Por último, el cuervo - Italo Calvino - E-Book

Por último, el cuervo E-Book

Italo Calvino

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Beschreibung

Nueva edición revisada. Estas breves historias, algunas violentas, otras amargas, otras misteriosas y muchas grotescas, evocan, directa o indirectamente, la experiencia bélica aún cercana para Italo Calvino; pero la ternura que imprime a sus personajes más crueles, risibles o patéticos, la magia que se cuela siempre por las narraciones más impregnadas de un realismo casi costumbrista y la transparencia de la escritura nos revelan a un autor –ya en sus comienzos– de una deslumbrante y sorprendente madurez literaria.

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Seitenzahl: 341

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Índice

Nota preliminar

Italo Calvino

Por último, el cuervo

Una tarde, Adán

Un barco lleno de cangrejos

El jardín encantado

Alba entre las ramas desnudas

De padre a hijo

Hombre en tierras yermas

El ojo del amo

Los hijos holgazanes

Comida con un pastor

Los hermanos Bagnasco

La casa de las colmenas

La sangre misma

Esperando la muerte en un hotel

Angustia en el cuartel

Miedo en el sendero

El hambre en Bévera

Van al comando

Por último, el cuervo

Uno de los tres vive todavía

El bosque de los animales

Campo de minas

En la cantina

Robo en una pastelería

Dólares y viejas busconas

La aventura de un soldado

Durmiendo como perros

Deseo en noviembre

Ahorcamiento de un juez

El gato y el policía

¿Quién puso la mina en el mar?

Notas del editor

Notas de la traductora

Créditos

Nota preliminar*

En la presente edición, el texto de Por último, el cuervo es absolutamente idéntico al de la primera edición, aparecida en 1949 (con una tirada de sólo mil quinientos ejemplares), que comprendía treinta relatos breves, escritos por Italo Calvino entre el verano de 1945 y la primavera de 1949.

De esos treinta cuentos, veinte fueron incluidos por el autor en 1958 en un volumen más amplio titulado I racconti.

En 1969 aparecía una nueva edición de Por último, el cuervo, en el que figuraban veinticinco cuentos de la primera edición, más cinco un poco posteriores, en un orden diferente.

La presente edición (1976)** reproduce en cambio los treinta cuentos de 1949 en el mismo orden, incluidos los «descartados» por el autor en las ediciones sucesivas. Entre ellos, como testimonio de una época, figuran los primeros cuentos que Calvino escribió en 1945, en los meses que siguieron a la Liberación («La sangre misma», «Esperando la muerte en un hotel», «Angustia en el cuartel»), y que el autor no había querido publicar de nuevo porque en ellos la experiencia de la Resistencia se expresa todavía a través de una evocación emotiva que contrasta con el estilo elaborado posteriormente por él.***

Por último, el cuervo

Una tarde, Adán

El nuevo jardinero era un chico de pelo largo, sujeto con una cinta. Iba subiendo por la alameda con la regadera llena, y tendía un brazo para equilibrar la carga del otro. Regaba las capuchinas muy lentamente, como si vertiera café con leche: en el suelo, al pie de las plantitas, se dilataba una mancha oscura: cuando la mancha era grande y blanda, levantaba la regadera y pasaba a otra planta. El de jardinero debía de ser un buen trabajo, porque se podía hacer todo con calma. Maria-nunziata lo miraba por la ventana de la cocina. Era un chico ya mayor y sin embargo llevaba todavía pantalones cortos. Y ese pelo largo: parecía una chica. Dejó de enjuagar los platos y golpeó en el vidrio.

–Eh, tú –dijo.

El chico-jardinero alzó la cabeza, vio a Maria-nunziata y sonrió. Maria-nunziata también se echó a reír para responderle y porque nunca había visto a un chico con el pelo tan largo y una cinta como aquélla en la cabeza. Entonces el chico-jardinero le hizo «ven aquí» con la mano y Maria-nunziata seguía riéndose de esos gestos cómicos y se puso a gesticular ella también para explicarle que tenía que guardar los platos. Pero el chico-jardinero le hacía «ven aquí» con una mano y con la otra señalaba las macetas de dalias. ¿Por qué señalaba las macetas de dalias? Maria-nunziata abrió la ventana y asomó la cabeza.

–¿Qué hay? –dijo y se echó a reír.

–Dime, ¿quieres ver una cosa bonita?

–¿Qué?

–Una cosa bonita. Ven a ver. Rápido.

–Dime qué.

–Te la regalo. Te regalo una cosa bonita.

–Tengo que ordenar los platos. Después viene la señora y no me encuentra.

–¿La quieres o no? Anda, ven.

–Espérame ahí –dijo Maria-nunziata y cerró la ventana.

Cuando salió por la pequeña puerta de servicio, el chico-jardinero seguía regando las capuchinas.

–Hola –dijo Maria-nunziata.

Maria-nunziata parecía más alta porque llevaba los zapatos buenos, con suela de corcho, que era una lástima ponérselos para trabajar, como a ella le gustaba. Pero tenía una cara infantil, pequeña entre el rizado pelo negro, y las piernas todavía flacas y de niña, mientras que el cuerpo, bajo los frunces del delantal, era ya lleno y adulto. Y reía todo el tiempo: de cualquier cosa que dijeran los demás o ella misma, se reía.

–Hola –dijo el chico-jardinero. Tenía marrón la piel de la cara, del cuello, del pecho, tal vez porque andaba siempre así, medio desnudo.

–¿Cómo te llamas? –dijo Maria-nunziata.

