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Italo Calvino

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Beschreibung

De padres italianos, Italo Calvino nació en Cuba y vivió en Italia y en París, conoció mundo y tomó nota de él. Fue partisano, viajero y escrutador; político "sui generis", idólatra del lenguaje y la metaficción y naturalista diletante; erudito, inconformista y soñador; pero por encima de todo fue un lector integral que se convirtió a la vez en editor de Einaudi y en escritor de éxito. Como un mago de la alquimia, Calvino atravesó todos los estados de la materia narrativa, del estado sólido del neorrealismo al estado líquido de la fábula y el cuento fantástico, y por fin al estado gaseoso de la filosofía con la que concluye la última obra que publicó en vida, ese prodigio de sensibilidad titulado "Palomar".

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Seitenzahl: 437

Veröffentlichungsjahr: 2017

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ITALO CALVINO

Palomar

Edición de Javier Aparicio Maydeu

Traducción de Aurora Bernárdez

Índice

INTRODUCCIÓN

1. Del partisano comprometido al intelectual global: comentarios apresurados a la biografía cosmopolita y la literatura poliédrica de Calvino

2. «Palomar» o la narrativa al final de un largo alambique

2.1. Primera apostilla. Ejercicio de la descripción y elogio de la levedad

2.2. Segunda apostilla. El señor Palomar entre el sujeto y el objeto: del encomio de la observación (y de la comunión intelectual con el mundo)

2.3. Tercera apostilla. El señor Palomar entre el hombre y el cosmos. (De nuevo el universo y la cáscara de nuez)

ESTA EDICIÓN

AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA

PALOMAR

Nota preliminar

1. Las vacaciones de Palomar

1.1. Palomar en la playa

1.1.1. Lectura de una ola

1.1.2. El seno desnudo

1.1.3. La espada del sol

1.2. Palomar en el jardín

1.2.1. Los amores de las tortugas

1.2.2. El silbido del mirlo

1.2.3. El césped infinito

1.3. Palomar mira el cielo

1.3.1. Luna de la tarde

1.3.2.El ojo y los planetas

1.3.3.La contemplación de las estrellas

2. Palomar en la ciudad

2.1. Palomar en la terraza

2.1.1. Desde la terraza

2.1.2. La panza de la salamanquesa

2.1.3. La invasión de los estorninos

2.2. Palomar hace la compra

2.2.1. Un kilo y medio de grasa de ganso

2.2.2. El museo de los quesos

2.2.3. El mármol y la sangre

2.3. Palomar en el zoo

2.3.1. La carrera de las jirafas

2.3.2. El gorila albino

2.3.3. El orden de los escamados

3. Los silencios de Palomar

3.1. Los viajes de Palomar

3.1.1. El arriate de arena

3.1.2. Serpientes y calaveras

3.1.3. La pantufla desparejada

3.2. Palomar en sociedad

3.2.1. Del morderse la lengua

3.2.2. Del tomarla con los jóvenes

3.2.3. El modelo de los modelos

3.3. Las meditaciones de Palomar

3.3.1. El mundo mira al mundo

3.3.2. El universo como espejo

3.3.3. Cómo aprender a estar muerto

CRÉDITOS

A Natàlia Berenguer que, como el *, es sinónimo de valor añadido. También el señor Palomar bendice el *, pues al fin y al cabo un * es una estrella, y sabido es que la estrella es el germen del firmamento

INTRODUCCIÓN

 

Amelio filosofo solitario, stando una mattina di primavera [...] seduto all’ombra di una sua casa in villa [...].

Giacomo Leopardi, «Elogio degli uccelli», Operette morali

Los sentimientos y observaciones del hombre solitario son al mismo tiempo más confusos y más intensos que los de la gente sociable; sus pensamientos son más graves, más extraños y siempre tienen un matiz de tristeza.

Thomas Mann, Muerte en Venecia

Je propose à chacun l’ouverture de trappes intérieures, un voyage dans l’épaisseur des choses

Francis Ponge, «Natare piscem doces», Proêmes

De cómo filosofar es aprender a morir

Michel de Montaigne, Ensayos, XX

Aventura y soledad de un individuo extraviado en la vastedad del mundo hacia una iniciación y autoconstrucción interior

Italo Calvino, «Entrevista de Maria Corti», Ermitaño en París. Páginas autobiográficas

 

Tullio Pericoli, Italo Calvino, 1994 (acuarela y tinta china sobre papel).

 

1. DEL PARTISANO COMPROMETIDO AL INTELECTUAL GLOBAL: COMENTARIOS APRESURADOS A LA BIOGRAFÍA COSMOPOLITA Y LA LITERATURA POLIÉDRICA DE CALVINO

La literatura defiende lo individual, lo concreto, las cosas, los colores, los sentidos y lo sensible contra lo falsamente universal que agarrota a los hombres y contra la abstracción que los esteriliza. [...] La literatura recuerda que la totalidad del mundo se ha resquebrajado y que ninguna restauración puede fingir la reconstrucción de una imagen armoniosa y unitaria de la realidad, que sería falsa. [...] La literatura es un viaje por la vida

Claudio Magris, «¿Hay que expulsar a los poetas de la república?», Utopía y desencanto. Historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad

La claridad de Calvino, asociada a su búsqueda de conocimiento, es un modelo de literatura. En el fondo es un moralista en el sentido clásico de Marco Aurelio, que sitúa la vida en sus justos límites

Francisco Jarauta, El Mundo, 1 de octubre de 2015

NACE en Santiago de las Vegas, Cuba, el 15 de octubre de 1923 (la víspera del día en que Walt Disney fundó su compañía, tal vez un guiño premonitorio del que habría de ser una referencia inexcusable del mundo de la fantasía y el cuento de hadas). Y a los dos años ya viaja de Cuba a Italia. Precoz, con apenas diecinueve años ofrece a la editorial Einaudi, de la que más tarde será empleado, directivo y consejero poco menos que vitalicio, un juvenil volumen de cuentos que, ma questo è scontato, le rechazan. No teme mancharse las manos con política porque un poderoso sentido de la ética lo lleva en volandas desde muy joven. Milita en el Partido Comunista Italiano. Lucha como partisano en la batalla de Baiardo durante la Segunda Guerra Mundial y ve volar por encima de él cazas aliados. A Calvino el nacer en América lo marcó, como lo hizo el ser, como señalamos, hijo de un agrónomo y de una botánica que introdujeron para siempre en su espíritu, como advierten todos los lectores de Palomar, el interés por la naturaleza —que comparte con Plinio pero no menos con Eugenio Montale1— y el talante y los métodos del naturalista y el científico. El tiempo que le tocó vivir lo obligó no obstante a tener que combatir y que convertirse en un hombre de acción. También él, como aquellos legendarios poetas del Renacimiento (y entre ellos es preciso incluir stricto sensu a Ariosto, cuyo Orlando furioso narrado en prosa publicó Calvino en 1970 como un scherzo de altos vuelos), empuñó las armas y se complació con las letras de forma muy temprana. Su experiencia combatiendo en la resistencia durante la Segunda Guerra Mundial cimenta su primera novela, El sendero de los nidos de araña —un bildungsroman canónico que relata el aprendizaje de Pin, el pícaro hermano de una prostituta que acaba orgullosamente atrapado en la telaraña de la resistencia de la mano de un comunista y de un partisano, Primo, en cuya heroica figura quiere reflejarse—, y los relatos reunidos en los volúmenes La entrada en guerra y, en menor medida, Por último, el cuervo, narraciones, la una y los otros, adscritas, no sin ciertos reparos por cuanto Calvino ya hizo de las suyas con el modelo, al estilo del neorrealismo en boga en la literatura italiana del momento, con una base autobiográfica ostensible, incursiones en la literatura de la memoria y una fuerte carga ideológica.

