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Laia Sanz construye un relato apasionante de la edición de 2015 del Dakar y, con maestría, lo va entrelazando con sus inicios en el mundo del motor, sus años de formación, sus éxitos y los acontecimientos y apoyos de los que saca su inagotable fuerza. El lector se emocionará al descubrir, paralelamente al relato de cada una de las trece etapas del rally, los grandes obstáculos y dificultades que esta piloto ha superado a lo largo de los años, así como el esfuerzo y los momentos de superación que la han impulsado hasta donde está. Cómo dice uno de los lemas que la han guiado a lo largo de su trayectoria vital, «quien tiene la voluntad tiene la fuerza».
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Seitenzahl: 305
Veröffentlichungsjahr: 2016
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© Laia Sanz y Eloi Vila, 2016.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2016. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: OEBO918
ISBN: 9788490566732
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
2016
«WONDER WOMAN»
PRESIÓN
PRIMERA ETAPA
TORTURA
SEGUNDA ETAPA
MUERTE
TERCERA ETAPA
LADY DAKAR
CUARTA ETAPA
LIBERTAD
QUINTA ETAPA
INNOVACIÓN
SEXTA ETAPA
AMBICIÓN
SÉPTIMA ETAPA
EXPLOSIÓN
OCTAVA ETAPA
EMOCIÓN
NOVENA ETAPA
SILENCIO
DÉCIMA ETAPA
INCERTIDUMBRE
UNDÉCIMA ETAPA
DESTINO
DUODÉCIMA ETAPA
GLORIA
DECIMOTERCERA ETAPA
FUTURO
ANEXOS
GLOSARIO
PALMARÉS
CLASIFICACIÓN GENERAL DAKAR 2015
FOTOGRAFÍAS
NOTAS
A mis padres Jesús y Àngels
Rosario (Argentina), 16 de enero de 2016
Mi cuerpo grita de dolor. Mi clavícula, mi cuello. Llevo tres días con anginas y mucha fiebre. Estoy en la habitación de un hotel de Rosario. Moderna, ordenada, limpia e impersonal. Un nido confortable muy alejado de lo que yo entiendo por un hogar. Miro el reloj. No hace ni dos horas que me he bajado de la moto, que he terminado mi sexto Rally Dakar. Sé que es un éxito, sí, solo llegar a la meta ya es un éxito. Pero ahora lo que necesito es una bañera, bajar la fiebre, relajar mi cuerpo. Abro el grifo. Dejo que el agua salpique y escucho cómo cae mientras me miro al espejo. Contemplo mi rostro. Ojeras profundas, ojos brillantes. En mi cara se ve el rastro de quince días de competición sin tregua. Imposible esconder la realidad. En él se refleja lo que me pasa por dentro, lo que siente mi alma.
Me meto en el agua. Cierro los ojos y dejo los brazos muertos. Un escalofrío me recorre el tronco. Mis músculos se relajan. Mi cuerpo lo agradece. Me muevo lentamente. El sosiego llega a mis piernas. Intento no pensar en nada, mantener la mente en blanco, pero es imposible, se empeña en volver a la carrera. Me manda una multitud de imágenes imprecisas, sin orden alguno: me lleva a las dunas, al barro, a las alturas. Preferiría descansar, pensar en Casilda, la preciosa perra que me espera en casa. Quiero ver a mis padres, a mis amigos, dormir tres días enteros, comerme un buen plato de pasta y salir de fiesta. Quiero olvidar el polvo, el calor y la lluvia. Tengo que alejarme del Dakar para poder deshacer la tensión acumulada. Pero mi mente es muy terca e insiste. Y me escupe, crudamente, tres días negros. Los tres días de infortunio que me han alejado de las diez primeras posiciones. Primero, me planta en la novena etapa, cuando suspendieron parte del recorrido y reclasificaron en consecuencia, con lo que pasé de estar a trece minutos del décimo a quedar cincuenta minutos por detrás de él. Después, mi mente salta al día siguiente. El peor. Décima etapa en pleno desierto de Fiambalá, en Catamarca (Argentina). Un día de arena y navegación, ideal para mis condiciones. Pero los pilotos de motos tuvimos que salir entre coches y camiones y muchos tuvimos problemas porque la pista estaba demasiado blanda. Cuando me tocó salir a mí, ya habían pasado diez coches y cinco camiones, y me caí por culpa de un pedrusco escondido bajo la arena. Acabé exhausta y, además, perdí otra hora y casi veinte minutos respecto al líder. Pero no acabaron aquí mis contratiempos. Al día siguiente pillé anginas. Tuve que pilotar con fiebre muy alta. Y me caí de nuevo. Sufrí una distensión de ligamentos, un esguince de grado dos en la clavícula derecha.
