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SHERRYL WOODS

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Beschreibung

Un trío de ases de Sherryl Woods que no puede faltar en tu biblioteca. Desde el corazón Maddie Townsend vivía en un pueblo llamado Serenity, pero en su vida no había habido ninguna paz desde que había acabado su matrimonio. Como madre y ama de casa no se sentía cualificada para ningún trabajo. Tenía un hijo de catorce años que de pronto se negaba a hablar, una hija de seis años con el corazón roto, un ex marido a punto de tener un hijo con su joven novia y dos amigas que la creían capacitada para ayudarlas a abrir un gimnasio y spa para mujeres. Pero si creía estar sumergida en el caos, eso no era nada comparado con lo que ocurriría cuando descubriera que el entrenador de su hijo sentía algo por ella, algo que todo el pueblo desaprobaba abiertamente. Maddie se había enfrentado a muchos desafíos con fuerza y resolución, pero quizá Cal Maddox fuera demasiado para ella. Claro que quizá fuera el único hombre capaz de ayudarla a encontrar la serenidad… El rincón de Ryan Cinco hermanos separados en la infancia, reunidos por el amor. Ryan Devaney había sido abandonado por sus padres y separado de sus hermanos en la infancia, por eso no permitía que nadie se acercara a él. Hasta que un día, la vivaz Maggie O'Brien entró en su pub irlandés y declaró la guerra a la muralla de hielo que rodeaba su corazón. Ryan decía que no creía en el amor, pero la ternura y la sonrisa de la bella pelirroja templó su espíritu helado y despertó sueños olvidados… como el deseo de buscar a los hermanos que había perdido. Maggie lo había retado, ¿se atrevería él a creer que existían los finales felices? Un futuro compartido Los sueños de un hogar y una familia perseguían a Heather Donovan cuando se instaló en Chesapeake Shores. Los cálidos brazos del bullicioso y entrañable clan O'Brien los acogieron a ella y a su hijo, aunque esto hizo que Connor O'Brien, el padre de su hijo, se distanciara de ella.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack 71 Sherryl Woods, n.º 71 - septiembre 2015

I.S.B.N.: 978-84-687-6192-3

Índice

Créditos

Índice

Desde el corazón

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

El rincón de Ryan

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Un futuro compartido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Epílogo

1

Maddie fijó la vista en la superficie de caoba que se extendía entre ella y el hombre que había sido su marido durante veinte años. La mitad de su vida. William Henry Townsend y ella se hicieron novios en el instituto, en Serenity, California, y se casaron antes de terminar la universidad porque no podían esperar más para comenzar su vida en común.

Después de graduarse, Bill había comenzado la carrera de Medicina, y durante el tiempo que duraron sus estudios, Maddie trabajó de bibliotecaria, dejando a un lado su graduado en negocios para poder mantenerlos económicamente a los dos. Y después habían llegado sus tres hijos: Tyler, atlético y extrovertido, que tenía dieciséis años, Kyle, el más bromista, de catorce, y su bendición sorpresa, Katie, que acababa de cumplir seis.

Tenían una vida perfecta en la casa familiar de los Townsend, un edificio histórico situado en el barrio más antiguo de Serenity, rodeados de parientes y amigos. La pasión que habían compartido una vez quizá se hubiera enfriado ligeramente, pero eran felices.

Al menos, eso pensaba Maddie hasta el día, pocos meses antes, en que Bill la había mirado después de la cena, con una expresión distante, y le había explicado calmadamente que se iba de casa a vivir con su enfermera de veinticuatro años, que ya estaba embarazada. Era una de aquellas cosas que ocurrían, según él. Nunca había pensado que dejaría de estar enamorado de Maddie, y mucho menos que se enamoraría de otra mujer.

Al oírlo, Maddie se había reído. Estaba segura de que su inteligente Bill, que era un hombre bueno, era incapaz de caer en un cliché tan patético. Sólo cuando se dio cuenta de que la expresión distante de su rostro no se alteraba, se dio cuenta de que él hablaba completamente en serio. Cuando la vida había tomado un camino cómodo y apacible, el hombre al que había querido con toda su alma la había cambiado por un modelo nuevo.

Aturdida, incrédula, Maddie había permanecido sentada a su lado mientras Bill les explicaba a los niños lo que iba a hacer y por qué. Omitió el pormenor de que tenían un nuevo hermanito en camino. Luego, sin salir de su asombro, lo había visto salir por la puerta.

Después de que él se marchara, Maddie había tenido que enfrentarse al estallido de furia de Tyler, al silencio extraño de Kyle y a los sollozos de Katie, mientras por dentro, ella sólo sentía un vacío helado.

Maddie también había tenido que hacer frente al golpe que se habían llevado sus hijos cuando habían sabido lo del bebé. Ella había tenido que disimular su ira y su resentimiento, todo en nombre de la buena maternidad, de la madurez y la paz. Algunos días, quería maldecir al doctor Phil y todos aquellos episodios en los que aconsejaba a los padres que pusieran por encima de todo las necesidades de los hijos. ¿Cuándo comenzaban a contar las suyas?

El día en que se vio sola ante la educación de sus hijos había llegado antes de lo previsto. Lo único que quedaba ya era plasmar los detalles del divorcio en el papel, escribir en blanco y negro el final de un matrimonio de veinte años. Ninguno de aquellos papeles mencionaba los sueños destrozados, el dolor. Todo quedaba reducido a decidir quién vivía dónde, quién conducía qué coche, la manutención de los hijos y qué cantidad recibiría Maddie de su marido en concepto de pensión conyugal hasta que pudiera mantenerse por sí misma o hasta que volviera a casarse.

Maddie escuchaba a su abogada argumentar con vehemencia sobre aquel último punto. Helen Decatur, que conocía de toda la vida a Maddie y a Bill, era una abogada divorcista de primera, con una sólida reputación en todo el estado. También era una de las mejores amigas de Maddie. Y cuando Maddie estaba demasiado cansada y demasiado triste como para luchar por sí misma, Helen lo hizo por ella. Helen era una barracuda cuando la situación lo requería, y Maddie nunca había sentido más agradecimiento por ello.

—Esta mujer trabajó para ayudarte a que hicieras la carrera de Medicina —le dijo Helen a Bill—. Dejó a un lado una prometedora carrera profesional propia para criar a tus hijos, llevar tu casa, ayudarte a gestionar tu oficina y a apoyarte en tu ascenso en la comunidad médica de Carolina del Sur. El hecho de que tengas una buena reputación más allá de Serenity se debe a que Maddie trabajó mucho para que pudiera suceder. Y ahora, ¿de verdad esperas que ella luche por encontrar un puesto en el mercado de trabajo? ¿De verdad piensas que en cinco años conseguirá proporcionarles a tus hijos el estilo de vida al que están habituados?

Pese a que Helen atravesó a Bill con una mirada que hubiera dejado marchito a cualquiera, él siguió demostrando una completa falta de interés en Maddie y en su futuro.

Entonces fue cuando Maddie supo que todo había terminado. Lo demás, la manera superficial en que le había confesado su infidelidad, el abandono, ninguna otra cosa había convencido a Maddie de que aquél era el final de su matrimonio. Hasta aquel momento, hasta que no hubo visto aquella mirada de indiferencia en los ojos castaños de su marido, no había podido aceptar que Bill no iba a recuperar el sentido común y que no iba a decirle que todo había sido un terrible error.

Hasta aquel momento se había dejado llevar porque estaba inmersa en la negación y en el dolor; sin embargo, todo cambió. Sintió una ira tan fuerte que se puso en pie:

—Un momento —dijo, con la voz temblorosa de indignación—. Me gustaría decir algo.

Helen la miró con sorpresa, pero la expresión de perplejidad de Bill le dio fuerzas para continuar.

—Te las has arreglado para reducir veinte años de nuestra vida a esto —le dijo, agitando ante su cara los papeles del divorcio—. ¿Y para qué? ¿Qué ocurrirá cuando te canses de Noreen? ¿También la cambiarás?

—Maddie —respondió él con tirantez—. Tú no sabes nada de mi relación con Noreen.