–Libereso –dijo el chico-jardinero.

Maria-nunziata reía y repetía: –Libereso... Libereso... qué nombre, Libereso...

–Es un nombre en esperanto –dijo él–. Quiere decir libertad, en esperanto.

–Esperanto –dijo Maria-nunziata–. ¿Tú eres esperanto?

–El esperanto es una lengua –explicó Libereso–. Mi padre habla esperanto.

–Yo soy calabresa –dijo Maria-nunziata.

–¿Cómo te llamas?

–Maria-nunziata –y se reía.

–¿Por qué te ríes siempre?

–Y tú, ¿por qué te llamas Esperanto?

–Esperanto no: Libereso.

–¿Por qué?

–Y tú, ¿por qué te llamas Maria-nunziata?

–Es el nombre de la Virgen. Yo me llamo como la Virgen y mi hermano se llama como san José, igual que él.

–¿Sanjosé?

Maria-nunziata reventaba de risa: –¡Sanjosé! ¡Sanjosé! ¡José, no Sanjosé! ¡Libereso!

–Mi hermano –dijo Libereso– se llama Germinal y mi hermana Omnia.

–Eso que decías –dijo Maria-nunziata–, muéstramelo.

–Ven –dijo Libereso. Dejó la regadera y la tomó de la mano. Maria-nunziata se obstinó:

–Dime qué es, primero.

–Ya verás –dijo él–, prométeme que lo cuidarás.

–¿Me lo regalas?

–Sí, te lo regalo. –La había llevado hasta el rincón, cerca de la pared del jardín. Había plantas de dalia en macetas altas como ellos–. Ahí está.

–¿Qué?

–Espera.

Maria-nunziata se asomaba por encima del hombro de Libe–reso. Él se agachó para mover la maceta, levantó otra pegada a la pared y señaló el suelo.

–Ahí –dijo.

–¿Qué? –dijo Maria-nunziata. No veía nada: era un rincón sombreado, con hojas húmedas y mantillo.

–Mira cómo se mueve –dijo el chico.

Entonces ella vio una piedra con hojas que se movía, una cosa húmeda con ojos y patas: un sapo.

–¡Madremía!

Maria-nunziata había escapado, saltando entre las dalias con sus bonitos zapatos de corcho. Libereso, en cuclillas junto al sapo, reía, los dientes blancos en medio de la cara marrón.

–¡Tienes miedo! ¡Pero si es un sapo! ¿Por qué tienes miedo?

–¡Un sapo! –gimió Maria-nunziata.

–Un sapo. Ven –dijo Libereso.

Ella lo señaló con un dedo:

–Mátalo.

El chico tendió las manos como para protegerlo:

–No quiero. Es bueno.

–¿Es un sapo bueno?

–Todos son buenos. Se comen los gusanos.

–Ah –dijo Maria-nunziata, pero no se acercaba.

Mordisqueaba el cuello del delantal y de reojo trataba de ver.

–Mira qué bonito –dijo Libereso y bajó la mano.

Maria-nunziata se acercó: ya no se reía, miraba con la boca abierta: –¡No! ¡No lo toques!

Libereso acariciaba con un dedo el lomo verdegris del sapo, lleno de verrugas babosas.

–¿Estás loco? ¿No sabes que si lo tocas te quema y se te hincha la mano?

El chico le mostró sus grandes manos marrones, con las palmas cubiertas de una callosidad amarilla.

–No puede hacerme nada –dijo–. Es tan bonito.

Había cogido el sapo por el pescuezo como si fuera un gatito y lo había depositado sobre la palma de una mano. Maria-nunziata, mordisqueando el cuello del delantal, se acercó y se acurrucó a su lado.

–Madremía, qué asco –dijo.

Estaban los dos en cuclillas detrás de las dalias y las rodillas rosadas de Maria-nunziata rozaban las marrones todas desolladas de Libereso. Libereso pasaba una mano por el lomo del sapo, la palma y el dorso, y cada vez que el sapo quería escurrirse lo atrapaba.

–Acarícialo tú también, Maria-nunziata –dijo.

La chica escondió las manos en el regazo.

–No –dijo.

–¡Cómo! –dijo él–. ¿No lo quieres?

Maria-nunziata bajó los ojos, después miró el sapo y volvió a bajarlos.

–No –dijo.

–Es tuyo. Te lo regalo –dijo Libereso.

A Maria-nunziata se le había nublado la vista: era triste renunciar a un regalo, nadie le hacía nunca regalos, pero el sapo le daba realmente asco.

–Te dejo que te lo lleves a tu casa si quieres. Te hará compañía.

–No –dijo. Libereso depositó en el suelo el sapo que corrió a esconderse entre las hojas–. Adiós, Libereso.

–Espera.

–Tengo que terminar de ordenar los platos. La señora no quiere que salga al jardín.

–Espera. Quiero regalarte algo. Algo realmente bonito. Ven.

Ella lo siguió por los senderos de pedregullo. Era un chico raro, Libereso, con ese pelo largo, y atrapaba los sapos con la mano.

–¿Cuántos años tienes, Libereso?

–Quince. ¿Y tú?

–Catorce.

–¿Cumplidos o por cumplir?

–Los cumplo el día de la Anunciación.

–¿Ya pasó?

–¿Cómo, no sabes cuándo es la Anunciación?

Se echó a reír de nuevo.

–No.

–La Anunciación, el día de la procesión. ¿No vas a la procesión?

–Yo no.

