Por esos caminos de la guerra. Relatos de un corresponsal de guerra - Eduardo de la Torre Rodríguez - E-Book

Por esos caminos de la guerra. Relatos de un corresponsal de guerra E-Book

Eduardo de la Torre Rodríguez

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Beschreibung

Libro escrito para los jóvenes, lleno está de acontecimientos donde se decidía la suerte de la revolución que hoy es una realidad indestructible, es un homenaje a los escritores, periodistas y cineastas cubanos que han sabido escribir y filmar, o hacer ambas cosas, con la generosa ambición de dejar para el futuro, el pasado y el presente de nuestras esperanzas.

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Seitenzahl: 459

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Edición:

Luisa Herrera Martínez

Corrección:

Luisa Herrera Martínez

Diseño interior, diagramación y cubierta:

Lic. Eduardo Alfredo González Carmona y Eduardo Valdés Tejo

Composición para eBooks:

Ana Irma Gómez Ferral y Valentín Frómeta de la Rosa

© Sobre la presente edición:

© Eduardo de la Torre, 2018

© Editorial enVivo, 2024

ISBN:

9789597276944

Instituto Cubano de Radio y Televisión

Ediciones enVivo

Calle 23 No. 258, entre L y M,

Vedado. Plaza de la Revolución, La Habana, Cuba

CP 10400

Teléfono: +53 7 838 4070

[email protected]

www.envivo.icrt.cu

www.tvcubana.icrt.cu

Índice de contenido
PORTADA
PORTADILLA
CRÉDITOS
PENSAMIENTO
DEDICATORIA
PRÓLOGO
PALABRAS AL LECTOR
TENÍA TANTO DE PERIODISTA ESTE SOLDADO
- I -
- II -
- III -
- IV -
- V -
- VI -
TAMBIÉN LE QUEDABA CHIQUITA
NO VOLVÍ A DECIRLE UNA PALABRA MÁS
LA GUERRA DEL CELULOIDE
VOLVIERON LOS PIRATAS
VIAJE A LA ARABIA FELIZ
AVENTURA EN LOS MARES DEL SUR
EL VALLE DE HADRAMAOUT: DONDE HABITA LA MUERTE
DE LA GUERRILLA A LA GUERRA
EL ZOCO DE HAMIDIEH
TODA LA PATRIA. SAHARA, OTRA VEZ EN EL DESIERTO
BIBLIOGRAFÍA
SOBRE EL AUTOR

“Toda la guerra se ha hecho para que el cine de cuenta de ella.”

Pablo de la Torriente Brau

Crónicas de España

A mis dos príncipes Samira y Tony,

los únicos que gobiernan mi corazón.

PRÓLOGO

Por lo compleja que resulta a veces la actividad cinematográfica (audiovisual), por el a veces raro sortilegio que nos conduce a su práctica, por la acción de estos tiempos en que realidad y fantasía, voluntad y pasión, vida y muerte, se unen en el estrecho laberinto del hombre, por lo humanamente difícil que resulta aprehender esa realidad, es que existe este libro de testimonios escrito por un buen camarógrafo que también nos ha demostrado ser un buen contador de historias.

Quizás yo tenga el privilegio de un mayor o mejor disfrute, porque lo que hoy se ha convertido en libro fue charla de largas noches, porque de alguna manera conozco a los protagonistas de la historia y porque entre otras cosas, también comparto el oficio de corresponsal de guerra. No obstante, si un mérito debe ser reconocido en estos relatos de Eduardo de la Torre es el de la fidelidad a lo verídico y el deseo de engrandecer a sus compañeros de lucha por encima de él mismo como autor, o como responsable.

Todo el que ha filmado en las condiciones que se refieren en este libro, sabe que el documentalista se enfrenta a varias angustias: la de que no se le escape el acontecimiento, la de defender su vida y la de sus compañeros y la que más lo aflige: no traer nada en la cámara. Como el autor advierte, a veces se llega tarde a lo que pudiera llamarse el acontecimiento cinematográfico, que en este caso es también acontecimiento histórico, queda entonces la posibilidad de la próxima vez. Pero la mayor de las veces eso no sucede nunca y sólo permanece la memoria de lo vivido y no reproducido. Por salir de esa angustia, que considera incumplimiento, es que el cineasta devino escritor sin abandonar su viejo oficio, como si comprendiera las limitaciones del uno y del otro.

Un libro escrito en lenguaje directo, sencillo, sin rebuscamiento. No oculta las dificultades del que vive como Corresponsal de Guerra, desde las primeras páginas nos damos cuenta de que el escritor siente orgullo de su oficio al que considera un oficio de hombres duros.

De los mejores relatos es, sin duda, También le quedaba chiquita, donde la narración logra hacernos penetrar en el carácter del comandante Vilo Acuña en una dimensión poética y humana que hace pensar en la mejor narrativa contemporánea del género.

Libro escrito para los jóvenes, lleno está de acontecimientos donde se decidía la suerte de la revolución que hoy es una realidad indestructible, es un homenaje a los escritores, periodistas y cineastas cubanos que han sabido escribir y filmar, o hacer ambas cosas, con la generosa ambición de dejar para el futuro, el pasado y el presente de nuestras esperanzas.

Jorge Fuentes

PALABRAS AL LECTOR

Corrían los años sesenta del siglo pasado. Había triunfado la Revolución cubana. Me había dejado llevar por el torrente de acontecimientos que invadían Cuba incorporándome al Ejército Rebelde; después, en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) desarrollé gran parte de mi vida profesional. Fue en esa institución que pude estudiar el curso de Corresponsales de Guerra.

Un día mi padre me preguntó qué estudiaba; le respondí que aprendía los rudimentos de la fotografía y el cine y me dijo: ¿Por qué no estudias algún oficio? En otras ocasiones cuando nos encontrábamos me comentaba: Sí, sí, ya sé que tomas fotografías y eso, pero, ¿en qué trabajas?

La razón de sus preocupaciones y aquel menosprecio por esta profesión, se debía a que su práctica no producía dividendos inmediatos, cosa imprescindible para un núcleo familiar en épocas pasadas, cuando nuestros progenitores preferían mil veces que el joven de la casa aspirara a ser arquitecto, ingeniero, economista.

Cuando anuncié que el objetivo inminente de mis aspiraciones era ser fotógrafo o camarógrafo, no hubo entusiasmo de mi familia; a lo sumo una sonrisa compasiva de mi madre quien pretendía tachar de oficio un medio de vivir, que no daba para vivir, por su incredulidad de que pudiera constituir una vocación estable, una forma normal de ganarse la vida.

Ya antes había provocado la indignación de mis padres cuando abandoné los estudios secundarios, me uní a la euforia revolucionaria y me enrolé en el Ejército Rebelde sin previa consulta. La opinión que ellos tenían sobre un militar de su época, en la república mediatizada, era funesta. Lo consideraban un vago, paciendo en un cuartel o un esbirro abusador y represivo en la localidad donde actuaba.