Maddie sonrió.

—Claro que sí. Es la de un hombre de mediana edad que quiere sentirse joven de nuevo. Creo que eres patético.

Con más calma, una vez que hubo expresado lo que sentía, Maddie se volvió hacia Helen.

—No puedo quedarme aquí. Acuerda lo que mejor te parezca. Él es quien tiene prisa.

Con los hombros erguidos y la cabeza alta, Maddie salió del bufete de abogados y se adentró en el resto de su vida.

Una hora más tarde, Maddie se había cambiado el traje por ropa deportiva y caminaba, bajo el sol de la mañana, hacia su odiado gimnasio. En aquel local el aire estaba impregnado de olor a sudor. Antiguamente, el gimnasio era una tienda de artículos de bajo precio. El suelo de linóleo amarillento era de aquella época, y las paredes no se habían repintado desde que Dexter había comprado el local, en los años setenta.

Como el paseo de un kilómetro y medio no había servido para calmarla, Maddie se subió a la cinta de correr y la puso a un ritmo que nunca había intentado mantener. Corrió hasta que le dolieron las piernas, hasta que las gotas de sudor se le mezclaron con las lágrimas que continuaban brotando molestamente de sus ojos sin que pudiera evitarlo.

De repente, una mano de manicura perfecta apareció ante ella, bajó el ritmo de la máquina y después la apagó.

—Pensamos que te encontraríamos aquí —le dijo Helen, aún vestida con su traje de trabajo, que irradiaba poder, y con sus carísimos zapatos de tacón de aguja.

A su lado estaba Dana Sue Sullivan, que llevaba unos pantalones cómodos, una camiseta impecablemente blanca y unas zapatillas de deporte. Era la chef y la propietaria del mejor restaurante de Serenity, Sullivan’s New Southern Cuisine.

Maddie bajó de la cinta con las piernas temblorosas y se enjugó el sudor de la cara con la toalla que le tendió Helen.

—¿Por qué habéis venido? —les preguntó a sus amigas.

—¿Y tú por qué crees? —respondió Dana Sue. Llevaba el pelo castaño oscuro recogido en una coleta, pero la humedad del ambiente ya le había liberado algunos rizos—. Hemos venido para ver si necesitas ayuda para matar a ese gusano que te ha abandonado.

—O a la descerebrada con la que piensa casarse —añadió Helen—. Aunque tengo mis dudas en recomendar el asesinato como solución, porque soy abogada y todo eso.

Dana Sue le dio un codazo en las costillas.

—No te ablandes ahora. Dijiste que haríamos cualquier cosa para que Maddie se sintiera mejor.

Maddie sonrió débilmente.

—Afortunadamente para vosotras, mis fantasías de venganza no llegan al asesinato.

—Entonces, ¿qué? —preguntó Dana Sue con fascinación—. Personalmente, después de echar a Ronnie de casa, quería que lo atropellara un tren.

—El asesinato es demasiado rápido —dijo Maddie—. Además, tengo que pensar en los niños. Aunque sea un gusano, Bill es su padre. Tengo que recordarme eso en los peores momentos para controlar mi genio.

—Por suerte para mí, Annie estaba tan enfadada con su padre como yo —dijo Dana Sue—. Supongo que es lo bueno de tener una hija adolescente. Ella también se dio cuenta de sus chanchullos. Creo que se dio cuenta incluso antes que yo. Estuvo en las escaleras de casa y aplaudió cuando lo eché.

—Está bien —las interrumpió Helen—. Por muy divertido que sea escuchar cómo comparáis las situaciones, ¿podríamos ir a hacerlo a otro sitio? Mi traje va a tomar un olor apestoso si no salimos pronto al aire libre.

—¿No tenéis que ir a trabajar? —les preguntó Maddie.

—Yo me he tomado la tarde libre —respondió Helen—. Por si querías emborracharte, o algo así.

—Y yo no tengo que ir al restaurante hasta dentro de dos horas —dijo Dana Sue—. ¿Cuánto puedes emborracharte en ese tiempo?

—A estas horas no hay un solo bar abierto en Serenity, así que creo que podemos olvidarnos de que yo me emborrache —señaló Maddie—. Aunque os lo agradezco.

—Tengo lo necesario para hacer margaritas en casa —dijo Helen.

—Y todos sabemos lo mucho que me afectan —dijo Maddie, estremeciéndose al recordar la fiesta de conmiseración que habían celebrado unos pocos meses antes, de improviso, cuando ella les había contado que Bill iba a abandonarla—. Creo que lo mejor será que me limite a tomar un refresco. Tengo que ir a recoger a los niños al colegio.

—No —replicó Dana Sue—. Va a ir tu madre.

Maddie se quedó boquiabierta. Su madre había pronunciado unas palabras cuando había nacido Tyler, y las había repetido regularmente desde entonces: nada de hacer de canguro. Durante dieciséis años, había cumplido aquella declaración de intenciones.

—¿Y cómo lo habéis conseguido? —les preguntó a sus amigas con admiración.

—Yo le expliqué la situación —dijo Dana Sue, encogiéndose de hombros—. Tu madre es una mujer muy razonable. No entiendo por qué tenéis tantos problemas.

Maddie podría habérselo explicado, pero le habría llevado toda la tarde. Toda la semana, en realidad. Además, Dana Sue lo había oído muchas veces ya.

—Bueno, entonces, ¿vamos a mi casa? —preguntó Helen.

—Sí, pero no a tomar margaritas —dijo Maddie—. Tardé dos días en recuperarme de las últimas que hiciste. Y mañana tengo que comenzar a buscar trabajo.

—No, no tienes por qué —dijo Helen.

—¿Eh? ¿Has conseguido que Bill pague una pensión alimenticia?

—Eso también —respondió Helen, con una sonrisita petulante.

Maddie observó atentamente a sus amigas. Estaban tramando algo. Estaba segura.

—Contádmelo —les ordenó.

—Hablaremos de ello cuando lleguemos a mi casa —respondió Helen.

Maddie se volvió hacia Dana Sue.

—¿Tú sabes de qué se trata?

—Tengo una ligera idea —respondió Dana Sue, con una sonrisa.

—Así que ha estado maquinando algo —afirmó Maddie.

No sabía muy bien qué pensar. Quería a aquellas mujeres como si fueran sus hermanas, pero cada vez que se les ocurría alguna idea, acababan teniendo problemas. Había sido así desde que tenían seis años. Maddie estaba segura de que ésa era la razón por la que Helen se había hecho abogada: porque sabía que las tres necesitarían en algún momento un buen abogado.

—Dadme una pista —les rogó—. Quiero poder decidir si echo a correr ahora mismo.

—Ni hablar —respondió Helen—. Necesitas estar más receptiva.

—No hay suficientes refrescos en el mundo para poder conseguirlo —replicó Maddie.

Helen sonrió.

—De ahí las margaritas.

—He hecho guacamole —añadió Dana Sue—. Y tengo una bolsa de nachos de los que te gustan, aunque creo que toda esa sal va a acabar matándote.

Maddie las miró y suspiró.

—Con vosotras dos maquinando a mis espaldas, algo me dice que estoy perdida de todos modos.

La dichosa margarita estaba lo suficientemente fuerte como para que Maddie frunciera los labios al probarla. Estaban en el patio de la casa de Helen, y cada una de las tres amigas ocupaba un cómodo diván. La humedad del ambiente, propia de Carolina del Sur, era muy intensa pese a que todavía estaban en marzo. Sin embargo, la suave brisa que mecía las ramas de los enormes pinos era suficiente para impedir que resultara agobiante.

Maddie tenía la tentación de lanzarse a la piscina azul turquesa de Helen, pero en vez de hacerlo, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Por primera vez en meses, apartó todas las preocupaciones de su cabeza. Más allá de la ira, no intentaba ocultarles nada a los niños, ni la pena ni el miedo, pero se esforzaba por mantenerlo bajo control. Con Helen y Dana Sue, sin embargo, podía ser ella misma, podía ser alguien muy dolido, una mujer que pronto estaría divorciada y que estaba llena de incertidumbre.

