Pasqual Maragall. Pensamiento y acción - Jaume Badia - E-Book

Pasqual Maragall. Pensamiento y acción E-Book

Jaume Badia

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Beschreibung

Pasqual Maragall i Mira ha tenido una presencia activa en la vida política de Barcelona, de Cataluña y de España durante más de cuarenta años. Esa irradiación lo ha proyectado como una de las figuras catalanas contemporáneas de relevancia internacional. Son bien conocidas algunas de sus actuaciones y manifestaciones públicas. Y, sin embargo, no contábamos aún con una valoración suficientemente completa que nos permitiera comprender mejor su figura en todas sus dimensiones. Con la voluntad de dar a conocer la riqueza del pensamiento y del proyecto de Maragall, se abordan en este libro una serie de ejes decisivos en su trayectoria: la acción política como herramienta de cambio social; la ciudad y el territorio como espacio de intervención pública; la visión de una Cataluña proyectada hacia España y Europa; las políticas de gobierno como producto de una obra de conjunto; y los Juegos Olímpicos de 1992 como parábola de una experiencia pública exitosa. Esta visión de la obra y las reflexiones de Maragall nos revela la vigencia de sus ideas e intuiciones y, sobre todo, la continuidad de sus preocupaciones principales, tanto en el escenario político más cercano como a escala global.

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Seitenzahl: 768

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Título original: Pasqual Maragall. Pensament i acció

© Fundació Catalunya Europa, 2017.

© de la traducción: Albino Santos Mosquera, 2017.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2017. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO106

ISBN: 9788490568866

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Pórtico

Presentación

La política es la gente

Notas

La ciudad de Pasqual Maragall

Notas

Políticas públicas y ciudadanía

Notas

La "acción catalana" de Pasqual Maragall

Notas

Coda: la tregua olímpica

Referencias bibliográficas

Notas

PÓRTICO

BORJA DE RIQUER Y JOSEP MARIA VALLÈS

Durante más de cuarenta años, Pasqual Maragall i Mira ha tenido una presencia activa en la vida política catalana y española. De manera progresiva, la irradiación de dicha presencia se ha ampliado y ha trascendido el ámbito de su Barcelona para proyectarse como una de las pocas figuras catalanas de referencia a escala global. Son de sobra conocidas algunas de sus actuaciones y manifestaciones públicas en todos los ámbitos donde ha intervenido. En cambio, han quedado en la sombra sus reflexiones y análisis más personales, expresados en documentos y notas que pueden ayudar a comprender mejor todas las dimensiones de su figura.

La intención de la Fundación Catalunya Europa al promover esta obra ha sido facilitar una aproximación documentada a la larga vida política de Maragall señalando algunas de las claves principales para interpretarla con mayor conocimiento de causa. Con tal objetivo, el programa Llegat («Legado») Pasqual Maragall de la Fundación Catalunya Europa definió unas líneas básicas de investigación y seleccionó a quienes serían los responsables de explorarlas.

El resultado se presenta ahora en este volumen. Los ensayos que lo integran se desarrollan en torno a los ejes definidos por la trayectoria de quien fuera alcalde de Barcelona y presidente de la Generalitat de Cataluña: la acción política como herramienta de cambio social; la ciudad y el territorio como espacio de intervención pública; su visión de una Cataluña proyectada hacia España y Europa, o las políticas de gobierno como producto de una obra de conjunto. Los Juegos Olímpicos de 1992 pueden servir de parábola de una experiencia pública que no se agota en aquel episodio y que claramente lo trasciende. Los autores de los textos han dispuesto de toda la documentación catalogada en los archivos de Pasqual Maragall, tanto el personal como el oficial. La han utilizado y la han interpretado con toda la libertad que corresponde a una tarea intelectual como la que se les propuso.

Esta revisión de la obra de Maragall y de las reflexiones que siempre la han acompañado ratifica que el catálogo de sus preocupaciones principales contiene cuestiones aún abiertas, tanto en nuestro propio escenario político como a escala global. Maragall no ha ido a remolque de los hechos ni ha improvisado, como en ocasiones se ha afirmado. Al contrario: ha procurado anticiparse en el tratamiento de fenómenos complejos que nuestras sociedades empezaban a experimentar. Puede ser discutido el grado de acierto de dicho tratamiento, pero no lo es el mérito de haberlo afrontado con la lucidez y el coraje propios del verdadero liderazgo político.

Desde perspectivas diferentes, los ensayos del presente volumen aportan elementos que constituyen materiales útiles para cualquier trabajo de conjunto sobre la persona y la obra de Pasqual Maragall. De este modo, su figura podrá ocupar el lugar que una valoración justa debe reconocerle —sin ninguna duda— en la historia contemporánea del país.

PRESENTACIÓN

JAUME CLARET

La Fundación Catalunya Europa (FCE) tiene encomendada la misión, entre otras, de «analizar y difundir el pensamiento y la acción política de Pasqual Maragall», una labor que desarrolla, sobre todo, a través del programa Llegat Pasqual Maragall. Fue precisamente su Consejo Académico Asesor el que asumió la idea de impulsar una publicación que constituyese un estudio de la obra y las ideas maragallianas, a la vez que realizara una primera aproximación a los materiales archivísticos y bibliográficos del personaje. Los profesores Borja de Riquer y Josep Maria Vallès fueron los responsables de esbozar un proyecto inicial del que, después de ser aprobado por los órganos de la FCE, se me propuso la coordinación en lo que se refiere al diseño definitivo.

Aquella idea inicial se ha materializado en el presente volumen gracias al trabajo, la profesionalidad y el compromiso de los autores que firman los diversos ensayos que lo componen. Se les encargó realizar aproximaciones temáticas siguiendo la evolución cronológica del personaje desde sus años de formación hasta su etapa en la presidencia de la Generalitat, pasando por la de la alcaldía de Barcelona. Cada aproximación temática aporta caras distintas y complementarias de un personaje poliédrico, pero esta no es —insistimos— una biografía canónica, sino un primer mapa de situación, un manual de uso. Se trataba, por así decirlo, de abrir caminos, plantear escenarios, intuir lecturas y proponer interpretaciones para que otros estudios futuros profundicen luego en la complejidad del pensamiento y de la acción política de Pasqual Maragall.

El historiador Joan Fuster-Sobrepere es el encargado de abrir el volumen analizando cómo Maragall efectuó el aprendizaje del poder, institucional y de partido, y de qué modo lo ejerció a partir de un bagaje particular —familiar, ideológico, académico y vivencial— que trasladó a la práctica política. Y quien nos aparece ahí es un político especialmente dotado que, al mismo tiempo, se nos revela como una figura de excepcional honestidad intelectual que, en todo momento, reflexiona críticamente sobre su propia labor.

En segundo lugar, el geógrafo Oriol Nel·lo nos presenta unas vidas paralelas entre la evolución de la ciudad de Barcelona y quien ha sido uno de sus mejores alcaldes. El hecho urbano surge como uno de los hilos de continuidad destacados en su trayectoria, desde su formación académica y su experiencia laboral hasta su papel decisivo al frente de las instituciones barcelonesa y catalana.

Más concreto todavía es el terreno de juego en el que se sitúa el politólogo Quim Brugué: las políticas públicas. O, dicho de otro modo, el ámbito de las acciones y las medidas destinadas a impactar en la vida cotidiana y futura de la ciudadanía. Que las que se desplieguen sean unas políticas públicas u otras diferentes evidencia mejor que ninguna declaración cuáles han sido los fundamentos ideológicos y la continuidad de una determinada concepción de la sociedad por parte del alcalde (primero) y president (después) Pasqual Maragall.

Recoge el testigo el analista Jaume Bellmunt, que indaga en los fundamentos ideológicos del Maragall ciudadano y político. En ese capítulo, nos acercamos a la visión del personaje a propósito de los grandes conceptos políticos —catalanismo, federalismo, socialismo...— para descubrir cómo la presencia de unas continuidades en su pensamiento no ha impedido el replanteamiento constante de las propias posiciones e ideas.

