Represión y esperanza - Jean-Claude Simard - E-Book

Represión y esperanza E-Book

Jean-Claude Simard

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Beschreibung

Dos amigos canadienses realizan una pasantía en Buenos Aires para completar sus investigaciones en el marco de sus doctorados después del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, que significó por parte de la junta militar la instauración de una forma de terrorismo de Estado con el propósito de imponer sus reformas económicas. Con amigos argentinos, estos quebequenses y sus compañeras francesa y argentina se ven, bien a pesar de ellos, implicados en varias intervenciones a veces muy arriesgadas para proteger a eventuales víctimas de la voracidad de policías y de militares bárbaros y sanguinarios. Tienen que frecuentar a personas que sufren a causa del golpe de Estado la falta de libertad, el miedo y los derechos humanos pisoteados. Frecuentan también a personas que se aman. Ellos mismos descubren el amor. La novela deviene así un importante testimonio imparcial de parte de estos extranjeros circunstancialmente inmersos en el Proceso.

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Jean-Claude Simard

Represión y esperanza

Argentina 1976-1977

Simard, Jean-ClaudeRepresión y esperanza : Argentina 1976-1977 / Jean-Claude Simard. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4452-0

1. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice de contenido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Epílogo

A Mimi, mi amor de todos los días

A Marta que nos dejó demasiado rápido

A mis amigos argentinos de ayer y de hoy

Yo sé que mis pasos ya trazan la ausencia

y nada ni nadie ni nunca,

ni siquiera ella,

colmará el infinito asombro.

ALBERTO SZPUNBERG

El libro de Judith, 2008

“No puedo, ni quiero, ni debo renunciar a un

sentimiento básico: la indignación ante el atropello,

la cobardía y el asesinato”

RODOLFO WALSH

“Prólogo”, in Operación Masacre, 1957

Los personajes de esta novela son ficticios, pero los acontecimientos a los cuales se hace referencia en el curso de los años 1976 y 1977 en la Argentina pretenden ser une representación realista de lo que acontecía en este país durante el régimen militar llamado “Proceso”.

1

Laurence acomodó su equipaje de mano en el compartimento correspondiente y se instaló en su asiento de la parte delantera de la clase económica del Boeing 747 de Air France. La joven que ocupaba el asiento de al lado le tendió la mano y le dijo:

—Me llamo Julieta, Julieta Acosta. Soy argentina.

—Encantada, Julieta. Mi nombre es Laurence Gauvin. Vengo de Montpellier, pero vivo en Lyon hace varios años. ¿Me imagino que usted está volviendo a su país?

—Sí, y no estoy muy segura de tener ganas de hacerlo. Las noticias que me han llegado durante los últimos tres meses no son muy alentadoras.

—¿Quiere decir desde el golpe de Estado de fines de marzo?

—Así es. Pero desgraciadamente tengo que volver. Se me terminó la beca y mi madre no anda muy bien, me reclama.

—¿Y qué hacía en París, si no es demasiado indiscreto de mi parte?

Julieta le contó que había recibido una beca de la Embajada de Francia para estudiar en París durante dos años. Que se había matriculado en el doctorado de posgrado en estudios latinoamericanos en la Sorbonne Nouvelle y que había aprovechado esos dos años para cursar allí. Explicó que había asistido a varios seminarios de la Escuela Práctica de Altos Estudios, entre otros a los de Barthes, Bremond, Todorov y Gérard Genette. Ya se había iniciado en el estructuralismo en Buenos Aires gracias a los trabajos del chileno Félix Martínez Bonati, pero los seminarios de la Escuela Práctica le abrieron nuevos horizontes.

Mientras Julieta hablaba del placer que le había significado seguir los seminarios de Genette en un aula exigua, colmada al máximo de su capacidad, donde tenían que apoyarse sobre la espalda del vecino para tomar apuntes, Laurence observaba a su compañera de viaje y constataba lo bonita que era. Llevaba un jean y una camisa blanca con un escote que dejaba adivinar un busto generoso. Alta, en los veintitantos, de cabellos castaños, con unos ojos que le llamaron la atención, de un celeste resplandeciente. Entonces interrumpió a Julieta, diciéndole:

—Nunca había visto unos ojos como los suyos, son magníficos. En realidad, la he estado observando desde hace un rato y la encuentro absolutamente encantadora.