—¿Crees que está preparada para que le contemos nuestra idea? —murmuró Dana Sue a su lado.

—Todavía no —susurró Helen—. Creo que necesita terminarse esa copa.

—Os oigo —intervino Maddie—. Aún no estoy dormida ni inconsciente.

Dana Sue la miró y se volvió hacia Helen.

—Podemos decírselo —insistió—. No creo que vaya a endulzarse más de lo que ya se ha endulzado.

—Está bien —dijo Helen—. Allá va. ¿De qué llevamos quejándonos las tres durante los últimos veinte años?

—De los hombres —sugirió Maddie con sequedad.

—Además de eso.

—¿De la humedad de Carolina del Sur?

Helen suspiró.

—¿Te importaría ponerte seria un minuto? Del gimnasio. Llevamos quejándonos de ese gimnasio horrible toda nuestra vida.

Maddie la miró con desconcierto.

—Y no ha servido de nada, ¿no? La última vez que nos quejamos en serio, Dexter contrató a Junior Stevens para que fregara… una vez. El gimnasio estuvo oliendo a desinfectante durante una semana, y ahí quedó todo.

—Por eso. Por eso, Dana Sue y yo hemos tenido esta idea: abrir un gimnasio nuevo, limpio y agradable.

—Queremos que sea un lugar donde las mujeres puedan ponerse en forma y recibir mimos, y tomarse un zumo con sus amigas después del ejercicio —añadió Dana Sue—. También podríamos ofrecer masajes.

—Y queréis hacer esto en Serenity, con su población de cinco mil setecientas catorce personas —dijo Maddie con escepticismo.

—Quince —corrigió Dana Sue—. Daisy Mitchell tuvo una niña ayer. Y créeme, si hubieras visto últimamente a Daisy, sabrías que es la candidata perfecta para una de nuestras clases post parto.

Maddie observó a Helen con atención.

—Lo decís en serio, ¿no?

—Muy en serio —le confirmó su amiga—. ¿Qué te parece?

—Supongo que podría funcionar —respondió Maddie, pensativamente—. Dios sabe que el gimnasio de Dexter es asqueroso. No me extraña que la mitad de las mujeres de Serenity se nieguen a hacer ejercicio. Claro que la otra mitad no puede levantarse del sofá a causa de todo el pollo frito que han comido.

—Por eso también ofreceremos clases de cocina —dijo Dana Sue con entusiasmo.

—Deja que adivine: nueva cocina sureña —dijo Maddie.

—La cocina sureña no es sólo alubias nadando en mantequilla —dijo Dana Sue—. ¿Es que no os he enseñado nada?

—A mí sí, por supuesto —dijo Maddie—. Pero la mayor parte de la población de Serenity sigue disfrutando del pollo frito con puré de patatas.

—Y yo también —dijo Dana Sue—. Pero el pollo asado no está nada mal si lo haces bien.

—Estamos apartándonos del tema importante —dijo Helen—. Hay un edificio disponible en Palmetto Lane que sería perfecto para nuestros planes. Creo que deberíamos ir a echarle un vistazo por la mañana. Dana Sue y yo nos enamoramos de él a primera vista, Maddie, pero queremos tener tu opinión.

—¿Y para qué? Yo no tengo nada con qué compararlo. Además, ni siquiera sé lo que queréis en concreto.

—Tú sabes cómo hacer acogedor y agradable un lugar, ¿no? —le dijo Helen—. Después de todo, convertiste ese mausoleo de los Townsend en un lugar maravilloso.

—Exacto —dijo Dana Sue—. Y tienes sentido común para gestionar un negocio, de todo lo que ayudaste a Bill a establecerse.

—Sólo organicé su oficina hace veinte años —dijo Maddie—. No soy una experta. Si vais a hacer esto, tendréis que contratar a un consultor, planificar el negocio y hacer una estimación de costes. No podéis lanzaros de este modo a hacer algo así sólo por que no os guste cómo huele el gimnasio de Dexter.

—En realidad, sí podemos —insistió Helen—. Tengo suficiente dinero ahorrado como para dar la entrada por el edificio, además de cubrir los costes de equipamiento y de presupuesto para el primer año. Además, me vendrá bien desgravarme impuestos, aunque estoy segura de que pronto empezaremos a dar beneficios.

—Y yo también voy a invertir algo de dinero —dijo Dana Sue—, pero sobre todo, voy a invertir mi tiempo y mis conocimientos de cocina y nutrición para diseñar una pequeña cafetería y dar clases.

Las dos miraron con expectación a Maddie.

—¿Qué? —preguntó ella—. Yo no soy experta en nada, y no tengo dinero para invertir.

Helen sonrió.

—Tienes más de lo que piensas, gracias a tu fabulosa abogada, pero nosotras no queremos tu dinero. Queremos que tú seas la encargada.

Maddie las miró con incredulidad.

—¿Yo? Yo odio hacer ejercicio. Sólo lo hago porque sé que tengo que hacerlo —dijo, y se señaló la celulitis de las piernas—. Y ya vemos de lo que sirve.

—Entonces, eres la indicada para este trabajo, porque te esforzarás muchísimo para hacer que el gimnasio sea un lugar al que quieran acudir mujeres como tú.

Maddie negó con la cabeza.

—Olvidadlo. No saldría bien.

—¿Por qué no? —le preguntó Dana Sue—. Tú necesitas un trabajo. Nosotras necesitamos una encargada. Es una combinación perfecta.

—Es como un plan que habéis ideado para impedir que me muera de hambre —dijo Maddie.

—Ya te he dicho que no te vas a morir de hambre —dijo Helen—. Y además, vas a quedarte con la casa, que terminasteis de pagar hace mucho. Bill fue muy razonable cuando le expliqué bien las cosas.

—¿Qué cosas? —le preguntó Maddie.

—Por ejemplo, que el hecho de que vaya a tener un hijo con su enfermera podría tener un impacto muy negativo en Serenity, una ciudad conservadora y protectora de la familia —dijo Helen sin ningún remordimiento—. Quizá la gente no quiera llevar a sus niños a un pediatra que ha demostrado semejante falta de escrúpulos.

—¿Lo has chantajeado? —preguntó Maddie con asombro.

Helen se encogió de hombros.

—Prefiero pensar que lo he educado en el valor de unas buenas relaciones públicas. Hasta el momento, la gente no ha tomado partido, pero eso puede cambiar en un segundo.

—Me sorprende que su abogado haya permitido que te salieras con la tuya de esa manera —dijo Maddie.

—Eso es porque no sabes todo lo que sabía tu brillante abogada cuando entró en aquel despacho.

—¿Qué? —preguntó nuevamente Maddie.

—La enfermera de Bill tuvo una pequeña aventurilla con el abogado de Bill hace tiempo. Tom Patterson tenía sus razones para querer que Bill se viera entre la espada y la pared.

—¿Y eso no es una falta de ética? —preguntó Maddie—. ¿No debería haber rehusado el caso de Bill, o algo así?

—Lo hizo, pero Bill insistió. Tom le reveló su conexión con Noreen, pero Bill continuó insistiendo. Pensó que la aventura que Tom había tenido con ella haría que él entendiera mejor su ansiedad por comenzar una nueva vida con ella. Lo cual demuestra que, en lo referente a la naturaleza humana, el que pronto será tu ex marido no tiene ni idea.

—Y tú te has aprovechado de todos esos chanchullos para conseguirle a Maddie el dinero que se merece —dijo Dana Sue admirativamente.

—Sí —confirmó Helen con satisfacción—. Si hubiéramos estado frente al juez, puede que hubiera hecho las cosas de otra manera, pero Bill estaba impaciente por conseguir un acuerdo para poder ser el padre legal de su nuevo hijo antes de que se firmara su certificado de nacimiento. Como tú bien le recordaste cuando salías, Maddie, él es el que tiene prisa.

Helen miró fijamente a su amiga.

—No es una fortuna, pero no tendrás que preocuparte por el dinero durante una buena temporada.

