivindicación de lo obvio.

(Haría falta otro apartado sobre el «realismo socialista» tal y como se perfiló en la Unión Soviética, sobre lo que tiene en común con la literatura engagée y lo que lo diferencia e incluso se le opone, sobre lo que ha sido y en qué puede convertirse hoy. Pero usted ya sabe todo esto, así que se lo ahorro. También sería necesario un planteamiento distinto sobre la literatura italiana, sobre el neorrealismo, sobre cuánto de vanguardia hay en él y cuánto de engagement y sobre su pasado y su futuro. Pero como se lo saltaría, de buena gana lo omito.)

Por lo tanto, hoy por hoy, podemos decir que la vanguardia ha ganado su batalla (o que, si lo preferimos, la ha perdido.) Ha ganado porque ha impuesto su lenguaje, y sus autores aparecen en los titulares de los periódicos, su gusto se impone desde los museos hasta la decoración de interiores, ¿qué más quiere? (o bien, si queremos, ha perdido la batalla porque los propósitos de palingenesia por parte de ciertos vanguardistas místicos se han quedado en nada, en cuestiones de moda). Del engagement también podemos decir que, para bien o para mal, ha ganado su batalla (o que, en cambio, la ha perdido). La ha ganado, no porque los problemas sociales más graves se hayan resuelto sino porque ha formado a una generación de lectores con una aguda conciencia política, ya sean sociólogos de Harvard, funcionarios políticos o sindicalistas marxistas, expertos en human relations o en investigación operativa, responsables de departamentos didácticos, historiadores de la economía, críticos literarios con una fuerte carga ideológica: una generación muy técnica pero llena de ideas generales a la vez, desde luego un poco aburrida pero, en su conjunto, una clase dirigente de alto nivel que podría ser empleada de manera eficaz tanto por un régimen socialista funcionalmente articulado como por un capitalismo funcionalmente planificado. (Pero también podríamos decir que la literatura engagée ha perdido su batalla porque en su durísima historia política y social no logró contar nada, tuvo que rendirse a la razón política o quedar reducida a la categoría de outsider.)

¿Cómo es actualmente el escritor? Es consciente del proceso histórico, de la dimensión política de todo lo que escribe (no es que deba serlo, es que lo es y ya no puede dejar de serlo). Debe percibir su forma de expresión como un instrumento que hay que inventar o reinventar una y otra vez dándose cuenta de todo el proceso (no es que lo perciba instintivamente: debe esforzarse siempre en esa dirección para dar sentido a las formas, tan desgastadas y fungibles). En definitiva, lo que antes era una inspiración natural no puede ser otra cosa que consciencia y placer racional; lo que antes era una intervención voluntarista e intelectual, ahora es condicionamiento histórico a priori. ¿Qué resultará de todo ello? No lo sé.

(Me doy cuenta de que he hablado de todo excepto del realismo, que era la cuestión de la encuesta. Debo confesarle que el término «realismo» lo he empleado poquísimo, siempre lo esquivé; cuanto más oía hablar de él menos me gustaba. He leído a Lukács y a Auerbach con mucho interés y aprovechamiento, pero sobre todo lo que se lee entre líneas, mientras que el núcleo principal se me sigue escapando. Sin embargo, tampoco es que me convenzan más los que muestran desprecio por el concepto de realismo; todo lo contrario. Ése es el punto en el que me encuentro.)

Sin embargo, me gustaría decir algo sobre las dos últimas preguntas de la encuesta.

De la autobiografía. Estoy a favor. (Como lector más que como autor: es un territorio en el que prefiero ver adentrarse a los demás.) No hablaría de una autobiografía de antes de la guerra sino de una autobiografía del hombre en la sociedad de antes y otra del hombre en la sociedad de ahora. Me interesa la segunda, me interesa esa parte del hombre que puede encontrarse hoy en los testimonios autobiográficos. La literatura del comunismo, que se lo ha jugado todo a la carta de la novela, dentro de cien años quizá sólo se recuerde de esa época no las novelas sino, sobre todo, las obras autobiográficas, los diarios, las cartas.

