Nefertiti - Rosa María Pujol - E-Book

Nefertiti E-Book

Rosa María Pujol

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Beschreibung

LÍDER CARISMÁTICA, NO SOLO LA MÁS BELLA Nefertiti fue mucho más que un busto bonito. Su inteligencia, sus dotes diplomáticas y su visión de estado hicieron de esta carismática reina un personaje central de la historia de Egipto.

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Seitenzahl: 190

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

LÍDER CARISMÁTICA, NO SOLO LA MÁS BELLA

I. BAJO LA PROTECCIÓN DE TIYI

II. JOVEN GRAN ESPOSA REAL

III. LA REINA DEL HORIZONTE DE ATÓN

IV. SEÑORA DE LAS DOS TIERRAS

V. EL DESPERTAR DE UN SUEÑO

VISIONES DE NEFERTITI

CRONOLOGÍA

© Rosa María Pujol por el texto

© Elisa Ancori por la ilustración de cubierta

© 2021, RBA Coleccionables, S.A.U.

Diseño cubierta y portadillas de volumen: Luz de la Mora

Diseño interior: tactilestudio

Realización: EDITEC

Asesoría histórica: Victoria Rosselló Botey

Asesoría narrativa: Ariadna Castellarnau Arfelis

Fotografías: Wikimedia commons

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: octubre de 2025

REF.: OBDO878

ISBN: 978-84-1098-772-2

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

LÍDER CARISMÁTICA, NO SOLO LA MÁS BELLA

El visitante del Neues Museum de Berlín queda admirado ante la serenidad, dulzura y carácter de una escultura única, muy distinta de las habituales representaciones estáticas, trascendentes e intemporales que conocemos del arte egipcio: el busto de Nefertiti. La reina egipcia se muestra casi como cualquier mujer actual. Su expresión es cercana y parece que mira a los ojos del espectador, al tiempo que esboza una misteriosa sonrisa cómplice. Hasta su discreto maquillaje nos resulta curiosamente familiar, cotidiano. Ante su efigie, y sin poder apartar los ojos de ella, uno se pregunta: ¿quién fue esta extraordinaria mujer de mirada enigmática? ¿Por qué levanta la barbilla en actitud desafiante? ¿Qué querrá expresar? ¿Nos quiere decir algo?

El día 6 de diciembre de 1912, Nefertiti volvió a la vida gracias a un equipo alemán dirigido por Ludwig Borchardt, quien en las ruinas de Amarna desenterró esta escultura que asombró al mundo entero. A partir de entonces, Nefertiti se convirtió, junto con Cleopatra, en una de las reinas más conocidas del antiguo Egipto, pese a lo poco que se sabe sobre su vida. Incluso a día de hoy, Nefertiti es, para la mayoría de las personas, apenas un busto bellísimo o, como mucho, la esposa del faraón hereje, como suele calificarse a Amenhotep IV (Ajenatón). Pero al repasar la historia que protagonizó durante aquel fascinante período, se despliega ante nosotros toda su dimensión de mujer influyente y poderosa.

La historia de Nefertiti arranca hace unos 3.500 años, cuando el devenir del Egipto milenario, con sus tradiciones inmutables, sufrió una convulsión sin precedentes en toda su historia: la pareja real renegó de los dioses tradicionales, e impuso el culto a un dios único. La ruptura con el orden establecido fue de tal envergadura, que Ajenatón y Nefertiti se vieron obligados a buscar otro lugar para establecer la capital del reino, al considerar que Tebas, hasta entonces centro espiritual de Egipto, estaba «contaminada» por el antiguo panteón de innumerables divinidades. Esta nueva capital, situada en el Egipto Medio, es conocida hoy como Tell el-Amarna, aunque en la antigüedad se llamó Ajet-Atón (el «Horizonte de Atón»). Allí, en medio de un paraje desértico y virgen, surgió de la nada una preciosa ciudad construida en tiempo récord, delimitada por quince estelas de demarcación. Una ciudad bien ordenada, con templos y palacios, edificios oficiales, jardines y talleres de artesanos y pozos de agua. Y hasta dos necrópolis destinadas a albergar las tumbas de sus habitantes. Con Nefertiti y su esposo, Egipto quería entrar en un nuevo orden.

