Rebelde de dos columnas - Antonio Enrique Lussón Batlle - E-Book

Rebelde de dos columnas E-Book

Antonio Enrique Lussón Batlle

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Beschreibung

Obra que da testimonio sobre la vida y lucha armada por el derrocamiento de la tiranía Batistiana de Antonio Enrique Lussón Batlle, General de División cubano y héroe de la República de Cuba. Una obra que ayudará a conocer la peculiar historia de la isla de Cuba.

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Seitenzahl: 458

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Edición: Felipa Suárez Ramos

Diseño de cubierta: Jorge Víctor Izquierdo Alarcón

Diseño interior: Liatmara Santiesteban García

Realización: Saraí Rodríguez Liranza

Corrección: Magda DotRodríguez

Fotos: Cortesía del autor

Cuidado de la edición: Tte. Cor. Ana Dayamín Montero Díaz

© Antonio Enrique Lussón Batlle

José Ángel Gárciga Blanco, 2020

© Sobre la presente edición:

Casa Editorial Verde Olivo, 2020

ISBN: 9789592244832

El contenido de la presente obra fue valorado

por la Oficina del Historiador de las FAR.

Todos los derechos reservados. Esta publicación

no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,

en ningún soporte sin la autorización por escrito

de la editorial. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Casa Editorial Verde Olivo

Avenida de Independencia y San Pedro

Apartado 6916. CP 10600

Plaza de la Revolución, La Habana

[email protected]

www.verdeolivo.cu

Índice 
Prólogo
Con una guerrilla que nace
Momentos en un mismo camino
En la ciudad y el campo
Camionero, vendedor ambulante y combatiente contra la tiranía
La guerrilla de Songo
Apoyo a las acciones del 24 de febrero
y al ataque a un cuartel
A las puertas de Santiago
¡Al fin… el primer combate!
Marchas, ascensos y reorganización de la tropa
Semanas antes
Un accidente trágico
Muy cerca del terruño
Primeros meses en el Segundo Frente
Bajo el mando de Raúl
Visita inesperada
Sonar a los guardias
Por La Zanja, ¡no pasarían!
Operación Antiaérea
¡Volver, volver a Ocujal!
Una nueva colunma
Tristeza y entusiasmo
El territorio y sus moradores
Terruño de mambises
De grupo guerrillero a compañía
Transformación de la compañía en columna
Reestructuración del Frente
La victoria estratégica en el Primer Frente
Ampliación y reestructuración del Segundo Frente
Columna No. 17 Abel Santamaría
Acciones hasta octubre
Asaltos a trenes
Operaciones de rescate
Encuentros con el enemigo
Primera operación conjunta: emboscada en El Socorro
Operación Nicaro
Minas de Ocujal por tercera vez
Operación Gancho y otras acciones
Operación Gancho y otras acciones
Otras acciones de la compañía C
Resultados y repercusión de la operación Gancho
Prosigue la ofensiva
Planes para nuevas acciones
La operación Flor Crombet
Inicio de la ofensiva general
Otras acciones de la compañía C
Operación Sagua-Cayo Mambí
Cooperación entre columnas
El enemigo en Sagua
Plan de acciones para la operación Sagua-Cayo Mambí
Prosiguen las acciones en Sagua
Salida de Cayo Mambí
Acciones previas a la victoria
Situación de la Columna 17 para el 26 de diciembre
Operación Andrés Chongo Contreras
Liberación de Palma Soriano
Con Fidel en el central Palma. Nuevas misiones
La caravana de la Libertad
Oriente (1 al 4 de enero)
Camagüey (4 y 5 de enero)
Las Villas (5 al 7 de enero)
Matanzas (7 y 8 de enero)
La Habana (8 de enero)
Discurso en Columbia
Revolución, pueblo y Fidel
Anexo
Bibliografía consultada

Desde las fibras de Cuba, nuestra entrañable patria: Tras el fulgor de Martí, Mariana, Antonio y José Maceo; guiados por Fidel, Raúl, el Che y Camilo; junto a Frank, Daniel, Tony Alomá, Aníbal, José Tey, Abel Santamaría, Otto Parellada, Reynaldo Brooks, Roberto Estévez; con Celia, Vilma y Melba

Unidos a los mártires, combatientes revolucionarios y apoyados por el querido pueblo cubano, hoy sin Fidel físicamente, somos Fidel para luchar y vencer de Patria o Muerte. No puede ser de otro modo. Olvidar nuestra historia, jamás.

Los autores

Prólogo

Me encontraba presionado por el tiempo pues debía tener terminado el borrador de un libro de cirugía, que debió estar a principio de este año, cuando me sorprende Antonio Enrique Lussón solicitándome escribir el prólogo de su último libro Rebelde de dos columnas. Era otra de sus emboscadas de la que no pude escapar. Cuando tuve en mis manos el voluminoso borrador, me dije: “¡Bueno, tendré que compartir el tiempo!”

Comencé a leerlo ese fin de semana y ya el lunes había relegado mi libro de cirugía a un segundo plano. El libro de Lussón y Gárciga me atrapó hasta finalizarlo. Téngase en cuenta que para escribir el prólogo no se trataba solo de leer la obra, sino de analizar otros aspectos históricos, con algunos de los cuales estuve estrechamente vinculado; esto me obligaba a consultar otros textos complementarios.

Qué bueno, Antonio Enrique comienza la historia con la etapa de su niñez y adolescencia, como campesino, formando parte de una familia numerosa y emprendedora lo cual, pienso, influenció en la formación de su carácter e ideología.

A finales de la década de los años cuarenta, con dieciocho años de edad, sus inquietudes sociales lo llevan a militar en la juventud del Partido Ortodoxo, dirigido por Eduardo Chibás, cuya consigna pública era “Vergüenza contra dinero” y una escoba que enarbolaba significando que barrería a los ladrones. Con ello había atraído a lo mejor de la juventud y a los obreros del país. Muchos jóvenes, entre ellos Lussón, decepcionados por el rumbo que tomó esa organización después de la muerte de Chibás y frente al golpe de Estado el 10 de marzo del año 1952, abrazaban la insurrección propugnada por el Partido Auténtico, desplazado del poder. Es una etapa en la que surgen muchas organizaciones insurreccionales, incluso el propio Frank País crea la Acción Revolucionaria Oriental (ARO). Todos quieren un cambio violento de la sociedad, pero es Fidel Castro quien procura los medios, recluta los hombres, organiza, y pasados cuatrocientos noventa y dos días del fatídico golpe de Estado ejecuta el asalto a los cuarteles de Santiago de Cuba y Bayamo, y aunque no obtiene la victoria militar acapara la simpatía y el apoyo del pueblo. Lussón, como miles de jóvenes santiagueros abandonan las otras organizaciones insurreccionales y abrazan el Movimiento Revolucionario 26 de Julio (MR-26- 7).

La narración del libro abarca parte de la lucha clandestina en 1957 y los preparativos de la huelga de abril del 1958 en Santiago de Cuba, en la que Lussón desempeña un papel importante al trasladar, cumpliendo órdenes de la dirección del MR-26-7 en Oriente, hombres y avituallamientos a la zona noreste de Santiago de Cuba. Cumple también la misión de acopiar información sobre el cuartel del poblado de Ramón de las Yaguas, objetivo militar para las acciones previstas dentro de la huelga general en gestión.