–En mi pueblo sí que hay procesiones bonitas. En mi pueblo no es como aquí. Hay grandes campos llenos de bergamotas y sólo de bergamotas. Y todo el trabajo es recoger bergamotas de la mañana a la noche. Y nosotros éramos catorce hermanos y hermanas, y todos recogíamos bergamotas, y cinco murieron pequeños, y mi madre cogió el tétanos, y anduvimos en tren una semana para venir a casa de tío Carmelo, y allí dormíamos ocho en un garaje. Dime, ¿por qué llevas el pelo tan largo?

Se habían detenido en un arriate de calas.

–Porque sí. Tú también lo llevas largo.

–Yo soy una mujer. Si tú lo llevas largo eres como una mujer.

–Yo no soy mujer. No se sabe por el pelo si uno es varón o mujer.

–¿Cómo que no se sabe por el pelo?

–No se sabe por el pelo.

–¿Por qué no se sabe por el pelo?

–¿Quieres que te regale una cosa bonita?

–Sí.

Libereso empezó a dar vueltas entre las calas. Estaban todas abiertas, las blancas trompetas apuntaban al cielo. Libereso miraba en el interior de cada cala, hurgaba dentro con dos dedos y escondía algo en el puño cerrado. Maria-nunziata no se había metido en el arriate y lo miraba en silencio. ¿Qué hacía Libereso? Había inspeccionado ya todas las calas. Se acercó tendiendo las dos manos cerradas.

–Abre las manos –dijo.

Maria-nunziata tendió las manos juntas y ahuecadas pero tenía miedo de ponerlas debajo de las de él.

–¿Qué tienes ahí dentro?

–Una cosa bonita. Ya verás.

–Muéstrame primero.

Libereso entreabrió las manos y le dejó mirar. Las tenía llenas de mariquitas: mariquitas de todos colores. Las más bonitas eran las verdes, pero las había rojizas y negras y hasta una azul. Y zumbaban, resbalaban las unas en el caparazón de las otras, agitaban las patitas negras en el aire. Maria-nunziata escondió las manos debajo del delantal.

–Ten –dijo Libereso–, ¿no te gustan?

–Sí –dijo Maria-nunziata, pero seguía con las manos metidas debajo del delantal.

–Cuando las aprietas te hacen cosquillas, ¿quieres ver?

Maria-nunziata tendió las manos tímidamente, y Libereso dejó caer en ellas la pequeña cascada de insectos de todos colores.

–Ánimo. No muerden.

–¡Madremía! –No había pensado que pudieran morderla. Abrió las manos y las mariquitas sueltas en el aire desplegaron las alas y los hermosos colores desaparecieron y sólo fue un enjambre de coleópteros negros que volaban y se posaban en las calas.

–Lástima. Yo quiero hacerte un regalo y tú no quieres.

–Tengo que ir a guardar los platos. La señora, si no me encuentra, me grita.

–¿No quieres un regalo?

–¿Qué me regalas?

–Ven.

Seguía llevándola de la mano entre los arriates.

–He de volver en seguida a la cocina, Libereso. Después tengo que desplumar una gallina.

–¡Puah!

–¿Por qué: puah?

–Nosotros no comemos carne de animales muertos.

–¿Estáis siempre en cuaresma?

–¿Cómo?

–¿Qué coméis?

–Muchas cosas, alcachofas, lechuga, tomates. Mi padre no quiere que comamos carne de animales muertos. Y tampoco café y azúcar.

–¿Y el azúcar de la cartilla?

–Lo vendemos en el mercado negro.

Habían llegado a una cascada de plantas grasas, todas consteladas de flores rojas.

–¡Qué flores tan bonitas! –dijo Maria-nunziata–. ¿Nunca las cortas?

–¿Para qué?

–Para llevárselas a la Virgen. Las flores son para llevárselas a la Virgen.

–Mesembrianthemum.

–¿Qué?

–Esta planta se llama Mesembrianthemum en latín. Todas las plantas tienen nombres en latín.

–La misa también es en latín.

–No sé.

Libereso miraba de reojo el serpentear de las plantas en la pared.

–Aquí está –dijo.

–¿Qué es?

Era una lagartija, inmóvil bajo el sol, verde con dibujitos negros.

–Ahora la atrapo.

–No.

Pero él se acercaba a la lagartija con las manos abiertas, despacito, después, de golpe: atrapada. Reía contento con su risa blanca y marrón. «¡Cuidado, que se me escapa!» Entre las manos cerradas se deslizaba tan pronto la cabecita asustada, tan pronto la cola. Maria-nunziata también reía, pero retrocedía a saltos cada vez que veía la lagartija y apretaba la falda entre las rodillas.

–Bueno, ¿de veras no quieres que te regale nada? –dijo Libereso un poco ofendido, y muy despacio dejó sobre un pretil la lagartija que se escapó como una flecha. Maria-nunziata tenía los ojos bajos.

–Ven conmigo –dijo Libereso y volvió a tomarla de la mano.

–A mí me gustaría tener un tubo de carmín y pintarme los labios los domingos para ir a bailar. Y también un velo negro para ponérmelo en la cabeza después, cuando vamos a la visitación del Santísimo.

–Los domingos –dijo Libereso– voy al bosque con mi hermano y llenamos dos cestas de piñas. Después, por la noche, mi padre lee en voz alta libros de Elysée Reclus. Mi padre tiene el pelo largo hasta los hombros y la barba le llega al pecho. Y lleva pantalones cortos en verano y en invierno. Y yo hago dibujos para el escaparate de la FAI1. Y los que llevan chistera son financieros, los de quepí, generales, y los de sombrero redondo, curas. Después los pinto con acuarelas.

