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Soy Aliana Sinclair y soy una bruja . En mi familia, todas las primogénitas nacen con la maldición. Somos brujas, pero ellas, las primeras que nacen, además, son vampiros . Acaban volviéndose locas o huyendo para no hacer daño. O peor, son asesinadas. Mi hermana mayor por un minuto, Raine, se marchó sin despedirse. Pero yo voy a ir a buscarla, la encontraré y la traeré de vuelta. Cueste lo que cueste. El problema es que un Montecristo quiere impedírmelo a toda costa. Uno de esos cazadores que juraron proteger al mundo de nosotras. Cada vez que alguna despierta, inmediatamente sale uno tras ella, como lo hizo tras mi hermana. Hugo es el que me corresponde. Pero no va a pararme. Lucharé contra él, contra los ghouls o si hace falta, contra mi propia familia, con tal de recuperar a Raine. Y espero encontrarla, antes de que sea demasiado tarde. Novela de fantasía urbana sobrenatural, romántica, con magia, vampiros, misterio y amor. Si te gustó Las Brujas escocesas de Black Rock, de la misma autora, (con brujas y lobos), te gustará esta novela. En esta ocasión, encontrarás un antiguo aquelarre de brujas, vampiras y viejas leyendas paranormales que cobran vida. ¿Quieres saber por qué las primogénitas brujas se convierten? ¿Y qué pasa con ellas una vez convertidas? Empieza a leer. ahora mismo....
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Seitenzahl: 218
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Renegada
Brujas de sangre I
Anne aband
Anne Aband
© Anne Aband (Yolanda Pallás), [2023]
ISBN: 9798371424402
Safe creative: 2212272969390
Impresión independiente
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Poema The Witch de Mary Elizabeth Coleridge
I have walked a great while over the snow,
And I am not tall nor strong.
My clothes are wet, and my teeth are set,
And the way was hard and long.
I have wandered over the fruitful earth,
But I never came here before.
Oh, lift me over the threshold, and let me in at the door!
He caminado mucho tiempo sobre la nieve,
Y no soy alta ni fuerte.
Mi ropa está mojada y mis dientes están apretados,
Y el camino fue duro y largo.
he vagado por la tierra fértil,
Pero nunca vine aquí antes.
¡Oh, sácame del umbral y déjame entrar por la puerta!
The cutting wind is a cruel foe.
I dare not stand in the blast.
My hands are stone, and my voice a groan,
And the worst of death is past.
I am but a little maiden still,
My little white feet are sore.
Oh, lift me over the threshold, and let me in at the door!
El viento cortante es un enemigo cruel.
No me atrevo a soportar la explosión.
Mis manos son piedras, y mi voz un gemido,
Y lo peor de la muerte ha pasado.
Todavía soy una pequeña doncella,
Me duelen los piececitos blancos.
¡Oh, sácame del umbral y déjame entrar por la puerta!
Her voice was the voice that women have,
Who plead for their heart’s desire.
She came—she came—and the quivering flame
Sunk and died in the fire.
It never was lit again on my hearth
Since I hurried across the floor,
To lift her over the threshold, and let her in at the door.
Su voz era la voz que tienen las mujeres,
Quienes abogan por el deseo de su corazón.
Ella vino, ella vino, y la llama temblorosa
Hundido y muerto en el fuego.
Nunca más se encendió en mi hogar
Desde que me apresuré por el piso,
Para levantarla sobre el umbral y dejarla entrar en la puerta.