Continúa la historia con el nacimiento de la Columna 9 después del ataque a los cuarteles de Boniato y Ramón de las Yaguas, por jóvenes santiagueros que recibieron allí su bautismo de fuego; él está entre los más destacados.

En previsión de apoyo a la huelga en Oriente, Fidel había organizado dos nuevas columnas, la No. 6, bajo el mando del comandante Raúl Castro Ruz, la cual ocuparía la zona norte y la No. 3, a cargo del comandante Juan Almeida Bosque, que ocuparía la vertiente norte de la Sierra Maestra y operaría sobre Santiago de Cuba y la Carretera Central.

El fracaso de la huelga de abril fue analizado por el alto mando de la Insurrección y los coordinadores y jefes de acción provinciales, convocados a la Sierra Maestra. Como resultado de esa reunión, se estable-ció un mando único, radicado en la Sierra Maestra. La pérdida de vidas de combatientes en las ciudades, y otros que debieron tomar el cami-no de la guerrilla, obligó a nuevas designaciones de cuadros. Fue necesario un cambio de táctica, habida cuenta que Fidel instuyó que el ejército enemigo trataría de lanzar sobre la fuerza principal del Ejército Rebelde, en la Sierra Maestra, todo su poderío con el fin de aniquilarlo. Entre esas medidas, ordenó concentrar en la Sierra las tropas que operaban en el llano, tal es el caso de las del comandante Camilo Cienfuegos Gorriarán; a Raúl Castro que incorporara al Segundo Frente a la Columna No. 9, dirigida por el comandante Belarmino Castilla Mas, Aníbal, y se preparara para intensificar las acciones cuando se iniciara la ofensiva del ejército; a los jefes de acción en las ciudades, que se abstuvieran de ejecutar acciones que pudieran arriesgar a los milicianos, mal entrenados y mal armados, a la brutal fuerza represiva del régimen. “No escuchar las voces de los que piden acciones a toda costa. Reorganizar las Milicias prefiriendo la calidad a la cantidad y entrenarlas para cuando se rechace la ofensiva enemiga, iniciar la ofensiva del Ejército Rebelde de manera que contara con una milicia del MR 26 de julio entrenada y disciplinada”.

La intuición de Fidel comenzó a materializarse el 25 de mayo. Miles de soldados comenzaron a llegar a Bayamo, de donde eran enviados a bloquear las vías de acceso a la Sierra Maestra. La ofensiva de denominó Plan FF (Fase Final o Fin de Fidel).

El comandante René Ramos Latour, Daniel, quien había participado en la reunión de evaluación critica del resultado de la huelga, fue el encargado de informar a Raúl los acuerdos tomados y trasmitirle la orden de incorporar la columna 9 a su mando. Para cumplimentar esa orden, el comandante Aníbal partió el 6 de mayo con ciento treinta y un hombres y el día 12 contactó con una avanzada de la columna 6 enviada por Raúl a su encuentro. Fue grande la alegría del encuentro con Raúl, más aún porque se encontraron con que Daniel, jefe y fundador de la columna 9, también los esperaba.

El jefe del Frente explicó a Aníbal lo oportuno de su llegada para rechazar la ofensiva enemiga, que también se prepara contra ellos.

En el libro se describe bien el encuentro de ambas columnas y sus jefes. Sorprenden a los combatientes de la columna 9 la organización lograda por Raúl transcurridos solo dos meses de su llegada, el 11 de marzo, a la zona noreste de la provincia; la depuración de los grupos alzados por “la libre”; la limpieza de algunos grupitos de delincuentes; la organización administrativa del Frente, a semejanza de un pequeño estado, con sus departamentos, entre ellos Sanidad, Educación, Justicia, Finanzas, Comunicaciones y Construcción.

Raúl les relató las acciones realizadas en apoyo a la huelga. Todos estaban contentos con el encuentro, mucho más los combatientes de la columna 9, porque no llegaban con las manos vacías, al sumar más de un centenar de combatientes organizados en tres pelotones con sus corres-pondientes capitanes, tenientes y sargentos, y un sesenta por ciento de buenas armas.

La escasez de armas y la calidad de estas eran una constante en el Ejército Rebelde, pues muy pocas llegaban del extranjero. Esa situación solo mejoró en los meses siguientes, durante el rechazo a la Ofensiva de Verano del enemigo.

Mediante la Orden Militar No. 21 del 13 de mayo de 1958, el jefe del Frente reorganizó las tropas y les asignó los territorios donde operarían. Al capitán Lussón le nombró jefe de una compañía, la Orlando Regalado, integrada por cuarenta hombres bien armados e igual cantidad de escopeteros que de inmediato partieron para la zona Calabazas. Días más tarde, tras el combate de La Zanja, otorgó a Lussón la Orden al Mérito Legión de Honor Frank País, creada el 24 de ese mes.

La ofensiva del ejército de la tiranía comenzó el 25 de mayo contra el Primer y el Segundo frentes, y terminó noventa y un días después con una aplastante derrota para el enemigo, que había desplegado más de doce mil soldados, sus mejores oficiales y una logística moderna suministrada por el gobierno de Estados Unidos de América; la ilegal base naval estadounidense en Guantánamo era la encargada de suministrar las bombas con que los aviones basificados en Santiago, Holguín y Camagüey bombardeaban ambos frentes.

El 22 de junio, el comandante Raúl Castro firmó la audaz Orden Militar No. 30, la cual establecía e implementaba la operación Antiaérea, consistente en detener a todos los ciudadanos estadounidenses residentes en el territorio, con la finalidad de que apreciaran los resultados de los criminales bombardeos de los cuales la población campesina era la principal víctima.

La ofensiva del régimen fue derrotada a comienzos de agosto, y a partir de entonces los días de la tiranía quedaron contados; pero aún mucha sangre habría que derramarse, y mucho sacrificio debió pagar nuestro pueblo hasta el 31 de diciembre ese año.

Aquella derrota propinada por el Ejército Rebelde a las tropas batistianas, le permitió mejorar su armamento, pasar a la ofensiva y garantizar la defensa de los territorios liberados, a los que el ejército del régimen nunca más pudo entrar. Desde la Sierra Maestra partieron nuevas columnas con la misión de invadir los llanos del noroeste de la provincia oriental, las provincias de Camagüey y Las Villas, en tanto los grupos alzados operaban en la de Pinar del Río.

La Orden Militar No. 40 del 3 de agosto, determinó el paso de las compañías a la categoría de columnas con un comandante al frente, en ella se ratificaban los nombres de Juan Manuel Ameijeiras y José Tey para las columnas 6 y 9, respectivamente, y las tres compañías existentes se transformaron en: Columna No. 7 Abel Santamaría, con Lussón como jefe; Columna No. 8 Antonio López Fernández y Columna No. 10 René Ramos Latour. El 8 de septiembre Fidel escribió a Raúl indicándole que, para evitar duplicidades en los números de las columnas, a las del Segundo Frente les corresponderían del 15 al 25, de manera que la Columna 7 pasó a ser la 17; la 8 la 18; la 9 la 19 y la 10 la 20.