Había un estanque en el que flotaban redondas hojas de ninfea.

–Calla –dijo Libereso.

Debajo del agua se vio avanzar a la rana sacudiendo y aflojando los brazos verdes. Al llegar a la superficie saltó sobre una hoja de ninfea y se sentó en el centro.

–Ahora –dijo Libereso, y bajó una mano para atraparla, pero Maria-nunziata hizo: «¡Uh!» y la rana saltó al estanque. Libereso buscaba con la nariz a ras de agua. –Ahí abajo –hundió la mano y la sacó cerrada–. Dos de una vez –dijo–. Mira. Son dos, una encima de otra.

–Por qué –dijo Maria-nunziata.

–Macho y hembra pegados –dijo Libereso–. Mira qué hacen.

Y quería depositar las ranas en la mano de Maria-nunziata. Maria-nunziata no sabía si tenía miedo porque eran ranas o porque eran macho y hembra pegados.

–Déjalas –dijo–, no las toques.

–Macho y hembra –repitió Libereso–. Después tienen renacuajos.

Una nube pasaba delante del sol. De pronto Maria-nunziata se desesperó.

–Es tarde. Seguro que la señora me está buscando.

Pero no se iba. Seguían dando vueltas por el jardín y ya no había sol. Le tocó el turno a una culebra. Estaba detrás de un seto de cañas de bambú, era una culebrilla. Libereso se la enroscó en un brazo y le acariciaba la cabecita.

–Antes yo amaestraba culebras, tenía diez y hasta una larga y amarilla, de las de agua. Después mudó de piel y se escapó. Mira esta que abre la boca, mírale la lengua partida en dos. Acaríciala, no temas, no muerde.

Pero Maria-nunziata también tenía miedo a las culebras. Entonces fueron hasta el pequeño estanque de rocas. Primero le mostró los surtidores, abrió todos los grifos y ella estaba muy contenta. Después le mostró el pez rojo. Era un viejo pez solitario y sus escamas empezaban a blanquear. Sí, el pez rojo le gustaba a Maria-nunziata. Libereso empezó a agitar las manos en el agua para atraparlo, era difícil, pero así Maria-nunziata podría meterlo en un frasco y tenerlo incluso en la cocina. Lo cogió pero no lo sacó fuera del agua para que no se asfixiara.

–Tócalo, acarícialo –dijo Libereso–, se lo oye respirar: tiene las aletas como de papel y escamas que pinchan, pero poco.

Maria-nunziata tampoco quería acariciar el pez.

En la tierra muelle de un bancal de petunias, Libereso rascó con los dedos y sacó lombrices largas largas y blandas blandas. Maria-nunziata escapó dando grititos.

–Pon la mano aquí –dijo Libereso señalando el tronco de un viejo melocotón.

Maria-nunziata no entendía pero puso la mano: después lanzó un grito y corrió a sumergirla en el agua del estanque. La había sacado llena de hormigas. Por el melocotón iban y venían pequeñísimas hormigas «argentinas».

–Mira –dijo Libereso y apoyó una mano en el tronco. Se veían subir las hormigas por su mano pero él no la apartaba.

–¿Por qué? –dijo Maria-nunziata–. ¿Por qué te llenas de hormigas?

La mano ya estaba negra, las hormigas le subían por la muñeca.

–Quita la mano –gemía Maria-nunziata–. Se te subirán todas encima.

Las hormigas le subían por el brazo desnudo, ya habían llegado al codo. Ahora todo el brazo estaba cubierto por un velo de puntitos negros que se movían; las hormigas le llegaban a la axila, pero él no se retiraba.

–¡Sal, Libereso, mete el brazo en el agua!

Libereso reía, algunas hormigas le pasaban ya del cuello a la cara.

–¡Libereso! ¡Todo lo que quieras! ¡Aceptaré todos los regalos que me des!

Le echó los brazos al cuello, empezó a frotarlo para quitarle las hormigas.

Entonces Libereso apartó la mano del árbol riendo, blanco y marrón, sacudió el brazo con descuido. Pero se veía que estaba conmovido.

–Bueno, te haré un gran regalo, está decidido. El regalo más grande que puedo hacerte.

–¿Qué?

–Un puercoespín.

–¡Madremía...! ¡La señora! ¡La señora me llama!

Maria-nunziata había terminado de ordenar los platos cuando oyó golpear en los vidrios de la ventana con un guijarro. Abajo estaba Libereso con una gran cesta.

–Maria-nunziata, déjame subir. Tengo una sorpresa para ti.

–No puedes subir. ¿Qué llevas ahí dentro?

Pero en ese momento la señora llamó y Maria-nunziata desapareció.

Cuando volvió a la cocina, Libereso no estaba. Ni dentro ni al pie de la ventana. Maria-nunziata se acercó al vertedero. Entonces vio la sorpresa.

En el escurridor, en cada plato, saltaba una ranita, una culebra se enroscaba dentro de una cacerola, había una sopera llena de lagartijas y los caracoles babosos dejaban estelas irisadas en la cristalería. En el barreño lleno de agua nadaba el viejo y solitario pez rojo.

Maria-nunziata dio un paso atrás y vio entre sus pies un sapo, un gran sapo. Pero debía de ser una hembra porque la seguía toda una camada, cinco sapitos en fila que avanzaban a pequeños saltos por las baldosas blancas y negras.