—Sin embargo —respondió Maddie—, sigo pensando que necesito un trabajo de verdad. Por muy bueno que sea el acuerdo, no es para siempre, y no es probable que yo gane mucho dinero, al menos al principio.

—Por esa razón, deberías aceptar nuestro ofrecimiento —intervino Dana Sue—. Ese gimnasio será una mina de oro, y tú serías una de las socias. Eso es lo que conseguirías a cambio de llevarlo a jornada completa: una participación igual a la nuestra.

—No veo cuáles son las ventajas para vosotras —dijo Maddie—. ¿Por qué queréis hacer algo así?

Helen suspiró.

—Está bien. Diré la verdad. Necesito un lugar donde descargar todo el estrés que me causa el trabajo. Mi médico me ha estado advirtiendo que tengo la tensión muy alta. Yo me niego a comenzar a tomar pastillas a mi edad, así que él me dijo que me concedía tres meses para ver si con una dieta más sana y un poco de ejercicio consigo controlar la tensión. Estoy intentando reducir el número de casos de Charleston durante una temporada, así que necesito un gimnasio aquí en Serenity.

Maddie miró a su amiga con preocupación. Si Helen estaba reduciendo la jornada laboral, su médico debía de haberle advertido en serio que debía cuidarse.

—¿Por qué no nos lo habías contado? Aunque no me sorprende que tengas la tensión alta, dada la obsesión que tienes por el trabajo.

—No he dicho nada porque tú ya tenías suficiente —respondió Helen—. Además, tengo intención de ocuparme de ello.

—Abriendo tu propio gimnasio —dijo Maddie—. ¿No crees que un nuevo negocio te provocará más estrés?

—No, si tú lo diriges —replicó Helen—. Además, creo que hacer esto entre las tres será divertido.

Maddie no estaba muy convencida de aquello. Miró a Dana Sue y le dijo:

—¿Y tú? ¿Cuál es tu excusa para querer abrir un gimnasio? ¿No tienes suficiente con el restaurante?

—Estoy ganando dinero, claro —respondió Dana Sue—. Pero estoy alrededor de la comida todo el tiempo. He engordado unos kilos. Ya conoces la historia de mi familia. Casi todo el mundo tiene diabetes, así que necesito tener el peso bajo control. No es probable que deje de comer, así que necesito hacer ejercicio.

—¿Lo ves? —dijo Helen—. Las dos tenemos razones para querer que esto suceda. Vamos, Maddie, al menos ven con nosotras mañana a ver el edificio. No tienes que decidirlo esta noche, ni mañana. Tendrás tiempo para pensarlo bien.

—No sé… Pese a todo lo que habéis dicho, no estoy completamente convencida de que no estéis haciendo esto por caridad. El momento es sospechosamente oportuno.

—Sería caridad si no esperáramos que te mates para conseguir que el gimnasio sea un éxito —dijo Helen—. Bueno, ¿vas a pensarlo o no?

—Iré a ver el edificio —accedió Maddie—, pero es todo lo que prometo.

Helen miró a Dana Sue.

—Si hubiéramos esperado hasta la segunda margarita, habría dicho que sí a todo —dijo.

Maddie se rió.

—Pero si me hubiera tomado dos margaritas, no podríais haber conseguido un quizá.

—¿Os he dicho alguna vez lo contenta que estoy de que seáis mis amigas? —les preguntó Maddie, con los ojos llenos de lágrimas.

—Oh, oh, ya empieza otra vez —dijo Dana Sue, poniéndose en pie—. Me voy a trabajar antes de que todas empecemos a llorar.

—Yo nunca lloro —declaró Helen.

Dana Sue soltó un gruñido.

—Pues no empieces. Maddie te desafiará, y antes de que te des cuenta, todo Serenity estará inundado y mañana cuando nos veamos, las dos estaréis hechas un adefesio. Maddie, ¿quieres que te lleve a casa?

Maddie negó con la cabeza.

—No, gracias. Iré andando. Así tendré tiempo de pensar.

—Y de volver a estar sobria antes de encontrarse con su madre —dijo Helen.

—Eso también —asintió Maddie.

Sin embargo, en realidad quería tener un poco de tiempo para asimilar que, en uno de los peores días de su vida había estado rodeada de amigas que la habían hecho ver que el futuro no iba a ser tan sombrío como ella había imaginado.

2

Ya había atardecido cuando Maddie entró por la verja de hierro forjado de la monstruosidad de casa que había pertenecido a la familia Townsend durante cinco generaciones. Según Helen, Bill había accedido de mala gana a permitir que ella se quedara allí con los niños, ya que la casa sería un día de Tyler.

Cuando abrió la puerta, se preparó para encontrarse con su madre; no obstante, era Bill el que estaba en la sala, sentado en el sofá, con Katie dormida en brazos, mientras los niños estaban tumbados en el suelo mirando la televisión. Estaban viendo un programa de lucha que ella no les permitía ver, e inmediatamente, Maddie se puso rígida.

Cada cosa a su tiempo, pensó. Lo primero era librarse de su ex marido.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó—. ¿Y dónde está mi madre?

Los niños, que estaban acostumbrados a su tono neutral y sus comentarios cuidadosos acerca de su padre, la miraron con sorpresa al percibir su tono de ira. Bill frunció el ceño con desaprobación.

—Se marchó cuando yo llegué. Le dije que yo me quedaría hasta que tú volvieras a casa. Tenemos que hablar.

—Te dije todo lo que tenía que decirte en la reunión con los abogados —respondió ella—. ¿Es que tengo que repetírtelo?

—Maddie, por favor, no hagamos una escena delante de los niños.

Ella sabía que él estaba menos preocupado por aquello que por tener que enfrentarse a su furia. Sin embargo, tenía razón. Parecía que Tyler estaba a punto de salir en defensa de su madre. Maddie sabía que el niño se había sentido inclinado a hacerlo muchas veces últimamente. Tyler había estado controlando sus sentimientos para intentar apoyarla, y aquélla era una carga demasiado pesada para un niño de dieciséis años que había idolatrado a su padre.

—Muy bien —dijo Maddie con tirantez—. Tyler, Kyle, subid a vuestro cuarto y terminad los deberes. Yo haré la cena en cuanto se marche vuestro padre.

—Yo ya los he hecho —respondió Tyler con una expresión desafiante que daba a entender que no quería moverse de allí.

—Yo también —dijo Kyle.

Ella les lanzó una mirada de advertencia que hizo que ambos se pusieran en pie.

—Yo me llevaré a Katie —dijo Tyler, y tomó a su hermana dormida en brazos.

—Adiós, chicos —dijo Bill.

—Adiós, papá —respondió Kyle.

Tyler no dijo nada.

Bill se quedó mirándolos con tristeza hasta que se marcharon.

—Tyler todavía está furioso conmigo, ¿no?

—¿Y puedes culparlo? —respondió ella.

—Claro que no, sobre todo, si tú sigues alimentando su resentimiento cada vez que puedes —respondió él.

—Yo no hago eso —respondió Maddie acaloradamente—. Por mucho que me cueste, hago todo lo posible por conseguir que no te odien y que no se den cuenta del dolor que me has causado. Por desgracia, Tyler y Kyle son lo suficientemente mayores como para sacar sus propias conclusiones y ver más allá de todos mis disimulos.

Bill se retractó inmediatamente.

—Lo siento. Estoy seguro de que lo has intentado. Es que… me resulta muy frustrante. Los niños y yo estábamos muy unidos, pero ahora la única que se comporta como si nada hubiera cambiado es Katie.

—Katie te adora —dijo Maddie—. Tiene seis años. Incluso después de todos estos meses, no entiende del todo que no vas a volver nunca a vivir aquí. Los niños saben exactamente qué está ocurriendo, y que sus vidas nunca volverán a ser igual. Katie llora todas las noches hasta que se queda dormida cuando no estás aquí para leerle un cuento y darle un beso de buenas noches. Todos los días me pregunta qué es lo que ha hecho mal y qué puede hacer para arreglarlo y que vuelvas.

Maddie creyó percibir una sombra de culpabilidad en el rostro de Bill, pero rápidamente, adquirió de nuevo aquella expresión de indiferencia que ella se había acostumbrado a ver últimamente.