El viejo me contaba del fracaso o el engaño de las llamadas revoluciones anteriores y trató de hacerme desistir de mis intenciones. Mi tozudez lo obligó, a regañadientes, a firmar su autorización para oficializar mi ingreso en las FAR, pues yo era menor de edad.

Años después me gradué en la Escuela de Corresponsales de Guerra. Había logrado dos deseos en la etapa en que todo joven quiere devorar el universo y correr su propia aventura.

La vida me dio la posibilidad de ejercer el periodismo gráfico recién graduado y mi bautismo de fuego fue la lucha contra las bandas contrarrevolucionarias que asolaban varias provincias del país. Allí vi, por primera vez, el verdadero rostro de la muerte. Sin embargo, fue en las inundaciones causadas por el ciclón Flora donde por poco pierdo la vida.

Fui camarógrafo en casi todos los eventos históricos en los primeros años del proceso revolucionario: la Crisis de Octubre o de los misiles, las agresiones de la infantería de marina yanqui en las inmediaciones de la base naval de Guantánamo, y la lucha contra los nuevos piratas quienes, armados y asesorados por las diferentes administraciones del gobierno de los Estados Unidos de América, secuestraban a nuestros pescadores y quemaban sus naves.

Pronto hará medio siglo que me dedico a esta peligrosa pero apasionante profesión; en breve se cumplirán cuarenta años de haber empezado mi periplo por el mundo gracias a este oficio que me permitió conocer lugares, a veces increíbles, en cuatro continentes, la mayoría del Tercer Mundo en Asia, África y América Latina. He visitado también naciones desarrolladas de Europa y América del Norte, entre ellas los Estados Unidos y las llamadas, con eufemismo, en vías de desarrollo. Durante mucho tiempo fui corresponsal de guerra, y la guerra, desde mediados del siglo pasado, solo ocurre en los países pobres. De ahí que los problemas de esa parte del mundo ocupen mis documentales y reportajes.

Continentes enteros, docenas de países, miles de millones de personas alcanzaron su independencia y construyeron sus propios estados luego de cruentas guerras de independencia; hechos sin precedentes en la historia. Por mi oficio, fui testigo y cronista de buena parte de esos acontecimientos.

La Revolución Cubana formó parte de aquel proceso y tuve la posibilidad de ver otros movimientos revolucionarios en diferentes latitudes. La ayuda que Cuba prestó en varios continentes, me permitió estar presente en momentos que marcaron mi relación con aquel mundo. Me encontraba a gusto en esos países porque tenían algo de común con mi patria.

Nunca dudé en ir a Yemen, Siria, Omán o el Sahara Occidental; no añoraba a Nueva York, Berlín o Río, ciudades que también había visitado. En Angola, Nicaragua o Granada estaba mi lugar porque era donde encontraba mis temas, y esa era otra razón.

Estudié periodismo en la Universidad de La Habana. Allí recibí los rudimentos, las herramientas que faltaban a mis deseos de ser periodista. No obstante, siempre que me designaron para alguno de estos lugares no lo pensé dos veces. Sabía que la Universidad llevaba más de doscientos cincuenta años en esa colina y que no se movería de allí, pero, quizás, nunca tendría otra oportunidad de viajar a sitios misteriosos, exóticos y desconocidos para nuestros coterráneos. Ya tendría tiempo de estudiar en clases la historia antigua de otras civilizaciones. Ahora quería ver in situ dónde acaecieron los sucesos y seguir el curso de la historia que estaban escribiendo los pueblos y observar los momentos en que ayudamos a crearla.

Fue esa posibilidad la que más me atrajo; sobre todo en los años sesenta o setenta del siglo XX en que casi continentes enteros se desasían del colonialismo ancestral. Hoy solo recordamos el siglo pasado como época de las dos grandes guerras mundiales y del fascismo destructor, pero entonces también asistimos al nacimiento de ese mundo incomparable que yo visité.

Buena parte de la realidad de esas culturas fueron llevadas al cine, obtuvimos fotografías y luego en los videos que logramos en estas coberturas periodísticas. Las otras vivencias fueron grabadas en mi memoria. A mi regreso siempre escribía crónicas de viajes y algunas fueron premiadas en el concurso universitario 13 de Marzo, conforman varios cuadernos y dos pequeños libros con testimonios de mi autoría. Publiqué, además, decenas de reportajes en revistas de nuestro país como Revolución y Cultura, Bohemia, Verde Olivo, Moncada y Bastión, así como en Cambio 7, de México.

Recorrí cientos de miles de kilómetros con las tropas cubanas que prestaban ayuda internacionalista en países hermanos. Viajé en yipi por la Ruta del Incienso en Yemen y después, en barco, por la Ruta del Mar en el Golfo de Adén. Atravesé buena parte de los escenarios de las cruzadas y guardé silencio respetuoso ante el mausoleo de Saladino en Damasco, la ciudad más antigua del mundo habitada continuamente. Allí viví un buen período de tiempo en la cobertura del conflicto árabe-israelí de 1970 a 1975. Años más tarde, junto al ejército saharaui atravesé parte del desierto de los desiertos, siguiendo la vertiente costera de la Ruta del Oro del Sudán, en el Sahara.

He visitado ciudades fabulosas, fortalezas militares de la época de la conquista y de las cruzadas, verdaderas joyas de la arquitectura militar del Medioevo. He cenado con un presidente en su suntuoso palacio y he comido con guerrilleros en las zonas más inhóspitas de selvas y desiertos. Conocí personas fabulosas que me acogieron como a uno más y que, en ocasiones, entrevisté. Muchas de estas experiencias las vertí en crónicas y testimonios publicadas con la prisa de mis viajes, ahora reescritas, al pensar que pudieran resultar interesantes a cualquier lector.

Me gustaría haber profundizado más en las causas y consecuencias de la historia de esos pueblos o de algunas de sus regiones, pero el resultado hubiera sido un libro especializado y, de seguro, pesadísimo. Estas líneas tienen, sin embargo, cierto rigor porque las experiencias aquí recogidas las hemos sufrido sus protagonistas.

Este puede ser un cuaderno de campo, de bitácora, de viaje, de aventuras. Son hojas donde se siguen los caminos de la guerra, esa difícil pista que presupone llegar al lugar de los hechos, al dato preciso, a la persona buscada. Son cuartillas emborronadas, sucias a veces por la prisa o el peligro. Aparecen en ellas, datos, descripciones, impresiones, entrevistas, incluso de aquellos que un día vieron la muerte y subsistieron; recorrieron desiertos, montañas, bosques, islas; trasladados sobre renqueantes vehículos todoterreno que hacían dudar de su nombre; carromatos, barcazas, canoas, aviones, helicópteros, camellos, burros y caballos. Han viajado entre billetes de aviones, declaraciones de aduana, acreditaciones de prensa, catálogos de turismo o direcciones de lugares a los que nunca se regresará. Aquí están escritos los éxitos, los fracasos, las alegrías y el miedo. Quizás por eso durante mucho tiempo no permití su publicación. Solamente la preocupación de trasmitir la experiencia ha hecho que las reviviera, adecentándolas.