En todas las reformas, sean políticas o religiosas, siempre hay partidarios y detractores, igualmente convencidos ambos de estar en posesión de la verdad absoluta. Los partidarios siguieron ciegamente al faraón y a Nefertiti en su aventura, mientras que los críticos permanecieron fieles a sus anteriores creencias y ritos, a pesar de la persecución que el rey decretó a los dioses antiguos, especialmente al dios Amón, a sus templos y a sus correspondientes cleros. Lógicamente, entre unos y otros hubo no solo rivalidad, sino también sed de venganza y ensañamiento. En este apasionante episodio de la historia de Egipto, la figura de Nefertiti se alza poderosa sobre otros protagonistas. Su inteligencia, dotes diplomáticas, su cultura y, sobre todo, su indudable visión de estado hicieron de ella un personaje central de aquel singular paréntesis histórico.

En la historia del antiguo Egipto encontramos un buen número de mujeres que destacaron por sí mismas en un mundo eminentemente masculino. Algunas, como es el caso de Hatshepsut, llegaron a gobernar el país antes que Nefertiti, aunque el nombre más conocido es, sin lugar a dudas, el de Cleopatra, la última reina de Egipto. Por derecho propio, Nefertiti se ha ganado un puesto junto a esas dos poderosas mujeres que desempeñaron un papel determinante en la Historia.

Las certezas sobre Nefertiti son pocas, aunque lo que sí se puede afirmar de ella es que fue una mujer muy carismática, que no se conformó con el papel de simple esposa del rey, que hasta entonces tenía poco o ningún protagonismo. Siguiendo el ejemplo de la madre de Ajenatón, la reina Tiyi, Nefertiti aparecía como Gran Esposa Real al mismo nivel que el faraón en actos oficiales, relaciones diplomáticas o ritos religiosos. Llegó incluso a prescindir en las inscripciones de su título de Gran Esposa Real, quitando importancia a tal condición frente a su papel de gobernante como Señora de las Dos Tierras, es decir, como faraón. La iconografía nos la muestra en actitudes tradicionalmente reservadas a los faraones varones, como por ejemplo castigar a las enemigas de Egipto, tomándolas por el pelo y amenazándolas con la maza ceremonial como expresión de sometimiento, o aparecer representada como una esfinge con los pueblos enemigos de Egipto bajo sus patas de león.

Durante el reinado de Nefertiti y su esposo, la nueva ciudad del Horizonte de Atón floreció en medio del desierto durante unos años. El sueño, sin embargo, fue poco duradero. Una serie de circunstancias adversas, entre ellas una epidemia, pusieron en peligro la estabilidad del país entero. A pesar de todas estas dificultades, Nefertiti luchó con todas sus fuerzas por sus ideales, tomando decisiones arriesgadas, aun a costa de su sacrificio personal. Se mantuvo firme y decidida en todo momento, desafiando la tradición y desoyendo los consejos de sus asesores en la corte. No hubo nada que ella no intentara con el fin no solo de preservar aquello por lo que tanto ella como su esposo habían luchado, sino también de perpetuar la pervivencia de su linaje.

Nefertiti desaparece de las fuentes a partir del año 14 del reinado de Ajenatón. Al fallecer el faraón, la revolución podría haber terminado su andadura y la ciudad quedar abandonada, pero aparece en escena un nuevo personaje de nombre Neferneferuatón-Esmenjkara. Muchos autores creen que se trataba de un hermano de Ajenatón, que reinó brevemente, siendo relevado a su muerte por la propia Nefertiti. De ser cierta esta teoría, la viuda de Ajenatón se habría proclamado faraón de pleno derecho y su poder habría alcanzado las metas más altas no solo en lo personal, sino también en lo político. Si bien es cierto que su reinado en solitario duraría muy poco tiempo, ya que muy pronto hubo que nombrar un sucesor.