Y con dolor en la clavícula y unas anginas candentes he llegado hace tan solo un rato a la meta de Rosario. Finalmente he conseguido la decimoquinta posición en la general. Ha sido un Dakar extraño. Muy rápido, con poca arena y pocas dificultades de navegación. Antes de empezar hubiera firmado este resultado porque soy consciente de que el nivel de este año ha sido estratosférico, con casi veinticinco pilotos con opciones de ganar etapas y de luchar por la victoria, varios de ellos campeones del mundo de enduro y motocross. Pero soy competitiva y estoy convencida de que hubiera podido conseguir una mejor clasificación.
A pesar de todo, del Dakar de este año me llevo cosas muy buenas. La victoria de Toby Price, mi compañero de equipo en KTM; las diez participaciones en el Dakar de Jordi Viladoms, también compañero en KTM; la gran gestión de los jefes del equipo, Alex Doringer y Stefan Huber, pendientes en todo momento de los aspectos técnicos, pero, sobre todo, de los humanos; y el excelente compañerismo. Papa Vili, que es como llamamos cariñosamente a Viladoms por ser el más veterano y experimentado, nos ayudó mucho en todos los aspectos. Hemos sido una gran familia. Me han cuidado con extremo cariño y he podido centrarme exclusivamente en la competición.
Ahora necesito descansar, bajar la fiebre, curarme la lesión en la clavícula y alejarme de la carrera para poder digerir todo lo que he vivido este año. Quiero tomar distancia para analizar lo que he hecho mal y corregirlo. Pero lo mejor de todo es que quedan ya solo once meses para volver a estar aquí. Once meses para volver a sufrir, para volver a luchar, para volver a vivir la mejor carrera del mundo. Once meses para intentar mejorar el Dakar de este año y el del 2015, en el que logré el que hasta ahora ha sido mi mejor resultado. Quizá por eso, ahora, un año después, en la bañera de mi impersonal hogar de Rosario siento que lo que más me apetece es llevar mi mente hasta allí y revivirlo.
And all the roads we have to walk are winding.
And all the lights that lead us there are blinding.
There are many things that I would like to say to you
but I don’t know how.*, 1
Wonderwall, OASIS
Seva (Barcelona), primavera de 2014
Sí, soy una mujer, soy piloto, pero no soy un bicho raro. No entiendo por qué me asalta este pensamiento tan a menudo. Quizá porque me he pasado media vida sintiéndome un bicho raro e, inconscientemente, tengo la necesidad de repetirme a mí misma que no lo soy. Que, simplemente, soy una mujer de veintiocho años que va en moto.
Hoy me duele el dedo gordo del pie derecho. Estuve a punto de perderlo justo hace dos años en el Gran Premio de Italia de enduro, en la penúltima carrera del Mundial que se disputaba en Castiglion Fiorentino, un precioso pueblo de la Toscana.
Iba líder en el campeonato y solo necesitaba lograr un buen resultado para distanciarme más de mi principal rival, la francesa Ludivine Puy, y poder llegar así a la última prueba con el título prácticamente en el bolsillo. Pero yo quería ganar. Me hacía muchísima ilusión. No solo tenía mi primer título mundial muy cerca, sino que estaba a punto de superar a la reina del enduro femenino. Y en la penúltima especial del día, me golpeé el pie derecho con una roca. Noté enseguida que me había hecho mucho daño. El dolor era terrible. Insoportable. Pero no podía bajarme de la moto. Era consciente de que aquello no iba bien porque cuando intentaba mover los dedos del pie, sentía un pinchazo que me recorría todo el cuerpo, del dedo del pie a la nuca, martirizándome. Pensé que no podría terminar la carrera. Nunca lo había pasado tan mal. A pesar de ello, llegué y gané, aunque tuve que pagar un precio muy alto: había sufrido una doble fractura abierta, tuve que pasar por quirófano y estuve cinco meses parada para acabar con el dedo pulgar del pie derecho más corto y mucho más sensible al dolor.