Del erotismo. Estoy en contra. Sobre sexo sólo se puede escribir mal. Parece que sólo el que escribe de él con asco y aburrimiento logra hacerlo con arte. En cuanto uno encuentra algo bueno, no consigue escribir sobre ello. Los italianos, sobre todo, están negados para el erotismo. Soy de la opinión de que no debería escribirse nada sobre esta cuestión hasta dentro de treinta años, porque, en cualquier caso, no se diría nada nuevo. A menos que fueran los soviéticos los que, por fin, se pusieran a ello y naciera entonces una nueva literatura.

Respuestas a 9 preguntas sobre la novela6

(1959)

¿Cree que existe una crisis de la novela como género literario o más bien una crisis de la novela en el sentido de que la novela participa de la crisis general de todas las arte?

Definamos bien los términos de la cuestión. ¿Qué entendemos por novela? ¿Qué entendemos por crisis? Muchos entienden por novela la «novela de corte decimonónico». En ese caso, ni siquiera podemos hablar de crisis. La novela del siglo XIX tuvo un desarrollo tan pleno, exuberante, variado y rico que todo lo hecho basta para diez siglos. ¿Cómo es posible pensar en algo más? Aquellos a quienes les gustaría que se siguieran escribiendo novelas decimonónicas van en contra de lo que dicen amar.

Recientemente, Moravia definió la novela (en contraposición al relato) como novela que se construye a partir de una ideología. ¿Esta acepción está en crisis? Sí, pero es la ideología la que está en crisis, no la novela. La gran novela floreció en una época de concepciones totales del mundo; hoy la filosofía tiende –más o menos en todas la escuelas– a aislar los problemas, a trabajar con hipótesis, a fijarse objetivos específicos y limitados; a esto le corresponde un procedimiento narrativo distinto, normalmente con un solo personaje que representa una situación límite; y esto ocurre, precisamente, en las obras de los escritores más ideológicos, como Sartre y Camus.

Otra manera de definir la novela es aquella (histórica y sociológica) que la considera ligada a la aparición del libro como mercancía, es decir, una literatura comercial, una –como se dice hoy– «industria cultural». De hecho, las primeras novelas que merecen tal consideración, las de Defoe, aparecieron sin el nombre del autor en los puestos de libros en un intento por satisfacer el gusto del pueblo, ávido de historias «verdaderas» de personajes aventureros. Un noble origen; yo no soy de los que piensan que la inteligencia humana esté a punto de morir a manos de la televisión; la industria cultural siempre ha existido, con su riesgo de declive general de la inteligencia, pero de ella siempre nació algo nuevo y positivo; diría que no hay terreno mejor abonado para que surjan valores auténticos que el terreno nauseabundo de las exigencias prácticas, de las demandas del mercado, de la producción para el consumo: de ahí nacieron las tragedias de Shakespeare, los feuilletons de Dostoievski y las películas de Chaplin. El proceso que va de la sublimación de la novela como producto mercantil a la novela como sistema de valores poéticos sucedió paulatinamente a través de varias fases a lo largo de dos siglos; pero ahora parece que no es posible una renovación: no hubo un renacer de la novela ni a través del género policiaco ni a través de la ciencia ficción: pocos ejemplos dignos en el primer caso, poquísimos en el segundo.