En el Segundo Frente, mejor armados y fogueados, la etapa guerrillera nómada quedó atrás y los efectivos se asentaron en campamentos fijos en sus correspondientes zonas de operaciones, de los cuales partían a realizar las acciones. Esto aparece bien descrita en el libro, así como las acciones y toma de cuarteles en los últimos cuatro meses del año, que termina con la huida de Batista y un grupo de sus testaferros, en la madrugada del 1.º de enero de 1959.

Los combates finales llevaron al comandante Lussón muy cerca de su Santiago. Ardía en deseos de abrazarse con el pueblo, pero Raúl le confió la misión de trasladarse con su tropa a Holguín y acompañar a Fidel en la Caravana de la Libertad. La narración de las peripecias y anécdotas del recorrido de esta hasta su entrada en La Habana, el 8 de enero, nos hace revivir aquellos días y abrazar a Lussón en Camagüey, donde yo había terminado la guerra.

En su marcha hacia occidente Fidel manifestó una idea que en su discurso en Columbia, el 8 de enero, resumió diáfanamente: “Ha terminado la guerra, la alegría es inmensa, pero quizás de ahora en adelante las cosas serán más difíciles”.

Un abultado número de acciones subversivas dirigidas a derrocar la Revolución, junto al bloqueo impuesto por Estados Unidos a Cuba desde hace más de medio siglo, confirman esa predicción. Quienes hemos afrontado digna y triunfalmente tales dificultades, afirmamos que ello ha sido posible gracias a la firmeza revolucionaria de nuestro pueblo y de Fidel.

¡Gloria eterna al Comandante en Jefe!

Doctor Manuel Jaca Tornés

Con una guerrilla que nace

Momentos en un mismo camino

Obligado por un fallo, el conductor detuvo el yipi y se dispuso a revisarlo; los demás pasajeros permanecieron sentados. Apenas comenzó el trastejo, advirtieron que se aproximaban algunos miembros de la guardia rural.

 —¡Ah, cará’, solo esto nos faltaba! —exclamó Lussón en voz baja.

Resueltos, los hombres se pusieron de acuerdo para, ante un movimiento amenazador de los uniformados, hacerles fuego. Tomassevich tenía una pistola Lugger y dos granadas, disimuladas en un jaquet de piel; Lussón, un revólver calibre 38, y Lluveras y Assef, sendas armas cortas.

Transcurría la mañana del 28 de enero de 1958 y los cuatro revolucionarios se dirigían a la casa de Nicolás Fayad, el Moro Fayad, en Mango Polilla, localidad del municipio de Alto Songo. Era el primer paso para crear un grupo guerrillero.

Procedían de la ciudad de Santiago de Cuba, donde al amanecer, en un yipi, Antonio Enrique Lussón Batlle y Emilio Lluveras Martínez, recogieron a Reinaldo Assef Bordiet, el Moro o Roberto, quien había pernoctado en San Félix 905. Seguidamente se trasladaron a la vivienda de los hermanos Fernández, en la cual estaba oculto Raúl Menéndez Tomassevich, quien se les unió. En otro yipi, los referidos hermanos siguieron al de Lussón a corta distancia.

El paso por los puntos de control de la guardia rural en Quintero y los cuarteles de Boniato, El Cristo y Alto Songo, se realizó sin tropiezos. Al llegar a San Benito, los Fernández regresaron a Santiago y los restantes continuaron en un solo yipi hasta California, donde una avería los obligó a detenerse.

El plan se cumplía según lo acordado el día anterior, en reunión del Movimiento Revolucionario 26 de Julio (MR-26-7): Lussón y Lluveras debían retornar a la ciudad, pero Tomassevich y Assef se alzarían para formar parte de una guerrilla integrada por compañeros de varias zonas de Alto Songo atendidas por Lussón. Tomassevich estaría al frente del grupo de guerrilleros autorizado por René Ramos Latour, Daniel, —jefe nacional de Acción y Sabotaje desde la muerte de Frank País—, quien a fines de 1957 había encargado al jefe de acción del Movimiento en Santiago, Belarmino Castilla Mas, Aníbal, todo lo relacionado con la organización del grupo.

El sargento de la guardia rural y los dos soldados que lo acompañaban se detuvieron cerca de los cuatro hombres.

—¡Buenos días, sargento! —saludó Lussón con la naturalidad del chofer habituado a deambular por aquellos parajes.

—¡Qué! ¿Hay problemas? —inquirió el jefe de los uniformados.

—Es una pequeña tupición…, pronto termino —le respondió.

Tomassevich miró con el rabillo del ojo al recién llegado. Era el sargento Agapito, jefe del puesto de la guardia rural de Jarahueca. Solo lo ha visto una vez, a través de una rendija, desde una habitación en la casa de Orlando Fernández, en la finca donde se ocultaba antes de ir para Santiago, y recordó que, adosado a la fachada del cuartel había un pasquín donde se ofrecía una recompensa por su captura como prófugo de la cárcel de Boniato, donde se encontraba tras su participación en la acción del 30 de noviembre de 1956, y pensó: “¿Hasta qué punto mi rostro estará grabado en esas cabezas? No voy a mirarlos, pues tal vez por los ojos me descubran”.

Los militares observaron el interior del yipi y escrutaron uno a uno a los tres acompañantes de Lussón, hasta que…

—¡Vámonos! —ordenó Agapito y el trío prosiguió la marcha. Tomassevich estaba teñido de rubio y al parecer logró despistarlos, o… ¿acaso el jefe de los soldados no tenía agallas para desafiar a cuatro sospechosos en un lugar tan apartado? Sea esta u otra la razón, lo cierto es que se fueron y los hombres descongestionaron sus pulmones.

Semanas después, pertrechos de guerra destinados a los rebeldes fueron trasladados en la parte trasera de un yipi, dentro de varias cajas ocultas a media vista; totalmente expuestas en caso de presentarse una requisa. Para no levantar sospechas, el chofer se desplazaba a velocidad que no rebasaba la máxima permisible.

La ciudad de Santiago de Cuba y sus riesgos quedaron atrás, pero el peligro acechaba porque, durante el trayecto, debían pasar por los referidos controles militares.

—¡Mira, allí hay un guardia rural haciendo señas! —exclamó la mujer.

—¡Ah!, es un sargento. Tenemos que parar —comentó Antonio Enrique Lussón Batlle, el chofer.

Armamento, vestuario, brazaletes y demás medios debían entregarse en el campamento de la guerrilla de Tomassevich. La mujer ocupaba un asiento delantero junto al conductor, como parte del plan para encubrir la operación. Detrás, con las cajas, iban otros dos combatientes clandestinos.

El yipi se detuvo y tras un breve intercambio de saludos, el militar preguntó:

—¿Hasta dónde van?

—Si Dios quiere, hasta un poco más allá de Songo —respondió ella.

—Entonces me pueden adelantar… ¿eh?

—Sí, sargento, monte aquí delante con nosotros.

—No, no señora, no se moleste, que yo voy atrás —dijo y se dispuso a montar junto a los dos del compartimento trasero y a los pertrechos.

Madre e hijo:

Aurora Batlle y Antonio Enrique Lussón.

—Oiga, sargento, usted no quiere montar aquí porque soy una vieja. ¡Si fuera una muchachita segurito, segurito, que enseguida venía!