Un poco intimidada por las palabras de Laurence, Julieta le dedicó una amplia sonrisa y le agradeció.

—Usted también es una mujer muy bonita, a juzgar por cómo la miran los hombres y las mujeres del avión desde que subió. Me impresiona su cabellera rubia y exuberante.

—Gracias, Julieta, es muy gentil.

—Yo ya le hablé de mí, ahora es su turno de contarme de usted, –sugirió Julieta posando su mirada sobre aquella color violeta de su vecina de asiento.

Laurence explicó que era matemática y que trabajaba con su director de tesis doctoral en la Universidad Claude Bernard de Lyon. Por recomendación de su director, se dirigía a la Universidad de Buenos Aires como profesora invitada. Insistió sobre el hecho de que había dudado mucho antes de decidirse a viajar, por los problemas de seguridad provocados por el golpe de Estado. Pero le escribieron colegas argentinos y terminaron por convencerla de aceptar la invitación.

—Veo que habla muy bien el español. ¿Dónde lo aprendió? –Julieta miró a la francesa inquisitivamente.

—Lo aprendí desde mi infancia. Mi madre nació en España, en Oviedo.

***

Cuando el avión ya hubo despegado, Julieta se volvió hacia su vecina y le dijo:

—La observo desde que partimos y me pregunto si usted vive sola.

—Mi querida Julieta, si estás de acuerdo, sugiero que nos tuteemos. Y sí, por el momento vivo sola. Viví cinco años con mi novio, pero desgraciadamente él falleció en un accidente de auto hace un año. Era uno de mis colegas de la universidad. Te confieso que apenas me estoy reponiendo.

—Lo siento muchísimo.

—Y tú, ¿tienes novio?

Ella había tenido algunas aventuras cortas durante su estadía en Francia, pero todavía no había encontrado al hombre que pudiera amar sin vacilar. En cuanto a los argentinos, los encontraba demasiado machistas.

—Cambiando de tema, querida Julieta, la avenida Quintana esquina calle Ayacucho, ¿te dice algo?

La pregunta de Laurence sorprendió a Julieta, que no ocultó su asombro al responder.

—¿Puedo saber quién te dio esa referencia? ¡La avenida Presidente Manuel Quintana es una de las más conocidas y bellas de Buenos Aires! –exclamó Julieta, y agregó–. La calle Ayacucho está a 100 metros del cementerio de la Recoleta y del café La Biela.

Laurence contó que en la Universidad de Lyon había conocido a dos quebequenses que estaban haciendo su doctorado, uno en ciencias políticas y el otro en lingüística. Se habían hecho amigos y gracias a ellos había empezado a interesarse por la Argentina.

—Paul es politólogo y sus trabajos de doctorado tratan de la evolución del sistema político argentino. Hizo la licenciatura en la Universidad Laval y el máster en Sherbrooke. Es un apasionado por la Argentina desde hace mucho tiempo. El lingüista se llama Richard y se especializa en dialectología. Estudió en Laval y en la Universidad de Montreal. Trabaja sobre el español hablado en Buenos Aires y en el gran Buenos Aires. Tampoco es su primera visita a la Argentina.

—¿Y qué tienen que ver esos quebequenses con la avenida Quintana? –preguntó Julieta, intrigada por las palabras de la francesa.

—Mis amigos llegaron a Buenos Aires hace dos semanas, el primero de junio. Gracias a la tía de uno de sus amigos argentinos, pudieron alquilar un departamento sobre la avenida Quintana, en la esquina con calle Ayacucho. Es justo arriba de la heladería Freddo, me dijeron en un télex que recibí en la universidad. También sé que un amigo muy cercano de Richard trabaja en la Embajada de Canadá.

—¿Y vos pensás vivir con tus amigos?

—No creo, –Laurence hizo una corta pausa y continuó–. En realidad, me gustaría vivir bien cerca de ellos para poder verlos todos los días.

—Ahora te voy a explicar por qué me sorprendí cuando me hablaste de la avenida Quintana, –Julieta le sonrió a su nueva amiga, tratando de calmar la efervescencia que se había apoderado de ella–. Imaginate que mamá y yo vivimos en un gran departamento en la esquina de las calles Ayacucho y Guido. Es a 100 metros de la avenida Quintana. ¡No lo puedo creer! Pienso que nuestro encuentro en este avión no es fruto del azar.