Cierra esos cuatro ensayos temáticos una coda centrada en el discurso de inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Se trata, pues, de un texto breve que, valiéndose del simbolismo del momento y de la alocución en sí, pretende ser, gracias a la pluma de Jaume Badia, una evocación de la figura de Pasqual Maragall en un escenario irrepetible.

Todos tenemos nuestro propio Maragall en mente y guardamos de él alguna imagen determinada vinculada a un hecho, una declaración o un momento. Aun así, la memoria tiende a menudo a confundir contornos hasta el punto de construir recuerdos nuevos, no siempre precisos y, en ocasiones, incluso inexactos. Conscientes de tales peligros, los autores han querido recuperar los textos y las palabras precisas con la intención de restaurar —hasta donde sea posible— al Maragall real, evitando al mismo tiempo tentaciones hagiográficas, lecturas teleológicas y aproximaciones maniqueas. Evidentemente, la selección misma condiciona el relato, pero, seguramente, la proximidad a las fuentes —a los fondos conservados en la FCE, a los archivos personales de los autores y a las diversas hemerotecas y bibliotecas— garantiza una mayor fidelidad. Dado que el objeto de estudio es común y que el universo de referencias es finito, resulta inevitable que algunas citas se repitan y que, en algunos casos, determinados hechos se solapen. Tanto las inevitables reiteraciones como los posibles errores se han intentado reducir a la mínima expresión, pero si, a pesar del esfuerzo, algunos perviven, el único responsable de ello soy yo como editor.

El libro habrá conseguido su objetivo si es capaz de hacer llegar al lector un retrato complejo a la vez que esclarecedor del personaje, y si permite sugerir al investigador nuevos caminos de aproximación a una figura y un momento capitales de nuestra historia: en resumen, si, gracias a las páginas que siguen, se puede comprender mejor nuestro pasado reciente y, sobre todo, se incide en nuestro debate sobre el presente y el futuro. Y todo ello, sin voluntad alguna de caer en lecturas tramposas e interesadas, ni de sustituir el despectivo concepto de «maragalladas» por loas acríticas, sino poniendo en valor un pensamiento y una acción políticos. Si coincidimos con Ralf Dahrendorf en que la clave para asegurar la prosperidad, la civilidad y la libertad de un pueblo pasa por «fortalecer, y en parte reconstruir, la sociedad civil» (1996: 77), resulta evidente la pertinencia de recuperar el pensamiento y la obra políticos de alguien tan comprometido con la civilidad como Pasqual Maragall.

LA POLÍTICA ES LA GENTE

JOAN FUSTER-SOBREPERE

1. LA ESCUELA POLÍTICA DE LA MILITANCIA (1959-1979)

El 15 de diciembre de 2003, Pasqual Maragall pasó la tarde preparando el discurso de investidura como presidente de la Generalitat que debía pronunciar al día siguiente en el Parlamento de Cataluña. Cuando por la noche pudo finalmente escaparse, se acercó al Hospital del Mar, donde José Ignacio Urenda estaba agonizando. Hacía días que Urenda estaba allí ingresado por problemas cardiacos, pero, ese mismo día y de forma imprevista, la enfermedad había dado un vuelco que parecía irreversible. En el hospital había algunos amigos de Urenda —Xavier Rubert de Ventós y Daniel Cando, entre ellos— y lo esperaba Xavier Casas —médico y primer teniente de alcalde de Barcelona—, quien puso a Maragall al corriente de la delicada situación del paciente y de la más que probable irreversibilidad del proceso. En el ascensor, Maragall le insistía con vehemencia a Casas acerca de las posibilidades de actuar para salvar a su amigo, negándose tozudamente a aceptar la situación. Al final, como si necesitase emitir una última y radical protesta, le inquirió con contundencia: «Si se tratase de tu padre, ¿qué harías?». La respuesta, tranquila, racional y profesional, fue una confirmación: no había nada que hacer. A la mañana siguiente, poco antes de que el Parlament proclamase a Maragall presidente de la Generalitat, Urenda fallecía.

1.1. El Front Obrer de Catalunya (FOC)

El azar había querido cerrar así un círculo que había comenzado más de cuarenta años antes, cuando una tarde de primavera tres jóvenes estudiantes —Pasqual Maragall, Isidre Molas y Rafael Pujol— acudieron a una cita en el altillo de unos billares de la Gran Vía barcelonesa, cerca de la universidad. Se trataba de una entrevista con un dirigente de la Asociación Democrática Popular de Cataluña (ADP), rama catalana del Frente de Liberación Popular (FLP), y el objetivo era reconstruir la Nova Esquerra Universitària (NEU), organización estudiantil de la ADP. Al término de la conversación, cuando los tres jóvenes ya estaban convencidos y listos para incorporarse a la NEU, Urenda —el dirigente que los estaba reclutando— les aclaró, antes de despedirse de ellos, que eran los tres únicos militantes de la organización. Y en los meses siguientes, trabajaron con ahínco para hacer que la NEU creciera. En aquel bar, en aquella conversación con aquel hombre un poco mayor que ellos, de aspecto discreto pero de modales amables y seductores, dio comienzo para el joven Pasqual Maragall un compromiso político que ya nunca abandonaría. Aquella mañana de diciembre de 2003 en el parque de la Ciutadella, el nuevo presidente de la Generalitat iniciaría su discurso recordando a Urenda.

El compromiso político en la clandestinidad, bajo la amenaza de la represión franquista, tenía un componente moral, emocional e intelectual, pero era, sobre todo, una experiencia vital transformadora cuando se prolongaba en el tiempo. Creaba poderosos vínculos de lealtad y confianza, se convertía en una forma de fraternidad en el riesgo. Pero a menudo se consumía también en luchas estériles, nominalistas o ideológicas, fruto del aislamiento y la persistencia del régimen, las derrotas y las caídas.

La ADP, al igual que el FLP de los primeros tiempos, era una organización sin vínculos con los partidos históricos de antes de la guerra y estaba formada principalmente por jóvenes provenientes de ambientes católicos, muchos de los cuales eran hijos de los vencedores de la guerra. El primer grupo creado en Barcelona lo formaron personas como Urenda, Joan Gomis, Alfonso C. Comín, Joan Massana y José Antonio González Casanova, un grupo más o menos vinculado con la revista católica El Ciervo que había conectado con los grupos que paralelamente estaban impulsando el diplomático Julio Cerón, en Madrid, y José Ramón Recalde, en Donostia, con propósitos similares. Hacía poco que los tanques soviéticos habían invadido Hungría y los primeros síntomas de contestación universitaria se habían dejado sentir con fuerza en los hechos de 1956-1958. Una nueva generación, la de los nacidos justo al final de la guerra, comenzaba a activarse y brotaba una pléyade de organizaciones políticas nuevas, por una parte, por desconfianza hacia los partidos de la oposición democrática tradicional, a los que reprochaban su moderación o la pura inacción que practicaban y que, a menudo, los hacía invisibles, y por otra parte, por una desconfianza simétrica hacia el Partido Comunista de España (PCE), debida a motivos muchas veces contradictorios, como su dogmatismo, los hechos mismos de 1956 en Hungría y en Moscú, o la estigmatización de la que era objeto bajo la dictadura, durante la Guerra Fría y en el mundo católico.

Esto no quiere decir que la ADP tuviese un cuerpo de doctrina muy estructurado. En un manifiesto inicial, se definía diciendo que:

Un grupo de catalanes socialistas —obreros, profesionales y estudiantes— ha decidido constituir la ADP para abrir un nuevo camino dentro de la oposición catalana, reuniendo a todos aquellos revolucionarios que, sin doblegarse al dogmatismo político e ideológico del Partido Comunista y sin caer en la tibieza a la que ha llevado a los socialdemócratas un mal entendido respeto por la llamada forma «democrática» de los actuales Estados liberales, desean trabajar con un profundo sentido del compromiso político en la construcción de la sociedad sin clases.

