Pablo: con el filo de la hoja - Víctor Casaus - E-Book

Pablo: con el filo de la hoja E-Book

Víctor Casaus

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Beschreibung

Se narran los acontecimientos que marcaron la vida del poeta, cronista y escritor Pablo de la Torriente, figura representativa del periodismo cubano. A partir de testimonios de amigos y familiares, se revisa su papel en la dictadura de Machado.

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Seitenzahl: 324

Veröffentlichungsjahr: 2019

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COLECCIÓN POPULAR

765

PABLO: CON EL FILO DE LA HOJA

VÍCTOR CASAUS

Pablo:con el filo de la hoja

Primera edición en español, 2019 [Primera edición el libro electrónico, 2020]

Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

D. R. © 2019, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios: [email protected] Tel. 55-5227-4672

D. R. © 2019, Universidad Iberoamericana, A. C. Prol. Paseo de la Reforma, 880; Lomas de Santa Fe, 01219 Ciudad de Mé[email protected]

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-6628-4 (ePub)ISBN 978-707-16-6503-4 (rústico)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

Seis notas para conocer (mejor) a Pablo

Con el filo de la hoja, otra vez

Los que hablan en este libro

Primeras palabrasInfancia, adolescencia 30 de septiembrePrimera prisiónLos muchachos en la calleSegunda prisiónDías tumultuosos Con el filo de la hojaRealengo 18Huelga de marzoOtra vez el exilioEspaña

SEIS NOTAS PARA CONOCER (MEJOR) A PABLO

Pablo es Pablo de la Torriente Brau que ahora llega hasta sus manos en este libro generoso e iluminador. Su vida recorrió estos puntos de la geografía global: Puerto Rico, Cuba, Estados Unidos (Nueva York) y España. En cada uno dejó huella perdurable y proyectó memorias que llegan hasta nuestros días en sus papeles, en sus pasiones y acciones, en su humor inderrotable.

Aquí están las notas. Aquí está la historia que se narra, se cuenta, se vive en las páginas que siguen.

NOTA 1

Miembro de línea de la Real Academia de Fútbol Intercolegial del Club Atlético de Cuba. […]. Decano de la Sociedad de Empleados del Bufete Giménez, Ortiz y Barceló, en comisión al servicio del doctor F. Ortiz. Mecanógrafo de mérito. Taquígrafo graduado. Alumno de dibujo de la Escuela Libre dirigida por el pintor Víctor Manuel y domiciliada en cualquier café de La Habana. Ex redactor anónimo de periódicos desconocidos. Socio de Pro Arte Musical. De la Hispano Cubana de Cultura. Del Centro de Dependientes y de Gonzalo Mazas, etc., etc. Confieso que después de ver cuánto título tengo, yo mismo me asombro de ser tan perfectamente desconocido.

Con estas palabras se presentaba en el prólogo de Batey, en 1930, el hombre que estamos conociendo aquí, Pablo de la Torriente Brau. El año 1930 marcaría efectivamente una fecha clave en su vida. Batey, el libro de cuentos escrito a cuatro manos con su amigo Gonzalo Mazas, apareció a finales de febrero. Meses después, exactamente el 30 de septiembre, Pablo entraría de lleno en la lucha política popular con la misma pasión y el mismo dinamismo que había desplegado en su práctica constante del deporte. A partir de entonces se produciría un acelerado proceso de maduración profesional, política y humana. Seis años más tarde, cuando cayera en Majadahonda, no sería aquel desconocido perfecto que su humor describiera en el prólogo de Batey: por el contrario, había dejado un rastro de imaginación y audacia en la acción y las letras de su tiempo, el mismo que nos lleva hoy a evocar los ecos actuales de sus palabras.

NOTA 2

Nacido en San Juan, Puerto Rico, el 12 de diciembre de 1901, Pablo recibió desde muy temprano las enseñanzas esenciales de su abuelo, Salvador Brau, periodista y hombre de letras, de austera y digna trayectoria personal. Los antecedentes familiares, mantenidos vivos en el seno del hogar, ayudaron sin duda a formar el carácter de aquel joven inquieto y audaz, soñador y valiente.

Raúl Roa, su hermano entrañable, al que conoció una tarde en la azotea del bufete de Fernando Ortiz en La Habana, nos dejó su imagen instantánea: “era un mocetón alto, de musculatura atlética, pelo oscuro, frente dilatada, voz grave, mentón altivo, sonrisa franca, mirada diáfana y jocundo talante”. Aquella tarde precisamente Roa invitaría a Pablo a participar en la manifestación del 30 de septiembre. A partir de ese día, combates, cárceles, polémicas, exilios, unieron las vidas de estos hombres en una medida tal que resulta prácticamente imposible recordarlos por separado. El propio Roa definió después la magnitud íntima y ejemplar de aquel encuentro: “había conocido a un hombre entero y verdadero. Y había anudado, también, la más limpia, alegre y honda amistad de mi vida”.

