Otoño en colores - Ana Martin - E-Book

Otoño en colores E-Book

Ana Martín

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Beschreibung

La autora retoma desde lo vivencial el tema del pensamiento, del que se ha ocupado en otras ocasiones. Antes pudo centrarse en las formas del pensamiento autoritario enquistado en las instituciones, o en la mentalidad patriarcal que habilita los femicidios. Aquí se interesa por las formas creativas de inventar, cada vez, la vida. El texto está escrito en primera persona, para decir de la experiencia de enfermar y de la manera singular de hacernos mayores, entre aconteceres y fantasmas asociados a la conciencia de la muerte próxima. Desde lo propio, sin embargo, busca ir hacia a lo universal que nos atraviesa cuando envejecemos. En el entre-tanto, entre espacios y tiempos, pueden aparecer nuevas formas de percibir y de sentir. Quien envejece puede abrirse a otra manera de vivir las relaciones, a partir de la empatía con quienes están cerca. El duelo por lo que se deja podría dar lugar a movimientos de creatividad incipientes. Gestos y movimientos pueden dar cuenta de la nueva persona que se llega a ser, entre la memoria y el presente. Podrían ensayar/se exploraciones en lugares nuevos, o en los intersticios vacíos abiertos por las ausencias, para hacer obra sentida. Para dar lugar a aspectos relegados o desconocidos de sí misma/os. Para permitirse ser, por fin, ahora.

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Seitenzahl: 164

Veröffentlichungsjahr: 2024

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ANA MARTIN

Otoño en colores

Martin, AnaOtoño en colores / Ana Martin. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5529-8

1. Ensayo. I. Título.CDD A864

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

Prólogo

Parte I

1. Alas plegadas

2. Camino más despacio

3. Envejecer

4. Cambio de piel

5. Diagnóstico por imágenes

6. Fantasmas

7. Fuera de lugar

8. Pre–juicios

Parte II

1. Colores

2. Sobre la épica de las mujeres

3. Muerte y renacer en otoño

4. Trayectos

5. Desapego

6. La memoria del otoño se hace trama

7. Contornos de lo ausente

8. Mujeres

Parte III

1. Sentidos

2. Palabras para jugar con los tiempos

3. La calle se hizo puente

4. Lo incierto

5. Jardines inventados

6. Misterios

7. El color en las manos

8. Entre la espera y el brote

Prólogo

Cundo cada día se inauguraba con cuidados especiales y consultas, quise poner palabras a la experiencia de enfermar y a los fantasmas que la acompañaron. Siguieron otros motivos que se irán entrelazando en este espacio. El texto funcionó como un arco de amparo, cuando me sentía a la intemperie.

Escribí para dejar de deambular en las noches. Para inventar un objetivo, cuando me asolaba el fantasma de la muerte inesperada

Escribí para reencontrarme, desde el terreno de lo incierto. La escritura me dio un lugar, cuando nos sabía quién era.

La máquina quedó sobre la mesa redonda de mi sala. Me sentaba en la noche o al amanecer. Hacía lo que podía, entre obligada e incapacitada. Dejaba, retomaba. Algunas veces me demoraba unos días en volver. Algo azaroso me llevaba a retormarla: pudo ser una lectura, una frase escuchada, un gesto amigable.

Una vez que te movés entre palabras, se te abren nuevas ventanas. Como no sabía hacia donde iba, ponía casi todas mis ocurrencias, desentendida de la coherencia.

En esos intersticios fueron surgiendo brotes, frases y recuerdos que me permitieron enlazar la trama de letras con lo impensado. El texto se volvió hospitalario a brotes inesperados.

Como el musguito en la piedra, decía aquella canción que cantaba Mercedes Sosa que sabía inventar flores en terrenos agrestes. Como la flor silvestre que brota entre las piedras en las montañas de Santa Cruz, o las florcitas que iluminan a las plantas espinosas que crecen en La Malvina, aquí en Santa Rosa, por donde he vuelto a senderear.

Cuando todavía no sabía si vería alguna flor, estuve atenta a proteger las semillas posibles.