Su repentina desaparición también ha contribuido a alimentar el halo de misterio y hace surgir innumerables preguntas, que, por el momento, han quedado sin respuesta. ¿Por qué desaparece prácticamente sin dejar rastro? ¿Acaso había caído en desgracia y se apartó de la corte? ¿O, por el contrario, adoptó una nueva identidad? Hay opiniones para todos los gustos, si bien creemos que la explicación más sencilla podría ser la que más se acerca a la realidad. A la vista de la personalidad de Nefertiti y su participación activa en el gobierno de Egipto, en esta biografía nos hemos inclinado por dar validez a la teoría de que ella fuera sucesora del misterioso faraón Esmenjkara, sin que ello suponga restar crédito a quienes opinen lo contrario. No resulta fácil escribir una historia que deliberadamente se ha borrado y se ha querido ocultar durante siglos.

Nefertiti, en sus últimos tiempos, tuvo que ser testigo de cómo los seguidores de Amón se vengaban de los atonianos, destrozando sistemáticamente cuanto quedó de la fantástica ciudad del Horizonte de Atón, borrando nombres y pretendiendo que esos casi veinte años de la historia de Egipto ni siquiera habían tenido lugar. Las listas posteriores de reyes omiten a los cuatro soberanos relacionados con el cisma amárnico. La destrucción masiva de la ciudad no debió de resultar difícil, pues toda ella se había construido en adobe, material poco perdurable. Después, los campesinos egipcios desmenuzaron lo poco que quedó de estos adobes, que, al estar fabricados con el rico barro del Nilo, constituían un magnífico abono para sus cultivos. Se podría decir que fertilizaron sus campos con su pasado. El tiempo y la arena del desierto acabaron enterrando el lugar para siempre, sumiendo en el olvido a sus protagonistas. No se sabe con exactitud la fecha en que murió Nefertiti, ni si fue enterrada en la tumba real de Amarna destinada a contener los restos de la familia del faraón, aunque probablemente no fue así. Pero el hecho cierto es que hasta el día de hoy no se ha encontrado ni tumba, ni sarcófago, ni momia alguna que pudiera haberle pertenecido.

El fin de la época amárnica estuvo protagonizado por otro personaje, no menos popular que Nefertiti, a pesar de no ser más que el hijo de una esposa secundaria de Ajenatón. Tutankhatón, que así se llamaba el futuro faraón cuando crecía en la corte de Amarna, alcanzó a la temprana edad de nueve años el poder máximo de la mano de Ay, el supuesto padre de Nefertiti, quien fue guiando al niño para que iniciara un proceso de restauración de la religión tradicional. Con la coronación de este nuevo faraón en la antigua capital, Menfis, con el nombre de Tutankhamón, se da por cerrado un episodio que muchos alaban y otros critican. Curiosamente, dos de los personajes más conocidos de la historia de Egipto,Tutankhamón y Nefertiti, convivieron en aquella época que hoy en día a todos fascina, a pesar del empeño que entonces se puso en que fuera olvidada.

La damnatio memoriae que sufrieron Ajenatón y Nefertiti, unida a la destrucción sistemática de la ciudad de Ajetatón, hizo que este período quedara oscurecido hasta tiempos relativamente recientes, cuando se emprendieron excavaciones en la zona y afloraron los cimientos de las casas, de los palacios, de los templos y las tumbas. Y muy valiosos relieves y frescos. Es gracias a todos estos vestigios y a las minuciosas investigaciones de los egiptólogos como hemos llegado a conocer algo de la vida de Nefertiti, si bien hasta el día de hoy, y a la espera de nuevos hallazgos, su historia no se ha podido reconstruir con la precisión de otros personajes del Imperio faraónico, de los cuales sabemos casi todo: oficios, parentescos o posesiones.