Periodista en Alma Mater y en Línea, combatiente activo contra la dictadura de Machado en las filas del Ala Izquierda Estudiantil (AIE), Pablo conoció la represión y las cárceles. Al salir de una de ellas escribió las crónicas de sus 105 días preso, en las que su humor y su agudeza recrean una perspectiva testimonial profunda, humana y amena. Dicho bien y pronto: Pablo confirmaba su vocación de cronista apasionado de su tiempo y mostraba las posibilidades del periodismo moderno y audaz en la batalla por transformar la realidad.

Vista desde hoy, su obra periodística recorre el camino de las luchas de su tiempo, siempre en el borde delantero de los acontecimientos, y testimonia, al mismo tiempo, la vida de su autor. Pablo estuvo en Ahora —el periódico combativo y renovador surgido en la vorágine de la lucha revolucionaria— y el ahora de aquellos días convulsos, tensos, esperanzados y finalmente frustrados estuvo en Pablo. No hay mejor correspondencia entre una historia que se jugaba la posibilidad de una revolución verdadera y un periodista revolucionario verdadero. Ese profundizar y actuar en el Ahora es una de las enseñanzas mayores que Pablo nos deja para realizar un periodismo revolucionario activo, antirretórico, en dos palabras: periodismo vivo.

NOTA 3

Pablo fue congruente con ese ejercicio del periodismo en el que la habilidad y la pasión por el oficio se conjugaban con un firme sentido de la ética profesional. El periodismo fue su instrumento para denunciar de frente los crímenes del gobierno de Batista-Caffery-Mendieta.

Cuando el fracaso de la huelga de marzo de 1935 desata la mayor y más selectiva represión, Pablo tiene que marchar nuevamente al exilio para salvar su vida. En Nueva York funda, junto a Raúl Roa, Gustavo Aldereguía y otros compañeros, la Organización Revolucionaria Cubana Antiimperialista (ORCA), que trabajaría por la unidad de las fuerzas de izquierda, dramáticamente divididas por entonces. De nuevo el periodismo será el instrumento idóneo para Pablo: allí fundan el periódico vocero de la ORCA, que iba a llamarse al principio Guásima, “para redondear el símbolo”, pero que finalmente se llamó Frente Único, para subrayar los esfuerzos de integración de la izquierda. Al mismo tiempo, Pablo organiza en Nueva York el Club José Martí, que concentrará a los emigrados cubanos, se relacionará con otras organizaciones latinoamericanas y recaudará fondos para el funcionamiento de ORCA. En sus Cartas cruzadas puede corroborarse fácilmente la intensidad con que Pablo desarrolló esas actividades:

El periódico es nuestra arma y el Club es nuestra obra. […]. Ya yo no sé cuántas maravillas y milagros más intentar. Casi, dentro de poco, voy a creer en la existencia de Dios. Porque sólo él explica que cuatro muertos de hambre hayan sido capaces de dar mítines, fundar un Club, publicar manifiestos y sacar tres periódicos. El prodigio ha pasado a la categoría de cosa cotidiana.

NOTA 4

Junto a esos afanes en la lucha por la historia mayor, hay una historia más personal que puede rastrearse en sus Cartas cruzadas de entonces. Es la historia de la supervivencia en el exilio, donde el periodista extraordinario tiene que buscar (y, por lo general, no encontrar) empleo como camarero o limpia pisos de un restaurante. Quiero mencionarlo aquí —en este recorrido por su obra múltiple y su combativa vida— para reconocer también esos pequeños, cotidianos momentos en que la dignidad brilla formidable en sus cartas al contar una anécdota o putear a un miserable.

Este segundo exilio es un periodo particularmente tenso en la existencia de Pablo. Con el fracaso de la huelga de marzo de 1935, y luego la muerte de Antonio Guiteras y Carlos Aponte, se cancela ese ciclo de posibilidad revolucionaria. Las cartas de Pablo son el reflejo de aquel momento y muestran claramente su capacidad y audacia de análisis en aquellas circunstancias. Inmerso en esos instantes difíciles, participante audaz y analista brillante, Pablo reafirma en una de las cartas su posición ética, cuyo alcance, por su sinceridad y autenticidad, llega a nuestros días:

No tengo nunca miedo de escribir lo que pienso, ni con vistas al presente ni al futuro, porque mi pensamiento no tiene dos filos ni dos intenciones. Le basta con tener un solo filo bien poderoso y tajante que le brinda la intensa y firme convicción de mis actos. No me importa tampoco nada, equivocarme en política. Pienso que sólo no se equivoca el que no labora, el que no lucha.