Para establecer a continuación un programa de federalismo para España, la necesaria renovación ideológica del socialismo, la formación de cuadros sindicales y un compromiso de coherencia en la práctica política. Un programa que se inscribía dentro de la confluencia entre «los revisionistas» de las democracias populares —la Yugoslavia de Josip Broz «Tito»—, los socialistas revolucionarios de los países occidentales —la izquierda socialista italiana y francesa— y los movimientos de liberación nacional de los países subdesarrollados —Argelia y Cuba—, unas corrientes, concluía, «que hacen nacer la esperanza de una nueva fuerza socialista mundial» (Fundación Rafael Campalans, 1994: 15).

En el año 1961, la ADP se escindió entre los partidarios de pasar a la formalización de un partido estructurado y un activismo más radical, que crearon el Front Obrer de Catalunya (FOC) —Isidre Molas, Josep Maria Picó, Manuel Castells—, y los que se mantuvieron en las posiciones de mayor flexibilidad organizativa y transversalidad ideológica, que conservaron las siglas ADP, entre los cuales se encontraban Urenda y Maragall. La solidaridad con la huelga de Asturias que propugnó el PCE en el año 1962 y la represión que siguió a esta llevaron a la mayoría del grupo del FOC y a Urenda a prisión. Allí pasaron un año y allí también las dos ramas se reconciliaron y adoptaron desde entonces las siglas del FOC.

Maragall, que ya empezaba a tener un papel destacado como dirigente de la NEU, tuvo que esconderse una temporada en Montserrat. Junto con los universitarios del Moviment Socialista de Catalunya (MSC), que encabezaba Josep Maria (Raimon) Obiols, y otros estudiantes independientes, habían constituido el Moviment Febrer del 62. Y en otro plano, también participaban, junto con Xavier Folch, del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC), en el Comité de Coordinación Universitaria. Fueron dos precedentes que, pese a no tener continuidad, resultan significativos. El Moviment Febrer del 62 fue un intento anticipado de unidad socialista que no fructificó, al parecer, a causa de la oposición de los miembros catalanes del FLP en el exterior. El Comité de Coordinación Universitaria, por su parte, constituyó una primera instancia unitaria de participación comunista al lado de otros grupos de la oposición democrática.

Cuando los encarcelados salieron en libertad, gracias a la reducción de condena otorgada con motivo de la entronización de Juan XXIII, el partido ya se había reunificado bajo las siglas del FOC dentro y fuera de la cárcel. Maragall, desde fuera, había comenzado la reconstrucción y se integró en la dirección hasta su disolución entre 1969 y 1970. Esta dirección prepararía la segunda conferencia del FOC, que se celebraría en 1964. Su resolución, inspirada por Urenda, sería el primer documento programático de las organizaciones Frente (FLP-FOC-ESBA) provisto de cierta consistencia.

En cualquier caso, la actividad del grupo se dirigió en aquellos años a adquirir la mayor influencia posible en el movimiento obrero y en las por entonces recién creadas Comisiones Obreras (1964). El FOC, tal como ha escrito Josep Maria Vegara —que, en aquellos años, era el hombre encargado del aparato de propaganda—, «era un mundo que no tenía nada que ver con la llamada gauche divine. Era otro mundo, como colectivo éramos de otro mundo» (Vegara, 2012: 45). En este sentido, fue muy diferente de la organización madrileña que había fundado el diplomático Julio Cerón y que reunía desde intelectuales —como el jesuita Javier Aguirre y el corresponsal de Le Monde, José Antonio Novais— hasta el destacado grupo de jóvenes aristócratas exmonárquicos que formaban Nicolás Sartorius, José Luis Leal y Juan Tomás de Salas, así como de la organización del exterior, integrada básicamente por estudiantes y exiliados fuertemente radicalizados y próximos a la extrema izquierda francesa. El FOC, que descansaba sobre un reducido núcleo de activistas a tiempo parcial —nunca contó con liberados—, probablemente por influencia de la personalidad de Urenda, se orientó sobre todo a conseguir cierta influencia en el mundo obrero. Desde muy pronto, recibió la adhesión de un grupo de la escuela de aprendices de La Maquinista que había captado mossèn Dalmau, entre los que estaban Daniel Cando, Manuel Murcia y Tomàs Chicharro. No obstante, esto no quiere decir que no tuviese influencia en el mundo universitario, que la tuvo —aun cuando su protagonismo en la constitución en 1966 del Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona (SDEUB) sería secundario—, o en los sectores profesionales —Narcís Serra, Miquel Roca Junyent y José Antonio García Durán, entre otros muchos, fueron las dos cosas sucesivamente—. Hasta que se estabilizó, la organización tuvo que hacer frente a nuevas fugas y escisiones hacia el PCE/PSUC o la extrema izquierda.

Pese a todo, el documento de la segunda conferencia sirvió de base ideológica de las organizaciones Frente y fue el punto desde el que despegó un proceso que el propio Maragall calificó de relanzamiento. Las elecciones sindicales de 1966 resultaron un éxito para la estrategia de penetración de Comisiones Obreras (CCOO) en las elecciones sindicales oficiales, y la influencia del FOC en algunos sectores comenzaba a ser importante. La dirección estaba formada en esos años por un grupo muy estable de cinco o seis personas.

Paralelamente, los estudiantes y profesionales jóvenes del FOC publicaban también en algunos medios de circulación legal, como la revista Promos. Esta estaba impulsada por algunos elementos de Força Socialista Federal —una evolución hacia la izquierda del grupo de Crist Catalunya (CC)—, si bien llegó a dirigirla el focista José Antonio García Durán. A principios de los años sesenta, eran colaboradores regulares de la misma Antoni Jutglar, Isidre Molas, Armand Sáez y Pere Puig, y esporádicamente otros muchos focistas. Maragall publicó allí algunos artículos: sobre la industria del cine; uno con García Durán sobre el socialismo alemán criticando el programa de Bad Godesberg, y, en el número dedicado al análisis de los Planes de Desarrollo, uno sobre «El desarrollismo» como ideología del nuevo capitalismo español. La revista muestra cómo penetraban en la juventud de los sesenta las ideas de la nueva izquierda. En ella cabían tanto traducciones o reseñas de artículos y libros de Pierre Mendès France, André Gorz o Ernest Mandel, como un monográfico sobre el sistema yugoslavo o una portada dedicada en 1965 a la conversión del viejo sindicato católico francés en una nueva central de orientación socialista y autogestionaria: la CFDT.

También escribían en las diferentes publicaciones de Ruedo Ibérico, que era una iniciativa de tono muy diferente, articulada en París en torno al libertario José Martínez, que reunía a todas las familias de la izquierda heterodoxa: los comunistas disidentes Fernando Claudín, Jorge Semprún y Francesc Vicens; los poumistas del exilio y los exfocistas de Acción Comunista; algunos socialistas independientes como Vicente Girbau; miembros del mundo del exilio parisino, como los hermanos Juan y Luis Goytisolo, y los militantes de las organizaciones Frente residentes en París: Ignacio Fernández de Castro, Ignacio Quintana, Manuel Castells y José Luis Leal, entre otros. Maragall publicó allí algún artículo con el pseudónimo Raúl Torras sobre «Problemas de la entrada de España en el Mercado Común» (1966). No obstante, la contribución más significativa en Ruedo Ibérico surgida de la elaboración teórica del FOC fue el texto de Josep Maria Vegara (Miguel Viñas) «Franquismo y revolución burguesa» (1972), donde se sustanciaban las tesis sobre el éxito del desarrollo capitalista en España.

En esos años, Maragall llevaba una doble vida: la del militante clandestino y la de un joven que, en el año 1965, terminadas las dos carreras de derecho y económicas, entró a trabajar en el Gabinete de Programación del Ayuntamiento de Barcelona, y se casó con Diana Garrigosa. Como el trabajo era de mañana, al cabo de un tiempo, se incorporó por las tardes al Servicio de Estudios del Banco Urquijo, bajo la dirección de Ramon Trias Fargas.

