Noche de luciérnagas - Sherryl Woods - E-Book
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Noche de luciérnagas E-Book

SHERRYL WOODS

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Beschreibung

Cuando el acoso escolar amenazó con destruir la vida de una adolescente, a la entregada profesora de instituto Laura Reed y al pediatra J.C. Fulleron los asaltaron dolorosos recuerdos. Con el apoyo de un grupo de amigas reunieron al pueblo entero para asegurarse de que el prometedor futuro de una alumna no quedara arruinado y para dejar claro de una vez por todas que en Serenity, Carolina del Sur, no había cabida para el acoso escolar. La pasión de J.C. y de Laura por la causa era profundamente personal y los sentimientos que iban creciendo entre ellos igual de fuertes. Pero con tanto dolor oculto por superar, ¿podrían aquellos vulnerables amantes encontrar la fortaleza necesaria para creer en un amor eterno?"Me ha gustado mucho tanto en su narración liguera y directa como en sus diálogos llenos de sabiduría y con un punto de humor que me ha sacado alguna sonrisa. Es una novela fresca y actual. En definitiva, una lectura que recomiendo; autentica, dura, con algo de humor y una trama secundaria muy bonita de amor."Letras, Libros y MásUna nueva serie televisiva, basada en las novelas de la saga Sweet Magnolias de Sherryl Woods, se emitirá en Netflix.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Sherryl Woods

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Noche de luciérnagas, n.º 61 - julio 2014

Título original: Catching Fireflies

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4585-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Queridas amigas,

Por desgracia, últimamente apenas pasa un día sin que oigamos alguna noticia sobre algún incidente de acoso escolar. Algunos son tan espantosos o trágicos que desafían al entendimiento. Esos son los que de verdad captan nuestra atención, mientras que otros se ignoran con facilidad al considerarlos una especie de ritual de paso, una parte aceptable del proceso de madurez.

Sin embargo, lo cierto es que el acoso de cualquier tipo tiene el poder de cambiar a un niño, de cambiar la persona en la que se va a convertir al crecer. Cuando se la ignora, la víctima puede quedar marcada de por vida emocionalmente, si no también físicamente. El autor de ese acoso crece con un sistema de valores sesgado que le indica que es perfectamente aceptable destrozar la vida de otra persona y sentirse poderoso, aunque sea por un momento, a expensas de alguien más débil.

Está en manos de los adultos, padres, profesores y comunidades enteras plantarle cara al problema, decir que el acoso está mal ¡siempre y venga de quien venga! Y eso es exactamente lo que sucede en Serenity cuando la profesora Laura Reed y el pediatra J.C. Fullerton se dan cuenta de que una alumna lo está sufriendo. Tanto Laura como J.C. han experimentado los dañinos efectos del acoso y por ello lo que le está pasando a Misty Dawson les resulta inaceptable y los afecta personalmente.

Mientras que en mis novelas suelo incluir sutiles mensajes ocultos, espero que el mensaje de Noche de luciérnagas se oiga alto y claro. No hay nada gracioso, ni normal, ni aceptable en el acoso, ya venga por parte de un niño pequeño en un parque de juegos o de un adolescente utilizando Internet para atormentar a un compañero. Prestad atención a lo que pueda estar pasándoles a vuestros hijos, por muy pequeños o mayores que sean. Y prestad más atención aún a cómo tratan a los demás. El acoso está mal. Hay que frenarlo. Y alertar a padres, profesores y a una comunidad unida puede lograrlo.

Espero que disfrutéis una vez más con todas las Dulces Magnolias y que os toméis su mensaje, y el mío, muy en serio.

Con mis mejores deseos,

Sherryl

Capítulo 1

Apenas habían pasado seis semanas desde el comienzo del nuevo curso en el Instituto Serenity y la profesora de Lengua y Literatura, Laura Reed, ya estaba viendo señales de un problema potencial con una de sus alumnas de penúltimo curso. Misty Dawson se había saltado clases durante la última semana. Los registros de asistencia mostraban que estaba en el centro, pero cuando llegaba la hora de su clase desaparecía.

—¿Ha estado hoy Misty en tu clase? —le preguntó a Nancy Logan, profesora de Historia.

—En primera fila —le confirmó Nancy—. Ojalá tuviera montones de alumnos como ella. Es inteligente y siempre está lista para trabajar. ¿Por qué? No me digas que ha vuelto a saltarse tu clase.

Laura asintió.

—Eso me temo, y no lo entiendo. Los demás registros de sus clases indican que es una de las alumnas más brillantes del colegio y está en mi grupo de avanzados. Los primeros ejercicios que me entregó fueron excelentes, así que está claro que no tiene problemas con la materia. Por eso esto me resulta tan frustrante. Es como si cada día desapareciera durante la tercera hora.

El profesor de Educación Física y entrenador, Cal Maddox, que había entrado en la sala para sacar una botella de agua de la nevera, se acercó a la mesa de la sala de profesores, donde estaban ellas.

—Perdón por entrometerme, pero ¿le has comentado esto a Betty? —le preguntó refiriéndose a su directora—. Si una chica está faltando a clase, ella tiene que saberlo.

Solo pensar en acudir a Betty Donovan con ese asunto hizo que Laura se estremeciera. Un problema con una solución potencialmente simple podría convertirse en algo desproporcionado y Cal, mejor que nadie, debería saberlo. Betty la había tomado con él por una infracción de la cláusula moral en el contrato de maestro y había armado un auténtico alboroto que había requerido la intervención del consejo escolar y que, finalmente, se había resuelto a favor de Cal.

Lo miró a los ojos y sacudió la cabeza.

—Aún no, lo cual significa que estoy incumpliendo toda clase de normas, pero, sinceramente, me preocupa menos que Misty se salte la clase que el hecho de descubrir el motivo de por qué lo hace y por qué precisamente conmigo.

Cal frunció el ceño.

—¿Estás segura de que solo es en tu clase?

—Ya has oído a Nancy. Misty ha ido a su clase todos los días. Lo he consultado con los demás profesores y la mayoría dicen que lleva todo el curso asistiendo. En mi clase también empezó bien, pero después empezó a faltar algún que otro día y hace una semana directamente dejó de venir. Eso me dice que en mi clase está pasando algo que la inquieta o que, tal vez, está teniendo algún problema con otro alumno. No sé qué será.

—¿Pero no tienen la mayoría de los alumnos de penúltimo curso las mismas clases? —preguntó Nancy—. Si Misty tiene un problema con otro alumno, Lengua y Literatura no sería la única clase en la que coincidirían.

Eso ya no era así. El Instituto Serenity no es que fuera enorme. Es más, hasta los últimos años, cuando el pueblo había ido creciendo por las afueras, el centro apenas había tenido quinientos alumnos desde noveno al duodécimo curso.

No obstante, durante los diez años que Laura llevaba trabajando allí, esa cifra había empezado a aumentar. Ahora las aulas estaban más llenas y había sido necesario ofrecer las mismas clases varias veces al día para atender a todo el alumnado. El año anterior habían tenido que añadir aulas portátiles por primera vez hasta que hubiera dinero suficiente para una nueva edificación. Sin embargo, sí que había pocos alumnos avanzados y coincidían en muchas de las mismas clases.