La historia conocida de Nefertiti está basada en muy escasos vestigios, por lo que no podemos obviar las contradicciones que se observan y las distintas interpretaciones de las fuentes, con los consiguientes ríos de tinta que este período histórico ha hecho —y hará— correr. De lo que no cabe duda es de que, precisamente por el aura que siempre emana de lo desconocido, la suya es una época apasionante. Y no solo para el estudioso de la historia o del arte, sino para todos nosotros: cualquiera puede verse atrapado al conocer la intensa vida y la enorme personalidad de la gran reina egipcia. No cabe duda, Nefertiti fue mucho más que un busto.

I

BAJO LA PROTECCIÓN DE TIYI

Veía en ella a una mujer decidida, poderosa, firme y culta que siempre sabía estar en su sitio, y a la que todos, hombres y mujeres, respetaban.

La Gran Esposa Real, Tiyi, avanzaba con paso firme y decidido por una gran sala del palacio de Malqata. Con la cabeza alta y mirando al frente, irradiaba poder y dignidad. Algo nerviosa, una joven llamada Nefertiti la aguardaba entre dos de las columnas que, formando dos hileras, adornaban el pasillo central de la majestuosa estancia. La muchacha iba a hacer su primera aparición en las famosas reuniones que los soberanos ofrecían a un selecto número de invitados. Al llegar a su altura, Tiyi le hizo una leve señal con la cabeza y le tendió la mano animándola a unirse a ella. Nefertiti esbozó una sonrisa y aceptó la invitación mirando a la reina con admiración. Perfectamente maquilladas y adornadas, como correspondía a su estatus de mujeres de la casa real, avanzaron solemnemente por el bellísimo pavimento decorado con arcos de guerra que representaban a los enemigos de Egipto. La figura humana de un extranjero cautivo, con las manos atadas a la espalda, se intercalaba cada tres de estos arcos. El hecho de que los enemigos y sus armas estuvieran grabados en el suelo, tanto en forma humana como en forma de arco de guerra, era la imagen gráfica con que los gobernantes de Egipto demostraban que tenían bajo sus pies, dominados, a los pueblos extranjeros y los pisoteaban al caminar sobre ellos. Incluso empleaban la expresión «los nueve arcos» al referirse de modo general a sus enemigos tradicionales, aunando en estos nueve arcos a los nueve países limítrofes que podían constituir una amenaza.

Las pinturas que cubrían los suelos y las paredes de los corredores laterales mostraban una vegetación salvaje, con bosques de papiros de los cuales emergían aves de todo tipo levantando el vuelo, y gran variedad de peces nadando en el agua. Todo ello ayudaba a descansar la vista y transmitía frescor a la suntuosa sala. Una gran representación del dios Horus en su forma de disco solar alado se repetía a lo largo del techo del grandioso pasillo central, desplegando sus alas para proteger a Egipto.

Nefertiti sentía una especie de veneración por Tiyi, la esposa del gran faraón Neb-Maat-Ra, Amenhotep III. Veía en ella a una mujer decidida, poderosa, firme y culta que siempre sabía estar en su sitio, y a la que todos, hombres y mujeres, respetaban. Quienes habían conocido a Tiyi en su juventud afirmaban que, además, había sido muy hermosa. Y lo seguía siendo en una espléndida madurez que contrastaba fuertemente con la decrepitud de su marido, ahora un tanto obeso y abandonado, aunque no exento de un gran atractivo personal. Cuando eran jóvenes, ambos formaban una magnífica pareja. Él fuerte, bien parecido, atlético y de rasgos exóticos y sensuales, con sus grandes y pícaros ojos almendrados, nariz corta y labios carnosos. Ella no muy alta, de tez morena y mirada intensa, pómulos marcados, nariz pequeña, algo respingona, y unos labios gruesos e insolentes. El óvalo de su cara quedaba subrayado por una barbilla altiva y desafiante.

