Pedro Acosta - Jaime Alguersuari - E-Book

Pedro Acosta E-Book

Jaime Alguersuari

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Beschreibung

Este libro narra la inesperada victoria de un niño de 16 años en el Mundial 2021 de Moto3, convirtiéndose así en el campeón de motociclismo más joven de la historia. Pedro Acosta, el «Tiburón de Mazarrón», un chaval procedente de una sencilla familia de pescadores murcianos, ha demostrado tener el talento para despuntar en un deporte tremendamente competitivo donde todos tienen el sueño de ser campeones, pero muy pocos lo consiguen. Un libro homenaje a esta figura excepcional cuya carrera sobre dos ruedas no ha hecho más que empezar.

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© del texto: Jaime Alguersuari, 2022.

© de los textos y de las fotografías de la Parte II: Àlex Crivillé, Jorge Lorenzo, S ete Gibernau, Carlos Checa, Sito Pons, Jaime Alguersuari Jr., Ricard Jové, Ernest Riveras, Valentín Requena, Emilio Pérez de Rozas, Jesús Benítez, Josep Lluís Merlos, José María Mela Chércoles, Raúl Romojaro Martín-Caro, Diego Lacave, Fernando López Miras.

© de las fotografías de las páginas 135, 139, 145, 169, 181, II (inf.) y solapa anterior: Jaime Alguersuari, 2022.

© de las fotografías de las páginas II (sup.), III, IV, V, cubierta y solapa posterior: Juan Trujillo.

© de las fotografías de las páginas I, VI, VII, VIII y contracubierta: David Goldman / Goldandgoose / Red Bull KTM Ajo

© de la fotografía de las página 151: Consuelo Bañuelos. © de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2022.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: junio de 2022.

REF.: OBDO059

ISBN: 978-84-1132-080-1

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

Dedicado al niño Hugo Millán, que seguirá siempreentre nosotros. Fue, para Pedro, su hermano menor,a quien llamaba «el niño de mi carpa».Este libro no tendría sentido sin esta dedicatoria.

PRÓLOGO

LOS ÚLTIMOS DÍAS DE LA ÉPICA

Estimado lector, sostiene entre sus manos una historia singular que en realidad nada tiene que ver con el motivo que impulsó la decisión de escribirlo.

Se llama Pedro Acosta, tiene diecisiete años y ha sido el más joven campeón del mundo de la historia del motociclismo moderno.

¿Cómo relatar su proeza sin recurrir al esquema habitual del periodismo deportivo?

¿Cómo plantearse un relato tan trascendental en el deporte profesional sin recurrir al aplauso fácil?

¿Cómo describir con incontenible pasión lo que no trasciende al gran público, acostumbrado a percibir la explosión del champán y el plateado brillo de los trofeos como el premio a la diversión del espectador y a la victoria del piloto, sin darse cuenta apenas nadie de la trascendencia, de la presión y el odio deportivo que acompañan las rutilantes y flamígeras victorias en los grandes premios...?

Disculpe, querido y desconocido lector, que le plantee a usted estas tres preguntas, pero he de confesarle que en realidad me las estoy planteando a mí mismo, ante el desafío personal de escribir un libro que le transmita a usted la devastadora emoción que me abatió al verle ganar, a Pedro Acosta, y de qué forma, su primer gran premio del Mundial de Motociclismo 2021 en el circuito de Qatar (Emiratos Árabes)…

Es obvio que los hechos que les voy a relatar se refieren a un deporte del gran riesgo físico vital que entraña el motociclismo de velocidad en su más genuina esencia: el Campeonato del Mundo de Velocidad.

Pero le aseguro que inicio este prólogo con la convicción de hacer de mi relato una confesión moral que pueda ser aplicable a todos los deportes, especialmente a los de gran riesgo, en los que el inicio de su práctica se vincula a la temprana edad de los seis años, bien sean hombres o mujeres, o, para ser más explícito, niños y niñas...

