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En mayo de 1953 Nikolai S. Leonov fue enviado a cursar estudios en la Facultad de Filología y Filosofía de la Universidad Nacional Autónoma de México. Durante el viaje hacia ese país, conoció al joven estudiante Raúl Castro Ruz. Sueños y propósitos comunes cimentaron entonces una amistad que se mantiene hasta nuestros días, al igual que la admiración del autor por la Revolución cubana. En esta obra habla de esta última y del papel desempeñado en ella por Raúl Castro, una de las pocas que ha intentado un acercamiento objetivo a su vida y personalidad.
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Seitenzahl: 576
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Raúl Castro
UN HOMBRE EN REVOLUCIÓN
Nikolai S. Leonov
Editorial Capitán San Luis
La Habana, Cuba, 2015
Título original:
Рауль Кастро: Биография Продолжается…
Traducción:
José Luis Bermúdez Ruiz
Marta Pérez Salvat
Amparo Pena Autié
Arcadio Aguirre Amorov
Pedro Pérez Silverio
Edición:
Temis Tasende Dubois yLaura Álvarez Cruz
Diseño y realización:
Julio Cubría Vichot
Foto de cubierta:
José M. Correa
Fotografías:
Archivos del Comité Central del Partido Comunista de Cuba,
de la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado,
del periódicoGranma,CasaEditorialVerde Olivo,
Estudios Revolución y del autor
©Nikolai S. Leonov, 2019
© Sobre la presente edición: Editorial Capitán San Luis, 2019
ISBN: 9789592115552
Editorial Capitán San Luis. Calle 38 no. 4717 entre 40 y 47, Kohly Playa, La Habana, Cuba.
Email: [email protected]
www.capitansanluis.cu
www.facebook.com/editorialcapitansanluis
Sin la autorización previa de esta Editorial queda terminantemente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, incluido eldiseño de cubierta, o transmitirla de cualquierforma o por cualquier medio. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.
Mi más sincero reconocimiento a cinco personas que han acompañado a Raúl Castro en la lucha revolucionaria y posteriormente en la construcción del nuevo modelo socioeconómico de Cuba, quienes no escatimaron tiempo ni paciencia para compartir conmigo sus conocimientos sobre la historia: José Ramón Machado Ventura, los generales de cuerpo de ejército Abelardo Colomé Ibarra y Álvaro López Miera, el general de división (r) José Ramón Fernández Álvarez y Asela de los Santos Tamayo. Ellos también, al igual que Marino Murillo Jorge, aportaron elementos sobre la construcción exitosa del socialismo próspero y sostenible que se lleva a cabo en la Isla de la Libertad.
Agradezco de todo corazón a mis colegas cubanos cuyos consejos y recomendaciones constituyeron una ayuda muy valiosa durante el trabajo en este libro. Me inclino ante ustedes: Martha Verónica Álvarez Mola, Temis Tasende Dubois, Tubal Páez Hernández, y especialmente a Jorge Martín Blandino. De igual forma, a las periodistas Yaima Puig Meneses y Leticia Martínez Hernández.
No puedo dejar de agradecer al grupo de colaboradores del archivo del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, quienes con rapidez y gran profesionalidad dieron respuesta a las solicitudes de búsqueda en cada tema de interés para el autor. Ellos son los verdaderos combatientes del “frente invisible”: Elsa Peña López, Nayda Martínez Ríos, Sabrina García Clavijo, Elena Maritza Toirac Pérez, Ariel Bodes Bas, Mario Popa Brizuela, Máximo Videaux Lamouth y Geovani Fernández Nevot.
En la traducción al español, a Marta Pérez Salvat, Amparo Pena Autié, Arcadio Aguirre Amorov, Pedro Pérez Silverio y, en particular, a José Luis Bermúdez Ruiz.
Transcurría el año 1953. Recién había fallecido en marzo Iósef Stalin, uno de los grandes líderes políticos del siglo xx. Los nuevos dirigentes de la Unión Soviética albergaban la esperanza de que se debilitaría el hielo de la “guerra fría” y, al propio tiempo, se ampliarían los contactos con el mundo occidental.
Para garantizar los futuros encuentros con los dirigentes de esos estados haría falta traductores calificados y, por decisión gubernamental, de la graduación del Instituto Estatal de Relaciones Internacionales de Moscú fueron seleccionados tres candidatos para perfeccionar su preparación en el dominio de cada una de las cinco lenguas extranjeras fundamentales: inglés, francés, alemán, chino y español. En total se seleccionó a 15 personas, que debían ser enviadas a las universidades de los respectivos países. Yo fui uno de los “afortunados” y debía viajar a México, una de las escasas naciones hispanoparlantes que mantenía relaciones diplomáticas con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
Entre las características de Stalin se puede destacar su firme aversión por los aviones como medio de transporte. Los empleaba solo en casos de necesidad extrema, como cuando asistió a la Conferencia de Teherán en 1943, e incluso, en esa ocasión, solo lo hizo para trasladarse desde Bakú hasta la capital iraní. En aquellos años se acostumbraba a seguir las costumbres del líder, por lo que los funcionarios del Estado se desplazaban por el mundo utilizando vías terrestres o marítimas.
En la primavera de 1953 se me indicó viajar en tren hasta Italia, abordar el 5 de mayo un barco en Génova que me llevaría hasta Veracruz, y de allí trasladarme por ferrocarril hasta Ciudad México. El recorrido duraría nada menos que mes y medio. Era un itinerario absurdo pero, como se demostró después, en realidad el destino me reservaba un regalo que tendría un significado muy especial para mí.
Casi al mismo tiempo, después de una estancia en Europa de tres meses, viajaban a La Habana tres delegados latinoamericanos que habían participado en varios eventos internacionales de organizaciones juveniles democráticas, específicamente en la Conferencia Internacional sobre los Derechos de la Juventud y en la preparación del Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, que se celebraría en Bucarest. Los delegados eran Raúl Castro, representante de la juventud cubana, y Bernardo Lemus Mendoza y Ricardo Ramírez de León, enviados del estudiantado de Guatemala, donde existía un gobierno progresista y democráticamente electo que presidía Jacobo Arbenz.
Los jóvenes tenían la intención de abordar en su viaje inaugural el trasatlántico de pasajeros francés Île de France hasta las costas de América Latina; pero una huelga declarada por los obreros de los diques paralizó el funcionamiento de los puertos, de manera que se vieron obligados a buscar otra vía.
La variante más conveniente fue dirigirse a Génova, donde tomaron el barco Andrea Gritti el 5 de mayo de 1953. De esta forma, y como resultado del absurdo y la casualidad, resulté vecino del camarote donde se alojaba este jovial, inquieto y alegre trío de latinoamericanos.
Los funcionarios del departamento de cuadros del Ministerio de Asuntos Exteriores que me instruyeron antes de partir a este largo viaje se excedieron atemorizándome con los peligros que representaban los contactos con extranjeros; sin embargo, no me dieron las recomendaciones más elementales sobre el comportamiento y la ética a seguir en un entorno desconocido para los ciudadanos soviéticos.
Mi vestuario consistía en un pesado traje de lana azul oscuro, aunque mi viaje sería a latitudes subtropicales y tropicales. Para el descanso en la cubierta se me entregó un pijama de seda a rayas, que en el mundo entero se usa solo en el dormitorio. En el dobladillo del traje llevaba ocultos 1 000 dólares para “cualquier caso imprevisto”. Estaba prohibido ingerir bebidas alcohólicas, tomarse fotos con extranjeros, así como admitir la militancia en el Partido Comunista o en el Komsomol [organización juvenil del Partido].
Había muchas más prohibiciones que en los Diez Mandamientos de la Biblia. Sin embargo, olvidaron ponerme una simple vacuna contra la viruela y entregarme el correspondiente certificado. Tampoco me explicaron acerca del valor real del dólar, la lira italiana, y otras cuestiones sobre las que los simples ciudadanos soviéticos no teníamos noción alguna.