Hoy me duele porque he hecho una buena caminata. He subido a la cima del Matagalls, un pico del Montseny, la montaña donde entreno, además de un parque natural precioso en pleno corazón de Cataluña. El lugar ya forma parte de mi paisaje cotidiano. Hace dos años que vivo aquí, en Seva, un pequeño pueblo en la falda norte del Montseny, a unos 70 kilómetros de Barcelona. De aquí es el doble campeón del mundo de velocidad Àlex Crivillé. Y de Seva era también Pep Bassas, el que fuera campeón de España de rallies en los años ochenta y a quien un fatídico cáncer se llevó antes de tiempo. Decir que vivo aquí por ellos quedaría bonito. Bueno, más que bonito, sería una forma atractiva de contar mi vida. Un guion bastante perfecto. Un argumento efectivo que poder soltar a los periodistas durante las entrevistas. Una historia redonda para los fanáticos de este deporte: «la mujer de los dieciséis títulos mundiales escoge, para vivir, el pueblo de los campeones, un lugar que huele a gasolina». Pero contar esto sería falso. Y a mí no me gustan las mentiras. En realidad, vivo aquí porque muchos de mis amigos son de esta zona de Cataluña y así los tengo cerca. Y porque es un lugar ideal para entrenar. En Seva está mi circuito de enduro y puedo salir de casa en moto. Y porque tras crecer en casa de mis padres, en Corbera de Llobregat, y haber pasado tres años viviendo en Italia, necesitaba algo distinto, un cambio de aires. Empezaba una nueva etapa y soy de las que cree que cada etapa precisa de una escenografía distinta, de su lugar en el mundo. Yo necesitaba mi hogar, mi refugio. Y lo encontré en esta casa unifamiliar de Seva.
No tengo ni idea de qué hora es. He salido temprano de casa y creo que he andado unas tres horas. Alzo la vista y miro el reloj que hay colgado en la cocina mientras bebo agua. Después de hacer deporte, no bebo otra cosa que no sea agua. Son las doce del mediodía de un día de primavera radiante. Tengo calor, me siento cansada y bastante nerviosa. Espero una llamada. Pero no sé si será hoy o mañana, o pasado mañana. No puedo dejar de mirar compulsivamente mi teléfono móvil. Ni de tocar la pestañita que activa el aparato para ver si he recibido algo, ni que sea un mensaje. Nada. Mi cuerpo se tensa. Y eso me agota. Es más dura esta tensión que pilotar una moto cientos de kilómetros por las dunas del desierto. Espiro el aire con fuerza. Sé que debo calmarme. Me siento en el sofá de la sala de estar y respiro hondo. Inspiro y espiro varias veces. Busco un ritmo, cierta paz, pero no la encuentro.
Fijo la mirada al frente. Delante del sofá tengo la tele y el mueble del comedor. Y entre los trofeos, mi mirada tropieza con una imagen. No puedo evitar que mi cerebro la procese. La foto es de hace veintiocho años. Lo sé porque en ella aparece mi abuela paterna conmigo en brazos. Ella me mira con ternura y yo voy vestida de bautizo: de blanco impoluto, con la clásica medallita de oro en el pecho. Y tengo pocos días. Como mucho, semanas. Me emociono sin llorar. Y eso que cuando me lo pide el cuerpo, soy de las personas que lloran. Las últimas dos veces que he llorado han sido en el Dakar y tras su muerte, hace pocos meses. Tenía cien años y se llamaba Miracle, Milagros en castellano. De hecho, ella creía en ellos. Yo lo recuerdo vagamente, pero mi abuela y mi madre, Àngels, me lo han contado mil veces: cuando tenía cuatro años, un día estaba paseando de la mano de mi madre por la calle. De repente, delante de nosotras rebotó un balón que se les había escapado a un grupo de chavales que jugaban a fútbol en la acera, a pocos metros de nosotras. De un tirón, me solté de la mano de mi madre y salí corriendo emocionada tras la pelota. Oí un grito de pánico, supongo que de mi madre, y un chirrido de frenos. Y un coche me pasó por encima. Podía haberme matado. Pero no me hizo nada. La cosa quedó en un gran susto y un par de rasguños. Eso pasó el día de San Antonio y mi abuela se convenció de que el santo me había salvado la vida. Entonces me regaló una medallita con su efigie para que me acompañara. Cuando estoy en el Dakar, la llevo siempre encima.
Mi abuela pasó los últimos meses de vida con la memoria débil. Recuerdo que en los últimos tiempos, cuando me iba a una carrera y me despedía de ella siempre me decía lo mismo: «¿Y con quién vas a correr ahora: con los chicos o con las chicas?». Me lo preguntaba inocentemente pero quizá fuera consciente de que, desde muy pequeña, yo había formado parte de un mundo que no me correspondía. O mejor dicho aún, que, para algunos, no me correspondía, simplemente por ser una chica.