No pretendo que este libro abra la puerta a preguntas tan emocionales como si es moralmente conveniente que niños y niñas a partir de los seis años utilicen motocicletas capaces de alcanzar los 120 km por hora...

No pretendo tampoco poner a debate las consecuencias de los objetivos deportivos que deberán alcanzar esos niños desde los seis años, y no lo pretendo porque está aceptado de antemano desde hace por lo menos veinte años por estamentos oficiales, federaciones internacionales y federaciones regionales o autonómicas, según en qué parte del mundo se practique esta actividad.

Si le soy sincero, mi carrera deportiva se inició en 1966, cuando yo tenía dieciséis años.

En aquella época no existían condiciones de seguridad de ningún tipo y pilotos como Ángel Nieto, y algunos más entre los que me encuentro, fuimos excepción al empezar a correr entre farolas, bordillos y árboles en los circuitos urbanos (no había circuitos permanentes) en 1966.

Es probable que haya llamado su atención el titular que acompaña este prólogo, «Los últimos días de la épica». Permítanme la pequeña licencia como autor de este libro de trasladarles una percepción personal sobre el principio filosófico del sustantivo ÉPICA.

Personalmente doy por supuesto que la épica corresponde en la literatura universal a hechos acaecidos en el pasado: grandes batallas, grandes travesías marítimas, relatos milenarios, conquistas territoriales, etc. , etc., explicadas y descritas por autores que sin duda alguna novelaron los hechos, los ensalzaron y los convirtieron en leyenda.

¿Saben ustedes por qué la épica, el concepto universal de la misma, nos ha llegado limpia, impecable, trascendente y emotiva?

Porque no existía el mundo digital.

Pedro Acosta, a los dieciséis/diecisiete años, ha sido el más joven campeón del mundo del motociclismo moderno.

Todo lo que les contaré a partir de ahora está inmerso en un mundo de tragedia griega que recoge envidias, coaliciones para evitar su liderato, mensajes envenenados, puertas de hospital que se abren en última instancia ante el deseo colectivo de rivales que no lo desean, noches de insomnio de familias vinculadas a los gladiadores del gran premio, de padres, de hermanos, de mánagers, incluso de periodistas vinculados con unos o con otros, deseando convertir sus deseos en futuro realizado de inmediato… Y sobre todo la incredulidad general, incluyendo a profesionales del periodismo de la televisión, de la prensa escrita o de la radio, y excampeones del mundo de MotoGP o cualquier otra categoría del Mundial de Velocidad, a los que a todos ellos tengo en gran estima, para aceptar que un zagal de dieciséis años podría ser campeón del mundo desde la primera hasta la última carrera del Mundial de Moto3 2021.

¿Por qué no ganó antes nunca nadie a los dieciséis/diecisiete años?

Porque hasta la aparición de Pedro Acosta —como la mayoría de sus rivales, «niño de la guerra desde los seis años»— nadie fue capaz nunca de soportar tanto odio contenido, tanto rechazo general y tanta rabia desbordada.

Al término del Mundial, sus rivales, los más cercanos, exclamaron un grito formidable y a la vez callado que decía:

Pedro, ¿por qué nos has jodido?

Notas del autor (1):

Amigo lector, guarde con esmero este libro, el mundo digital ha desplazado ya al que todavía denominamos mundo analógico.

Los organizadores del Campeonato del Mundo, tanto de Moto GP como de Fórmula 1, y la mayoría de otros campeonatos del mundo de otras especialidades saben que la transformación de la actividad deportiva profesional mutará en las próximas décadas, año a año, de forma no previsible hoy.

Es una evidencia que los jóvenes entre doce y treinta años están vinculados de tal manera al mundo digital que se pone de relieve su abandono de la práctica ancestral de asistir de forma personal a las carreras y eventos en directo.

Su vinculación a la oferta digital inclusive los ausenta de los eventos clásicos desarrollados en los últimos cien años.

Disculpen mi insistencia…

Guarden este libro, porque puede ser uno de los grandes y últimos acontecimientos de la épica.