Me esperaba un largo viaje y, según el itinerario, el barco debía hacer escala en puertos españoles, portugueses y latinoamericanos; pero yo no podía descender en tierras donde la URSS no tenía relaciones diplomáticas.
A este recién graduado de Relaciones Internacionales de 24 años, a quien apenas le “habían crecido las alas”, le generaban cierto temor la soledad y el aislamiento que le esperaban. El sentido común y la simple necesidad humana de comunicación me llevaron a fijar la atención en aquel grupo de simpáticos latinoamericanos. Tenían casi mi edad, hablaban una lengua que yo había estudiado durante cinco años, y eran sencillos en sus relaciones entre sí y con quienes los rodeaban.
Uno de ellos llamaba mi atención de manera especial: a veces leía con interés cierto libro, mientras los otros se divertían en la pequeña piscina del barco. Aproveché un momento en que el joven colocó el libro sobre la mesita y vi con asombro que se trataba de una edición en español de Poema pedagógico, de Anton Makarenko. “¡Dios!, entonces entre esa persona y yo debe existir una afinidad espiritual”, gritó de alegría mi alma.
Dejé a un lado todas las prohibiciones y dudas, decidí iniciar la conversación haciendo alusión al libro bien conocido por mí, y me presenté. Él me respondió: “Soy Raúl Castro, estudiante de segundo año de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana”.
Era el primer extranjero con el que establecía una conversación con el corazón en la mano. Se comportó de una manera tan sincera y afectuosa, que no pude dejar de ser recíproco. Así que, cuando llegaron sus compañeros de viaje, ya estábamos compartiendo animadamente relatos sobre nuestros países, los problemas que afrontaba la juventud en el mundo, el trabajo, el estudio, y muchas cosas más. Resultó que coincidimos tanto en nuestros puntos de vista, que se sorprendió cuando a su pregunta sobre si era militante del Partido Comunista, yo, prisionero de las prohibiciones, le respondí negativamente. Fue una verdad a medias, pues militaba en el Komsomol leninista.
Al pasar una hora ya éramos buenos conocidos; transcurrido un día nos habíamos convertido en dos amigos que no se separaron más durante aquel largo viaje. Este cuarteto resultó tan unido por la comunidad de puntos de vista, objetivos y planes, que sus integrantes fueron consecuentes con ellos durante toda la vida.
El primero en morir fue el más joven de nosotros, Bernardo Lemus. Convertido en un reconocido economista en Guatemala, defendió con valentía los intereses de los obreros y los campesinos. Sus escritos generaron un odio violento porque aparecían en la prensa con una dura crítica a la política de Estados Unidos y a sus secuaces entre los círculos de la oligarquía local y la élite castrense, quienes impusieron en esa nación centroamericana una dictadura sangrienta. El 29 de enero de 1981 fue asesinado cobardemente en la calle por verdugos de la organización paramilitar Mano Blanca, al servicio del gobierno.
El otro amigo inseparable, Ricardo Ramírez, dirigió desde su fundación el Ejército Guerrillero de los Pobres, que pasó a ser la columna vertebral de las fuerzas insurreccionales unidas, capaces de obligar finalmente al régimen a aceptar conversaciones de paz para una solución política a los problemas que dieron lugar a la guerra civil en Guatemala. En 1996, representando a la Unión Nacional Revolucionaria Guatemalteca, firmó con el gobierno el pacto sobre la paz sólida y duradera.
Todas las organizaciones guerrilleras y clandestinas fueron legalizadas y recibieron el derecho a desarrollar su vida política. El propio Ricardo Ramírez, conocido en Guatemala con el seudónimo de la guerrilla, Comandante Rolando, se convirtió en el secretario general del partido político de izquierda que recién comenzaba a formarse; pero falleció en 1998 a la edad de 69 años.
Hasta el último momento mantuvo estrechas relaciones con Raúl Castro y con frecuencia viajaba a Cuba. Un par de veces coincidimos en La Habana y entonces los tres pudimos conversar sobre temas de interés.
Pero en 1953, no imaginábamos cuál sería nuestro futuro, simplemente nos alegrábamos de la vida y confiábamos en que las cosas irían bien. En el puerto italiano de Livorno subieron a bordo del barco una carga de mármol, comprado para adornar las villas de los ricos latinoamericanos. Raúl y su grupo salieron a visitar la ciudad. Yo no me decidí, recordando el interminable “no se puede” con el que me despidieron al iniciar el viaje.
En Nápoles, abordaron el barco muchos emigrantes italianos que se dirigían a Venezuela. La Europa de la posguerra no era un lugar cómodo para vivir y las personas cruzaban el Atlántico en busca de algo mejor. El llanto de los familiares que se despedían, tal vez para siempre, se desplazó densamente sobre la superficie ya nocturna del golfo napolitano. Para nosotros fue una lección más del mundo capitalista. No siempre ni en todas partes ni para todos esta realidad tiene sabor a caramelo.
El Andrea Gritti era un modesto barco para el transporte de mercancía y pasajeros. A los emigrantes los alojaban en las bodegas, donde el ambiente era oscuro, asfixiante, y además hacía un calor insoportable; por eso pasaban la mayor parte del tiempo en la cubierta. Para atenuar la nostalgia por la patria que dejaban atrás, muy pronto organizaron una pequeña orquesta que con frecuencia les alegraba el alma con melodías napolitanas. Daba la impresión de que la música también atraía a los delfines que retozaban a ambos lados del barco. Se abrió una barbería en la cubierta, donde al precio de centavos los interesados podían pelarse y afeitarse con un pintoresco fígaro.
Raúl y sus amigos con frecuencia descendían desde nuestra pobre “primera” clase y durante largo rato conversaban con los italianos, a quienes se les había prohibido cruzar la “frontera” y subir.
Era imposible ocultar nuestras pasiones sociales. Solicitamos que nos mostraran la sala de máquinas y los cuatro nos apretamos en ella. Se escuchaba el ruido de los motores y podíamos sentir el olor a aceite quemado. Aparecían y desaparecían las siluetas de los marineros manchados de grasa, a los que por supuesto tratábamos como nuestros hermanos de clase. El capitán y su ayudante para el trabajo con los pasajeros, a nuestra vista, eran ruinas vivientes del fascismo italiano, pues prestaron servicio en la flota mercante en la época de Mussolini.
Ellos y los pasajeros de primera clase, por su parte, nos veían como carbonarios1 temerarios y perturbadores de la tranquilidad. Esta forma de pensar era entendible: a los cuatro nos gustaba chapotear en la piscina, aplaudíamos ruidosamente a los cantantes cuyas voces nos llegaban desde la cubierta de los emigrantes y hacíamos mucho escándalo cuando jugábamos tenis de mesa.
Por las noches, Raúl y yo jugábamos al ajedrez. Para no molestar a los vecinos nos acomodábamos en el piso del pasillo, por lo que los demás moradores de primera clase estaban obligados a saltar sobre nuestras piernas. El ayudante del capitán propuso organizar un torneo de ajedrez entre los “blancos” y los “rojos”, que se celebró en el comedor del barco. Los “rojos” asestamos a los adversarios una derrota demoledora de tres a cero, lo que irritó aún más a nuestros enemigos.
Sin embargo, los pasajeros humildes se mostraban notablemente atraídos por mis amigos latinoamericanos. Ricardo Ramírez conversaba con una jovencita española que después de recibir el título de pedagoga se dirigía a trabajar en Islas Canarias. Bernardo Lemus, junto a otros, trataba de calmar a una italiana que había contraído matrimonio por correspondencia con un coterráneo que trabajaba en Venezuela y se encontraba muy preocupada por su encuentro con lo desconocido.
Raúl Castro era el único que poseía una cámara fotográfica, y con placer trataba de recoger constancia gráfica de los momentos más importantes del viaje. No pasaba por alto ninguna escala del barco y sin falta arrastraba consigo a tierra a sus compañeros para conocer nuevos países e islas. Como yo tenía prohibido desembarcar, casi siempre le pedía que me comprara algún souvenir, como recuerdo de aquellos lugares nunca antes vistos por mí.