Hacia 1945 se hace amigo de Cesare Pavese2, que se convertirá2en su primer lector, en su consejero, en su maestro admirado y su referencia moral, y que lo animará a concluir su primera novela. Publica en las revistas de su admirado Elio Vittorini y de Giorgio Bassani, y entabla buena amistad con Norberto Bobbio y con Natalia Ginzburg —con la que visita a Hemingway en Stresa en 1948—, lo que significa que su entrada en el universo cultural italiano es temprana. De la mano de Pavese, en 1946 empieza a colaborar con Einaudi, y a su vida política y literaria se le añade una intensa vida editorial que no abandonará nunca y de la que siempre se sentirá orgulloso por la oportunidad que le ha brindado de conocer la obra ajena3 y los procesos creativos para mejorar la propia. Estudia la obra de Conrad, se ocupa de Pasolini, escribe juguetes escénicos, que estrena en el Teatro Donizzetti de Bergamo o en La Fenice de Venecia, y dedica incontables horas a cartografiar y editar las fábulas tradicionales italianas. Se las arregla para hacer compatible su entusiasmo por la cultura popular y su interés por las últimas tendencias estéticas. Le interesan Picasso, Cézanne o, especialmente, Klee. La década de los cincuenta corresponde a su inmersión en la literatura fantástica, a la que dedica la trilogía Nuestros antepasados (El vizconde demediado, publicado en 1952; El barón rampante, de 1957; y El caballero inexistente, que sale a la luz en 1959), a medio camino entre la fábula de raíz popular, ciertas afinidades con la vanguardia, seguramente con el surrealismo, y una voluntad alegórica que pretende la distinción y el equilibrio entre la ideología, la política o la utopía de la que procede y una realidad que cada vez con más intensidad observa con mirada a un tiempo existencial y fenomenológica4. A principios de los sesenta acude a la Feria de Frankfurt, puede permitirse rechazar la invitación a colaborar en el Corriere della Sera y viaja a París, donde conocerá a su esposa Esther Judith Singer, Chichita, prestigiosa traductora argentina en organismos como la Unesco. Publica en 1963 Marcovaldo, uno de sus libros imprescindibles, un volumen de relatos que le dedica a la ciudad contemporánea una lectura tan entrañable como irónica de la mano de uno de sus más célebres personajes, precursor del señor Palomar. Regresa en 1964 a su Cuba natal, y no pierde la oportunidad de entrevistarse con el mismísimo «Che» Guevara.

En París de 1967 a 1980, escribiendo mientras traduce la novela Les fleurs bleues de Raymond Queneau, quien lo introducirá en el grupo experimental Oulipo —del que será nombrado «miembro extranjero» en febrero de 19735— y le presentará a Perec, a Roubaud y a otros autores que resultarán decisivos para la etapa final de su narrativa. Se interesa a la vez por los debates de la crítica estructuralista y se apasiona por la semiótica, asiste en 1968 a los cursos de Roland Barthes sobre el Sarrasine de Balzac en La Sorbonne6, conoce al semiólogo Algirdas J. Greimas el mismo año con ocasión de un simposio de estudios semióticos en la Università di Urbino y entra de lleno en el estudio de la lingüística y la teoría de la traducción, a las que dedicará artículos como «De la traducción» (1963), «La antilengua» (1965) o «La mejor manera de leer un texto es traducirlo» (1982).