Además de las cartas, particularmente numerosas, intensas y humanas en este periodo del exilio, Pablo escribe artículos que denuncian la situación en Cuba, llaman a la solidaridad con los revolucionarios y desenmascaran la presencia de Batista y del imperialismo en el panorama político cubano. Entre ellos se destaca por su intensidad, agudeza y hondura, “Hombres de la revolución”, que Pablo publicaría en El Machete, órgano del Partido Comunista Mexicano, en el primer aniversario de la caída de Guiteras y Aponte. Después de caracterizar la personalidad de su hermano el venezolano Carlos Aponte (“Fue un hombre de las avalanchas. Fue un turbión. Fue un hombre de la revolución. No tuvo nada de perfecto”), esbozó la dramática personalidad de Antonio Guiteras, una de las figuras más formidables e incomprendidas por las visiones esquemáticas de aquel periodo:

Tuvo, arrastrado por su fiebre, el impulso de hacerlo todo. E hizo más que miles. Y tenía el secreto de la fe en la victoria final. […]. Tuvo también defectos. El día del castigo no hubiera conocido el perdón. Era un hombre de la revolución. Tampoco tuvo nada de perfecto.

Ayudado por el arma del humor, Pablo resume su definición del héroe revolucionario, alejándolo de toda sospechosa canonización, reintegrándolo, en toda su grandeza, al sitio cotidiano y fundamental adonde pertenece: “Ellos fueron hombres de la revolución. Y ni me interesa, ni creo en el ‘hombre perfecto’. Para eso, para encontrar eso que se llama ‘el hombre perfecto’, basta con ir a ver una película del cine norteamericano”. Creo que los homenajes de evocación a Pablo —y otros y otras combatientes por la Revolución— alcanzan su dimensión más honda si los colocamos bajo su propia pupila, ajena a toda sacralización, e indagadora en los verdaderos valores que definen al héroe dentro de su complejidad enriquecedora.

NOTA 5

El 11 de abril de 1935 —a menos de un mes de llegar a Nueva York— ya escribe:

Y ahora, ¿qué hago yo? Pues te aseguro que soy el más útil de todos los emigrados revolucionarios. De Miami, en donde hay que vivir en repugnante consorcio con los machadistas, salí para el norte y aquí estoy haciendo propaganda, día por día y noche por noche, sobre el problema de Cuba. Mañana culmina esta propaganda en un acto que por primera vez se realiza en Nueva York. El barrio de Harlem, uno de los más populosos, decretará una huelga general, en apoyo de los trabajadores de Cuba […] He dado mítines en Brooklyn y en Nueva York y en todos hemos recogido dinero para los presos de allá. Y he escrito más artículos que cuando estaba en Ahora, de ingrata y grata memoria… Hasta para México y Canadá he escrito… Me da satisfacción ser útil y no cruzarme de brazos o recrearme en el chisme revolucionario.

La intensa actividad desplegada por Pablo que estas cartas ilustran de manera vívida y dramática, debe medirse, para tener una idea exacta de su grandeza y de su perseverancia, teniendo en cuenta el marco en el que Pablo se movió; rechazaba el exilio —y su expresión más concreta en su caso: la ciudad de Nueva York— por diversas razones que afloran constantemente en su correspondencia. Por una parte, se trata del contraste evidente, golpeante, del paisaje físico. Pablo era —lo sabíamos por sus cuentos, por sus artículos periodísticos— un amante fiel de la naturaleza, y de la naturaleza cubana en particular. Raúl Roa ha recordado muchas veces cómo, entre otras disciplinas, le interesaba a Pablo la botánica; y sus referencias al paisaje de la casa de Punta Brava, su conocimiento de las variedades de frutas que allí sembraba o planeaba sembrar, su nostalgia por “esa transparencia emocionante” de Cuba, confirman que para él “no hay ciudad como la de la naturaleza”. Pero ésta era la ciudad que el exilio le ofrecía:

Siempre llovizna; siempre frío; siempre humo en la boca, en la nariz… ¡humo por todos los orificios! Es una mierda esto […] Hay una humedad sucia y pegajosa que pone de mal humor y triste. Hay veces que estoy aburrido sin saber por qué… ¡En resumen, que no cambio el Empire, por un bohío en las lomas del Realengo!

Este rechazo al aspecto físico, geográfico del exilio, está expresando también, por supuesto, la existencia de otro, enraizado en el régimen social que domina ese paisaje y los hombres que lo pueblan. Pablo lo conoce bien cuando llega a este segundo exilio, porque antes, en 1933, ha pasado cinco meses como emigrado revolucionario en la misma ciudad, en las mismas condiciones, en la misma lucha. Por eso no pasan dos meses antes de que escriba a sus colegas periodísticos Kiko y Funcasta:

Este país es cada día más terrible […] No hay a quien no le conozcan la edad, el nacimiento, las actividades y hasta los pensamientos. Y, como un prudente aviso, me dijeron que aquí no podía hacer propaganda ninguna en contra del gobierno de Cuba “porque este gobierno era amigo de Batista”… Por eso la prensa de aquí trata de bandidos a los revolucionarios muertos.