La escritura fue un recodo para inventar vida. Un recodo, un desvío, así llamaba a la construcción de la vida el maestro vienés que me cambiara la vida, Sigmund Freud. Desvíos para ilusionarnos, para entre–tenernos, para hacernos, antes del final.

Y en cada recodo, la posibilidad de alimentar infinitos pliegues para que den espesor, color y alcance al espacio que habitamos.

El cuerpo había dado señales que me llevaron a tomar conciencia de mi edad. Me aferré a la escritura como a un salvavidas y convertí a este manuscrito en un territorio de búsquedas. Por primera vez empecé a escribir sin tener un plan previo, sin una hipótesis que demostrar.

A su manera el texto tenía sus exigencias; seguí alimentándolo para darle respuesta. Se convirtió en algo por hacer, por completar o esclarecer. A través de las palabras pude hilarme en continuidad al dar lugar a los recuerdos.

Recibió la influencia de lecturas de este tiempo, y también me llevó a releer y a reencontrarme con libros desatendidos de mi biblioteca.

Quise sumarle palabra, colores, algo de narración, para que mi versión de este tiempo de la vida no fuera solo para mostrar arrugas y pérdidas.

Después me volví ambiciosa y quise compartirlo. Tuve la ilusión de que pudiera ser de utilidad para otras y otros. Para que este tránsito tuviera valor para lectores, y con suerte, interlocutores.

Quise decir de mi manera de vivir cuando nos hacemos mayores, cuando te cambia la dimensión del paso, y parece de tortuga.

En su paradoja Zenón nos hizo ver que a su tiempo también la tortuga avanzaba, aun sin que nos demos cuenta. No solo Aquiles se movía. Me vuelvo tortuga, entonces, para decir de mi modo de enlentecerme, y de caminar más despacio.

Curiosamente esa lentitud puede volverte sabia, si te lleva a ver las cosas de otra manera. La sabiduría de otra manera de pensar. La que lleva a bordear lo que se escapa al pensamiento racional para dar lugar a la carne viva. La que llama a lo mítico, a lo sagrado.

Nunca, antes, había entrado en estos terrenos de manera tan interesada, cuando la vida concreta me atrapaba. Cuando se trataba de fenómenos que escapaban a mi forma de entender las cosas.

Me dispuse a prestar atención a lo que me tocaba de esa manera. No avancé mucho, pero he querido aquí dar lugar aquí a la pregunta por el misterio. El misterio de quiénes somos y vamos siendo. De nuestro hacernos, a partir del lugar que nos dieron quienes nos trajeron al mundo.

Gracias a las fuerzas benéficas recibidas pude llegar hasta aquí. No sé si fueron rezos, magia, o los infinitos gestos de quienes me quisieron bien. En estos tiempos, el recuerdo de sonrisas, palabras y miradas me volvió agradecida.

Miro para atrás desde una ciudad donde corren vientos como los de mi infancia. Desde el paisaje de adopción, donde en medio de la sequedad del clima, elegí quedarme. Aquí me dieron y pude dar lo mejor posible, en el entre de esta comunidad,.

Sin quedarme quieta en un lugar, he deambulado. Para hablar de ese estado mental tomé prestada la palabra “divagantes” de la autora mexicana Guadalupe Nettel, quien habla de los albatros, pájaros migrantes.

Hice trama con quienes compartían los pastos secos y las plantas espinosas que retienen el agua que se demora en llegar. Tierra extrema en sus climas, tierra de tormentas, dice mi amiga joven, enamorada de un meteorólogo. Desde la sequedad, he querido sembrar y cultivar.

La fertilidad y la sequedad, para mí, han estado en relación con los lazos entre las personas. De eso me he ocupado en la vida y sobre esos temas he escrito. Como en anteriores trabajos, partí del dolor y he buscado poner palabras a temas no hablados.

Estuve atenta a palabras ajenas, a las formas de vida y de carácter de quienes me rodeaban. Siempre atraída por la locura y los límites del aparato mental. Por sus historias. Quise hacer de la impotencia, a la que Agamben llama el momento de la no–potencia, el motor que me permitiera desentrañar aquellos misterios.

Hice oficio de esa escucha, que me hizo caer prejuicios y anteojeras. Desde allí hablo, de para avanzar en algunos ejes que me sirvieron para reparar dolores.