En estas hojas describí las imágenes que pasaron frente a mis ojos, captadas por mi vieja cámara que ha terminado por pedir, suplicante, su jubilación definitiva después de tantas misiones. Ahora de ellas solo quedan el recuerdo y por esa angustia de perder la memoria y olvidar el pasado, es que las despojo de su traje de campaña, poniéndolas elegantes para la ocasión.

Espero que les satisfagan. Síganlas, hay mucho que ver todavía.

El Autor

TENÍA TANTO DE PERIODISTA ESTE SOLDADO

- I -

Avanzaba el mes de julio de 1962. El calor en esta época es insoportable. Se dice que las temperaturas más elevadas se sienten en agosto, pero aquel julio se presentaba más ardiente que nunca.

Es probable que se tratara del lugar. En La Habana uno siente menos el calor en estos meses por las comodidades que ofrece una gran ciudad para guarecerse del sol bajo cualquier techo, mientras aquí en el monte, entre bichos, la picazón de las hierbas y el sol cayendo a plomo, la cosa era distinta.

Desde el mes anterior estábamos zapateando, “peinando” el monte de casi toda la provincia de Matanzas. Se dice fácil, pero cuando uno mira hacia atrás y repasa mentalmente lo recorrido y revisado, palmo a palmo, piedra a piedra, en los firmes de las lomas, en las cañadas, en los lechos de los ríos, en las cuevas, hasta en la temible ciénaga y luego recomenzar la misma tarea, parece mentira. Entonces, para colmo de males, hay momentos en que llega el tedio. Nadie aparece, nadie rompe la monotonía. Se cansa uno nada más de pensar en cuánto falta para volver.

Aquella madrugada, como a las tres, Cambra me despertó y me dijo que debía salir con una compañía a tender un cerco. Me revolví en la hamaca. Medio dormido protesté y alegué que había regresado la noche anterior de uno de esos movimientos mientras había gente descansada que podía ir.

Estaba en ese letargo en que se puede hablar sin despertar del todo. Por otro lado, comenzaba a dudar de que realmente hubiera alguien alzado en aquella zona llana, sin un sitio apropiado para refugiarse y organizar la defensa. La idea de abandonar el frágil pero cómodo lecho, que ante lo avanzado de la madrugada representaba el más acogedor que hubiera disfrutado jamás, me animaba a sustentar argumentos para quedarme.

Cambra insistió y yo seguí protestando. Cambra era el jefe de nuestro grupo, y el día anterior nos había ordenado regresar al campamento central en Jovellanos, ante las pocas perspectivas de avanzar que tenían las compañías diseminadas por la provincia.

En la comandancia de las tropas que operaban en toda la región, se hacía fácil escuchar por radio los resultados de los cercos, y salir con las compañías que iban directamente a los lugares donde se sospechaba pudiesen encontrarse los bandidos. Como allí también estaba la base de los helicópteros, era más rápido trasladarnos en ellos al lugar de la acción. Los pilotos y técnicos de vuelo, en ocasiones nos permitían escuchar por sus gorros laringofónicos las trasmisiones radiales de los movimientos de nuestros soldados, y los camarógrafos podíamos decidir con qué agrupación movernos.

El campamento estaba como a un kilómetro del poblado. Había una veintena de casas de campaña y en una de ellas radicaba el estado mayor. En otras, la jefatura de operaciones, la de suministros, la enfermería, etcétera. Las demás servían de dormitorio a las tropas. En un pequeño potrero bien dentro del monte, descansaban plácidamente, los helicópteros.

El día se llenaba de actividad constante, un ir y venir de vehículos y personas. Pelotones formados aquí y allá recibían instrucciones, parque y comida, para partir hacia alguna zona a tender un anillo, o a “peinar”, como le decíamos a la acción de caminar, un combatiente casi al lado del otro, revisando el terreno palmo a palmo, dentro del cerco. Los helicópteros calentaban sus motores y despegaban listos para cumplir cualquier misión.

En la tienda de operaciones alrededor de una mesa gigante, un grupo de hombres inclinados sobre grandes fragmentos de mapas medían, trazaban posibles rutas; discutían, hacían cálculos. Todos los laterales de las tiendas permanecían levantados durante el día por el intenso calor y algunos se mantenían así durante la noche.

Con la entrada de Cambra se rompió la calma de la noche. Hasta entonces sólo el paso constante de los centinelas nos distraía del ruido de los insectos nocturnos. Ya se oían voces de mando confundidas con el ruido de los motores del transporte. Dentro de la tienda, algunas hamacas se movían. Evidentemente nadie seguiría durmiendo. Comenzaba a hacerme a la idea de partir a cumplir la orden, cuando de otra hamaca emergió la cabeza de Argelio, y casi con un bostezo, dijo: —Deja, yo voy con esa compañía.

Cambra no insistió más y para mí fue la solución del problema. Me acomodé en la maraña que formaban hamaca, mosquitero y sábana, y apenas escuché cuando Argelio partió con Duquesne, Cecilio y Trejo, los camarógrafos de las restantes compañías. Después, los camiones salieron y el campamento volvió al silencio poco perturbado por los grillos y el ruido, amortiguado por la hierba, de las botas de los centinelas.

Argelio Lorenzo Pérez Chávez era de mediana estatura, delgado, con cabello lacio, —no hallaba forma de acomodarlo— y le caía sobre la frente; su rostro lo surcaban arrugas tempranas. Cuando permanecía serio, parecía contrariado. Al reír, sólo acentuaba más las arrugas y sus ojos se volvían dos líneas, al igual que sus finos labios, contra los que los dientes pugnaban por asomar. Había nacido el 5 de septiembre de 1939 en la finca Las Canas, Güinia de Miranda, en la actual provincia de Villa Clara. Fueron sus padres José Pérez Méndez, natural de España y Digna Chávez Bello, cubana. En él la sangre española y la cubana se unían y formaban un recio carácter que lo llevaría a protagonizar heroicidades. Su niñez transcurrió como la de todos los niños campesinos de la Cuba pre revolucionaria: con privaciones y trabajos rudos del campo. No obstante logró aprender las primeras letras en una escuelita cercana.

Cuando lo conocí tenía veintitrés años de edad. Eran tiempos difíciles. Los acontecimientos ocurrían con tanta rapidez que era difícil pensar antes de lanzarse a la vorágine que vivíamos todos: viejos, jóvenes, hombres o mujeres. Él se dejaba llevar por aquel torrente de historia. Había visto llegar la guerra a su provincia y se contentó con verla penetrar su tierra, traspasarla y seguir por todo el país hasta la victoria final.

Después vio la agresión de los mercenarios por Playa Girón y su justo castigo, desde una trinchera a cientos de kilómetros del lugar de los hechos; de manera que ahora estaba dispuesto a no dejar pasar más oportunidades. Por eso se lanzaba a todos los cercos, a todos los posibles combates. No se concedía descanso allí en Matanzas. Era de un aguante increíble. Hasta en sus juegos llegaba a agotar a los demás. Había que pedirle tregua, pues era un resorte de nervios. No estaba mucho tiempo concentrado en una misma cosa; quería abarcarlo todo, aprenderlo todo.