Un barco lleno de cangrejos

Los chicos de la Plaza de los Dolores se dieron el primer baño del año un domingo de abril, con un cielo azul nuevecito y un sol alegre y joven. Bajaron corriendo por las callejas empinadas haciendo revolotear los pantaloncitos de punto andrajosos, algunos arrastrando los zuecos por el empedrado, los más sin calcetines, para no tener que ponérselos de nuevo con los pies mojados. Corrieron al muelle saltando por encima de las redes que se extendían en el suelo y se alzaban sobre los pies descalzos y callosos de los pescadores en cuclillas que las remendaban. Se desnudaron entre los escollos, contentos de aquel olor agrio de viejas algas podridas y del vuelo de gaviotas que intentaba llenar el cielo demasiado grande. Escondieron las ropas y los zapatos en las grutas de los escollos provocando fugas de jóvenes cangrejos y empezaron a saltar descalzos y desnudos de un escollo a otro, esperando que alguno se decidiera a zambullirse primero.

El agua, de un azul denso, con reflejos verde crudo, estaba tranquila pero no era límpida. Gian Maria, llamado Mariassa, subió a la punta de un escollo alto y sopló apoyando el pulgar debajo de la nariz, con ese gesto suyo de púgil.

–Hale –dijo; juntó las manos y se zambulló de cabeza. Salió unos metros más lejos, escupiendo el agua por la boca como un surtidor y haciendo el muerto.

–¿Fría? –le preguntaron.

–Calentísima –gritó y empezó a dar furiosas brazadas para no congelarse.

–¡Muchachos! ¡Conmigo! –dijo Chichín que se las daba de jefe aunque nadie le hiciera caso jamás.

Se zambulleron todos: Pier Linyera con una pirueta, Bómbolo con un panzazo, Paulo, Carruba y por último Menín, que tenía pánico al agua y se arrojó de pie, apretándose la nariz entre los dedos.

En el mar Pier Linyera, que era el más fuerte, les hizo tragar agua a todos, uno por uno; después los otros se pusieron de acuerdo y le hicieron tragar agua a Pier Linyera. Entonces Gian Maria, llamado Mariassa, propuso:

–¡El barco! ¡Vamos al barco!

El barco hundido por los alemanes estaba atravesado delante del puerto, obstruyéndolo. Más aún, había dos, uno encima del otro, el que se veía estaba apoyado sobre otro totalmente sumergido.

–Hale –dijeron los otros.

–¿Se puede subir? –preguntó Menín–. Está minado.

–¡Cuentos! ¡Qué va a estar minado! –dijo Carruba–. Los de la Arenella se suben cuando quieren y juegan a la guerra.

Se largaron a nadar hacia el barco.

–¡Muchachos! ¡Conmigo! –dijo Chichín que quería dárselas de jefe, pero los otros iban más rápido que él y lo dejaban atrás, salvo Menín que nadaba estilo rana y por esa razón era siempre el último de todos.

Llegaron al pie de la nave que alzaba sus flancos negros de alquitrán viejo, desnudos y mohosos, la estructura superior desmantelada contra el azul flamante del cielo. Una barba de algas podridas subía desde la quilla cubriéndola y el viejo barniz se descascaraba en grandes placas: los chicos le dieron toda la vuelta, después se quedaron debajo de la proa mirando el nombre casi borrado: Abukir, Egypt. La cadena del ancla oblicua y tensa oscilaba cada tanto con el ritmo de la marea, crujiendo en las enormes anillas herrumbradas.

–No subamos –dijo Bómbolo.

–No fastidies –dijo Pier Linyera y ya se había agarrado a la cadena con manos y pies. Trepó como un mono y los otros lo siguieron.

A medio camino Bómbolo resbaló y se cayó de barriga en el mar; Menín no conseguía subir y tuvieron que acudir dos a ayudarlo.

Una vez arriba dieron vueltas callados por la nave desmantelada, se pusieron a buscar la rueda del timón, la sirena, las escotillas, las chalupas, todas esas cosas que tenía que haber en un barco. Pero éste era un barco pelado como una almadía, cubierto sólo por el estiércol blancuzco de las gaviotas. Gaviotas había cinco, apoyadas en un flanco, y, al oír los pasos descalzos de la banda, alzaron el vuelo una tras otra con gran batir de alas.

–¡Uhá! –las imitó Paulo y arrojó a la última una tuerca que había encontrado.

–¡Muchachos: vamos a las máquinas! –dijo Chichín. Era cierto que jugar entre las máquinas, en la bodega, hubiera sido mejor.

–¿Se podrá ir al barco que hay debajo? –preguntó Carruba. Sería magnífico: estar allá abajo, todos encerrados, con el mar alrededor y encima, como en un submarino.

–¡El de abajo está minado! –dijo Menín.

–¡Más minado estás tú! –le dijeron.

Bajaron por una escalerilla. Después de unos pocos peldaños se detuvieron: a sus pies empezaba el agua negra que se agitaba aprisionada. Los chicos de la Plaza de los Dolores miraban quietos y silenciosos en el fondo del agua un negro centelleo de púas: colonias de erizos que separaban lentos las espinas. Y alrededor, en las paredes, se incrustaban las lapas con barbas de algas verdes, pegadas al hierro del casco que parecía corroído y en las márgenes del agua hormigueaban los cangrejos, miles de cangrejos de todas las formas y todas las edades que giraban sobre sus patas curvas y radiadas y hacían crujir sus pinzas y proyectaban los ojos sin mirada. El mar chapoteaba sordo en el cubo que formaban las paredes de hierro, lamiendo las panzas chatas de los cangrejos. Tal vez toda la bodega del barco estaba llena de cangrejos que andaban a tientas y un buen día el barco empezaría a moverse sobre las patas de los cangrejos y caminaría por el mar.