Ser mujer y correr en moto no es fácil. Básicamente, porque en este país hasta hace pocas décadas no solo no había chicas compitiendo en moto, sino que ni siquiera se subían a una, a menos que fueran de paquete y sentadas de lado. Moto y feminidad formaban una ecuación que nunca había cuadrado. Aquí, si eras una chica e ibas en moto eras un marimacho. Y supongo que por eso, por esa concepción social ancestral instalada en la memoria colectiva, me sentí, durante años, como un bicho raro. Yo me he pasado toda la vida entrenando con chicos, compitiendo contra chicos, viajando con chicos y, a menudo, sufriéndolos. Más que a los chicos, a sus padres, la versión masculina adulta. Recuerdo muy bien cómo en mis primeras pruebas de trial, cuando tenía que competir con niños porque no había categoría femenina, algunos de ellos me decían que los jueces me ayudaban, que me penalizaban menos por el mero hecho de ser una chica. Y cuando eres una niña y un adulto te suelta algo así, piensas que tiene razón. Porque cuando eres una niña, los padres, los adultos, siempre tienen razón. Pero con el tiempo me di cuenta de que no era cierto, que simplemente eran incapaces de aceptar que una niña pudiera ganar a un niño. Y menos aún, a su niño.
Con el tiempo, otras chicas se incorporaron al mundo del motor y el trial abrió su competición al universo femenino. Mucha gente me dice que soy una heroína —una palabra que detesto— porque fui una precursora. Y quizá sea cierto, no lo sé. Ni idea. Ni me importa. La francesa Michèle Mouton sí fue una heroína y una pionera cuando en 1981 se convirtió en la primera mujer de la historia en ganar una prueba del Campeonato Mundial de Rallies de coches. Tuvo lugar en San Remo. El equipo Audi Sport la había fichado para evolucionar un nuevo vehículo de la marca con un sistema de tracción innovador en las cuatro ruedas y ayudar a su compañero de equipo Hannu Mikkola a ganar el Mundial. Mouton sorprendió a todo el mundo. Un año más tarde, en 1982, estuvo luchando toda la temporada contra su rival Walter Röhrl, pero no pudo ganar la carrera clave, el Rally de Costa de Marfil. A mitad de carrera le comunicaron el fallecimiento de su padre y se retiró. Al final, el campeón fue Röhrl. Aun así, acabó subcampeona absoluta. E hizo historia. Su éxito la convirtió en la piloto más destacada y famosa. Ella sí abrió las puertas del mundo del automovilismo de élite a las mujeres. O la estadounidense Kathrine Switzer, quien en 1967 se convirtió en la primera mujer que lograba competir en una maratón atlética con dorsal, algo que por aquel entonces no estaba permitido. Se inscribió para correr la maratón de Boston con sus iniciales para burlar así el control de la organización y salió con el dorsal 261. Pero durante la carrera, un juez intentó sacarla del asfalto. La fotografía de ese instante ha pasado a la historia del atletismo y se ha convertido en un icono de los derechos de la mujer. Kathy, como se la conoce popularmente, pudo terminar la carrera gracias a la presencia de su entrenador y de otros atletas, que le quitaron de encima al comisario. Lo suyo sí fue una gesta porque, con su valentía y su arrojo, consiguió abrir el camino de la igualdad de las mujeres en las pruebas de fondo. Gracias a ella cinco años después, en 1972, las mujeres ya podían correr oficialmente. En 1984, en Los Ángeles, el maratón femenino se incluyó en el programa olímpico.
Cuando yo empecé, en el mundo de la gasolina casi no había mujeres pero a mí nunca me negaron el derecho a competir. Para mí, ir en moto no supone una reivindicación feminista. Ni mucho menos. Yo empecé a montar en moto y sigo yendo en moto porque me encanta. Simplemente eso. Porque no puedo entender mi vida sin darle gas, sin sentir el aire en la cara ni calzarme el pantalón y la chaqueta de carrera, los guantes y el casco, sin pensar que el próximo fin de semana tengo carrera y me debo superar, o que un año más volveré a la arena, a las dunas, al calor, al frío y a los riesgos del Dakar. Por todo eso voy en moto. Yo no me considero una superwoman. Las superwomen no existen. Y qué más quisiera yo que haber conseguido, sin proponérmelo, romper con el estigma social que nos persigue a todas las pilotos.