El militar frenó el impulso y durante tres o cuatro angustiosos segundos exploró el rostro de la mujer, hasta que sonrió y ocupó un lugar al lado de Aurora Batlle, la madre de Lussón. La tensión se liberó mediante precavidas exhalaciones, pero en lo adelante, el paso por los controles militares y la presencia del sargento pesaban como nubes de plomo.

En tanto avanzaban, Aurora Batlle sostenía una simpática charla que con frecuencia hacía reír al uniformado. Cuando cruzaban los puntos guarnecidos, los centinelas, quienes supuestamente debían parar el yipi y someterlo a un registro, se limitaban a responder el amigable saludo del sargento y de la mujer, y le daban luz verde.

Transcurrieron interminables minutos hasta que el guardia indicó detenerse y un “afectuoso” adiós puso fin al atormentador episodio. El vehículo prosiguió la marcha y los luchadores clandestinos arribaron indemnes al campamento. Uno de ellos, Julio Alcolea Montoya, sosegado ya, descendió y ante los guerrilleros exclamó: “¡Oigan, esta mujer es una Mariana Grajales!”

En el territorio oriental se vivían días muy tensos, de frecuentes acciones en las que padres, madres e hijos arriesgaban por igual la vida en su andar por un mismo camino: el que conducía a derrocar la tiranía y al triunfo de la Revolución.

En la ciudad y el campo

—Lussón, ¿tú eras de por allí?, fue la primera de las innumerables preguntas que en cierta ocasión me formuló un compañero, a quien respondí:

—Bueno…, donde se cruzan las calles Martí y Moncada, en Santiago de Cuba, se ubica la casa número 129 donde nací el 5 de febrero de 1930. Por aquellos años era costumbre inscribir a los hijos en pueblitos cercanos y mis padres me asentaron en El Cristo.

Mi papá, Antonio Lussón Laforcade, era de Alto Songo, de origen campesino. Mamá, Aurora Batlle Escrich, santiaguera, de familia humilde y única hija, estudió piano, pero al casarse lo dejó en el séptimo año. De ese matrimonio nacimos diez hijos: seis hembras y cuatro varones. Soy el mayor.

A los veintidós años de edad, el viejo heredó del padre de crianza la finca María Manuela, de unas seis caballerías, en el municipio Songo-La Maya; el lugar, situado entre La Prueba, La Victoria y San Benito, se conoce como Dulce Nombre. Inicialmente la finca estaba dedicada al cultivo de café, después se comenzaron a sembrar frutos menores, viandas, granos y una o dos caballerías de caña. También teníamos alrededor de cincuenta cabezas de ganado vacuno y porcino.

Pasé los primeros seis años de vida en la finca, con mis padres; a los siete me llevaron para Santiago, a la casa de una tía, y cursé los tres primeros grados en un aula que tenían la vecina Josefina y la negrita Isabel. El cuarto y quinto los hice en la Escuela Pública No. 6; el sex-to en la anexa a la Normal, y la preparatoria para ingresar al bachille-rato, en la academia privada Instituto América, de los hermanos Machirán. Fui internado en el Colegio Hermanos La Salle, donde aprobé los dos primeros años de bachillerato.

En el colegio Lasalle, Lussón con guante y pelota
La situación económica de mis padres se hizo difícil y no pudieron seguir pagándome los estudios, y cumplidos los diecisiete años deci-dieron que volviera a la finca, donde comencé a trabajar, como uno más, en la siembra y atención de cultivos, araba la tierra, diariamente ordeñaba veinticinco vacas, y realizaba transportaciones en mulos y carretas hasta que pudimos comprar un camión Ford, a plazos, pues las agencias de vehículos vendían con una pequeña entrada y durante treinta y seis meses estuvimos pagando letras con altos intereses.

Como había cumplido los diecisiete años, también me convertí en colono azucarero, porque mi padre, para obtener ventajas, inscribió una parte de las tierras a su nombre y la otra en el mío. En esos momentos tenía dos “C”: colono-camionero.

Cuando uno se interesaba en dedicar alguna tierra al cultivo de caña, la inspeccionaban y lo aprobaban o no, según el suelo; investigaban la solvencia económica, deudas, responsabilidad, seriedad, prestigio… De lograrse la aprobación, te convertías en colono afiliado a ese central. Tenían una norma de préstamo en subsidio: de acuerdo con la cantidad de tierra a sembrar, abrían un pequeño crédito. Preparabas la tierra durante cuatro o cinco meses y la sembrabas. Realizaban tres o cuatro inspecciones periódicas y, en base a los resultados, te daban un por ciento del total convenido. Así eran las cosas, pero algo muy importante y válido en aquella sociedad era que pasabas a ser colono azucarero.

Tras un desayuno campesino, preparado por mi madre, a las tres de la mañana salía con el camión a cargar caña; al toque de corneta corrían hacia el campo los dieciocho macheteros y comenzábamos a llenarlo. Había que empezar a media madrugada, si querías ser el primero en llegar a la grúa y tener mayores posibilidades de cubrir los viajes asignados para ese día. En ocasiones, al más adelantado le daban un viajecito extra, aunque se lo quitaran a otro; así los grueros terminaban más temprano. Los dieciocho hombres estaban organizados en seis brigadas de tres macheteros cada una; se cortaba y cargaba a mano, y se formaban pilas o bultos grandes con cuatrocientas, quinientas y seiscientas arrobas, de acuerdo con el resultado del cultivo. Sin embargo, no demorábamos más de veinte minutos en cargar el camión.

Yo practicaba el multioficio: manejaba, cargaba, organizaba, exigía la disciplina y sancionaba. Después del último viaje, entre la una y las tres de la tarde, llegaba a mi casa y ya mi padre, quien también manejaba, me esperaba en el portal, cogía el camión y se iba por el barrio a cargar frutos menores, viandas, granos... Dormía hasta el regreso del viejo con el camión cargado, y entonces salía hacia la plaza de Santiago de Cuba, a dos o tres horas de camino. Descargaba, pues ya estaba contratado el producto con un intermediario. Retornaba a la finca, me acostaba, y a las tres de la mañana estaba nuevamente en pie. Eso era así, día a día, durante el período de zafra, y al concluir esta seguíamos con los viajes al mercado. Sin descanso, sin fiestas ni distracciones; solo trabajo y pretensiones de hacer dinero.

Camionero, vendedor ambulante y combatiente contra la tiranía

—Pero después, ¿te mudastes para Santiago?

—Llegó el momento en que decidí independizarme y me instalé en un cuartico alquilado, en Cuabitas y calle 6, frente a un bar llamado El Caracol, a cuyo dueño le propuse organizar una venta ambulante y él me consiguió los créditos para adquirir las mercancías. Una maestra amiga mía tenía un yipi y se lo alquilé para vender en pueblos y campos. Vimos que el negocio tenía perspectiva y decidimos comprar a crédito una Power Wagon (camioneta de doble tracción). Comercializaba arroz, cebolla, ajos, jamones, bacalao, arenque, alka-seltzer, preservativos, pomada para el pelo, mercuro cromo, agujas, caramelos, galleticas, bicarbonato, en fin, cuanto pudiera hacer falta en el campo.