Notas del autor (2):

Sería imperdonable dejar en el archivo del olvido la decisiva colaboración de Ana Miró Ortet en la creación de este libro. Ella ha sido la vela que me ha mantenido firme en su confección durante un intenso mes de trabajo literario.

Ana ha sido mi secretaria personal durante más de cuarenta años en mi empresa Alesport/RPM, el paraninfo de la revista Solo Moto, fundada en 1975.

Este libro es el testimonio de que... ¡jamás dejaremos de ser jóvenes!

PARTE 1

LA HISTORIA JAMÁS CONTADA

CAPÍTULO 1

EL NIÑO DE DIECISÉIS AÑOS QUE NACIÓ EN 1950

—¡He dicho que no! —replicó mi madre con rotundidad.

Yo miraba a mis padres intentando disimular una angustia que jamás había sentido antes.

—Palmira —respondió mi padre con su serenidad habitual—, el niño ha cumplido dieciséis años, tiene carnet de conducir, le hemos regalado una moto y desde que tiene uso de razón ha vivido en esta casa la gran pasión por la motocicleta. Tanto él como sus hermanos nos han visto viajar a ti y a mí a Turín en Vespa, en pleno invierno, con total confianza de que sus padres volverían sanos y salvos. ¿Vas a impedirle que haga su primer viaje en moto? Palmira, por el amor de Dios, ¡que no se va a lo desconocido!, ¡que se va a Santa Cruz de Moya, el pueblo donde naciste tú y donde ha pasado todos los veranos!

Mi madre no respondió. Se quedó fija, estática, mirando por la ventana.

Os prometo que oía los latidos de mi corazón. Sabía que otro «no» de mi madre haría añicos la determinación de mi padre. Siempre fue así.

Por fin ella se giró y, aunque no estaba para nada convencida, sentenció:

—Francisco, es tu hijo también. Tu oficio y tu pasión han sido siempre la misma cosa, y hemos creado esta familia juntos. Por lo tanto, aceptaré que un viaje de 500 km en moto a los dieciséis años quizá sea una experiencia necesaria en su evolución personal.

Así empezó el viaje más hermoso que jamás haya hecho en mi ya dilatada vida. He cumplido setenta y dos años y esta historia jamás la había explicado antes. He decidido que ha llegado el momento de hacerlo.

A los pocos días, abracé a mis padres, me despedí de mis hermanos e instalé una bolsa muy básica en el asiento trasero de una flamante Bultaco Junior de 74 cc, bien agarrada con pulpos. Corría el mes de junio de 1966 y el calor ya apretaba, así que salí en pantalones cortos y zapatillas. En aquella época todavía no era obligatorio el casco.

Apenas enfilé la parte alta de la Diagonal, dejando a mis espaldas la Barcelona que me vio nacer, tuve por primera vez una sensación pletórica y arrolladora de libertad. Atrás quedaba el colegio de la Salle donde había estudiado, el cine Iberia donde aprendí a mercadear a los diez años... Resultaba fácil seducir al taquillero: los veranos de la década de los sesenta fueron tórridos y yo, con una amplia sonrisa, me ofrecía a llenarle el botijo de agua fresca a cambio de un estimulante «anda, anda, Jaime, pasa y ¡no se lo digas a nadie!».

Por aquel entonces, la autopista del Mediterráneo tenía tan solo un tramo, que llegaba poco más lejos de la provincia de Tarragona y parte de Castellón. Mi obsesión por las curvas me hizo apostar por un recorrido tan antiguo como la Vía Augusta romana, la carretera Nacional 340, que no abandonaría hasta llegar a Valencia.

La Nacional 340 se convirtió, en el mismo instante en que dejé Barcelona, en mi primer circuito de carreras y en el primer entreno de un gran premio imaginario. La Bultaco Junior no tendría mas de 7 cv de potencia. En bajada, no alcanzaba más de 100 km por hora, y en llano, levemente aplanado contra el viento, se podrían mantener los 90 km por hora. Pero a mí me daba igual, porque el reto mayor de cada diez kilómetros recorridos era enfrentarme a curvas de 80 km por hora a fondo.