En la década de los setenta publica diversos prefacios en ediciones de los cuentos de Perrault o los hermanos Grimm, y dirige la colección Centopagine en Einaudi, lo que le permite publicar algunos de sus autores favoritos, entre ellos Robert L. Stevenson, Stendhal o Hoffmann, Diderot (el ascendiente de la literatura dieciochesca es esencial en la obra de Calvino7), Gogol o Yeats. Lee siempre de forma perseverante, y confiesa su interés por Alberto Savinio (su fantasía, nacida del surrealismo que compartió con su hermano Giorgio de Chirico, y su decisión en La infancia de Nivasio Dolcemare, de 1941, de disfrazarse de un personaje para ejercitar la autobiografía de una forma sin duda insólita); por Paul Valéry (su vertiente ensayística y el interés por la desavenencia entre la complejidad del mundo y el orden mental del individuo, que Palomar ilustra de forma explícita, y asimismo la voluntad de su personaje Monsieur Teste de La Soirée avec Monsieur Teste [1896] y de Monsieur Teste [1926] de alcanzar la máxima precisión de su pensamiento así como el más alto grado de minuciosidad en sus procedimientos —pese a que Teste parece exclusivamente mental y Palomar, siéndolo también, se escora hacia lo sensual— además, naturalmente, de su condición de presumible trasunto o Doppelgänger del propio Valéry8, y de la coincidenciade los tratamientos, pues no por azar Calvino emplea en el texto la misma fórmula, ‘el señor Palomar’, que escogió Valéry, ‘M[onsieur] Teste’); o por Gadda8 y Giorgio Manganelli9 (resplandece en ambos casos cierta poética del fragmento y el lenguaje llevado a sus extremos, y sabido es que, mucho antes de la composición de sus obras más cercanas al grupo del Oulipo, a Calvino ya le fascinaba el extremo al que puede conducirse el lenguaje), autores que en primera instancia no se encuentran próximos a su literatura pero a los que profesa verdadera admiración y con los que no deja de tener cierta afinidad y de compartir intereses y procedimientos literarios, como sucede con Goffredo Parise, con el que se escribe y comparte la admiración por Gadda, o con Tommaso Landolfi, con el que comparte el interés por la obra de Leopardi y del que Calvino publicó una antología de su obra, Le più belle pagine de Tommaso Landolfi (Rizzoli, 1982), con un prólogo esclarecedor de la literatura fantástica y a la vez perversa del heredero italiano de los extravagantes románticos epigonales Barbey d’Aurevilly y de Villiers de l’Isle-Adam. Otros autores sí influyeron de forma manifiesta en su narrativa, y de forma determinante en Palomar. Uno es Leopardi, su concisión o su brevedad, el carácter moralista y el interés por la relación del individuo con su entorno y con la naturaleza de sus Operette morali (1835) no deben obviarse a la hora de enjuiciar la obra que nos ocupa10. Otro es el poeta Francis Ponge, y en varios aspectos, a saber: la relación del perceptor con el objeto; la cuestión de tener que resolver la discordancia entre palabra y cosa; la descripción obsesiva, en Le parti pris des choses (1942), de elementos cotidianos, banales en apariencia12, que propicia una necesaria epifanía de las patatas,11de una caja o una vela, de la naranja, el pan, el caracol, el guijarro, el cigarrillo o el mero trozo de carne (al que el señor Palomar presta también atención en el texto «El mármol y la sangre» de la sección «Palomar hace la compra»); su atención al ciclo de las estaciones, que Calvino comparte sobre todo en Marcovaldo y en Palomar (advertirá el lector que el texto hace referencia a las cuatro estaciones mencionando los meses, ‘abril’, ‘agosto’, ‘noviembre’, o bien las propias estaciones, ‘verano’ e ‘invierno’); o el concepto de objoie (la joie del objet, esto es, la complacencia en la visión o contemplación del objeto), que desarrolla en El jabón (1967). Un tercer autor determinante es Samuel Beckett, al que Calvino cita en varias ocasiones a la hora de insistir en la importancia del vínculo o de la correlación entre personaje y entorno, natural o civilizado, y cuyo personaje Molloy ya asoció Seamus Heaney al señor Palomar, en su reseña de Palomar en The New York Times que figura como epílogo de la edición original vigente de Mondadori, aludiendo al absurdo de ciertas situaciones en las que ambos se ven involucrados en sus respectivos itinerarios que, por otra parte, sin duda los convierten en flâneurs12. Su deuda con Borges no se reduce a la creación de mundos imaginarios, o a la concepción de ciudades y civilizaciones tan remotas como ficcionales y una connivencia con la literatura fantástica y con la combinatoria; aumenta con su cosmopolitismo y su dedicación viajera, y los capítulos «Exploración de lo fantástico» y «La forma del tiempo» de Colección de arena no son ajenos a la impronta del autor de Antología de la literatura fantástica (1940), viajero en el espacio y a la vez viajero en la mente13. Asimismo tuvo Calvino presente a un personaje de Brecht y al protagonista de El hombre sin atributos de Robert Musil, Ulrich, en la concepción de Palomar como personaje y en el estilo con el que presentárselo al lector14. A su obstinación por establecer vínculos estrechos entre el objeto cotidiano o la situación trivial y la trascendencia del cosmos y la gravedad de las grandes preguntas existenciales contribuyó también su lectura de Edad de hombre, la impresionante autobiografía de Michel Leiris cuyo eco resuena en varias páginas de Palomar15. Su vasta cultura literaria le permitía tener a su alcance incontables modelos y referencias, y a la vez sentirse felizmente perdido en el laberinto de las genealogías en las que se ramifica el talento individual: un círculo de afinidades electivas formado por Ungaretti escribiendo sobre Valéry volviendo la vista a Leopardi, y Calvino reflejándose en el espejo de Leopardi y disfrutando del Valéry ensayista y narrador y de la poesía depurada y afligida de Ungaretti y su serena pesadumbre; Gadda y su ludismo, Pavese y su sentido moral, Nabokov y sus máscaras, Borges y su compromiso metafísico y, junto a ellos, Hemingway y su lacónica sintaxis, y Manganelli, y Sartre, y Beckett, y Musil y Brecht, bailando todos una pavana risueña pero austera en Palomar, con Ponge, Vittorini y la Escuela de Atenas a su alrededor. El caso es que a mediados de los años setenta, habiéndose publicado Las ciudades invisibles, Calvino ya dispone de un formato narrativo en el que sentirse cómodo porque le permite alcanzar la máxima intensidad intelectual en un mínimo espacio textual, esto es, le concede la posibilidad de acomodar la densidad en la levedad16:

Aveva trovato una nuova forma: tra il racconto breve, il poema in prosa, la parabola morale, la storia metafísica, il capriccio, la miniatura; forma che nel nostro secolo era culminata nei raccontini di Kafka e nelle prose di Borges. Voleva tentare quella combinazione, cara ai cinesi, che in Occidente era riuscita in modo supremo a Platone: fondere insieme la concentrazione e la leggerezza; riempire le sue piccole forme di significati ingegnosi, costringendo il lettore a leggere con l’aiuto della lente e del microscopio, e insieme lasciare alle pagine una sovrana levità, come se le sue ali di forfalla fossero dipinte solo sulla superficie17.

A regañadientes, pero el caso es que desestima la golosa invitación de John Barth a impartir un curso de escritura creativa en la State University of New York en Buffalo, si bien no desperdiciará la ocasión de acercarse a Barth o a Barthelme y Pynchon y estrechar vínculos estéticos con la narrativa posmoderna norteamericana, hija, cuando menos putativa, de Nabokov, un escritor que Calvino ensalzó en infinidad de ocasiones. En 1974 inicia su colaboración, esta vez sí, con el Corriere della Sera, que será fluida hasta 1979. Un texto suyo cinematográfico precede Quattro film de Federico Fellini, tal vez en recuerdo de sus juveniles escarceos como crítico de cine. Viaja a Irán para preparar una serie de la RAI, y el primero de agosto de 1975 publica en el Corriere della Sera el relato «La carrera de las jirafas», el primer texto protagonizado por el personaje del señor Palomar, al que seguirán dieciséis más, llamados articoli-racconti18, de forma periódica durante los tres años siguientes, y que más tarde se convertirá en el séptimo texto del segundo capítulo del volumen Palomar que publicó en 1983. Los textos protagonizados por el señor Palomar regresarán en 1980 a la prensa periódica en el diario La Repubblica. Regresa a los Estados Unidos19 para dar conferencias en la Johns Hopkins University de Baltimore, disfruta de su amada Nueva York («una vez, imitando a Stendhal, escribí que quería que en mi tumba se escribiera “neoyorquino”. Eso era en 1960. No he cambiado de idea», le dijo a Maria Corti poco antes de morir) y viaja a México y al Japón con su esposa, viajes estimulantes que darán frutos literarios como los relatos«Serpientes y calaveras», que recrea una visita a las ruinas toltecas de Tula, y «El arriate de arena», descripción de la percepción de un jardín japonés en Kioto, que se incluirán más tarde en Palomar, constituyendo, respectivamente, el segundo y el primer relato del capítulo tercero de la obra. En septiembre de 1980 regresa definitivamente a Roma, a la Piazza Campo Marzio, cerca del Pantheon, y desde la terraza de su casa, que luego será la terraza de un inquilino suyo de ficción llamado señor Palomar en los tres textos de Palomar que conforman el capítulo 2.1 «Palomar en la terraza», seguramente observa el vuelo de las infectas palomas y presiente la presencia de los roedores a los que se refiere en el libro como metáforas de la decadencia de la ciudad —«encerrada entre las hordas subterráneas de los ratones y el pesado vuelo de las palomas, la antigua ciudad se deja corroer sin oponer más resistencia que antaño a las invasiones de los bárbaros»—, una ciudad que a su vez parece ser metáfora de la decadencia de un mundo que se derrumba. La terraza romana de los destinos cruzados. Ya ha publicado Si una noche de invierno un viajero, ya ha triunfado en América, y en las librerías y universidades de todo el mundo, ya es uno de los grandes autores contemporáneos, ya ha sido traducido a alrededor de cuarenta y cinco idiomas. Edita una antología de la obra de Queneau y un epílogo a su poema Petite cosmogonie portative (1950)20y preside el jurado de la XXIX Mostra di Venezia, que ese año premia a Von Trotta y a Nani Moretti. Un Calvino multidisciplinar, políglota, polígrafo y cosmopolita es nombrado jefe de estudios de la École des Hautes Études, dicta una conferencia sobre Galileo y la ciencia en el seminario del semiólogo Algirdas Greimas y viaja a Nueva York para dar una clase magistral. Publica Palomar en Einaudi, su editorial del alma, que atraviesa momentos sumamente difíciles y tal vez por eso acepta, después de haber publicado sus dos últimas obras en Garzanti, el encargo de preparar una introducción para la edición de la novela América de Kafka, que ha dicho mil veces que le parece la novela más perfecta. No podrá cumplir con el compromiso editorial, y tampoco con el compromiso académico que había contraído con Harvard University para dictar las Charles Eliot Norton Lectures durante el curso académico 1985-1986, que se publicarán de forma póstuma e incompleta con el título de Lezione americani. Sei proposte per il prossimo milenio. Se columbra el invierno y el viajero entra en la noche para convertirse ya en un caballero inexistente: un ictus acabó con su vida. Fue en Siena, y fue en septiembre de 1985.