—Ya sabéis que no me cae muy bien Betty —dijo Cal sacando de nuevo el problema que tenían entre manos.

—Seguro que eso es quedarse corto —respondió Laura sin permitirse ni una mínima sonrisa al recordar el inútil intento de Betty de despedir a Cal unos años atrás por haber salido con la madre divorciada, y mayor que él, de uno de los niños que entrenaba en el equipo de béisbol. La mayor parte de la comunidad y del consejo escolar se había levantado a favor de Cal, y ahora Maddie y él estaban felizmente casados y tenían dos hijos en común. El hijo que los había emparejado era un lanzador estrella que jugaba para Atlanta.

—Sin duda es quedarse corto —concluyó él—. Lo que quiero decir es que tiene que estar al tanto cuando hay un problema como este. Como sé demasiado bien, es una maniática de las normas, incluyendo algunas que están más en su cabeza que en los libros. Sin embargo, a pesar de los problemas que hemos tenido, sé que le importan los chavales. Si Misty tiene algún problema, ella querrá ayudar, no se lanzará a juzgar sin más.

—Supongo que yo también lo sé —admitió Laura a regañadientes—. Y si no puedo sentarme a hablar con Misty para solucionar esto, acudiré a Betty, aunque preferiría no involucrarla si puedo evitarlo. No quiero que la expulsen para que Betty pretenda mostrarla como ejemplo —miró a Cal—. Sabes que es su estilo. ¿No es eso lo que le hizo a tu hijastra?

Cal esbozó una mueca de disgusto.

—Oh, sí. Le echó una buena bronca a Katie justo después de que empezara el curso. Créeme, cuando Maddie se enteró, las cosas se pusieron un poco tensas en casa y también castigó a Katie. Pasará mucho tiempo hasta que pueda hacer alguna otra.

—Entonces sabes a qué me refiero —dijo Laura suplicando algo de comprensión.

—Pero también sé que Katie se mereció el castigo que le puso.

Laura suspiró.

—En cierto sentido sé que tienes razón, pero me parece que aquí hay algo más y tengo que comprender qué es —sabía de primera mano cuánto daño podían hacerle los juicios precipitados y sin fundamento a una adolescente ya de por sí frágil. Si años atrás, ella no hubiera tenido una profesora que la apoyara, habría dejado los estudios. Pero fue la fe de aquella profesora y sus consejos lo que la llevaron a convertirse en maestra.

Miró a Cal.

—Pero te juro que no esperaré mucho a hablar con Betty.

—Bien. Yo hablaré con Katie esta noche. Puede que tenga alguna idea de qué está pasando. Está en el mismo grupo de avanzados, ¿no?

—Sí —confirmó Laura—. Y está trabajando muy bien, por cierto.

Cal vaciló y se quedó pensativo.

—¿Sabes? No dejo de preguntarme si habrá sido una coincidencia extraña que a Katie la hayamos pillado suspendiendo y faltando a clase. En su momento se negó en rotundo a decir por qué estaba actuando así, pero debe de saber si es que alguien ha lanzado alguna especie de reto para ver quién puede saltarse las clases sin que los pillen.

—Recuerdo que me quedé impactada cuando me enteré de lo del comportamiento de Katie, pero no lo había relacionado con lo que le está pasando a Misty —dijo Laura intrigada por la posibilidad de que hubiera una conexión—. ¿Pensáis de verdad que podría ser algún juego que se traen entre ellas aun sabiendo que pueden ser expulsadas?

Cal se encogió de hombros.

—A esa edad los chicos no siempre tienen en cuenta las consecuencias. Dudo que Katie lo hiciera. Recuerdo varias ocasiones a lo largo de los años en las que los alumnos mayores han retado a los más pequeños a hacer algún tipo de locura. Aunque normalmente eso pasa al final de curso, cuando no se es tan estricto con las normas y la graduación está a la vuelta de la esquina. Aun así, no descartaría alguna novatada.

Laura sacudió la cabeza.

—Me esperaría esa clase de comportamiento de los problemáticos habituales, ¿pero de niñas como Katie y Misty? Me impresiona.

—Haré lo que pueda por ayudarte a llegar al fondo de esto —le dijo Cal—. Los chavales suelen ver y oír cosas que a nosotros se nos escapan. Si Katie sabe algo, te lo contaré. En el vestuario los chicos también sueltan cosas de vez en cuando, así que si hay rumores por aquí, acabaré enterándome de la mayoría.

Laura asintió.

—Gracias, Cal. Te lo agradecería.

—Yo también mantendré los ojos y los oídos bien abiertos —prometió Nancy.

—Cualquier idea será muy bien recibida. Sé que no puedo posponer para siempre lo de hablar con Betty, así que creo que voy a dar una vuelta a ver si puedo encontrar a Misty. Ella es la que tiene todas las respuestas. Y si es necesario, la semana que viene la haré salir de una de las clases a las que esté asistiendo.

Esperaba poder resolverlo antes de que una estudiante brillante se viera en un problema que podría terminar dañando su prometedor futuro, del mismo modo que Vicki Kincaid había evitado que ella cometiera el segundo mayor error de su vida.

Misty Dawson había esperado hasta después de que sonara la campana y había ido a refugiarse en el hueco de la escalera por segunda vez ese día. Llevaba allí apenas unos minutos cuando Katie Townsend abrió la puerta, suspiró al verla y se sentó a su lado, hombro con hombro.

—Te van a echar del instituto si no acabas con esto —le advirtió Katie dándole un empujón cariñoso.

—¿Y tú qué? También estás aquí y ya te han expulsado unos días por saltarte una clase por mi culpa. Seguro que a la próxima te expulsan del todo.

—Sabía que ibas a esconderte otra vez. Ahora tendrías Matemáticas y sé que no has estado yendo. Yo ahora solo tengo hora de estudio y le he dicho a la profe que tenía que ir al baño —dijo sosteniendo en la mano su pase. Miró a Misty preocupada—. No puedes seguir saltándote las clases solo porque Annabelle sea una imbécil y una cretina. ¿No crees que la señorita Reed y el señor Jamison van a darse cuenta?

—El señor Jamison nunca pasa lista —contestó Misty—. Y no creo que pueda ver más allá de sus narices, así que no tiene ni idea de si estoy o no en clase. Con que me digas cuándo son los exámenes y me presente para hacerlos, no se dará ni cuenta.

—Pero no estamos en la misma clase de Matemáticas del grupo de avanzados. Tuvieron que dividirnos en dos grupos, ¿te acuerdas? Un día de estos va a hacer los exámenes en días distintos y ¿entonces qué?

—Si pasa eso, ya veré lo que hago —insistió Misty.

—Bueno, pero la señorita Reed no es ni ciega ni tonta y seguro que se da cuenta. Cuéntale lo que está pasando, Misty. Es guay. Creo que lo entenderá. A lo mejor hasta puede ayudarte.

Misty sacudió la cabeza.

—No puedo arriesgarme, Katie. ¿A saber qué haría? Solo empeoraría las cosas con Annabelle y ya están suficientemente mal.

Miró a Katie con gesto suplicante.