—¿Te importaría sentarte, Maddie? —le dijo él—. Tengo que hablar contigo.

—¿De qué? No pueden ser malas noticias. Creo que con destrozar nuestro matrimonio y nuestra familia ya has tenido suficiente, ¿no?

—¿Sabes, Maddie? El sarcasmo no te pega nada.

—Bueno, pues perdón. El sarcasmo es lo único que me queda.

Él la miró con expresión de derrota.

—No quería que las cosas ocurrieran así —le dijo, mirándola a los ojos por primera vez en semanas—. De verdad, no quería.

Maddie suspiró.

—Lo sé. Las cosas pasan.

—Si no fuera por el bebé…

Maddie se enfureció.

—¡No te atrevas a decir que hubieras seguido conmigo si Noreen no se hubiera quedado embarazada! Eso es insultante para ella y para mí.

—¿Por qué? Sólo quiero ser sincero.

—Eso significaría que sólo estás con ella por el bebé, y que crees que yo te aceptaría después de que me hubieras engañado si ese niño no estuviera en camino. Tuviste una aventura, Bill. No creo que hubiera podido perdonarte.

—Quizá no enseguida, pero estoy seguro de que hubiéramos luchado para mantener la familia intacta.

—Puede ser —convino ella de mala gana—. Puede ser, pero ese tren ya se marchó.

—Al menos, ¿puedes prometerme que me ayudarás a arreglar las cosas con los niños? Los echo de menos, Maddie. Pensé que después de todos estos meses las cosas habrían mejorado, pero no es así. Y se me están acabando las ideas.

—Lo que se te está acabando es la paciencia. Querías que todo fuera igual después de dejarme, pero las emociones de los niños se han visto afectadas. Están dolidos, enfadados y confusos. Vas a tener que trabajar para cambiarlo. Yo accedí a dejar que pasaras tanto tiempo como quieras con ellos. ¿Qué más esperas de mí?

—Que seas mi defensora —sugirió él.

—Una cosa es que yo no les diga cosas negativas de ti a los niños —respondió Maddie—. Pero no voy a ser la defensora de su papá.

—¿Sabías que Tyler se ha negado a poner un pie en mi casa nueva mientras Noreen esté allí? ¿Qué se supone que tengo que hacer, pedirle que se marche? Es su apartamento.

—Tyler no me lo había contado —dijo ella.

Sentía cierta satisfacción por que su hijo se hubiera puesto de su parte de aquella manera. Sin embargo, sabía que Tyler y su padre tenían que hacer las paces. Bill siempre había sido una parte muy importante de la vida de su hijo mayor. Pese a que tenía mucho trabajo, Bill nunca se había perdido un partido de béisbol, ni una conferencia en la escuela, ni ninguna actividad que fuera importante para Tyler. Y dieciséis años era la peor edad para perder una relación de apoyo tan importante como aquélla.

—Hablaré con él —dijo Maddie. Lo haría por Tyler—. Pero tu hijo tiene dieciséis años, y yo no puedo obligarle a que haga nada. Tendrás que darle algo de tiempo, trabajar un poco más para recuperar tu relación con él.

—Te lo agradezco —dijo él, y se puso en pie—. Bueno, es todo lo que quería, en realidad.

—Muy bien.

—Y decirte una vez más que lo siento mucho.

Ella notó que se le llenaban los ojos de lágrimas, y parpadeó con fuerza para que no se le derramaran. Sólo por si acaso se le escapaba alguna, volvió la cara.

—Yo también.

Siguió esperando a que él se marchara, pero no estaba preparada para sentir el rápido roce de sus labios en la mejilla, antes de que Bill saliera de la habitación y de la casa.

Entonces, las lágrimas fluyeron libremente.

—Maldito seas, Bill Townsend —murmuró.

Odiaba aquel beso rápido y despreocupado que no había significado nada.

—¿Mamá?

Ella se enjugó las lágrimas disimuladamente y miró a Tyler, que estaba observándola con preocupación.

—Estoy bien —le aseguró.

—No es cierto —dijo Tyler, y añadió con vehemencia—: Lo odio por lo que te ha hecho. Es un hipócrita mentiroso. Me acuerdo de todos los discursitos que me echaba sobre cómo tienes que tratar a las personas que te importan. Era todo un cuento.

—Tyler, es tu padre. No lo odias —dijo ella—. Y lo que te decía era cómo se supone que deben ser las cosas. La gente que se quiere ha de ser buena y leal. Por desgracia, la vida no siempre sigue esa regla.

—No puedes obligarme a que lo quiera. He oído lo que te ha pedido. Quiere que me convenzas de que no es un estúpido.

Maddie se sentó en el sofá y le hizo un gesto para que se sentara a su lado. Cuando Tyler lo hizo, ella se volvió hacia él y lo miró fijamente.

—Tyler, eres lo suficientemente mayor como para comprender que las cosas no siempre salen como queremos. No es culpa de nadie.

—¿Me estás diciendo que el hecho de que papá haya tenido una aventura con Noreen y la haya dejado embarazada es culpa tuya tanto como suya?

—Bueno, no, no puedo decir eso, pero es evidente que las cosas no iban del todo bien entre tu padre y yo, o él no se hubiera fijado en ella.

—¿Y tú sabías que no iban bien?

—No —le dijo ella con sinceridad.

Mirando atrás, las señales estaban ahí; eran pequeñas grietas que Maddie no había visto, porque en aquel momento, pensaba que su matrimonio era sólido.

—Entonces, todo fue culpa suya —concluyó Tyler.

Por mucho que ella quisiera estar de acuerdo con su hijo, había decidido que iba a ser justa.

—Pasa algo de tiempo con él, Tyler, a solas con tu padre. Escucha su versión de las cosas. Siempre habéis estado muy unidos. No lo pierdas.

—Sólo me dará un montón de excusas, y yo no quiero escucharlas —dijo él, y miró a su madre desconfiadamente—. ¿Vas a obligarme a estar con él?

—No, claro que no. Pero me decepcionaría que no intentaras, al menos, llegar a una solución intermedia.

—¿Por qué? —le preguntó Tyler con incredulidad—. Él te dejó, mamá. Nos dejó a todos. ¿Por qué tenemos que ser justos?

—Él no os ha dejado a vosotros. No se ha divorciado de vosotros. Vuestro padre os quiere mucho.

—De verdad, no te entiendo —le dijo Tyler, que se había enfadado mucho. Se apartó de ella y se puso en pie—. ¿Cómo es posible que yo sea el único de esta casa que se dé cuenta de la basura que es mi padre?

—Tyler Townsend, ¡no hables así de tu padre!

Él la miró a los ojos, y finalmente, vaciló.

—Lo que tú digas —murmuró, y salió de la estancia.

Maddie lo observó marcharse con el corazón encogido.

—Maldito seas, Bill Townsend —susurró por segunda vez aquella noche.

La vieja casa victoriana estaba en la esquina de la calle Main con Palmetto Lane. Tenía la pintura desconchada, las contraventanas estaban descolgadas y el porche hundido. Nadie había cortado el césped durante años, y la valla estaba rota.

Maddie recordó vagamente aquella casa tal y como era cuando la señora Hartley estaba viva. Las rosas amarillas asomaban por encima de la valla blanca, el porche y la acera estaban impolutos y las contraventanas brillaban, pintadas de un color verde oscuro.

La señora Hartley, que debía de tener ochenta años ya entonces, se sentaba todas las tardes en el porche, con una jarra de té helado, y recibía a todo aquél que quisiera pasar por su casa. Más de una vez, Maddie se había sentado en el columpio del porche a comer galletas mientras su abuela visitaba a la anciana.

La abuela Vreeland y la señora Hartley habían sido testigos de la mayoría de los cambios que había experimentado Serenity a lo largo de los años, y Maddie sabía que ella había asimilado su amor por la pequeña ciudad, con su gente amigable, sus iglesias blancas de madera y el enorme parque con un lago que acogía a una familia de cisnes. Los sábados por la noche, todo el mundo se reunía junto a aquel lago a escuchar los conciertos gratuitos que se celebraban en el quiosco de música.