Al escuchar a Julieta, Laurence se sintió completamente estupefacta y permaneció en silencio por un rato. ¿Cómo explicar estas coincidencias sorprendentes, hasta alucinantes?

—Todo esto me supera, Julieta. Por el momento, digamos que el azar sabe hacer bien las cosas, –murmuró la francesa.

La azafata interrumpió la conversación entre ellas y les pidió que bajaran la tableta de sus asientos si deseaban cenar. Ya con sus bandejas y dos botellitas de vino tinto, Julieta miró a Laurence y le dijo:

—Tengo una idea. ¿Te gustaría venir a vivir conmigo y con mi madre? Nuestro departamento tiene 240 metros cuadrados y es demasiado grande para nosotros y Norma, nuestra empleada doméstica. Podríamos cederte un dormitorio bien grande y un baño privado. Si te parece bien, cuando lleguemos hablaré con mi madre. Nada más que por la forma, porque ya sé que va a estar de acuerdo. En cuanto a la cuestión financiera, ya vas a ver que nos entenderemos muy fácilmente.

—¡Wow! Eres rápida para los negocios. Mis amigos me reservaron una habitación en el hotel Plaza Francia. Me dijeron que queda muy cerca de su departamento. Cuando ya me haya instalado allí, espero poder conocer a tu madre y me tomaré un tiempo para pensar en tu ofrecimiento, que es muy generoso. También quiero consultarlo con mis amigos.

—Soy consciente de la dificultad de llegar a una ciudad que no se conoce. Yo lo viví en París.

***

Intimidados por la presencia de militares fuertemente armados apostados en todos los niveles del aeropuerto de Ezeiza, Paul O’Neil y Richard Lalande ya habían recorrido de un lado al otro la zona de arribos por casi una hora cuando los pasajeros del vuelo de Air France proveniente de París comenzaron a salir de la zona de control de aduana. Enseguida divisaron a su amiga Laurence, acompañada por una joven que ellos no conocían. Paul miró la hora y se dio cuenta de que eran casi las 10 h. Cuando Laurence vio a sus amigos quebequenses se precipitó hacia ellos, los abrazó y besó cariñosamente.

—¡Estoy tan contenta! Los extrañé a los dos, –exclamó Laurence con lágrimas en los ojos. Desde que se fueron de Lyon tuve la impresión de haberme quedado sin familia.

—Pero ahora estás con nosotros y te vamos a cuidar, –le dijo Richard dándole un beso en la frente y en las mejillas.

Paul había visto la belleza de la joven que venía con Laurence y le pidió que se las presentara.

—Mis excusas, señores, –se disculpó ella tomando a Julieta por la cintura–. Les presento a mi compañera de viaje, Julieta Acosta. Es argentina y vive a cien metros del departamento que ustedes alquilaron en avenida Quintana.

Los dos quebequenses intercambiaron miradas de asombro y le tendieron la mano a Julieta.

—Veo que la situación los sorprende tanto como me sorprendió a mí cuando Laurence me contó dónde habían alquilado departamento, –explicó Julieta observando discretamente la reacción de los dos amigos de la francesa.

—Tiene razón. Es asombroso, –dijo Richard y agregó–. Como usted vive muy cerca del hotel donde se va a alojar Laurence, la invito a venir con nosotros, disponemos de un auto.

—Con todo gusto. Muy amable. Si me permiten, voy a telefonear a mi madre antes de irnos, –dijo Julieta.

***

Richard se instaló al volante y Laurence se sentó espontáneamente a su lado. Había extrañado mucho a su amigo desde que se fue de Lyon y tenía mucha necesidad de sentirlo cerca. La presencia y la calma de este hombrón de un metro ochenta y ocho siempre la habían tranquilizado y tuvo esa misma sensación en este automóvil que partía hace el centro de la ciudad de Buenos Aires.

Paul tuvo que sentarse en el asiento trasero, muy cerca de Julieta por la valija que habían tenido que colocar sobre ese asiento. Durante los primeros minutos, se sintió intimidado por esa hermosa mujer de ojos de un azul excepcional, de la que emanaba una dulce fragancia. Le dieron ganas de decirle que la encontraba espectacular, pero le susurró simplemente al oído:

—Tiene unos ojos muy bellos.