El principio13
Capítulo 1. Aliana19
Capítulo 2. Montecristo25
Capítulo 3 Raine. Hace una semana31
Capítulo 4. Hace muchos años33
Capítulo 5. Sinclair37
Capítulo 6. Raine41
Capítulo 7. Aliana45
Capítulo 8. Hugo49
Capítulo 9. Aliana59
Capítulo 10. Hugo65
Capítulo 11. Aliana71
Capítulo 12. Hugo77
Capítulo 13. Aliana85
Capítulo 14. Hugo91
Capítulo 15. Hugo101
Capítulo 16. Aliana107
Capítulo 17. Cassandra117
Capítulo 18. Hugo127
Capítulo 19. Aliana133
Capítulo 20. Hugo139
Capítulo 21. Aliana147
Capítulo 22. Hugo155
Capítulo 23. Aliana161
Capítulo 24. Hugo169
Capítulo 25. Aliana175
Capítulo 26. Hugo183
Capítulo 27. El ritual189
Capítulo 28. Montecristo195
Capítulo 29. Aliana201
Epílogo. Raine205
Agradecimientos209
Otros libros relacionados213
Contenido adicional: Los Montecristo219
El intrincado laberinto de las cuevas bajo la montaña a la que le decían embrujada por la leyenda de la Cabellona, que perseguía a las mujeres bellas por celos, no asustó a los dos guerrilleros que se refugiaron de los combates que se sucedían alrededor.
Las cuevas estaban secas, había agua fresca y no hacía tanto calor como en la selva tropical. Ellos eran dos jóvenes del pueblo, que se conocían de toda la vida y que habían tenido que unirse a la guerrilla casi por obligación, y no fue raro que se enamorasen. Deseaban salir de esa lucha de horror y sangre, y por eso huyeron.
Sabían que nadie entraría en las cuevas. Al parecer, estaban malditas. Ellos no creían en leyendas antiguas, solo en el amor y la libertad, pero las historias que cuentan los ancianos siempre tienen una base de verdad y ese día la encontrarían frente a frente.
Amatista se levantó cansada. Se incorporó del suelo donde su hombre había esparcido algunas hojas con la idea de que resultara confortable. Él no estaba en la pequeña cueva donde se habían refugiado, la más alta y cálida que encontraron. Supuso que habría ido a conseguir algo de comer.
Esa noche no había dormido. Soñó con sangre y mujeres salvajes. Siempre había tenido visiones, y por ello no le extrañaba. Pero hasta ese momento habían sido con sus convecinos o incluso con José, el amor de su vida. Nunca tan terribles. Supuso que sería por el embarazo. No había tenido sangrado vaginal desde hacía dos meses, desde que comenzó a entregarse a él. Estaba contenta. Empezaban una nueva vida, fuera de la guerra. Se irían del país, cuando dejasen de buscarlos. Su cabello y ojos oscuros había llamado demasiado la atención del capitán y sabía que la perseguiría con afán, pero ella solo amaba a José.
El ruido de unas pisadas rápidas la alertó y se escondió tras un recoveco.
—Amatista, mi amor, ¿dónde estás? Tenemos que huir, nos han encontrado.
—Aquí —dijo saliendo y abrazándolo—, ¿la guerrilla?
—Sí, nos han encontrado. Debemos meternos más adentro en la cueva, ya están en la entrada. Casi no pude escapar de ellos.
—Pero no conocemos qué hay allá, en el interior, mi amor. ¿Y si hay algo peligroso? Esta noche…
—Es la única solución, vamos —José no le dio opción a replicar. Tenían que avanzar por la cueva o morirían en ese momento. Al menos él. Suponía que el capitán tenía otros planes para ella.
Tomaron las dos linternas de aceite, el sable que José solía llevar y un hatillo con sus cuatro cosas. Con miedo, se metieron en la profundidad del lugar, donde la temperatura era mucho menor y la oscuridad parecía paladearse. Nunca habían pasado de la entrada, pero en ese momento, debían hacerlo.
La luz que llevaban apenas iluminaba un par de metros por delante y a punto estuvieron de caer en algún hueco que salpicaba el camino como si fuera un colador. Por suerte, la visión interior de Amatista la avisaba y lo pudieron evitar.
Los pasos de los soldados y los gritos estaban cada vez más cerca y se apresuraron.
—Son muchos, mi amor —dijo José—. Tú huye, yo los pararé.