Pablo sufre y describe violenta, crudamente, lo que significa ese exilio para los revolucionarios cubanos (“Esto es marte para nosotros. Lengua confusa; modos de vida diversos; escenarios de acero; indiferencia insolente; pobreza de espíritu sólo comparable con la riqueza de los números”), pero también es testigo de lo que esa sociedad deshumanizada del imperio, “esa capital del odio [que] todo lo corrompe”, significa para el propio pueblo norteamericano:

Y todo un pueblo, tan preocupado del tiempo, que el tiempo le pasa por encima sin dejarle nada; que es igual siempre, con un ritmo de ganado en marcha, porque así interesa a los que son “distintos”, a los que pueden permitirse el lujo de ser “distintos”, ya que obligan a todos los demás a ser tan iguales…

Pablo escribe desde la experiencia vivida. No es el exiliado político también al uso en aquellos tiempos que tiene resueltos, con creces, los problemas fundamentales de la existencia. Así nos lo cuenta desde una de sus impactantes cartas del exilio:

He trabajado en factorías; he vendido por las calles y he trabajado en los restaurantes. No puedo negar que esta vida dura y miserable ha infiltrado en mí un odio torpe que, a veces, se escapa sobre las férreas concepciones políticas, y rebosa en mis opiniones. Admito que es un error grave. La reacción debe ser la contraria —lo es casi siempre— y admitir que si la estupidez y la estolidez alcanzan aquí sumas astronómicas ello es precisamente por causa de una organización social en cuya heráldica campean la máquina trituradora de hombres y el chorro de sangre y el chorro de sudor…

Las cartas de Pablo son también, en otro sentido, el testimonio de su supervivencia: el drama de la búsqueda de trabajo recorre estos papeles, aparece en un comentario amargo aquí, en una frase humorística allá, se resuelve momentáneamente para surgir dos meses —15 cartas— después, tan acuciante como el primer día. En breve, se hace evidente que los oficios que Pablo domina y en los que ha trabajado durante años, resultan posibilidades completamente nulas en las condiciones del exilio.

El periodismo revolucionario —del que fue activo realizador y renovador constante— está prohibido en Cuba. Los intentos de colocar crónicas en Carteles y Bohemia fracasan en la medida en que los contenidos de los trabajos asustan a las jefaturas de redacción o a los directores. A veces, incluso, llegan a pagarle alguna crónica —cinco pesos por ella—, sin que sea publicada. Pero para este periodista completo, para este creador relampagueante frente a la máquina de escribir, para este hombre que —como ha dicho Raúl Roa— “escribía naturalmente, como sudaba o respiraba”, la vocación de poner en letras y palabras sus pensamientos y sus sentimientos estaba más allá de las contingencias económicas, de las censuras. Vista a la luz de tales dificultades, la labor periodística y literaria de Pablo en el exilio evidencia la fuerza indetenible de su vocación y la entereza de su voluntad creadora.

Escribió cuanto pudo —y pudo mucho— y sobre todo fue un agitador constante y tenaz por medio de sus papeles. Sus cartas son, a la vez, narradoras de esas cualidades y ejemplo de ellas. El periodismo quedaba como arma. Para ganar el dinero necesario a la supervivencia tuvo que realizar otros trabajos. Esto no era asunto nuevo para Pablo, que en el primer exilio había vendido helados por las calles de Nueva York, pregonando en su siempre deficiente inglés “¡cold cream, cold cream!”, en lugar de “¡ice cream!”, como ha contado alguna vez, burlándose de su incapacidad para dominar el idioma “de estos salvajes”. Pasada por el tamiz de su inderrotable sentido del humor, la experiencia no pierde, sin embargo, su demoledora enseñanza: ésas son las reglas del juego de una sociedad que no acepta otro talento que el de los sumisos.

NOTA 6

Desde el exilio neoyorquino Pablo partiría como corresponsal a la Guerra Civil española en septiembre de 1936. Él mismo ha contado cómo lo asaltó esa idea en el gran mitin antifascista de Union Square: “Desde entonces, el gran bosque de mi imaginación está incendiado y el resplandor glorioso ilumina hasta los remotos confines de mi vida, hasta los tres horizontes, de ayer, de hoy y de mañana…”

España será el momento más alto de la trayectoria de Pablo. Ahí están, para confirmarlo, las formidables cartas y crónicas reunidas después de su muerte bajo el título de Peleando con los milicianos. En poco más de dos meses Pablo escribió esos textos que transcendieron, por su agudeza y profundidad humana, aquel momento específico, y han quedado, sin duda, entre los más altos exponentes del quehacer testimonial en nuestra literatura y también en la del continente.

Pablo que asiste “a la vida con la misma avidez” con que va al cine, vive y revive en las calles del Madrid asediado los hitos de su memoria combatiente:

Ahora las manifestaciones tienen un sello especial. Sobre ese cielo limpio y fino, que parece el cutis de una muchacha azul, brilla una luna que casi parece la de la bahía de La Habana, donde la tanta luz no deja dormir a los tiburones. Las manifestaciones recorren las calles bajo esa luna, y tiene algo de fantástico el desfile de los rostros serios, barbudos o imberbes, iluminados por la lívida luz transparente, con ese modo de marchar a la española en el que lo importante no es el paso, como en los alemanes, sino la decisión de los brazos que enérgicamente cruzan el pecho, con el puño cerrado, hasta llevarlo al hombro.