En 1966, y gracias a una beca para cursar estudios de «planificación sectorial» de la ASTEF (Asociación de Estudiantes Extranjeros en Francia), pasó seis meses en París, donde realizó prácticas en el Comisariado del Quinto Plan, con Jacques Delors como profesor. Parece que en la concesión de las becas de la ASTEF —un organismo dependiente del gobierno francés— tenía cierta mano José Luis Leal, que trabajaba en la OCDE y que facilitó el acceso de algunos militantes del FLP, entre ellos Quintana, Joaquín Leguina, Carlos Romero y Juan Tomás de Salas. En París, Maragall contactó con el círculo de los exiliados del FLP y también con los socialistas de izquierda del PSU, liderados por Michel Rocard.

En 1967, el FOC estaba en plena expansión, había alcanzado el centenar de militantes y tenía presencia en un buen número de fábricas en Barcelona y el Vallés Occidental. Justo en aquel momento, se produjo un acercamiento al FSF con vistas a una unificación socialista. Pero, probablemente, era demasiado tarde: los sectores jóvenes de ambas organizaciones, que ya empezaban a radicalizarse, lo impidieron. Después de los éxitos de 1966, tanto en el frente universitario (donde se fundó el SDEUB) como en el obrero (con el éxito de CCOO en las elecciones sindicales), una fiebre izquierdista que se prolongaría hasta 1971 impactó en todos los grupos de izquierda catalanes. Era la manifestación local de un movimiento generacional internacional que, bajo diversas formas, se manifestaría en 1968 en París, Praga, Montevideo, México o Berkeley. En el PSUC, la organización universitaria inició una deriva maoísta que culminaría con la escisión del grupo Unidad, y lo mismo sucedió en el FOC, donde surgió con fuerza un sector trotskista, así como en el FSF. Se frustró así la ocasión de formar un partido socialista de izquierda, y la radicalización se trasladó también al SDEUB, que se fue debilitando hasta su disolución, y a CCOO, donde comenzó una lucha intestina por el control y por las formas de organización entre el PSUC y el FOC, pugna que los sectores escindidos del uno y del otro acentuarían más adelante. No obstante, la política de trabajar en la formación de cuadros sindicales, iniciada en la segunda conferencia del FOC, había dado sus frutos. Entre 1967 y 1968, el FOC llegó a ser mayoritario en la coordinadora de CCOO de Barcelona, y sus dirigentes encabezaron un buen número de huelgas obreras, como la de La Maquinista.

A partir de 1968, con la convocatoria de la tercera conferencia, las luchas internas se intensificaron. El grupo fundacional de socialistas de izquierda se veía desbordado, por un lado, por los trotskistas —que serían finalmente expulsados— y, por el otro, por diversos grupos más o menos espontaneistas influidos por el maoísmo y fuertemente radicalizados. La tercera conferencia no se llegó a clausurar nunca, aunque las reuniones cada vez tenían menos participantes. Una parte de los dirigentes obreros históricos (José Antonio Díaz y Manuel Murcia) abandonaron el partido y se convocó una cuarta conferencia, celebrada ya bajo el estado de excepción. Parece que Maragall abandonó el FOC en algún momento del año 1969. Vegara, el último dirigente histórico que aún quedaba, hizo lo propio en 1970. No hubo disolución formal.

1.2. Aprendizajes y frustraciones

Pese a tan agónico y cainita final, el FOC desempeñó un papel destacado en la resistencia antifranquista en más de un sentido: incorporando sectores provenientes del catolicismo crítico; participando decisivamente en la construcción y el éxito de las primeras CCOO, y formando un notable grupo de cuadros dirigentes que, en la Transición, tendrían un papel relevante desde el centro hasta la izquierda. Sobre la trascendencia del FOC como espacio de formación de cuadros para la futura democracia, Maragall escribió en 1978 el siguiente balance general, con tintes sin duda autobiográficos:

Sigue en pie la hipótesis de que el ejercicio continuado, durante diez años cruciales y difíciles, de esta función no habría sido posible sin la existencia de razones de cierta importancia —en las que habrá que ir indagando— y sin cierto sentido práctico que hay quien ha bautizado como neopositivismo de izquierda y que se contradice bastante con los calificativos apocalípticos que habitualmente se le dedican al FOC [...]. La originalidad, la novedad y el antidogmatismo del FOC fueron durante mucho tiempo su único escudo ideológico. Hoy forman parte, en dosis más sensatas, de unas corrientes políticas de izquierda que son, a un tiempo, tradicionales y bastante heterodoxas (Maragall, 1978: 97).

La cita explica bien cuál es el valor que Maragall otorga a la experiencia de haber dirigido durante un largo período una organización clandestina sin una tradición, ni lazos con el exterior, ni tampoco una referencia clara en el ámbito internacional. También señala lo importante que era la necesidad de construir un bagaje teórico autónomo y, a la vez, practicar ese neopositivismo de izquierda que permitía cierta incidencia —con medios escasos— en el movimiento obrero.

No obstante, del FOC —una experiencia formativa solo comparable en su biografía personal a la del entorno familiar— Maragall conservaría tres cosas: una lealtad inquebrantable a un núcleo muy reducido de personas con quienes había compartido la experiencia; una amplia red de relaciones y afectos con el mundo obrero —un mundo que, de otro modo y por razones de nacimiento, jamás habría conocido ni amado—, y, por último, una profunda desconfianza hacia los grandes relatos ideológicos, no tanto por las ideas en sí, sino por lo que él mismo denominaría en algún momento los «ismos». En último término, esta desconfianza tenía un corolario: el miedo —agudísimo— a los enfrentamientos internos, a las fracciones y a la confrontación dentro del campo mismo de la izquierda por cuestiones secundarias o personalismos.

La disolución del FOC supuso una fuerte frustración, un sentimiento de fracaso, para el joven Maragall. Además, el régimen no solo no daba señales de debilidad, sino que se había endurecido a raíz de los primeros atentados importantes de ETA. En septiembre de 1971, con una beca Fulbright, se marchó con Diana y sus dos hijas a Nueva York para estudiar en la New School for Social Research, donde obtendría un máster en económicas y entraría en contacto con el marxismo estadounidense, mientras leía a fondo a Karl Marx y a John Maynard Keynes.

En 1973, regresó a Barcelona y se incorporó a su puesto en el ayuntamiento, mientras impartía clases de economía urbana e internacional en la Universidad Autónoma de Barcelona, y comenzaba su tesis doctoral sobre Els preus del sòl: el cas de Barcelona, que presentaría en 1978 en esa misma universidad. Maragall se había convertido en un técnico, un especialista en economía urbana.

Sin embargo, 1973 no fue un año fácil. Regresar de Nueva York, que lo había deslumbrado —desde entonces, sus amigos le llamarían «el americano»— a la rutina gris de la España franquista se le hizo difícil, según él mismo escribió en sus memorias:

Recuerdo la depresión que me causó regresar de Estados Unidos, un verano en Empúries, atravesando en diagonal el campo de alfalfa entre Ca l’Eugasser y Can Rubert con una sensación extraña de estar y no estar, andando maquinalmente... (Maragall, 2008a: 96).

1.3. El proceso de unidad socialista

En el verano de 1974, un grupo de jóvenes estudiantes (Daniel Font, Artur Isern y Antoni Puigverd) contactaron con Raimon Obiols, Artur Fernández y Francesc Casares —miembros del núcleo dirigente del Moviment Socialista de Catalunya (MSC)—. De aquellos contactos surgió un llamamiento a constituir un proceso de Convergència Socialista de Catalunya (CSC) como camino para la constitución del Partit Socialista. CSC agrupó inicialmente al MSC, el PSAN-Provisional —que se desmarcaría del proceso al cabo de pocos meses—, un grupo de independientes de la Asamblea de Cataluña y otro nutrido grupo de exfocistas: Urenda, Jesús Salvador e Isidre Molas —los más comprometidos inicialmente—, pero también Maragall, Serra, Vegara, González Casanova, Aguirre, Royes, Jaume Cadevall, Manuel Garriga y Magí Bertran, entre otros muchos que se fueron incorporando.