El recuerdo es tan claro, tan transparente en mi memoria, que al recogerlo 56 años después en este libro, sé que no estoy soñando. En aquel momento tuve la certeza de que algún día sería campeón del mundo de motociclismo.

Lo que no podía imaginar era que aquel viaje, en una moto de 74 cc y a lo largo de por lo menos 450 km, lo haría acompañado por un desconocido de mi misma edad que llegaría a hacer historia…

Al llegar al Vendrell, capital del Bajo Penedés, caí en la cuenta de que había salido de Barcelona con el depósito a medias, de modo que se hizo urgente repostar en el primer stop de mi Gran Premio particular.

Me atendió un empleado que, por su expresión, deduje que le extrañaron dos cosas: qué hacia allí con una moto un crío de dieciséis años, que además no reconocía como chaval de la zona.

—¡Lleno, por favor! —ordené rebosante de euforia.

Mientras la boca de la manguera llenaba el depósito de la mano de un empleado que no dedicó ni un segundo más a observarme, yo sentí una fuerza interior desconocida y gratificante. Por dentro me repetía, in crescendo, «lleno, por favor», «lleno, por favor», «lleno, por favor…». Por primera vez en mi vida, tenía el dinero suficiente para dar una orden y ser obedecido. Solo tenía dieciséis años y me sentía propietario de mi vida. Entonces me visualicé como piloto oficial de Derbi, dando instrucciones a mis mecánicos, los mismos que asistían a Ángel Nieto, mi gran ídolo.

A Ángel Nieto lo había conocido por azar de la vida tres años antes, en la calle General Sanjurjo de Barcelona, pero de eso ya os hablaré más adelante…

Puse la moto en marcha a la primera patada y volví a afirmarme interiormente: «Estás solo, eres libre, ahorraste dinero para este viaje y eres, Jaime, autosuficiente y dueño de tu vida. ¡El mundo es mío y seré campeón del mundo!». Y en ese preciso instante, cuando ya tenía la primera engranada y el embrague accionado para iniciar una nueva etapa de mi Gran Premio particular, alguien me tocó la espalda. Ladeé la cabeza y me encontré con unos ojos fijos y penetrantes que me taladraron de tal manera que parecía que querían quedarse con mi conciencia.

—Ettoooo... ¿Pa onde va? —me preguntó el desconocido.

No sé el tiempo que mantuve el embrague apretado y la primera engranada. Sencillamente no daba crédito a que mi viaje iniciático, mi Gran Premio particular, se viera interrumpido de aquella forma tan inesperada. Molesto, tomé la decisión de soltar el embrague e irme, pero aún no sé por qué dediqué tres segundos a centrarme, puse punto muerto y observé al intruso de arriba abajo.

Era un chaval más o menos de mi edad, con el rostro alargado y los ojos saltones, inquietos y al mismo tiempo inquirientes, boca grande flanqueada por labios delgados y elásticos, pelo negro y corto, orejas voladoras, cuerpo de torero del siglo XIX, delgaducho, no llegaría a los cincuenta kilos. Mientras lo observaba, percibí en él algo fuera de lo normal, imponente, casi diría mayestático.

No sé por qué no le pregunté su nombre, simplemente le respondí:

—Voy a Santa Cruz de Moya, en la provincia de Cuenca.

Apenas le había respondido y, con la velocidad de un halcón en vuelo picado, me preguntó si pasaba por Valencia, pero ni siquiera esperó mi respuesta:

—¿Me pue llevá?

A lo largo de los años me he preguntado mil veces, y muchas más, por qué dejé de lado mi primer Gran Premio, mi viaje iniciático, mi solemne entreno como piloto y como hombre, para convertirme en taxista de aquel extraño personaje de mi misma edad que me asaltó de súbito en una gasolinera del Vendrell un día de junio de 1966. En el acto, maldije haber accedido a aquel abordaje inesperado. Adiós gran premio imaginario y adiós entreno iniciático para ser campeón del mundo.