El hombre que ve y narra con agudeza y color esas manifestaciones ha sido cronista y participante de actos similares. En una de aquellas movilizaciones de estudiantes habaneros —que el lenguaje popular bautizaba sonora y sabiamente como “tánganas”— había estrenado su vocación de luchador social el 30 de septiembre de 1930. Aquél había sido el año de su iniciación política y de su carrera literaria: la calle Infanta y el libro Batey, de portada rojinegra y cuentos imaginativos, podrían ser los símbolos de ambas aproximaciones que desde entonces se fundieron espléndidamente en la vida de Pablo.

Vida, por otra parte, de una intensidad impresionante: estamos ahora con él, contemplando esas manifestaciones, faltan sólo escasos tres meses para su muerte en los alrededores de Madrid y se maravilla uno de pensar que la parte más intensa y fecunda de su vida y de su obra ha transcurrido en los últimos seis años. De esa intensidad, de los acontecimientos históricos y personales por los que atravesó su acción y su palabra, viene, sin dudas, este párrafo macizo, tomado de la crónica “We are from Madrid”:

Yo he vivido demostraciones del primero de mayo en Nueva York. Yo he visto los mítines de Union Square y los del Madison Square Garden. Yo he visto las demostraciones populares de La Habana, en contra de la presencia de los acorazados americanos en aguas cubanas. He visto a un hombre bajo el paroxismo revolucionario, disparar con su revólver contra los barcos de guerra yanquis, en la bahía de La Habana. He visto a un hombre, bajo el pánico, huir del linchamiento de una multitud justamente furiosa. He visto la cara de un policía acobardado delante de mí. Y he visto sonreír a un compañero moribundo. Mi memoria es un diccionario de recuerdos indelebles.

A esos recuerdos comenzarían a pertenecer, por derecho propio, las imágenes de las calles madrileñas. “Algún día nos emocionaremos recordándolas”, escribe Pablo a un amigo en carta del 24 de octubre, proponiendo un ejercicio de la memoria que ya no podrá cumplir. Pero igualmente evoca aquel momento en que comienza un crepúsculo largo, bello, pendiente, de una profundidad tirante como un arco, sin la exuberancia cromática y fulminante de nuestras tardes inolvidables, pero lleno de majestad y grandeza.

A esa hora se van agrupando las mujeres y los hombres, engrosando las filas, cantando sus canciones, y en la sombra ya de la noche, con los faroles cubiertos de azul oscuro, los manifestantes se van a disolver por los barrios, cuando los estandartes rojos son ya negros, como la sangre que se ha puesto vieja. No creas, el pueblo es siempre emocionante para mí.

Dos meses después de su llegada a la península, en los alrededores del Madrid asediado, Pablo decide convertirse en comisario político de las fuerzas que defienden la República luchando contra el fascismo.

Por lo pronto, mi cargo de comisario de guerra, acaso sea un error desde el punto de vista periodístico, puesto que tengo que permanecer alejado de Madrid más tiempo del que debiera, pero, para justificarme plenamente, comprenderás que en estos momentos había que abandonar toda posición que no fuera la más estrictamente revolucionaria de acuerdo con la angustia y las necesidades del momento.

Nunca he visto en esa decisión una renuncia al periodismo o a la literatura, sino una nueva forma de asumirlos: de ahí su grandeza. Cientos de voluntarios cubanos marcharían a combatir junto al pueblo español siguiendo el temprano ejemplo internacionalista de Pablo.

A partir de su trabajo como comisario político, Pablo conocería a otro hombre que vivía también esa pasión doble, esa angustia necesaria compartida entre la palabra y el hacer.

Descubrí un poeta en el batallón, Miguel Hernández, un muchacho considerado como uno de los mejores poetas españoles, que estaba en el cuerpo de zapadores. Lo nombré jefe del Departamento de Cultura, y estuvimos trabajando en los planes para publicar el periódico de la brigada y la creación de uno o dos periódicos murales, así como la organización de la biblioteca y el reparto de la prensa. Además planeamos algunos actos de distracción y cultura.

Así nos da Pablo la noticia, en una carta fechada el 28 de noviembre de 1936, en Alcalá de Henares. La carta es más bien extensa y la noticia, dentro de ella, ocupa solamente el espacio que los múltiples, tensos acontecimientos de la guerra y de la vida del cronista le dejaron. Pero, en su sencillez, anuncia la amistad que unió, en el fragor de aquellos días, a estos dos hombres.