Pese a los encantos de Serenity, mucha gente de la edad de Maddie estaba deseosa de marcharse y no volver más, pero no Maddie, ni tampoco Bill. Ellos nunca habían querido ir a vivir a otro lugar. Ni tampoco Helen ni Dana Sue. El ritmo tranquilo y la sensación de pertenecer a la comunidad significaban mucho para todos ellos.

—Vaya, este sitio me trae muchos recuerdos —dijo Maddie por fin—. Es una pena que ninguno de los hijos de la señora Hartley quisiera esta propiedad, ni hiciera ningún esfuerzo por cuidarla.

—Ellos se lo pierden —dijo Helen—. De ese modo, podemos conseguirlo a un buen precio.

—No me sorprende —respondió Maddie—. Bueno, vamos a entrar.

Unos segundos después, cuando hubo traspasado el umbral y vio que el sol iluminaba los suelos de roble, se le aceleró el pulso. Las habitaciones del piso inferior eran enormes. Las ventanas estaban muy sucias, pero de todos modos, dejaban entrar la luz del día. Las paredes eran de color amarillo pálido y había molduras blancas. Todo aquello convertiría el gimnasio en un lugar alegre y acogedor.

Cuando entró en el salón, que estaba orientado hacia la parte trasera de la parcela, Maddie se dio cuenta de que la puerta doble y las altas ventanas daban a un jardín por el que discurría un pequeño riachuelo. Si se disponían las cintas de correr y las máquinas en aquella estancia, parecería que se corría hacia aquel jardín, y aquello podría proporcionar a las mujeres una sensación de serenidad mientras corrían.

Dana Sue la tomó de la mano y la guió hacia la cocina.

—¿Te lo puedes creer? —le preguntó—. Los electrodomésticos son viejos y los armarios están hechos un desastre, pero la habitación es muy grande. Imagina lo que podríamos hacer aquí.

—Pensaba que la idea de este lugar es que la gente se olvide de la comida, no que venga a comer —dijo Maddie.

—No, no —respondió Dana Sue—. Se supone que es un lugar donde pueden tomar comida sana. Podríamos poner un mostrador aquí, y junto a la puerta unas cuantas mesas pequeñas. Incluso podríamos abrirlo al jardín y poner más mesas allí.

—¿Puedes cocinar y servir en el mismo espacio? —le preguntó Maddie.

—Aquí no se cocinará, salvo en las clases de cocina. Yo traeré las ensaladas preparadas del restaurante. Podemos comprar un refrigerador profesional para conservarlas. Y ofreceremos zumos y otro tipo de bebidas. ¿Te imaginas lo divertido que sería venir a hacer ejercicio con un par de amigas, y después sentarte ahí fuera mirando al riachuelo y tomar una ensalada con agua mineral? Podrías irte de aquí sintiéndote mucho mejor, aunque no hayas perdido ni un gramo. Y si además ofrecemos baños y masajes, oh, Dios mío… —dijo, embelesada.

—Eso está muy bien para alguien que tenga libre toda la mañana o toda la tarde, pero creo que la gente que pueda permitirse esto tendrá que trabajar.

—Ya hemos pensado en eso —dijo Helen—. Podemos ofrecer sesiones de todo un día, o de medio día, para una ocasión especial; pero también podemos ofrecer sesiones de media hora de ejercicio y después la comida, para alguien que venga en el descanso del trabajo. Y hay tantas habitaciones que incluso podemos organizar una guardería contratando a una puericultora para que las mamás puedan estar tranquilas.

Maddie las miró con sorpresa. Parecía que tenían respuesta para todo.

—Lo habéis pensado bien, ¿verdad?

Helen se encogió de hombros.

—¿Qué puedo decir? Odio el gimnasio de Dexter, y realmente, necesito hacer ejercicio. Quiero crear un lugar al que disfrute viniendo.

—Yo también —dijo Dana Sue—. Si soy propietaria de un lugar como éste tendré que mantenerme en forma. Estaré feliz. El doctor Marshall será feliz. Incluso mi hija dejará de hacer comentarios sobre mi michelín.

—Tú no tienes ningún michelín —dijo Maddie con indignación—. ¡Eso es una tontería!

—Comparada con mi hija, sí —dijo Dana Sue.

—Está bien, vamos a concentrarnos en esto —dijo Helen—. Maddie, ahora que has visto la casa, ¿qué piensas?

—Creo que es un plan muy ambicioso —respondió Maddie con cautela.

—No para nosotras —replicó Dana Sue—. Podemos hacer aquello que nos propongamos. Siempre hemos tenido éxito y hemos conseguido nuestros objetivos.

—Quizá vosotras dos sí —dijo Maddie—. Helen es abogada y su bufete tiene una gran reputación en todo el estado. Y tú, Dana Sue, eres la dueña del mejor restaurante de Serenity, a la altura de cualquiera de los mejores de Charleston. ¿Qué he hecho yo?

—Tú has apoyado y mantenido al estúpido de tu ex marido durante la carrera de Medicina, has llevado una casa y has criado a tres hijos estupendos —señaló Helen—. Nada desdeñable.

—No sé… —suspiró Maddie—. Esto requeriría mucho tiempo, y en este momento tengo que concentrarme en los niños. Me necesitan.

—Lo sabemos. Probablemente, entendemos tus prioridades mucho mejor que cualquier otro jefe que pudieras tener —argumentó Dana Sue.

Maddie sabía que era cierto, pero aún no estaba lista para decir que sí. Había otra cuestión que no podía pasar por alto.

—Estaría aterrorizada de hacerlo mal y que esta aventura os costara una fortuna —admitió.

—Si yo no estoy preocupada por eso, ¿por qué ibas a estarlo tú? —le preguntó Helen.

Pese a todos los argumentos de sus amigas, Maddie no conseguía deshacerse del nudo que tenía en el estómago.

—¿Tenéis mucha prisa por comenzar?

—He dado una señal para conservar el derecho a compra durante un mes —dijo Helen.

—Entonces, tengo treinta días para decidirme —dijo Maddie.

—¿Y qué sabrás dentro de treinta días que no sepas ahora? —le preguntó Dana Sue.

—Habré hecho una estimación de costes, un análisis de mercado, y habré visto lo que otras ciudades de la zona tienen que ofrecer.

Helen sonrió nuevamente.

—Te dije que se centraría en todas las cuestiones lógicas —le dijo a Dana Sue.

—Bueno, es importante saber a qué nos enfrentamos —adujo Maddie—. Además, de paso quiero mirar qué tal está el mercado de trabajo. Debería saber si hay algún puesto para el que esté más capacitada.

—¿En Serenity? —preguntó Helen con escepticismo.

—Tengo que comprobarlo —insistió Maddie—. Tengo que estar segura de que esto es lo mejor para las tres. Nunca me perdonaría el hecho de decir que sí y estropearlo todo por ser incompetente o no hacer bien los deberes.

—Eso lo respeto. De verdad —dijo Helen.

Maddie la miró fijamente.

—¿Pero?

—Pero no has corrido ningún riesgo en veinte años, y mira de qué te ha servido. Me parece que ya es hora de que dejes de ser tan cautelosa y hagas lo que te dice el instinto. Antes lo hacías.

—¿Y bien? —preguntó Dana Sue—. ¿Qué te dice el instinto, Maddie?

Maddie sonrió ligeramente.

—Que sí.

—¡Aleluya! —exclamó Dana Sue con entusiasmo.

Maddie sacudió la cabeza.

—No te emociones. Por lo que se ve, mi instinto no ha acertado últimamente. Hasta hace pocos meses, creía que tenía un buen matrimonio. Creo que esta vez estaré más cómoda si hago un poco de investigación antes de aceptar. Vamos, chicas, treinta días. ¿Es pedir demasiado?

—Supongo que no —dijo Dana Sue de mala gana.

Helen suspiró.

—Está bien. Supongo que necesitas darte cuenta por ti misma. Lo entiendo.

—Gracias —les dijo Maddie.

—Pero por si acaso, creo que comenzaré a preparar los documentos de la sociedad.