—Sabes que tengo razón y lo mala que puede ser Annabelle. Y encima tiene esa madre tan protectora que cree que su niña los va a lanzar al estrellato uno de estos días. La señora Litchfield le dirá a todo el mundo que es culpa mía, que debo de haber hecho algo horrible para que su preciosa niñita me haya hecho estas cosas horribles.

—Te repito que la señorita Reed te creería. O si no, ¿por qué no se lo cuentas a tus padres y dejas que ellos se ocupen?

Katie hacía que pareciera muy sencillo, como si todo el mundo fuera a estar dispuesto a saltar en su defensa. Pero Misty sabía muy bien que últimamente en su vida nada era sencillo.

—Vamos, Katie. No puedo hacerlo —respondió con gesto hastiado—. Mis padres casi ni se hablan y mi madre está tan enfadada con mi padre que no le preocupa nada más. Solo quiere que mi hermano y yo seamos invisibles. Se cree que si la casa está perfecta y Jake y yo nos portamos como angelitos, mi padre cambiará de opinión y ya no querrá divorciarse.

Katie asintió con gesto de absoluta comprensión.

—Recuerdo lo que es eso. Solo tenía seis años cuando mis padres se divorciaron y no entendía qué estaba pasando, pero discutían tanto que mi madre estaba llorando todo el tiempo. Y aunque odié que mi padre se mudara, al final las cosas fueron mucho mejor después. Y cuando mi madre empezó a salir con el entrenador Maddox y se casaron, todo fue como mil veces mejor en casa.

Misty suspiró.

—Ojalá mi madre encontrara a alguien así y se animara. Pero dudo que eso pueda pasar. Se va a aferrar a mi padre de por vida, aunque su relación haya terminado para los dos. Yo creo que ni siquiera lo quiere, pero le da miedo separarse de él.

Se quedaron sentadas la una junto a la otra durante varios minutos y entonces Katie la miró.

—¿Y si se lo cuento a mi padrastro? Sé que te ayudaría.

Alarmada, Misty abrió los ojos de par en par.

—¿Al entrenador Maddox? ¡Ni hablar! Déjalo estar, Katie. Es mi problema. Ya veré yo cómo lo soluciono.

—Pues tienes que hacerlo pronto, Misty. Te van a pillar. Mira lo que me pasó a mí. Cal y mamá me echaron una bronca mucho más grande que la de la señorita Donovan. Nunca había visto a mi madre tan cabreada. Hasta me hizo fregar los vestuarios de The Corner Spa y, créeme, fue asqueroso. Las mujeres son súper sucias y desordenadas, incluso en un sitio tan pijo.

—Pues la verdad es que lo de la expulsión no me suena nada mal —admitió Misty, incapaz de borrar de su voz ese tono nostálgico. Casi le costaba recordar cómo era cuando le había encantado ir a clase, aprender, leer y estar con sus amigas. Ahora el único momento en que las veía era si quedaba con ellas en Wharton’s después de clase, e incluso entonces estaba en tensión porque Annabelle se presentaba por allí de vez en cuando dispuesta a hacerle la vida imposible.

Katie la miró impactada.

—¡No puedes decirlo en serio! ¡Te encanta el instituto! Estás a punto de que te den una beca, Misty. Si te expulsan, eso aparecerá en tu expediente. Créeme, ya me han contado y explicado cómo eso podría arruinar mi futuro.

—Lo sé. Solo digo que suena mejor que estar aquí escondiéndome en el hueco de la escalera durante la clase de Lengua y la de Matemáticas. Ya ni siquiera puedo ir a la cafetería a almorzar. Eso es lo único bueno de que mi madre esté tan aturdida y atontada últimamente. No se ha dado cuenta de que me llevo el almuerzo de casa en lugar de comprarlo aquí. Ojalá pudiera descubrir por qué Annabelle me odia tanto. Es guapísima y tiene una voz increíble con la que algún día llegará a American Idol, como contó Travis McDonald por la radio el Cuatro de Julio. Y, además, está saliendo con el chico más popular del instituto.

Katie la miró con incredulidad.

—¡Venga! Sé que no puedes ser tan tonta, Misty. Todo esto es porque el súper atleta Greg Bennet, el chico más popular del instituto, está loco por ti. Dejaría a Annabelle al momento si supiera que saldrías con él. Y lo peor de todo es que ella lo sabe.

—Pero no voy a salir con él —dijo Misty con frustración—. Le he rechazado y Annabelle lo sabe también. No es culpa mía si no puede aceptar un «no» por respuesta. Eso debería demostrarle lo cerdo que es por estar con ella y pedirme salir a mí al mismo tiempo.

—¡El chico más popular de clase! —repitió Katie con énfasis—. Annabelle se siente con más derecho que nadie a tener todo lo mejor y, como no puede culparlo sin perderlo, te culpa a ti.

—Supongo —dijo Misty encogiéndose de hombros—, aunque te juro que no lo entiendo. Yo le habría mandado a paseo en cuanto me hubiera enterado de que estaba tirándole los trastos a otra chica.

—Pero eso es porque eres lista y competente —dijo Katie con lealtad.

Misty suspiró.

—Ojalá fuera verdad.

Lo cierto era que cada día se sentía más y más como si su vida estuviera desmoronándose bajo el control de Annabelle Litchfield.

Tras esquivar el último intento de su enfermera de organizarle una cita, el pediatra J.C. Fullerton se encontraba reflexionando sobre la tendencia de los habitantes de Serenity a meterse en las vidas de los demás cuando la puerta de su despacho se abrió con un chirrido.

—¿Puedo entrar? —preguntó vacilante Misty Dawson—. Todo el mundo se ha ido, pero como las luces aún estaban encendidas y la puerta abierta, he pensado que seguiría aquí.

—Claro. Pasa —dijo mirando preocupado a la adolescente. Esas visitas fuera del horario de consulta solían apuntar a algún problema. Y tratándose de una chica de dieciséis años, lo primero que se le vino a la mente fue un embarazo no deseado—. ¿Va todo bien?

Con mucha cautela, Misty se sentó en el borde de la silla frente a él y con los libros sobre su regazo.

—La verdad es que no —respiró hondo y añadió—: ¿Podría escribirme una nota para no ir a clase?

A lo largo de los años, J.C. se había esforzado para no reaccionar visiblemente a nada que sus pacientes le dijeran. Los adolescentes, en especial, tenían unos sentimientos muy frágiles y se los podía asustar fácilmente y hacer que se sumieran en el silencio si su médico les decía las palabras equivocadas. Lo que mejor funcionaba normalmente era escuchar y hacer preguntas con mucho, mucho, cuidado.

Miró detenidamente a Misty. A pesar de parecer nerviosa y estar algo pálida, la veía tan sana como cuando le había realizado el chequeo anual antes de dar comienzo el curso. Su melena rubia y lisa brillaba y sus ojos azules relucían. Sin embargo, las apariencias podían engañar.

—¿Es que no te encuentras bien? —le preguntó con tiento.

—La verdad es que no.

—¿Y cuál crees que es el problema? ¿Va algo mal en el instituto?

—Es que ya no puedo ir más, ¿vale? —dijo ella poniéndose a la defensiva instantáneamente—. Y sé que necesitarán algún tipo de excusa si dejo de ir. Había pensado que podría valer una nota suya. Podría decirles que tengo algo muy, muy, contagioso, ¿no?