Cuando se desató la furia por el estudio del karate, tenía molidos a golpes a quienes convivíamos con él. Un buen día nos enteramos, viendo sus carnés, que había aprobado el curso de tiro deportivo y pertenecía a esa organización. Interiorizó la indicación de Fidel de que “todo cubano debe saber tirar y tirar bien”. De la misma manera, un día supimos que era atleta de caza submarina.

- II -

Lentamente, las sombras de la noche dan paso a las primeras luces del alba. Luego el cielo se torna de rojo fuerte que va hasta el naranja, y palidece hasta que, en un amarillo claro, surge la bola de fuego del astro rey contra el que se recortan las carpas y los helicópteros que reposan, al parecer todavía soñolientos, cual si hubieran dormido, como aún lo hace el personal en las casas de campaña.

Poco a poco el campamento cobra vida y se hace más intenso el ir y venir de los combatientes. La leña arde en los fogones. Los cocineros, como siempre, se levantaron más temprano que el resto y se acostarán después del último soldado. Los choferes dan servicio a sus vehículos. Terminado el aseo, la tropa desayuna. Algunos helicópteros comienzan a calentar sus motores, pues dentro de poco partirán hacia la zona de operaciones. Entonces descansarán por un tiempo los sentidos que se excitan por el potente ruido.

Supimos que habían llegado informes sobre una finca entre los pueblos de Perico y Colón, donde se ocultaba un grupo de alzados que amenazaba a los campesinos del lugar y les obligaban a darles comida y albergue.

Estos bandidos eran, en su mayoría, ex capataces de fincas cuyos dueños les habían instado a alzarse y a cometer todo tipo de fechorías para mantener en jaque a la población campesina de la zona. Confiaban en que la invasión llegaría, como al fin llegó por las costas de la Bahía de Cochinos, con el propósito de restablecer el régimen anterior y restituirles sus antiguos feudos.

Así organizaron una quinta columna dentro del país para apoyar esa invasión. Algunos asesinos tuvieron la oportunidad de cometer impunemente sus delitos contra los indefensos campesinos y formaron parte también de las bandas. Un ejemplo fue el llamado Carnicero, desertor del Ejército Rebelde, quien demostró su naturaleza criminal desollando vivo a un miliciano, antes de ahorcarlo delante de su hermano de sólo ocho años de edad. Capturado e identificado por el niño, pagó este y otros crímenes frente al pelotón de fusilamiento.

Integraban estos grupos, además, algunos campesinos engañados por sus antiguos mayorales, arrastrados a la aventura por lazos de parentesco o por una equivocada incondicionalidad de viejos servidores. Hasta menores de edad fueron impulsados hacia aquellas bandas. Una vez capturados, se les trató de manera diferenciada para lograr su rehabilitación. Hoy, muchos de ellos son personas honestas incorporadas a la sociedad.

Fracasados sus planes, algunos cabecillas de estas bandas lograron evadir la justicia revolucionaria y huyeron hacia los Estados Unidos, a los brazos de quienes los organizaron y mantuvieron y abandonaron en esa empresa. Otros, al saberse perdidos, comprendieron que con ellos la Revolución sería implacable y trataron de hacer el mayor daño posible; avasallaron a los campesinos y desataron una campaña de calumnias contra las tropas que acudieron a combatirlos. Así intentaron desprestigiar a nuestras Fuerzas Armadas ante el campesinado y pusieron especial énfasis en hacerles creer que les serían incautados los cultivos para la subsistencia de los soldados. Con nuestra actuación logramos deshacer esta campaña contrarrevolucionaria.

En la medida que avanzaban nuestras tropas, atrás quedaban pelotones que ayudaban a los campesinos a recoger las cosechas, levantar viviendas, abrir pozos, recuperar el ganado extraviado y a labrar la tierra. Poco a poco el guajiro de la zona fue comprendiendo, por el trato respetuoso de nuestro ejército, quién era realmente su verdadero enemigo.

Algunas veces hablábamos con vecinos cercanos al campamento y los invitábamos a visitarnos; comían, bebían y hasta les enseñábamos nuestros suministros para quitarles la preocupación que aún pudieran tener. Cuando alguna compañía pasaba por un bohío, los soldados regalaban a los muchachos latas de leche condensada, de sardinas y pedazos de queso. Cuando el último hombre se alejaba de la casa dejaba una buena provisión de víveres en manos de la familia que, sin salir de su asombro, veía alejarse a los soldados.

La vida se hizo prácticamente imposible para los bandidos. Cada vez más desenmascarados, se replegaban hacia !a ciénaga para tratar de salir de la provincia de Matanzas. La idea era entrar en Las Villas e internarse en la cordillera del Escambray, donde operaban otras bandas de alzados a las que pensaban unirse. Sus planes fracasaron, pues fuerzas rebeldes los cercaron en los límites de ambas provincias y fueron aniquilados.

Argelio trabajó desde muy joven en los bares de Camagüey, territorio hacia donde la familia se trasladó siendo él muy niño. Allí conoció la dureza de la vida bajo el régimen que imperaba en Cuba, pero ni el vicio ni la prostitución, ni la corrupción generalizada, pudieron minar su carácter.

En infinidad de ocasiones supo de hombres que huían y buscaban refugio en los barrios bajos donde siempre hallaron cabida. Las víctimas del sistema se protegían unas a otras. Argelio comenzó a entender la esencia de aquel régimen de oprobio en que se vivía.

Triunfa la Revolución, se incorpora a las Milicias Nacionales Revolucionarias (MNR) y participó en los primeros atrincheramientos. Le seleccionan para integrar el Ejército Rebelde y forma parte de su Octava División, destacada en la propia ciudad de Camagüey. Designado para pasar un curso de corresponsal de guerra, viajó a La Habana y allí fue admitido en la Escuela de Corresponsales de Guerra “Frank País” de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.

Cuando desembarca la brigada mercenaria por Playa Girón, los corresponsales no resultaban suficientes para dar a conocer una de las más importantes acciones realizadas por las nacientes FAR. Esta experiencia contribuyó, de manera significativa, a que la dirección de la Revolución considerara necesario crear un cuerpo de periodistas, camarógrafos de cine y fotógrafos, con la preparación física y militar adecuadas, para participar en las futuras acciones enemigas y recoger para la historia su testimonio gráfico. La idea tomó cuerpo y se materializó en diciembre de 1961. Así recuerda el expedicionario del yate Granma, el Comandante René Rodríguez Cruz, esta misión que le encomendara la alta dirección del país:

Fidel y Raúl deciden crear la Fílmica por la necesidad de tener una constancia gráfica, una prueba documental válida en cualquier fórum internacional, sobre la situación que vivíamos en aquel momento.

Joris Ivens y Roman Karmen, dos excelentes documentalistas, fueron asesores permanentes. Ivens se quedó en Cuba y estuvo mucho tiempo ayudándonos. Karmen nos visitaba a menudo. Cada muchacho que estudiaba en la escuela de corresponsales quería ser un Karmen o un Joris Ivens.