En aquellos primeros pasos, la actividad de Maragall se centró en el desarrollo de la política urbana. Impulsó, junto con un amplio grupo de técnicos y profesionales, la creación del Centro de Estudios Socialistas, en cuya representación se incorporó en enero de 1976 a la Coordinadora General de CSC y, después de la constitución del PSC-Congrés (en noviembre de 1976), se hizo cargo de la dirección de la Federación de Barcelona. Eso sí, aunque era el líder indiscutible de esta, ocupaba una extravagante secretaría de agitación y propaganda: iban a celebrarse elecciones en cualquier momento y esa secretaría sería la encargada de desempeñar la actividad central. Y así fue: al cabo de medio año, se convocaron elecciones y Maragall, como responsable de campaña en Barcelona, fue uno de los organizadores más activos. Mientras tanto, se había ocupado de calentar motores el 16 de abril en las «6 horas con el PSC», un festival lúdico-político del estilo de los que organizaba el diario comunista L’Unità en Italia, que se saldó con el éxito constatable de llenar a rebosar el Poble Espanyol de Montjuïc.

En paralelo a su actividad política, Maragall se involucró también en el ayuntamiento, donde se convirtió en uno de los principales líderes del movimiento sindical de los funcionarios. La lucha por la renovación del Colegio de Funcionarios —en un momento de ocupación de todos los espacios de libertad posibles— sentó las bases de un núcleo contestatario en el consistorio, impulsado en gran medida desde el Gabinete de Programación, pero que pronto contaría con ramificaciones en toda la institución. Eso facilitó el impulso de una plataforma reivindicativa muy ampliamente aceptada por el conjunto de funcionarios que permitió la formación de un movimiento de reivindicación que se prolongó a lo largo de aquel invierno hasta que, en febrero, el alcalde Joaquim Viola —con tan poca habilidad como sentido del momento— se negó a negociar. Los funcionarios declararon entonces una huelga indefinida que, el día 17 de febrero, culminó con la ocupación de la casa consistorial. La huelga de funcionarios y la ocupación del ayuntamiento tuvieron mucha repercusión en la ciudad, por un lado, porque fue algo que se desarrolló en su centro político y a la vista de todos, y que supuso, además, la movilización de un sector tradicionalmente conservador, como era el de los trabajadores de la administración, pero, sobre todo, porque, a lo largo de la famosa ocupación del 17 de febrero, la policía que vigilaba a los huelguistas desde la plaza estuvo a punto de provocar un incidente de graves consecuencias cuando guardias urbanos y bomberos se dispusieron a enfrentarse con ella valiéndose de sus respectivas herramientas de trabajo. Al final, la cordura de los huelguistas evitó una desgracia. Inicialmente, se decretó la militarización del servicio, pero Viola fue sustituido al cabo de pocos meses por orden del gobierno de Adolfo Suárez, y los huelguistas municipales impulsaron un movimiento sindical unitario que admitía la doble afiliación: el Sindicato de Trabajadores de la Administración de Cataluña (STAC), del que Ernest Maragall sería impulsor principal.

En los primeros tiempos del PSC-Congrés, probablemente por sus orígenes políticos, Pasqual Maragall aparecía junto a Urenda como representante del ala más izquierdista del partido. Algo de ello puede verse en el artículo «Sobre la transició al socialisme» (Maragall, 1976b), en el que se plantean las cuestiones teóricas de las contradicciones entre centralización y autogestión, la sociedad de transición al socialismo en un marco democrático y la reversibilidad del poder político, y de las contradicciones entre sociedad de transición y espacio económico significativo. Se trata de un texto breve presentado un año antes en Portugal en el que quedaban bien reflejados tanto un momento decisivo de la evolución desde el marxismo hacia un socialismo democrático con voluntad de renovación como la aceptación de las instituciones de la democracia formal, y en el que se reivindicaban asimismo unas formas autogestionarias de organización social y se señalaba a Europa como espacio socioeconómico significativo para la transición al socialismo.

Después de las elecciones de 1977, el panorama cambiaría para Maragall. El éxito de la lista Socialistes de Catalunya —que reunía al PSC (C) y a la Federación Catalana del PSOE— comportó el fortalecimiento de la dirección nacional, pues algunos de sus miembros salieron elegidos diputados. Molas, Serra, Maragall y José Luis Martín Ramos se incorporaron al secretariado. Maragall se ocuparía, en colaboración con Urenda, de dirigir el llamado «frente de lucha urbana», es decir, la política local, en un momento en que se esperaban unas elecciones municipales inminentes. Estas no tuvieron lugar: Suárez, temiendo probablemente un efecto como el del 14 de abril, las pospuso hasta después de la aprobación de la Constitución. Entretanto, en el Ayuntamiento, el alcalde de designación gubernamental, Josep Maria Socías Humbert, creó una Comisión de Buen Gobierno, formada por los partidos de oposición, con los que consultaba todas las decisiones importantes. En dicha comisión, Maragall (PSC) y Jordi Borja (PSUC), tanto porque representaban a los partidos más fuertes y más votados como por sus conocimientos técnicos, llevaban la voz cantante. De la comisión salió el Libro blanco de la Ciudad de Barcelona, que tan útil servicio prestaría al futuro ayuntamiento democrático.

El regreso de Josep Tarradellas en otoño de 1977 dio lugar a la formación de un gobierno de unidad. La operación Tarradellas nunca fue aceptada del todo por muchos sectores de la izquierda —Josep Benet se erigió en portavoz principal de tal contestación—, pero incluso dentro del PSC, que era el partido que había pilotado aquel regreso, el personalismo del personaje despertaba fuertes reticencias (Maragall estaba entre los reticentes). En el gobierno de la Generalitat así formado, había de un lado consellers políticos —los líderes de los partidos—, pero también hubo que distribuir las carteras técnicas, una para cada partido, además de la de Trabajo para un sindicalista. En las quinielas socialistas, había candidatos muy definidos: Marta Mata para Educación —candidata a la que tanto Jordi Pujol como Tarradellas se opusieron—, Serra o Lluís Sureda para Economía —cartera que finalmente iría a parar al ucedista Joan Josep Folchi—, Maragall para Política Territorial y Obras Públicas (PTOP), y Jesús Salvador o Martín Toval para Trabajo. Los socialistas se llevaron finalmente la consejería de PTOP, pero encomendada a Narcís Serra. Las circunstancias no se han aclarado nunca del todo. Parece que Joan Reventós se la ofreció a Maragall, pero, como ocurrió en otros casos como el de la consejería de Trabajo, donde Tarradellas se decantó por Joan Codina —un sindicalista de la UGT independiente—, las preferencias del presidente debieron de pesar decisivamente.

Como las elecciones municipales no llegaban, en otoño de 1978, Maragall volvió a marcharse a Estados Unidos para dar clases —gracias a las gestiones de Vicenç Navarro— en la Universidad Johns Hopkins de Baltimore con el geógrafo inglés David Harvey. En enero, una llamada de Urenda interrumpió aquella actividad: Maragall era reclamado para que se hiciera cargo de la campaña de las elecciones municipales que iban a celebrarse esa misma primavera. Y Maragall volvió.

2. EL APRENDIZAJE Y LA PRÁCTICA DEL PODER: LA ALCALDÍA DE BARCELONA (1979-1992)

2.1. La construcción del liderazgo

A su llegada a la política institucional en calidad de teniente de alcalde del Ayuntamiento de Barcelona, Maragall era un técnico prometedor y bien preparado con un pasado de militancia política activa y cierto aire diletante. Podría decirse que era un ejemplar relativamente representativo de su generación o, si se prefiere así, de cierta élite de aquella generación. Pero todavía no era un dirigente político de primera fila. Quizá por ello, pese a que había sonado como candidato para la alcaldía, no lo quiso ser. El PSC fue a buscar primero a figuras un poco mayores en edad y con una posición profesional más consolidada, como las de Francesc Casares y González Casanova, que declinaron el ofrecimiento. Finalmente, y por sugerencia del propio Maragall, el elegido fue Narcís Serra, quien ya ocupaba la consejería de PTOP. Eso sí, se presentó con Maragall de número dos. El conocimiento que este tenía del Ayuntamiento como funcionario y su papel en la Comisión de Buen Gobierno de la etapa de Socías lo hacían imprescindible. La lista del PSC se confeccionó todavía conforme al sistema de cuotas de los tres partidos que se habían unificado unos meses antes, pero Maragall fue el segundo de la candidatura. En el número tres, figuraba Martí Jusmet —que iría después a la Diputación de Barcelona—, mientras que el cuarto era Urenda, que sería luego vicepresidente de la Corporación Metropolitana. En el Ayuntamiento se formó un gobierno de progreso con el PSC, el PSUC, CiU y ERC. Maragall se convirtió en teniente de alcalde y fue el encargado de llevar a cabo la reforma administrativa, si bien dos años más tarde, cuando CiU —tras vencer en las elecciones a la Generalitat— abandonó el gobierno municipal, sumó también a sus responsabilidades la concejalía de Hacienda.