Después del golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, la situación se puso mala; la gente solo quería comprar a crédito y mi negocio era vender al contado. Comencé a explorar nuevas zonas y extendí el recorrido hasta Baracoa, lo que entonces significaba algo así como ir al cosmos. Mi vehículo fue uno de los primeros en entrar a ese poblado por tierra, y obtuve el mérito de ser pionero de los vendedores ambulantes en aquella olvidada villa.

Pero las condiciones económicas empeoraron y di la camioneta como entrada para comprar un camión. Me puse a realizar viajes a flete y así, con un poco de habilidad, vivía. En ocasiones salía cargado con carbón, boniato, ñame y plátano, para venderlos por los pueblos cercanos a Santiago de Cuba; en una oportunidad llegué hasta Holguín. Posteriormente, en un rastro compré otro camión, lo armé y también lo puse a dar viajes, ya tenía una envidiable “flota” de dos camiones y un yipicito, con sus respectivos choferes y ayudantes.

Esos medios de transporte, las relaciones establecidas y el conocimiento del terreno, me fueron sumamente útiles en las tareas revolucionarias que posteriormente emprendí.

Aunque antes había pertenecido al movimiento estudiantil en Santiago, fue en esta época que me enrolé en filiaciones políticas: en 1948 resulté elegido delegado al Partido Ortodoxo por el barrio de Florida Blanca, de Alto Songo. Recién había dejado de estudiar cuando surgió el Partido Ortodoxo y, por intuición, simpatizaba con esa organización. Incluso fui electo delegado a la Asamblea Provincial del Partido en Santiago de Cuba.

Con posterioridad a la llegada de Fulgencio Batista al poder, me uní a la Organización Auténtica (OA), pues de inmediato repudié a la tiranía. En la finca de mi padre guardé armas y algunos jóvenes recibieron entrenamiento militar en ella. En esa etapa la OA pretendía dar un golpe de Estado en La Habana. Cuando comprendí que todo era una farsa, la abandoné y me incorporé a las milicias del Movimiento Revolucionario 26 de Julio (MR-26-7) en Santiago de Cuba, subordinado a Belarmino Castilla Mas. Desde entonces, con mis camiones y el yipi estuve enfrascado en la tarea de mover compañeros y armas.

Pasquín como candidato a delegado del Partido Ortodoxo.

En su desempeño como camionero; de derecha a izquierda Lussón; junto a él dos compañeros de trabajo.

Tarjeta de presentación como vendedor ambulante.

La guerrilla de Songo

Uno o dos días después del traslado a Mango Polilla, Nicolás Fayad guió a Tomassevich y Assef hasta Naranja China, a la casa de Efraín Cardero, quien fue designado como enlace entre Tomassevich y Lussón. Este último debía hacer otros viajes para llevar armas y hombres desde Santiago, según lo acordado por el Movimiento. Del hogar de Cardero pasaron a la finca de los Reyes Trejo y se reunieron con los compañeros de la zona que se incorporarían a la guerrilla. La primera misión del grupo consistió en regresar a Mango Polilla para recibir el equipamiento que les sería enviado desde Santiago.

Las armas, parque, mochilas, algunos uniformes y otros medios, estaban depositados en un hueco en la finca de Juan José Otero, en El Cañón de Boniato. Al regreso de Mango Polilla, Lussón, se dispuso a realizar un segundo viaje, acerca de lo cual cuenta:

—Fui a recoger las armas a la casa de los Céspedes, en el reparto Sueño, en Santiago de Cuba, como habíamos convenido. Llevaba el camión cargado de mercancías para poderlas esconder. Aníbal me había indicado que fuera con el vehículo para Puerto Boniato, donde se me unieron él y el Curro; parquearon el cacharro en el que andaban y Aníbal me dijo: “Dale la llave del camión a Céspedes y espéranos aquí”.

Aquello me cayó muy mal. Pensé: “Si llevé a los hombres y ahora me voy a llevar las armas, ¿cómo es posible que no haya confianza para que yo vaya directamente a recogerlas?”. Por otro lado, el vehículo pasaba con frecuencia por Boniato y si veían a un extraño manejándolo, acompañado de otro tipo raro, seguro despertaría sospechas. Dudaba, además, de que el Curro pudiera manejar bien el carro, pues era un camión de los llamados comandos, que tenía sus particularidades. No obstante, por disciplina y comprendiendo que en el Movimiento las reglas de la compartimentación eran muy rígidas, entregué la llave y esperé con impaciencia.

A los treinta o cuarenta minutos, el camión llegó sano y salvo, con el improvisado dúo y las armas escondidas entre la mercancía. Continúe el viaje por Dos Caminos y La Prueba, hacia Mango Polilla, adonde llegamos sobre las diez u once de la noche. Descargadas las armas, por el fondo de la casa de Fayad apareció sigilosamente el grupo de combatientes. Eran alrededor de las doce.

Protegidos por las sombras nocturnas, en dos filas, una a cada extremo de la vivienda y con una distancia de cinco metros entre combatientes, daba la sensación de que se trataba de una tro-pa mayor; igual ocurrió cuando se retiraron con las armas en las manos.

La despedida fue emocionante, llena de seguridad en el futuro. Sentía gran deseo de quedarme con ellos, lo cual no podía hacer porque se me había ordenado no alzarme aún para mantener el suministro, la información acerca del enemigo y la coordinación entre la guerrilla y la dirección del Movimiento. Para mí, aquello significaba un llamado al combate para redimir la patria. El armamento que les había llevado consistía en cuatro fusiles Mendoza calibre 30 —los llamados mosquetones—, dos o tres Cracker, varias escopetas, armas cortas y mil tiros.

A los dos o tres días, a la guerrilla se unieron dos combatientes enviados desde Santiago y varios compañeros alzados por la libre en los alrededores de Sagua de Tánamo. Estos habían sido conducidos a Joturo por Rafael Hernández, Felo el Isleño, quien los mantuvo dos o tres días en un cañaveral, próximo a la tienda de su hermano Nene, hasta que con mi ayuda fueron incorporados al campamento de Tomassevich en Mango Polilla.

También trasladé al compañero Armando Venzant, designado por el Movimiento como segundo al mando de la guerrilla. Luego se les sumaron Raúl Fernández Marrero, Hugo Castañeda y otros combatientes. El grupo situó su campamento en La Lechuza y finalmente en Joturo quedó estructurado en un pelotón con tres escuadras; en total, veintitrés hombres armados.

Lussón, vestido de civil con Tomassevich y miembros iniciales de lo que sería la compañía A.

Los visité nuevamente en el campamento de Mije Labrado, en Jarahueca, y coordinamos su desplazamiento, a pie, a unos quince kilómetros más al noreste, en la zona de La Lechuza, entre Sabanilla-Villafa-ña-Sumidero y Joturo, una región de monte alto y diente de perro, con gran protección natural, relativamente aislada, y muy cerca de buenos puntos de contacto y apoyo.

Al día siguiente de haber hecho el grupo la travesía, llegué a una tienda en Seboruco. Con gran misterio el dueño me comentó, junto a dos o tres campesinos de la zona, que la noche anterior había atravesado por su finca un grupo grandísimo de alzados. Para disimular, le insistí en que tal vez eran fantasmas también vistos por otras gentes, o posiblemente se tratara de algunos vecinos que regresaban de una fiesta o algo similar, y los comentarios sobre los alzados eran un cuento. Entonces uno de los campesinos, muy entusiasmado por la presencia de los rebeldes, me dijo: “Oiga, compay, yo no veo fantasmas y los vi… Los vi cuando brincaban uno a uno la cerca y aproveché para contarlos bien y eran ciento quince hombres armados hasta los dientes”, e incluso explicaba cómo los había contado.