He andado desmarcada, dijo María Negroni, cuando habla de su tránsito entre géneros, entre sus maneras de dar forma a lo vivido. Hago mía la frase para decir de mi estilo de existir, de escapar de rótulos, de moverme entre lo elegido y lo que me aconteciera sin dejarme opciones.

Digo sobre cuestiones de las que he hablado poco en mi tierra de adopción.

De la vida campesina que vivíamos de manera paralela a la urbana. Dos lugares y dos mundos tan distintos. Con el tiempo los lugares se multiplicaron de manera real o imaginaria y mi tránsito se volvió más complejo. He sido de las que necesitó abrir las ventanas, tanto como entrecerrarlas para mirar hacia adentro.

Posiblemente se haya filtrado mi preocupación por el clima social del país por las mismas ventanas que me sirvieron para mirar hacia afuera. Lo social anclado en las tragedias familiares.

He volado aquí hacia algunas escenas que sucedieron en la ciudad adonde naciera, la ciudad que lleva el nombre del libertador americano.

No hay que engañarse con los aires cansinos de los lugares pequeños. Mirados de afuera parecen quietos, pero alimentan intimidades ricas en historias y en secretos.

Supe desde la infancia de temas dolorosos. Del tío internado de por vida en el Borda, la querida tía remisa al baño, desobediente a toda intención de limpieza. La que seguía las noticias de la realeza del mundo que entonces traían las revistas, como si se tratara de cuentos de hadas.

Cariñosa y primitiva, se ocupaba de nosotros, sus sobrinos y de su anciana madre, que solía maltratarla con duras palabras, quizás sospechando que su excentricidad tenía mucho de desobediencia.

No preguntábamos sobre las razones por las que las cartas de la abuela paterna tenían un tono lastimero, culposo, de rogativa hacia ese hijo que había resuelto venirse a América.

Me han conmovido los y las desvalidos. Estuve atraída por los heridos, los dolientes, los que se salen del acomodo confortable. Por las maneras de afrontar los malestares en el cuerpo y del alma, que a todos y a todas nos tocan.

Conocí a seres que sabían “curar” con palabras. Fui curada del empacho con ungüentos y con el hilo que se medía en el antebrazo.

Saberes consultados secretamente, puestos en duda, pero por si acaso, nos llevaban. También nos llevaban al pediatra y a la iglesia. Incursiones en lo misterioso. Búsquedas movilizadas por la enfermedad y la angustia.

También soy el resultado de las puertas que se me han cerrado. De mis fracasos. Nací mujer cuando se esperaba al varón, como tantas de mi género. Desde la decepción inicial procuré ganarme el lugar. Por alguna razón, he tomado mi vida en serio. He pagado precios por decisiones que provocaron el enojo de seres que me importaban. Tuve que aprender a correr el riesgo de perder su amor.

Tuve la añoranza de pertenecer y trabajé para lograrlo. También quise dejar de ser parte y el deseo de escapar de vínculos asfixiantes.

Me educaron como mujer, en mi tiempo. Tuve una madre inteligente, entusiasta, que puso pasión y habilidad en lo que hacía. En mi casa se valoraba el saber. Mis talentos aparecieron en la escuela y en las manos que dibujaban.

Desmarcada, tan comprometida como des–asida, me alimenté con imágenes y palabras que me llevan por entreveros impensados, siguiendo las palabras de autores. Buscaba entender en los libros. Leí libros que no me nombraban: hablaban del “hombre”.

Recién en la adultez leí a mujeres escritoras. Empecé con Anaïs Nin. Han seguido muchas. Las sigo leyendo, hoy, cuando hay tantas mujeres que escriben.

Nos preguntábamos con M, el arquitecto amigo, sobre el color a poner en las ventanas de la casita que estábamos remodelando. Las había comprado en un desarmadero de Villa Parque, en esta ciudad. Tenían vidrio repartido, como los de alguna de las ventanas de mis tantas casas anteriores. Cuando le mostré una postal traída de un viaje me dijo: –Vos querés un azul cobalto.