Con habilidad y a pesar de un contexto general nada favorable, Serra fue consolidándose rápidamente como alcalde. La crisis económica se encarnizaba con la ciudad al tiempo que el clima español se iba enrareciendo por culpa del terrorismo y del ruido de sables, que culminaría con el golpe del 23-F. La exaltación vivida durante los primeros años de la Transición había dado paso al «desencanto». Además, el PSC había perdido las elecciones autonómicas de 1980 y quedaba así excluido de la labor de reconstrucción nacional que el gobierno de la Generalitat debía emprender. No obstante, y aun dentro de ese panorama, en 1982, una enorme movilización ciudadana dio una amplia victoria electoral en el conjunto de España a los socialistas, quienes, de ese modo, concentraron todas las esperanzas de salvar la democracia. Tras la victoria electoral de octubre, Felipe González, de forma inesperada para todos, nombró a Narcís Serra ministro de Defensa. Esta vez, toda resistencia de Maragall fue en vano: iba a ser alcalde de Barcelona e iba a pasar a esa posición de primera fila, de exposición total, que tanto había evitado hasta entonces. Poseía conocimientos técnicos, relaciones sociales por su origen familiar y sus largos años de militancia, y familiaridad de primera mano con la casa gran (el ayuntamiento barcelonés). Le tocaba al fin realizar el aprendizaje del poder.

En el caso de Maragall, ese aprendizaje representó una transformación interior que se extendió a su entorno y se proyectó al conjunto de la ciudad por un período prolongado. Una simple serie fotográfica de la transformación física del personaje a lo largo del tiempo puede resultar elocuente. A medida que fue asentando su liderazgo, ganando autoridad, dominando los resortes y las palancas del poder, aquel joven delgado y encogido, replegado sobre sí mismo, se fue enderezando, abriendo y ensanchando corporalmente. Isaiah Berlin escribió lo siguiente sobre el acceso al liderazgo en ciertas personalidades:

Hay quienes, inhibidos por el moblaje del mundo ordinario, se animan solo cuando se sienten actores en un escenario, y, emancipados de esta manera, alzan la voz por primera vez, y entonces se descubre que tienen mucho que decir [...]. Esta necesidad de una estructura no es «escapismo», ni algo artificial o anormal, ni señal de inadaptación. Con frecuencia es una visión de la experiencia en términos del factor psicológico más fuerte de nuestro carácter (Berlin, 1984: 43).

Probablemente esas palabras son aplicables al Maragall de 1982 cuando se ve investido como alcalde y adquiere plena conciencia de su nueva situación. Efectivamente, el aprendizaje a través de la experiencia era la característica principal de su carácter. Pese a disponer de una sólida formación académica, una amplia cultura e ideas largamente meditadas, era un heterodoxo por temperamento y la reflexión venía generalmente religada y contrastada por la experiencia. No era un hombre de «sistemas cerrados» ni racionalizaciones apriorísticas, sino que, más bien, era alguien con tendencia a obrar sistemáticamente a partir de la experiencia y la intuición, y a reflexionar sobre esa actuación a posteriori para incorporar luego esa reflexión a su acción futura. Quizá por ello siempre se sintió más tentado por el empirismo anglosajón que por el racionalismo francés.

El aprendizaje del poder es la vía a través de la que se construye el líder y tiene que ver con algunas características psicológicas de los individuos, pero también con sus valores, sus experiencias y su formación. En el caso de Maragall, tomaremos como punto de partida los modelos que nos presenta Berlin a propósito de Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt, utilizándolos como «tipos ideales» que nos permitan apreciar las características de partida de Maragall y su evolución en el tiempo.

En ese sentido, el tipo ideal «Roosevelt» representa a alguien que recibe el futuro con avidez, que comunica a sus colaboradores y a la ciudadanía una fe formidable en que ese futuro se podrá dominar, utilizar y modelar, y que combina esa fe con buenas dosis de realismo acerca de los contornos de la sociedad y con una sensibilidad genial para conocer de manera consciente o semiconsciente las tendencias sociales futuras, y los deseos y temores de los individuos. Esa sensibilidad le permite sentirse a gusto no solo con el presente, sino también con el futuro, saber adónde se dirige, por qué y con qué medios, y lo convierte en un hombre alegre y vigoroso, frívolo a veces, que puede compartir sus proyectos con las personas más variadas y opuestas de carácter y de ideas, siempre que representen algún aspecto de la vida sobre el que quiere actuar. Lo que no soporta es la pasividad, el quietismo, la melancolía, el temor a la vida. Como innovador que es, tiene un conocimiento premonitorio y semiconsciente de la sociedad futura, parecido al del artista.

Por el contrario, el modelo «Churchill» se ubica en el extremo opuesto. Pese a tener un carácter extrovertido y vitalista, mira hacia dentro, y su sentido más fuerte es el sentido del pasado. Una visión de la historia clara y brillante es el material primario del que extrae los elementos que le permiten interpretar el presente y anticipar el futuro. Su fuerza no reside en la capacidad de captar a través de antenas sensibles el mundo exterior, la realidad moral y social contemporánea, sino en la capacidad de interpretarlo en clave de tragedia histórica y construir soluciones de tal fuerza y coherencia que lleguen a convertirse en realidad, alterando ese mundo exterior e imponiéndose a él. No se siente el portavoz de una futura civilización abierta y brillante, se preocupa de su mundo interno y es dudoso que jamás sea realmente consciente de lo que pasa en la mente y el corazón de los demás. No reacciona, actúa. No refleja, sino que afecta a las otras personas siguiendo su propio y poderoso criterio.

Entendiendo estas dos descripciones como tipos ideales, se trata de que las utilicemos para comprender las tendencias básicas en el ejercicio del poder, la elaboración de proyectos y la relación con los demás. Pues, bien, es fácil ver que Maragall se corresponde de un modo bastante preciso con el primero de los dos modelos.

2.2. Crear redes: el modus operandi de Maragall

En su ejercicio como alcalde, Maragall tuvo que contar con un programa, unos equipos, unas alianzas y una amplia red de complicidades formales e informales para enfrentarse a sus adversarios y a la gestión de los conflictos, del éxito y del fracaso. A través del análisis de estos problemas, trataremos de entender de qué manera ejerció el poder en su etapa municipal y con qué resultados.

El Maragall alcalde dispuso muy pronto de un programa que, en líneas generales, se mantuvo estable, aunque, con la acción de gobierno y el aprendizaje a través de la experiencia, nunca dejó de enriquecerlo y de hacerlo más complejo incorporando al mismo elementos de construcción de futuro que sus sensibles antenas detectaban. Pero, en lo sustancial, el programa barcelonés de Maragall quedó definido y fijado entre 1982 y 1985. Era un programa no solo personal —pese a que su aportación teórica y política sería decisiva—, ni siquiera exclusivamente partidista, sino generacional. Él así lo expresó con claridad en algún momento posterior a 1992 señalando que el programa que había transformado Barcelona era el fruto de cuarenta años de reflexión de la generación anterior —la de sus padres—, que, imposibilitada para actuar, sí había podido pensar.