Una definición más propia del hecho literario pero que, en cualquier caso, no es más que una traducción de la anterior es la definición de la novela como narración cautivadora, como técnica para atrapar la atención del lector haciéndole vivir en un mundo ficticio, participar en hechos de gran carga emotiva, y obligándole a continuar la lectura por curiosidad de ver «qué pasará después». Esta definición tiene la ventaja de que también se puede aplicar a las encarnaciones más antiguas de la novela: la helenística, la medieval, más tarde la de caballerías, la picaresca, la larmoyante, etc. En este aspecto de la novela se fundamentó durante siglos la acusación de inmoralidad por parte de religiosos y moralistas: acusación no del todo injusta, si bien se mira, y similar a la que ahora también nosotros dirigimos a menudo al cine y a la televisión, cuando nos quejamos de la pasividad obligada del espectador, forzado a aceptar todo lo que la pantalla vuelca en su cráneo sin permitirle una participación crítica. Aparte de las diferencias sustanciales entre la lectura –siempre fatigosa, pausada y crítica– y el estar sentados como estúpidos frente a la pantalla, hay que decir que este peligro de «rapto» del lector se daba ya en la novela tradicional (siempre en las peores novelas pero también, a menudo, en las obras maestras) y constituía un motivo inigualable de fascinación, como también de intangible molestia para el que no quería ser «raptado» por nada ni por nadie. En la novela del siglo XX el elemento «cautivador» se ha ido perdiendo (ha permanecido como característica de ese tipo de literatura comercial comúnmente llamado de suspense) y la participación exigida al lector es cada vez más una participación crítica, una colaboración. ¿Está en crisis o no? Sin duda, está en crisis, pero en una crisis positiva; aunque la narración no se proponga otro fin que el de crear una atmósfera lírica, que sólo puede darse con la colaboración del lector, porque el autor sólo puede limitarse a sugerirla; aunque no se proponga más que un juego, porque jugar ya presupone un acto crítico.

Por lo tanto, ninguna de estas definiciones de novela nos plantea nada que sea necesario o posible mantener vivo hoy en día. Se podría concluir que seguir hablando de la novela o insistir en este concepto es una pérdida de tiempo. Lo importante es que se escriban buenos libros y, en este caso concreto, buenas historias: si son novelas o no, ¿qué importa? Como la novela ya se había apropiado de las funciones de muchos géneros literarios, ahora reparte esas funciones entre la narración lírica, la narración filosófica, el pastiche fantástico, la crónica autobiográfica o de viajes o la relación de uno mismo con países y sociedades, etc.

¿Ya no existe la posibilidad de una obra que sea todas estas cosas a la vez? Por ejemplo, una de nuestras lecturas recientes: Lolita. La virtud de este libro es que se puede leer a un tiempo desde muchos planos: historia realista objetiva, «historia de un alma», rêverie lírica, poema alegórico sobre los Estados Unidos, divertimento lingüístico, divagación ensayística sobre un tema que sirve de pretexto, etc. Por eso Lolita es un buen libro: por ser tantas cosas a la vez y conseguir atraer nuestra atención desde infinitos puntos al mismo tiempo. Debo reconocer (a riesgo de situarme lejos de lo que han sido mis gustos y tendencias en la lectura hasta el momento, incluso lejos de los expresados en otras respuestas de esta encuesta, que hay que considerar cronológicamente anteriores a lo que voy a mencionar) que hoy existe una necesidad de lecturas que no se agoten en una sola dirección, una necesidad que no se sacie con muchas obras quizá perfectas pero que logran su perfección precisamente por su rigurosa unidimensionalidad. A ellas es posible contraponer un limitado grupo de libros contemporáneos cuya lectura y relectura nos ha nutrido de forma especial porque podemos sumergirnos en ellos en picado (esto es, perpendicularmente a la dirección de la trama) con continuos descubrimientos en cada estrato o nivel: el de la comedia humana, el del cuadro histórico, el lírico o visionario, el de la indagación psicológica, el alegórico y simbólico (de las alegorías y simbolismos más diversos), el de la invención de un lenguaje propio, el de la red de referencias culturales, etc. (Denis de Rougemont, por ejemplo, sobre libros como éstos escribió un reciente ensayo acerca de Musil, Nabokov y Pasternak; ensayo que nos da una de las cien claves con las que los libros de estos tres autores pueden leerse.) Y, reflexionando un momento sobre ello, no tardaré en reconocer que la posibilidad de lectura desde múltiples planos es característica de todas las grandes novelas de todos los tiempos: incluso de aquellas que nuestros hábitos de lectura nos llevan a leer como algo unitario, estable y unidimensional.