Noto que estoy un poco más tranquila. Aparto la mirada de la foto de mi abuela. Cierro los ojos. Vuelvo a coger aire por la boca, lo retengo en mis pulmones unos segundos y lo expulso. Repito la acción cinco, diez, veinte veces. Funciona. Respirar bien equilibra el cuerpo y la mente. Sé que lograr una cadencia respiratoria te conduce a un estado de relajación total. Sé también que el poder está en el cerebro, que no debo estresarme por las cosas que no dependen de mí, que no controlo. Y me repito que no tiene sentido sufrir, que llevo tres meses en las nubes, desde que terminé mi último Dakar. ¿Tres meses? Falso. Llevo años en las nubes. Mi mente me traslada al pasado: con seis años me estrené en una carrera de trial y desde entonces he ganado trece Campeonatos del Mundo —el primero, curiosamente aquí en Seva y con solo catorce años—, además de diez Campeonatos de Europa de trial, tres Mundiales de enduro, tres X Games y cuatro Dakar, todos en categoría femenina. Pero en mi palmarés también tengo un Campeonato de España masculino de trial en categoría cadete —entonces tenía doce años— y me subí al podio —fui tercera— del Campeonato del Mundo júnior, también masculino y también de trial. De todos estos títulos, y quizá porque gané a los chicos, estos dos últimos son los que me hacen más ilusión. Estos dos y el Dakar, por supuesto. Porque el Dakar es lo más grande. La carrera en mayúsculas. La prueba que te pone más a prueba. Contra las cuerdas. La que da más miedo, la que más te cuestiona como piloto y, sobre todo, como persona. Nunca olvidaré lo que he vivido allí. Cuánto he sufrido y disfrutado. Este año he ganado en categoría femenina por cuarta vez consecutiva, pero terminé decimosexta en la clasificación general absoluta. El mejor resultado conseguido nunca por una mujer. Por fin me he ganado sobre la arena y el polvo de América el derecho a disponer de una moto mejor.
Suena mi móvil. Me llaman. Abro los ojos. Vuelve la tensión. Se me corta la respiración. Todos los músculos de mi cuerpo se contraen. Me levanto de golpe. Empiezo a andar por el comedor. Respondo.
—¿Hola?
—Buenos días, Laia. Soy Martino.
Martino Bianchi es el mánager general del equipo Honda HRC Rally, uno de los mejores en el mundo de raid, una de las modalidades del off-road en la que las motos compiten lejos del asfalto en etapas de larga distancia. Guardo silencio un segundo que parece eterno. Intento serenarme. Sé que les impresioné en mi último Dakar. Sé que me quieren con ellos. Siento que ha llegado el momento más esperado: tener una Honda oficial, formar parte del equipo. Escucho a Martino. Y su propuesta confirma mis deseos.
—Si quieres estás dentro, junto a Joan, Hélder, Paulo y Jere.
Joan es Joan Barreda, un piloto de Castellón que llegó a la disciplina de raid tras triunfar en motocross. Hélder Rodrigues es portugués. Campeón del mundo de raid en 2011, se ha convertido en uno de los mejores pilotos del planeta, junto a Paulo Gonçalves, también portugués, además de campeón del mundo de raid en 2013. Y Jere es Jeremías Israel. Chileno. Estaré en un equipo de lujo. Dispondré de los medios que nunca he tenido. Sonrío, satisfecha. Y sigo escuchando a Martino.
—Serás mochilera de Hélder. En vez de water boy, serás una water woman —me dice—. Una water woman, una wonder woman.
¿Seré la Mujer Maravilla? Me hundo. Me quedo en silencio. En argot motero, al mochilero se le llama water boy, el chico del agua. Y como soy una mujer, pues haré de water woman. Una putada. Ser mochilera significa que no podré realizar mi propia carrera, que tendré que correr a merced de Hélder. Estar pendiente de él, pararme cuando él lo necesite, ayudarle si tiene un problema, cederle una rueda o las dos si hace falta. No tengo nada contra Hélder, al contrario. Me parece un tipo excepcional. Pero no me lo puedo creer. Martino me acaba de noquear. Él sigue hablando. Yo estoy bloqueada. No sé si colgar el teléfono, llorar o gritar. Pero no tengo fuerzas para el llanto. Ni voz. Grita mi estómago, mis entrañas: ¡joder! Él sigue hablando. Y me remata:
—Además, nunca pasarás de la decimosexta posición que lograste este año.
Cuelgo. Fijo la mirada en el ventanal que da al patio de mi casa. Pica el sol. La calma exterior contrasta con mi fuego interno. Estoy rabiosa.
Mi cuerpo vocifera insultos que mi boca no puede reproducir. Con el palmarés que tengo, con lo que he demostrado hasta ahora no merezco esto. No entiendo nada y, al mismo tiempo, lo entiendo todo: soy una mujer. Si fuera un hombre, todo sería diferente. Para empezar, con los títulos cosechados, habría ganado suficiente dinero como para poder retirarme. Y no es el caso.