—Gracias por el cumplido. Y si querés, podemos tutearnos, –dijo Julieta y le murmuró luego al oído en un tono jovial–. Para decirte la verdad, no me desagrada esta promiscuidad.

Paul tuvo entonces unas ganas locas de besar a esta mujer que acababa de conocer. Julieta hizo como si nada, pero ya había adivinado que le gustaba a ese quebequense que acababa de aterrizar en su vida.

Durante el trayecto, Laurence les contó a sus amigos que Julieta y su madre vivían en un gran departamento en la calle Guido y que le había ofrecido ir a vivir en su casa. Los muchachos parecieron estar de acuerdo con la idea, pero insistieron en el hecho de que ella debía tomar la decisión sola.

—Para facilitarte las cosas, querida Laurence, te invito a vos y a tus dos amigos a cenar esta noche en casa. Así aprovecharás para visitar el departamento. También podrás conocer a mi madre, –explicó Julieta echando una rápida mirada cómplice a Paul.

***

Después de haber dejado a Julieta en su casa, Laurence ocupó su habitación en el hotel Plaza Francia y luego los tres amigos decidieron ir a comer algo.

—Este barrio es magnífico y el hotelito donde paro me gusta mucho, –afirmó Laurence mientras se sentaba en una de las mesas de La Biela con sus amigos. Mirando a su alrededor la gente que ocupaba algunas mesas charlando en voz baja, los mozos atendiendo de uniforme, un tango como música de fondo, agregó–. Este café es muy simpático. Me encanta este ambiente.

—Tienes razón. La Biela y el Tortoni son los cafés más conocidos de Buenos Aires. Y el barrio de la Recoleta es, sin lugar a duda, el más lindo del centro de Buenos Aires, –explicó Richard–. Tenemos suerte de poder alojarnos allí.

Laurence miró a sus dos amigos sentados con ella y les dijo, con la voz llena de emotividad–. Todavía no puedo creer que estoy aquí en Buenos Aires con ustedes dos. Es muy emocionante.

Richard le respondió que estaban encantados de tenerla con ellos. Pero que, sin embargo, ella debía tomar conciencia de que Buenos Aires era una ciudad sitiada y peligrosa. Tenía que ser prudente y tomar precauciones en todo momento.

—Desde que llegamos, nos advirtieron de la existencia de un sistema de delación que parece bastante eficaz, –Paul tomó el menú que le trajo el mozo y siguió hablando en voz baja–. Muchos choferes de taxi, mozos de bares y restaurantes, porteros de edificios, están pagados por los militares como delatores. En cuanto oyen o ven algo que les parece sospechoso, le avisan a su contacto con la policía o los militares.

Laurence, escuchando atentamente a su amigo Paul, comprendió que su trabajo no iba a ser fácil. “¿En qué lío me metí?”, se preguntó.

—¿Han tenido problemas hasta ahora?

—Sí y no, –respondió Paul mirando el menú–. Al día siguiente de habernos instalado en nuestro departamento sobre Quintana, tuvimos la visita de cuatro policías que invadieron el lugar. Examinaron nuestros pasaportes y quisieron saber las razones de nuestra estadía en Buenos Aires. Al final, se fueron. Después nos enteramos de que fue el portero de nuestro edificio quien advirtió a la policía federal de nuestra llegada. Él mismo nos confesó que no podía hacer otra cosa.

Richard le explicó a Laurence que iba a tener que comunicarse con la Embajada de Francia regularmente, tal como ellos debían hacerlo ante la Embajada de Canadá.

—La gente de nuestra embajada quiere tener noticias de nosotros seguido, –dijo Richard–. Y hablando de nuestra embajada, mi amigo Jean–Marc nos invita a los tres a almorzar en su casa el sábado que viene. Él y su señora nos esperan a las 13 h.

2

Después de haber dejado a Paul y Laurence en lo de Julieta, Richard tomó un taxi para ir a la Embajada de Canadá. Como siempre a esa hora temprana de la tarde, la avenida Santa Fe estaba muy concurrida, autos, furgonetas y numerosos taxis reconocibles por su color amarillo y negro; a la altura de la avenida 9 de Julio, con su enorme embotellamiento habitual, prefirió bajarse del taxi y hacer el resto del trayecto a pie.