Ningún acontecimiento, ningún conocimiento, ningún pensamiento le fue ajeno. Nada, en realidad, le fue a Calvino ajeno. Con la curiosidad de un científico y la sensibilidad de un artista vivió intensamente la segunda mitad del XX. Su figura es inmensa y su formación enciclopédica. Su obra es pródiga y heterogénea como corresponde a la variedad de sus intereses21, y la bibliografía que la estudia simplemente oceánica. Cualquier intento de abordarla resulta por lo menos temerario, y solo una enfermiza megalomanía justificaría tratar de analizarla de forma exhaustiva, de ahí que la voluntad de este editor no vaya más allá, en esta tentativa crítica, de destacar la importancia de Palomar en la obra del autor, y de aprovisionar al lector suministrándole no tanto datos, que puede conseguir por su cuenta22, cuanto claves, filiaciones, contextos, revelaciones del autor acerca del proceso creativo del libro y anotaciones que lo ayuden a esclarecer el texto, y sobre todo a disfrutarlo, que es lo que hubiese deseado el autor de Las ciudades invisibles, que nunca ocultó que lo primordial es ser capaz de extraer la felicidad de los libros como una abeja extrae de una flor el polen que la alimenta, y que, en el fondo, escribía lo que quería leer, y que «más que el deseo de escribir mi libro, el libro equivalente a mí mismo, me anima el deseo de tener ante mí el libro que me gustaría leer»23.

La trayectoria de Calvino es admirable. Comprende el compromiso y la vanguardia, abraza la interdisciplinariedad, disfruta con la invención de la fantasía y se complace en sublimar el arte de alcanzar la creación literaria sobre sólidas bases matemáticas, escribe relatos con la sensibilidad de un poeta y analiza textos y técnicas con la meticulosidad de un académico. Como un mago de la alquimia, atraviesa todos los estados de la materia narrativa, del estado sólido del neorrealismo al estado líquido de la fábula y el cuento fantástico, y del estado líquido al estado gaseoso de la meditación con la que concluye el texto de la última obra que publicó en vida, ese prodigio de sensibilidad titulado Palomar.

2. «PALOMAR» O LA NARRATIVA AL FINAL DE UN LARGO ALAMBIQUE

La historia de Palomar puede resumirse en dos frases: «Un hombre se pone en marcha para alcanzar, paso a paso, la sabiduría. Todavía no la ha alcanzado»

Italo Calvino, «Nota preliminar», Palomar

And sense the solving emptiness / That lies just under all we do, / And for a second get it whole, / So permanent and blank and true. / [...] Poor soul, / They whisper at their own distress

Philip Larkin, «Ambulances»,The Whitsun Weddings (1964)

Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí

Immanuel Kant, Crítica de la Razón Práctica

Es Palomar un hermoso libro de meditación secular, imbuido de filosofía occidental, budismo zen y hermetismo, disfrazado de libro de relatos episódicos hilvanados por un protagonista desengañado y apercibido de la proximidad de la muerte, un moraliste que escruta el mundo, con apariencia ingenua pero alma de mistagogo, para poder describirlo y de este modo tratar inútilmente de comprenderlo24. Y es un ejercicio de estilo à la mode del Oulipo, a la vez que un ejemplo impecable de texto descriptivo que es fruto tanto del árbol de la ciencia que su autor aprendió de sus padres como de la fenomenología que estudió. Y es un debate tácito entre las virtudes del racionalismo del método empírico-analítico y las del esoterismo25 de la intuición. Y es un tratado, oculto tras la máscara de un volumen de prosas varias hilvanadas por un mismo protagonista, acerca de la competencia del lenguaje y de un mundo indefectiblemente connotado por él. Y es la aventura de un sujeto que, deseando observar, se ve en la obligación de tener que hacer abstracción de sí mismo para acabar no haciendo de sí mismo, deseando reflexionar acerca de lo constatado, sino una terapéutica introspección. Y es también la autobiografía incompleta pero no improvisada de un inadaptado social, de un tipo que se muerde la lengua porque le devora la duda, de un autista que observa, escucha y toca pero al que no le complace pronunciarse. Y es, si así se quiere, una fábula moral de melancólica sonrisa aciaga que se ocupa de la naturaleza y de la cultura, de cómo el ser humano encarna la cultura que interpreta la naturaleza para tratar de interpretarse a sí mismo, y una fábula que parece querer decir en voz baja que no hay mayor barbarie que la de la civilización. Es probable que sea a la vez un ensayo, encubierto con astucia bajo el aspecto de relatos de un vago y sospechoso costumbrismo, sobre la digresión considerada como amparo o auxilio frente a la muerte inevitable, el lenguaje rehuyendo y eludiendo el silencio. Y a su texto se asoma, con prudencia pero con frecuencia, la delicada parodia en cuya tentación puede permitirse caer un hombre ya capaz de mirar el mundo con la sabiduría de la madurez y con la complicidad de la sabiduría. Es un fecundo diálogo entre lo perceptible y lo oculto, entre lo manifiesto y lo subrepticio, entre lo diminuto y lo cósmico, lo cotidiano y lo excepcional, lo trivial y lo crucial, la finitud y la infinidad26. Es un ejemplo modélico de libro tardío, otoñal, elegíaco, un planctus contemporáneo, como lo son En nombre de la tierra (1990) de Vergílio Ferreira, Tristano muere. Una vida (2004) o Everyman (Elegía, 2006) de Philip Roth. Es un exquisito ejercicio literario empecinado en alcanzar a vencer la dificultad de plasmar la serena inquietud de su mirada al mundo. Y es el sucinto e intenso testamento intelectual de un escritor precavido que un día escribió «Amo a Svevo porque alguna vez habrá que envejecer»27. Y el goloso y perverso juego de retar al lector a ponerse en el lugar de Palomar y tratar de averiguar con él qué es esencial y qué no en el mundo que habitamos, qué trascendencia es prescindible y qué trivialidad resultará cardinal. Y es un modo de encomiar el valor del significado literario de hacer significativo lo insignificante o, de otro modo, de convertir lo insignificante en significativo. Y a su manera «El caso del señor Palomar», como «El caso del señor Valdemar», también es una cuestión de magnetismo in articulo mortis, un proceso de voluntad de control de la vida desde la conciencia de la muerte. Y es un texto en el que encuentra acomodo la idea de que de la mera existencia cotidiana, de la práctica doméstica, puede llegar a desprenderse o inferirse un pensamiento abstracto, una filosofía. Y es un tratado encubierto o sobrentendido de gnoseología (pero no es menos un sutil libelo contra la sociedad de consumo o una versión abreviada, irónica y contemporánea de De rerum natura de Lucrecio, un conato de comprensión del mundo y del hombre y del hombre-en-el-mundo). Y el deleitable retrato de un hombre que lucha a su modo por lograr una ataraxia que las muchas incertidumbres que lo inquietan le impiden alcanzar. Y no es, a pesar de que muchos así lo hayan considerado, una opera aperta, sino todo lo contrario, una obra cerrada que traza una trayectoria moral que ha devenido en confesión, una sucesión de textos con un inicio y un final que cierran un círculo hermenéutico y que arranca iluminado por la luz de la ilusión de encontrar y concluye con la oscuridad de la desazón del fracaso de haber buscado en vano, y de la muerte presentida. Constituye, en cualquier caso, el resultado de destilar la sensibilidad, las experiencias, los pensamientos y la obra literaria de Italo Calvino, un hombre que quiso ser, con todas las de la ley, militante del mundo. La aparente simplicidad de Palomar es el resultado de un titánico esfuerzo por esconder bajo la sencillez del texto su laboriosa doma del lenguaje28 y su sabiduría enciclopédica. Palomar finge ser un texto escuálido y aquejado de desvalimiento, cuando es, en realidad, un extraordinario palimpsesto provisto de una fuerza intelectual inusitada.