Se logró, en breve tiempo, organizar el primer curso de corresponsales de guerra. El 20 de diciembre del propio año llegaron los primeros alumnos de la escuela Frank País, situada en el barrio de Arroyo Arenas, en el hoy municipio La Lisa, frente a un autocine llamado Novia del Mediodía. Los estudiantes provenían de las FAR.

Formábamos parte del alumnado miembros de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR) y de las Milicias Nacionales Revolucionarias; la mayoría de procedencia obrera o campesina. Había más entusiasmo que base cultural o técnica en aquellos jóvenes; más devoción y sueños de servir a la patria y a la Revolución que los elementales conocimientos básicos que exigía el estudio de la técnica y el arte cinematográficos.

Hubo excepciones que estaban por descubrir. Intelectuales como el poeta Justo Rodríguez Santos; especialistas como Jorge Herrera, ya famoso director de fotografía del también incipiente Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, ICAIC; y Héctor Veitía, consagrado editor cinematográfico, aportaron también sus conocimientos en este naciente curso.

Personalidades como Joris Ivens, de origen holandés, consagrado director cinematográfico y famoso corresponsal de guerra, dejó una notable huella en distintas cinematografías. El poeta haitiano René Depestre actuaba como intérprete de Joris quien impartía sus conferencias en francés. Entones no existían suficientes equipos y las pocas cámaras de que disponíamos rotaban de mano en mano mientras los demás simulaban filmar con cámaras de madera, copiadas del modelo Bell and Howell. Lo que hoy resultaría risible entonces constituía algo muy serio para los aprendices de corresponsales.

En las noches sacrificábamos las horas libres y de sueño para debatir filmes sobre la guerra o de alguna manera vinculados con el trabajo de corresponsales. Un filme que alcanzó la mayor popularidad entre los alumnos fue Por los caminos de la guerra, realizado en la entonces Unión Soviética. Para profesores y alumnos era el más importante no solo porque mostraba el trabajo del corresponsal de guerra durante las acciones combativas, sino porque contenía la esencia de lo que constituía el súper objetivo del curso: el corresponsal hace su trabajo en el combate, en las condiciones más difíciles, pero su intuición humana, política y revolucionaria, le permiten captar lo verdaderamente significativo.

Los corresponsales de guerra seríamos un instrumento al servicio de la paz. La búsqueda de este objetivo provocó que aquel primer curso no solo fuera extenso en el aspecto técnico sino también en su resultado político y en la formación integral de los futuros operadores de cámara y trabajadores del cine.

Los debates sobre los filmes que trataban el tema de la guerra dejaron en la pupila y en el corazón del alumnado importantes imágenes. Por encima de cualquier detalle técnico o artístico, prevaleció aquella escena del corresponsal de guerra soviético que cae herido de muerte, no por tomar la imagen más terrible o difícil del combate, sino por tratar de apresar el momento en que una mujer alemana auxilia a un combatiente soviético herido en las calles de Berlín. El corresponsal, ya sin fuerzas, apoya en el hombro de un compañero su cámara para captar aquella imagen. Esta búsqueda fue la que Joris Ivens exigió siempre de nosotros. Con profesores así tendrían que salir hombres como Argelio.

El capitán (r) Eugenio Duquesne Chávez, compañero de Argelio en la escuela de Corresponsales de Guerra, lo recuerda así: —Desde su llegada en el primer al curso, compenetramos. Por situaciones que se dieron allí, por su carácter, al final desaprobó, lo que le produjo un gran impacto y entonces luchó para que lo dejaran.

¿Cómo recuerda Vicente Torres Cabanas, camarógrafo, dibujante, periodista, director de cine, alumno y profesor de la Escuela de Corresponsales de Guerra al compañero Argelio?

El carácter de Argelio tenía facetas contradictorias que están muy relacionadas con la idea que él tenía de lo que significaba la Revolución y de lo que era la justicia. Él vivía revalorizándose y revalorizando a los demás, lo que daba la idea de una gente un poco rara: era introvertido, con facetas humanistas. Se relacionaba con el resto de los compañeros, pero tenía un carácter muy explosivo. Fuimos compañeros del primer curso de Corresponsales de Guerra y, como jóvenes al fin, llegamos imbuidos de aquella idea un tanto romántica de lo que era un corresponsal de guerra. Pero esa idea, para cada uno de nosotros, tenía un significado distinto.

Por ejemplo, mis preocupaciones por el cine, por escribir, por el periodismo, me acercaron a ese curso. Argelio tenía su propia perspectiva; se caracterizaba por su impaciencia, por su carácter inquieto; una gente que interiorizaba pero no expresaba mucho las cosas solo cuando su carácter lo hacía explotar.

Hace mucho tiempo que Argelio murió y yo lo recuerdo. Había algo en esa explosividad de él, aparentemente irreflexiva, que a mi juicio tenía sentido en la valoración que hacía de sí mismo y de los demás.

Mi carácter era un poco más sobrio, más reposado, y hay un hecho que a mí me sirve siempre para tener ese retrato de Argelio, que me hace no olvidarlo. Él tuvo unas palabras conmigo, y en un momento me dice: —Te voy a romper la cara. Yo le contesté: —Bueno, cuando tú quieras.

Lo que hice fue prepararme. Me dije, nos vamos a romper las caras, y me quedé esperando el momento, pensando en qué lugar; no se trataba de una pelea con cualquiera, y me quedé pensando en aquello, en las consecuencias que nos traería pues los dos éramos alumnos de la escuela.

Estábamos en la garita de guardia y Argelio, cuando me dijo aquello, se fue. No nos citamos para ningún lugar. No transcurrieron ni veinte minutos y Argelio regresa y yo me pongo en guardia. Entonces me da un abrazo, me aprieta, y cuando se separa, tiene lágrimas en los ojos y me dice: —Flaco, nosotros no podemos pelear. Inmediatamente me dio la espalda y se fue.

Hay muchas cosas que a uno se le borran con el paso de los años, pero ese es un momento que yo recuerdo siempre de Argelio. Él también era una gente ocurrente, por eso pienso que si estuviera aquí me hubiera dicho: —Flaco, aquella pelea la ganamos los dos.

En aquel momento el compañerismo pasó por encima de lo banal que pudo haber sido el motivo de la discusión. A partir de entonces yo sentí y creo que Argelio también, que las relaciones nuestras se hicieron más estrechas; me habló mucho más de sus problemas, de lo azarosa que fue su vida, de cuántas cosas tuvo que hacer en su juventud; por eso yo te digo que en eso del carácter, hay que pensar mucho y muchas cosas. Argelio era un hombre que vivía combatiendo con él mismo, con su inquietud, con todo lo que llevaba por dentro, porque realmente la vida a él no le resultó fácil.