La embajada ocupaba el piso 25 de la torre Olivetti, situada en la esquina de la avenida Santa Fe y de la calle Suipacha. Al salir del ascensor, Richard le presentó su pasaporte al guardia de seguridad, quien le abrió la puerta de la inmensa verja que habían tenido que instalar para evitar los pedidos de asilo intempestivos desde el golpe de Estado. La joven secretaria de la recepción lo reconoció y lo saludó efusivamente; enseguida se comunicó con el cónsul para anunciarle la llegada de su amigo. Minutos más tarde, se abrió la puerta de la parte reservada de la embajada y Jean–Marc Guérin hizo pasar a Richard.

Originarios del mismo barrio de Sainte–Foy en las afueras de Quebec y amigos desde la infancia, Jean–Marc y Richard no se habían perdido nunca de vista. Con apenas treinta años, ambos habían estudiado al mismo tiempo en la Universidad Laval, uno lingüística y el otro, ciencias políticas. Jean–Marc había hecho un máster en la Universidad de Ottawa y Richard había hecho lo propio en la Universidad de Montreal. Después Jean–Marc había conseguido un puesto en Asuntos Exteriores. Físicamente era muy diferente de su amigo lingüista, menos alto, menos robusto, con más aspecto de intelectual debido a los lentes y a la barba, que le habían aconsejado cortarse al llegar a Buenos Aires para no hacerse notar inútilmente.

—Me gustaría invitarte a tomar un café en el bar de abajo, justo al lado, sobre la calle Suipacha, pero nunca se sabe quién nos puede espiar. No ignoras que las embajadas son objeto de una vigilancia muy especial en estos tiempos.

—No hay problema. Voy a terminar por acostumbrarme al café de filtro de ustedes, –replicó Richard en tono burlón.

—Tu amiga francesa ya debe estar por acá, ¿no es así?

Richard le contó a Jean–Marc que Laurence había llegado el día anterior en el vuelo de Air France en compañía de una argentina que viajaba en el mismo vuelo. Que esta joven había pasado dos años en París para hacer el cursado de su doctorado y vivía con su madre en un departamento inmenso en la esquina de Guido y Ayacucho, a cien metros de Quintana.

—¿Te das cuenta de la coincidencia? Además, la invitó a Laurence a vivir con ellas.

—Es sorprendente, –exclamó Jean–Marc–. ¿Verificaron quién es esa gente?

—Anoche, las dos mujeres nos recibieron para cenar. Debo decirte que la madre de Julieta me impresionó por su erudición y vivacidad de espíritu. Agregaría que muchas jóvenes deben envidiar su belleza. Nos habló mucho de su familia. Nos contó que nació en 1915 en Villa María, provincia de Córdoba, en una familia que era propietaria de un establecimiento agrícola–ganadero de más de 600 hectáreas. Ahí se dedicaban al cultivo de trigo y a la cría de bovinos Aberdeen–Angus para carne. Después de sus estudios secundarios en Villa María, siguió Derecho en la Universidad Nacional de Córdoba, pero no tuvo oportunidad de ejercerlo. Tenía un hermano que falleció en un accidente de trabajo en la estancia a los 25 años. Cuando sus padres se sintieron demasiado viejos para administrar la explotación, la vendieron. Después de su muerte, cuando ella tenía treinta años, vino a instalarse a Buenos Aires. Aquí conoció a su marido, Javier Acosta, que ya era un próspero hombre de negocios. Tuvieron una hija, Julieta. Contó que había querido mucho a su marido, fallecido hace algunos años. La familia poseía una explotación rural de 800 hectáreas y una estancia en Gorostiaga, provincia de Buenos Aires. A la muerte de su esposo, la madre de Julieta debió desprenderse poco a poco del patrimonio familiar. Reveló candorosamente que había colocado su dinero en el extranjero. También nos confesó que no soporta a los militares.

—Si estoy comprendiendo bien, esas mujeres no tienen problemas para llegar a fin de mes, –comentó Jean–Marc después de haber escuchado las explicaciones de su amigo.

—Así es. Esta tarde, Laurence ya fue a instalarse en lo de su nueva amiga. Paul quiso acompañarla. Pienso que, más que nada, tenía ganas de volver a ver a Julieta.

—¿Y qué tal es, esa Julieta?

—Te confieso que su belleza me ha impactado. Tiene unos ojos magníficos. No me extrañaría que Paul sucumbiera a sus encantos.