Él la miró fijamente.

—¿Tienes algo muy, muy, contagioso?

—No, pero…

—Entonces sabes que no puedo hacerlo —le dijo con tono delicado, pero firme—. Cuéntamelo, Misty. ¿Qué está pasando?

—Que no pienso volver y ya está —le contestó testarudamente.

J.C. se alarmó al momento. Ya había visto antes esa clase de comportamiento en chicos que eran buenos estudiantes y que, de pronto, no querían ir a clase. Lo había vivido de una forma demasiado cercana y personal y por ello al instante decidió llegar al fondo de lo que fuera que estaba pasando en la mente de esa chiquilla.

—¿Existe alguna razón específica por la que no quieras ir a clase, Misty? —preguntó con delicadeza—. Por lo que me ha contado tu madre, eres una gran estudiante y estás en los grupos avanzados.

Ella se encogió de hombros.

—No importa. Ya no quiero estar allí.

—¿Y qué vas a hacer si no vas? —le preguntó—. Cuando te hicimos el examen médico recuerdo que me dijiste que algún día te gustaría ser corresponsal de televisión. Para eso tendrás que graduarte en el instituto e ir a la universidad. Estabas emocionada con la posibilidad de que te dieran una beca.

—Como le he dicho, soy lista. Haré el examen de acceso y lo haré genial, y entonces entraré en la universidad en algún lugar muy lejos de Serenity. Puede que no sea una facultad chula de la Ivy League como había esperado, pero no importa. No será lo mismo, pero merecerá la pena. Puedo hacerlo —dijo con ganas—. Por favor, doctor Fullerton. Tiene que ayudarme.

Él la miró a los ojos; unos ojos cargados de preocupación.

—Sabes que no puedo hacerlo, Misty. Venga, ¿por qué no me cuentas lo que está pasando? A lo mejor sí que puedo ayudarte en eso.

Con lágrimas cayéndole por las mejillas, se levantó, puso los hombros rectos y fue hacia la puerta, claramente decepcionada.

—Siento haberle molestado.

—Misty, espera. Vamos a hablar —le suplicó al no querer ser un adulto más que le daba la espalda. Tal vez no estaba enferma físicamente, pero estaba claro que algo la inquietaba profundamente. Y el hecho de que hubiera acudido a él le hacía sentirse responsable de ayudarla en todo lo que pudiera.

—No pasa nada. Sabía que sería arriesgar demasiado —lo miró suplicante—. No le dirá nada a mi madre, ¿verdad? No me ha atendido como médico, así que no tiene por qué decirle nada, ¿no?

J.C. estaba indeciso. Era verdad que no habían hablado de temas médicos, pero no estaba seguro de que debiera prometer guardar silencio cuando estaba claro que había algún problema.

—¿Y si hacemos un trato? —terminó por decir.

Ella lo miró con cierta desconfianza.

—¿Qué clase de trato?

—Elige a un adulto, preferiblemente a tu madre o tu padre, aunque cualquier adulto en el que confíes me valdrá. Cuéntale lo que está pasando y entonces no diré nada sobre tu visita.

Inmediatamente ella sacudió la cabeza.

—No es algo de lo que pueda hablar —insistió.

Él ignoró su excusa.

—Ese es el trato. Lo tomas o lo dejas —le respondió con actitud implacable—. Y quiero que esa persona me confirme que habéis hablado. No me hace falta saber qué le has contado. Eso puede ser totalmente confidencial, pero quiero saber que has confiado en alguien que pueda ayudarte.

Para su sorpresa, la chica esbozó una leve sonrisa.

—¿Por qué se me ocurriría que iba a tenerlo fácil con usted? —preguntó con pesar.

—Como tengo la consulta llena de ositos de peluche y piruletas, mucha gente me confunde por un blandito.

—Pues qué engañados les tiene —dijo, si bien, con cierto tono de admiración—. ¿Cuánto tiempo tengo antes de que me delate?

Él pensó en la respuesta, sopesando los riesgos de esperar contra el beneficio de permitirle encontrar la ayuda que necesitaba.

—Veinticuatro horas me parece razonable. Nos vemos mañana a esta hora.

—¿Y si para entonces nadie se ha puesto en contacto con usted? ¿Qué pasa? ¿Saltarán las alarmas por todo el pueblo? ¿El jefe Rollins me va a perseguir y meterme en la cárcel?

J.C. le sonrió.

—No pasará nada tan dramático, aunque me pasaré por tu casa alrededor de la hora de cenar para hablar con tus padres —la miró fijamente—. Entonces, ¿tenemos un trato?

—Preferiría llevarme un justificante para clase —dijo con pesar—, pero sí, supongo que tenemos un trato.

J.C. la vio salir de su consulta y rezó por haber hecho lo correcto. Si la hubiera hundida lo más mínimo, no la habría dejado ocuparse de ese asunto sola. Se habría volcado. Pero Misty le parecía una chica que solo necesitaba un empujón para solucionar el problema por sí sola. Y, en su experiencia, la sensación de poder que surgía de ello podía hacer mucho para sanar cualquier problema que pudiera estar teniendo un adolescente.

Pasaría las próximas veinticuatro horas rezando por que su intuición lo hubiera guiado en la dirección correcta.

Capítulo 2

Desde que había renunciado a las citas, J.C. solía pasar gran parte de la mayoría de las noches en Fit for Anything, el nuevo gimnasio para hombres que acababa de abrir en el pueblo.

Un entrenamiento de una hora antes de ir a casa a cenar era el equivalente a su penosa vida social en la mayoría de las ocasiones.

Resultaba mucho más fácil fingir que el ejercicio era un buen sustituto de las citas estando ahí que en Dexter’s, aquel vertedero en el que nadie había querido pasar ni un minuto más de lo necesario. Ahí incluso podía comer algo antes de ir a casa y ya que la selección de comida saludable era abastecida por Sullivan’s, uno de los mejores restaurantes de la región, no estaba nada mal.

Aunque había tardado un poco dada su relación laboral con Bill Townsend, un paria para algunas personas desde su desastroso divorcio de Maddie hacía unos años, al final J.C. se había hecho amigo de Cal Maddox, Ronnie Sullivan y algunos otros hombres del gimnasio. Con tal de que Bill quedara al margen de cualquier conversación, todos parecían llevarse bien.

Esa noche había encontrado ahí a Cal, que estaba terminando su entrenamiento.

—Llegas tarde —apuntó Cal—. No me digas que por fin le has pedido a una mujer salir a tomar un café y les has partido el corazón a todas las casamenteras de Serenity.

J.C. se rio.

—Por desgracia, no. He tenido una visita inesperada de una paciente fuera de consulta.

Inmediatamente Cal se mostró preocupado.

—¿Una emergencia? ¿Algún niño que conozca?

Aunque no iba a quebrantar la confidencialidad, se preguntaba si Cal podría tener idea de qué podría estar pasando para que esa chica quisiera dejar el instituto.

—¿Conoces a Misty Dawson?

Su mirada fue respuesta más que suficiente.