El Andrea Gritti se desplazaba sin prisa. La ruta del barco se acercaba mucho a la trazada por Cristóbal Colón en 1492. Después de Nápoles entramos al puerto español de Cádiz, seguimos hacia el de Lisboa, desde donde continuamos hacia la isla de Madeira, luego atracamos en Santa Cruz de Tenerife, en Islas Canarias, que siempre sirvió como trampolín en el camino hacia América Latina, en una zona menos expuesta a las tormentas.
Allí vi desde la borda al equipo de atraque que desayunaba con plátanos en el muelle. Sentí tantos deseos de probar esta fruta tropical, que sin pena alguna le pedí a Raúl que me comprara aquella exquisitez, para lo cual le entregué un billete de 10 dólares. “¿Para qué tanto?”, me preguntó sorprendido. Como yo tenía pensado brindarle al grupo, le respondí: “¡Compra el billete completo!”.
Los pasajeros del barco quedaron sorprendidos cuando vieron regresar de la ciudad a los latinoamericanos llevando sobre sus hombros una pértiga con un racimo de plátanos maduros, de varias decenas de kilogramos. Colocaron el trofeo del safari en el centro de la cubierta, justo a mis pies, en medio de los aplausos de los allí reunidos. Del banquete “bananero” disfrutaron tanto pasajeros como tripulantes, aunque el mayor placer, por supuesto, fue para mí.
Atravesamos el Atlántico con un tiempo agradable. Quedó atrás el mes de mayo. La próxima escala del barco sería el puerto de Willemstad, en la isla de Curaçao, donde planeábamos celebrar el cumpleaños 22 de Raúl, que nació el 3 de junio. Ya en ese lugar, después de un angustioso confinamiento en el barco, finalmente me autorizaron a bajar a tierra, porque Curaçao era dominio de Holanda, Estado con el que la URSS no tenía relaciones muy cálidas pero al menos eran correctas. Recorrimos la pequeña y agradable ciudad, de estilo europeo, construida por los colonizadores para ellos mismos.
Los holandeses, tal como los alemanes y hasta los ingleses, siempre se han mantenido apartados de la población local en los territorios ocupados y son muy inusuales los matrimonios mixtos. El racismo lo llevan en la sangre, a diferencia de los españoles y los portugueses, cuyos hijos y nietos hace tiempo se mezclaron con la población autóctona, y de los negros esclavos traídos de África, cuyos descendientes constituyen la base de la población actual latinoamericana.
En el mercado local de Willemstad compramos frutas tropicales y a bordo del Andrea Gritti celebramos el cumpleaños de Raúl. Le pedimos, como recuerdo, que se sentara sobre una enorme ancla de barco tirada en el muelle y levantara las dos manos con los dedos en “V”, significando el símbolo de la victoria y el número dos repetido. En esa posición, el fotógrafo grabó la imagen del homenajeado. Todos le deseamos “alto vuelo de águila” en la vida.
Nos dirigimos al puerto venezolano de La Guaira para desembarcar a los emigrantes italianos y dejar parte de la carga. Como de costumbre, Raúl invitó a sus amigos latinoamericanos a bajar a tierra; esta vez para visitar, como hiciera José Martí, la estatua de Simón Bolívar en Caracas, la ciudad capital, que no se encontraba distante. Ya en este lugar ellos se sentían como en un entorno familiar. Regresaron muy animados y me obsequiaron unas maravillosas litografías de los “llaneros” venezolanos, aquellos combatientes de los tiempos de Bolívar, capaces de sembrar terror en las tropas coloniales españolas.
Pero, al día siguiente, en los rostros de mis amigos apareció una sombra de preocupación. Nos esperaba el arribo a La Habana, y con ello el punto final de su viaje. Raúl me llamó a su camarote y me preguntó cómo podía ocultar su carga, compuesta de libros, revistas, folletos, fotos y películas de contenido evidentemente socialista, de izquierda. La tarea pertenecía a la categoría de insoluble, de manera que decidió jugarse el todo por el todo. Me dijo que si la entrada salía bien, al día siguiente, él y sus amigos acudirían a la partida del Andrea Gritti, para desearnos buena suerte en el viaje a México.
Nuestra despedida en el puerto habanero estuvo ensombrecida por malos presentimientos que pronto se cumplirían. A través de los cristales del muelle, vi a los funcionarios de la aduana hacer señas con las manos cuando revisaron las maletas de mis amigos, y a los policías que acudieron y los trasladaron con su equipaje al interior de la terminal portuaria. Era evidente que los habían arrestado.
La impotencia hizo brotar lágrimas de mis ojos, y me dije: “¡Aquí tienes la primera lección demostrativa de la lucha de clases!”. No podía llevarme alimento alguno a la boca. Se me acercó el ayudante del capitán, y con alegría maliciosa me susurró al oído: “A tus amiguitos se los llevaron por introducir propaganda comunista”.
En aquellos tiempos, Cuba se encontraba sufriendo la dictadura de Fulgencio Batista, que en 1952 dio un golpe de Estado militar, suprimió la Constitución y rompió las relaciones diplomáticas con la URSS.
Era el 6 de junio de 1953 en el calendario. El Andrea Gritti partió al día siguiente rumbo a México. Por mucho que esforcé mi vista a la salida de la bahía, no pude ver a nadie. De esta forma se confirmaba lo peor. Al cabo de varios años pude conocer las vicisitudes que enfrentaron a su llegada a La Habana: fueron apresados y les ocuparon sus pertenencias. Se necesitaron varios días de ajetreo jurídico para sacarlos de la prisión. La mayor parte del equipaje y todas las películas se perdieron.
Ahora debo dar las gracias a aquellos funcionarios que en Moscú me saturaron de prohibiciones cuando me enviaron a ese viaje. Antes de arribar el barco a La Habana, le estuve insistiendo a Raúl que retirara de los rollos de películas las fotos donde yo aparecía y me las entregara. Él no entendía y me respondía que me las enviaría impresas a la dirección de la embajada soviética en México. Pero fui inflexible, y él, seguramente emitiendo palabras fuertes hacia mi persona, aceptó mutilar las películas y separar 12 o 13 cuadros para mí. Los oculté en un lugar seguro, como el recuerdo más preciado.
Un álbum, con esas fotos, le entregué a Raúl Castro cuando tuve la oportunidad de acompañar como traductor a Anastas Mikoyan, viceprimer ministro y miembro del Buró Político del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), durante su visita a Cuba en 1960. Después, estas imágenes comenzaron a aparecer en la prensa y en libros como prueba de lo que he narrado.
En pleno fragor de la guerra fría, México casi fue el único gobierno que mantuvo las relaciones diplomáticas con la URSS, por eso a nuestra embajada correspondía garantizar la información sobre lo que sucedía en esa extensa región del mar Caribe y América Central, incluida Cuba. Mi posición en la embajada contemplaba una doble función: por una parte, debía asistir a la Facultad de Filosofía y Letras de la universidad local para perfeccionar el idioma español y, por la otra, ayudar en la recopilación de información abierta y en la elaboración de documentos sobre los acontecimientos que se producían en la región.
Solicité asumir el trabajo sobre Cuba. Para esto hice la suscripción a los periódicos cubanos más influyentes y a la revista Bohemia. Aún no había tenido tiempo de adaptarme al nuevo puesto cuando, como un trueno ensordecedor, recibí la noticia sobre el asalto al cuartel Moncada el 26 de julio de 1953 y, en especial, el hecho de que Raúl había participado en la acción, cuyo jefe era su hermano Fidel.
Me era difícil creer que ese joven simpático, de buen carácter y situación económica holgada, del que me había despedido hacía apenas 50 días, había tomado las armas y se había lanzado al asalto de una fortaleza. Me estremeció la severidad de la sentencia dictada a Fidel y a Raúl, 15 y 13 años de cárcel, respectivamente. Comenzaron los angustiosos años de prisión de los moncadistas.