Aquello se convirtió en un secreto a voces, pero en un circuito bien cerrado, pues la información no se filtró al enemigo, lo que puso en evidencia la simpatía y apoyo de esos campesinos. A la vez, si las noticias llegaban al adversario, nos convenía que exageraran acerca de la cantidad de hombres y armas.

Apoyo a las acciones del 24 de febrero y al ataque a un cuartel

Durante los meses de febrero y marzo, el objetivo fundamental era fortalecer la guerrilla y, de acuerdo con las posibilidades, mejorar su armamento, así como emprender acciones que hicieran sentir la presencia de rebeldes en la zona sin poner en peligro la integridad del grupo. En ese contexto se realizó el mencionado traslado de pertrechos en que participaron Ana Batlle y Julio Alcolea.

Para el bautismo de fuego se ideó un plan de sabotajes simultáneos sobre diferentes puntos de la línea del ferrocarril Guantánamo-San Luis, en el tramo de Baltony a Jutinicú. Factor fundamental en su materialización resultó un cargamento de dinamita recibido desde Santiago, procedente de la mina de El Cristo.

El día señalado fue el 24 de febrero, aniversario del inicio de la guerra de 1895. Los tres puntos donde se prepararon los niples, cocteles molotov y otros artefactos explosivos, y desde los cuales salieron los compañeros hacia los lugares designados, fueron la casa de los Fernández, la de Waldemar Ramos Arias, en Jarahueca, y la de los padres de Lussón, en Dulce Nombre, La Prueba.

En Baltony, la escuadra de Miguel Ramos dinamitó un puente y una grúa, ajustició a un chivato e incendió plantaciones de caña. En Los Ramos, la escuadra de Waldemar voló otro puente y la línea del ferro-carril, además de perseguir a un chivato que se atrincheró y les ocasionó dos heridos: Hugo Castañeda y Sergio Isalgué Matos; en la retirada también quemaron cañas. En San Benito, la escuadra de Venzant prendió fuego al paradero del ferrocarril y sembrados de caña, dinamitó un puente y se mantuvo en el pueblo durante algunas horas. Por último, la escuadra de Michel voló un pequeño puente ferroviario en Jutinicú, dio candela a la estación y los almacenes del ferrocarril, y se retiró en un yipi propiedad del administrador del correo, no sin antes dejar una estela de cañas quemadas por toda la zona.

Los heridos, fueron alojados y curados en la casa de los padres de Lussón y en la de Rafael Milanés Bornás, hasta que se les pudo trasladar hacia Santiago.

Meses antes, en julio de 1957, Bernardo Milanés había llevado a Wilfredo Robaina Ríos a la finca de Antonio Lussón padre, en Dulce Nombre, para que le diera protección y alojamiento porque era buscado por los esbirros de la tiranía debido a sus actividades revolucionarias. Desde entonces la vivienda de la familia Lussón sirvió como recinto para organizar acciones guerrilleras.

Después de esas acciones, el grupo guerrillero del teniente de milicias Raúl Menéndez Tomassevich se propuso una acción más audaz: atacar un apostadero de la guardia rural de la zona, con el propósito de foguear la guerrilla, hacer evidente su existencia y aumentar el exiguo armamento.

Los puestos que podían ser atacados eran dos, ambos del escua-drón 15 de la guardia rural: el de Jarahueca y el de Mayarí Arriba. Se optó por este último porque era de madera y, por lo tanto, más vulnerable que el de Jarahueca, de mampostería, y se encontraba más distante de Alto Songo, lo que retardaría la llegada de posibles refuerzos y el enemigo estaría más confiado por encontrarse alejado de la región donde se libraban acciones combativas. Además, atacar Mayarí significaba extender hacia el oriente el asedio de las fuerzas rebeldes.

El pelotón, con treinta y dos hombres, partió a pie del campamento de Joturo en la noche del 3 de marzo, atravesó la loma de La Salchicha y llegó a La Ensenada en horas de la mañana.

Al día siguiente reiniciaron la caminata con rumbo a Loma Blanca. En este pueblito los esperaba Mario Rivera con un camión, previamente coordinado por Antonio Enrique Lussón. Cuatro o cinco kilómetros más adelante, en Arroyo de Seboruco, el vehículo presentó problemas y tuvieron que abandonarlo. Continuaron a pie unos dos kilómetros más, hasta cerca de la casa de Chicho Cardero, quien les entregó su camión zapa de seis ruedas; para evitar que el enemigo tomara represalias contra él, le indicaron decir que había sido obligado.

—¿Cómo fue lo del carro enviado?

—Analizando el posible apoyo al ataque, acordamos que la noche del 4 de marzo el compañero Mario Rivera permaneciera con su vehículo en Loma Blanca, donde los rebeldes fingirían ocuparlo por la fuerza. Mario cumplió cabalmente la misión. Al día siguiente fue al cuartel de Jarahueca e hizo la denuncia; narró una novela acerca de cómo se lo habían arrebatado, con lo cual calmó un poco la ira del jefe del puesto, el sargento Agapito. A pesar de los insultos, palabrotas y advertencias amenazantes, salió ileso y pudo seguir moviéndose por toda la zona y desempeñando su valioso papel de mensajero y abastecedor de la guerrilla.

—¿Y ese inconveniente con el camión no malogró el plan de ataque?

—El asalto al cuartel de Mayarí Arriba se realizó el 5 de marzo y resultó exitoso, pues lograron tomarlo, ocupar catorce armas, entre ellas una ametralladora Thompson y cinco fusiles Springfields, y otros medios. Cuando el grupo guerrillero había abandonado la instalación, nuevas fuerzas de la guardia rural la ocuparon, pero no permanecieron en ella más de una semana porque recibieron órdenes superiores de abandonarla para siempre.

De ese modo participé en el nacimiento de la guerrilla de Songo, cuando aún no se había creado el Segundo Frente Frank País y aunque en ese momento no fuí autorizado a integrarme como miembro, meses después, incorporado ya al Ejército Rebelde, surgió el vínculo con ella de modo absoluto e indestructible, hasta la victoria final y para toda lavida.

A las puertas de Santiago

¡Al fin… el primer combate!

Lussón:

—Oiga compay, ¡tengo ganas de que llegue la noche!—casi como un susurro comentaba un compañero.

—Y yo también, porque esta encerradera todo el día y hablando como en una funeraria, no es fácil —afir-maba otro.

—Por tu gesto, Lussón, me parece que sientes lo mismo —aseguró, mirándome, un tercero.

—Es que trabajo moviéndome todos los días de un lugar a otro, y esto es como estar en la cárcel —respondí.

Aunque significaba un enorme riesgo para él y su familia, René León Fourquemín, al igual que muchos cubanos, puso su vivienda, en la finca Prosperidad, a disposición de la causa revolucionaria. La casa servía de refugio a un grupo de quince combatientes clandestinos que, desde el 18 de marzo de 1958, habíamos recibido la orden de acuartelarnos para realizar una acción armada. Los allí reunidos desconocíamos cuál sería la misión a cumplir, y con impaciencia esperábamos por la caída del crepúsculo para entrenarnos mediante nocturnas jornadas de marcha.