Abelardo Placeres Cambra, comparte sus memorias sobre Argelio:

Argelio siempre estaba detrás de los compañeros que más se destacaban en el curso preguntándoles cómo hacían las cosas, pero eso no bastaba porque a la hora de enfrentarte a un examen teórico-práctico, tú tienes que explicar los fundamentos de lo que haces y luego demostrar cómo lo haces. Él se iba más a cómo lo hacía, pero no sabía explicar por qué. A la hora de escribir en el papel no argumentaba lo suficiente, lo que unido a otros problemas, provocó que no aprobara el curso.

Yo no recuerdo si salió de la escuela por indisciplina. Pienso que no era un indisciplinado nato, porque del indisciplinado nato, tú dices: este no sirve para nada y lo eliminas enseguida y a él yo lo recuerdo con afecto. Le decíamos El Loquillo. Se lo decía donde quiera que lo viera pero no en sentido peyorativo, sino amable, como manera de caracterizar su forma de ser, que era muy alocado en algunas cosas, y eso lo llevaba a cometer pequeñas faltas de disciplina.

A mi juicio, la valoración integral que se hacía de la gente tanto desde el punto de vista del talento como del político integral, hizo que no lo aceptaran la primera vez como graduado, pero le dieron la oportunidad en el segundo curso.

Han pasado casi treinta años y no puedo recordar al detalle, pero a mí no me consta que hubiera cometido faltas o indisciplinas graves; él tuvo una ausencia antes del examen porque se fue para Camagüey y era porque tenía problemas graves de familia, aunque no los decía. Había personas en su familia que no compartían las ideas revolucionarias y su decisión de incorporarse al Ejército Rebelde y eso le trajo problemas familiares. Algunas veces era introvertido, al extremo de alejarse del grupo, y otras tenía períodos de euforia, en los que se volvía demasiado pegajoso.

Jorge Pérez Pagés, alumno del primer curso de Corresponsales de Guerra, editor de cine y de televisión, nos relata sus recuerdos de Argelio:

Ahora te voy a hablar de los años sesenta y pico: yo estaba de posta un día y llega una muchacha preguntando por Fabián y le digo: —Mira compañera, en el grupo nuestro no hay nadie que se llame así, además, tiene que retirarse de aquí, este no es lugar para citas. Al rato se aparece Argelio y me pregunta: —Oye Jorge, ¿por aquí no ha venido una muchacha preguntando por mí, o por Fabián? Y yo le respondo: —¡Ah, sí! si es por Fabián, sí; vino una muchacha preguntando. Se pone furioso y me grita: —¿Coño, tú no sabes que a mí me dicen Fabián? Y le contesto: —Bueno, en tu mundo de fantasía o para ella tú te llamarás Fabián, pero yo no lo sabía; aquí tú eres El Loquillo o Argelio, yo no te conozco por otro nombre. Y ahí se formó la discusión, el oficial de guardia intervino. Yo solo argumentaba: —Qué culpa tengo yo que tú te quieras llamar Fabián. Yo nunca conocí por qué le decían Fabián, ni nada de eso. Años después supe que cuando nació su hijo le puso Fabián.

A Argelio yo lo recuerdo como esa gente chivadora que siempre estaba intranquilo. Nosotros le habíamos puesto El Loquillo por estar mortificando a la gente; le ponía apodos a cualquiera. Teníamos un teniente de ingeniera que hacía los huecos usando unas palitas y él le puso el teniente Palita. También recuerdo que nos asombró que lo sacaran del curso, porque él era buen estudiante, además, demostraba que tenía interés en ser corresponsal de guerra. Estas cosas me parece que influyeron para que lo sacaran del curso, y más en aquella época, que hacía falta gente que tuviera disciplina pues los corresponsales de guerra eran necesarios en toda la isla. Yo creo que la dirección del curso no quiso arriesgarse con alguien como él. Después nos sorprendimos cuando nos dijeron que Argelio estaba en el segundo curso. El carácter rebelde de Argelio, unido a su intranquilidad, contribuyeron a que fracasara en los estudios.

En el segundo curso Argelio iba y venía por los pasillos del Departamento de Instrucción de las Fuerzas Armadas. Hablaba insistentemente con el jefe del departamento, en busca de otra oportunidad comprometiéndose a terminar con buenos resultados. Y lo cumplió.

Eugenio Duquesne Chávez, termina su relato sobre Argelio:

A Argelio le dieron la posibilidad de repetir en el segundo curso; se hizo el firme propósito de finalizar entre los primeros expedientes y lo logró con su tesón, con su ahínco y así fue como comenzó su carrera de camarógrafo. Después fue corresponsal en distintos lugares.

El capitán (r) de la Sección Fílmica del MININT, Silvio López Celestrín, fotógrafo y camarógrafo, también fue compañero de Argelio en la Escuela de Corresponsales de Guerra.

Lo conocí en el segundo curso en la escuela Osvaldo Sánchez, en La Cabaña. Al principio me dio la impresión de ser una gente muy seria. Un día pidieron barberos para pelar a los alumnos de la escuela y Argelio presto, se paró junto al sillón de la barbería y me tocó pelarme. Pero pasó mucho tiempo. Al cabo de la hora le pido un espejo y cuando me miro, me había dejado tantas cucarachas y huecos en el pelo que tuve que decirle a otro compañero: —Mira, pélame al rape, porque este me desgració. Argelio se perdió de allí. Al otro día me ve y me preguntó: —¿No te pusiste bravo? Le dije: —No, Argelio, el pelo crece otra vez, en definitiva somos compañeros. Y todo se quedó así.

El tiempo demostró que Argelio era un muchacho que tenía valores, y creo que fue así; compañeros que cumplieron misiones con él lo dicen. Yo me fui de la Fílmica un tiempo, no lo vi más y luego supe, desgraciadamente, de su muerte.

Rigoberto Mitjans, camarógrafo, dibujante de animación de los estudios cinematográficos de las FAR y corresponsal de guerra en diversas misiones, guarda estos recuerdos de Argelio:

Cuando comenzó el segundo curso entró medio acomplejado. Nosotros no sabíamos qué le había pasado y se rumoraba que eran problemas docentes por lo que el guajirito de Camagüey no había dado la talla. Él explicaba que no se sentía bien. La gente pensaba que no era por indisciplinas, sino por problemas docentes. En el segundo curso nos percatamos de que tenía garras, la chispa esa que hace falta para ser corresponsal.

¿Cómo era realmente? Tenía el carácter de gente que fastidia constantemente y eso no lo perdió. Atendió más la docencia pero siguió siendo el Argelio aquel por lo cual le decían Loquillo, el loco, el camagüeyano, ¡qué sé yo cuántas cosas! y que siempre estaba sacándole chistes a la gente. Él demostró que tenía nivel, que era una gente versátil también desde el punto de vista del trabajo, y lo que se pedía en el estudio, lo dio.

Era una persona muy apegada. Si tú le dabas un chance te ponía un apodo. En la artillería yo era el político de mi grupo y me decían el lumínico, por aquello de ser el más iluminado pero cuando él se enteró, me puso el muelero. Sin embargo, él no jaraneaba en los momentos de seriedad, pero en los de descanso no daba tregua a nadie.