Palomar es una obra sin asomo de duda singular en la obra de Calvino, pero en cierto modo constituye una suerte de epítome y remite a buena parte de su narrativa anterior, en ocasiones de forma palmaria y en otras siquiera en mínimos pero significativos detalles. Aduzcamos algunos ejemplos para advertir una fracción de la red de relaciones de distinto cariz que se establecen entre la obra que editamos y obras anteriores del autor. El bestiario que se reparte por las páginas de Palomar (tortugas, mirlos, salamanquesas, estorninos o un gorila) y el que se desperdiga en las de Marcovaldo, o sea Las estaciones en la ciudad (un pichón, avispas, vacas, hormigas, conejos o gatos); la propia referencia al paso de las estaciones en «Palomar en la terraza»; la misma concepción del protagonista como un tipo singular, con un aire bufo, melancólico o cándido, a medio camino entre la naturaleza y la ciudad industrial; la estructura lúdica concebida sobre la base de la repetición y la combinatoria (Marcovaldo se compone de veinte relatos que repiten cinco veces cada una de las cuatro estaciones del año, y Palomar se compone a su vez de veintisiete relatos divididos en tres capítulos de tres secciones cada uno y tres relatos por cada sección); o la analogía entre el capítulo «Palomar hace la compra» y el titulado «Marcovaldo en el supermercado», que de igual forma emparenta la obra que nos ocupa con Marcovaldo, o sea Las estaciones en la ciudad, el libro de Calvino con el que sin lugar a duda Palomar muestra más afinidades, una de sus referencias más directas, con la que comparte un narrador extradiegético describiendo las observaciones de un personaje que se empeña en ejercer de detective en la novela negra de la vida. También ilustran la analogía de Palomar con el universo calviniano la lucha doméstica pero a la vez titánica, descrita en primera persona con meticulosidad y comicidad al cincuenta por ciento, que libra uno de los personajes del relato «La glaciación» del volumen misceláneo La gran bonanza de las Antillas contra el hielo a la hora de servirse unos cubitos (como en Palomar, se pone de relieve la heroicidad o la trascendencia de un hecho cotidiano, y la descripción de una secuencia en apariencia habitual o común adquiere un cómico e inusual protagonismo), o los ecos de otras narraciones del mismo volumen que, como sucede en «Como un vuelo de patos», el lector de Palomar tal vez puede escuchar cuando lee las páginas de «La invasión de los estorninos», del mismo modo en que el capítulo «Palomar mira el cielo» trae a colación «La tribu que mira al cielo» de La gran bonanza de las Antillas.

 

Cubierta de la primera edición de Palomar (Einaudi, Turín, 1983).

 

Pese a su apariencia simple o aislada —en una obra como la de Calvino, por otra parte, fuertemente trabada y dividida por géneros, estilos o etapas, y en la que se ha procedido a establecer trilogías, recopilaciones y otros ejercicios taxonómicos— existen incontables relaciones de intratextualidad en Palomar.