Al final de la sala de columnas había una gran puerta de madera blanca y dorada, custodiada por dos guardianes nubios de piel reluciente. Estos se apresuraron a abrir los dos batientes ante la llegada de las mujeres, que entraron sin apenas mirarlos. Los guardianes se inclinaron a su paso, poniendo sus manos en las rodillas y bajando la cabeza respetuosamente.

En el interior de la sala, profusamente iluminada por infinidad de lámparas de aceite, ya había bastantes personas reunidas. Lo primero que percibió Nefertiti al entrar fue el intenso perfume que emanaba de unos pebeteros colocados estratégicamente en los rincones. Mirra, almizcle, incienso y flor de loto mezclaban sutilmente sus esencias de modo embriagador. La joven respiró hondo, dejando que sus sentidos se inundaran de aquel delicioso aroma. En los sitiales preferentes se hallaban el faraón Neb-Maat-Ra-Amenhotep (así se llamaba el gran faraón Amenhotep III, miembro de la dinastía XVIII, que reinaba desde el año 1390 a.C.) y su hijo menor Neferjeperura-Amenhotep (su sucesor, el futuro Amenhotep IV). Al cruzar sus miradas, los jóvenes se sonrieron. Tiyi se acomodó junto al faraón y señaló a Nefertiti que debía sentarse en el sillón situado junto al del príncipe. Delante de la pareja real había dos escabeles, cuya función no era únicamente servir de apoyo a los pies de los reyes. Su decoración no dejaba lugar a dudas acerca de su significado, ya que de nuevo allí estaban representados los nueve arcos de guerra como símbolo de los nueve pueblos enemigos de Egipto.

Moviéndose como sombras, unas jovencísimas sirvientas se encargaban de servir vino, cerveza, higos, dátiles y dulces a los invitados a la recepción. Nefertiti sentía curiosidad por ver en qué consistían aquellas famosas reuniones tertulia de las que la pareja real tanto disfrutaba. Registraba todo mentalmente, sin perderse un detalle. En un momento dado, Tiyi se puso en pie y pidió silencio a los presentes, al tiempo que invitaba a Nefertiti a acercarse junto a su trono. La joven obedeció y caminó con la mirada baja hasta ponerse a su lado. Tiyi la miró sonriendo y le levantó la barbilla. Luego, sin demasiado protocolo, se dirigió a sus invitados y con voz clara y segura les presentó a la joven Nefertiti como la mujer a la que el faraón y ella habían designado para que se convirtiese en la esposa del príncipe heredero Neferjeperura-Amenhotep, y los informó de que la futura reina ya llevaba un tiempo bajo su tutela personal con el fin de ser preparada para ejercer el cargo de Gran Esposa Real. Una vez completado el período de aprendizaje, se celebraría la ceremonia oficial que los convertiría en marido y mujer. Los allí presentes aprobaron la elección de la bella Nefertiti con gritos de júbilo y felicitaciones.

La joven miró a su alrededor y notó cómo todas las miradas se posaban en ella, incluso sin disimular el impacto que su serena belleza causaba en todos. Bajó la vista, algo azorada, mientras un ligero rubor subía a sus mejillas. Un nudo en la garganta le impedía articular palabra. El faraón, al verla ruborizarse, soltó una carcajada y susurró algo entre dientes que hizo estallar en risas a los que lo rodeaban. Nefertiti se sintió molesta por ello y una oleada de calor le subió al rostro. Con gesto airado, se volvió hacia el faraón, con la mandíbula apretada. Iba a responderle cuando Tiyi le apretó la mano y le pidió calma con la mirada. En voz apenas audible le recomendó sonreír como si no lo hubiera oído. ¿Cómo? ¿Debía sonreír cuando por dentro hervía de indignación? No obstante, obedeció a Tiyi y contuvo su rabia, e incluso fue capaz de esbozar una sonrisa forzada. Tiyi le mostró su aprobación asintiendo de modo imperceptible.