Arranqué la moto con el chaval pegado a mi espalda. Ciertamente, la Bultaco Junior 74 cc de 1966 era muy bonita, pero, como ya os he dicho antes, sus prestaciones de velocidad y aceleración no eran su fuerte. ¿Os la imagináis lastrada por el peso de dos chavales? Pesaríamos algo menos de cien kilos entre los dos, de modo que la velocidad media en llano bajó a entre 70 y 85 km por hora.

Al poco, mi desconocido acompañante pegó su cara a mi oreja, poniendo fin a mis lamentos y abstracciones.

—Oye tú, ¡qué bien lleva la moto! ¿Cómo sabé tanto?

El colega hablaba un castellano muy local y peculiar, pero que en absoluto era andaluz. ¿De dónde será este muchacho?, me pregunté. Su comentario, por otra parte, no me pasó desapercibido. Aquella pregunta subió mi autoestima y me sentí admirado, de modo que olvidé mis pesares y le contesté, orgulloso:

—Porque soy piloto. Aún no he corrido ninguna carrera, pero debutaré este año y seré campeón del mundo, tarde o temprano.

Me sorprendí a mí mismo con mi determinación.

—¡Joé! ¿Y cómo se pue sé campeón der mundo?

En ese momento, los dos viajeros y una preciosa moto lanzada a 80 km por hora entablaron una conversación boca-oreja que les cambió la vida a ambos.

—Conservando la vida —respondí.

—¿É que se mueren lo piloto? —preguntó alarmado.

En aquel preciso instante, nos acercábamos al cartel indicativo del pueblo de Comarruga.

—¿Qué pone ahí, amigo? —le pregunté.

Él deletreó con dificultad el nombre de la población. Esperé a que acabara para responder a su pregunta:

—Algunos, sí —resolví—. Hace exactamente un año, el 30 de mayo de 1965, Ramon Torras, el que pudo ser el mejor piloto español de la historia, quizá mejor que Ángel Nieto, perdió la vida en este mismo pueblo, en una carrera urbana que no puntuaba para ningún campeonato.

Mi joven viajero extremó su atención.

—¿Y qué ocurrió?, ¿qué ocurrió?

Me sentí como el padre Antonio en clase de religión: ahora aquel zagal era mi alumno. Le relaté el episodio con toda la seriedad que merecía.

—Llovía y, al dar la salida de la categoría de 125 cc, su moto no arrancó porque tenía una bujía engrasada. Todos los competidores de aquella carrera habían desaparecido de la vista, pero Ramon Torras siguió empujando su moto sin desmayo. Finalmente, cuando los tres primeros de la carrera lo superaron, logró poner la moto en marcha. Con una vuelta y media perdida sobre los líderes, empezó el desafío. No había más premio que una corona de laurel, un trofeo y el aplauso de las autoridades locales del pueblo que acabamos de pasar.

Le di una pausa dramática a la historia, pero enseguida sentí un apretón de impaciencia en mis hombros.

—Pero ¿qué ocurrió?

—Lo que vino después fue una humillación probablemente innecesaria a todos sus rivales. Torras tardó apenas dos vueltas en superarlos y siguió sin desmayo hasta adelantar a todos los pilotos, de uno en uno, de dos en dos y de tres en tres. Ya te he dicho que llovía, y el asfalto estaba en muy mal estado. A dos vueltas del final, alcanzó al piloto que lideraba la carrera, José Medrano, y siguió aumentando la ventaja aún más. Pero la última vuelta no llegaría a darla; a la salida de una curva, perdió la moto. Su casco, hecho de cartón, cola y malla de tela, no protegió su vida al colisionar contra un árbol.

Y después de mi relato, se hizo un silencio prolongado.

Estábamos llegando a Tarragona y durante más de un cuarto de hora solo se oía el sonido sordo y metálico del motor de la Bultaco y el viento en nuestras caras.