En una obra en la que lo visual y la observación resultan primordiales, la elección del punto de vista29 no podía ser una cuestión insustancial, y lo cierto es que, como en otras grandes obras de la narrativa contemporánea, de La metamorfosis de Kafka a El extranjero de Camus, reviste un interés indudable, entre el conductismo y la omnisciencia, entre la focalización cero («El señor Palomar participa de esta simbiosis con lúcida conciencia y pleno consentimiento [...]. El estado de ánimo de Palomar es al mismo tiempo de alegría contenida y de temor, de deseo y de respeto, de preocupación egoísta y de compasión universal») y la narración objetivista («se queda en la playa oscura, sentado en una tumbona, volviéndose hacia el sur o hacia el norte, encendiendo cada tanto la linterna y acercando la nariz a los mapas que ha desplegado sobre sus rodillas»), entre el uso del presente del indicativo, tan querido por el nouveau roman y la intemporalidad metafísica que se asoma al texto cada vez que el narrador comenta o glosa, como el moralista que es pese a no querer pasar por tal, la actuación del personaje. Este narrador establece un distanciamiento, una suerte de desafección emotiva respecto al personaje —y a la narración— que contribuye a enfatizar el artificio en el que consiste todo artefacto artístico30, y ese alejamiento no sufre alteraciones a lo largo de buena parte de la narración, alcanzando a lograr que el lector tenga la sensación de que el primero observa al segundo como un naturalista examina a una criatura de la naturaleza, con meticulosidad y una asepsia forzosa. En este sentido el texto adquiere un carácter profiláctico a la vez que probablemente cercano a aquella deshumanización que predicaron primero algunas vanguardias históricas y más tarde neovanguardias como el nouveau roman (de las que Calvino se mantuvo siempre, a pesar de lo que pueda pensarse si atendemos a su querencia experimental, a una distancia prudencial31). Y el hecho es que, en cambio, conforme avanza la obra la distancia emocional que mediaba entre narrador y personaje ha ido menguando, y ha disminuido hasta alcanzar en los últimos capítulos la fusión del personaje y el narrador, como si el segundo se hubiese ya cansado de mantener la dualidad con el primero y, renunciando a toda distancia, le revelase al lector que el señor Palomar no es otro que él, el narrador, que decide quitarse entonces la máscara con cautela y dejar ver por fin el rostro del autor, de un Calvino desencantado por el mundo que ve y desalentado por la muerte que presagia. De modo que, merced a un contraste que cumple advertir porque deviene esencial para una lectura cabal de la obra, existe una indudable proximidad emocional entre narrador y personaje, hasta el punto de que, con frecuencia, el lector sospecha que existe una complicidad bajo el aparente desapego o displicencia, y que el señor Palomar no es sino un trasunto del señor Calvino, y una pantalla o un espejo, un intermediario o un mediador, un filtro que permita atenuar en el lector los inevitables efectos secundarios de la anhelante necesidad de escrutar la realidad circundante, aun a sabiendas de que puede resultar un empeño infructuoso porque la realidad es abstrusa y huidiza, toda vez que «nuestra misma existencia es una lectura constante del mundo; un ejercicio de desciframiento, de interpretación dentro de una cámara de eco que tiene infinidad de mensajes semióticos»32. Dicho de otro modo, el distanciamiento técnico del punto de vista elegido y el aparente desapego con el que se procede a la narración no son sino la añagaza que el autor emplea para poder de este modo servirse de su criatura de ficción a la hora de llevar a cabo una suerte de introspección, de examen de sí mismo por persona interpuesta y ficcional. Pronto se infiere que Calvino habla de sí mismo en tercera persona e introduce sus manos expertas en el interior de un títere que siendo «miope y astigmático»33 se empecina en observarlo todo, esto es, un títere caricaturesco pero paradójicamente trascendente porque bajo su comportamiento trivial —o llamémoslo ingenuo— laten las grandes preguntas de la existencia que formula el autor, con el que mantiene de principio a fin una relación que, en forma de símil, asociaríamos con la ventriloquía. El señor Calvino juega, y muy en serio, con el señor Calvino a través del señor Palomar34, y aceptamos entonces que «el señor Palomar no es un personaje sino una figura para la autoparodia, la ironía moderna, como suelen ser las creaciones de Calvino»35. Del profuso bestiario que aparece en Palomar, seguramente el bicho más raro es el señor Palomar, entrañable, extravagante, tranquilo y sin embargo inquieto, un voyeur cognitivo, que no lascivo, en apariencia corriente —un padre de familia de clase media— y en realidad extraño porque, a diferencia de los individuos realmente corrientes, se cuestiona el sistema en el que se siente atrapado, se hace demasiadas preguntas y se complace perdiéndose en el laberinto de los procesos cognoscitivos, se ve incapaz de sentir la necesidad de calmar su avidez epistemológica y su patológica curiosidad. Detrás de la simpleza, de la naïveté de Palomar, detrás de sus rutinas y de su anodina actuación en el escenario de la vida cotidiana, se esconde el desengaño de Calvino, su irrenunciable voluntad de denuncia de una sociedad consumista36, ridícula si la examinamos con la paciencia y la tácita perspicacia con la que la examina Palomar, su escepticismo acerca del derrotero de un mundo contemporáneo que no ha resultado ser el que él, libertario y militante del Partido Comunista desde joven, comprometido desde siempre, hubiese querido que fuera. En definitiva, detrás del comedido y candoroso Palomar se oculta la desazón existencial de Calvino, su aprendizaje del dolor, su pesadumbre, que el autor contrarresta con la afabilidad del discurso de su narrador relatando las andanzas de su protagonista37. Ha querido el autor en esta ocasión valerse del artificio de la ficción para no tener que resultar tan explícito en su crítica social, guardando para sí las argumentaciones, que el lector tiene a su disposición en los artículos recogidos en Punto y aparte. Ensayos sobre literatura y sociedad o en Ermitaño en París. Páginas autobiográficas, y conformándose con dejar escritas algunas constataciones, determinadas reflexiones que acompañan el deambular del señor Palomar y que quiere el autor compartir con un lector que se sabe obligado a tener que deducir, colegir y completar, siendo un complacido cómplice del desdoblamiento del autor en su personaje y de la ironía trágica que el texto desprende.

Italo Calvino, manuscrito de La especulación inmobiliaria.

2.1. Primera apostilla. Ejercicio de la descripción y elogio de la levedad

La cosa percibida no es una unidad ideal que pertenece al intelecto, como una noción geométrica; es más bien una totalidad abierta a un horizonte de un número infinito de perspectivas mezcladas entre sí con arreglo a un estilo determinado, que define al objeto en cuestión

Maurice Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción

Palomar es una obra maestra, pero también es una obra tramposa. Aparenta simplicidad siendo compleja. Se diría banal y encierra reflexiones de verdadera enjundia, disquisiciones medulares. Pretende no ser sino una colección de episodios costumbristas ensartados y conforme avanza descubre su naturaleza heteróclita, en las estribaciones de la meditación y a la vez susceptible de ser tenida por una confesión38 en tercera persona; la delatan como presumiblemente autobiográfica algunos de sus elementos39, y cualquier lector podría verse legitimado si postulase que las peripecias y cavilaciones del señor Palomar —curioso, paciente y aquejado de melancolía, la endémica dolencia del sabio— se han concebido como un autorretrato fragmentario, como si los animales, las plantas y frutas, el cielo, los alimentos y el mar que se ha empecinado en observar Palomar constituyesen el retrato imaginario que Arcimboldo le hiciera a Calvino. Y es probable que el cimiento, la semilla de Palomar sea una voluntad férrea de descripción del entorno del individuo para alcanzar de este modo la reflexión que conduzca a la introspección, al conocimiento de uno mismo. Entendamos la descripción aquí más allá de su condición de técnica de la prosa40, veámosla como un procedimiento de fijación del espacio y del tiempo, de definición del objeto deteniéndolo en el tiempo y aislándolo en el espacio para aprehenderlo mejor (de rerum natura, el didactismo de Tito Lucrecio Caro y su deseo de comprensión integral del mundo), de proceso cognitivo que parte de lo accidental y llega a lo esencial (que nace en lo natural y alcanza lo eidético), de dilación de la acción fragmentándola en secuencias que inician un proceso de desfamiliarización, de extrañamiento, de desactivación de la rutina, de disputa fértil entre el lenguaje que pretende expresar y definir y el objeto inexpresable e indefinible, de la pugna del lenguaje por referir el mundo con objeto de que el individuo lo comprenda y lo haga suyo, de ardid posiblemente estéril para tratar de entender una realidad por defecto inaprensible41. Calvino dejó escrito que quería en Palomar llevar a cabo un ejercicio puro de descripción que le permitiera asumir ulteriores objetivos42, y la pureza de la descripción comportaba selección, síntesis y una condensación43 que propiciara más tarde la meditación, a la que contribuyó el género pictórico de la naturaleza muerta desde el barroco español. Objetos y elementos inertes expuestos a la contemplación, conforme a un determinado orden que con frecuencia se pretende inexistente, componen la naturaleza muerta que, desde Zurbarán a Giorgio Morandi, coetáneo de Calvino, se asocia a la descripción de lo visual y al tránsito entre la presunta banalidad y la incontestable trascendencia, y que el lector de Palomar trae a su memoria siquiera de modo inconsciente44.