Miguel Hernández relató, por otra parte, su primer encuentro con Pablo, en una entrevista que le hiciera el poeta cubano Nicolás Guillén en 1937, pocos meses después de la muerte del cronista en Majadahonda:

Conocí a Pablo en Madrid, una noche en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, esperando yo a María Teresa León, que no venía. Recuerdo que fue en septiembre del año pasado. Esa noche, recién amigos, bromeamos como antiguos camaradas. El sentido humorístico de Pablo era realmente irresistible. Quien estaba a su lado tenía que reír siempre, siempre, porque él sabía encontrar como pocos el costado grotesco de las cosas más solemnes. Y lo hacía con una originalidad y una fuerza... Yo le quise mucho. Después de aquella noche que les digo, nos separamos durante varios meses. Nos volvimos a encontrar en Alcalá de Henares, a pesar de que habíamos estado juntos, sin saberlo, en los combates de Pozuelo y Boadilla del Monte. “¿Qué haces?”, me preguntó alegremente al abrazarme. “Tirar tiros”, le contesté yo riéndome también. Pablo era entonces comisario político del Batallón del Campesino. Me ofreció hacerme también comisario de compañía, con lo que ya estábamos juntos otra vez Pablo y yo.

“Toda la guerra se ha hecho para que el cine dé cuenta de ella.” Así terminó caracterizando Pablo la relación activa, perteneciente, que encontraba entre los acontecimientos violentos, terribles, grotescos o valerosos de la guerra, y el arte que podría darle rostro, emoción y movimiento. Por ello mismo les propongo terminar estas notas con la imagen de Pablo, libreta en ristre y chaqueta de cuero, en una torre de Buitrago, mirando a la cámara, probablemente bajo el sol de 1936, y en el fondo (y en la superficie de estos días que ahora vivimos) la voz de Miguel Hernández diciendo, en el cementerio de Chamartín, y en la Gran Vía madrileña, y en la Peña del Alemán, y en la Rambla de Barcelona y en el subway de Nueva York y en la ciudad de San Juan y en las piedras de La Habana, los cuatro versos finales de su “Elegía Segunda”:

Ante Pablo los días se abstienen ya y no andan.

No temáis que se extinga su sangre sin objeto,

porque éste es de los muertos que crecen y se agrandan

aunque el tiempo devaste su gigante esqueleto.

VÍCTOR CASAUS

CON EL FILO DE LA HOJA, OTRA VEZ

Pablo: con el filo de la hoja se publicó por primera vez en 1983, después de haber ganado el Premio de Testimonio UNEAC en 1979. Este libro es hermano legítimo del documental Pablo, que filmamos en 1977 en el ICAIC y fue estrenado al año siguiente. Muchas de las voces que aparecen en el libro pueden ser también escuchadas en el filme que recorre —mezclando el presente de los testimoniantes con el pasado de la historia y los materiales de archivo con las reconstrucciones— la vida y la obra de Pablo.

Pero el libro tiene, sin dudas, una vocación cinematográfica propia, porque continúa el estilo testimonial que inicié antes, en 1970, con Girón en la memoria. Esta manera de construir el testimonio se basa en la utilización de un recurso expresivo que el cine desarrolló intensa y creadoramente: el montaje. La historia, o lo que se cuenta, no es llevada por un narrador único, ni es descrita en tercera persona por el autor. Aquí se mezclan —se contraponen o complementan— materiales de diversa procedencia: entrevistas a personajes / testimoniantes (como los he llamado desde entonces), recortes de prensa, fotos, dibujos, poemas encontrados, textos de obras ya existentes…

En este libro que ahora reaparece, uno de esos personajes / testimoniantes es el propio Pablo. Sus artículos, sus crónicas y sus cartas han sido las fuentes utilizadas para integrar su voz en este texto. No podía ser de otra manera. El lector encuentra, para su felicidad y asombro, que este hombre les está hablando desde las páginas del libro, aunque las palabras que componen esa conversación hayan sido escritas más de 70 años atrás. No habría elogio mayor que este asombro, sin dudas, para un periodista creativo, un comunicador eficaz, un cronista incesante.

Las voces que acompañan a Pablo en este discurso múltiple y único son, en la mayoría de los casos, las de sus hermanas y las de sus compañeros y compañeras de entonces, que conocieron de primera mano o participaron en las historias que integran la historia mayor de este libro. Muchas de estas voces, 26 años después de realizadas las entrevistas, ya no nos acompañan. Quiero dar las gracias a todos los que me ayudaron a construir esta narración testimonial mencionando, simbólicamente aquí ahora a Zoe, Ruth, Güiqui y Lía de la Torriente Brau y a Raúl Roa.

Además de prestar sus voces como personajes / testimoniantes, ellos pusieron a disposición del libro (y de la película) valiosos documentos y fotos de Pablo y de su época, que se unieron a las que encontré durante mis investigaciones en archivos y hemerotecas. La colección de papeles e imágenes reunida amorosamente por la familia del cronista es hoy, además, la base del Fondo Documental que organizamos en el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau.

El objetivo principal de esta nota es actualizar la información del prólogo de la primera edición, que se reproduce aquí. Quisiera terminarla con este comentario breve pero, para mí, como autor y como gente, casi imprescindible.