Con ese color me acerqué al Mediterráneo, por donde habrán andado tantos ancestros. Los que hacen gestos con las manos, como lo hacía mi padre. Movía las manos y le gustaba hablar de muchas cosas, pero no tanto de sí mismo.

Jacques Derrida, en respuesta a un comentario sobre sus gestos, dijo que las personas que han vivido cerca del Mediterráneo mueven las manos cuando hablan.

Mi padre, Antonio Martín Guerra, No contaba de su vida joven, en la que había aprendido a ser él mismo viviendo en una casa de adobe, en soledad. Cuando una maestra de una escuela de campo le prestaba libros. De ese tiempo quedaron revistas y el deseo de que sus hijas, mujeres al fin, abrazáramos esa profesión.

Una amiga de la familia había sido diagnosticada con síndrome de Down y no lograba aprender a leer. Decidí estudiar una carrera que resolviera ese enigma. No sé si hubiera sido posible, porque no regresé al pueblo, cuando tomé otros caminos.

En el pensionado de la calle Sáenz Peña me encontré con una biblioteca maravillosa. A sugerencia de las Teresianas, religiosas consagradas sin hábito, rendí el ingreso libre en la carrera de psicología.

Indagué en los secretos de la inhibición intelectual en niñes y adolescentes, en las formas de pensar ancladas en lo colectivo, en las mentalidades. Escribí en un suplemento periodístico sobre los prejuicios que estigmatizan. La locura de mi tío siempre estuvo ahí como un misterio a desentrañar.

Escribí sobre los femicidios para intentar entender a los que matan a la mujer que dicen amar. Sobre la mentalidad que ha habilitado los abusos que hemos sufrido las mujeres desde todos los tiempos. El poder de los varones se sigue ejerciendo porque la mentalidad que instala la desigualdad se reproduce y se sigue repitiendo.

A la lista de temas que exploran en lo no dicho y lo no pensado se suman hoy las preguntas y los matices de mi transitar por el propio envejecimiento. A sus luces y sombras.

Quisiera contribuir a poner una nota diferente en la manera como somos miradas/os al hacernos mayores. Quisiera no ser solo un cuerpo que camina más lento o que tiene que ser operado. Quisiera encontrar ternura en los modos en que soy y seré tratada.

¿Es correcto escribir sobre mí? ¿No sería, como se planteaba Gustav Jung cuando hablaba de sus sueños, algo así como vender su propia casa? Lo decía cuando investigaba la relación del inconsciente con el arte, con los sueños, con las imágenes. Desde el inconsciente que enlaza lo que somos cada uno/a en lo individual, buscó los arquetipos del mundo colectivo.

Escribo para no renunciar al intento de procurar dar a esta etapa de la vida cierta moldura propia, aun desde un cuerpo que va teniendo signos de deterioro.

Me digo, en respuesta a mi propia pregunta, que mi modo de envejecer no será muy distinto al de los demás. Por eso mismo, me respondo, aun desde lo que han sido los colores de mi trayecto, lo que escribo desde mí podría echar luz sobre lo que les pasa a otras y otros.

Fernando Pessoa comparaba la escritura con la acción de desenredar el hilo de una madeja. Me gusta la imagen, aunque no me conforma del todo porque la expresión no da lugar a la manera como nos afectan las relaciones con otras y otros. En mis escritos, y antes en mi trabajo, siempre estuve atenta a ver de qué manera los hilos que van y vienen se entraman en lo social.

La vejez, como cualquier otro estado en la vida, está atravesada por cómo somos vistos y tratados por los demás. Por el lugar en que nos ponen. Quisiera contribuir al reconocimiento de que, aun con remedios y pañales, seguiremos siendo personas. Para que este tiempo de vida no se convierta en un tiempo de menosprecio.

Una amiga barre cada mañana la humedad que cae al piso desde la pared de su sala. Como ella, no quiero alardear de mis manchas, pero quiero reconocerlas y verlas con buenos ojos. Podrían tener formas interesantes, como aquellas de las que hablaba Juana de Ibarbouru en aquél libro que leíamos en la escuela. Las manchas podrían despertar la imaginación.

He necesitado tesón para llevar adelante este texto, pero así es esto de escribir. Requiere de tesón movilizado al borde de la pasión, de la obligación propia, del deseo, y de los miedos.