Abelardo Placeres Cambra, continúa su relato sobre Argelio:

Ya en el segundo curso era más maduro que en el primero, a pesar de que entre uno y otro solo mediaron meses. Parece que para él fue un shock no haber aprobado la primera vez. Ahora hizo esfuerzos por solucionar los problemas disciplinarios y de aprovechamiento docente. Con la cámara en mano dejó una huella. Demostró ser temerario, tener coraje. Esto hizo que lo eligieran entre los mejores del segundo curso de corresponsales de guerra.

El Comandante René Rodríguez Cruz no se sintió defraudado al dar una nueva oportunidad a Argelio. Dos meses y medio después, Argelio se graduaba con notas excelentes en el segundo curso de la escuela de Corresponsales de Guerra.

Horas después de haber terminado el curso un grupo de corresponsales partíamos para Matanzas a dejar constancia fílmica de las operaciones en esa provincia. Argelio integraba el equipo. Lograba, al fin, la primera parte de sus deseos: luchar directamente por defender la Revolución. En cualquier momento podía presentarse la oportunidad de entrar en combate.

Cuán distinta fue para nosotros la realidad. Después de un mes de atravesar la provincia de lado a lado, de caminar con los “peines” algunas veces, agazapados entre las hierbas otras, sin que nada se moviera a nuestro alrededor, no ocurrió cosa alguna que detectara la presencia de bandidos en el monte.

Argelio fue el primero en “peinar” la ciénaga. Recuerdo que cuando regresó tenía las piernas cubiertas de llagas hasta las rodillas. Estuvo la mayor parte del tiempo metido en el agua. Pero ni las lesiones ni el cansancio, lograron doblegar su ánimo. Y aquella madrugada, cuando se lanzó de la hamaca para cubrir mi puesto en la compañía, Argelio no pensó en nada de eso.

- III -

Amaneció al fin un día claro, soleado. Después de asearnos, formamos filas junto a las ollas del desayuno y más tarde nos dedicamos a deambular por el campamento. Entonces sentí no haberme ido la noche anterior, pues por lo menos ahora estaría ocupado en algo.

Podía adivinar perfectamente cómo había sido todo después que los camiones abandonaron el campamento. Habrían marchado en caravana, a cincuenta metros unos de otros, sin pasar de cincuenta a sesenta kilómetros por hora; con las luces cubiertas por los protectores que solo dejarían proyectar un haz muy pequeño. Así, continuarían hasta el lugar donde se detendrían para identificar la zona.

Mientras amanecía, los jefes de las compañías seguro discutirían a la luz de los vehículos, con los mapas extendidos en el suelo, para tomar posiciones. Después, se escogería el área de concentración, que no era otro que el lugar donde radicaría el puesto de mando, quedarían los vehículos y se trasladarían los heridos, —de haberlos— para sacarlos de la zona de peligro. Seleccionarían un lugar hasta donde pudieran llegar los helicópteros y, finalmente, el área de reconcentración de las tropas una vez terminadas las operaciones. Concluido esto descenderían de los camiones y marcharían a pie hasta la zona donde comenzarían a tender cercos. Entonces se moverían las tropas hacia su centro.

Después, para algunos, vendría la espera interminable dentro de las hierbas; espantarían mosquitos y jejenes; mojados por el rocío que cae desde las hojas más altas, siempre respirando el olor a tierra húmeda, hasta que el sol calentara. Para otros vendría la marcha a través de la alfombra verde, mojada, tratando de hacer el menor ruido posible; ojo avizor al más leve movimiento dentro de la maleza. En cualquier momento todo podría suceder.

Argelio marchaba con una compañía integrada, casi en su totalidad, por un contingente de la Asociación de Jóvenes Rebeldes (AJR) que se había hecho sentir en campañas anteriores contra los mercenarios de Playa Girón y allí, en Matanzas, impresionó por su audacia y decisión en los combates. Entre la tropa se hablaba con admiración de estos jóvenes. Caminaba al lado del capitán con los hombres que formaban el “peine”. Por arma solo llevaba su cámara. Una vez más el sol se alzaba sobre ellos. El día prometía ser caluroso. En el cielo ni una nube que señalara la posibilidad de un alivio para quienes, con la cabeza forrada de acero, se aventuraban por el herbazal.

Los bandidos habían obtenido ropas verde olivo, gorras del ejército y otros pertrechos. Lo único que nos diferenciaba de ellos eran los cascos, pues hasta algunas de sus armas eran de fabricación checoslovaca y belga. Por este motivo se había dado la orden de disparar contra todo aquel que, en combate, saliera del monte sin casco.

Argelio era casi lampiño. En su cara afloraban aislados vellos rubios y solamente conseguía delinear un raquítico bigote como toda señal del tiempo pasado en operaciones. De esto solíamos mofarnos, para su mal humor. Andaba silencioso en todos los cercos sin hacer caso del fuerte calor que nos agobiaba. De su boca no salía un comentario que indicara su estado de ánimo.

Con ese mismo carácter cubrió como corresponsal de guerra en la base aérea de Santa Clara, cuando los aviones enemigos hacían vuelos piratas sobre Cuba durante la Crisis de Octubre.

Así fue en el ciclón Flora, cuando abandonó el reportaje que realizaba en Baracoa y logró pasar en una embarcación, hasta las zonas afectadas para reportar los daños causados por la tragedia que vivió esa región oriental. Lo que filmó enriqueció los documentales y noticieros de entonces.

Con estoicismo se mantuvo más de un año en la brigada de la frontera, listo para registrar cualquier agresión del ejército norteamericano a los obreros que realizaban obras de ingeniería alrededor de la Base Naval de Guantánamo. Interponía su delgado cuerpo entre los obreros y la cerca donde los marines yanquis fraguaban sus provocaciones. Esto ayudó a contener a los marines quienes, temerosos de ser captados por la cámara, en muchas oportunidades desistieron de sus intenciones.

En una ocasión Argelio comenzó a sangrar por la nariz.

Conminado a ver al médico supo que podía ser por las largas exposiciones al sol. Prometió cubrirse mejor la cabeza, protegerse bajo algún arbusto, pero no hubo manera de retirarlo de los alrededores de la cerca que limitaba el perímetro de las instalaciones enemigas.

Buscaba constantemente la forma de obtener más testimonios gráficos que sirvieran como denuncia contra esos criminales. Al igual que avanzaba al lado del jefe de la compañía en los “peines” contra bandidos, años después salió al encuentro de los marines que amenazaban desde la base con agredir a nuestros obreros.

El Tte.Cor. (r) Francisco Soto Acosta, durante varios años fue Jefe de la Sección Fílmica del MINFAR. Así recuerda a Argelio:

Argelio, a pesar de ser joven, tenía el carácter de una persona mayor. Sin embargo, era muy divertido; siempre estaba jaraneando por lo que pudiéramos decir era un poco regado, pero tenía una disposición muy grande para las tareas. Su ejemplo en la Lucha Contra Bandidos (LCB), donde hizo un buen papel, lo demuestra, porque hay momentos en que un corresponsal de guerra tiene que dejar la cámara e ir en auxilio de otros compañeros y eso él lo cumplió.