La noticia de lo sucedido en Cuba alarmó a toda América Latina. Yo me esmeraba por reflejar en los informes a Moscú la trascendental importancia de lo ocurrido, pero allá prestaban poca atención a estos acontecimientos que estremecieron una región del mundo tan distante. La embajada soviética era como una ostra encerrada en su concha, cuya tarea principal consistía en evitar poner en peligro las relaciones diplomáticas con México, línea que seguía a pie juntillas el embajador Alexander Kapustin, quien evitaba ejercer actividad política alguna. Evidentemente, no era el momento para que se valorara mi entusiasmo juvenil.
Además, tras la muerte de Stalin, en la cúpula política del Kremlin tenía lugar una seria lucha para la formación de los nuevos centros de poder. Estaba claro que ellos “no tenían tiempo para eso”. Fidel tuvo razón cuando expresó después que una victoria en 1953 habría sido prematura y de seguro hubiera estado condenada al fracaso, ya que la Unión Soviética no estaba preparada ni política ni materialmente para prestar apoyo en gran escala a una triunfante Revolución Cubana.
Yo daba seguimiento por la prensa a lo que ocurría en Cuba, sin tener la posibilidad de influir en los acontecimientos. Y fue una gran fiesta para mí el día en que, debido a las presiones de la sociedad, el dictador Fulgencio Batista se vio obligado a aceptar la amnistía de los prisioneros por los sucesos del 26 de julio. Muy pronto se sabría que, primero Raúl y después Fidel, habían viajado a México como exiliados políticos.
Durante muchas décadas, esa nación fue un refugio para los perseguidos políticos. Decenas de miles de republicanos españoles encontraron allí su segunda patria después de la derrota de la república en 1939. En México vivió y se formó como luchador contra Estados Unidos el héroe nacional nicaragüense Augusto César Sandino. Hacia allí fueron muchas de las víctimas de los regímenes dictatoriales.
Después que sucumbió el gobierno democrático de Jacobo Arbenz en Guatemala, en 1954, al país llegó un torrente de emigrantes procedentes de esa nación, entre ellos el joven argentino Ernesto Guevara. Ciudad México se convirtió en una especie de Meca para todos aquellos que consideraban el objetivo de su vida la lucha por la democracia y la liberación nacional.
Era imposible encontrar a Raúl en aquel hormiguero hirviente de pasiones revolucionarias, mucho más para alguien que, como yo, estaba limitado por las prohibiciones de establecer conversación con extranjeros “dudosos”. Él se había incorporado inmediatamente a la actividad conspirativa como parte de la preparación de la expedición armada que se proponía liberar a Cuba de la dictadura batistiana. No obstante, el destino seguía tejiendo su complicado encaje de casualidades y coincidencias.
Una tarde de sábado, en junio de 1956, viajé al centro de la ciudad para hacer algunas compras hogareñas. Durante el recorrido por una interminable cantidad de tiendas en busca de las mercancías, mi vista se detuvo en un grupo de jóvenes que avanzaba en mi dirección conversando animadamente, cuya presencia en ese lugar y hora me resultó algo inusual.
Uno de ellos se me pareció un poco a Raúl Castro, pero no me decidí a detenerlos. Unos 20 metros después de cruzarnos, me viré hacia atrás y miré fijamente la espalda del joven que me parecía conocido. Para mi sorpresa, él también giró su cabeza en mi dirección y, casi al mismo tiempo, nos gritamos: “¡Raúl!”, “¡Nicolás!”. Salimos corriendo y nos abrazamos.
Mi amigo había cambiado de forma marcada, se había robustecido, tenía un aspecto más adulto y su rostro llevaba la expresión de lo vivido. No había tiempo para una conversación larga. Sus compañeros lo esperaban; asombrados y con cierto recelo, miraban en nuestra dirección. Apenas tuvimos tiempo de acordar otro encuentro.
Él propuso vernos en el apartamento donde residía, en la calle Emparan No. 49. No se mencionó ninguna condición ni llamada telefónica previa. Debido a mi ingenuidad y falta de experiencia, yo no tenía ni la más mínima noción sobre el estatus ni el modo de vida de los exiliados cubanos. Pero, ¿qué podría saber un simple practicante que vivía inmerso en sus clases de idioma?
Sin hacer ningún comentario en la embajada sobre el sorprendente encuentro con mi amigo cubano, convertido ya en una persona de renombre, después de recoger algunos modestos presentes partí hacia el encuentro con Raúl. Al sonar el timbre, abrió la puerta una señora de mediana edad, con un rostro a primera vista no muy hospitalario, quien me indicó la entrada a la habitación de aquel. Desde el primer momento tuve la impresión de que se trataba de una casa llena de misterios.
En el pasillo había una persona sentada ante una máquina de escribir, que evidentemente no tenía experiencia en el oficio, pues tecleaba con un solo dedo. Me apresuré a entrar en la habitación, no muy espaciosa, y de inmediato vi a Raúl acostado. Recién había contraído un resfriado y le estaba subiendo la fiebre. Junto a la cabecera de la cama, sentado en una silla, estaba un joven que se puso de pie y se presentó como Ernesto Guevara, argentino. En breve, Raúl se sentó en la cama y dijo: “Ernesto es médico, amigo mío”.
Al conocer que yo era funcionario de la embajada soviética, Guevara lanzó sobre mí una ráfaga de preguntas de la más diversa índole sobre la vida en la URSS. Le interesaba todo, pero centraba su atención en las cuestiones relacionadas con la formación del hombre nuevo, mucho más porque Raúl había estado hablando del libro Poema pedagógico, ese que había jugado un papel importante en nuestro primer encuentro.
La conversación se puso más sustanciosa cuando abordamos la situación en Cuba y en América Latina, las posibilidades de los movimientos de izquierda, la distribución de las fuerzas en el mundo y otros temas similares. Ya para mí no había dudas de que me encontraba acompañado de revolucionarios firmemente decididos a llevar a cabo la lucha armada contra la dictadura de Batista y todas las que gobernaban en el continente.
El tiempo transcurrió con una rapidez sobrenatural. Resultó que teníamos tantas preguntas y cosas que decirnos, que un día no sería suficiente. Raúl y yo acordamos volver a vernos después de su recuperación.
Ernesto —al que ya los cubanos exiliados llamaban Che, porque varios de ellos, que lo conocían de Guatemala, le apodaron así en aquel país— me pidió que le consiguiera tres libros en español: Así se templó el acero, de Nikolai Ostrovski; Chapaev, de Dimitri Furmanov, y Un hombre de verdad, de Boris Polevoi. Son obras de la literatura soviética sobre héroes surgidos del pueblo.
Las dos primeras transcurren en los primeros años de la Revolución de Octubre y fueron escritas en 1924 y 1930, respectivamente. Así se templó el acero se tradujo al español en 1949, y Chapaev acababa de aparecer en ese idioma. Un hombre de verdad es la historia de un piloto de combate soviético en la Gran Guerra Patria, se escribió apenas concluir la contienda y la primera edición en español es de 1949.
El Che me explicó que las conocía porque habían pasado por sus manos cuando durante algún tiempo trabajó como vendedor de libros ambulante en México, pero por falta de tiempo no había podido conocer bien su contenido. Le aseguré que cumpliría su pedido porque los ejemplares se encontraban en un fondo para obsequiar que tenía la embajada. Pero, ¿cómo hacer para entregárselas?
No se me ocurrió otra cosa que darle mi tarjeta de presentación y proponerle que fuera a la embajada y preguntara por mí. Él guardó la tarjeta en su bolsillo y se comprometió a ir en tres o cuatro días. También acordamos nuestro próximo encuentro con Raúl, y nos despedimos tarde en la noche.
En la parada del tranvía, todavía aturdido por la fuerte carga de energía revolucionaria recibida, una idea daba vueltas en mi mente: “Estas personas se convertirán en mártires o en héroes. Es lo que les deparó el destino y no podrá ser de otra manera”. Si en la embajada hubiera mencionado una sola palabra sobre mi encuentro con estos amigos, me habrían prohibido hasta pensar en ellos.