—Sí que la conoces —concluyó—. ¿Alguna idea de qué le está pasando?

—No, pero eres la segunda persona hoy que ha mostrado una preocupación real por ella. ¿Qué te ha dicho? —preguntó Cal y, al instante, ignoró la pregunta—. Lo siento, sé que no puedes decir nada. No debería haberte preguntado.

—No pasa nada. La verdad es que es reconfortante saber que no soy el único que está preocupado. Si hay suficientes adultos prestándole atención al problema, con suerte lo resolveremos y haremos que todo vuelva a la normalidad. Por lo que sé, es una chica brillante con gran potencial.

—Laura Reed, la profesora de Lengua y Literatura de Misty, está volcada en el tema, y yo también estoy investigando algunas cosas.

—Me alegra saberlo —dijo J.C. aliviado—. ¿Ha hablado alguien con sus padres?

Cal negó con la cabeza.

—Laura está intentando ahondar un poco más y descubrir qué está pasando antes de ir a hablar con sus padres o con la directora. ¿Quieres que le diga que te llame y que te avise si descubre algo?

—Absolutamente. Y yo os informaré si encuentro alguna respuesta.

Cal asintió.

—Sé que vivir en un pueblo pequeño puede tener sus inconvenientes, pero en situaciones así, le veo muchas ventajas. La gente se preocupa de verdad, se implica. Es un gran entorno para criar a tus hijos.

J.C. sonrió.

—Entonces, después de todo, tanto fisgoneo tiene su lado positivo.

Cal se rio.

—Así lo veo yo, al menos —miró el reloj—. Será mejor que me vaya a casa. Imagino que Maddie agradecerá que le eche una mano con el baño de los niños, y después tengo que interrogar a mi hijastra.

—Pues buena suerte —le respondió J.C. sinceramente. Él sabía mejor que la mayoría lo que era intentar sacarle información a los adolescentes, que, por lo que había observado, eran mejores protegiendo sus fuentes que cualquier periodista experimentado.

Laura se había sentido intranquila desde su charla con Cal y Nancy y por no haber podido localizar a Misty antes de que saliera del instituto. Con el tiempo había descubierto que las dos mejores soluciones para contrarrestar esa clase de inquietud eran o el helado, o lo que a ella le gustaba ver como «terapia de compras». Y resultaba que tenía un vale en el bolso para la boutique de Raylene Rollins en Main Street que podría satisfacer, al menos, un impulso irresistible. Si el derroche económico en ropa no funcionaba, Wharton’s se encontraba al otro lado de la plaza y servía los mejores pasteles rellenos y helados del lugar.

Una vez dentro del establecimiento, que era conocido por su estilo elegante, fue directa a la sección de saldos. Con su salario de maestra, el precio total era impensable.

—¿Buscas algo especial? —le preguntó Adelia Hernández mientras Laura miraba lo que había disponible en la talla treinta y ocho—. ¿O solo estás echando un vistazo a ver si encuentras una ganga?

Laura sonrió.

—Me conoces demasiado bien, Adelia. No puedo resistirme a un chollo, y tengo un vale del periódico que está ardiendo en mi bolso.

—Entonces vamos a encontrar algo en lo que te lo puedas gastar —dijo Adelia entusiasmada—. Un vestido bonito para una cita, ¿tal vez?

Laura puso los ojos en blanco.

—Ni siquiera puedo recordar la última vez que tuve una cita para la que necesité algo más elegante que unos vaqueros.

Aunque se había visto atraída por la enseñanza en un pueblo pequeño muy parecido a aquel en el que había crecido al otro lado del país, había sospechado que la falta de vida social sería una de las desventajas. Por aquel momento, recién salida de la facultad y aún profundamente herida por su primer gran amor en el instituto y su desastroso resultado, tener una vida social no era algo que le hubiera importado en realidad. Sin embargo, últimamente estaba empezando a lamentar la grave falta de hombres con estudios que estuvieran disponibles. Los hombres que le pedían salir, aunque muy simpáticos, no eran en su mayoría intelectualmente estimulantes.

—Está claro que estás buscando en los sitios equivocados —dijo Adelia, cuya expresión se tornó triste mientras hablaba—. Aunque no es que yo sepa dónde buscar. Estoy en pleno divorcio. Lo de las citas es algo que me queda muy, muy, lejos.

—Lo sentí mucho cuando me enteré de tu ruptura —respondió Laura ansiosa por cambiar de tema, pero no segura de si estaba hablando de algo demasiado personal con una mujer a la que solo conocía de pasada.

—¿Aunque tampoco te sorprendió, no? Sé que todo el pueblo sabía que Ernesto estaba engañándome, pero eran demasiado educados como para decir algo.

—No estoy segura de que haya un buen modo de abordar ese tema en particular —le dijo Laura—. ¿Qué se dice? «Ey, ¿cómo estás? Por cierto, anoche vi a tu marido con otra».

Adelia se rio.

—Tienes razón. Dudo que Emily Post plasmara algo así en sus libros de protocolo.

—Al menos puedes reírte ahora —dijo Laura con gesto de aprobación—. Y eso es un gran paso.

—Sí, los días en los que no estoy ni furiosa ni resentida, soy todo risas —contestó Adelia acompañando el comentario con una sonrisa—. Pero lo cierto es que cada día es mejor que el anterior. Puedo darles las gracias a mis hijos y a este trabajo por haber hecho que me centre en el futuro y no en el pasado. Y mi abogada ha sido una bendición caída del cielo. Helen no les está dejando ni a Ernesto ni a su asqueroso abogado llevarse nada.

Laura asintió.

—He oído que Helen es una aliada increíble en una situación así.

—¡La mejor! —confirmó Adelia mientras sacaba un vestido de la zona de tallas cuarenta y dos—. Esta es una treinta y ocho y te sentaría genial. Este verde salvia suave iría perfecto con tu tono de piel. Destacaría el verde de tus ojos y tus mechas rubias.

Laura estudió el sencillo diseño del vestido de lino. En la percha no resultaba nada especial y, además, nunca antes había llevado tonos verdes porque siempre había pensado que la hacían parecer demacrada.

—¿Estás segura?

—Confía en mí —dijo Adelia—. Me darás las gracias en cuanto te veas en el espejo. Vamos. Seguiré buscando por si hay más tallas treinta y ocho descolocadas por otros percheros.

Dos minutos después, Laura estaba asombrada mirándose en el espejo del vestuario. El vestido dibujaba sus curvas ciñéndose a ellas, parecía acariciar sus pechos y dejaba ver la cantidad justa de escote con esa forma en «V». El verde salvia daba a sus ojos un toque esmeralda y de pronto sus mejillas estaban salpicadas de un inesperado color.

—¡Por Dios! —murmuró justo cuando Adelia llegó con el perfecto pañuelo de flores que le añadía un extra de sofisticación y estilo.

—Te lo he dicho —dijo Adelia con sonrisa de satisfacción mientras se colocaba el pañuelo de maneras distintas para mostrarle las posibilidades.

—¿Podrías venir a mi casa y vestirme todo el tiempo? —preguntó Laura solo medio en broma. Ella jamás podía combinar prendas con el estilo con que Adelia lo había hecho en escasos minutos y siempre que había felicitado a alguna amiga por un nuevo look, todo el mérito había recaído en Adelia. No le extrañaba que la tienda de Raylene estuviera siendo un negocio tan próspero últimamente.