Durante un rato olvidé el profundo calado de la conversación y me entretuvo el inmenso azul del mar en junio. Me alegré de la sensación de volar que me producía conducir mi moto hacia ese pueblo, Santa Cruz de Moya, que tenía tan idealizado en mi infancia.

Salí de nuevo de mi abstracción cuando mi acompañante rompió el silencio para soltar:

—Oye, yo tambié quiero sé campeón der mundo.

Me eché a reír.

—Pero ¿tú sabes ir en moto?

—¿Yo? ¡No!, ¡qué va! Pero quiero aprenderlo to. Y no quiero ser Ramon Torra, porque yo quiero viví pa siempre.

Los siguientes 150 km hasta pasar Castellón, me sentí una diana recibiendo preguntas como dardos, sin tregua, por parte de aquel chaval que había aceptado como pasajero, aun sin saber por qué, en la ya lejana gasolinera del Vendrell. ¿Cómo se ganan las carreras? ¿Qué hay que tener para ser campeón del mundo? ¿Cómo ganar sin poner la vida como precio? Siguió insistiendo tanto en el bombardeo de preguntas, que tuve que advertirle que fuera cambiando de oreja cada diez minutos. Y así lo hizo.

El viaje se desvanecía porque, si no fuera por el ronquido constante del monocilíndrico de dos tiempos, casi diría que estábamos sentados en un extraño acomodo sin dedicarle atención ninguna al tráfico. La carretera Nacional 340 básicamente era un carril de movilidad de camiones, pesados y lentos, que me permitían hablar sin apenas necesitar concentrarme en la conducción.

—Mira, amigo. Ramon Torras y Santiago Herrero eran pilotos excepcionales de los que yo llamo de todo o nada. Ambos pilotos, Torras y Herrero, crearon una leyenda entre sus rivales. Ante ellos, todos los pilotos de su generación se sabían perdedores de antemano, por supuesto los nacionales y también la mayoría de los internacionales. Su futuro era estelar antes de los malogrados accidentes que acabaron con la vida de ambos. Torras, en primer lugar, y Herrero, cinco años después, tenían un futuro increíble. Las grandes marcas internacionales les ofrecían unas motos pluricilíndricas con la más alta tecnología del momento. La poderosa Benelli 4 cilindros o la Yamaha bicilíndrica estaban ya llamando a sus puertas.

Mi compañero de viaje parecía absorber, encriptar y archivar toda la información que yo le iba dando. Sus preguntas me sorprendían siempre más y más.

—Oye, ¿y quién e pa ti er piloto mejó? ¿Quién e er má seguro? O zea, ¿en quién te fija pa sé tú campeón der mundo?

Apenas le di tiempo a reaccionar.

—¡Ángel Nieto! —le respondí con una voz que superó ampliamente los decibelios del monocilíndrico.

—¿Por qué? ¿Por qué? —preguntó excitado.

—Porque será el mejor, el más grande piloto de todos los tiempos. Ahora tiene diecinueve años, pero muy pronto será campeón del mundo de 50 cc.

El viajero cambió de oreja. Me había dejado la derecha colorada como un tomate.

—Y de ese tal Nieto, ¿que é lo que má admira?

—Su técnica, su inteligencia, su dominio de la estrategia, su adaptación a cualquier circunstancia climatológica. Da igual que la temperatura sea abrasadora, que el suelo esté húmedo o que caiga una lluvia cerrada. Y te aseguro que nunca ha temido a nadie, no le impresionan los apellidos y jamás, jamás, siente angustia por la calidad de un rival. No piensa en ellos como rivales, los ve como simples piezas de ajedrez. Y en lo personal sobrecoge su ironía, su capacidad para convertir a sus rivales en un chiste, sin insultar y sin ofender. Con sus comentarios, contagia la risa a todo el mundo, y si lanza un mensaje envenenado, este queda en el aire recorriendo todo el paddock.

El zagal escuchaba con atención, de modo que continué.