—No, mi vida —dijo ella llorando—, además, tu hijo necesitará un padre que le enseñe a trabajar la tierra.
Él se quedó parado y sonrió. La abrazó y la besó, hasta que escucharon un ruido que salía de lo más oscuro.
José se puso delante con el sable y ella sostuvo el candil.
—Vaya, vaya, mis dos visitantes se han atrevido a entrar en mi casa.
La voz de una mujer, gastada como la de su abuela, resonó en sus cabezas. Amatista se estremeció. Es la voz que escuchaba en sus sueños.
—¿Qué tenemos aquí? —dijo la mujer saliendo a la suave luz. La miraron aterrados. Llevaba un viejo vestido, ajado y rasgado, y sus cabellos oscuros y largos hasta la rodilla estaban revueltos. Parecía un animal salvaje, no solo por el aspecto, sino por sus ojos, que es lo único que se veía de su rostro.
Ambos dieron un paso atrás, pero estaban contra la pared. José alzó el cuchillo y ella rio a carcajadas.
—Muchos hombres han querido asesinarme y me hicieron cosas que no podría ni explicar. Pero me salvé y aquí estoy. Tú no podrás conmigo, José.
—¿Cómo sabe mi nombre? —dijo él, pero Amatista lo apartó y se encaró con ella.
—Señora, mi José es bueno, jamás haría daño a ninguna mujer. Él me ama y por eso nos escapamos de los soldados. Por favor, señora. Solo queremos salir de aquí y marcharnos —dijo tocándose sin poder evitarlo el vientre.
La mujer alzó la vista y la miró a los ojos.
—Bien, pareces valiente. Hagamos un trato. Si me das tu primera hija, acabaré con los soldados y os podréis marchar.
—¡No! —dijo José.
La mujer se movió tan rápido que ninguno pudo hacer nada y puso sus afiladas uñas en la garganta del hombre. Miró a Amatista, que se quedó fascinada con su bello rostro, cubierto de suciedad. Vio la pena en ella y se compadeció.
—Acepto —dijo pensando en su hombre. Una vez que salieran de las cuevas, se irían tan lejos que ella no podría alcanzarles.
La mujer soltó a José y, con rapidez, tiró a Amatista al suelo y mordió su vientre. El veneno y, con ello, la maldición, entró en su cuerpo y, aunque no sintió nada, excepto el leve pinchazo de los colmillos afilados, el miedo se apoderó de ella.
—Si no me la das, ella vendrá a mí —dijo antes de desaparecer como una centella.
José recogió a su mujer del suelo y se miraron atemorizados. Recogieron apresuradamente todas las cosas que habían caído al suelo, y, sin advertirlo, se llevaron un cuaderno que pertenecía a la mujer con la que acababan de hacer un pacto.
Los gritos de terror de los hombres taladraron sus mentes, pero fue peor el espectáculo horrible de sangre y muerte que esa mujer estaba provocando. Rodearon la entrada, José abrazando a su esposa.
—Debemos irnos —dijo él, y salieron de las cuevas a la luz del día, donde esperaban tener una bonita vida juntos, aunque, dieciséis años más tarde, lamentaron la promesa realizada que afectaría a toda su familia.
Algunas de las brujas de mi familia, las Sinclair, no se casaron y no tuvieron hijas, para evitar la maldición, pero otras muchas decidieron hacerlo, a pesar de todo. Se esforzaron en buscar diferentes tratados de magia blanca, negra o incluso roja, indagando una solución para salvar a sus hijas. Fueron muchos años de practicar la brujería heredada de la primera, de Amatista, y pensaban que podían contrarrestar la maldición.
Pero no funcionaba. Durante generaciones, perdieron a sus primeras hijas de la noche a la mañana, cuando a una edad entre dieciséis y dieciocho, un día desaparecían, aunque se consolaban pensando que tenían otras hijas más.