—Tú búscate una pareja para una cita ardiente y allí estaré —le prometió Adelia con una sonrisa.

—Ni siquiera he mirado la etiqueta —lamentó Laura—. Voy a llorar si se sale de mi presupuesto.

—Está en venta y tienes un vale descuento —le recordó Adelia—. ¿Y quién puede ponerle precio a estar tan espectacular?

—Eres muy buena —le dijo Laura mientras se ponía su ropa y antes de seguirla hasta la caja registradora. Y aunque se estremeció con la suma total, le entregó su tarjeta de crédito sin apenas inmutarse.

Se consoló pensando que la compra que había realizado había sido un éxito tal que ya no necesitaba tomarse ningún helado. Y eso era algo positivo ya que, para poder pagar el vestido, tendría que cenar cereales o sándwiches de mantequilla de cacahuete y gelatina durante un mes.

Después de años entrenando y dando clases en el Instituto Serenity y de llevar un buen tiempo casado con Maddie y ocupándose de sus hijastros y de los dos pequeños que tenían en común, Cal suponía que tenía cierto instinto para detectar cuándo esos niños le mentían y, ahora mismo, Katie estaba haciéndolo. Le había pedido que se quedara con él en la cocina después de que hubieran metido los platos en el lavavajillas y ella, a regañadientes, se había quedado.

Estaban sentados en la mesa y la chica estaba haciendo lo posible por evitar mirarlo a los ojos a la vez que esquivaba cada pregunta que le había formulado hasta el momento.

—Has esquivado con mucho cuidado una pregunta directa —le dijo al cabo de un rato a su hijastra—, así que deja que lo intente otra vez. ¿Tienes idea de por qué Misty se está saltando las clases de la señorita Reed?

—¿No debería la señorita Reed preguntarle eso a Misty?

—Créeme, lo hará. Solo esperaba que pudieras informarme un poco antes de que todo este asunto estalle y acaben expulsando a Misty. La señorita Reed no quiere que eso pase. Está intentando ayudarla antes de que Betty Donovan se meta. Sabes muy bien que la señora Donovan tiene una política de tolerancia cero con los que se saltan las clases. ¿No acabas de aprenderlo por las malas?

Katie se ruborizó, parecía incómoda con el tema.

—No deberían expulsar a Misty —protestó débilmente—. No cuando existen… cómo lo llaman… circunstancias atenuantes.

—Ah, ¿y eso por qué? —le preguntó asombrándose ante su lógica y más interesado aún que antes por esas circunstancias atenuantes.

Katie puso cara de haberse dado cuenta de que se había adentrado en terreno peligroso.

—¡Venga! —dijo con cierta agresividad empleada claramente para tapar su error—. Solo se pierde una o dos clases, no es todo el día ni nada.

Cal la miró con impaciencia.

—No te hagas la tonta, Katie. Sabes que la expulsión es obligatoria tras faltas repetidas y, al parecer, Misty se ha estado saltando las clases de manera regular.

—Pero… —comenzó a decir y al instante se calló.

—¿Pero qué? Si hay una buena razón para que falte a clase, cuéntamelo.

Katie alzó la barbilla con terquedad.

—No puedo decir nada.

—¿Porque no lo sabes o porque has jurado mantener el secreto?

—Porque es confidencial —respondió alterada—. ¿Qué clase de amiga sería si largara los secretos de otro?

—Tal vez la clase de amiga que podría evitar que su amiga se metiera en más líos de los que puede gestionar. Admiro tu lealtad. De verdad que sí.

—Pues entonces deja de hacerme todas esas preguntas —le suplicó con los ojos brillantes y con lágrimas contenidas.

Cal se mantuvo firme.

—Lo siento, no puedo hacerlo. A veces hay cosas que los adultos tienen que resolver por los niños. Y sospecho que esta es una de ellas.

Ella lo miró pensativa.

—¿Como cuando yo era pequeña y Sarah y Raylene se callaron y no le contaron a nadie que Annie no comía?—dijo demostrando que no era tan ingenua como había fingido ser—. Deberían haberlo contado.

Cal asintió.

—Exactamente igual que eso.

Aunque Annie había sobrevivido a su casi letal anorexia y ahora estaba felizmente casada con Ty, el hermano mayor de Katie, lo que le había pasado por entonces los había impresionado a todos y a Cal le pareció que era un tema que estaría bien no olvidar.

—A Misty no le pasa nada de eso, ¿verdad?

La respuesta inmediata de Katie, que negó con la cabeza, rotundamente, fue reconfortante.

—Yo nunca me callaría con eso, Cal. Lo prometo. Mamá, Annie y Ty no dejan de decírmelo. Probablemente conozco más señales de aviso de la anorexia que cualquier niño del colegio.

–¿Lo que le pasa es potencialmente grave? —le preguntó él ahora que tenía toda su atención—. ¿Hay algún tipo de situación que se os esté escapando de las manos?

De nuevo, Katie se mostró incómoda.

—No es nada de eso. Si lo fuera, te lo diría por mucho que lo hubiera prometido. Lo juro.

—De acuerdo —dijo ablandándose un poco—, pero prométeme que acudirás a mí o a mamá si crees que Misty corre algún tipo de peligro, ¿entendido?

Katie lo miró seriamente.

—Ya le he pedido que hable contigo, pero me ha dicho que no —dijo con clara frustración—. Sé que debería haber un adulto al corriente.

Cal frunció el ceño al oír su tono. Estaba claro que la niña estaba preocupada por lo que fuera que estaba sucediendo.

—A ver, ¿qué me estoy perdiendo? —le preguntó con delicadeza—. ¿No te sentirías más cómoda contándome algo?

—Es complicado —respondió casi al borde de las lágrimas.

—¿Me prometes que si Misty no pide ayuda y la necesita, acudirás a mí o a tu madre antes de que la cosa vaya a peor? —insistió Cal.

Ella asintió.

—Te lo prometo —dijo y salió corriendo hacia la puerta antes de que él pudiera hacer un último intento de sacarle información.

Suspirando, Cal entró en el salón y se sentó con Maddie en el sofá. Inmediatamente, ella se acurrucó a él.

—¿A qué ha venido eso? ¿Por qué querías hablar con Katie? Como he imaginado que tendría que ver con el instituto, os he dejado solos.

—Misty, la amiga de Katie, está metida en algún problema y estoy intentando ayudar a una de las profesoras a encajar las piezas de este misterio. Pensaba que tal vez podría convencer a Katie para que me contara lo que pasa. Pasan mucho tiempo juntas y estoy seguro de que sabe algo.

—Pero no te lo cuenta —concluyó Maddie—. ¿Quieres que pruebe yo?

Cal sacudió la cabeza.

—Tal vez más adelante. He insistido tanto que, con suerte, Katie empezará a preocuparse y a plantearse si guardando silencio le hará algún favor a Misty.

—¿Tienes alguna idea de lo que puede estar pasando?