2.2. Segunda apostilla. El señor Palomar entre el sujeto y el objeto: del encomio de la observación (y de la comunión intelectual con el mundo)

La cosa más trivial resulta interesantísima si la descubrimos en nosotros. Esto se debe a que ya no es una abstracta cosa trivial, sino una inaudita mezcla de la realidad y de nuestra esencia

Cesare Pavese, El oficio de vivir

Todo está oculto en todo

Paracelso, «El cielo de los filósofos», Manual de la piedra filosofal y otros textos alquímicos

Ni puede ni desea el señor Palomar evitar observar su entorno, que escruta e inquiere con pertinacia45 hasta quedar en ocasiones absorto, deseoso siempre de poder comulgar, concordar con el mundo, y de estar en disposición de entrar en comunión con él para tratar de alcanzar la verdad última de la existencia46. Observa y describe, y describiendo aprehende la realidad que lo envuelve para tratar de entenderla pero también, o sobre todo, para tratar de entenderse. Palomar observa para inferir e infiriendo se enriquece, habida cuenta de que de sus percepciones se desprenden respuestas que mitigan sus carencias existenciales; y Calvino escribe para describir cómo observa Palomar, esto es, para describir cómo observa Calvino, y cómo Calvino, observando, trata de observarse, no en vano ya había advertido Camus47 —a quien Calvino leyó con aprovechamiento— que la creación es una suerte de ascesis, y la escritura, si no es impostada, una inequívoca forma de conocimiento.

Cumple subrayar, y con doble trazo, la relación existente, en el momento en que Calvino ultima la preparación de los relatos de Palomar para publicarlos en forma de volumen, entre una necesidad de observación minuciosa y objetiva de la realidad48 y una realidad, la de los años ochenta, que ya dificultaba esa misma minuciosa observación porque no fomentaba la concentración49. Una observación escrupulosa de la realidad compleja constituye el estadio previo a la reflexión50 y esta, a su vez, deja paso a su propia síntesis, a una aserción de naturaleza íntima y de un alcance pedagógico y universal, al apotegma del moralista. Nabokov cursó una invitación a una decapitación; Calvino cursa aquí, y en toda regla, su invitación a una meditación engendrada en el vientre de la descripción obsesiva a la que sometemos, con la vista de Palomar y la voz del narrador, un conjunto de cosas y de sensaciones, unos objetos-percibidos-por-el-sujeto, que denominamos la realidad. De la percepción del objeto por el sujeto, de la comunión entre el sujeto observador y la cosa contemplada51 y del sujeto transmutado por la cosa misma, surge la centella que enciende la meditación que promueve Calvino. Una meditación laica, de más está el decirlo, pero meditación al fin y al cabo. La percepción, el escrutinio, la reflexión y la especulación han dado su fruto.

2.3. Tercera apostilla. El señor Palomar entre el hombre y el cosmos. (De nuevo el universo y la cáscara de nuez)

Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y sentirme rey de un espacio infinito

William Shakespeare, Hamlet, Acto 2, Escena 2

El capítulo «Palomar mira el cielo», que se contrapone a «Palomar en el jardín» o a «Palomar en la terraza» (los textos en los que el señor Palomar, en cambio, «mira el suelo»), determina el interés del autor por establecer el vínculo entre el cosmos y el ser humano entendido como microcosmos, y asimismo entre la vida cotidiana y un destino ignoto, y entre el individuo y las grandes preguntas acerca del universo, su origen y el sentido de la presencia en él del propio ser humano, de las demás criaturas y de los objetos inertes que lo integran, cuestiones a las que dirige su interés su personaje y trasunto, el señor Palomar52, que parece ser el retratado en los dos espléndidos dibujos de Tullio Pericoli que acompañan nuestro texto, el del hombre que mira los objetos del suelo con su mirada convertida en un cono y el que mira el cielo con un cono invertido con el que su mirada captura las nubes. Otros artistas contemporáneos han compartido su mencionado interés, entre ellos Paul Klee, Joseph Cornell, Joan Miró53 —que en 1966 visitó también el célebre jardín zen de Ryoanji en Kioto que contempló Calvino y al que le dedicó el capítulo «El arriate de arena» de Palomar—, Lucio Fontana y su concetto spaziale entre la materia y el espacio, el surrealista René Magritte —que en Les valeurs personnelles, el cuadro que hemos querido reproducir aquí porque encarna el sentido que Calvino le da a la proyección trascendente de lo común (el mágico tránsito de lo particular a lo universal), de forma expresa expone objetos cotidianos (una copa, el armario ropero, una cerilla, alfombras o una brocha de afeitar) en una habitación cuyas paredes coinciden o se (con)funden con el cielo azul y las nubes del espacio exterior, no en vano el universo entero no es menos un valeur personnelle del ser humano que un reloj de muñeca o la foto enmarcada de un ser querido—, o su amigo Tullio Pericoli. El caso del artista norteamericano Cornell —al que Goffredo Parise, que Calvino avaló como lector profesional porque le gustaba la precisión de su estilo (y con el que le une un interés por la cultura japonesa y la idea de que la narrativa de ficción ya no podía continuar siendo ideológica) le dedicó un ensayo más que elogioso54— es particularmente interesante, a la hora de contextualizar los intereses y las cualidades estéticas que presenta Calvino en Palomar, por cuanto también yuxtapone o confronta los objetos cotidianos de banalidad únicamente aparente con la inevitable imagen de trascendencia del cosmos55. En cualquier caso, le debemos también al talento de Calvino uno de los ejemplos más extraordinarios de tragicomedia de la condición humana, el que encarna nuestro entrañable y taciturno señor Palomar que, ávido de conocimiento y convertido en una mirada con conciencia y sentido crítico, representaría acaso al heredero del personaje de Marcovaldo, más maduro, habiéndose ganado mayor respetabilidad social, casado y con descendencia, meditando sobre la existencia pertrechado con telescopios, microscopios imaginarios, un artilugio llamado silencio y una añagaza metafísica llamada muerte, sobrellevando con confortable ansiedad una vida de pequeño burgués que le permite disfrutar del privilegiado, envidiable, impagable e infinito lujo de pensar.

 

Giorgio Morandi, Natura morta (1942). Galleria d’Arte Maggiore, Bolonia.

 

René Magritte, Les valeurs personnelles (1952). Museum of Modern Art, San Francisco.

 

Giorgio de Chirico, Il veggente (1915). Museum of Modern Art, Nueva York.

 

Paul Klee, Cosmic Composition (1919). Kunstsammlung Nordrhein-Westfalen, Düsseldorf.

 

Tullio Pericoli, Cono visivo,1990.

 

Tullio Pericoli, Il monte Palomar (a Italo Calvino), 1985.

 

Joseph Cornell, Untitled (Celestial Navigation) (1956-1958). The Robert Lehrman Art Trust. Hirshhorn Museum, Washington.

 

Joseph Cornell, Untitled (Solar Set)(1956-1958). Collection Donald Karshan, Nueva York.

 

Joan Miró, Azul I (1961). Centre Georges Pompidou, París.

 

Joan Miró, Azul II(1961). Centre Georges Pompidou, París.