Al cabo de varios días recibí en mi oficina una llamada del personal de guardia comunicándome que un mexicano llamado Guevara me esperaba en la habitación destinada para recibir extranjeros. Bajé enseguida con los libros bajo el brazo y vi al Che hojeando las revistas que estaban sobre la mesa del recibidor. Nos abrazamos como viejos amigos y le entregué las obras.
Cuando le propuse salir a la calle y beber una taza de café, me contestó: “Gracias por los libros, pero hoy no tengo tiempo. En cuanto los lea nos reuniremos sin falta para comentarlos y hablaremos sobre los temas del mundo”. Tan pronto cruzó el portón de la embajada, desapareció en el torrente de la calle. No lo volví a ver más en México.
Raúl y yo nos encontramos dos días después y decidimos sentarnos en un café para hablar más en detalle sobre Cuba. Para entonces yo había leído y escuchado mucho sobre los acontecimientos relacionados con el asalto al cuartel Moncada y la creación del Movimiento 26 de Julio. No habíamos caminado ni 100 metros cuando nos encontramos cara a cara con Fidel, quien al parecer se dirigía hacia el lugar del que habíamos acabado de salir. Su hermano me presentó y pude percibir la frialdad y el sentido de precaución en la mirada con que me escudriñó desde la cabeza a los pies.
Aproveché para pedirle el texto de La historia me absolverá, su alegato en el juicio por los sucesos del 26 de julio de 1953. Me sorprendió agradablemente cuando extrajo de su carpeta un folleto con formato de bolsillo y me lo entregó. El texto estaba enmascarado como si se tratara de un material publicitario. Oculté este valioso regalo en el bolsillo y continuamos camino.
Poco tiempo después, una “tormenta” puso en peligro la expedición en el yate Granma. El dictador Batista “inundó” a México con sus agentes secretos, quienes olfateaban por todas partes en su intento de conocer los planes de Fidel y sus compañeros. Usando todas las vías ejerció presión sobre el gobierno mexicano para que no permitiera ninguna actividad política u organizativa de los emigrantes cubanos en su territorio.
En junio de 1956, los servicios especiales mexicanos irrumpieron simultáneamente en varios de los apartamentos utilizados por los “fidelistas” para la conspiración, efectuaron registros y confiscaron el armamento encontrado. Fidel y el Che, junto a otros compañeros, fueron detenidos y enviados a la cárcel migratoria. Durante los registros en la casa donde vivía el Che, encontraron la tarjeta de presentación que le entregué en nuestro primer encuentro.
No es difícil imaginar la histeria que desató la prensa de derecha en México. Además de la acusación a los cubanos de violar las reglas y normas de carácter obligatorio para los exiliados, se agregaba al caso la “mano peluda de Moscú”, aunque, aparte de la tarjeta, los escritorzuelos no tenían ni podían tener nada más.
En la embajada cayó sobre mí una lluvia de acusaciones por transgredir las normas de conducta de un funcionario diplomático. Lo mínimo de lo que se me culpaba era de inmadurez política, falta de exigencia en los contactos y comportamiento aventurero. Se me prohibió continuar las clases en la universidad, así como salir de los locales de trabajo de la embajada sin autorización.
Después de consultar a Moscú, se tomó la decisión de cancelar mi comisión de servicio en México y regresarme a la patria bajo estricta vigilancia. Debido a que todavía existían las antiguas reglas para viajar, debía trasladarme en tren a Nueva York, tomar un barco para Londres, abordar allí un buque soviético hasta Leningrado, y continuar luego en tren hacia la capital. El embajador tomó la decisión de que partiera dos o tres meses después para hacer coincidir mi viaje a Moscú con el de su consejero, quien debía acompañarme en el recorrido para evitar que yo cometiera alguna “tontería”. De esta forma concluyó, aún sin haber comenzado, mi carrera diplomática. Fui declarado inepto para ese trabajo.
Mientras esperaba incomunicado el momento de la partida, los cubanos fueron puestos en libertad. En esto jugó un papel decisivo el general Lázaro Cárdenas, expresidente de México (1934-1940), patriota y antimperialista, quien disfrutaba de gran autoridad e influencia. Lo demás fue logrado por Fidel gracias a su fuerza de voluntad y energía inagotables. Con mucho esfuerzo se completó el armamento necesario, se compró el yate Granma y se hizo la selección definitiva de los expedicionarios. A finales de noviembre de 1956 salieron hacia las costas de Cuba, al encuentro con los peligros extremos y la gloria.
Un mes antes, bajo la estricta vigilancia del consejero Mijail Cherkasov, viajé rumbo a Moscú, donde me aguardaban los castigos por la línea del Partido y como funcionario del servicio exterior. En realidad, no resultaron tan severos como esperaba. Fui enviado a la poco prestigiosa Editorial de Literatura en Lenguas Extranjeras, donde se me asignó un modesto cargo con un modesto salario. Terminé tomando una decisión: dejarlo todo, optar por la candidatura a doctor y dedicar mi vida al estudio de la historia de los países de América Latina.
En la prensa soviética aparecían con muy poca frecuencia noticias sobre los acontecimientos en Cuba, y estaban prohibidos los radiorreceptores de onda corta que podían captar estaciones extranjeras. Se vivía en un vacío informativo. No fue hasta 1958, cuando ya eran más conocidos los éxitos del Ejército Rebelde de Fidel Castro y aparecía en el horizonte la estrella de su triunfo, que comenzó a crecer el interés por Cuba.
Históricamente, el Kremlin se nutría de la información que le brindaba el Partido Socialista Popular (comunista) cubano y de la que obtenía de contactos esporádicos, que era contradictoria y subjetiva. Nadie allí conocía a los nuevos líderes del país y cada vez se hacía más necesaria la información concreta sobre ese proceso.
En estas circunstancias, el Ministerio de Asuntos Exteriores y el KGB2 recordaron que en 1956 habían retirado de México a un estudiante que conocía personalmente a Fidel y Che Guevara, pero mucho más a Raúl Castro. Localizarme no era difícil, pues yo era secretario del Komsomol de la editorial y estudiante de doctorado del Instituto de Historia General de la Academia de Ciencias de la URSS. Entonces me propusieron pasar a la Inteligencia Exterior soviética.
Después de meditar, llegué a la conclusión de que desde esa especialidad sería más útil a mi país y a Cuba que desde el campo de las ciencias. Fui enviado a un curso de dos años en un centro especial de educación superior pero no tuve tiempo de concluir mis estudios, ya que con el triunfo de la insurrección en la Isla en 1959, las tareas prácticas exigieron mi incorporación inmediata al trabajo. El Kremlin valoró la extrema importancia de los cambios que se producían en Cuba, pero no sabía qué vía utilizar para aproximarse a estos revolucionarios tan persistentes.
En 1959 se presentaba en México la Exposición de Logros de la URSS. Para asistir a su apertura fue enviado nada más y nada menos que Anastas Mikoyan, en la extraña categoría de “invitado personal del embajador soviético”. En principio, se trataba de hacer un sondeo de la situación en la región en general. Los mexicanos recibieron al emisario soviético de forma hospitalaria y correcta, pero no más.
El mayor avance se logró con respecto a Cuba. De forma inesperada, se apareció en Ciudad México un enviado personal de Fidel Castro, quien portaba un mensaje en el cual el Comandante le solicitaba a Mikoyan trasladar la exposición para La Habana y asistir a su apertura.
Yo había sido enviado a México como traductor, consultante y, de ser necesario, para fungir como agente de seguridad personal de Mikoyan. En las horas libres le hablaba sobre la historia de Cuba, sus líderes y el heroico romanticismo de la Revolución. De esta forma, lo iba preparando para su viaje a la Isla.