Y esas hijas tuvieron otras, de manera que la familia Sinclair se esparció por el mundo. Por mucho que se alejasen de Cali, al final, la primogénita desaparecía. Sé de una prima en Francia que mantuvo encerrada a su primera hija, hasta que las atacó y asesinó a toda la familia. Como si de un instinto se tratase, ellas tenían esa pulsión de ir buscando a la mujer, a la que conocíamos como Cassandra, según su diario.
Mi tía Lily se fue cuando tenía diecisiete y, aunque no hablan mucho sobre ella, sé que a la abuela le duele su pérdida. Por suerte, está mi madre.
El problema vino cuando mi madre tuvo mellizas. Durante casi dieciocho años mi madre rezó y pidió a todos los santos que a ella no le ocurriera, que pasara de largo, pero Raine nació un minuto antes que yo, y por eso cargó con la maldición.
Hace unos días desapareció y me niego a no volverla a ver. Así que voy a ir a buscarla.
—¡Aliana! —llama mi madre y dejo lo que estaba haciendo. Convencí a mis padres de poner un chip rastreador a Raine y ellos decidieron ponerlo también a las otras tres hermanas, solo por si acaso.
—¡Voy! —grito desde mi habitación, aunque sabe que tardaré. Muevo el ratón y miro la pantalla del ordenador, donde intento rastrear por la zona. Mis padres nunca han sido muy boyantes económicamente por lo que el rastreador tiene un alcance limitado.
Por suerte, me encantan los aparatos electrónicos y he podido crear uno portátil que me ayudará a encontrar a Raine. Ellos no saben que me iré pronto, y por eso quiero aprovechar el momento de pasar con ellos.
Cierro el portátil y bajo corriendo las escaleras, tanto que mi moño negro se deshace y mi cabello cae hasta media espalda. Lo recojo de nuevo en una trenza mientras llego al comedor y doy un beso a mi padre. Hace ya una semana que desapareció mi hermana y el ambiente es de una gran tristeza.
Mis dos hermanas pequeñas, de catorce y diez años, me miran con cariño. Raine siempre ha sido la hermana buenecita, pero yo las he apoyado en sus locuras y las he ayudado en todo lo posible.
Mi madre está en la cocina. Voy hacia allá y le doy un beso en su rostro, mojado por las lágrimas.
—Quizá vuelva, mamá —digo sabiendo que no es verdad. Ella ha sentido la pulsión. Dormimos juntas y la he visto más distante. ¿Cómo no me di cuenta entonces? Después de que se ha ido, sí que recuerdo haber observado cosas extrañas. Pero en el siglo XXI ¿quién cree que esas cosas como maldiciones sigan ocurriendo? Aunque tampoco podíamos mantenerla encerrada, de todas formas.
—Ya, hija, ya.
Mi madre saca la ensalada y mi padre, que acaba de entrar en la cocina, coge el guiso de carne. Seguimos con nuestras tradiciones colombianas a pesar de que vivamos en España desde hace dos generaciones.
Mi abuela llega desde su habitación, apoyada en el bastón y con el rictus serio. Vive con nosotros desde que se quedó viuda y, según creo, para vigilar a mi hermana.
Se sienta en la mesa sin decir nada y cenamos en silencio. Solo alguna de mis hermanas habla del colegio y hace que la tensión se rebaje.
En cuanto cenamos, vuelvo a subir a la habitación. Esa noche no me toca limpiar los platos, así que vuelvo a mi ordenador.
Cuando llevo un rato, alguien llama a mi puerta.
—Adelante.
Mi abuela pasa y se sienta encima de la cama. Y me mira sabiendo lo que pienso. Siempre lo ha sabido. Ella tiene una gran intuición.
—Vas a ir a buscarla, ¿verdad? —dice mirándome fijamente. Sus ojos son oscuros como los míos y no puedo mentirle.
—Sí. Pero no se lo digas a mamá.
—Ella lo intuye. Pero no cree que vayas a hacerlo, o al menos, tiene la esperanza de que no lo hagas.
—Abuela, no puedo perder a mi hermana. Ella y yo, no sé, somos inseparables. Siento que me falta la mitad de mi alma.