A pesar de que la distancia entre Prosperidad y El Cañón, ubicado en la carretera de Santiago a Dos Caminos, es de poco más de tres kilómetros, al caminarla resultaba mayor porque en el recorrido teníamos que atravesar las alturas de Puerto Boniato, pasar cerca de la casa de Juan José Otero y retornar a Prosperidad. En ocasiones se nos unía otro grupo comandado por Idalberto Lora Sánchez. Al desplazarnos tomábamos precauciones para no ser vistos; no obstante, esos eran los únicos instantes que nos servían de distracción.

—¡Entérate de esto!, si los casquitos nos sorprenden cerca de aquí, en caso de quedar con vida nos van a dar un “buen alojamiento”, porque a menos de dos kilómetros tenemos las “confortables” celdas de la cárcel de Boniato —solíamos comentar un poco en broma y bastante en serio.

La dirección del Movimiento había planeado realizar una huelga general revolucionaria en toda Cuba a partir del 9 de abril. El cierre de los centros de: producción, servicios, comercio y transporte, debía provocar una paralización indefinida. Un elemento considerado de suma importancia fue la acción armada llevada a cabo en apoyo a ese paro.

El plan de las milicias en Santiago de Cuba incluía numerosas actividades dentro y fuera de la ciudad, entre otras el ataque al cuartel de la guardia rural del poblado de Boniato, en las cercanías de Santiago, al norte. Sin embargo, desde finales de marzo el régimen de Batista desplegó su aparato represivo, ocupó posiciones importantes y atacó puntos donde estaban acuartelados los milicianos; muchos de estos resultaron muertos, heridos o apresados.

Ante esa situación, René Ramos Latour, Daniel, valoró con los miembros de la dirección del Movimiento en Santiago lo difícil que resultaba operar dentro del área urbana, y determinó que parte de las mejores fuerzas y armas se sumaran a lo planeado para Boniato. También decidió comandarlas personalmente y que Belarmino Castilla Mas dirigiera la operación en la ciudad.

El cuartel de Boniato era una pequeña construcción de madera, con muros de protección por el frente y la retaguardia, de poco más de un metro de altura. Se encontraba próximo a la carretera Santiago-El Cristo y distaba unos doscientos metros del entronque de Boniato; se estimaba que allí pernoctaban unos doce soldados bien armados. El mayor peligro radicaba en que a unos siete kilómetros se hallaba la segunda fortaleza militar del país: el cuartel Moncada, desde el cual, apenas recibido el aviso, debían enviar un potente refuerzo para aniquilar a los atacantes.

La idea era atacar el cuartel e incendiarlo, y bloquear la carretera de acceso con dirección a Santiago, para detener el refuerzo. Ramos Latour estaría al frente al asalto a la guarnición, y el teniente Idalberto Lora situaría la emboscada de contención a unos dos kilómetros más al sur, en el crucero de Cuabitas.

En la tarde del 7 de abril, Daniel instaló el puesto de mando en un área boscosa de la finca de Juan José Otero y comenzó a dar las instrucciones previas. Hombres y pertrechos se concentraban en este lugar. En el trasiego de armas colaboraron compañeros del movimiento clandestino. Las nuestras las llevaron a Prosperidad.

A las siete de la noche del 8 de abril llegó un mensaje de Daniel con la orden de trasladarnos hasta La Cueva, en el Puerto de Boniato, a cuatro kilómetros de Prosperidad. Allí se nos comunicó que atacaríamos el cuartel de Boniato, primera acción que se produciría prácticamente a las puertas de Santiago de Cuba.

—¡Miren pa’eso cará’, tan cerca de la presa y sin saberlo! —exclamó alguien al conocer el objetivo a atacar. El cuartel distaba apenas dos kilómetros de Prosperidad.

Próximas las nueve y media de la noche, salimos de la finca de Otero —sería ese nuestro último recorrido nocturno en esa zona—, pero esa vez no se trataba de un entrenamiento: treinta y tres hombres asaltaríamos el cuartel bajo el mando de Daniel, y otro grupo de once, con Idalberto Lora al frente, situaría la emboscada. En El Cañón quedaron compañeros desarmados y otros de los peores armados.

Alrededor de la medianoche llegamos a Prosperidad y Daniel dio las órdenes pertinentes a los oficiales que comandaban los grupos. A la una y treinta de la madrugada del día 9, me indicó cortar la línea telefónica e inutilizar los carros automotores de una lechería cercana, para evitar que avisaran de nuestra presencia por una u otra vía. Con algunos combatientes de mi escuadra, en breve cumplí la orden.

A las dos de la madrugada salimos de Prosperidad; marchábamos divididos en dos grupos por ambos lados de la carretera, hasta Villa Nenita, donde con la misma formación nos encaminamos rumbo al cuartel. Una máquina ocupada en Prosperidad se dejó en el entronque de Boniato, con las mochilas y tres compañeros que debían vigilar la llegada de un posible refuerzo procedente de la cárcel.

Desde el frente izquierdo del cuartel, a las 3:45 de la madrugada, Daniel abrió fuego y de inmediato lo hicieron los demás combatientes. Acompañado de Teobaldo Castillo, Rolo Monterrey avanzó disparando con su ametralladora Madsen, pero el enemigo ripostaba. Un pelotón bajo el mando de Manals y Jacas atacó desde el frente, por la derecha; Orlando Regalado disparó con la Thompson, se situó a dos metros del lado izquierdo de la instalación cuartel y lanzó dos granadas. “¡Ríndanse, ríndanse!”, gritó a la soldadesca asediada.

El grupo de Higinio Díaz Ané, Nino,* y el mío, cruzamos la carretera y ocupamos la casa contigua al cuartel, para desde allí lanzar los cocteles, pero…

—¡Ah, cará’! ¿Dónde están los molotov? —repetía molesto, entre dientes, pues quienes debían llevarlos no llegaban.

En tanto, Idalberto Lora, con sus hombres, organizó la emboscada en el crucero de Cuabitas: amarró con alambres la barrera para detener el paso de vehículos y situó cartuchos de dinamita en un árbol.

—¡Oiga Lussón, ese tiroteo que se escucha por la carretera es en la emboscada, con los casquitos que vienen de Santiago! —me informaron.

Se trataba del refuerzo enemigo que, poco después de las cinco de la mañana había caído en la trampa tendida por Idalberto y sus hombres. Sorprendidos por los rebeldes, los del ejército sufrieron numerosas bajas, pero lograron reponerse porque contaban con más hombres mejor armados, lo cual les posibilitó, con el apoyo de una tanqueta, contraatacar a los emboscados.

Transcurrida hora y media de combate sin poder tomar el cuartel, Daniel consideró cumplido el objetivo de la acción y ordenó la retirada. La salida se efectuó por grupos, por rumbos diferentes. No obstante, en horas de la noche de ese día el jefe logró reunirnos: totalizábamos cuarenta y seis combatientes.