En diversas ocasiones, a propósito de mis trabajos cinematográficos o literarios sobre Pablo de la Torriente Brau, me han preguntado las razones de ese interés apasionado y sostenido por su figura y por su obra. Cuando creamos, 11 años atrás, el centro que lleva su nombre —por medio del cual trabajamos en el rescate de la memoria por medio del testimonio y la historia oral, al mismo tiempo que desarrollamos y sostenemos espacios para las artes plásticas, la nueva trova y el arte digital—, la pregunta de ¿por qué Pablo? ha aparecido con más frecuencia aún.

La respuesta que quiero compartir con ustedes brevemente ahora tiene que ver con mi vida de escritor y cineasta —es decir, con mi vida—.

Tiene que ver, sobre todo, con el momento en que descubrí, siendo un adolescente, las primeras letras de Pablo de la Torriente Brau. Eran textos rebosantes de agudeza y pasión, escritos en medio de la lucha de su época, salpicados de (buenas) malas palabras, irreverentes y transgresores (como se les llamaría en la jerga de nuestros días), ajenos a toda retórica, creadores, vivos. Aquel descubrimiento ocurría para mí a principios de la década de 1960 y en ese periodo intenso y complicado de formación personal que la primera juventud casi siempre supone.

Leyendo aquellos textos de Pablo, me hice dos preguntas que eran, en realidad, dos respuestas: ¿así que se puede ser escritor de esta manera?, ¿así que se puede ser revolucionario de esta manera?

A partir de esas dos preguntas (y las respuestas que las acompañan) pudieran escribirse un largo artículo, un minucioso ensayo, o hasta un libro de memorias, que incluso repasara la trayectoria de la vida de uno, trenzada, unida en articulación verdadera —y por ello, también, compleja, viva— con la época de transformaciones y destellos, victorias y reveses, luces y sombras, hallazgos, conmociones, necesidad de nuevas búsquedas, que nos ha tocado vivir. Pero ésta es sólo la nota de presentación a la reedición de un libro personalmente entrañable sobre una de las figuras históricas que más he admirado, con la que se han mezclado, entre el sueño y la realidad, muchas de las esencias, los matices, las certezas y los misterios de eso que llamamos, para entendernos, la vida.

De modo que aquí quedan, entre preguntas que responden, agradecimientos y homenajes, estas notas escritas con el filo de la hoja otra vez. Como siempre debe ser.

VÍCTOR CASAUS Agosto de 2007

LOS QUE HABLAN EN ESTE LIBRO

Con el filo de la hoja: así, aguda, ágil, relampagueante, pasa la vida de Pablo de la Torriente Brau —y con ella su época— por las páginas que siguen. Vida vivida plenamente, siempre en el borde delantero de los acontecimientos en que participaba y de los que resultaba apasionado y apasionante testigo, la de Pablo se funde paso a paso, página a página y año tras año, con su historia: con nuestra historia.

El mejor argumento para demostrar esa verdad puede encontrarse, precisamente, en la lista de los personajes / testimoniantes de este libro. Porque esa lista la encabeza justamente Pablo, quien, a través de sus letras —con el filo de la hoja— nos dejó su palabra, su acción, y la historia que vivió, y ayudó a hacer avanzar, en las luchas antimachadistas y antiimperialistas; en las cárceles por donde lo hicieron pasar; en los exilios que vivió y sufrió y fustigó con su ironía; en las tierras de España, comisario y cronista; siempre combatiente.

Pablo habla, como un personaje más aquí, con los textos tomados de sus libros, de sus crónicas y artículos periodísticos. Habla también en sus cartas memorables (Cartas de lejos; Cartas cruzadas); en Páginas de un diario que nunca concluyó; en su Cuaderno de guerra, donde están, de mano suya, escritas en la oscuridad, en medio de reuniones, discusiones en los parapetos o bombardeos, las notas que después darían vida a muchas de sus crónicas incluidas en Peleando con los milicianos.

Casi una veintena de personajes / testimoniantes acompañan, complementan, contrapuntean la voz de Pablo para hacernos avanzar en nuestra historia —es decir, en nuestra Historia—, a lo largo de un periodo tenso, encrespado, violento, que abarca el auge de un movimiento antiimperialista, el fracaso de una posibilidad revolucionaria, el estallido de una guerra —la de España— en la que el hombre sin fronteras que era Pablo fue a continuar la lucha, “a aprender, para lo nuestro después”.

Estos personajes / testimoniantes cuentan aquí los momentos de aquella historia que les tocó vivir junto a Pablo. Como se verá a continuación —en esta especie de pase de lista, según el orden de su aparición en el libro—, prácticamente todos los testimonios proceden de conversaciones grabadas, que la magia contemporánea y eterna del montaje luego fragmentó, ensambló, armó e hizo libro.