—¿Y por qué no la traen con ustedes el sábado que viene? Me imagino que a Suzanne le gustaría conocerla, –agregó Jean–Marc–. A menudo se siente sola. Me gustaría que se hiciera de amigas.

—Se lo voy a proponer.

En ese momento entró la secretaria de Jean–Marc al escritorio, trayendo dos cafés que apoyó sobre la mesita frente a los dos amigos. Nacida en Acadia, Ariane Leblanc fascinaba a los hombres por su sex–appeal y por la delicadeza de sus rasgos. Impresionado por la belleza y elegancia de la joven, Richard se dirigió a su amigo en tono de broma.

—Veo que no te privas de nada. ¡Qué mujer, viejo!

—Tienes razón, es muy bonita. Ariane viene de Moncton. Ocupa un puesto en la embajada desde hace un año y forma parte del personal diplomático, –explicó Jean–Marc–. Trabajaba antes en nuestra embajada de Roma y habla cuatro idiomas. Y, que yo sepa, no tiene novio.

—¿Suzanne la conoce?

—Sí y no voy a negarte que se preocupa un poco, aunque me tiene confianza.

—Tal vez tenga razón, –murmuró Richard mirando su taza de café–. Yo, si estuviera en tu lugar, no sé si aguantaría.

Jean–Marc se echó a reír y le pidió a su amigo que le tuviera fe. Luego le dijo que quería hablarle de lo que estaba pasando en la Argentina.

—No sé si sabes que para el golpe de Estado los militares contaron con el apoyo de la Iglesia católica, de los principales medios de comunicación y del mundo de las finanzas. Muchos civiles deseaban también la intervención de los militares.

—Paul y yo nos dimos cuenta de esa realidad cuando firmamos el contrato de alquiler del departamento de la avenida Quintana. La propietaria no tuvo reparos en decirnos lo contenta que estaba de ver a los militares en el poder.

Jean–Marc le explicó también que, por intermedio de colegas de otras embajadas y de amigos argentinos, tenían acceso a un cierto número de informaciones secretas respecto, entre otras, a la creación de varios centros clandestinos e ilegales de detención donde, según parece, las personas víctimas de secuestros ilegales por los militares eran torturadas salvajemente. A la mayoría de esas personas se las consideraba desaparecidas.

—Como ves, la junta militar ha instaurado una forma de terrorismo de Estado. Todos aquellos que no están de acuerdo con la dictadura o que parecen sospechosos, los estudiantes, los artistas, los sindicalistas, los trabajadores, etc., corren el riesgo de ir a parar a los centros de detención. No sé si has observado hasta qué punto los militares se han vuelto completamente histéricos con la censura, que ha alcanzado las obras de autores extranjeros tales como Henri Lefevbre, Eduardo Galeano, Mario Benedetti, Alain Touraine, Paulo Freire y hasta del escritor Jacques Prévert. Entre los autores argentinos más importantes, te menciono a Jorge Asís, Manuel Puig, Griselda Gambaro, Haroldo Conti y David Viñas. Todo documento que contenga la palabra “Cuba” es censurado. Se cuenta que hasta destruyeron un ensayo sobre el cubismo. Lo que es más grave para tu amiga Laurence es que llegan incluso a considerar subversivas las matemáticas modernas. Deberás advertir a tu amiga y pedirle que no utilice ciertas denominaciones en la universidad. Tendrá que entenderse con sus colegas.

—Hiciste bien en advertirme. Hoy mismo voy a hablarle de eso, –respondió Richard, inquieto por las advertencias de su amigo–. Ignoro cómo va a reaccionar.

—Debes explicarle que la Argentina está en estado de sitio y que el aparato de represión de los militares se ha mostrado muy eficaz hasta el día de hoy.

—No sé cómo me voy a arreglar para hacerle tragar todo eso, –exclamó Richard–. Tal vez puedas darme una mano el sábado. Es urgente porque ella tiene que presentarse en la universidad al principio de la semana que viene.

—Cómo no. Si tenemos tiempo, te hablaré del programa económico de Martínez de Hoz. Mientras tanto, sean extremadamente prudentes. Díselo también a Paul. Y si quieres saber lo que pasa realmente en Argentina, no olvides escuchar los boletines de noticias de Ariel Delgado en Radio Colonia.