—No creo que sea anoréxica ni bulímica, que eran mis principales preocupaciones. Por lo que me ha dicho, ella tampoco lo cree. Seguro que diría algo después de ver que Annie terminó hospitalizada. Eso le supuso un gran impacto, por muy pequeña que fuera cuando pasó. Y lo ha vuelto a ver hace unos meses con Carrie Rollins, antes de que Carter y Raylene se casaran.

—Sí, opino lo mismo. Katie nunca dejaría que algo así pasara. Lo de Annie nos asustó a todos. Pero entonces, ¿qué puede ser?

—Alguna calificación mala que no se esperara, problemas en casa, problemas con un chico. Es complicado saberlo. A esa edad todo se convierte en un drama, ¿no? —suspiró—. ¿Recuerdas cuando lo más difícil para un crío era atrapar libélulas en una noche de verano?

—Aquellas eran épocas de dulce inocencia —le confirmó Maddie antes de añadir—: Por cierto, hay problemas en casa. Lo sé porque la madre de Misty se desapuntó del spa el otro día. Dijo que no podía permitirse gastos innecesarios ahora mismo. Por el pueblo corre el rumor de que su marido quiere divorciarse y que ella se niega. No sé si eso significa que el dinero es la raíz de sus problemas, o si ella está intentando ahorrar dinero por si acaban divorciándose o necesita pagar un abogado.

—Supongo que podría ser una explicación al problema —dijo Cal, aunque al instante sacudió la cabeza—. Pero no lo creo. En la mayoría de los casos, cuando en casa pasan esas cosas, el colegio se convierte en un refugio, y con Misty pasa justo lo contrario.

Maddie asintió.

—Tiene sentido.

—Además —dijo Cal pensando, intentando comprender qué podría estar pasando—, mucha gente se divorcia. ¿Sentiría Katie la necesidad de tener que callarse por eso, sobre todo si la noticia ya está corriendo por el pueblo?

—Bien pensado —dijo Maddie—. Esa es una de las razones por las que te quiero. Porque eres muy sensato —lo besó en la mejilla—. E inteligente —el siguiente beso fue a parar en su frente—. Y perspicaz —el último beso se lo dio en los labios.

Cal sonrió y después la miró de arriba abajo haciéndola ruborizarse.

—¿Por qué tengo la impresión de que está usted intentando seducirme, señora Maddox?

Ella lo miró con inocencia.

—Y yo que creía que estaba siendo sutil. Los niños ya están durmiendo, Katie está metida en su habitación, hablando por teléfono o, con suerte, haciendo los deberes y escuchando su iPod. Me parece el momento ideal para que tú y yo pasemos un ratito solos.

Cal sonrió.

—¿Y por qué no lo has dicho en cuanto has entrado? Ya hemos desperdiciado quince minutos.

—Hablar contigo nunca es un desperdicio de tiempo. Para mí cuenta como un preámbulo.

Cal se rio.

—Y por eso te quiero.

Casarse con esa mujer, a pesar de toda la controversia que había generado en el pueblo, había sido lo más inteligente que había hecho en su vida.

Misty acababa de terminar los deberes, incluso los de Lengua y Matemáticas, cuando Katie la llamó.

—Cal acaba de someterme al tercer grado. Creo que ha estado a punto de torturarme para sacarme la verdad.

Misty se quedó sin aliento.

—¿La verdad sobre qué?

—Sobre por qué te estás saltando las clases —le respondió Katie con impaciencia—. ¿Por qué si no? Ya te dije que no sería un secreto por mucho tiempo.

—¿Y quién se lo habrá contado?

—La señorita Reed, por supuesto. Como has dicho, el señor Jamison no se entera de nada. O, al menos, Cal no lo ha mencionado en ningún momento.

Inmediatamente a Misty la invadió el pánico.

—¿Qué voy a hacer ahora?

—Para empezar, ir a clase —respondió Katie como si no fuera nada volver a entrar en clase y ver a Annabelle después de todos los comentarios desagradables que había colgado en Internet y las pequeñas amenazas que le había murmurado cada vez que Misty y ella se cruzaban—. Yo estaré allí también. Si Annabelle te mira mal, solo con eso, le daremos una paliza.

A pesar de su consternación, Misty dejó escapar una ligera risa.

—Sí, claro, como que íbamos a poder.

—Te digo que podríamos. Ty me ha enseñado algunas tácticas de defensa personal. Me dijo que las podría necesitar si algún chico se pasa de la raya cuando tenga una cita. Derribar a Annabelle sería pan comido. La he visto en clase de gimnasia. Es una pava.

—No creo que sea mucho mejor que nos expulsen por pelearnos que ser expulsadas por saltarnos clases –le dijo Misty—. Y tú no te puedes permitir que vuelvan a expulsarte.

—Si contáramos la verdad sobre el porqué, seguro que no pasaría nada.

—Pero entonces más gente todavía se enteraría de lo que Annabelle va diciendo de mí —protestó Misty.

—Los del instituto ya lo saben, está en Internet, ¿lo recuerdas? Pero todos los que te conocen saben que ni una palabra es verdad.

Misty suspiró.

—Lo sé, pero hay muchos que se creen sus asquerosas mentiras. Los oigo cuchichear a mis espaldas cuando me ven. ¿Por qué crees que no entro en la cafetería? Si entro allí les doy la oportunidad de soltarme todas esas cosas a la cara. Al menos en clase hay profesores delante y eso suele hacer que tengan la boca cerrada, menos Annabelle, claro. No le importa quién esté delante. Ojalá la señorita Reed o el señor Jamison hubieran oído alguna vez las cosas que me ha dicho.

—Yo lo he oído, y también otros chicos. Todos te apoyaríamos si contaras algo.

Misty lo pensó. Era prácticamente lo único en lo que había pensado desde que había empezado el curso y Greg le había pedido salir aquella primera vez. Fue entonces cuando habían empezado los mensajes en Internet y seguro que no había sido una coincidencia. Katie tenía razón en eso.

Pero aunque sabía que necesitaba ayuda, era incapaz de pedirla. Sería humillante que sus profesores, sobre todo a los que admiraba de verdad como la señorita Reed, se enteraran de las cosas que Annabelle estaba diciendo de ella. Se pensarían que era una especie de degenerada maniaca del sexo o algo así. Si hubiera hecho siquiera una décima parte de las cosas que Annabelle había publicado en Internet, probablemente ya la habrían dejado embarazada. Era asqueroso.

Y además, claro, no habría duda de que sus padres se enterarían. Y las cosas ya iban bastante mal entre ellos tal como estaban. No quería que discutieran por ella ni que llegaran a creerse esas terribles mentiras. Ya podía oír a su padre culpando a su madre por permitir que su hija se hubiera convertido en una chica despreciable e inmoral. ¡Era una pesadilla! Toda su vida era una pesadilla.

—Tengo que colgar —le dijo a Katie—. Creo que mi madre me está llamando.

—No, no te está llamando. Lo que pasa es que no quieres seguir hablando de esto.

—Pues no —respondió Misty sinceramente.

—Entonces vamos a hablar de otra cosa. ¿Quieres que vayamos a ver una peli este fin de semana?

—Me parece que no —la última vez que había ido al cine, se había encontrado con Greg y Annabelle. Greg le había lanzado esa mirada de desdén que hacía que se le helara la sangre y Annabelle se había mostrado de lo más petulante. Había querido marcharse incluso antes de que hubieran empezado los créditos.