Mi padre decía, en relación a mi carácter, que era como si golpearas a una mesa, pero no en cualquier lugar, sino en el lugar donde se encastra la pata. A la vez que lo decía señalaba el lugar preciso en la mesa de la cocina: una mesa de campo, bien resistente. Lo decía riendo, con gesto y palabras amigables. Hoy reconozco resonancias ambiguas en esas palabras, que podrían haber connotado la habilitación con cierto malestar.

Un rasgo de carácter da para las dos cosas: la persistencia podría ser ventajosa, aunque también llevar al encierro en tu posición. Sara Ahmed alude al tesón cuando dice, acerca de las mujeres, que se trata de hacerte dueña de tu camino y de obrar en consecuencia. De eso se trata el relato les he anticipo.

El texto se divide en tres partes: en la primera me enfoco en el efecto disruptivo que tuvo la enfermedad en el momento en el que había vendido mi casa en la que había vivido más de treinta años y me había mudado a un departamento en el centro. Los textos hablan de este tiempo, de las dolencias, de los sentires y de mi manera de afrontarlos.

En la segunda parte me conecto con aspectos de mi historia que pudieron contribuir a formarme en términos de saberes y de acciones. Hablo, sobre todo, de las actividades que me hicieron encontrar salidas. Hablo de espacios y de tiempos, de presencias y de ausencias. De apegos y de despedidas. De palabras escuchadas y de lecturas.

En la tercera parte relaciono las dos anteriores para dar lugar a lecturas más actuales, que en el presente que me acompañan en mis intentos por dar sentido a mi vida.

Hablo de mis intentos por recuperar el movimiento para la salud del cuerpo y para el lograr la sensación de estar bien. La salud del cuerp0 en mi caso se asocia a lo que llamo “jardines inventados”, para decir de un mundo paralelo al de los hechos reales.

Quiero agradecer a Sol Riscosa y a Soledad Massolo por la primera lectura de este manuscrito. Sus aportes me permitieron dar contorno a lo subjetivo desmadrado, y así poder continuar.

Agradezco a la filosofía, porque a través de sus autores pude concebir al sujeto como alguien en devenir. La noción de devenir resquebraja la consabida frase que sigo escuchando cuando se habla de una persona: “–X…es así! Pasé mi vida como psicóloga tratando de cuestionar esa frase, que da carácter de ser total a quien es o fue juzgado a partir de ciertos hechos.

La noción de devenir da cabida a los cambios posibles, a las influencias, a la posibilidad de que nos autoconstruyamos. El devenir es esperanzador.

Parte I

1. Alas plegadas

“Un abrir se abrió.

Como todo tajo abre nada, una nada que sin él no es, no hubiera sido (…)”.

Hugo Mujica1

Cuando estás enferma, el mundo se cierra a todo lo demás. Te cuesta seguir el hilo de las palabras de un texto, o dialogar sobre lo que te va pasando. Vivís en la desmesura, atravesada por miedos inesperados no sabés hasta qué punto se tocan con lo real.

Por necesidad o como refugio, todo parece ordenarse en torno al orden de las medicaciones a tomar. En escuchar las palabras de los médicos: no sabés bien si entendiste lo que quisieron decir. Dudás. Te preguntás si no están evitando decirte lo peor. ¿Cómo compartir lo que te pasa cuando estás habitada por fantasmas?

Los fantasmas temidos podrían llevarte a la locura. No querés angustiar a otres. No lo decís. Te acomodás y para eso ponés a raya lo imaginario que se sale de lugar. Te centrás en el diálogo correcto y hacés que la desmesura se desplace a un planeta que quisieras distante. Esa parte tuya que habitará en ese territorio paralelo

Aparecerá en cuanto pueda, como una verdad que pugna por hacerse presente. Podría ser desatada por una conversación cualquiera, por un relato o comentario ajeno. Para evitar ese riesgo, te volvés una suerte de puerco espín, te encapsulas.

La metáfora del puerco espín la dijeron otros para decir de cómo reaccionamos a veces ante los demás, en ese juego de ansiedad por estar cerca y el miedo a ser heridos. Nunca antes la había vivido tan dramáticamente.