—De acuerdo. Y dile a tu secretaria que soy un hombre libre, por si le interesa, –lanzó Richard, preparándose para partir.

***

Jean–Marc cerró la verja del jardín y observó a sus amigos que bajaban del auto. Por su aspecto, supo que habían tenido problemas. Llegaban por lo menos una hora tarde, lo que difícilmente podía atribuirse al tránsito o a la temperatura, pensó. Se acercó entonces a Richard y le dijo:

—Los esperábamos más temprano. ¿Tuvieron problemas con el auto? Suzanne y yo estábamos preocupados.

—Sufrimos una operación conjunta de la policía federal y de los militares, justo cuando habíamos atravesado la avenida General Paz. No fue nada divertido. Te confieso que las chicas lo tomaron mal. Seguramente les van a hablar de eso.

En ese momento, Suzanne salió de la casa para recibir a los recién llegados y para conocer a Laurence y a Julieta. Viéndolas, se dio cuenta de que sus dos invitadas habían vivido algo inesperado que las había conmocionado. No podía imaginar el aspecto dramático del acontecimiento. Se presentó entonces a las dos mujeres y las invitó a pasar al interior de la residencia. Julieta había recuperado un poco de serenidad, pero Laurence parecía todavía en estado de shock.

Natural de Gatineau, Suzanne Loubier se había conocido con Jean–Marc en la Universidad de Ottawa, donde ella hizo una licenciatura en literatura francesa y quebequense. Dedicaba su tiempo libre a escribir libros para niños y adolescentes que publicaba en Montreal. Era esbelta, de cabellera negra y ojos verdes, con un rostro armonioso y una sonrisa irresistible. Temerosa por naturaleza, Suzanne se sentía particularmente aislada en la residencia de función en San Isidro donde vivía con su marido. Le gustaba hacer compras en las boutiques de la Recoleta, en avenida Santa Fe o en el barrio de Belgrano, pero como no tenía amigas para acompañarla, iba muy poco por allí, a pesar de que su auto tenía patente diplomática. Aunque Jean–Marc evitara hablarle de las atrocidades cometidas por la policía y los militares, los informativos de Radio Colonia que escuchaba todos los días no eran nada tranquilizadores. En el transcurso de las últimas semanas pensaba a menudo en los años que habían pasado en Lisboa, y cuánto había esperado que Jean–Marc tuviera un nuevo destino en Europa. A veces le daban unas ganas locas de volver a Quebec, pero el amor incondicional que sentía por su marido la retenía a su lado.

Cuando todos estuvieron ubicados en la sala, Jean–Marc abrió una botella de champán y les ofreció una copa a sus invitados.

—Suzanne y yo les damos la bienvenida, especialmente a Laurence y Julieta que tenemos el placer de estar conociendo. ¡A su salud, señoras mías!

—Gracias, –respondió Julieta, con una rápida mirada a Laurence–. Ustedes son muy amables de recibirnos en su casa.

Jean–Marc expresó que lamentaba enormemente los inconvenientes que habían sufrido al venir y precisó que esas operaciones eran frecuentes porque policías y militares buscaban los supuestos terroristas o simplemente los opositores al régimen militar.

—Acabábamos de cruzar la avenida General Paz cuando nos vimos cercados por varios Ford Falcon de la policía federal y por carros ligeros del ejército, –explicó Julieta con voz indignada–. Enseguida vinieron hacia nosotros militares con ametralladoras. Nos ordenaron que saliéramos del auto con nuestro documento de identidad.

—Esos salvajes nos apuntaban con sus armas, –protestó Laurence reteniendo apenas las lágrimas–. Nos obligaron a poner las manos sobre el capó del auto. Dos de ellos nos palparon sin miramientos los senos, las nalgas y el pubis, muertos de risa por las bromas de sus colegas. Me puse a llorar. Hasta creí que me iba a desmayar. Fue horrible.

—Laurence tiene razón, fue espantoso. Yo no me atreví a protestar porque tuve miedo de que esos matones me golpearan con sus armas. Empecé a llorar yo también. Entonces vino un policía a examinar nuestros documentos de identidad y nos hizo un montón de preguntas, –prosiguió Julieta–. Los chicos le explicaron que íbamos a San Isidro, a la casa de un amigo nuestro que es cónsul en la embajada de Canadá. Richard le dijo que le iba a contar de qué manera dos militares habían maltratado a las dos mujeres que los acompañaban. Seguramente las palabras de Richard disgustaron al policía porque nos devolvió inmediatamente nuestros documentos y nos hizo señas de que nos fuéramos.