—Si continuáis siendo tan listillas, rehusaré sólo por llevaros la contraria —amenazó Maddie.

—No, no es verdad —respondió Helen—. Eres demasiado lista como para hacer eso.

Maddie intentó recordar cuándo había sido la última vez que alguien le había hecho un cumplido sobre su inteligencia y no sobre lo buenas que estaban sus galletas o lo buena anfitriona que era. Quizá trabajar con sus dos amigas fuera muy positivo para ella. Aunque aquel proyecto del gimnasio no saliera bien del todo, podría ser una inyección de autoestima, y además, debía tener en cuenta el hecho de que las tres lo pasarían muy bien juntas. Sólo por aquellas razones, debería decir que sí.

Como tenía la tentación de hacerlo, abrazó rápidamente a Helen y a Dana Sue y se dirigió hacia la puerta.

—Os llamaré —les prometió.

Pero no un minuto antes de que sus treinta días hubieran pasado, se dijo.

3

A los treinta años, Cal Maddox llevaba entrenando equipos de béisbol de instituto durante sólo dos, pero conocía aquel deporte como pocos. Había jugado cinco temporadas en segunda división y dos temporadas en primera, hasta que había tenido que retirarse por una lesión.

El hecho de compartir sus conocimientos y su amor por aquel deporte con los niños lo ayudó mucho durante los meses frustrantes de su rehabilitación. Le debía mucho a un hombre que lo había sacado de su depresión y le había mostrado las posibilidades que existían fuera del mundo del béisbol profesional.

El presidente de la junta escolar de Serenity, Hamilton Reynolds, un ardiente seguidor de los Atlante Braves durante las temporadas que Cal había jugado en primera, había ido a buscarlo al hospital de rehabilitación y había cambiado su vida. Lo había convencido para que fuera a Serenity.

Durante sus años como profesional, ni tampoco desde entonces, no había conocido a nadie que tuviera un talento natural tan grande como Tyler Townsend. Ty era el sueño de cualquier entrenador: un niño con buenas notas, un carácter equilibrado y con ganas de entrenar y aprender. Sin embargo, en aquel momento estaba perdiendo el control.

Consternado, Cal observó cómo Ty bateaba sin ningún entusiasmo. Los jugadores, que normalmente tenían que esforzarse al máximo para percibir la trayectoria de sus lanzamientos, bateaban la pelota sin problemas. Y lo peor de todo era que, aparentemente, a Ty no le importaba su incapacidad de eliminar a los bateadores.

—Bueno, chicos, ya está bien por hoy —dijo Cal—. Que todo el mundo dé una vuelta al campo, y después al vestuario. Ty, me gustaría verte en mi despacho cuando te hayas cambiado.

Cal entró a esperar. Casi esperaba que Tyler no acudiera a verlo, pero veinte minutos después, el chico apareció en la puerta con una expresión malhumorada.

—Entra —le dijo Cal—. Cierra la puerta.

—Mi madre va a venir a recogerme en diez minutos —le dijo Tyler, pero se sentó frente a su escritorio.

—No te preocupes, podemos hablar de esto en diez minutos —le dijo Cal, disimulando su frustración—. ¿Cómo piensas que has lanzado hoy?

—De pena —respondió Tyler.

—¿Y eso te parece bien?

Tyler se encogió de hombros y apartó la mirada.

—Bueno, pues a mí no —dijo Cal. Sin embargo, Tyler no reaccionó, lo cual significaba que tenía que tomar medidas más severas—. Te propongo un trato. Si quieres abrir el juego en dos semanas, tendrás que demostrarme que te lo mereces. De lo contrario, pondré a Josh en tu lugar de la rotación y tú te pasarás el resto de la temporada en el banquillo.

Cal, que esperaba alguna protesta, o al menos algún tipo de reacción, se quedó decepcionado al ver que Tyler volvía a encogerse de hombros.

—Haga lo que quiera —dijo el chico.

Cal frunció el ceño.

—No es lo que yo quiera —respondió con impaciencia—. Lo que quiero es que vuelvas a lanzar como los dos sabemos que puedes hacerlo —dijo. Después miró a Tyler con preocupación—. ¿Qué te pasa, Tyler? Sea lo que sea, sabes que puedes hablar conmigo, ¿no?

—Supongo que sí.

—Tus otros profesores me han dicho que no te concentras en clase. Tus notas están empeorando. Esto no es propio de ti.

—Bueno, quizá haya cambiado —respondió Tyler agriamente—. La gente cambia, ¿sabe? De repente, les da por cambiar —dijo, y sin más, se levantó y se marchó.

Bien, pensó Cal. Había conseguido lo que quería: una reacción. Sin embargo, no había averiguado más de lo que sabía cuando le había pedido a Tyler que fuera a su despacho. Estaba preocupado por aquella actitud tan poco corriente en Tyler. Cal nunca había visto que Tyler se comportara así.

Tampoco había percibido nunca tanta amargura y resignación en aquel muchacho. Sacó su expediente y apunto el número de teléfono de los Townsend. Nueve de cada diez veces, cuando un chico perdía la concentración de aquella manera, era debido a que ocurría algo en su casa o a que había comenzado a tomar drogas. Cal se negaba a pensar que un chico tan inteligente como Tyler comenzara de repente a tomar drogas, así que achacó lo sucedido a algún desajuste en la vida familiar del muchacho.

Suspiró. No había nada como llamar a unos padres y fisgonear en su vida personal para terminar el día. Hubiera preferido recibir una bola recta en el estómago.

Maddie había hecho tres entrevistas de trabajo aquel día, pero ninguna de ellas había ido bien, para darle la razón a Helen. Maddie llevaba demasiado tiempo apartada del mercado de trabajo como para que su licenciatura o su experiencia tuvieran valor. Su currículum era muy escaso y además, en él había un vacío de quince años desde su último trabajo.

Todos los entrevistadores le habían hecho la misma pregunta: ¿qué había sucedido durante todo aquel tiempo? ¿Dónde había estado?

Llevando la casa, criando a los hijos, resolviendo problemas y haciendo las cuentas domésticas. Ni siquiera las horas sin remuneración que había invertido para cuadrar las finanzas de la clínica de Bill contaban demasiado.

Sin embargo, aún era más desalentadora su falta de entusiasmo por ninguno de los tres trabajos, todos ellos puestos de administrativo. Todavía estaba pensando en ello, y en la alternativa que le habían ofrecido Helen y Dana Sue, cuando Tyler abrió la puerta del coche y se sentó en el asiento con el ceño fruncido, cosa que ocurría cada vez con más frecuencia últimamente.

—¿Qué tal ha ido el entrenamiento? —le preguntó Maddie.

—De pena.

—¿Tienes algún problema con los lanzamientos?

—No quiero hablar de ello —dijo él—. Vayámonos de una vez. Quiero estar en casa.

Intentando controlar su enfado por la actitud de Tyler, lo observó con una expresión neutral. El humor de Tyler había empeorado gradualmente desde la última visita de Bill. Al ver que él permanecía en silencio, ella volvió a intentarlo.

—Ty, cuéntamelo. No voy a arrancar el coche hasta que lo hagas. ¿Qué te pasa?

—¿Por qué todo el mundo me pregunta lo mismo? —explotó Tyler—. Ya sabes lo que pasa. Hemos hablado de ello hasta el aburrimiento. Mi padre se ha marchado de casa con una cualquiera. ¿Qué se supone que tengo que hacer después de averiguar que mi padre es imbécil? ¿Es que no podemos dejarlo? Estoy harto de hablar de ello.

—Cariño, sí, hemos hablado de eso, y sé que no entiendes lo que ha hecho tu padre. Sin embargo, eso no te da derecho a insultarlo, ¿de acuerdo? Sigue siendo tu padre, y se merece tu respeto. No quiero tener que repetírtelo, ¿entendido?

Él la miró con incredulidad.

—Vamos, mamá. Sé que estás intentando que las cosas parezcan de color de rosa, pero incluso tú tienes que darte cuenta de que es un idiota.