Cojo el teléfono. Se lo cuento todo a mi padre. Lo de la water woman, lo de que nunca mejoraría mi decimosexta posición del último Dakar. Se queda helado. Lo noto. Lo conozco demasiado.
—Pero ¿de qué va Bianchi? Eso no se le puede decir nunca a un deportista. Tú estás donde estás porque jamás has pensado así —me responde indignado.
Me anima, como haría cualquier padre. Nos despedimos. Empiezo a deambular sin rumbo por la casa. Subo al primer piso. Bajo. Vuelvo a subir y a bajar. Sin sentido. Las palabras de Martino rugen en mis oídos. Mi cerebro las reproduce obsesivamente. Siento que el camino que debía recorrer se ha vuelto tortuoso. Que las luces que me tenían que guiar me deslumbran. Hay muchas cosas que me gustaría decirle, pero no sé cómo.
Sé que me jode correr de mochilera. No porque vaya de nada. Ni me crea algo en este mundo, sino porque en este punto de mi carrera ya no tengo que hacer este papel. Ya no. Esto frenaría mi progresión. Sería un error. Además, tengo patrocinadores personales y no me lo puedo permitir. Pero, sobre todo, porque cualquier problema que tuviera Hélder podría destruir mi trabajo, todos mis sueños. No quiero fracasar por culpa de otros. Si me tengo que quedar colgada en medio del desierto de Atacama, que sea porque ya no puedo más, porque estoy agotada, me he perdido o he fallado en la navegación, porque no he visto un bache y he saltado por los aires. Me convenzo de que se lo diré. Y se lo diré así. Sin más. Sin rodeos. Y estaré en la línea de salida en Buenos Aires el 4 de enero de 2015 con el equipo pero libre, completamente libre. No me rendiré. No lo he hecho nunca. Nada minará mis ilusiones. Nada minará mi fuerza. Soy una mujer, soy piloto, pero no soy un bicho raro.
At night we ride through mansions of glory
in suicide machines.
Sprung from cages out on highway 9,
chrome wheeled, fuel injected
and steppin’ out over the line.
Baby this town rips the bones from your back,
it’s a death trap, it’s a suicide rap.
We gotta get out while we’re young
’cause tramps like us, baby we were born to run.2
Born to Run, BRUCE SPRINGSTEEN
Buenos Aires (Argentina), 4 de enero de 2015
Mi padre tiene la culpa de todo. Fue él quien, cuando yo aún no andaba siquiera, me subía en el depósito de su moto y me llevaba a dar una vuelta. Mi cuerpo se erguía y él me sostenía, con cariño, con la palma de su mano abierta sobre el pecho. Yo sonreía y daba golpes con las manos en el depósito. Sentí antes el equilibrio encima de una máquina a motor de dos ruedas que con mis dos pies en el suelo. Sentí la velocidad antes de tiempo. Sentí la felicidad sin saber aún qué era, sin tener la capacidad para procesar de forma racional lo que es realmente ese eterno deseo vital de la especie humana. Como todo el mundo, siempre he buscado la felicidad y sé que está hecha de pequeños momentos. Pero he tenido la suerte de que a mí me encontrase a muy corta edad.
Hoy también soy feliz. Estoy en Santiago del Baradero, la ciudad más antigua de la actual provincia de Buenos Aires, subida a mi Honda CRF 450 Rally, y queda solo un minuto para que me den la salida. Se la acaban de dar al boliviano Chavo Salvatierra. Él lleva el dorsal 28 y yo el 29, a pesar de que hace un año acabé entre los dieciséis primeros. No me han concedido el dorsal amarillo. Llevarlo te permite salir en el grupo principal, entre los primeros. La organización reparte los dorsales amarillos en función del palmarés. Pero la decisión es, claramente, subjetiva. Yo no he ganado nunca el Dakar, ya lo sé, ni ninguna etapa, pero mis tres Mundiales de enduro no les ha servido. Y, además, creo que este año me lo merecía. Tengo que pringar. El primer día me toca tragar polvo. Pero da igual, aquí estoy. Me he ganado una moto oficial y he convencido a Martino Bianchi de que no iba a ser la mochilera de nadie. Lo ha entendido. Solo tengo el compromiso de asistir a Hélder Rodrigues si hay graves problemas. Y eso me da tranquilidad porque una de las grandes virtudes del pilotaje de Hélder es la fiabilidad.