Llegado a este punto, me atrevo a aventurar una nueva definición de lo que es hoy (y, por lo tanto, siempre) la novela: «una obra narrativa utilizable y significante en los distintos planos que se entrecruzan». Considerada a la luz de esta definición, la novela no está en crisis; es más, la nuestra es una época en la que la realidad admite una lectura plural y no se puede constatar ninguna realidad fuera de este dato. Y existe una correspondencia entre algunas de las novelas que hoy se escriben, se leen o se releen y esta necesidad de representar el mundo mediante aproximaciones pluridimensionales, acaso compuestas, en las que una unidad de núcleo mítico, un rigor interno –sin el cual no existe obra poética– no se puede distinguir más allá de las distintas lentes de la cultura, de la consciencia, de la inspiración o de las manías personales que componen sus prismáticos. En definitiva: novelas como era novela –cito solo un nombre de los muchos que se me ocurren– Don Quijote.

Se habla mucho de la novela de ensayo. ¿Opina que está destinada a ocupar el lugar de la novela de representación pura (es decir, behaviorista)? Dicho de otro modo, ¿sustituirá Musil a Hemingway?

La correspondencia entre la cultura de una época determinada y la literatura creativa tiene su campo concreto de actuación en la manera de ver el mundo, es decir, en los medios de expresión (behaviorismo-Hemingway, positivismo lógico-Robbe-Grillet, etc.). Aunque también es natural que hoy exista una narrativa que se proponga como objeto las ideas, la complejidad de las propuestas culturales contemporáneas, etc. Pero hacerlo reproduciendo los debates de los intelectuales sobre estas cuestiones tiene poco interés. Lo bueno es cuando un narrador, a partir de las propuestas culturales, filosóficas, científicas, etc., consigue inventar un relato, unas imágenes y unos ambientes fantásticos completamente nuevos; como en los cuentos de Jorge L. Borges, el más grande narrador «intelectual» contemporáneo.

La escuela narrativa francesa de la que forman parte Butor, Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute y otros proclama que la novela le da definitivamente la espalda a la psicología. Habría que darle voz a los objetos y limitarse a una realidad puramente visual. ¿Cuál es su opinión al respecto?

El peligro de la nouvelle école está en restringir el discurso de la literatura a aquel, quizá más riguroso pero, sin duda, más limitado, de las artes figurativas. No tengo nada en contra del rechazo de la psicología; lo malo es que la nouvelle école da la espalda a todo menos a la psicología. Le voyeur de Robbe-Grillet es un relato muy bueno hasta que se descubre que toda la trama gira en torno al hecho de que el protagonista es un paranoico, y La jalousie, obra de gran rigor y eficacia, es un estudio psicológico aunque esté contada mediante una enumeración de objetos y no de forma introspectiva. Robbe-Grillet debería llevar su geometrización hasta el fondo y suprimir toda pulsión psicológica. Y Michel Butor debería geometrizar más y ceñirse a una más completa economía del relato. Si L'emploi du temps fuera más clara, sería la perfecta novela-laberinto que pretende ser. Y La Modification sería un relato maravilloso si se redujera a un cuarto de su extensión.

No se le habrá escapado que las novelas modernas se escriben cada vez menos en tercera persona y más frecuentemente en primera persona. Y que esta primera persona tiende cada vez más a ser la voz misma del autor (el yo de Moll Flanders, por el contrario, equivaldría a una tercera persona). ¿Cree que se podrá volver a la novela de pura objetividad de corte decimonónico? ¿O acaso cree que la novela objetiva ya no es posible?

No depende de los escritores sino del paso del tiempo. Cuando yo empecé a escribir, hace quince años, parecía que lo natural era escribir con objetividad: daban ganas de escribir la historia de todos los que iban por la calle. Hay momentos en los que las historias están en las cosas, es el propio mundo el que tiende a contarse a sí mismo, y el escritor se convierte en un instrumento. Y hay momentos –como hoy en día– en los que el mundo por sí solo no parece tener ganas, en los que en las historias del prójimo ya no se lee una historia general, y entonces el escritor sólo puede contar del mundo su relación con él.

¿Qué piensa del realismo socialista en la narrativa?