—Sé que no tiene sentido pedirte que vengas mañana al partido de rugby —le dijo Katie con pesar.

—Ninguno —respondió Misty con sentimiento.

—¿A ver qué te parece esto? Podríamos ir a Wharton’s a tomar una hamburguesa mientras se celebra el partido. Así será imposible que coincidamos allí con Annabelle durante el tiempo que Greg esté jugando. Es más, la mitad del pueblo estará en el partido.

—Pero no deberías perdértelo por mi culpa —protestó Misty aunque el ofrecimiento la conmovió.

—Créeme, me enteraré de todo durante el desayuno al día siguiente —le aseguró Katie—. Kyle viene a pasar el fin de semana. Mi hermano y Cal repasarán todas las jugadas, así que será igual que estar allí, pero no tan aburrido.

Misty se rio.

—Con un jugador de béisbol como Ty por hermano mayor y el entrenador Maddox como padrastro, ¿cómo has podido crecer con tanta aversión hacia el deporte? Hasta Kyle, que nunca ha jugado a nada, se vuelve loco con los partidos.

Katie se rio.

—Supongo que ha sido cuestión de suerte. Pero al menos sé suficientes datos sobre deportes para fingir cuando tenga una cita con un chico. Ningún chico podrá pensar que soy una negada total. Bueno, entonces, ¿quedamos mañana por la noche?

—Si estás segura de que no te importa no ir al partido, estaría genial ir a Wharton’s.

—¡Pues ya tenemos plan! Y sigue pensando en lo de la señorita Reed, ¿vale?

—Claro —respondió Misty de nuevo algo hundida. Con el ultimátum del señor Fullerton pendiendo sobre su cabeza, no tendría mucha elección.

Capítulo 3

La mayoría de los días, J.C. le pedía a alguien de la consulta que le llevara el almuerzo, pero su preocupación por Misty hizo que ese día estuviera inquieto y decidiera acercarse a Wharton’s pensando que un paseo aliviaría su estrés y le daría un cambio de aires más que necesitado.

Acababa de sentarse en un banco cuando alzó la mirada y vio a su enfermera de pie junto a una escultural pelirroja que no conocía. Era atractiva de un modo que le habría atraído en un pasado, pero que ahora no le llamaba nada la atención. Se felicitó por haber acumulado, por fin, suficiente inmunidad a todas las mujeres. Era algo en lo que se había esforzado mucho desde su desastroso, y desgraciadamente predecible, divorcio. Antes de recorrer el pasillo hasta el altar debería haber sabido que él también sería víctima de lo que consideraba la maldición Fullerton, la imposibilidad de los hombres de su familia de elegir mujeres que no los traicionaran.

—Qué coincidencia tan maravillosa —dijo Debra sonriéndole—. ¿Podemos sentarnos contigo?

Aunque vio la situación como lo que era exactamente, otro de los intentos de su enfermera por buscarle una cita, no se le ocurrió ningún modo elegante de negarse.

—Claro —respondió a regañadientes—. Sentaos.

En cuanto se sentaron en el banco frente a él, Debra dijo:

—J.C., te presento a mi amiga Janice Walker, la hija de Linda. Ha venido de visita desde California. ¿Te acuerdas? Te lo conté todo sobre ella ayer. Es su primera vez en Serenity.

J.C. logró esbozar una sonrisa.

—¿Y te gusta lo que has visto de momento?

—Es un pueblo precioso. Y puedes llamarme Jan, por favor.

La joven le lanzó una compasiva mirada que apuntaba a que entendía y compartía lo incómodo que se sentía. Y eso, al menos, lo ayudó a relajarse un poco.

—¿Cuánto tiempo vas a quedarte?

—Solo unos días.

—A menos que pueda convencerla para que se quede más —apuntó Debra—. ¿Te he dicho que Jan es enfermera practicante de pediatría? Llevo tiempo diciéndole a Bill que la incorporemos a la plantilla. Ahora que el pueblo está creciendo tanto y que hay tantas familias jóvenes, los dos apenas podéis con todo, ¿no?

Aunque tenía razón, J.C. no pensaba apoyar su plan.

—Depende de Bill, él decide el tema de personal.

—Pero a ti te escucharía —insistió Debra.

Jan se rio.

—Ya ha quedado claro, Debra. Deja tranquilo al pobre. No he venido aquí buscando trabajo.

—Puede que no, pero serías la incorporación perfecta a nuestro equipo y no tengo intención de dejarte marchar.

Por suerte, Grace Wharton llegó en ese mismo momento para tomarles nota. Iba acelerada.

—Lo siento, doctor, pero estamos abarrotados. Al parecer hoy nadie se ha llevado el almuerzo al trabajo. Todo el pueblo está aquí y ninguno ha decidido aún lo que quiere tomar.

—Bueno, pues yo no tengo ese problema —le aseguró—. Tomaré la ensalada del chef con aliño italiano aparte.

Grace elevó los ojos al techo, como hacía siempre.

—Qué sorpresa. Un día de estos te voy a convencer para que te tomes una hamburguesa como los clientes normales.

Él se rio.

—Alguien más además de yo tiene que comer ensalada porque, si no, no la tendrías en el menú.

—¿Te apetece un batido de chocolate para acompañarla? La leche te viene bien, ¿verdad?

—No con la cantidad de helado que le pones. Ya he oído hablar de esos batidos tan espesos y espumosos que haces. Por muy deliciosos que suenen, creo que voy a pasar.

—Qué aburrido eres —le acusó girándose hacia Debra y Jan—. Espero que vosotras seáis un poco más osadas —miró a Jan con curiosidad—. Eres nueva en el pueblo. Nunca olvido una cara.

—Ha venido a visitarme desde California —dijo Debra—. Janice es la hija de una vieja amiga e intento convencerla para que se quede a vivir aquí.

—Pues buena suerte. Bueno, decidme, ¿qué os pongo?

—Yo quiero una hamburguesa con queso —respondió Debra al instante.

—Y yo tomaré lo mismo —añadió Jan con un brillo en la mirada—. Esta tarde correré un kilómetro más.

—¿Corres? —le preguntó J.C.

—No corro maratones, si a eso te refieres —le dijo sonriendo—, pero sí que corro unos kilómetros de manera regular para poder compensar todas las cosas terribles que me encanta comer.

—A lo mejor los dos podríais salir a correr juntos —sugirió Debra, claramente sin renunciar a su labor de casamentera—. Jan me ha dicho precisamente esta mañana que la pista de atletismo del instituto se le está empezando a hacer aburrida. Podrías enseñarle la ruta alrededor del lago.

—No hace falta —dijo Jan claramente avergonzada ante la insistencia de Debra.

—Salgo a correr a primerísima hora de la mañana —señaló de pronto J.C.—. Será un placer recogerte y llevarte a correr. El lago es un lugar precioso, sobre todo justo después del amanecer.

Jan asintió.

—Pues me encantaría, si estás seguro de que no te importa.

—¿Te parece muy pronto a las siete? Si vamos más tarde, empieza a llegar mucha gente.

—Claro que no.