Escaneo mi entorno con la mirada en un barrido de 180 grados. Está lleno de gente que grita, canta y ondea banderas. Debe de haber centenares de miles de personas. Aquí, en Argentina, sin pasión no hay vida. Y a mí me encanta porque creo que la pasión es lo único que la sustenta. Ayer en la largada, que es como se conoce popularmente el desfile de equipos, pilotos y vehículos participantes, había 650.000 fanáticos del motor vociferando en el centro de Buenos Aires. Di la vuelta a la plaza de Mayo, emocionada. Y la memoria me mandó de golpe una postal de infancia: la imagen de un grupo de mujeres con un pañuelo blanco atado a la cabeza que daba vueltas a la misma plaza. Una imagen que vi por primera vez en casa hace años, durante las noticias de la tele. Una visión que me removió las tripas cuando supe que aquellas mujeres andaban en círculo sin parar, unidas por la desgracia de tener que buscar a sus hijos desaparecidos, represaliados, aniquilados por la barbarie de la dictadura argentina del general Videla. Sé que aún hoy, casi treinta y nueve años después del golpe militar, los buscan y protestan cada jueves en silencio, recorriendo de forma circular el centro de la plaza. El mismo lugar en el que se me saltaron las lágrimas hace cinco años cuando por megafonía anunciaron mi nombre por primera vez. Lo recuerdo perfectamente. Yo estaba encima de la tarima instalada delante de la Casa Rosada, la sede del Gobierno argentino. Me presentaron como debutante en el Dakar, la carrera con la que siempre había soñado. Observé a la multitud. Entre la gente distinguí a un grupo que ondeaba senyeres, la bandera catalana. Nos cruzamos la mirada. Y les vi en los ojos su ilusión por darme alas. A pesar de no conocernos, había algo que nos unía. Nuestra tierra, de la cual muy probablemente sus padres tuvieran que huir años atrás, también por culpa de una dictadura fascista. Juntos, focalizamos la emoción. Y lloré como una magdalena.
Hoy no lloro. Estoy tensa. Siento la presión. La sufro como nunca. Vuelvo a recorrer con la mirada los alrededores. La multitud sigue jaleando. Cada vez grita más y más. Hay un grupo de espectadores que me dice algo pero no los oigo. Es como si mi sentido auditivo hubiera desaparecido. Como si mi cerebro hubiera pulsado el botón del mute. Intuyo que me animan. Pero yo solo tengo una cosa en la cabeza: la carrera. Me he levantado a las cuatro de la madrugada y he llegado aquí tras recorrer los primeros 144 kilómetros de enlace bordeando el Río de la Plata, un precioso estuario formado por la unión de los ríos Paraná y Uruguay que hace de frontera natural entre Argentina y Uruguay. Sé que la de hoy no será una etapa prólogo al uso, corta y de lucimiento. Me esperan 175 kilómetros de especial cronometrada y, después, 519 más de enlace hasta el vivac de Villa Carlos Paz, muy cerca de Córdoba. En total, sumando los 144 que acabo de hacer, 838 kilómetros de desgaste. Pero esto solo es el inicio. El Dakar no perdona. Es cruel. Muy cruel. Quizá por eso atrape a tanta gente. Porque cuestiona tus capacidades desde el comienzo. Porque te cansa hasta dejarte exhausto y luego te obliga a pensar, a navegar para no perderte. Forzándote a estar pendiente de todo, incluso de la cantidad de agua que cargas en tu camelbag. Si fallas en la medida, si te quedas sin agua y te pierdes en medio del desierto de Atacama tu vida corre un grave peligro. En ninguna otra carrera la muerte flirtea con los pilotos como aquí, en el Dakar. Es caprichosa e implacable y aprovecha cualquier error para atraparte. Por delante tengo más de 9.000 kilómetros por territorios de Argentina, Bolivia y Chile. Más de 9.000 kilómetros de pistas polvorientas, caminos pedregosos y dunas de arena. Sé que me asaltará el miedo, el llanto y la risa. Por eso estoy aquí. Porque el Dakar me obliga a vivir como más me gusta: batallando contra el temor, alejándolo, buscando el equilibrio entre la pasión y la estabilidad. En la vida siempre debes escoger y yo he elegido estar aquí.