—Pero eres una niña, no puedes enfrentarte a ellas. Sabes lo que son.
—Lo sé. —Me levanto enfadada y doy un paseo por la habitación hasta que llego a la ventana, escrutando la noche.
—Pero si la encuentro, ella me ayudará, volverá, la convenceré…
—¿Y si es peligrosa? ¿Y si es un animal salvaje?
Me giro hacia mi abuela enfadada y la enfrento.
—Raine es buena persona, no me haría nada, ni a los demás.
—Pero la fuerza de la sangre… —protesta mi abuela.
—Ya he pensado en eso. Iremos a un banco de sangre y ella podrá alimentarse, no necesitará hacer daño. Y si piensas en lo que hizo la prima de Francia…
—Claro que pienso en eso, y en tus hermanas pequeñas. ¿Quieres ponernos a todos en peligro?
Me vuelvo enfadada y me siento en el ordenador, con la mirada fija. Cuando mi abuela ve que es imposible hablar conmigo, se va, suspirando quedamente.
Tal vez pueda llevarla a un lugar donde esté tranquila, sin encerrarla. Si le llevo sangre, no necesitará hacer daño. Yo le daría la mía si fuera necesario.
Decidida a marcharme, ajusto mi rastreador y me hago una lista de lo necesario para mi viaje, incluyendo todo el dinero que llevo ahorrando desde hace dos años, solo por si acaso. Mi hermana se fue casi sin equipaje. Solo llevaba puesto unos pantalones vaqueros, una camiseta y su mochila, aunque no sé si metió algo en ella. Su móvil dejó de estar activo hace un día y, de todas formas, nunca cogió nuestras llamadas ni ha contestado a los mensajes.
La primera opción es el sur de Francia, es ahí donde le he perdido la pista. Y hacia donde, en un día, me marcharé.
—Mi hijo mayor ya ha partido a buscarla, señora, no puede pedirme eso —protesta mi padre por teléfono. Me mira y se va a la cocina, donde sigue su charla airada.
Miro a mi madre, que se retuerce las manos, y a mis dos hermanas pequeñas. Soy el segundo de una familia de cazadores y nos asignan a una o dos familias Sinclair de la zona. ¿Y qué cazamos? Vampiros.
Seguimos a las brujas que se han convertido y, cuando las encontramos, si tienen buena disposición, las encerramos, y si no, acabamos con ellas. Mi familia entrena desde hace generaciones para ello y aunque a veces nos parece mentira, existir, existen. Mi hermano salió hace unos días detrás de una de ellas.
Mi padre vuelve con el teléfono en la mano y me mira. Luego mira a mi madre, que se retira con mis hermanas pequeñas.
—¿Qué ocurre? —digo preocupado—. ¿Otra Sinclair?
—Algo así —dice sentándose enfrente de mí.
—Hugo, creo que estás preparado, has entrenado duro, pero tienes diecinueve años, yo…
—Padre, como tú dices, estoy preparado. ¿Dónde tengo que ir?
—Verás, no es exactamente perseguir a una vampira, sino proteger a una Sinclair. La mujer que persigue tu hermano tiene una melliza, que no ha cambiado, pero ha ido detrás de su hermana. La abuela nos ha llamado para ver si podemos enviar a alguien a protegerla.
—Eso no es tarea nuestra.
—Lo sé, hijo. Pero esa mujer me salvó la vida cuando su hija mayor me atacó. Le debo una. Iría yo mismo, pero…
—No, padre, iré yo.
—Gracias, Hugo. Solo es acompañarla e incluso obligarla a regresar. Estaba muy preocupada, porque la chica debe ser bastante testaruda. Se ha empeñado en convencer a su hermana de que vuelva, sin darse cuenta del peligro que supone para ella y para toda su familia.
—¿Hacia dónde ha ido?
—Llevan un rastreador en el cuerpo y, según dice, hacia el norte. Ahí le han perdido la pista. Puedes usar la aplicación portátil que la misma joven ha creado.