En aquel ambiente distendido, exento de formalidades, se hablaba de los temas más diversos: los políticos y diplomáticos comentaban los acontecimientos sucedidos o los que probablemente sucederían, los arquitectos y artesanos proponían nuevas construcciones al faraón y mostraban sus discrepancias sobre las nuevas formas artísticas que comenzaban a emerger; se hablaba también de religión, y aquí Tiyi exponía sus novedosas ideas acerca de un dios olvidado a quien ella, y en parte su esposo, querían dar una mayor relevancia. El tema religioso encendía los ánimos de los asistentes, que se enzarzaban en acaloradas controversias. Nefertiti se divertía viéndolos discutir de modo tan vehemente. Solían acabar estas tertulias con la lectura de cuentos clásicos o de algún poema compuesto por un poeta joven. La música también estaba presente amenizando el momento del refrigerio, en el que los invitados se reunían en corrillos y se charlaba animadamente.

Tiyi aprovechó para escabullirse un momento de sus obligaciones de anfitriona e ir al encuentro de su pupila, a fin de poder comentar con ella en privado la deplorable actitud del viejo rey y pedirle disculpas en su nombre. Y, tomándola de las manos, le vino a decir: «También tú serás reina de Egipto algún día, y jamás deberás soportar ningún tipo de humillación, pero tampoco debes permitir que tus sentimientos afloren a la vista de todos; es mejor ser cauta a la hora de expresar las emociones, para que nadie pueda adivinar lo que en verdad estás pensando o sintiendo». La joven la escuchaba con atención. Tiyi no era una reina sin relieve, a la sombra de su omnipotente marido. Al contrario, se había afirmado como una mujer de gobierno, que participaba en las grandes decisiones políticas; acompañaba a su marido en todos los viajes oficiales y tomaba parte activa en las ceremonias y fiestas. Nefertiti era consciente de que no podía tener una maestra mejor.

Nefertiti nunca supo a ciencia cierta de quién era hija. Había crecido al cuidado de un hombre llamado Ay y de su segunda esposa, Tey. Sí que había oído rumores de que había habido una mujer, llamada Gilujepa, que había venido de Mitanni a la corte del faraón. Al parecer esta mujer había muerto de parto, y el faraón, o quizá la reina, había encargado a uno de sus hombres de confianza, Ay, que criara a la niña, a la que llamaron Nefertiti, «La bella, o la perfecta, ha llegado» por ser una bebé preciosa. Nefertiti creció en la casa de Ay, dentro del complejo palaciego de Malqata, en Tebas oeste, residencia oficial de la familia real. También allí crecieron sus medio hermanos, los hijos de Tey, llamados Najtmín y Mutnedyemet.

La vida en Tebas discurría en la orilla oriental del río, reservándose el occidente para las necrópolis y los templos funerarios. Pero las cíclicas epidemias que causaban estragos en la ciudad hicieron que Amenhotep III decidiera alejarse lo máximo posible de ella para evitar el contagio y buscara refugio en la orilla de los muertos. Allí se construyó un palacio de ensueño. Más que un palacio, era todo un complejo que albergaba a la familia real, las viviendas de los miembros de la corte y un pequeño poblado para los sirvientes y demás trabajadores. Nefertiti vivía deslumbrada por la belleza del palacio, pero un tanto inquieta por la proximidad de los muertos.

Situado al pie de las colinas tebanas, y casi al borde de la franja fértil, que cada año puntualmente era irrigada por el Nilo en su inundación, el palacio se edificó muy rápidamente. Esto no era difícil, puesto que se construyó en adobe. Solo se empleaba piedra para los edificios dedicados a los dioses y, por lo tanto, no hubo que extraer material de las canteras, ni transportarlo. Los ladrillos de adobe fueron la materia prima barata e ilimitada para levantar el palacio y todos los edificios oficiales que lo circundaban. El barro del Nilo les suministró material abundante para que todo el conjunto se erigiera con bastante rapidez.