Detrás de las líneas que aquí anuncian la voz de Hermana, se encuentran Graciela (Güiqui), Zoe, Ruth y Lía de la Torriente Brau. A su casa llegamos una vez, hace ya algún tiempo, cuando comenzábamos a preparar la película Pablo, que antecedió en el tiempo a este libro. Desde entonces contamos con su constante cooperación; en conversaciones extensas sobre su hermano salieron a la luz los papeles que con tanta dedicación conservaron de aquella época: fotos, cartas inéditas, notas, manuscritos, originales de trabajos periodísticos, muchos de los cuales forman parte, ahora, de esta obra.

Ellas también sirvieron de guías a partir de las sucesivas conversaciones, para ir en busca de otros nombres, otras direcciones, otros teléfonos. Siguiendo esos hilos, esas calles, llegué, muchas veces con Mario Crespo —coguionista de la entonces futura película y, después, su asistente de dirección— a una casa, a una oficina, donde nos esperaba un nuevo testimoniante. Fue a través de las hermanas —como ya cariñosamente les decíamos— que conocimos a Gonzalo Mazas, autor junto a Pablo de Batey y su amigo cercano de fútbol y juventud, que también habla en este libro.

Raúl Martín se remontó a su propia infancia, en nuestras conversaciones, para buscar el hilo de su conocimiento de Pablo, que después se extiende —como todos los de estos personajes / testimoniantes— hasta muchos años después, en su caso hasta la misma guerra de España.

Conchita Fernández —Concha Espina entonces para Pablo— comenzó por recordar su llegada a finales de la década de 1920, con 16 años de edad y 90 libras de peso, al bufete de Fernando Ortiz, donde Pablo la esperaba para gestionarle un empleo y para presentarle, de paso, a un joven abogado llamado Rubén Martínez Villena.

Fue en aquel mismo bufete donde conoció a Pablo el hombre que guardó, a lo largo del tiempo, sus papeles inéditos, sus cartas; este amigo y hermano de entonces y de siempre: Raúl Roa, quien en interminables conversaciones —salpicadas de serpenteantes digresiones sobre aquella y esta época, de las que fue protagonista activo y nervioso testigo— revivió tanto momento importante, tanta anécdota y tanto análisis, que ahora están aquí, con el filo de la hoja, perfilando certeramente la vida y el tiempo de que habla este libro.

La contribución del compañero Roa para la realización de la película y del libro es inestimable. El aliento constante al proyecto de realizarlos; la confianza depositada al entregarnos tantos valiosísimos papeles de Pablo —entre ellos, su formidable correspondencia del último exilio, sus cartas cruzadas—; y, sobre todo, la experiencia insustituible que significó asistir, en su palabra zigzagueante, a muchos de aquellos acontecimientos, constituyeron un fecundo privilegio, cargado de nuevos compromisos, en nuestra vida revolucionaria.

Isidro Figueroa y José Sanjurjo, participantes de la histórica “tángana” del 30 de septiembre de 1930, nos acompañaron en ese escenario, y en otros, como los del Presidio Modelo, para contar sobre los mismos lugares, sus experiencias vividas junto a Pablo. Dirigente obrero entonces, el compañero Isidro fue el símbolo de la unión de los trabajadores y los estudiantes en aquella acción revolucionaria, que marcó el principio de la batalla contra la tiranía machadista.

De Sanjurjo conocimos primero su nombre, citado en la crónica de Pablo. Allí en Infanta, aquel 30 de septiembre, libró desigual combate con un policía: mientras éste lo atacaba con su tolete, Sanjurjo lo amenazaba con un periódico enrollado, haciéndole creer que adentro llevaba una cabilla. En los días que realizábamos la investigación para la película, un compañero lo conoció por casualidad, en una guagua, y vino a contarnos: tenía su número de teléfono y era capitán del Ministerio del Interior. Sanjurjo llevó su palabra gruesa y aquella risa con la que casi llegaba a ahogarse en medio de cualquier anécdota, a la playa del Columpo, en Isla de Pinos, por donde desembarcaban los presos que iban hacia el Presidio Modelo, camino que él recorrió con el grupo que siguió al de Pablo. Con su uniforme verde olivo era el símbolo visible y evidente de lo que las vidas de estos testimoniantes afirman: la continuidad de aquella lucha, en la lucha y los triunfos de hoy.

A Manuel Guillot lo asaltamos un día, sin previo aviso, a mano armada de grabadora, en su casa de la Plaza Hanoi, de Sancti Spíritus. El “hombre-grito” —como lo llamó Pablo en sus crónicas de la cárcel— nos contó entonces —y sobre todo después, en las sucesivas conversaciones y filmaciones que realizamos— acerca de la humanidad tremenda de aquel compañero suyo que ahora recordábamos, y de las cosas de la cárcel, y de la muerte de Guiteras y Aponte, que conocieron juntos, ya en el exilio; todo con esa voz grave y elegante, donde pueden imaginarse, fácilmente, sin embargo, los gritos de entonces.