—Imagínense que mientras el policía nos interrogaba, los militares detuvieron a dos jóvenes que viajaban en el auto justo detrás del nuestro, –contó Laurence tras un momento de silencio–. Los llamados que lanzaban nos llamaron la atención. Gritaban sus propios nombres y les pedían a las otras personas que estaban retenidas como nosotros que avisaran a su familia que los habían detenido.

—Esos dos jóvenes sabían bien que no iban a salir de ésa, –dijo Jean–Marc–. Querían que sus familias lo supieran. ¡Es terrible!

—Uno de los militares les ordenó a los policías que llevaran el auto de los dos jóvenes al corralón, diciéndoles que seguramente ya no lo necesitarían, –explicó Julieta casi fuera de sí–. No sé cómo hice para contenerme y no gritar.

Suzanne se impresionó profundamente al escuchar el relato de las dos mujeres; Jean–Marc se apresuró a decirle que los militares respetaban las patentes diplomáticas y, con la mirada, le hizo entender que debía reconfortar y animar a Laurence, que se estaría preguntando por qué había aceptado venir a este país.

Media hora más tarde, Jean–Marc y Richard volvieron del quincho con el asado y se sentaron a la mesa. Con la ayuda del vino durante el almuerzo, la tensión fue desapareciendo y los comensales recuperaron de a poco su buen humor. Los hombres trataron de tranquilizar a las tres mujeres y alentaron a Laurence a presentarse a la universidad como estaba previsto. Julieta y Paul, vecinos de mesa, conversaron durante toda la comida e intercambiaron miradas afiebradas. Cuando Paul posó discretamente la mano sobre el muslo de Julieta, ella casi no pudo disimular el placer que sentía. En el momento de los licores digestivos, ella aceptó seguirlo al jardín, supuestamente para tomar aire. Se refugiaron en un rincón retirado y se besaron apasionadamente.

—Tenía tantas ganas de besarte, –confesó Paul tomando el rostro de Julieta entre sus manos.

—Yo también tenía ganas. Te deseo como loca.

—El lunes, te voy a esperar a las 9 h. Vamos a ir a tomar el desayuno a La Biela. Después veremos, –Paul besó los ojos de Julieta y después agregó–. Richard no va a estar en el departamento. La tiene que acompañar a Laurence a la Universidad de Buenos Aires.

***

En el camino de vuelta de San Isidro, Richard miró a Laurence que iba sentada a su lado y se dio cuenta de que estaba llorando. Entonces, delicadamente, apoyó una mano sobre se regazo y le dijo:

—Mi querida, ¿por qué lloras?

—Estoy desalentada. No voy a poder. No hubiera debido aceptar venir, –dijo ella volviendo a sollozar–. Quiero regresar a Francia.

Julieta y Paul, a pesar suyo, escucharon bien las palabras de su amiga y comprendieron que debían hacer algo. Julieta le susurró al oído a Paul que tenían que intentar todo lo posible para que su amiga francesa se repusiera. Se unieron entonces a Richard para convencer a Laurence de que el incidente lamentable que habían vivido a la mañana no ocurría todos los días y que ellos habían tenido mala suerte.

—¿Has pensado en qué haríamos nosotros acá sin ti? –le preguntó Paul desde el asiento trasero del auto.

—Ya sé que tengo que llegar a controlar la aprensión que siento desde esta mañana, pero no es fácil.

—Recuerda que numerosas personas cuentan contigo en la universidad. Para esa gente, eres una vedette, y sabes que no estoy exagerando.

—Laurence querida, no fue por azar que nos conocimos en el avión de Air France, –insistió Julieta acariciando el hombro de su amiga francesa–. Seguro que hay una razón para todo eso y tenés que quedarte para descubrirla.

Las palabras de Julieta no les fueron indiferentes a Laurence. Tras una rápida mirada a Richard, comprendió que su nueva amiga tenía razón; debía llegar hasta el final y descubrir qué la había traído a este país donde imperaba una dictadura bárbara y sanguinaria.

—Los quiero a todos. Ustedes son adorables. Y, como dice mi papá, “la noche es buena consejera”.