Al escoger al personal para la primera misión de la Fílmica, él fue seleccionado en el grupo de camarógrafos. Se le veían perspectivas en su trabajo, era su carisma la de un camarógrafo de guerra, decidido, sin miedo.

Esas cualidades lo llevaron por ejemplo a Vietnam cuando la guerra de liberación de ese pueblo contra el imperialismo yanqui. Allí participó en acciones importantes. Durante los bombardeos a Hanoi, él se escapaba de donde estaba el personal de la embajada y subía a la azotea. Así pudo tomar fotos memorables como la del avión norteamericano que cae incendiado, y que fue publicada en revistas y periódicos norteamericanos. En esa época, desgraciadamente no pensábamos como hoy y no le dimos el reconocimiento que merecía por esa acción heroica.

Posteriormente continuó trabajando con nosotros. Él se preocupaba por su superación, por sus estudios. Todo el mundo le huía mucho a la cámara soviética Konvas, y a él le gustaba filmar con esta cámara, pues entonces era un equipo fundamental.

Era un muchacho muy respetuoso, con dualidad de carácter: por un lado risueño, alegre, a veces insoportable, sin medida; sin embargo, cuando estaba filmando era muy serio, muy riguroso en su trabajo. Le gustaba salir a filmar con Junquera, con quien tenía mucha afinidad y lograron un buen equipo. Murieron juntos.

El Tte.Cor. (r) Roberto Velázquez Ocampo, camarógrafo y director de cine, fue alumno y profesor en la Escuela de Corresponsales de Guerra. Director por muchos años del noticiero NOTIFAR y jefe de los corresponsales de guerra que operaron en la cerca perimetral en la Base Naval de Guantánamo. Sobre Argelio nos relata:

A principios del año 1964 aumentaron las agresiones en la Base Naval de Guantánamo, a tal punto que en el primer semestre hubo dos heridos y un muerto: Ramón López Peña. A partir de entonces se tomaron varias medidas por parte del gobierno revolucionario y de las Fuerzas Armadas, como fueron: ampliar la franja de tierra junto a la cerca que dividía el territorio nacional con el de la ilegal base de Guantánamo, y se construyeron casamatas, trincheras y alambradas.

Junto al personal que fue a construir, se reforzó el destacamento de fotógrafos y camarógrafos que desde el primer momento de las agresiones estábamos allí cumpliendo labores de vigilancia de forma permanente. En ese primer grupo de refuerzos vino Argelio. Fue destacado en el área del este, donde había más actividad para el trabajo del fotógrafo o el camarógrafo.

Teníamos un grupo en un lugar al que llamaban La Patana. En esta posta fotográfica dejamos al camarógrafo para que se especializara, llegara a conocer las postas de los marines en ese sector y, además, todos los movimientos que hacían. Esta posta fue agredida e hirieron a uno de los fotógrafos. Cuando pensamos en un relevo para esa posición, escogida como plan piloto por los norteamericanos al parecer para cazar fotógrafos, designamos a Argelio.

Muchas anécdotas existen sobre la estancia de Argelio en la guardia de la frontera en Guantánamo. Rigoberto Mitjans evoca una de ellas:

Era una persona en la que coincidían dos características: el típico jodedor cubano y el tipo dispuesto, que buscaba siempre la acción. Yo pienso que no solo era valiente, sino temerario. Su muerte y las cosas que pasaron antes demuestran esa temeridad. Cuando cantábamos canciones mexicanas con los compañeros de Guardafronteras, él imitaba al Charro Negro. A veces se entonaba tanto que se le aguaban los ojos y los compañeros lo miraban asombrados.

Todos esos muchachos eran de Baracoa, Guantánamo, y disfrutaban ese tipo de canciones. Quizás muchos no valoren aquellos momentos, pero recuerden que nos encontrábamos en un lugar difícil, de peligro. Estábamos allí en una misión, aunque entonces no se le llamaba así.

Fíjate que allí los años de servicio se cuentan como uno y medio. En esas condiciones Argelio se entregó a los demás, cantando, haciendo esfuerzos para que la gente se divirtiera.

Argelio hacia chistes porque él no sabía tocar guitarra, pero la gente lo agradecía.

Un día podía amanecer abierto y cantaba con todo el mundo. Otro día se sentaba en una esquinita con un pedazo de hierba en la boca hasta el atardecer, parece que pensando en la familia. En ese momento no era el Argelio bullanguero y violento, sino solamente un muchacho sencillo.

Él estuvo en dos momentos en la Frontera. Ya en este lugar nosotros teníamos el conocimiento de sus acciones heroicas en Matanzas y todo el mundo estaba esperando que Argelio hiciera algo nuevo, porque él era una cajita de sorpresas; la gente esperaba cualquier cosa, lo mismo un bonche, o que se produjera cualquier cosa en la Frontera y él interviniera.

- IV -

Del lado opuesto del cerco, otra compañía peinaba en sentido contrario. Llegaron a un bohío y solicitaron cualquier información que les pudiera indicar la presencia de los bandidos. Los habitantes de la casa mostraban cierto nerviosismo, justificado por la sorpresa de la visita. Durante la conversación se pudo apreciar desconcierto y contradicciones, pero sobre todo un gran temor.

Detrás de la casa, un camino que se perdía en el monte llamó la atención de la tropa y al preguntar hacia dónde conducía recibieron respuestas evasivas. Por las dudas, tomaron una de las bestias que se encontraban amarradas en el portal y la hicieron avanzar por el sendero en cuestión. Varias veces desviaron al caballo, lo apartaron del camino pero siempre volvió a tomar la misma dirección. Se acabaron las dudas. El animal sabía adónde iba. Evidentemente había realizado muchas veces ese recorrido.

Cuando nuestros hombres irrumpieron en el monte la sorpresa dispersó a los bandidos quienes se replegaron disparando a diestra y siniestra, pero sin ocasionar daños. El “peine” se reorganizó tras ellos. En la estampida fueron acercándose más a la compañía que avanzaba en sentido inverso. Sabían que ya no había salvación posible y trataban de posponer un poco más su cita con la justicia.

Algunos años después, un hombre flaco, desgarbado, que viste un traje de hule negro extrañamente ceñido al cuerpo, se coloca un cilindro metálico a la espalda y cuando termina de ajustarse algunos accesorios, se hunde de espaldas en el mar. En la superficie sólo quedan burbujas que van estallando, alejándose cada vez más del sitio de inmersión. Es Argelio que acude otra vez a dar la cara al peligro que su profesión impone.

Junto a otros compañeros ha adquirido conocimientos de los combatientes submarinos. Parece que sus deseos se cumplieran constantemente. Participó en el rescate de pescadores en un cayo cercano a nuestro país, en las mismas narices del enemigo, castigando a los piratas que asolando los mares del norte de Cuba impedían a los obreros del mar realizar sus labores.

De todos sus encuentros con el peligro salió airoso. En los cuerpos armados en que combatió, sus miembros coincidían con que poseía un valor probado en los momentos difíciles.