La literatura revolucionaria siempre fue fantástica, satírica y utópica. El «realismo» suele llevar consigo un fondo de desconfianza, una propensión al pasado, quizá noblemente reaccionaria, conservadora quizá en el sentido más positivo de la palabra. ¿Podrá darse alguna vez un realismo revolucionario? Hasta ahora, no tenemos ejemplos lo bastante convincentes. El realismo socialista en la Unión Soviética nació mal, sobre todo porque tuvo como padre putativo a un escritor decadente y mistificador como Gorki.

El problema del lenguaje en la novela es, antes que nada, el problema de la relación del escritor con la realidad de su novela. ¿Cree que este lenguaje debe ser transparente como un agua límpida en cuyo fondo se distingan todos los objetos o, por el contrario, opina que el novelista debe hacer hablar a las cosas? ¿O bien piensa que el novelista tiene que ser ante todo escritor e incluso evidentemente escritor?

El lenguaje transparente como un agua límpida es un arduo ideal estilístico que sólo puede alcanzarse prestando una atención extrema a la escritura. Para «hacer hablar a las cosas», es necesario saber escribir extremadamente bien. Todos los estilos pueden ser buenos; lo importante es no escribir de manera tosca, desdibujada, imprecisa, casual.

¿Qué opina del uso del dialecto en la novela? ¿Cree que se puede decir todo con el dialecto, aunque sea de forma dialectal? ¿O piensa que sólo el idioma es el lenguaje de la cultura y que las posibilidades del dialecto son muy limitadas?

El dialecto puede servir de pauta a la lengua de un escritor, es decir, como punto de referencia de determinadas opciones lingüísticas. Una vez establecido que bajo mi italiano está el dialecto x, escogeré preferentemente vocablos, construcciones y usos que remitan a un contexto lingüístico x, en lugar de vocablos, construcciones y usos que remitan a otras tradiciones. Este sistema puede ser válido para dar coherencia y claridad a un lenguaje narrativo, siempre que no se convierta en una limitación de las facultades expresivas; en ese caso, sólo cabe mandarlo al diablo.

¿Cree en la posibilidad de una novela histórica nacional, es decir, en la que estén representados de algún modo los hechos recientes o no tan recientes de Italia? Dicho de otra manera, ¿cree que es posible reconstruir acontecimientos y destinos que no sean puramente individuales, y fuera del tiempo histórico?

La novela histórica puede ser un excelente sistema para hablar del presente y de uno mismo.

¿Qué novelistas prefiere y por qué?

Amo, sobre todo, a Stendhal porque sólo en él la tensión moral individual, la tensión histórica y el impulso vital son una sola cosa: tensión lineal novelesca. Amo a Pushkin porque es transparencia, ironía y seriedad. Amo a Hemingway porque es matter of fact, understatement, voluntad de felicidad, tristeza. Amo a Stevenson porque parece que vuela. Amo a Chéjov porque no va más allá de donde va. Amo a Conrad porque navega en el abismo y no naufraga. Amo a Tolstói porque a veces me parece que estoy a punto de entender cómo lo hace y, en cambio, no entiendo nada. Amo a Manzoni porque hasta hace poco lo odiaba. Amo a Chesterton porque quiso ser el Voltaire católico y yo habría querido ser el Chesterton comunista. Amo a Flaubert porque después de él no se puede pretender hacer nada que se le parezca. Amo al Poe del Escarabajo de oro. Amo al Twain de Huckleberry Finn. Amo al Kipling de El libro de la selva. Amo a Nievo porque lo he releído muchas veces divirtiéndome tanto como la primera. Amo a Jane Austen porque no la leo nunca pero me alegro de que exista. Amo a Gógol porque deforma con precisión, maldad y medida. Amo a Dostoievski porque deforma con coherencia, con furor y sin medida. Amo a Balzac porque es visionario. Amo a Kafka porque es realista. Amo a Maupassant porque es superficial. Amo a Mansfield porque es inteligente. Amo a Fitzgerald porque está insatisfecho. Amo a Radiguet porque la juventud nunca vuelve. Amo a Svevo porque alguna vez habrá que envejecer. Amo...