—Un cerebrito, ¿no? —digo frunciendo el ceño. A mí también me gusta trastear aparatos electrónicos, pero lo que más es entrenar con mi hermano mayor y ahora se ha ido. Por su culpa.
Si las Sinclair no se empeñaran en tener hijos, los Montecristo no tendríamos la necesidad de entrenar como cazadores, ser asesinos, perseguir a vampiras y enfrentarnos a ellas. La mayoría de mi familia ha acabado muerta e incluso en la cárcel, detenidos por asesinar a una mujer, aunque sea una alimaña.
—Hijo, te lo pido como favor personal —dice mi padre.
—Claro, iré. Mañana a primera hora salgo.
Me retiro a mi habitación. Estoy preparado, lo siento así y, sin embargo, nunca pensé que llegaría ese día. Estamos en la zona de esa familia Sinclair en concreto y nos corresponden; nuestra familia siempre está cerca de ellas, aunque nos está prohibido acercarnos a menos de que la hija mayor se transforme. Cuando se fue mi hermano, mi madre respiró aliviada, no porque él se fuera, sino porque ninguno de nosotros, del resto de mis hermanos, tendría que hacerlo. Mi hermano Ángel está más que preparado. Tiene dos años más que yo, pero le digo que parece un hombre de cuarenta, es serio y maduro. Siempre ha asumido su responsabilidad.
Y, por si acaso, decidieron entrenarme a mí, aunque siempre pensé que yo le hacía de sparring, sin creer que algún día me pudiera tocar salir a por una de esas malditas Sinclair.
Meto cuatro cosas en la mochila, tarjetas, armas, lo necesario. Tenemos un pase especial para aeropuertos y aduanas y un crédito más o menos generoso, pero solo cuando vamos en persecución. El consejo de las brujas dispone de fondos que no quiero ni pensar de dónde los sacan.
Somos como agentes encubiertos, una organización secreta que se rige por un consejo similar al de ellas, del cual forma parte mi padre, al ser una de las familias fundadoras. Deseo entrar en acción y, sin embargo, todo esto me da muy mala espina. Mi hermano hace días que no da señales de vida y, puede ser que sea normal, pero hay algo que no me cuadra.
Aunque esté prohibido, voy a enviarle un mensaje y espero que me conteste.
Cojo el móvil y tecleo algo rápido.
Llama si puedes, complicaciones, no grave. Espero que estés bien.
Con eso imagino que llamará. Me acuesto en la cama y mi madre entra y se sienta a mi lado. Acaricia mi cabello igual que hacía cuando era pequeño.
—Hugo, sé que hemos sido entrenados para esto, pero no esperaba… —retira la vista y sé que está aguantando las lágrimas. Se vuelve de nuevo y me mira. Sus ojos brillan—, no esperaba que tú también tuvieras que partir. Ya contribuimos bastante con el hijo mayor…
—Bueno, piensa que no voy de caza, mamá.
—Estoy harta. Mi hermano murió a manos de una, algunos de mis primos también, todos vivimos para evitar ese desastre y estoy cansada de que nos sacrifiquemos solo por el hecho de que ellas deseen tener descendencia.
Se levanta enfadada, nunca la había visto así.
—Supongo que todo el mundo quiere tener hijos.
—Sería más fácil si las sacrificaran nada más nacer.
—¡Mamá!
—No me hagas caso —dice sentándose de nuevo a mi lado—, estoy muy disgustada porque te vas. Y tu hermano no da señales. Sé que es nuestro deber…
—Encontraré a esa bruja rebelde y la traeré, aunque sea metida en un saco. Y en cuanto a la otra, espero que Ángel pueda sacrificarla o encerrarla antes de que llegue al nido. Tal vez si acabásemos con Cassandra, sería posible…
—Ya sabes que lo hemos intentado muchas veces con consecuencias terribles. Ella es la más poderosa y adivina las intenciones de los demás a kilómetros. Además, ya nadie conoce su aspecto ni el lugar exacto donde se esconde.