Cuando decimos que era un programa generacional, queremos decir que recogía e interpretaba en clave generacional los grandes retos pendientes de la ciudad conforme a una tradición en la que se inscribían Ildefons Cerdà y el GATCPAC, entre otros, y que significaba una cierta idea de Barcelona. En su discurso de toma de posesión de 1982, «Per una Barcelona Olímpica i Metropolitana», ya quedaba definido a grandes rasgos cuál era aquel programa para Barcelona. En el balance anual de la ciudad de 1997 —el último antes de que abandonara la alcaldía—, se hace una revisión general por años y sorprende la continuidad de las líneas maestras enunciadas catorce años antes. Lo que resulta extraordinario y da la auténtica medida de la figura política de Pasqual Maragall es que Barcelona había podido cumplir ese programa —concebido para una o dos generaciones— en poco más de diez años y justo en un período de transformaciones de gran alcance en el ámbito mundial para el que la ciudad quedaba así bien equipada.

No hace falta que nos extendamos mucho al respecto: era un programa que, primero, con un urbanismo «de zurcidora» y, después, con las grandes obras olímpicas, aprovechando las posibilidades del Plan General Metropolitano (PGM), transformaba la ciudad en una urbe moderna, equipada y de proyección mundial. Los Juegos serían la gran palanca para ese cambio. La gran aportación de Maragall, en ese aspecto, fue que supo comprender cómo hacer que el mercado del suelo jugara a favor de semejante transformación, con voluntad redistributiva y con una imaginativa forma de complicidad entre el sector público y el privado bajo el liderazgo del primero. En segundo lugar, era un programa de modernización de la administración municipal: suficiencia financiera, reforma administrativa y profesionalización de la gestión, y descentralización administrativa, aspectos todos ellos en los que la formación de Maragall resultó decisiva. Un proyecto que tenía su culminación lógica en la aprobación de la Carta Municipal, que no se conseguiría hasta 1997, al tercer intento, y que todavía tardaría ocho años más en ser aprobada a su vez por el Congreso de los Diputados. Pese a ello, la transformación de las estructuras municipales, la modernización de sus finanzas y el amplio nivel de descentralización alcanzado en los distritos fueron remarcables. Y, en último término, la Carta Municipal, aun dotando al Ayuntamiento de algunos instrumentos nuevos, venía sustancialmente a sancionar una práctica que ya estaba muy consolidada. Finalmente, el otro punto esencial de ese programa, la Barcelona metropolitana, sería la pata fallida —quebrada por el gobierno de CiU en la Generalitat— de un proyecto que, mediante un cambio de escala, adquiría su dimensión completa esparciendo los efectos del cambio al conjunto de la ciudad real.

En lo referente a los equipos, conviene tener presente que se trataba de un dirigente que conjugaba una idea restringida (casi familiar) del «nosotros», aunque agregativa y dinámica, donde el grupo de confianza era muy pequeño y duradero en el tiempo: los viejos compañeros del FOC, los compañeros del Gabinete de Programación municipal, el partido —más como grupo humano donde se establecen relaciones de colaboración y confianza que como colectivo de encuadramiento— y la gente de izquierdas con la que fue colaborando a lo largo de los años, también anteponiendo las personas y la relación a las doctrinas y las siglas. Digamos que combinaba esta idea de fidelidades en círculos concéntricos con la capacidad de colaborar con todo tipo de individuos, sin sesgo psicológico ni ideológico alguno, siempre que estuviesen en el marco de sus objetivos. No de una manera instrumental, sino completamente abierta, sin que esto significase indiferencia hacia las conductas y los intereses de los demás cuando entraban en conflicto con sus valores, pues, en el límite, podían llevar a la ruptura. Sin embargo, había siempre un concepto fuerte y agregativo del «nosotros»: Maragall alude a menudo a quienes «lucharon por lo mismo y que hoy ya no están entre nosotros», y lo hace en contextos muy diversos. A menudo, invoca en sus alocuciones a aquellos amigos y compañeros de lucha desaparecidos. En ese sentido, la lucha por un mundo mejor constituye un «nosotros» que nos trasciende.

Eso no significa, insistimos, que, en la construcción de los equipos, no prevaleciese un fuerte sentido funcional y de responsabilidad. En 1982 se encontró en la alcaldía con un gobierno golpeado por la severa crisis del PSUC y tuvo la capacidad, con la complicidad de Josep Miquel Abad, de mantener cohesionado el gobierno más allá de la implosión de sus socios, incorporando muchos de los elementos que se habían quedado huérfanos, pero que estaban desempeñando un papel decisivo en la gestión municipal.

Si examinamos las candidaturas socialistas al Ayuntamiento, hallamos otra pista de cómo construyó sus equipos. En ese sentido, la lista de 1983 fue de fuerte renovación y combinaba la incorporación de un buen puñado de técnicos —miembros del partido o independientes— con algunos dirigentes barceloneses del PSC para presidir los distritos. En el primer grupo, encontramos —además de la continuidad de Mercè Sala, Raimon Martínez Fraile y Enric Truñó— la incorporación de Jordi Parpal, Joaquim de Nadal, Josep Maria Serra Martí, Joan Torras, Guerau Ruiz Pena y Joan Clos, un grupo que, tomado en conjunto, conformaría la dirección efectiva del consistorio durante el período que llevó a los Juegos. En el segundo, están Juanjo Ferreiro, Josep Espinàs, Albert Batlle y Xavier Valls. Pero el fichaje estrella de la candidatura fue Maria Aurèlia Capmany, que representaba no solamente la incorporación de una figura indiscutible de la resistencia cultural, sino también la presencia de la generación anterior —la de sus padres— en el equipo de gobierno. Se puede afirmar que, en 1983, estaban ya establecidos tanto el programa como el equipo humano directivo. En la lista de 1987, solo había una novedad: la presencia relevante de algunos dirigentes nacionales del PSC, como Lluís Armet, Marta Mata y Antonio Santiburcio (primer secretario de la Federación Local del PSC). En 1991, los cambios fueron pocos —la incorporación de Vegara y de Oriol Bohigas— y cabe interpretarlos como sustituciones de los malogrados Josep Maria Serra Martí y Maria Aurèlia Capmany, ya enfermos, que morirían poco después de los comicios locales. La lista de 1995 tuvo ya un sentido muy distinto: muchos de los pesos pesados dejaron el Ayuntamiento, siguiendo una lógica de preparación del equipo del nuevo alcalde, que sería Joan Clos. La decisión de dejar la alcaldía ya estaba tomada.

Sin embargo, aunque esa voluntad de dejar el camino preparado para Clos resultaba clara, conviene que prestemos atención a esa lista municipal de 1995. Si se analiza completa —y no solo en los puestos de salida, que tenían un sentido político y funcional—, veremos que era casi un manifiesto maragalliano. Evidenciaba un sentido de despedida y de homenaje a las personas que, desde ámbitos tan diferentes, lo habían acompañado en la aventura de rehacer la ciudad: los casos de su hermano Ernest —que siempre se había mantenido en la sombra—, Carme Sanmiguel —del grupo de funcionarios municipales de los años sesenta—, el antiguo focista Daniel Cando, los artistas Mayte Martín y Joan Hernández Pijoan, o la líder vecinal del Carmel Custodia Moreno, eran buenos ejemplos de ello. No se trataba únicamente de agradecimiento: quería mostrar una vez más ese sentido tan profundo de fidelidad personal que expresaba una concepción de la actividad política entendida como una red de relaciones, fidelidades y compromisos personales que constituye un «nosotros». En este caso, el nosotros era la Barcelona de Maragall.

El eslogan «La ciudad es la gente», que, tomado de William Shakespeare, Maragall utilizó en la campaña de 1983, no tenía un sentido abstracto. Hasta cierto punto, la gente a la que se refería Maragall era gente que él conocía y reconocía constantemente, sin dejar nunca, eso sí, de practicar un ejercicio permanente de ensanchamiento e incorporación. Naturalmente, el equipo no lo formaban solo los concejales socialistas, sino también una legión de técnicos, de aliados en el gobierno municipal y del más amplio abanico de miembros de la sociedad barcelonesa. La forma de trabajar era siempre la misma, conforme a un continuo que iba desde los más próximos hasta tan allá como se pudiese llegar para sumar aliados a los proyectos propios.