 

Joan Miró, Constelación. Despertando al amanecer(1941). Kimbell Art Museum, Fort Worth.

1Vid. Italo Calvino, «El escollo de Montale», Por qué leer los clásicos, Tusquets, Barcelona, 1992, págs. 224-227, un artículo, publicado dos años antes de la salida a la luz de Palomar, en el que el autor elogia sin reservas su precisión lingüística, su «moral individual suspendida al borde del abismo», su poética del instante y su devoción por la naturaleza, plasmada en versos como los que el autor de Palomar rescata en su texto, «Turbati / discendevamo tra i vepri. / Nei miei paesi a quell’ora / cominciano a fischiare le lepri» [«Turbados / bajábamos entre las zarzas. / En mis pagos a esa hora / empiezan a silbar las liebres»]. También un texto anterior, Italo Calvino, «El escollo de Montale», Por qué leer los clásicos, Tusquets, Barcelona, 1992, págs. 214-223, en el que Calvino asocia al poeta con la Fenomenología de la percepción de Maurice Merleau-Ponty merced a la capacidad del poeta de conseguir que la experiencia subjetiva del espacio se separe de la experiencia del mundo objetivo. Y recuerda que el poema «Forse un mattino andando in un’aria di vetro» [«Tal vez una mañana caminando en un aire de vidrio»], cuyas imágenes extremas guardan afinidad con algunas de las que inventa el autor en Palomar, es «uno de los poemas que ha seguido girando más a menudo en mi tocadiscos mental», pág. 214.

2 La figura de Pavese es fundamental en Calvino —que fue su amigo y colaborador y, junto a Natalia Ginzburg, el editor de la edición príncipe de El oficio de vivir (Einaudi, Turín, 1952)— sobre todo por su condición de maestro y de consejero. Le propuso incontables lecturas que resultaron ser esenciales para la formación de un joven Calvino que era autodidacta, y el magisterio moral y profesional que ejerció sobre él permaneció imborrable a lo largo de los años, sobre todo después del suicidio de Pavese en Turín a fines de agosto de 1950, que supuso un golpe durísimo para Calvino. Cfr. «Tutto il suo lavoro di scrittore e di critico è quello di un moralista severo e sdegnoso», Sono nato in America... Interviste 1951-1985, Mondadori, Milán, 2012, pág. 285; «Pavese era no solo uno de mis autores preferidos [...], sino alguien a quien le debo casi todo lo que soy, que había determinado mi vocación, orientando, estimulando y siguiendo siempre mi trabajo [...], influyendo en mis gustos», Italo Calvino, «A Isa Bezzera, Milán (3 de septiembre de 1950)», Correspondencia (1940-1985), Ediciones Siruela, Madrid, 2010, pág. 146. El estilo narrativo de Pavese, de fraseo breve y extraordinaria concisión, de detalles minúsculos pero entrañables salpicando una narración por lo general adusta —«El estornudo de un perro [...] y un rodar de piedras me sobresaltaron», Cesare Pavese, La luna y las hogueras, Pre-Textos, Valencia, 2008, pág. 68— y con un punto a la vez mítico y lírico, se refleja, en mayor o menor medida, en la obra de Calvino a lo largo de su trayectoria literaria, si bien la mayor influencia de Pavese la constituye su mirada moral y la idea de memoria atávica de los mitos generados en la infancia, presente en Palomar, en la actitud del protagonista hacia la naturaleza y en su inagotable curiosidad, que en muchos casos se diría que, en efecto, resulta infantil.

3 Calvino acabó siendo uno de los más experimentados y prestigiosos lectores profesionales de Italia, y seguramente también de Europa, que leía y seleccionaba manuscritos que incontables autores presentaban a la editorial turinesa. En carta a su amigo y mentor Elio Vittorini, de fecha 8 de noviembre de 1950, por ejemplo, Calvino le recomienda que lea y considere para su colección la novela de un desconocido piamontés llamado Fenoglio que con el tiempo llegaría a ser uno de los nombres inexcusables de la narrativa italiana del novecento, «Querido Elio: Te mando el manuscrito de La paga del sabato de un tal Beppe Fenoglio, de Alba. Natalia [Ginzburg] y yo lo hemos leído y nos ha gustado mucho. Sale a la luz un robusto narrador, alejado de toda complacencia literaria, con un montón de cosas que decir. [...] Por más que pueda ser considerado un “neorrealista” de estricta observancia, no remeda a nadie y dice cosas nuevas», Italo Calvino, «A Elio Vittorini, Milán (8 de noviembre de 1950)», Correspondencia (1940-1985), Ediciones Siruela, Madrid, 2010, págs. 157-158. El autor de El barón rampante, como se puede constatar, estaba atento a la calidad literaria, no dejándose llevar por la adscripción a géneros o tendencias determinadas. Su labor como editor estuvo siempre marcada por la búsqueda de nuevo talento y el intento de mejorar las obras que ya consideraba valiosas. Para conocer su faceta de lector profesional y de editor resulta imprescindible Italo Calvino, Los libros de los otros. Correspondencia (1947-1981), Tusquets, Barcelona, 1994, que reúne alrededor de trescientas cartas, de las casi cinco mil que escribió, dirigidas a autores entonces desconocidos que pretendían publicar en Einaudi (Fenoglio, por ejemplo), asimismo a autores que ya no eran inéditos y que se empezaban a consolidar (Leonardo Sciascia, que había publicado ya algunas obras, entre ellas Le parrocchie di Regalpetra en 1956, Carlo Cassola, Carlo Levi, que había sacado a la luz su célebre novela Cristo se detuvo en Éboli en 1945, Elémire Zolla, Alberto Moravia o Primo Levi), y a críticos y colegas suyos (Elio Vittorini, Natalia Ginzburg, Elsa Morante, Pietro Citati, Luciano Foà o Hans Magnus Enzensberger) con los que comparte lecturas, opiniones literarias y noticias de su vida personal. Su finura y perspicacia como lector, así como su franqueza (en diciembre de 1955 le suelta por carta a un tal Renato Frosi «Usted emplea imágenes de un gusto tan recargado y anticuado que es como si quisiera parodiar a un escritor adocenado. Me he permitido borronear su manuscrito. Está claro que usted no tiene idea de cómo se escribe hoy»), se ponen de manifiesto en cada una de sus cartas. Para completar su retrato como editor conviene consultar Giulio Einaudi en diálogo con Severino Cesari, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1994, un volumen en el que el mítico editor turinés insiste en la importancia de Calvino para la editorial (como asesor de Vittorini en su colección Gettoni, primero, más adelante como directivo y embajador internacional del sello, como fundador y director de la colección Centopagine de narrativa breve entre 1971 y 1985, y siempre como scout de lujo, «después de la boda con Chichita aumentó su interés por los escritores de lengua española: Onetti, Ferlosio, Cortázar, por no hablar de Borges. Le gustaban los franceses del Oulipo, como Georges Perec, cuya La vida instrucciones de uso nos sugirió [...]. Le gustaba Tournier. Viernes o los limbos del Pacífico lo trajo él. Le gustaba Bellow [...]», pág. 106), y para la cultura italiana contemporánea, cfr.