Volvieron a subir a la cubierta, por la proa. Entonces vieron a la niña. No la habían visto antes, era como si siempre hubiese estado allí. Era una niña de unos seis años, gorda, con el pelo largo y rizado. Estaba muy bronceada y sólo llevaba unas braguitas blancas. No se entendía por dónde había llegado. No los miró siquiera. Estaba muy atenta a una medusa volcada en el entarimado de madera, con los festones blancuzcos de los tentáculos desparramados alrededor. Con un palo la niña trataba de ponerla cabeza arriba.

Los chicos de la Plaza de los Dolores la rodearon, con la boca abierta. Mariassa fue el primero en adelantarse. Resopló por la nariz.

–¿Quién eres? –dijo.

La niña alzó los ojos celestes en la cara mofletuda y oscura; después volvió a hacer palanca con el palo debajo de la medusa.

–Ha de ser de la banda de la Arenella –dijo Carruba, que era un entendido.

Entre los chicos de la Arenella había niñas que venían con ellos a nadar y a jugar a la pelota y también a la guerra de cañas.

–Tú –dijo Mariassa– eres nuestra prisionera.

–¡Muchachos! –dijo Chichín–. ¡Cogedla viva!

La niña seguía manipulando la medusa.

–¡Atención! –gritó Paulo que se había vuelto por casualidad–. ¡La banda de la Arenella!

Mientras ellos observaban a la niña, los chicos de la Arenella, que se pasaban el día en el mar, habían llegado nadando por debajo del agua, subieron en silencio por la cadena del ancla y aparecieron saltando por los flancos de la nave. Eran bajos y retacones, suaves como gatos, la cabeza rapada, la piel oscura. No llevaban pantalones negros y largos y caídos como los chicos de la Plaza de los Dolores; los de aquéllos eran apenas una tira de tela blanca.

La lucha comenzó: los de la Plaza de los Dolores eran flacos y puro nervio, salvo Bómbolo que era un panzón, pero pegaban con un furor fanático, aguerridos en las largas peleas libradas en las estrechas callejas de la ciudad vieja contra las bandas de San Siro y de Giardinetti. Los de la Arenella tuvieron el viento a favor, al principio, por efecto de la sorpresa, pero después los de la Plaza de los Dolores treparon a las escalerillas y de allí no hubo modo de sacarlos porque a ninguna costa querían que los desplazaran hasta los flancos de la nave desde donde era fácil que los arrojaran al agua. Al final Pier Linyera, que era más fuerte que sus compañeros y también mayor, y que andaba con ellos sólo porque repetía curso, consiguió hacer retroceder hasta el borde a uno de los de la Arenella y lo empujó al mar.

Entonces los chicos de los Dolores pasaron a la ofensiva: los de la Arenella, que en el agua se sentían en su elemento y, como gentes prácticas que eran, no conocían el orgullo, escaparon uno tras otro y se zambulleron.

–Venid al agua, si tenéis coraje –gritaron desde el agua.

–¡Muchachos! ¡Conmigo! –gritó Chichín y ya estaba por zambullirse.

–¿Estás loco? –lo retuvo Mariassa–. ¡En el agua nos ganan como quieren! –Y se puso a insultar a los fugitivos.

Desde abajo los de la Arenella empezaron a arrojar agua con tanta fuerza que no había lugar en el barco a donde no llegaran las salpicaduras. Al final se cansaron y se lanzaron mar adentro, la cabeza baja y los brazos arqueados y curvos, incorporándose de vez en cuando para respirar.

Los de la Plaza de los Dolores habían quedado dueños del terreno. Se encaminaron a la proa: la niña seguía allí. Había conseguido darle la vuelta a la medusa y ahora trataba de levantarla con el palo.

–¡Nos han dejado un rehén! –dijo Mariassa.

–¡Muchachos! ¡Un rehén! –se excitó Chichín.

–¡Cobardes! –gritó Carruba a los fugitivos–. ¡Abandonar a las mujeres en manos del enemigo!

En la Plaza de los Dolores tenían un sentido del honor muy desarrollado.

–Ven con nosotros –dijo Mariassa haciendo el ademán de ponerle una mano en el hombro.

La niña le indicó con un gesto que se quedara quieto: estaba a punto de alzar la medusa. Mariassa se agachó a mirar. Entonces la niña levantó el palo con la medusa colgando, siguió levantándolo, sacudió la medusa en las narices de Mariassa.

–¡Cochina! –gritó Mariassa escupiendo y apretándose la cara.

La niña los miraba a todos y se reía. Después se volvió, fue hasta la proa misma, alzó los brazos juntando las puntas de los dedos, se zambulló con un salto de ángel y nadó sin volverse. Los chicos de la Plaza de los Dolores no se habían movido.

–Eh, tú –preguntó Mariassa palpándose una mejilla–, ¿es verdad que las medusas queman toda la piel?

–Espera y lo sabrás –dijo Pier Linyera–. Pero es mejor que te zambullas en seguida.

–Hale –dijo Mariassa, avanzando con los otros. Entonces se detuvo–: ¡De ahora en adelante, tiene que haber una mujer en la banda! ¡Menín, trae a tu hermana!

–Mi hermana es estúpida –dijo Menín.