El 13 de enero de 1993, el balance anual que el alcalde presentó en el Colegio de Periodistas tuvo un carácter especial. Comenzaba el año posterior al de los Juegos —el rotundo éxito de los Juegos— y la presentación del balance sirvió para repartir agradecimientos. Es interesante la jerarquía de tales muestras de gratitud: comenzaban por el equipo del Comité Olímpico Organizador de los Juegos Olímpicos Barcelona 92 (COOB) —encabezado por Abad— y de HOLSA —encabezado por Santiago Roldán—, de manera que se mencionaban así, antes de nada, los principales responsables de la organización de los Juegos y las obras olímpicas. Pero, en un momento determinado, señalaba que todo aquello había sido posible porque había habido un gobierno en la ciudad, al hilo de lo cual afirmaba:

Mi agradecimiento más profundo hoy, vistas las cosas con la distancia de unos meses, es para los compañeros del Ayuntamiento, concejales, gerentes y funcionarios, que son los que han hecho todo esto posible.

Y, más adelante, añadió:

Cuando digo Ayuntamiento, me refiero a una determinada tradición y a un determinado estilo, tenaz, modesto, orgulloso de la ciudad, que se afana por la calidad y que se ha ido formando en el transcurso de las décadas de este siglo (Maragall, 1993e: 22).

La alcaldía —y el Ayuntamiento— era para Maragall algo más que un cargo o un encargo político. Era su casa, como también lo eran la familia y la ciudad.

Más allá de ese núcleo formado por el equipo de gobierno de su partido y los funcionarios de confianza, llegados unos de la política y seleccionados los otros entre los técnicos de la casa (y muchos reclutados en ámbitos profesionales de la ciudad), el círculo se iba ensanchando, primero, con los socios de gobierno. En ese punto, el entendimiento siempre dependió mucho de las personalidades. Mientras que Jordi Borja —un hombre de criterio independiente, poco proclive a las disciplinas políticas— pasó de la lista del PSUC en 1983 a la del PSC como independiente en 1987, Eulàlia Vintró mantuvo con prodigioso equilibrio la fidelidad a su partido y al gobierno municipal. Lo mismo ocurrió con muchos técnicos procedentes del PSUC que, con frecuencia, ya habían entablado amistad con Maragall de jóvenes, como Margarita Obiols, Jaume Galofré, Guillem Sánchez Juliachs, Josep Maria Alibés y Francesc Compte, por citar solo algunos de una larguísima lista. Diferentes fueron las relaciones con Pilar Rahola, concejala por ERC, quien, aun manteniendo diferencias políticas y culturales más profundas, quedó pronto seducida por la personalidad de Maragall, con quien mantuvo a partir de entonces una relación de afecto. El temperamento abierto de ambos ayudó a ello.

El trato con la oposición también dependió mucho de personalidades. Fue muy respetuoso, aunque no siempre fácil, con Ramon Trias Fargas, a quien Maragall quiso —como jefe de la oposición— dar el tratamiento de teniente de alcalde. Y más aún con Miquel Roca, con quien compartía una amistad de juventud que facilitaba una relación muy fluida. Muy diferentes fueron las cosas con Josep Maria Cullell, quien, a veces, manifestaba escaso interés por los asuntos de la ciudad y llegaba incluso a adoptar una postura obstruccionista, o con Artur Mas, un político novel que gozaba de poco margen de autonomía con respecto a su partido. En esos años que fueron de la nominación olímpica a la celebración de los Juegos, CiU obstaculizó a menudo los propósitos del alcalde, sobre todo desde la Generalitat, pero también desde la oposición municipal. Se trata de los años en que se instaló el tópico de los dos «lados» de la plaza Sant Jaume. Un artículo de Maragall, «La deuda municipal de CiU» (Maragall, 1992e), pretendía dejar constancia de aquella relación con una lista de los doce «noes» del gobierno de CiU a la ciudad.

Ese era el mundo del Ayuntamiento; más allá, estaba la ciudad, en sus formas de organización tanto formales como informales. Y tanto en las unas como en las otras, Maragall fue construyendo una red amplísima de complicidades que, con frecuencia, llegaron a la amistad personal. No se puede elaborar una lista completa de esas relaciones: hay que recurrir a los ejemplos. Cuando en 1986 un grupo de entidades, puenteando a la Asociación de Vecinos del Casc Antic, lanzó la plataforma «Aquí hi ha gana» («Aquí se pasa hambre»), el enfrentamiento con el gobierno local fue duro y difícil. Al cabo de dos años, esos mismos líderes vecinales contribuían activamente en el Área de Rehabilitación integrada de Ciutat Vella y colaboraban con la empresa mixta Procivesa. Solo la proximidad, la capacidad de asumir los problemas y, finalmente, la determinación a la hora de hallar soluciones eficaces y ponerlas en marcha podían producir unas transformaciones de tal naturaleza.

Resultó paradigmática en ese sentido la iniciativa de pasar, junto a su mujer, Diana, una semana cada mes en casa de unos vecinos de un barrio diferente de la ciudad. Las familias que los acogieron eran gentes de clase social, orientación política o cultura muy diversas, pero con un denominador común: eran personas representativas de su barrio. Esas estancias permitían a Maragall afinar sus antenas, detectar la evolución de la ciudad y de las formas de la vida cotidiana, conocer a través de los hijos de sus anfitriones a las nuevas generaciones. Eran, en definitiva, un curso intensivo en conocimiento del barrio, una manera de pulsar los cambios sociales en una escala más pequeña, y una vía para ir construyendo una red de contactos, complicidades y, sobre todo, afectos que multiplicaban exponencialmente la popularidad del alcalde.

Maragall fue igualmente capaz de granjearse, con todas las dificultades que ello implicaba, la confianza del mundo económico. En este sentido, la operación de los Juegos resultó esencial, por cuanto abrió un espacio para muchos empresarios y profesionales de sectores decisivos en la ciudad, como las finanzas, la construcción, la hostelería, el comercio, el diseño y la arquitectura. Esto sucedió no sin tensiones y dificultades, pero sucedió al fin y al cabo. Algunos de ellos se implicaron más allá e incluso trabajaron para la candidatura olímpica, como Leopoldo Rodés o Carles Ferrer Salat. Y de esta complicidad salieron más adelante proyectos como la Fundación MACBA, o la complicada y, en último término, provechosa cesión del Gran Teatro del Liceo por parte de sus propietarios al consorcio público que se encargaría de reconstruirlo, así como también la creación de la Fundación del propio Liceu.

La idea de alinear los intereses privados con el desarrollo de la ciudad bajo un liderazgo municipal alcanzó su máxima expresión formal en el Plan Estratégico de Barcelona, que inició su andadura en 1988. Una idea muy maragalliana. Por su formación como técnico en planificación, pronto le preocuparon las limitaciones de los planes. La experiencia barcelonesa no tardó en mostrarle que la planificación estricta no siempre resistía bien ni el paso del tiempo ni una adaptación óptima a las necesidades de la realidad y, en cualquier caso, resultaba insuficiente para gobernar la complejidad de la vida. Por otra parte, era muy consciente de que, por sí solo, el mercado es ciego y carece de intención, por lo que no favorece particularmente el bien común. Por ello, y por la experiencia vivida en Barcelona con la gigantesca transformación asociada a los Juegos, entendió que las iniciativas nacían como proyectos y que estos podían surgir en el sector privado o en el público, indistintamente, y tanto de manera planificada como a consecuencia de la iniciativa del mercado. De lo que se trataba, pues, era de gobernar los proyectos hacia una dirección que favoreciese el bien común sin desincentivar la iniciativa ni la innovación. La planificación estratégica era la solución para combinar todos esos factores, y dentro de ella, la concertación de planes entre el sector público, el privado y los sectores ciudadanos interesados o afectados por esos proyectos. El Plan Estratégico de Barcelona, creado en 1988, se dotó de un amplio consejo de doscientas personas que representaban el mundo económico, asociativo, corporativo y científico.