Para todos resultó muy lamentable lo ocurrido a los compañeros Armando Suárez Sotomayor, quien había trabajado conmigo como chofer; Antonio Robert Ducás y José Miguel de Lázaro Bosch, quienes habían estado con el auto en el entronque de Boniato. Fueron sorprendidos por una patrulla del ejército con la que intercambiaron disparos; Robert resultó muerto, y a Armando Suárez, herido, lo remataron. José Miguel, también lesionado, logró escapar. Esto lo supimos después, porque en la retirada no los vimos y aprovechamos un carro de leche que había en Villa Nenita para trasladarnos hacia Dos Bocas.

Con relación al resultado final del combate, el 10 de abril, cuando aún desconocía la muerte de Antonio Robert Ducás y Armando Suárez Sotomayor, en carta dirigida a Vilma Espín Guillois, Deborah, Daniel le comentó:

(…) El cuartel pudo caer en nuestras manos si yo hubiera aceptado la petición de muchos compañeros valiosos que deseaban penetrar en el mismo por la parte donde tenían instalada la 30 utilizando una gran parte de nuestras ametralladoras de mano y la amet 30. Pero, esto, aunque representaba la victoria total y nos hubiera proporcionado un gran número de armas, significaba también la muerte de un puñado de bravos milicianos que habían hecho gestos de un extraordinario arrojo, de un extraordinario coraje.

Por tanto, preferí conformarme con la victoria psicológica que representa el permanecer atacando un cuartel situado a cinco minutos del Moncada durante hora y media, hacerle un número de muertos o heridos y retirarme sin una sola baja por parte nuestra. Es lo que yo he calificado de “un desafío al Moncada” (…)1

Culminaba así nuestro bautismo de fuego, por suerte vivos y alejándonos cada vez más de las “confortables” galeras de la cárcel de Boniato.

Marchas, ascensos y reorganización de la tropa

—Después de treinta y seis horas sin ingerir alimentos, hicimos nuestra primera comida en El Bonete, donde residía Francisco Írsula, quien más tarde nos guió hasta la casa de un primo suyo nombrado Lano, adonde llegamos alrededor de la medianoche.

Al día siguiente el nuevo anfitrión nos obsequió un puerco lo suficientemente grande como para alimentar a toda la tropa. Improvisamos un fogón y comenzamos a cocinarlo pero… “¡Ahí viene la avioneta! ¡La avioneta! ¡Apaguen el fuego!” —avisó un centinela.

La incursión aérea pretendía localizarnos y el piloto ametrallaba donde le parecía que nos ocultábamos. Por suerte se retiró sin vernos y tan pronto desapareció activamos la lumbre. Sin embargo, instantes después… “¡La avioneta! ¡La avioneta!” —alertaba de nuevo el vigía.

Así, en varias ocasiones hubo que apagar la leña y la cocción del cerdo dejó mucho que desear; a pesar de ello nadie se puso melindroso y con mucho gusto nos lo zampamos.

Ese día 10, a las cinco de la tarde, Daniel ordenó reanudar la marcha con rumbo a El Escandel. Pasamos el caserío de alto de Villalón y cer-ca de la una de la madrugada del 11, a unos doscientos metros de la vivienda de Fillo Revilla, nos gritaron: “¡Alto, en nombre del 26 de Julio!”. Se trataba de la tropa del teniente Roberto Castilla.

Al entrar en la casa la sorpresa fue mayor, pues en ella estaba el comandante Belarmino Castilla, quien en busca nuestra había llegado hasta el lugar. Allí se produjo una breve reunión en la que Aníbal le informó a Daniel, y a unos pocos que estábamos presentes, del fracaso de la huelga en el país, pues no se había producido el paro. Además, nos comunicó que en Santiago habían resultado muertos trece compañeros, y en La Habana, más de veinte. Daniel indicó mantener en secreto tal información hasta que, después del amanecer, se le hablara a la tropa.

Alrededor de las tres de la madrugada continuamos la marcha hacia la sierra de la Gran Piedra y nos detuvimos a unos seis kilómetros de El Escandel, en el nacimiento del río Baconao. Agotados, los combatientes se regaron por el suelo.

Apenas amaneció organizamos el campamento en unos cafetales y Daniel reunió la tropa, explicó el lamentable fracaso de la huelga y la necesidad de organizar, reforzados con los elementos más señalados del Movimiento en Santiago, nuestra columna. Esta, al decir de él, desempeñaría un gran papel por su proximidad a la capital de Oriente, y porque podría actuar en coordinación y como enlace entre la Sierra y el recién abierto Segundo Frente Frank País, dirigido por el comandante Raúl Castro Ruz.

En esa reunión pudimos observar, tanto en Daniel como en Aníbal, sus cualidades de jefes y animadores ya que, mediante sus razonamientos y fe en el triunfo revolucionario, pudieron levantar el espíritu de la tropa, bastante decaído ante la noticia. Daniel conferenció largo rato con Aníbal y le ordenó volver a Santiago para organizar la nueva incorporación, así como el aseguramiento y traslado de las armas.

Al lugar donde pernoctábamos, al fondo de la casa de Adriano Rodríguez Rodríguez, lo nombramos “Hoyo de los Rebeldes”. Allí permanecimos hasta el día 13, en que a las cinco de la tarde reemprendimos la marcha para, a las once de la noche, alcanzar el alto de El Olimpo, donde en la tienda de Iluminada Fernández Abiague, Chucha, nos dieron algunos comestibles. Guiados por ella nos trasladamos a la finca La Idalia, de Arístides Beatón Rodríguez; llegamos alrededor de las cuatro de la madrugada del día 14, y de inmediato prendimos hogueras para secarnos y ahuyentar el frío. Ese día Daniel ascendió a teniente a los compañeros Oriente Fernández, Roberto Letusé Gomero, Luis Felipe Rosell Soler y Antonio Enrique Lussón Batlle; a otros les confirmó los grados que tenían en las milicias.

En las primeras horas del 15, Aníbal llegó a La Idalia en compañía de Ana Céspedes Olivares, Anita, y Marcelo Fernández Font, quienes junto a Vilma Espín y otros miembros de la dirección del Movimiento, en reunión celebrada en Santiago habían considerado que Daniel debía retornar a sus responsabilidades en la dirección del Movimiento y Aníbal asumir el mando de la columna.

Convencer a Daniel fue difícil, pero al final tuvo que aceptar el criterio de los compañeros por ser lo más conveniente para la causa revolucionaria en esos momentos. Era uno de los más perseguidos por las fuerzas represivas de la tiranía; sin embargo, al decidir el regreso a Santiago, demostraba, una vez más su valentía, buen juicio y elevado sentido del deber.

Bajo el mando de Aníbal, la columna arribó el 20 de abril a San Flor, cinco kilómetros al sur de la Gran Piedra, y estableció campamento cerca de la casa de Felipe Rivera López, Papito, quien los puso en contacto con grupos de escopeteros de la zona liderados por Esmérido Rivera Rúa.

Tres días después, Aníbal informó por escrito a Daniel sobre la reor-ganización definitiva de la Columna No. 9 José Tey, la cual quedó estructurada en tres pelotones: dos con tres escuadras cada uno, y uno, el No. 2, a cargo del capitán Miguel Ángel Manals Rodríguez, con cuatro; los otros dos los comandaban los capitanes Higinio Díaz y Manuel Jacas. El jefe de la columna, comandante Belarmino Castilla, tenía como ayudante al capitán Orlando Regalado Acosta.