—Lo que yo piense de tu padre no importa —le dijo ella—. Tu padre te quiere, Ty. Quiere que sigáis unidos, como siempre lo habéis estado.

—Entonces, ¿por qué nos ha dejado por ella? No es mucho mayor que yo.

—Sin embargo, es una adulta —dijo Maddie—. Tus hermanos y tú tenéis que darle una oportunidad. Si vuestro padre la quiere, estoy segura de que tiene un montón de cualidades.

Sorprendentemente, Maddie consiguió pronunciar aquellas palabras sin balbucear.

—Sí, claro. Ya he visto sus cualidades —respondió él—. Son de la talla noventa y cinco, diría yo.

—¡Tyler Townsend! —protestó ella—. No hagas ese tipo de comentarios. Son de mala educación.

—Es la verdad.

Maddie intentó controlar su enfado.

—Mira, los cambios nunca son fáciles, pero todos tenemos que adaptarnos. Yo lo estoy intentando, y me ayudaría mucho que tú también lo intentaras. Eres un modelo para Kyle y Katie. Ellos imitarán tu forma de tratar a tu padre y a su… —Maddie se interrumpió.

—Amiga especial —le dijo Tyler con sarcasmo—. Así la llama papá. Me da ganas de vomitar.

Maddie no se permitió el hecho de darle la razón y lo miró con severidad.

—Ten cuidado, Tyler. Estás muy cerca de traspasar el límite.

—¿Y papá no ha cruzado ese límite? Vamos, déjame en paz.

—¿Ocurrió algo anoche que yo no sepa?

—No.

—¿Estás seguro? ¿Discutiste con tu padre?

Él se quedó en silencio, mirando por la ventanilla.

Maddie se dio cuenta de que no iba a conseguir hablar con él aquella tarde. Sin embargo, tenía que seguir intentándolo. Al menos, debía impedir que siguiera haciendo aquellos comentarios tan desagradables.

—Quizá debamos dejar esta conversación para otro momento. Sin embargo, quiero que en el futuro hables con respeto de tu padre, y de los demás adultos, también.

Ty miró al cielo con resignación. Maddie lo dejó pasar.

—Vamos a hablar un poco más de por qué el entrenamiento de hoy no ha ido bien —le sugirió a su hijo mientras, finalmente, ponía el coche en marcha. Arrancó y se alejó del bordillo.

—No —respondió él con tirantez. Después, la miró como si acabara de verla—. ¿Cómo es que vas tan arreglada?

—He tenido entrevistas de trabajo.

—¿Y?

Ella recurrió a la terminología de su hijo.

—De pena.

Por primera vez desde que había subido al coche, Tyler sonrió. Parecía un muchacho despreocupado otra vez… y se parecía tanto a su padre a su edad, que a Maddie se le encogió el corazón.

—Un batido de chocolate es lo que consigue que me sienta mejor cuando he tenido un mal día —le sugirió él astutamente.

Maddie le devolvió la sonrisa, aliviada al ver que su humor había mejorado.

—A mí también —dijo.

Entonces, puso el coche en dirección a Wharton’s Pharmacy, que tenía una vieja máquina de helados. Quizá su hijo y ella pudieran comenzar el proceso de recuperación con sendos batidos de chocolate.

Sin embargo, sabía que necesitarían muchos batidos para conseguirlo.

—He sentido mucho lo tuyo con Bill —le dijo Grace Wharton a Maddie en voz baja, mientras Tyler estaba en el mostrador, pidiendo los batidos—. No sé qué piensa un hombre al abandonar a una familia estupenda para estar con una muchacha tan joven.

Maddie se limitó a asentir. Por mucho que apreciara a Grace, sabía que cualquier cosa que dijera llegaría a oídos de todo el mundo antes de que atardeciera. Por fortuna, Tyler volvió a la mesa antes de que Grace pudiera sonsacarle algo.

—Me he enterado de que estás buscando trabajo —comentó Grace, mirando a Maddie con afecto—. Hay poco donde elegir aquí en Serenity. Es una vergüenza que nuestro pueblo haya perdido tantos buenos negocios por culpa de esos centros comerciales que hay a las afueras de Charleston. Yo le digo a Neville todo el tiempo que si no tuviéramos tanta suerte con la heladería, habríamos tenido que cerrar también. La farmacia ya no hace tanto dinero como antes. La gente prefiere llevarse las recetas a cuarenta kilómetros que pagar por un buen servicio aquí mismo, en casa.

—¿A vosotros también os afecta? —le preguntó Maddie, sorprendida—. ¿Es que la gente no se da cuenta de lo maravilloso que es tener un farmacéutico que los conozca y que esté dispuesto a llevarte las medicinas a casa en mitad de la noche si es necesario?

—Oh, sí lo saben cuando hay una emergencia, pero las recetas del día a día se las llevan a otro lugar donde les cobren menos. Además, el cierre de la fábrica de White Hill tampoco ha sido de ayuda. La gente allí tenía un buen trabajo con un sueldo digno. Ahora, todos esos puestos están en algún país extranjero —dijo Grace, sacudiendo la cabeza con tristeza—. Es una vergüenza, eso es. Bueno, os dejaré que disfrutéis del batido. Cariño, si necesitas algo, dímelo. Estaré encantada de cuidar a los niños o de cualquier cosa que precises.

—Te estoy muy agradecida, Grace —respondió Maddie con sinceridad.

Y sabía que Grace también era sincera. Aquello era lo más reconfortante de un lugar como Serenity. Los vecinos se ayudaban.

Cuando Maddie se volvió hacia su hijo, Tyler tenía una expresión de agobio.

—Mamá, ¿estamos mal de dinero porque papá se haya ido? ¿Por eso estás intentando encontrar trabajo?

—Por el momento estamos bien —respondió ella—, pero la ayuda de tu padre no durará para siempre. Estoy intentando adelantarme a la situación.

—Creía que Helen y Dana Sue querían que empezarais un negocio juntas —dijo él.

Maddie estaba asombrada.

—¿Cómo lo sabes?

—Mamá, esto es Serenity, y hablamos de Dana Sue.

—¿Estás sugiriendo que éste es un pueblo de cotillas? —le preguntó ella con ironía—. ¿Y que mi amiga es una bocazas?

—No voy a caer en esa trampa —dijo él—, pero yo voy al instituto con la hija de Dana Sue.

—¿Y ella te ha hablado de la idea del gimnasio?

Ty asintió.

—A mí me parece genial. Estoy seguro de que será mucho más divertido que trabajar en una oficina.

—Pero yo creo que lo que ellas quieren es que trabaje en su oficina —le dijo ella.

—Pero son tus amigas y te caen bien, ¿no? A mí sí. Dana Sue es estupenda, y Helen hace unos regalos buenísimos por Navidad.

—Ah, importantísimos requisitos para formar una sociedad de negocios sólida.

—Sólo digo…

Ella le apretó la mano rápidamente.

—Sé lo que quieres decir, y tienes razón. Trabajar con ellas sería maravilloso.

—Entonces, ¿por qué no dices que sí?

—No quiero fallarles —le explicó Maddie—. No sé si en este momento podría prestarle al trabajo toda la atención que requiere.

—Sí, entiendo lo que quieres decir.

—¿De veras?

—Yo creo que le estoy fallando al equipo de béisbol —admitió Ty—. No consigo concentrarme. El entrenador me ha dicho que si no consigo centrarme, me sacará de la rotación.

—¿Y puede hacer eso? —le preguntó ella con indignación.

Tyler se encogió de hombros.

—Él es el entrenador. Está en su mano.

—Pero no será entrenador durante mucho tiempo si el equipo empieza a perder —dijo ella, enfadada en nombre de su hijo—. ¿Quieres que hable con él? No es justo que te presione tanto ahora. Estoy segura de que, si supiera lo que está pasando, no te exigiría tanto en este momento.

Tyler se quedó horrorizado.

—De ninguna manera, mamá. Él tiene razón. Si juego de pena, no tengo por qué estar en el campo. Supongo que tendré que esforzarme más.

—Podrías llamar a tu padre —le sugirió ella—. Antes siempre te ayudaba.