Sigo en la línea de salida. Miro al horizonte. El sol está bajo pero seguro que quemará. Son las ocho y cuarto de la mañana y ya me golpea en la nuca. Compruebo si funciona el aparato que llevo en el manillar de la moto junto al GPS; es el que me permite ir pasando el roadbook, la hoja de ruta con todas las indicaciones de la etapa. En pruebas como el Dakar llevamos un GPS capado. El aparato no te marca el camino. Solo ejerce la función de brújula digital y te confirma que has pasado por cada way point, los puntos del recorrido que no te puedes saltar por nada del mundo. Si lo haces, te penalizan. Me aseguro de que las gafas que llevo son las oscuras, las que utilizo para pilotar de día. He salido de Buenos Aires de madrugada con las nocturnas. Me las coloco bien. Me golpeo el casco con la mano derecha. El comisario de la carrera me mira. En cuestión de segundos indicará que puedo ponerme en marcha. Estoy inquieta. «¿Llevo encima la medalla de San Antonio de mi abuela? ¿Dónde la he metido? ¡Joder, no puede ser! —me digo—. Si salgo sin saber dónde está, correré insegura», me repito. Tengo miedo. Pasa un segundo. Quizás algo menos, medio segundo, un eterno medio segundo. Pero una chispa neuronal me salva. Me planta en el cerebro una imagen de hace apenas unas horas. Yo estoy de pie, en la habitación de mi hotel de Buenos Aires. Llevo las botas, el pantalón y la chaqueta e introduzco una pequeña bolsa de plástico en el bolsillo interior de mi cazadora. Dentro de la bolsa guardo: mi pasaporte, que siempre llevo encima, la medalla que me regaló mi abuela, dinero y una banderita de ropa con un texto en japonés imposible de reproducir pero que sé que es un deseo de buena suerte. Me la dio ayer Noguchi, un chico japonés que lleva la parte eléctrica de las motos del equipo, de parte de Aki, el técnico de embragues. Me hizo ilusión. No soy supersticiosa. Bueno, en realidad solo un poquito. El Dakar es tan peligroso que te abrazas a cualquier creencia. Además, si la fe me llega de gente que me quiere en forma de medalla o postalita, yo me la cargo en el bolsillo interior de mi chaqueta. Me la acerco al corazón.
Go! El grito del comisario de salida sí lo oigo. Y doy gas con todas mis fuerzas. Me siento segura. Firme. Soy consciente de que bajo el guante de mi mano derecha llevo otro amuleto que también me da seguridad: una pulsera que me regaló mi padre un par de años atrás para animarme a superar una grave lesión. Y en ella hay una inscripción que, en este instante de felicidad absoluta, justo cuando acabo de recorrer los primeros metros de mi quinto Dakar, vibra intensamente en ese espacio tan inconcreto pero tan íntimo de mi cuerpo que hay entre el estómago y el alma: «Quien tiene la voluntad tiene la fuerza».
Durante los primeros kilómetros ruedo muy rápido. El piso lo permite: es una pista ancha que cruza miles de hectáreas de campos de cultivo de trigo, cítricos y girasoles de la provincia de Buenos Aires. Pero presenta una gran dificultad: avanzando a 170 kilómetros por hora, me encuentro constantes giros de 90 grados que me obligan a reducir de golpe para virar en condiciones. El roadbook me lo indica de forma clara. Y, además, lo tengo marcado en color. Lo repasé y puse mis anotaciones ayer en Buenos Aires, como hago siempre el día antes de la etapa. Es un ritual. Me aíslo y me enchufo los cascos. Sin música no hay verdadero repaso de roadbook. Y ayer necesitaba la fuerza de Born to Run, de Bruce Springsteen, para encarar el estreno de hoy. Pero mi lista musical es mucho más amplia: va de Chaikovski a Eros Ramazzotti. Me encantan las melodías de Chaikovski. Y mi padre tiene la culpa. De nuevo él, porque aparte de fanático de las motos e ingeniero industrial, es un manitas y pasa horas faenando en un pequeño taller que instaló hace años en el garaje de casa. Siempre que trabaja lo hace con música. Con Chaikovski. Él nunca me dijo: «Laia, escucha esto». Pero he crecido con esta música. Por eso la tengo tan presente. También mientras avanzo por la pista. Canto sus notas mientras me trago el polvo de la moto de Chavo Salvatierra. Buena señal: significa que lo tengo cerca, que le gano terreno. Kilómetro 15: primer control. Primeros tiempos. Pero ni buenas ni malas noticias. En medio de la carrera, los pilotos no sabemos cómo vamos. No nos comunican el tiempo que hemos hecho. La única referencia de que disponemos es la visual. Solo sabemos si hemos avanzado a alguien o si nos han adelantado a nosotros. Por ahora, intuyo que le he ganado únicamente tiempo a Chavo. Siento que voy muy bien. Y pienso en un número. En el 16. Después de lo que me dijo hace meses el mánager general de mi equipo, Martino Bianchi, bajar de este puesto en la clasificación final del rally