Los intereses coincidieron. La decisión sobre la visita de Mikoyan fue tomada en el Buró Político. Ya casi no albergaba duda de que vería de nuevo, aunque en condición totalmente distinta, a mi viejo compañero Raúl Castro, quizás el más joven comandante de las fuerzas armadas en el mundo.
Estaba sumamente feliz por haber sido el único, entre los 15 seleccionados en 1953 para las funciones de traductor al más alto nivel, que lograría cumplir con la tarea tal como se previó. Los otros 14: unos resultaron triturados por las ruedas de la guerra fría; otros no esperaron siquiera recibir las visas de entrada a los países asignados o fueron víctimas de las sospechas de los funcionarios del servicio; hubo casos en que los problemas familiares fueron un freno, y también quienes sucumbieron al alcohol, una enfermedad rusa muy conocida.
A su regreso a Moscú, Mikoyan comenzó a prepararse para su visita a Cuba. Fue evidente que enseguida decidió verificar cuán fidedigna era la información sobre mis relaciones personales con las figuras más relevantes de la dirección cubana. En una ocasión llegó a preguntarme si además de los recortes de periódicos había conservado alguna prueba documental de mis contactos con los héroes cubanos. Entonces llevé a su despacho en el Kremlin los negativos que Raúl me había entregado a bordo del Andrea Gritti y que durante siete años había conservado.
Tuve la impresión de que estaba emocionado. Con las fotos mandó a preparar un álbum que sirviera de presente. Después pidió mi opinión sobre cuáles podrían ser los obsequios para Fidel, Raúl y el Che. Coincidimos en que para los revolucionarios que habían pasado por el fuego de la guerra civil, lo mejor sería un arma. Se escogió una pistola con su módulo de municiones para cada uno, y para las prácticas se le incorporó una pistola de tiro deportivo de pequeño calibre.
A Fidel, además, los mejores maestros de la fábrica de armamento de Tula le hicieron una escopeta de caza de dos cañones. Como recuerdo de nuestras batallas de ajedrez a bordo del Andrea Gritti, se preparó para Raúl un juego con piezas de marfil.
La visita de Mikoyan a Cuba, entre el 4 y el 14 de febrero de 1960, colocó la piedra angular de la amistad soviético-cubana para los próximos 30 años. Se tomó la decisión de restablecer relaciones diplomáticas, se firmó el primer convenio comercial, se concedió a Cuba un crédito por 100 millones de dólares, etcétera.
La delegación no era numerosa, solo seis o siete personas contando al médico y al agente de seguridad. Fidel sostuvo todas las conversaciones con Mikoyan e incorporó al Che a los debates de los temas económicos. A Raúl solo pudimos verlo en las actividades protocolares; era evidente que estaba sustituyendo a Fidel en las tareas inmediatas.
Yo trabajaba como traductor entre 10 y 12 horas diarias, después tenía que elaborar las informaciones para Moscú y hacer el resumen de las noticias de prensa, entre otras cosas. Por indicaciones de Mikoyan, entregué las armas de obsequio a Raúl y al Che. Las emociones no tenían límites, aunque casi no hubo tiempo para recordar nuestra amistad.
En los primeros años, las medidas adoptadas por el proceso revolucionario cubano nada tenían que ver con el socialismo. Apenas la reforma agraria, en mayo de 1959, afectó las inmensas extensiones de tierra que poseían las empresas estadounidenses, Washington desató contra Cuba los más encarnizados ataques en todos los frentes, incluido el terrorismo de Estado.
De manera que fue necesario pensar en fortalecer la defensa de la Isla ante las amenazas abiertas de intervención del vecino del Norte. Con ese propósito se adquirió determinada cantidad de armamento en países de Europa occidental.
Parte de él fue transportado a Cuba en el barco francés La Coubre. Un criminal sabotaje, preparado a la nave antes de llegar a su destino, provocó dos explosiones a bordo mientras descargaba en el puerto de La Habana. Al día siguiente, 5 de marzo de 1960, en los funerales de los caídos en esta tragedia, Fidel pronunció la consigna de “Patria o Muerte”, que ha mantenido su fuerza vital hasta nuestros días. Aquel zarpazo terrible confirmó definitivamente la imposibilidad de adquirir armamento defensivo en otros mercados. Los cubanos tuvieron que acudir a los países socialistas.
A mediados de 1960, Raúl Castro viajó a Checoslovaquia invitado a presenciar las Espartaquiadas de Verano. Al conocer la noticia, la dirección soviética decidió aprovechar el viaje para invitarlo a la URSS, pero utilizó una forma inusual.
Nikita Jruschov, secretario general del PCUS, me mandó a llamar a su despacho y comenzó a indagar sobre el carácter de mis relaciones con el joven dirigente cubano, para finalmente comunicarme la siguiente misión: ir a Praga y, sin poner en conocimiento a la embajada soviética ni a las autoridades checas, buscar la forma de establecer contacto personal con Raúl y transmitirle oralmente la invitación para que visitara Moscú y sostuviera conversaciones allí.
Era evidente que Jruschov estaba interesado en mantener el plan en el más estricto secreto y que, además, no estaba convencido de que la parte cubana aceptaría una invitación sobre la marcha. De cualquier manera, la orden emitida por la dirección del país debía ser cumplida.
Partí hacia Praga sin saber cómo lograría acercarme a Raúl ni la forma de evadir los servicios especiales checos. Para esa fecha yo casi había concluido la escuela de Inteligencia; sin embargo, lo aprendido no me sería útil en esta ocasión.
Conocía el alojamiento de protocolo donde estaba la delegación cubana y, en el lugar, estudié los accesos a la residencia. Constaté que en auto solo se podía llegar hasta ella a través de una calle. Pero, ¿qué hacer después? No se me ocurrió otra cosa que situarme en la ruta por donde debía transitar la caravana y esperar a que, con un poco de suerte, nos viéramos el uno al otro. Recién nos habíamos encontrado en La Habana y Raúl posee una buena memoria visual. Él, además, es una persona ávida de conocimientos, que mientras viaja en auto mira a todos lados con mucho interés.
De manera que me acomodé en el banco de un parque, a solo unos metros de la vía y, para dar la impresión de que estaba entretenido en algo, me compré un paquete de cerezas maduras. Con verdadero placer lanzaba las semillas desde la boca a un cesto de basura, sin apartar la vista de los vehículos que pasaban.
Se acercaba la hora del almuerzo, el paquete se agotó y la caravana no aparecía por ninguna parte. Me vi obligado a otra compra de cerezas y a continuar con el entretenimiento, que ya no me proporcionaba la satisfacción inicial. Cuando en el fondo solo había un par de ellas, quedé de una sola pieza, como el perro de caza que olfatea un faisán.
Al ver aparecer los carros tal vez hasta salté en el asiento, pero siguieron de largo. Para mi sorpresa y alegría, el auto cabecera se detuvo abruptamente pocos metros después. Raúl se asomó a la ventanilla y me gritó: “¡Nicolás!, ¿qué haces aquí?”. Sin esperar la respuesta, abrió la puerta y con ademán decidido me invitó a subir. El agente de la seguridad checa casi perdió el conocimiento del susto, pero Raúl enseguida lo tranquilizó explicándole que se trataba de un viejo amigo soviético, persona de absoluta confianza.
Después de llegar a la residencia logramos apartarnos por un instante de la vigilancia celosa de la seguridad y pude entonces decirle el verdadero motivo de mi aparición en Checoslovaquia y transmitirle el encargo de Jruschov. Él se puso muy contento, aunque me manifestó que debía consultar a Fidel y necesitaría un par de días. A partir de ahí estuve casi a tiempo completo como un miembro más de la delegación y acompañé al importante huésped cubano en el recorrido para conocer más sobre el país. Todo resultó excelente, excepto el hecho de odiar para siempre las cerezas, que provocaron mucho más que un simple placer.