–No importa –dijo Mariassa–, hale –y de un empujón arrojó a Menín al mar, ya que de todas maneras era incapaz de hacerlo solo. Después se zambulleron todos.

El jardín encantado

Giovannino y Serenella caminaban por las vías del tren. Abajo había un mar todo escamas azul oscuro azul claro; arriba un cielo apenas estriado de nubes blancas. Los rieles eran relucientes y quemaban. Por las vías se caminaba bien y se podía jugar de muchas maneras: mantener el equilibrio, él sobre un riel y ella sobre el otro, y avanzar tomados de la mano, o bien saltar de un durmiente a otro sin apoyar nunca el pie en las piedras. Giovannino y Serenella habían estado cazando cangrejos y ahora habían decidido explorar las vías, incluso dentro del túnel. Jugar con Serenella daba gusto porque no era como las otras niñas, que siempre tienen miedo y se echan a llorar por cualquier cosa. Cuando Giovannino decía: «Vamos allá», Serenella lo seguía siempre sin discutir.

¡Deng! Sobresaltados miraron hacia arriba. Era el disco de un poste de señales que se había movido. Parecía una cigüeña de hierro que hubiera cerrado bruscamente el pico. Se quedaron un momento con la nariz levantada; ¡qué lástima no haberlo visto! No volvería a repetirse.

–Está a punto de llegar un tren –dijo Giovannino.

Serenella no se movió de la vía. –¿Por dónde? –preguntó.

Giovannino miró a su alrededor, con aire de saber. Señaló el agujero negro del túnel que se veía ya límpido, ya desenfocado, a través del vapor invisible que temblaba sobre las piedras del camino.

–Por allí –dijo. Parecía oír ya el oscuro resoplido que venía del túnel y vérselo venir encima, escupiendo humo y fuego, las ruedas tragándose los rieles implacablemente.

–¿Dónde vamos, Giovannino?

Había, del lado del mar, grandes pitas grises, erizadas de púas impenetrables. Del lado de la colina corría un seto de ipomeas cargadas de hojas y sin flores. El tren aún no se oía: tal vez corría con la locomotora apagada, sin ruido, y saltaría de pronto sobre ellos. Pero Giovannino había encontrado ya un hueco en el seto.

–Por allá.

Debajo de las trepadoras había una vieja alambrada en ruinas. En cierto lugar se enroscaba como el ángulo de una hoja de papel. Giovannino había desaparecido casi y se escabullía por el seto.

–¡Dame la mano, Giovannino!

Se hallaron en el rincón de un jardín, los dos a cuatro patas en un arriate, el pelo lleno de hojas secas y de tierra. Alrededor todo callaba, no se movía una hoja.

–Vamos –dijo Giovannino.

–Sí –dijo Serenella.

Había grandes y antiguos eucaliptos de color carne y senderos de pedregullo. Giovannino y Serenella iban de puntillas, atentos al crujido de los guijarros bajo sus pasos. ¿Y si en ese momento llegaran los dueños?

Todo era tan hermoso: bóvedas estrechas y altísimas de curvas hojas de eucaliptos y retazos de cielo, sólo que sentían dentro esa ansiedad porque el jardín no era de ellos y porque tal vez fueran expulsados en un instante. Pero no se oía ruido alguno. De un arbusto de madroño, en un recodo, unos gorriones alzaron el vuelo rumorosos. Después volvió el silencio. ¿Sería un jardín abandonado?

Pero en cierto lugar la sombra de los árboles terminaba y se encontraron a cielo abierto, delante de unos bancales de petunias y volúbilis bien cuidados, y senderos y balaustradas y espalderas de boj. Y en lo alto del jardín, una gran casa de cristales relucientes y cortinas amarillo y naranja.

Y todo estaba desierto. Los dos niños subían cautelosos por la grava: tal vez se abrirían las ventanas de par en par y severísimos señoras y señores aparecerían en las terrazas y soltarían grandes perros por las alamedas. Cerca de una cuneta encontraron una carretilla. Giovannino la cogió por las varas y la empujó: chirriaba a cada vuelta de las ruedas con una especie de silbido. Serenella se subió y avanzaron callados, Giovannino empujando la carretilla y ella encima, a lo largo de los arriates y surtidores.

–Ésa –decía de vez en cuando Serenella en voz baja, señalando una flor. Giovannino se detenía, la cortaba y se la daba. Formaban ya un buen ramo. Pero al saltar el seto para escapar, tal vez tendría que tirarlas.

Llegaron así a una explanada y la grava terminaba y el pavimento era de cemento y baldosas. Y en medio de la explanada se abría un gran rectángulo vacío: una piscina. Se acercaron: era de mosaicos azules, llena hasta el borde de agua clara.

–¿Nos zambullimos? –preguntó Giovannino a Serenella. Debía de ser bastante peligroso si se lo preguntaba y no se limitaba a decir: «¡Al agua!». Pero el agua era tan límpida y azul y Serenella nunca tenía miedo. Bajó de la carretilla donde dejó el ramo. Llevaban el bañador puesto: antes habían estado cazando cangrejos. Giovannino se arrojó, no desde el trampolín porque la zambullida hubiera sido demasiado ruidosa, sino desde el borde. Llegó al fondo con los ojos abiertos y no veía más que azul, y las manos como peces rosados, no como debajo del agua del mar, llena de informes sombras verdinegras. Una sombra rosada encima: ¡Serenella! Se tomaron de la mano y emergieron en la otra punta, con cierta aprensión. No había absolutamente nadie que los viera. No era la maravilla que imaginaban: quedaba siempre ese fondo de amargura y de ansiedad, nada de todo aquello les pertenecía y de un momento a otro, ¡fuera!, los podían echar.