—Está bien, no te preocupes. Intentaré enviarte mensajes y, de todas formas, si la encontramos, encontraremos a Ángel.
—Descansa, hijo.
Se va, cerrando la puerta con suavidad, con una suavidad tensa que recorre su cuerpo. La conozco bien y muchos de los Montecristo piensan como ella. Que quizá las Sinclair deberían estar todas muertas, o esterilizadas. Yo también lo creo.
—No soy mala, soy buena, soy una chica buena, soy una chica buena.
Estoy en un rincón de mi dormitorio y sé que me voy a transformar. Es algo que no puedo explicar, como si una corriente eléctrica recorriera todo mi cuerpo. Antes ha entrado mi melliza y sentí al pulso de sus arterias, escuché cómo la sangre corría por su cuerpo y la olí. Ese olor tan delicioso que traspasaba su piel y llegaba a mí como si fuera el mejor dulce del mundo. A duras penas resistí no lanzarme a su cuello, morderla y desangrarla para alimentarme. Se va de la habitación y paso la lengua por mis labios resecos. Deseo beber, pero soy buena, soy buena. No soy un animal salvaje. Pero ellos, toda mi familia, están en peligro.
Por eso, me tengo que ir. Escucho a mis padres en la cocina junto a mis hermanas pequeñas. Hay bromas y alguna carcajada. Ellos no han notado nada en mí porque lo he disimulado, pero ya no puedo. No puedo tragar comida ni beber agua, no quiero nada que no sea sangre. Y, cuando ha venido Aliana a verme, casi salto sobre ella. Ya no lo soporto.
Me siento como una yonqui de esas que salen en las películas. Me tiemblan las manos y mi boca está seca.
—Soy una chica buena, soy buena.
Han sido muchos años diciéndomelo y de verdad que lo he intentado. Mi cabeza está dejando de razonar, me tengo que ir o haré daño a mi familia.
Cojo la mochila y meto cualquier cosa. Me asomo a la ventana. Como es verano, la noche es cálida y no hay brisa, pero no sudo. Vivimos a las afueras, así que puedo irme sin que me vean. Puedo saltar por la ventana. Debo hacerlo. Pongo una pierna en el alféizar y saco medio cuerpo. Ya casi estoy.
La puerta se abre y entra de nuevo mi hermana. Noto su latido apresurado y me llama, pero solo veo su cuello palpitar bajo su melena, negra como la mía.
Me vuelvo, le gruño y salto. Es el último momento de voluntad que he tenido para no matarla. Corro rápido por la avenida principal de la urbanización y me adentro en la carretera. Una voz en mi cabeza me susurra «Ven a mí» y sí, es lo más lógico. Mi mente racional se apaga.
Alguien me dice algo, no sé quién es, solo pienso que es comida.
La mujer tomó a sus hijas de diez y ocho años de la mano y se dirigieron al granero donde apilaban la paja para alimentar a los animales en invierno. Hacía frío y ese día, doce de diciembre, con los copos de nieve a punto de caer, ella iba a morir.
Las niñas la miraban sorprendidas, pero alegres. Llevaban el vestido de los domingos, ese que solo se ponían en ocasiones especiales y esperaban alguna sorpresa. Su madre, Anastazia Sinclair, era la curandera del pueblo y todos le tenían mucho respeto, por su seriedad y los éxitos en sanar tanto a personas como a animales.
Su esposo había alimentado a las vacas, que mugían desde el edificio cercano. El ambiente era frío, pero ella no sentía nada, porque tenía el corazón roto.
Sentó a su hija mayor, Ofelia, sobre una de las pacas de paja y a la pequeña Micaela enfrente, sobre otra.
—Quiero que veas esto, Micaela, porque es algo que tú deberás hacer cuando te llegue el momento.
—¿Y yo, madre? —contestó Ofelia curiosa.