Muy pronto se recibió la aprobación de Fidel y el 17 de julio de 1960 llegué a Moscú acompañando a la delegación cubana. Se trataba de la primera visita de Raúl a la URSS, donde fue recibido en el aeropuerto por toda una constelación de mariscales y generales. Mientras descendíamos juntos la escalerilla, olvidándonos de las normas protocolares, unas manos robustas me levantaron por el aire y me colocaron debajo de la barriga del avión. Alguien se acercó y me murmuró al oído: “¿Y tú quién eres?”. Mientras daba respuesta a esta y otras preguntas, ya Raúl era trasladado por los hospitalarios anfitriones.
Por la tarde recibí una llamada telefónica en mi casa. Eran los compañeros del Ministerio de Defensa para decirme que durante el análisis del programa de visita a Moscú, Raúl había solicitado una tarde libre para tener un encuentro privado conmigo. La insistente voz me pedía que lo declinara con cualquier pretexto. Mi respuesta fue categórica: “No”, pues estaba nuestra amistad de por medio, mucho más si la solicitud había partido del propio Raúl.
Como se acostumbra a decir en Rusia, “cuando no se puede, pero se arde en deseos, entonces es posible”. Finalmente logramos pasar un rato sin la presencia de terceros y hablar sobre lo que deseábamos: la vida transcurrida, las cosas que habíamos enfrentado, y también soñar con el futuro.
La visita de Raúl, así como sus conversaciones con Jruschov y los más altos jefes militares, resultaron muy productivas y contribuyeron al fortalecimiento de la capacidad defensiva y la seguridad de Cuba, lo cual quedó demostrado al año siguiente durante el desembarco en Playa Girón de la brigada mercenaria preparada por la CIA.
La ofensiva contra los invasores fue sin tregua y en condiciones muy difíciles, pues hubo que desarrollarla a lo largo de dos estrechas vías rodeadas de pantanos. Esa situación incrementó considerablemente las bajas, agravada por la falta de cobertura aérea en las primeras horas, ya que los pocos aviones disponibles se emplearon en atacar a los buques del desembarco.
Era evidente que si el enemigo lograba consolidar aquella cabeza de playa, de inmediato constituiría un “gobierno provisional” —cuyos dirigentes principales ya estaban en la base militar de Opa-Locka, en la Florida—, y este “solicitaría” ayuda a la Organización de Estados Americanos, en ese entonces plegada de manera incondicional a Estados Unidos, que intervendría sin demora con sus fuerzas armadas, para lo que ya tenía una agrupación naval lista para actuar cerca de las costas cubanas. Tal propósito se frustró, pues la victoria revolucionaria se alcanzó en menos de 72 horas.
Todo ese tiempo lo pasé en el despacho del presidente del KGB (entonces la Inteligencia formaba parte de este), quien me indicó presentarle cada dos horas un parte valorativo de la situación. Por recomendación mía, en las paredes del despacho fueron colgados dos mapas a gran escala de la Isla, en uno de los cuales yo iba reflejando los datos recibidos del gobierno cubano y los representantes soviéticos en Cuba y, en el otro, la situación presentada por los medios masivos de información de Estados Unidos. El “cuadro” descrito se diferenciaba uno del otro como el cielo y la Tierra.
En el mapa que reflejaba las aspiraciones de Washington, los mercenarios controlaban el sur de la entonces provincia de Las Villas, a la cual pertenecía Playa Girón; en todas partes habían estallado manifestaciones populares contra el gobierno, y las tropas paracaidistas ya habían cortado la Isla en dos. Se trataba de un típico ataque de guerra psicológica. En el mapa “rojo” lo reflejado se correspondía con la realidad.
Después de la victoria en Playa Girón, partí en comisión de servicio hacia México. De esta manera finalizaron mis misiones vinculadas con las relaciones entre nuestros países, en esa primera y más peligrosa etapa de la Revolución Cubana.
La esencia humana de la amistad entre Raúl y yo no era algo a subestimar en todo este proceso. Tal vez, una manera de reconocer esta realidad fue el hecho de que Moscú me mandara a buscar cuando se produjo la primera visita oficial de Fidel a la URSS en 1963, para que asumiera la traducción de las principales conversaciones e intervenciones públicas de este gran estadista durante los dos meses que permaneció en el país. Ya entonces, muchos consideraban a Raúl, como se dice, un “pro soviético”, y a mí, un arraigado “pro cubano”.
Estuve realizando mi trabajo en México, de manera silenciosa e invisible bajo las narices de Estados Unidos, hasta 1968. A mi regreso a Moscú, solo le daba un vistazo a la vida en Cuba con el rabo del ojo. Había otras preocupaciones que dominaban mi atención, como el auge de las corrientes revolucionarias y de liberación nacional en Latinoamérica.
Tenía relaciones en círculos gubernamentales de los países de esta región y con alguna frecuencia viajaba a esos lugares con tareas de orden político. En cada ocasión, sin falta, me llegaba a La Habana y sostenía encuentros con Raúl Castro para intercambiar observaciones y apreciaciones.
En 1971 abandoné temporalmente el trabajo operativo y acepté la propuesta de la jefatura de la Inteligencia de pasar a la labor informativo-analítica. Siempre recordaba una reflexión del viejo sabio Anastas Mikoyan, quien decía que la información constituye un producto sorprendente por su valor y naturaleza. A diferencia de las mercancías materiales, su poseedor nunca la pierde y, al compartirla con los amigos, obtiene a cambio nueva información, con lo cual duplica su riqueza. El intercambio de información es la vía para el enriquecimiento intelectual, y el nivel de información de una persona determina su lugar en la sociedad, y en cualquier jerarquía.
Al propio tiempo comencé a trabajar en la tesis de doctorado en un tema poco estudiado y casi desconocido en la URSS, relacionado con la historia de América Central, en la que había una enorme cantidad de apasionado heroísmo, grandes lecciones de patriotismo, los más oscuros periodos de dictaduras sangrientas, y un cinismo sin perdón en el actuar de Estados Unidos.
En 1973 fui nombrado jefe de la Dirección de Información y Análisis de la Inteligencia Exterior soviética. En el nuevo cargo tuve que dedicarme a problemas de gran envergadura para la URSS. Cuba nunca salió de mi corazón, pero toda mi mente era absorbida por otras preocupaciones: el enfrentamiento permanente con Estados Unidos, las complejas relaciones con China y Japón, los conflictos esporádicos en las naciones en desarrollo, y sobre todo en el Cercano Oriente y en África.
No obstante, en 1974 de nuevo me encontré con Raúl en Cuba, durante la visita oficial de Leonid Brezhniev, cuando acompañaba como traductor y consultante al ministro de Relaciones Exteriores Andrei Gromiko. Los funcionarios del Comité Central del PCUS veían con celo mis contactos con los dirigentes cubanos y trataban de apartarme de la personalidad principal.
Debo confesar que Gromiko nunca mostró especial simpatía por las regiones subdesarrolladas ni mucho interés por sus problemas. Sentía más atracción por las maniobras políticas en las relaciones con los países capitalistas occidentales, a las que ya estaba habituado. Por ello, en las conversaciones que sostuvimos durante la estancia en Cuba, él ponía más interés a mis conocimientos sobre temas como la existencia de civilizaciones extraterrestres y sus visitas a la Tierra, su hobby, que a los problemas de América Latina.
En un encuentro privado con Brezhniev, Raúl le contó, en síntesis, la historia de cómo nos conocimos, pero al primero le entró por un oído y le salió por el otro. El provecho de mi presencia en la composición de la delegación solo consistió en ayudar a los cubanos a seleccionar el presente para el importante dirigente.
Durante mucho tiempo, los anfitriones se rompieron la cabeza pensando qué regalar al mandatario de un Estado que tanto había hecho por Cuba. Por eso le consulté al jefe de seguridad personal de Brezhniev, y me confesó que el sueño secreto del secretario general del PCUS era que le regalaran aves tropicales. Cuando se lo dije a los cubanos fue como si les quitaran un peso de encima. Le llevaron una furgoneta llena de jaulas con rarísimos pájaros, y él, con especial atención, se dedicó a seleccionar los que más le gustaban.