Salieron del agua yjusto allí cerca de la piscina encontraron una mesa de ping-pong. Inmediatamente Giovannino golpeó la pelota con la paleta: Serenella, rápida, se la devolvió desde la otra punta. Jugaban así, con golpes ligeros para que no los oyeran desde el interior de la casa. De pronto la pelota dio un gran rebote y para detenerla Giovannino la desvió y la pelota golpeó en un gong colgado entre los pilares de una pérgola, produciendo un sonido sordo y prolongado. Los dos niños se agacharon en un arriate de ranúnculos. En seguida llegaron dos criados de chaqueta blanca con grandes bandejas, las apoyaron en una mesa redonda debajo de un parasol de rayas amarillas y anaranjadas y se marcharon.

Giovannino y Serenella se acercaron a la mesa. Había té, leche y bizcocho. No había más que sentarse y servirse. Llenaron dos tazas y cortaron dos rebanadas. Pero estaban mal sentados, en el borde de la silla, movían las rodillas. Y no lograban saborear los pasteles y el té con leche. En aquel jardín todo era así: bonito e imposible de disfrutar, con esa incomodidad dentro y ese miedo de que fuera sólo una distracción del destino y de que no tardarían en pedirles cuentas.

De puntillas se acercaron a la casa. Mirando entre las tablillas de una persiana vieron, dentro, una hermosa habitación en penumbra, con colecciones de mariposas en las paredes. Y en la habitación había un chico pálido. Debía de ser el dueño de la casa y del jardín, feliz él. Estaba tendido en una mecedora y hojeaba un grueso libro ilustrado. Tenía las manos finas y blancas y un pijama cerrado hasta el cuello, a pesar de que era verano.

A los dos niños que lo espiaban por entre las tablillas de la persiana se les calmaron poco a poco los latidos del corazón. El chico rico parecía pasar las páginas y mirar a su alrededor con más ansiedad e incomodidad que ellos. Y era como si anduviese de puntillas, como temiendo que alguien pudiera venir en cualquier momento a expulsarlo, como si sintiera que el libro, la mecedora, las mariposas enmarcadas y el jardín con juegos y la merienda y la piscina y las alamedas le fueran concedidos por un enorme error y él no pudiera gozarlos y sólo experimentase la amargura de aquel error como una culpa.

El chico pálido daba vueltas por su habitación en penumbra con paso furtivo, acariciaba con sus blancos dedos los bordes de las cajas de vidrio consteladas de mariposas y se detenía a escuchar. A Giovannino y Serenella el corazón les latió aún con más fuerza. Era el miedo de que un sortilegio pesara sobre la casa y el jardín, sobre todas las cosas bellas y cómodas, como una antigua injusticia.

El sol se oscureció de nubes. Muy calladitos, Giovannino y Serenella se marcharon. Recorrieron de vuelta los senderos, con paso rápido pero sin correr. Y atravesaron gateando el seto. Entre las pitas encontraron un sendero que llevaba a la playa pequeña y pedregosa, con montones de algas que dibujaban la orilla del mar. Entonces inventaron un juego espléndido: la batalla de algas. Estuvieron arrojándoselas a la cara a puñados, hasta caer la noche. Lo bueno era que Serenella nunca lloraba.

Alba entre las ramas desnudas

No hiela a menudo en nuestros pagos: sólo por la mañana las lechugas se despiertan ateridas, un poco lívidas, y la tierra forma una costra gris, casi lunar, que responde sorda a la zapa. Al pie de los árboles, en diciembre, la tierra empieza a pigmentarse de hojitas amarillas que poco a poco la cubren como una manta ligera. El invierno es más transparencia de aire que frío y en ese aire se encienden en las ramas esqueléticas centenares de lamparitas rojas: los caquis.

Aquel año el pequeño huerto de frutales parecía un cortejo de vendedores de globos con su carga suspendida en el aire: nueve en esa rama bifurcada, seis en la otra torcida, allá arriba parecían faltar, pero tal vez era el vacío de las hojas caídas, los que miraban al sur estaban más rojos, madurarían antes. Así todas las mañanas Pipín el Mallorquín pasaba revista a sus ocho árboles, controlando si faltaban frutas, pesando con los ojos la carga de las ramas, convirtiendo mentalmente esa carga en dinero, imaginando el dinero colgado de las ramas desnudas en lugar de las frutas: pringosos, volanderos papeles de cien y de mil y no, lamentablemente, pequeños discos de oro y de plata centelleando en las ramas.

Mejor que el papel, las monedas, quien las tenga, que se pueden enterrar dentro de una pequeña vasija al pie de un muro, en vez de enmohecerse y terminar comido por los ratones. Pero fuese plata o papel, la cosa terminaba siempre en eso, en el dinero, podía seguir dando vueltas, transformarse en fosfatos, en cianiamida, convertirse en jugo de la tierra, fuerza que sube por las raíces, dulce de tomates o amargo de alcachofas: al fin, inevitablemente, volver a eso, al dinero.

–¡Alégrate, Mallorquín, cuando termine la guerra ya verás cómo sube la moneda italiana! –quien así hablaba era Saltarel, el véneto que vivía en las casas del Paraggio y pasaba en ese momento por el camino de herradura, y le hablaba a él, que escardaba los bancales de arriba. Pipín dejaba de escardar y alzaba hacia el véneto su barbita grisácea, como de palomo: –¿Lo dices en serio, Venessia?