Correspondencia con Angelo Guglielmi

a propósito de El desafío al laberinto7

(1963)

Querido Guglielmi,

He leído tu ensayo para Menabò 6. Es muy claro y está bien argumentado y en él se ofrece una imagen muy coherente de la situación, del mismo modo que está dotado de lógica y coherencia el cuadro de la situación que trazan los hegeliano-lukacsianos, que llegan a la misma conclusión que tú: la literatura y el arte modernos son la negación de la historia (del humanismo), del proyecto racional. Que ellos den al fenómeno un sesgo negativo y tú uno positivo no os hace muy diferentes: lo mismo ellos que tú llegáis a un punto en el que no queda más que proclamar el fin de la literatura. Para el hegeliano-lukacsiano, dado que todas las formas de expresión han sido contaminadas por la decadencia, no es fácil hallar modo de escapar a esa decadencia (siempre que no sea un antihistórico enroque en las posiciones clasicistas). Para ti, dado que la labor del arte es desenmascarar la falsedad de todos los significados y de todas las finalidades históricas sin sustituirlos por otros nuevos, reducir a cero la concepción del mundo, en un momento dado, una vez reducido a cero todo lo reductible, faltará el impulso necesario para escribir, el porqué, la polémica contra todo lo que no sea poesía, que sigue siendo la condición dialéctica para que exista la poesía.

Y no es que a unos y a otros no os falten buenas razones para diagnosticar este fin de la literatura. Sin embargo, no es que me impresione mucho. A mí, todas las reducciones a cero me interesan y me alegran para ver qué hay después del cero, es decir, cómo se retomará el discurso, es decir, cómo la totalidad de la cultura, que ya ha sufrido unos cuantos terremotos y derrumbamientos y, sobre todo, ha sobrevivido hasta ahora, conseguirá también superar éste (por cierto, no tan grande si se compara con otros), es decir, cómo logrará restituir la verdad a antiguos discursos que así podrán ser de nuevo oportunos.

¿Me quieres convencer, apoyándote en Beckett y en Robbe-Grillet, de que la realidad no tiene sentido? Pues yo te escucho de mil amores hasta el final. Y mi alegría viene de pensar que, concluido este derrumbamiento de la subjetividad, al día siguiente podré ponerme –en este universo completamente objetivo y asemántico– a redescubrir un panorama de significados con el mismo apego despreocupado por las cosas del hombre prehistórico que, frente al caos de sombras y sensaciones que le deslumbraban, conseguía, poco a poco, distinguirlas y definirlas: esto es un mamut, ésta es mi mujer, esto es un higo chumbo, y así inauguraba el proceso irreversible de la historia.

Recibe un cordial saludo,

I. C.

Querido Calvino,

Te agradezco tu carta y el interés que has mostrado por mi ensayo.

No tengo nada que objetar a tu refutación, excepto en un punto que, sin embargo, considero esencial: y es que yo también estaría interesado en un discurso «significativo», en una literatura semántica, y también creo que, después de haber reducido el mundo a cero, habrá que volver a empezar desde el principio con un discurso nuevo. En lo que no estoy de acuerdo es en que hoy sea posible construir ese nuevo discurso sin acabar pronunciando un discurso falso o, en todo caso, ya no verdadero. Y tú mismo eres la prueba de que se corre ese peligro cuando dices en tu carta que también esta vez la «cultura [...] logrará restituir la verdad a antiguos discursos que así podrán ser de nuevo oportunos». Ahora el problema no es o, mejor dicho, no se resuelve dándole la vuelta a un traje usado o volviéndole a montar el motor a un coche. Mientras nos comportemos como si el problema fuera una simple puesta a punto, multiplicaremos los errores, seguiremos aportando nuevas falsedades y, por tanto, alargaremos hasta el infinito la vida (la necesidad) de la cultura de grado cero o desmistificadora. El primer paso hacia un nuevo panorama de significados (que, por otra parte, no es la literatura, o sólo la literatura, la que pueda ofrecerlo sino, ante todo, la filosofía, la moral, la política, etc.) consiste en despejar el terreno de los viejos panoramas que ya no tienen vida. Si en cambio nos limitamos a poner al día, lo único que conseguiremos será camuflarlos en su carga negativa y falsa.