El año 1975 se considera la cima en el poderío y la influencia de la URSS en el mundo. Estados Unidos estaba pasando por tiempos difíciles: la derrota en Vietnam, la crisis interna generada por el escándalo de Watergate, la Revolución de los Claveles en Portugal, que provocó una grieta en la OTAN, y el derrumbe de los últimos bastiones coloniales en África.
En la URSS, las cosas parecían tan exitosas en lo externo, que decidí “zambullirme” en la historia de Cuba y escribir un libro sobre Fidel Castro. Pero primero debía recibir la aprobación del Comité Central del PCUS y después ponerme de acuerdo con los cubanos para que apoyaran el proyecto. La Plaza Vieja3 no se opuso. A la carta que envié a La Habana, Raúl respondió que me prestarían la ayuda necesaria.
Viajé a Cuba sin perder tiempo y allí estuve durante el invierno 1978-1979, los tres meses que me habían programado, recopilando el material para el libro. De conjunto con los ayudantes asignados hurgamos en una enorme cantidad de ejemplares de prensa y documentos que constituyeron la base para el libro Fidel Castro. Biografía política.
Este trabajo coincidió con la revolución de Jomeini en Irán, dirigida como una lanza contra el dominio por muchos años de las compañías estadounidenses, los militares y los servicios especiales. En nuestras conversaciones, Raúl con frecuencia se refería a los acontecimientos en el Oriente Medio y manifestaba su convicción de que se trataba apenas del comienzo de la efervescencia que abarcaría no solo a la región del Oriente Cercano, sino a todo el mundo en desarrollo.
Tal vez las transformaciones hubieran seguido la dirección antimperialista si en 1979 la URSS no hubiese cometido el burdo error político y militar de enviar sus tropas a Afganistán, sin ninguna justificación y sin absolutamente ninguna necesidad. En aquel entonces Cuba presidía el Movimiento de Países No Alineados, del que Afganistán era miembro. No es difícil imaginar cómo se sintieron Fidel y Raúl al tener que hacer la tortuosa elección de a quién dar su apoyo. Ninguna parte mereció la simpatía.
Los rusos tienen el refrán de que “la desgracia nunca viene sola”, es decir, detrás de una seguirán otras. Y eso fue lo que sucedió. Comenzó a tambalearse amenazadoramente el llamado campo socialista, y en su eslabón más débil, Polonia, surgió de manera organizada el movimiento opositor denominado Solidaridad.
La salud de Brezhniev se debilitaba, perdió claridad en sus ideas y voluntad para actuar. El Buró Político estaba integrado por personas de edad muy avanzada, que ya no tenían confianza en sí mismas ni en el futuro de la nación. Las nuevas manifestaciones revolucionarias en el mundo, lejos de alegrar al Kremlin, le causaban temor. Empezó a patinar la economía del país. Fue en estas condiciones que la Unión Soviética comenzó a distanciarse de Cuba.
En 1982, a Raúl Castro le tocó vivir en Moscú el amargo momento de escuchar de boca de Yuri Andropov, secretario general del PCUS, que la URSS no participaría en una guerra al lado de Cuba en caso de agresión. Después aparecieron los problemas. Surgieron dificultades con el cumplimiento de las obligaciones soviéticas en la esfera económico-comercial, seguidamente Moscú tomó la decisión de retirar de la Isla, sin avisarle a Cuba, la brigada mecanizada soviética que había permanecido allí como garantía de la hermandad combativa desde los tiempos de la Crisis de los Misiles. Este proceso de distanciamiento tendría continuidad en el 2002 al cerrarse, también sin previo aviso, el centro de exploración radioelectrónica instalado por la URSS y Cuba en las cercanías de La Habana.
Sin embargo, estos acontecimientos negativos no afectaron en lo más mínimo mis relaciones personales con Raúl Castro. Al contrario, las fortalecieron aún más. Después de los hechos que en 1991 generaron la desintegración de la URSS, tuve que retirarme del cargo de jefe de la Dirección de Análisis del KGB y pasé a la categoría de pensionado. No obstante, no dejó de interesarse por mi destino ni de ofrecerme su apoyo moral, sumamente necesario en aquel momento.
Durante muchos años, de tiempo en tiempo, me ha estado invitando a visitar Cuba, lo que me ha permitido constatar las consecuencias dramáticas que trajo para el mundo la derrota del modelo soviético de socialismo. En una ocasión, impactado por los daños ocasionados por los sucesos de 1991 a mi tierra natal y a la lejana Cuba, me negué a viajar. Entonces recibí como respuesta unas palabras que quedaron grabadas en mi memoria para toda la vida: “[…] si ya perdiste la confianza en nuestra firmeza y capacidad de resistencia, no vengas, de lo contrario, te espero […]”.4
Las relaciones entre nuestros estados llegaron a un nivel muy bajo. Sin embargo, las décadas de hermandad en el enfrentamiento al enemigo común quedaron para siempre en el corazón de nuestros pueblos. Precisamente, un símbolo de esta amistad fue la construcción de una catedral ortodoxa por iniciativa de Fidel Castro y de Kirill, entonces metropolita de Smoliensk y Kaliningrado, actual patriarca de Moscú y de toda Rusia, quien en 2008 viajó a Cuba para bendecir el templo.
Era un momento apropiado para reanimar las relaciones ruso-cubanas, mucho más porque había confirmado su asistencia a esta ceremonia el recién electo presidente de Cuba, Raúl Castro, quien desde hacía dos años, debido a la enfermedad de su hermano Fidel, había asumido la responsabilidad por el futuro del país y de la Revolución.
Entonces las autoridades rusas recordaron que las relaciones personales entre Raúl y yo nunca se habían roto, y fui invitado a formar parte de nuestra delegación para, en alguna medida, simbolizar el restablecimiento del puente de amistad que une a los dos pueblos. Cuando se trata de tan nobles fines, siempre aparece el tiempo y la energía necesarios.
Habían transcurrido 55 años desde mi primer encuentro con él, y el mundo había cambiado radicalmente desde entonces. Las relaciones entre nuestros dos países habían oscilado como la aguja de la brújula alrededor del polo magnético de la Tierra. Nuestras historias personales también se diferenciaban: uno, hijo de un influyente terrateniente, se convirtió en revolucionario y había llegado a dirigir un Estado; el otro, bisnieto de un campesino ruso perteneciente a la servidumbre, era un infortunado general soviético que no aceptó las reglas neoliberales impuestas a Rusia. Sin embargo, ambos nos hemos mantenido sobre un eterno y común fundamento, en el que podrían escribirse las palabras: “justicia, honor, valor”.
En 2013 recibí una invitación para viajar a Cuba con motivo de las celebraciones por el aniversario 60 del asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes. Ya la edad y la salud no eran recomendables para un viaje tan largo, pero se trataba de un acontecimiento nada corriente. Además, también se cumplían 60 años de mi amistad con Raúl, surgida tres meses antes de aquellos sucesos. De manera que tomé la decisión de viajar sin vacilación.
El 26 de julio de 2013 me encontraba sentado en el enorme polígono del cuartel Moncada junto a 10 000 asistentes a las celebraciones. El área central se había destinado para los representantes latinoamericanos. En los lugares de honor se encontraban los mandatarios de Venezuela, Bolivia, Uruguay y Nicaragua, el ministro de Relaciones Exteriores de Ecuador, y los jefes de gobierno de varios países del Caribe. Ese año Cuba era presidente pro tempore de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Una vez más se demostraba el fracaso de la política de Estados Unidos para aislar a los cubanos de los pueblos hermanos.
Todos los dignatarios presentes, al hablar, consideraron necesario expresar su opinión, tanto sobre el histórico asalto como sobre el papel de la Revolución Cubana en los destinos del continente latinoamericano, e igualmente rendir honor merecido a Fidel Castro, incuestionable iniciador de la heroica lucha, y significar el importante aporte de Raúl Castro a su victoria definitiva.